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Ortner, Helmut - Sacco y Vanzetti. El Enemigo Extranjero (Anarquismo en PDF) PDF
Ortner, Helmut - Sacco y Vanzetti. El Enemigo Extranjero (Anarquismo en PDF) PDF
EL ENEMIGO EXTRANJERO
HELMUT ORTNER
HELMUT ORTNER
SACCO Y VANZETTI
El enemigo extranjero
Fuente: Helmut Ortner – Sacco y Vanzetti. El enemigo ex-
tranjero, Txalaparta, Tafalla, 1999
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Inmediatamente, los agentes de Pinkerton tantearon el te-
rreno en el barrio italiano. Pasaron algunos días hasta que la
dirección del locuaz informante fue detectada. La casa de tres
pisos, construida de ladrillos, estaba en la periferia, en Brighton.
El 3 de enero de 1920, el jefe de policía Stewart, el policía esta-
tal Brouillard y el detective de Pinkerton, Hellyer, le fueron a
buscar. La verificación no careció de problemas. Tuvieron que
golpear un sinnúmero de puertas para que alguna por fin se
abriera. Allí supieron que el hombre que ellos buscaban había
salido por la mañana para Alston y que estaba por llegar. En-
tonces se decidieron a esperar su regreso. En el último descan-
sillo de la escalera se pusieron a matar el tiempo.
Era un lugar bastante pobre, en donde habitaban principal-
mente extranjeros, seres que habían llegado al país con gran-
des esperanzas pero que habían tenido que comprobar que esa
sociedad les consentía alcanzar solo una vida sencilla. Eran po-
lacos, rusos, griegos, armenios e italianos.
Un olor a podrido flotaba en el ambiente. Las viviendas es-
taban húmedas y el revoque de las paredes desprendido. «El
olor de la pobreza», pensó Stewart y miró por la ventana de la
escalera hacia el patio. En ese momento le quedó claro que el
asalto había sido obra de esa gente. «Quizás fueron rusos los
que avisados por un espía en la fábrica supieron del transporte
del dinero», le dijo a Brouillard. Este, aburrido, movió la cabe-
za como afirmando lo que le decían. «Quizás fueron italianos,
casi todos suelen llevar bigote recortado y el hombre del fusil
también llevaba el bigote recortado. Ahora sí que todo está
claro», pensó Stewart.
Se calló repentinamente al escuchar los pasos lentos y segu-
ros de alguien que comenzaba a subir por la escalera. Habían
esperado más de cuatro horas y por fin llegaba el hombre al
cual habían estado aguardando. Vestía de forma bastante sin-
gular, abrigo negro y sombrero de fieltro de ala ancha. Su nom-
bre: Carmine Barasso, pero se hacía llamar C. A. Barr porque
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sonaba más estadounidense. No quería que los funcionarios
públicos supiesen a través del nombre que estaban tratando
con un inmigrante. Carmine Barasso, había comprendido desde
hacía tiempo que en ese país un falso orgullo le traería sola-
mente desventajas. Por eso se había cambiado el nombre.
Los tres hombres le abordaron para hablar sobre Bridgewa-
ter y este se mostró cooperativo para contar lo que sabía. Más
tarde el detective de Pinkerton, Henry Halley, informaría que
cuando habían estado en la vivienda de Barr les había narrado
una extrañísima historia sobre una máquina de su invención
que podía descubrir al autor de un delito independientemente
del lugar en donde este se hubiese cometido. Estuvieron de
acuerdo en que se trataba de un loco, un presumido al que gus-
taba hacerse el importante, y al que no se podía tomar en serio.
Stewart, enojado y decepcionado, se dirigió esa tarde a casa
por la carretera en la que se habían formado montículos de
nieve a ambos lados. Las diligencias habían resultado infruc-
tuosas. ¿Quiénes eran los autores del robo? Solo estaba seguro
de algo y era de que se trataba con seguridad de extranjeros.
En lo de la nacionalidad había diferentes opiniones pero que
eran extranjeros, en eso sí, todos estaban de acuerdo. La sos-
pecha de que habían sido anarquistas era compartida por él
mismo. «Esos cabezas de chorlito tienen a sus seguidores es-
pecialmente entre los italianos…», pensó Stewart. Pero si el
asalto había sido realizado verdaderamente por los anarquis-
tas, era una triste señal para Bridgewater. «Este es el comienzo
del fin», se dijo a sí mismo.
