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Discernimiento 1

ESTRUCTURA DE LA
PERSONALIDAD
San Ignacio no conoce los tratados de psicología. Tiene, sin embargo, un modo concreto
de entender el mundo interior de la persona. Para él, en la estructura de la personalidad entran
cuatro elementos: voluntad, ideas, afectos, sensibilidad. Estos elementos se pueden distinguir
claramente, aunque normalmente no somos muy conscientes de su distinción.
Las palabras sentimiento y sentir, aunque tengan su origen etimológico en los sentidos, san
Ignacio las usa en una noción que englobe la afectividad y la sensibilidad; e incluso, a veces, la
razón.
Estos cuatro elementos están íntimamente relacionados entre sí y unos influyen en otros.
La voluntad constituye el eje de la persona y la rige. Todos tenemos voluntad y nada
realizamos que no pase por ella. Todo acto humano supone el consentimiento de la voluntad (en
Filosofía se dice que cuando en un acto no entra la voluntad, es un acto “del hombre”, pero no
un “acto humano”).
La voluntad es una facultad esencialmente libre (actúa sin motivaciones que la determinen)
pero nunca actúa sin motivaciones que la empujan o condicionan. Y estas motivaciones
provienen de las ideas, de la afectividad y de la sensibilidad. Aquí está el problema de lo que
llamamos, impropiamente, mucha o poca voluntad: es mucha o poca motivación. Una persona
motivada tiene voluntad, y una que no lo está tiene poca voluntad. Para que la voluntad actúe
correctamente hay que motivarla a través de las ideas, de la afectividad o de la sensibilidad, que
son sus verdaderos motores. Esto explica que personas que son abúlicas frente a ciertas
circunstancias, se vuelven sumamente activas y voluntariosos frente a otras. Una idea las mueve,
un afecto las mueve, o un gusto sensible las mueve. El problema de la voluntad es problema de
motivación.
Los tres elementos -ideas, afectos, sensibilidad- influyen en la voluntad. Pero una persona
bien formada es aquella en que los afectos y la sensibilidad se someten a las ideas, a la recta
razón. Este es el problema de la formación de la conciencia, pues no se debe actuar contra la
razón, por más fuertes que sean los sentimientos que tengamos en contra.
Un peligro: cuando se actúa motivado solamente por la razón nos encontremos frente al
voluntarismo. La voluntad actúa motivada, pero a la larga es un camino peligroso.
En la estructura de una persona puede predominar, por manera de ser, un elemento sobre
otro. En unos predomine la afectividad, en otros la racionalidad, en otros la sensibilidad. No es
raro que cuando se da una atrofia en uno de los elementos, otro tienda a crecer. Este dominio
excesivo de uno de los elementos en la motivación de la voluntad produce un desequilibrio de la
persona. P.e.: un artista de una extraordinaria sensibilidad, y que sin embargo tiene atrofiada la
afectividad. O una mente tan empecinada por llevar sus ideas adelante, que es capaz de pasar
por encima de cualquier sentimiento. O una afectividad tan desenfrenada que nuble
completamente la razón. A veces nos encontramos verdaderos doctores que tienen la
afectividad de un niño.
El equilibrio y la madurez de una persona se dan cuando hay una armonía entre esos
elementos, y hay entre ellos la coordinación y subordinación debidas. La razón ha de tener la
primacía, y no es lícito actuar contra ella. En cambio, frecuentemente, para actuar
correctamente hay que ir contra la afectividad o la sensibilidad. Pero, personas que a la larga
actúan por pura razón, no dejarán de sentir una cierta desazón interna, aunque su conciencia
nada les reproche. Y al contrario, al que actúa dejándose llevar de sus sentimientos, difícilmente
dejará de sentir una intranquilidad en su conciencia si aquello que está haciendo no corresponde
a lo que le dicta la razón.
Este rompimiento por falta de coordinación puede darse también en la acción. P.e. una
persona muy afectiva obligada a trabajar en algo muy racional.
La realización de la persona se da cuando lo que hay que hacer viene correctamente
motivado. Y el ideal es que ideas, afectos y sensibilidad actúen paralelamente. De lo contrario
siempre hay algún rompimiento interno, más o menos grande, que a la larga puede hacer daño.
Este equilibrio de la personalidad no hay que darlo por supuesto, sino que debemos irlo
formando; para ello hay que procurar hacerlo consciente y conocer los mecanismos por los que
nos movemos. Hay que diagnosticar la situación en que estamos para resolver los problemas que
impiden un desarrollo armónico.
Un proceso de formación de la persona debe tender a que se acepte cordialmente, y en la
medida de lo posible, por la sensibilidad, sin repugnancia, aquello que se asume por la razón.
Las ideas, afectos y sensibilidad tienen entre sí una relación e influencia. Las ideas claras
pueden mover los afectos. Por ello, una buena teoría e información correcta es una base
indispensable para que la persona funcione correctamente. Y nuevos gustos pueden nacer de
una correcta información.
Los afectos, por supuesto, tienen una gran influencia en las ideas, y son capaces de nublar
la verdad más evidente. A una madre su hijo le parece lo mejor del mundo, o le parece que
siempre tiene razón. Y una aversión puede llevar a no ver nada bueno en otra persona.
La sensibilidad acaba creando afectos (“si estás mucho tiempo al lado de una escoba
acabas enamorándote de ella”).
No es tan fácil como se puede creer regirse por la recta razón. Nos influyen en ella los
sentimientos (afectividad + sensibilidad). Detrás de formas de ver y de pensar en la vida, hay
largos procesos afectivos difíciles de volver atrás (Cfr. la influencia de un ambiente familiar
protestante, izquierdoso, etc.). Detrás de formas de actuar hay costumbres que han ido creando
una sensibilidad inherente a cada persona y difícil de llevar atrás.
Una buena cabeza, una gran afectividad, y una fina sensibilidad, son elementos muy ricos
para la persona. No hay que matar ninguno de los tres, sino formarlos y ordenarlos. Esta es la tarea
de un proceso de formación.
En los textos ignacianos, a menudo se encuentran frases como "conocimiento interno”,
“sentir y gustar de las cosas internamente”, etc. que parecen indicar como un doble nivel de la
persona y del YO. Uno más superficial, en el que tantas veces nos impresionan las cosas. Y otro
nivel interno, profundo del YO, al que debemos ir incorporando nuestras ideas, afectos y
sensibilidad, para que se conviertan en sustancia propia. Es la verdadera formación de la persona.
Este último paso, hacerlo sustancia propia, va mucho más allá de la simple información y
conocimiento. Es un conocimiento interno. Queda a un nivel más profundo que las simples
palabras que sabemos y que somos capaces de repetir. Es el reto de un proceso de formación:
hacer sustancia propia tantos y tantas vivencias y elementos que se van acumulando y sobre los
cuales se va informando.
Discernimiento 2