Semanas después del asalto hubo de reconocer, con el orgu-
llo ofendido, que en el caso de White Shoe Company no se ha-
bía logrado nada. La agencia de detectives Pinkerton retiró a
sus agentes del caso y el policía estatal Brouillard emprendió su
viaje a casa. En su oficina, una habitación interior del edificio
municipal de Bridgewater, Stewart archivó el caso para volver
a su trabajo habitual.
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Al poco tiempo ocurrió en South Braintree, Massachusetts,
un nuevo asalto. Esto hizo recordar nuevamente a Stewart el
tiroteo sin aclarar de diciembre. Un jueves, el 15 de abril de
1920, llegaron como siempre en el tren de la mañana los suel-
dos de la Compañía Slater & Morrill Shoe Company. Las vías
ferroviarias de la New Haven Railroad y de la estación de South
Braintree pasaban entre los dos edificios de la fábrica, a unos
trescientos metros uno del otro. Eran las nueve y media de la
mañana cuando Shelley Neal, un agente de American Express
Company recogió una caja de metal para llevarla a la llamada
«fábrica de arriba» en el edificio I, en donde se encontraba la
oficina de sueldos de la compañía Slater & Morrill. La contable
Margret Mahoney comenzó inmediatamente a introducir en las
bolsas el dinero destinado a los sueldos de la «fábrica de abajo».
Eran casi las tres de la tarde cuando terminó de sellar las,
aproximadamente, quinientas bolsas con sueldos que sumaban
15.773 dólares y 59 centavos. A continuación, las depositó en
dos cajas de madera que luego introdujo en las cajas metálicas.
Cuando estaba por cerrar con candado dichas cajas metálicas
entró en la oficina el pagador de la fábrica, el señor Parmenter,
y su guardia Berardelli.
Frederick Parmenter, hombre en la mitad de los cuarenta,
de cabeza redonda y bigote corto, era muy estimado por el per-
sonal de la fábrica. No solo porque era el portador, el día de
pago, de la nómina de sueldos duramente ganada, sino tam-
bién porque era un hombre alegre, que propagaba un buen
estado de ánimo. Por eso Margret Mahoney y las otras mujeres
se alegraban de la visita semanal que les hacía. Parmenter era
un bromista y siempre tenía un chiste en los labios.
Ese jueves llevaba como siempre un sombrero de fieltro ma-
rrón que se prestaba a las bromas de la contable. Como lo sa-
bía no solía llevarlo puesto cuando entraba en la oficina. A las
15 horas Parmenter tomó una de las cajas metálicas, la otra la
tomó Alessandro Berardelli, su guardia, un italiano reservado,
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de aspecto tímido, que raramente intercambiaba palabra con
otra persona. Luego, ambos hombres salieron de la oficina de
pagos.
Acostumbraban a viajar en coche por el camino más corto
hacia la «fábrica de abajo», pero ese jueves lo hicieron a pie.
Parmenter iba sin abrigo y seguía a Berardelli, que caminaba
unos pasos delante de él; ambos iban desarmados. Desde su
puesto de trabajo en el tercer piso de la firma Slater & Morrill,
el cortador Mark Carrigan observó cómo el pagador y su guar-
dia se aproximaban a la señal de precaución que estaba ante el
paso ferroviario. Cuando se acercó a la ventana para abrirla
más, por el calor que hacía ese día, se dio cuenta de que ambos
se detenían para hablar con un hombre después de haber cru-
zado el paso ferroviario. Unos segundos más tarde prosiguie-
ron su marcha.
También las ventanas del primer piso estaban abiertas; dos
costureras especializadas en cueros, Minnie Kennedy y Louise
Hayes, podían ver desde sus puestos la calle. Les llamó la aten-
ción un coche que aparcó a la orilla de la calle a más o menos
diez metros del edificio de la fábrica. Un hombre se puso a ins-
peccionar el motor con una herramienta en la mano, primero
de un lado del capó y luego del otro. Después se paró ante el
coche, puso un pie sobre el parachoques y encendió un cigarri-
llo. Pasado un rato las muchachas observaron cómo el hombre
se subió al coche, condujo lentamente por la calle Pearl para
luego volver y quedar a unos setenta y cinco metros del edificio.
Jimmy Bostock, encargado del mantenimiento de la maqui-
naria de la fábrica, venía también por la calle Pearl. Llevaba
prisa porque quería alcanzar el bus de las 15.14 a Brockton. En
el camino se cruzó con Parmenter y Berardelli a los cuales sa-
ludó. «Bostock», le llamó Parmenter, «tengo que comunicarte
que en el edificio I hay un motor que no anda bien». Bostock
no podía detenerse y le contestó, «hoy no va a ser posible,
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quiero alcanzar mi bus. Mañana es también día de trabajo».
Luego prosiguió su apresurado camino.
«De acuerdo», contestó Parmenter haciéndole unas señas
de despedida. Pasaban en ese momento por delante de un ga-
raje, ya la «fábrica de abajo» estaba a la vista. Cuando se en-
contraban al lado de un poste de teléfonos que tenía una alarma
de incendios, Parmenter vio a dos desconocidos apoyados en
una cerca. Eran dos tipos de aspecto tenebroso y de baja esta-
tura. Uno llevaba una gorra, el otro un sombrero de fieltro, y
ambos ocultaban sus manos en los bolsillos.
Parmenter acababa de pasar por su lado cuando sacaron las
manos del bolsillo. Repentinamente el hombre de la gorra sal-
tó ante Berardelli y le disparó. Parmenter se volteó y pudo ver
el rostro del tipo. Inmediatamente le apuntó con el arma y
abrió fuego. Parmenter, herido en el pecho, se tambaleó por la
calle, a tropezones pudo dar un par de pasos. El hombre dispa-
ró nuevamente y le alcanzó esta vez en la espalda. Luego dio un
tiro al aire. A esa señal, el coche que estaba aparcado cerca de
la fábrica se dirigió a toda velocidad hacia ellos. Testigos decla-
rarían más tarde que el coche era un Buick gris claro.
Berardelli, a pesar de sus graves heridas, se había podido
levantar. Antes de que el coche emprendiera la huida, salió un
tercer hombre desde su interior con un arma automática y se
dirigió hacia Berardelli. A quemarropa le volvió a disparar. Los
asaltantes tiraron las dos cajas en el asiento trasero del coche y
se subieron rápidamente. En el momento en que salían huyen-
do a gran velocidad, uno de los hombres disparó una ráfaga
hacia las ventanas superiores de la fábrica.
Jimmy Bostock, que totalmente petrificado había sido testi-
go del asalto, tuvo que saltar a un lado porque el coche en su
huida casi le atropelló. El auto llegó al cruce ferroviario de la
calle Pearl cuando el guardabarrera, Michael Levangie, bajaba
las barreras porque se aproximaba un tren. Levangie vio cómo
le encañonaban los asaltantes. «Sube las barreras» le gritó alte-
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radamente uno de ellos. «¡Súbelas o te mandamos a mejor
vida!». Levangie subió las barreras lo más rápido que pudo y
salió corriendo para buscar protección dentro de la garita. Los
asaltantes dispararon hacia la garita y salieron a toda velocidad
cruzando las vías justo antes de que el tren pasara. Durante la
huida uno de los asaltantes sacó la pistola por la ventanilla
trasera, que no tenía cristal, para cubrirse de posibles perse-
guidores. Hubo cantidad de tiros al aire, hacia cada lado de la
calle Pearl, para asustar a los posibles testigos. Arrojaron chin-
chetas con cabezas de goma para reventar los neumáticos de
los autos que les persiguieran.
Ray Gould, un vendedor ambulante que iba camino de la
fábrica para vender a los trabajadores una pasta de su inven-
ción con la cual se podía devolver el filo perdido a las hojas de
afeitar, estaba al otro lado de las barreras cuando una de las
balas de los asaltantes le perforó la bastilla del abrigo. Gould se
quedó inmóvil de miedo y unas gotas de sudor le cubrieron la
frente. Sin embargo, probó fijarse en el rostro de uno de los
asaltantes cuando estos pasaron, en su huida, a su lado. Más
tarde recordaría otros detalles: uno de los hombres tenía poco
cabello, era rubio y llevaba un traje azul...
Jim McGlone, un trabajador de la construcción que se en-
contraba cerca del lugar de los hechos excavando una fosa,
corrió hacia donde yacía Parmenter. «Le cogí por los hombros
y le pregunté si estaba herido. Pero no me respondió. Le recos-
té nuevamente sobre el suelo. Luego traje una manta y se la
coloqué bajo la cabeza», declaró dos días más tarde.
También Jimmy Bostock corrió al lugar después de que el
coche de los asaltantes se hubiera perdido de vista. Atendió a
Berardelli. «Sus labios estaban abiertos, con cada hálito se le
llenaba la boca de sangre», dijo más tarde. Hizo todo lo que se
podía hacer por él, pero al poco Berardelli dejó de respirar.
Bostock descubrió tirados en la calle cuatro casquillos que
guardó en el bolsillo de su pantalón.