LA CONVERSIÓN
La palabra conversión es polivalente: se usa en múltiples acepciones. En general indica un
cambio de vida: dejar un comportamiento habitual para emprender otro nuevo.
Para nosotros sería toda decisión o innovación que de alguna manera nos acerca o nos
conforme más con la vida divina, con el seguimiento de Cristo, que es la imagen que hemos de
reproducir: “reproducir en nosotros la imagen de Cristo” (Rom. 8,29).
La conversión no hace referencia solamente a un momento de la vida en que nos
convertimos: es un largo proceso que nace de una actitud interior. Se vive o no se vive en actitud
de conversión. No hay posible formación, como tampoco hay posibilidad de verdadera vida
espiritual en ningún momento de la vida, sin esa actitud vital.
Hay diversos niveles de conversión:

* Primer nivel: Conversión antropológica


Base para llegar a la madurez de la persona, y que se da, o se debe dar, en todos,
creyentes o no, para llegar a la madurez. Es la superación de la etapa infantil, que centra la vida
en sí, que tiene un amor captativo, posesivo, centrado en el YO, para pasar a la etapa del amor
oblativo, que se abre y se da a los demás.
Esto es pasar a un estadio de vida más perfecto. Por el hecho de que digamos
antropológico no queremos decir que no esté presidido por la gracia de Dios. El verdadero amor
oblativo es el amor creador de Dios. Nos asemeja a Dios al perfeccionar nuestra realización como
seres humanos.
Y esta maduración, esta conversión, no se hace como en un laboratorio, ni con una
intervención directa de Dios, sino que se da a través de las tramas interpersonales de cada uno
de nosotros.
El que llega a ese amor maduro es el gran cooperador de Dios para hacer madurar a
los demás. Y ese es terreno abonado para los otros aspectos de la conversión. Pero tengamos en
cuenta que los diversos niveles de la conversión no se dan uno tras otro, sino que siempre van
implicados unos en otros. El que no se ha iniciado en este camino no está maduro ni siquiera para
la verdadera vida cristiana, y mucho menos para la vida religiosa.
Consecuencia de esto: todo lo que ayude a crecer en humanismo es formativo, es
indispensable y lo hemos de buscar por sí mismo. Hemos de reconocer que muchas veces
chocamos con un fallo en esta conversión. Demasiadas veces y demasiadas personas estamos
centradas todavía en nuestros propios intereses.

* Segundo nivel: nivel ético


Está íntimamente relacionado con el anterior, como efecto y como causa. Nuestras
relaciones humanas han de estar presididas por todo un código, que no es otra cosa que lo que
llamamos justicia. Para nosotros se inspira en la Ley de Dios. Es una ética que nace en el nivel
familiar y cívico, y acaba en el nivel comunitario.
No siempre hemos sido modelos ni en la justicia ni en los derechos humanos. Ni la Iglesia
ni la vida religiosa están fuera de esta necesidad de conversión. ¡Cuántas veces las relaciones
interpersonales, dentro y fuera de la comunidad no llegan a alcanzar niveles éticos aceptables!
Al Pueblo de Dios se le dio un Código en la Alianza que era condición para ser Pueblo
de Dios. Evidentemente que para nosotros esta moral nace de la fe, del Dios de la Alianza. Es un
comportamiento que es gracia.
* Tercer nivel: nivel de la fe cristiana
Nuestra vida se ha de centrar en Cristo. Juan Bautista exigía una conversión para
enderezar la conducta incorrecta y predicaba un bautismo de penitencia para evitar la ira de
Dios (Mc 1,4). Cristo nos rescata de ese pecado. Jesús es realista, sabe que somos pecadores y
nos ofrece la liberación del pecado. Es un nivel que se supera en la vía purgativa, y que no hay
que presuponer demasiado fácilmente que se ha superado.

* Cuarto nivel: la sabiduría de Dios


Es consecuencia del anterior. Es la conversión al seguimiento del Cristo pobre y
humillado. Conversión a la sabiduría de Dios dejando la sabiduría de este mundo a un lado. Es lo
de la llamada del joven rico (Mt 19,21): era limpio de corazón, Jesús lo miró con amor, pero eso
no era bastante. Faltaba dejarlo todo para seguir a Cristo, para revestirse da sus sentimientos,
para tomar la cruz de cada día.
Es el camino de la identificación total con Cristo, de forma que pueda decir con Pablo
"para mí la vida es Cristo" (Flp 1,21). En este nivel de conversión entra la conversión a la
construcción del Reino, que no es un simple trabajar por el bien de los demás.

DESDE OTRO PUNTO DE VISTA


Veamos la conversión desde al punto de vista de la estructura de la persona que
repasábamos en san Ignacio.
La conversión de la persona depende de un acto de su voluntad. Se convierte el que pasa
de querer a no querer el pecado. Y lo mismo de cualquier otra decisión que implique el cambio
de la persona, y que llamamos conversión.
Pero en este acto de la voluntad funciona todo al mecanismo que vimos anteriormente. Y
para conseguir una conversión que dé garantías de solidez y de duración es indispensable que
se conviertan no sólo la voluntad, sino también las ideas, la afectividad y la sensibilidad que la
mueven. Y este proceso no es cosa ni fácil ni corta. Dicho con otras palabras, se trata de conseguir
la victoria de la razón sobre la afectividad y la sensualidad, mediante la reeducación de las
propias potencias.
El entendimiento tendrá que cambiar sus juicios de valor sobre las cosas y personas en que
se apoyan sus sentimientos. Hay toda una gama de valores evangélicos que tienen que
aprenderse y asimilaras. La lógica del evangelio no es la misma que la de Aristóteles. Es evidente
que para la conversión hay que ir adquiriendo todo un sistema mental nuevo, ideas nuevas que
vayan sustentando la nueva personalidad que se quiere ir formando.
Los cursos no pueden ser solamente de información, sino que tienen que ir procurando que
ayuden a cambiar la manera de pensar.
La sensibilidad o la sensualidad tendrán que disciplinarse de manera que no impidan el fin
que se pretende. En los sentidos corporales hay una cierta facilidad para ir supliendo un gusto por
otro. Más difícil es hacer esto en lo espiritual. El bautizado va desarrollando unos sentidos
espirituales, que son como una visión, un oído, un tacto espiritual que le permiten captar lo
espiritual sin mucho discurso ni recursos de la inteligencia.
Para la conversión hay que ir dejando la sensibilidad humana para irla transformando con
Cristo. Es el “sensus Christi" del que hablaba el padre Arrupe. Una conversión sin convertir la
sensibilidad se queda manca, y posiblemente se vendrá pronto abajo.
El amor (afectividad) tendrá que despojarse de los afectos y tendencias desordenadas;
tendrá que despojarse de muchas motivaciones que nacen del egoísmo.
Hay que crear nuevos afectos para ir supliendo aquellos que hay que erradicar. Y hay que
meterse en la ardua tarea ordenar aquellos afectos que deben mantenerse, pero de una manera
ordenada, p.e. el afecto a la familia, a la patria...
Sin afectos no podemos vivir, pero es bueno tener en cuenta que es en la afectividad
donde tenemos mayor facilidad para desordenarnos y autoengañarnos. Una de las finalidades
del discernimiento es precisamente el descubrimiento de los afectos desordenados.
“Una pasión sólo se arranca poniendo en su lugar otra mayor” (Spinoza). Sólo un amor
apasionado a Cristo pondrá en su lugar todas las otras pasiones.
Discernimiento 3