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Entretanto, había llegado al lugar bastante gente que ner-
viosamente gesticulaba y rodeaba a los heridos. Las ventanas
de la fábrica vecina estaban atestadas de empleados. Aunque
nadie sabía con seguridad lo que había ocurrido, lo cierto era
que para todos se había tratado de un tiroteo. Poco a poco se
fueron enterando de que Parmenter y Berardelli habían sido
asaltados y los sueldos habían sido robados.
Fred Loring, que había venido junto a otros desde la «fábri-
ca de arriba», vio algo que los otros no habían visto: un gorro
que no estaba lejos del cadáver ensangrentado de Berardelli.
Lo levantó y lo guardó. Parmenter, que aún mostraba señales
de vida, fue llevado al edificio Colbert por McGlone y otros.
Todos ellos vieron que el estado de Parmenter era bastante
delicado porque había perdido mucha sangre.
Entretanto, el jefe de policía, Jeremiah Gallivan, había lle-
gado y se abría paso a través de los curiosos. La gente a su al-
rededor se empujaba entre sí y se apretujaba, todos decían a
gritos desordenados dónde había ocurrido el tiroteo y qué ca-
mino habían tomado en su huida los asaltantes. Gallivan se
encontró con el jefe de bomberos, Fred Tenney, quien le dijo
que se trataba de un coche verde. «Quizás les podamos atrapar
aún, no pueden encontrarse muy lejos», opinó Tenney. Agita-
damente se subieron al pequeño vehículo rojo del bombero y
acompañados del sonido de las campanas de alarma comenza-
ron la persecución.
Salieron a toda velocidad, por pura intuición, en dirección
sur hasta llegar a dos millas de la ciudad de Holbrook. Allí le
preguntaron a un soldado que se encontraba en un cruce de
calles. «Sí, hace diez minutos pasó por aquí un coche verde»,
dijo el soldado. «Giraron hacia la calle que lleva a Abington», e
indicó hacia la izquierda. «¡Hacia Abington!», ordenó Gallivan,
y Tenney condujo el auto al este, en dirección a Abington. En-
tretanto el policía había sacado su pistola y había bajado la
ventanilla del coche. A gran velocidad se dirigieron a la pequeña
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ciudad. Allí, confundidos ya en la primera calle, perdieron rá-
pidamente la orientación, se dirigieron al otro extremo de la
ciudad, deambularon de un lado a otro, pero sabían que la ca-
cería se había terminado, los delincuentes se habían escapado.
Una hora más tarde retornaron decepcionados a South Braintree.
No habían pasado más de dos horas del asalto cuando co-
menzó a desvanecerse la realidad de lo ocurrido, las fantasías y
especulaciones se apoderaron de todos. Como ocurrió meses
antes en Bridgewater lo visto por los testigos, los que habían
vivido cada paso del asalto, era diferente y contradictorio. Co-
mo siempre no estaban de acuerdo en qué cosa y a quién ha-
bían visto. El coche era gris claro, dijo la muchacha de Slater &
Morrill; era verde, opinó el bombero Tenney. Otros, dijeron
que habían visto un coche negro. ¿O había sido un coche pin-
tado de dos colores? No, otro testigo dijo que los bandidos ha-
bían huido en dos coches. Los individuos que dispararon fueron
descritos como de tez oscura y luego como pálidos y rubios;
primero que eran azules, luego marrones o grises los trajes que
llevaban. Tenían puesto gorros, sombreros o simplemente no
cubrían su cabeza. Cada uno portaba un arma, no, solo uno de
ellos. ¿O eran dos? ¿Había cinco hombres? La situación había
sido tan poco clara, dijo otro testigo, que podrían haber sido
más de cinco.
Por lo menos en algunos puntos hubo concordancia. El asal-
to fue realizado a pleno día, planeado y llevado a cabo hasta el
más mínimo detalle. Los expertos estaban de acuerdo en que
eran profesionales los que estaban detrás de aquello. La de-
terminación de los asaltantes de dar muerte a cualquier precio
a Berardelli produjo una serie de especulaciones, como por
ejemplo que él los conocía o que era su cómplice. Cuando el
coche partió, descrito cada vez más frecuentemente por los
testigos como un Buick iban sentados dentro, al parecer, cinco
hombres, dos delante y tres atrás Muchos testigos oculares coin-
cidieron en que el individuo al volante habría sido un hombre
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joven y pálido, de pelo rubio. Los tres que participaron direc-
tamente en el asalto fueron descritos como italianos de media-
na estatura.
Mientras que en la calle se tomaban los testimonios de los
testigos, Parmenter yacía semiacostado en un sofá de una ofi-
cina del edificio Colbert. Estaba casi inconsciente y apenas mo-
vía sus labios. «Uno era moreno, pequeño y regordete», susu-
rró con esfuerzo, «el otro pequeño y delgado». Luego dejó caer
nuevamente la cabeza sobre la almohada.
Cuando llegó el médico de la policía, doctor Frazer, ordenó
inmediatamente llevar a Parmenter al hospital estatal de Quincy.
Allí fue operado por el cirujano Nathaniel Huntig. Aunque lo-
gró extraerle las balas de su cuerpo, la vida de Frederick Par-
menter no pudo ser salvada. Una de las balas mortales había
penetrado en la cavidad abdominal y le había destruido una de
las venas principales. A las cinco de la madrugada, catorce ho-
ras después de haber sido herido, falleció.
El cadáver de Berardelli, que también después del asalto
había sido llevado al edificio Colbert, fue sometido esa misma
noche a una autopsia. Se le pudieron comprobar cuatro heri-
das de bala: la primera en la parte superior del brazo izquier-
do, la segunda cerca de la axila del mismo brazo, la tercera al
lado izquierdo del cuerpo y la cuarta en el hombro derecho.
Según los médicos, las tres primeras heridas no habían sido
mortales, en cambio la cuarta bala había desgarrado el lóbulo
pulmonar derecho y dañado una gran arteria. Las cuatro balas
se encontraban aún en el cuerpo de Berardelli. Más tarde fue-
ron cuidadosamente extraídas y marcadas en su base con nú-
meros romanos.
Por la tarde todavía peregrinaban los curiosos al lugar don-
de había sido el asalto. Familias completas paseaban lenta-
mente después de la cena hacia la calle Pearl para poder ver
por sí mismos el lugar de los hechos.
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No solamente llegaba gente de todos los rincones de South
Braintree, sino que también venían de las ciudades vecinas de
Randolp, Quincy, Holbrook y Wymonth seducidos por la noti-
cia del delito. Cuchicheando se paraban sobre las secas pero
aún visibles manchas de sangre que bajo la tenue luz de las
lámparas del alumbrado público conformaban una visión ma-
cabra.
Los casquillos que Jimmy Bostock había encontrado se los
había dado dos horas más tarde a un jefe de la fábrica Slater &
Morrill, el cual se los entregó posterior y personalmente al ca-
pitán William Proctor. El jefe de la policía de Massachusetts se
interesó personalmente por el caso y viajó a South Braintree
apoyado por detectives de la firma Pinkerton. Los casquillos
encontrados, dos proyectiles de la marca Peter, uno Reming-
ton y el cuarto un Winchester, eran pistas materiales de mucho
valor. También el gorro que había sido guardado por Fred Lo-
ring fue entregado más tarde a los investigadores. El capitán
William Proctor se encontraba bajo una fuerte presión. La opi-
nión pública y la prensa demandaban de la policía una rápida y
certera aclaración de los hechos. ¿Pero cómo? ¿De dónde se
debía sacar las pistas para llegar a los malhechores?
Al día siguiente Proctor llamó a todos los detectives, al jefe
de policía Gallivan y a sus subalternos a reunirse en su impro-
visada oficina. «Debemos hacer todo lo posible para detener
rápidamente a los delincuentes, aquí se trata de la seguridad
de nuestros conciudadanos y la de la nación. La gente espera
de nosotros, con toda razón, que presentemos buenos resulta-
dos», les dijo duramente y mirándoles a los ojos. Cuando pro-
nunció estas palabras no dejó de pensar en Bridgewater. Había
muchas similitudes entre los dos casos y aún seguía sin ser
aclarado el primero. Que en aquel entonces se había tratado
también de un asalto al transporte de dinero destinado a los
sueldos de una fábrica de zapatos era lo que más les llamaba la
atención a todos. Como también que los asaltantes habían ac-
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tuado con la misma sangre fina que ahora y habían comenzado
a disparar de inmediato. Por eso el capitán Proctor declaró la
alarma general. Durante el fin de semana el jefe de la policía y
sus hombres rastrearon el coche de los asaltantes por calles,
parques públicos y bosques de South Braintree y sus alrededo-
res. Pero fue en vano.