EL COMBATE ESPIRITUAL
a. Presupuestos
1. Es imposible creer en el discernimiento si no se cree en la existencia y acción del
espíritu del bien y el espíritu del mal. El que no crea que el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, está
presente y actúa en nuestras vidas, no tiene por qué ponerse a discernir. Pero lo mismo podemos
decir del espíritu del mal, que está presente en cada uno y actúa dentro y fuera de nosotros. Hay
un mal dentro de nosotros, y hay un mal fuera que se a1ía con el que vive en nuestro interior.
2. Hay también un “mal natural” dentro y fuera de nosotros mismos, que se alía con el
“mal espíritu”. En la raíz de muchos males espirituales hay que buscar el aliado natural, para
ponerle el remedio conveniente. P.e.: gente inclinada a la melancolía, no tiene que echarle la
culpa al mal espíritu. Pero, sin duda, eso será un mal aliado para el mal espíritu. El remedio no hay
que ponerlo a nivel espiritual, sino sobre todo al natural. Pero, aunque el mal no sea espiritual, hay
que tener en cuenta que cuando ando más cansado, o débil, o enfermo, estoy más propenso a
cierto tipo de tentaciones, de malos genios, etc.
3. Con estos preámbulos, debemos decir que hay dos espíritus que luchan en nosotros
y fuera de nosotros. Espíritus antagónicos, cuya lucha nunca acabará, aunque en cada etapa
adquiera unas características diversas.
4. El discernimiento espiritual es, precisamente, desentrañar y descubrir esos espíritus
(discernirlos) para seguir el bueno y tratar de derrotar al malo. (Muchas cosas se llaman
impropiamente discernimiento: p.e. “voy a hacer un discernimiento para ver si tomo o no ese
trabajo”. Propiamente eso es hacer una elección, uno de cuyos elementos será el discernimiento
espiritual).
5. La meta del combate espiritual y, por tanto, del discernimiento es la PAZ Se lucha
para ganar la batalla y conseguir la victoria y la paz. Y la PAZ se convierte entonces, no sólo en
uno de los signos o frutos más esclarecedores del discernimiento y de la vida espiritual, sino en su
verdadera meta.
6. Pero una victoria nunca es definitiva. Cuando después de una de ellas llega la
consolación, la tranquilidad, la verdadera paz, ésta sólo suele ser la tregua hasta el siguiente
combate. Así, tanto el bueno como el mal espíritu, ganada una batalla, nos presentarán la
siguiente, para hacernos progresar o para hacernos caer más en el escollo. El combate espiritual
es algo que dura tanto como la vida del hombre. No podemos pensar en llegar a una edad en
que ya no lo haya, aunque sí que suele darse en finuras espirituales cada vez mayores.
b. Dos estadios en el proceso
El combate espiritual tiene dos grandes etapas o estadios que, en las distintas escuelas se
han llamado de diversas maneras: vía purgativa y vía iluminativa. Conviene distinguirlas muy bien,
pues las formas de actuar los espíritus, y por tanto las reglas de discernimiento que hay que aplicar
son muy diversas. Ignacio las denomina, en Ejercicios, Primera y Segunda Semana.
En el campo de la actividad del bueno y del mal espíritu se pueden dar dos materias de
discernimiento muy diferenciadas:
* 1º estadio: El campo del bien y del mal moral, mandado bajo mandamiento y prohibido
bajo pecado, sea de pensamiento, palabra u obra; sea mortal, venial o simple imperfección; sea
de mente, en los afectos o en la sensibilidad.
* 2º estadio: El campo del consejo evangélico, del seguimiento de Cristo pobre y humillado,
del "si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres y después sígueme”.
Ubicación de cada etapa:
+ Por Primera Semana, y por el período de aplicación de las reglas de 1ª Semana hay
que entender tres cosas:
- un primer estadio de la vida espiritual, llamado normalmente vía purgativa, que, aparte
de lo que suceda en la primera semana de los EE, suele darse como período transitorio en todos
los que se meten en serio en la vida espiritual. Período purgativo, de purificación de los pecados,
de purificación de los sentidos, de tentaciones más groseras y en la sensibilidad.
- períodos transitorios que pueden venir con más o menos frecuencia, en los cuales el mal
moral hace mella en nosotros.
- zonas verdes, no maduras, en las que no hemos podido vencer aún nuestra inclinación al
mal, y pecamos con cierta asiduidad, aunque ya hayamos superado la etapa de los principiantes
y la vía purgativa.
+ Por Segunda Semana (aparte del período de EE.) se entiende un estadio
permanente de la vida espiritual que se puede identificar con la vía iluminativa. Cuando estamos
ya en la etapa en que queremos configurarnos con Cristo, y la vida de Cristo ilumina nuestra vida.
Es propio de ella todo lo que cae en la llamada libre al seguimiento de Cristo.
c. Características del primer estadio
1. Soy principiante, novato, novicio en las cosas del espíritu; poca experiencia de lo
que pasa por dentro, de la acción do Dios. Lucha más externa que interna. Como dice Ignacio
en su autobiografía: “y en estos pensamientos tenía toda su consolación, no mirando cosa
ninguna interior, ni sabiendo qué cosa era humildad, ni caridad, ni paciencia, ni descreción para
reglar ni medir virtudes, sino toda su intención era hacer destas cosas grandes exteriores, porque
así lo habían hecho los santos” (14). Se pone la virtud en cosas exteriores, sin verdadera
abnegación interna. Se necesita ayuda de otro.
2. Hay faltas habituales en cualquier campo: veracidad, humildad, relaciones
humanas, flojera, castidad, etc. Se es consciente y se lucha. El combate espiritual se suele y debe
centrar en eso.
3. Reconocerse pecador: soy pecador y produzco ese pecado. Por ello, no tanto he
de librarme del pecado, cuanto ser sanado para no pecar. De ahí la necesidad de hacer
penitencia, de purificarse. Porque el “intenso purgar” sana al sujeto pecador (no hay que hacerse
muchas ilusiones del que lo arreglo todo con una buena confesión, y echa adelante sin
preocuparse más). San Ignacio habla del “sentir interno conocimiento de mis pecados”. O sea,
no se trata solamente de ver y entender que es malo, sino de llegar a implicar a la misma
sensibilidad.
4. No se ha captado aún la finura del Cristo pobre y humillado, la cruz, etc... Rivalidades,
rencillas, vanagloria casi sistemática...
5. Ser tentado, sobre todo, en la sensibilidad y la sensualidad de forma más crasa y
grosera (1 Pe. 5,8). Más adelante ya será bajo capa de bien.
Este es un estadio que hay que aceptar, que tiene su tiempo y no se puede cambiar. Y en
el cual hay una forma concreta de combatir al mal espíritu: las reglas de primera semana. Se ha
superado el “ir de pecado en pecado”, para ir “intensamente purgando los pecados, y en el
servicio de Dios de bien en mejor subiendo” (EE 315).
Discernimiento 4