El asalto fue titular de primera página en todo el estado fe-
deral. Por todas partes se habló de él, los rumores y suposicio-
nes sobre los autores circularon por doquier. Esto dio a la poli-
cía muchos indicios, pero de nada sirvieron. Repetidamente se
comentó que Berardelli conocía al hombre que le había dispa-
rado, así como también el plan de los asaltantes y que por esto
habría sido asesinado. Otros testigos, a los cuales los detectives
de la firma Pinkerton les habían mostrado una serie de fotos
de delincuentes habituales del archivo criminal de Boston,
habían reconocido «con absoluta seguridad» al asaltante de
bancos, Anthony Palmisono, como a uno de los autores. Solo
había un problema, en el momento del asalto Palmisono se
encontraba recluido en la prisión de Buffalo.
En New Bedford el inspector de policía Jacobs recordó ha-
ber visto poco tiempo antes a un tunante al volante de un
Buick nuevo. Se trataba de Mike Morelli que junto a su her-
mano habían organizado una banda criminal, la llamada «ban-
da Morelli». Desde el día del asalto Jacobs no había vuelto a
ver el Buick por South Braintree, pero sí otro con el mismo
número de placa de matrícula. Frank, otro hermano de More-
lli, le explicó a Jacobs que como su hermano era vendedor de
coches simplemente había cambiado las placas. La sospecha de
que los hermanos Morelli habrían tenido algo que ver con el
asalto quedó sepultada al presentarse un hombre en New Bed-
ford ante el capitán Proctor y contarle una historia que dirigió
las investigaciones hacia una nueva dirección. Era E. Stewart,
jefe de la policía de Bridgewater.
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El 16 de abril, el día del asalto, Stewart fue consultado por
un funcionario de la oficina de emigraciones para indagar so-
bre los antecedentes de un italiano anarquista de nombre Fe-
rrucio Coacci que por repartir propaganda anarquista debía ser
expulsado del país. Coacci junto con otros cinco individuos
llamaban a derrocar al Gobierno estadounidense. Bajo la Ley
de deportación, que había entrado en vigor en 1918, les notifi-
caron la deportación y los pusieron en libertad provisional
después del pago de una fianza. Coacci, que algunas veces se
hacía llamar Ercole Parrecca, había trabajado durante largo
tiempo en la fábrica de calzados L. Q. White. Cuando fue dete-
nido, uno de sus amigos, Joseph Ventola, pagó la fianza de cien
dólares que se exigía. Las autoridades gubernamentales sabían
que Ventola tenía contacto con grupos anarquistas.
Coacci fue liberado bajo la condición de que pagara la ma-
nutención de los dos hijos que había tenido con su mujer Ersi-
lia, con la que vivía esporádicamente. Mientras esperaba la
decisión de la oficina de emigración sobre su expulsión del
país, trabajaba en la fábrica de calzados Slater & Morrill. La or-
den de presentarse el 15 de abril ante los funcionarios de emi-
gración fue desoída por Coacci con el pretexto de que su mujer
había enfermado. Stewart no estuvo ese día en condiciones de
seguir personalmente la pista a Coacci porque por la tarde de-
bía ensayar con el grupo de teatro que frecuentaba. Por eso en-
vió a uno de sus subalternos a casa de Coacci a quien encontró
con el equipaje preparado como para salir apresuradamente de
viaje. Por la noche Stewart fue informado telefónicamente por
su compañero de trabajo de que la mujer de Coacci gozaba de
buena salud y de que el italiano había querido solamente ganar
un poco de tiempo. Después de escuchar esto Stewart no se
pudo dormir, pasó toda la noche cavilando...
Coacci vivía con su mujer y un joven coterráneo, llamado
Mike Boda, en una casa bastante descuidada en la esquina de
las calles Lincoln y South Elm, un terreno baldío en el oeste de
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Bridgewater. Hasta ese momento esos extranjeros no habían
mostrado nada extraño, esto lo sabía Stewart. Nadie podía de-
cir de qué vivía verdaderamente este Boda, un joven bien pare-
cido, de cuidado bigote, nariz aguileña y ojos marrones hundi-
dos. Algunos que le conocían sospechaban que tenía que ver
con el comercio ilegal de alcohol. Cuando se juntaba, respondía
que era representante de una firma frutera de Nueva York. En
efecto, Boda había trabajado junto a su hermano durante largo
tiempo como bootlegger 1, destilando alcohol cerca de Needham.
Pero esta actividad fue realizada por muchos hombres durante
la época de la prohibición en Estados Unidos, período en que
se castigaba la venta y producción de alcohol. También se le
conocía otro detalle. Era anarquista. Cuando tenía tiempo re-
partía folletos y periódicos anarquistas entre la colonia italia-
na. Esto también lo sabía Stewart. que sospechaba de cualquier
tipo de actividad política que mantenía bajo observación, aun-
que no intervenía si no se extralimitaban.