PASO AL SEGUNDO ESTADIO


Para quien caminó con generosidad por el primer estadio, lo obvio es que pase al
segundo (“segunda semana” en vocabulario ignaciano). Pero esto no hay que darlo por
supuesto, ni siempre se da. Caso del joven rico. Dios y el hombre son incomprensibles en
sus caminos. O no todos oyen la llamada “si quieres ser perfecto...”, o no todos responden
a ella.
No para todos es fácil pasar de la fidelidad en el cumplimiento de mandamientos y normas,
al verdadero y radical seguimiento de Jesús. Un modelo ejemplar de este proceso es, sin duda, la
Virgen María.
Condiciones del paso

a. Que se haya superado la lucha esencial contra el pecado, "haber


intensamente purgado sus pecados”, o el “conviértanse y hagan penitencia” de
Juan Bautista.

b. Procurar, con sinceridad y coherencia, ir “de bien en mejor subiendo”.

c. Tener arraigado el deseo de seguir a Cristo incondicionalmente.

d. Este seguimiento, lejos de romanticismos y teorías, se irá concretando, poco


a poco en el seguimiento real al Cristo pobre y humillado.

e. Conversión de la mente: hasta conformarla con los pensamientos de Cristo


(“¡Apártate de mí, Satanás, que tus pensamientos no son los de Dios!”) como dice
Pablo a los Romanos (12,2): “no se acomoden al mundo presente, antes bien,
transfórmense mediante la renovación de su mente (de su manera de pensar), de
forma que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfecto”.

f. Conversión del afecto para identificarnos afectivamente con Él (!primer amor!) y


con el pueblo en el que Él sufre: “en todo amar y servir”.

g. Conversión de los sentimientos, de modo que se identifiquen con los del Señor:
“Tengan en ustedes los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Fi1p. 2, 5 ¿Y cuál
es la forma de sentir que tuvo Cristo? “... a pesar de su condición divina, no se aferró
a su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de
esclavo, haciéndose uno de tantos...” (Fil 2,6-11) Uno más del pueblo...

h. Conversión de la voluntad: es la actitud de la Contemplación del Reino:


“quiero y deseo y es mi determinación deliberada” (98). Al candidato de la
Compañía le pide “los deseos" o al menos “los deseos de deseos” de vestir la vestidu-
ra y librea de su Señor (Examen, 101 y 103).
i. Cambiar la escala de valores establecida por el mundo. Pues hay un
enfrentamiento de mentalidades: la mentalidad del mundo y la mentalidad de Dios;
los valores del mundo y los valores de Cristo; la sabiduría del mundo y la sabiduría de
Dios, que es necedad para el mundo. Los valores de lo fuerte, del prestigio, el poder,
la dominación, la seguridad (l Cor 1,22—26), frente a lo débil, lo plebeyo, lo
despreciado, lo que no cuenta, la cruz de Cristo.
Teniendo en cuenta que muchas de estas cosas del mundo no son malas en sí, pero están
fuera de la dinámica de Jesús (el la Autobiografía de Ignacio, contraste de pensamientos de lo
que tenía que hacer por la dama de sus pensamientos y lo que hicieron los santos por Cristo...)
Esta es la verdadera metanoia, ese último grado de conversión que cambia nuestro
corazón y que nos hace estúpidos frente a los sabios de este mundo.

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