Stewart. sentado ante su escritorio, pensaba solo sobre el
caso. Si Coacci no se había presentado el 15 de abril como de-
bía hacerlo, tenía que tener una buena razón. ¿Tal vez no se
había presentado porque había tenido que ver con el asalto de
South Braintree...? Por otra parte, Barr, el chiflado, había de-
clarado que un grupo anarquista que vivía en las cercanías de
Bridgewater había ejecutado el asalto en esa ciudad. Barr había
hablado de un cobertizo abandonado. Stewart llego a la con-
clusión de que Coacci podría ser el nexo...
Dos días después del asalto, en la tarde del 17 de abril, Char-
les Fuller, gerente de la revista Enterprise, cerró su oficina si-
tuada no muy lejos de la de Stewart. Como cada sábado se diri-
gió a pie a la plaza de la feria para encontrarse con su amigo
Max Winter porque ambos tenían allí, en un establo, sus caba-
llos. También ese día salieron cabalgando por la puerta trasera
1El término designa tanto al que destila como al que vende al-
cohol de manera ilegal.
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en dirección a West Bridgewater. Su camino los llevaba a tra-
vés de un pequeño bosque con gran cantidad de arbustos. Fu-
ller, que precedía a Winter, vio repentinamente entre los ar-
bustos un coche que estaba detenido. Desmontaron e hicieron
a un lado las ramas para ver mejor. «Un Buick con la ventana
trasera rota, dijo Fuller, tenemos que verlo más de cerca».
Cuando echaban una mirada dentro del coche se percataron de
que en el asiento delantero había un par de monedas, detrás
había un abrigo marrón salpicado de pedazos de vidrio. Antes
de que volvieran a montar, notaron que habían quitado los
números de matrícula. «Charles, dijo Max Winter, este coche
tiene un parecido con el auto que, según los periódicos, se usó
en el asalto». Fuller asintió con la cabeza, «vamos a informar a
la policía».
Veinte minutos más tarde estaban el comisionado Ryan y el
agente de policía William Hill, del destacamento de West Brid-
gewater, en el lugar. Conjuntamente, los cuatro hombres revi-
saron el coche por dentro y por fuera. Aparte de las monedas y
del abrigo encontraron en la puerta posterior un impacto de
bala. Fuller, que tenía experiencia en la conducción de los
Buick, condujo el coche hasta la comisaría de Brockton. Allí se
le hizo al día siguiente una nueva revisión Mientras tanto ya se
les había notificado el hecho a los colegas de la sección de Brid-
gewater. Stewart y el agente de la policía estatal Brouillard lle-
garon al lugar para participar de las inspecciones. Juntos des-
cubrieron que faltaba la rueda de repuesto y que el número de
fabricación había sido adulterado, aunque el número del motor
aún se podía leer: 560.490.
Era, como rápidamente se pudo comprobar, el número de
motor de un coche que estaba a nombre de Daniel H. Murphy
de Dehdam, y había sido robado el 23 de noviembre. Inicial-
mente el dueño se había puesto a buscar por sí mismo el coche,
pero más tarde había ido a dar parte del robo a la policía.
Aquel día, el 23 de noviembre, el policía Warry Totty estaba
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parado bajo el arco de luz del edificio Memorial Hall en Ded-
ham y vio cómo un coche pasó a toda velocidad cerca de la pla-
za. El número de matrícula coincidía con el del anotado por el
testigo Harding durante el asalto ocurrido en Bridgewater.
Para Stewart quedó todo claro: era el coche usado en ambos
delitos. Pero algo no se le iba de la cabeza: el Buick había sido
encontrado en un lugar que no estaba a más de dos millas de la
calle Elm, en donde vivían los italianos Coacci y Boda. «La gente
que lo hizo no cree en Dios», dijo Stewart con gran convenci-
miento. Los demás asintieron sin decir palabra. Todos sabían lo
que pensaba Stewart porque ellos también lo pensaban.
El martes por la tarde Stewart y Brouillard se dirigieron
nuevamente hacia la derruida casa de Coacci y Boda. Espera-
ban encontrar allí algunas huellas. Después de que Stewart
golpeara la puerta varias veces, abrió Boda. Ellos se identifica-
ron como agentes de la policía de extranjería y preguntaron
por Coacci. «Pero si Coacci se encuentra ya desde hace tiempo
fuera del país», contestó sorprendido Boda. «Se encuentra a
bordo del barco que lo lleva rumbo a Italia. Su administración
le expulsó».
Stewart y Brouillard se quedaron por un momento sin ha-
bla. Con el pretexto de buscar una fotografía de Coacci, que no
había sido enviada a la policía, revisaron toda la casa. Boda les
siguió desconfiado por todas las habitaciones. «¿Poseía Coacci
un arma de fuego?», preguntó finalmente Stewart. Boda con-
testó «Sí, siempre la mantenía en la gaveta de la cocina». Ste-
wart fue a la cocina y abrió la gaveta. El arma no se hallaba en
su interior, solo encontró las instrucciones de uso de un arma
automática de la marca Savage.
Brouillard le preguntó a Boda si él también tenía un arma,
este sacó sin titubear del escritorio un arma automática espa-
ñola. «¿El permiso para portar armas?», le pregunto Stewart y
Boda negó con la cabeza. Luego comenzó a justificarse: «De
acuerdo, no tengo permiso para portar armas, pero ¿quién tiene
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uno? No la llevo nunca conmigo fuera de mis cuatro paredes,
pero aquí con ella me siento seguro...».
Stewart le devolvió el arma y le preguntó si Coacci recibía
frecuentemente la visita de hombres y dónde vivía ahora su
familia. Boda respondió que un amigo, Joseph Ventola, les
había llevado en un camión a South Braintree, adonde, especí-
ficamente, no lo sabía. Stewart le miró escéptico y pensó: «A
los anarquistas no se les puede creer de ninguna forma...».
Los tres hombres salieron de la casa y cuando se encontra-
ban bajo el alero, Stewart descubrió un cobertizo a pocos me-
tros de la casa. «¿Podemos echar una mirada ahí dentro?», le
preguntó a Boda. Boda se dirigió hacia allí y abrió la puerta de
madera. «Normalmente guardo aquí mi Overland, pero en este
momento está en el garaje de Johnson», dijo Boda mientras
abría la puerta para que entrara más luz en el cobertizo. «Pre-
cisamente ayer lo llevamos al garaje, necesitaba algunas repa-
raciones...».
Stewart y Brouillard revisaron completamente el cobertizo.
Stewart creyó reconocer huellas de neumáticos, demasiado gran-
des para un Overland, pero adecuadas para un Buick. Luego
los policías dejaron el cobertizo y Stewart dio las gracias a Bo-
da no sin antes decirle que quizás deberían volver por ahí.
En el camino de regreso a Bridgewater, Stewart iba de mal
humor. «N0 confío en ese tipo, quizás deberíamos haberle de-
tenido». Brouillard le dijo, desaprobando con un movimiento
de cabeza. «¿Qué tenemos en la mano contra Boda? Bien, no
tiene permiso para portar armas, pero por eso no le podemos
acusar. Haríamos el ridículo». Stewart no hizo ni un gesto y
siguió conduciendo el coche; él también sabía que cualquier
juez ante tales delitos tomaría en cuenta el sentir popular y
actuaría de forma bastante liberal. Por último, desde siempre
en Estados Unidos los hombres portaban armas de fuego. Pero
eran extranjeros e incluso anarquistas, pensó, a esto debía en-
contrarle una solución...
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A la mañana siguiente Stewart volvió a casa de Boda para
hablar con él. Quizás creía que caería en contradicciones pues-
to que el muchacho estaba dispuesto a hablar y quien mucho
habla puede cometer también algún error...
Pese a golpear repetidamente la puerta nadie abrió. Stewart
se dirigió bastante molesto al garaje de Johnson para ver si
aún estaba ahí el Overland de Boda. Cuando vio a Simon John-
son, el dueño del garaje, le preguntó por el coche. «Sí, el coche
está aquí, respondió Johnson, va a durar un poco más de tiem-
po la reparación porque tenemos bastante que hacer».
Stewart estaba furioso. Ni una señal de Boda, la informa-
ción sobre el Overland era cierta. Ese muchacho conocía su
oficio... repentinamente se le vino a la cabeza una idea. «John-
son, le dijo en tono tranquilo, con el coche hay algunos pro-
blemas. Puede ser que el Overland esté involucrado en una
historia oscura».
Johnson quedó algo inseguro ante lo que oyó, «¿qué tipo de
historia?, ¿el pequeño Boda no se ha comportado bien?».
Stewart fue más claro: «Escucha Johnson, no puedo contar-
te nada porque las investigaciones aún están en marcha. Pero
para nosotros sería de gran ayuda si nos llamaras en cuanto
alguien, da igual quién, viniera a recoger el Overland». Johnson
estuvo de acuerdo y Stewart volvió, satisfecho de su idea, a Brid-
gewater. Pensaba: «quizás ahora sí se puede cerrar la trampa...».
Pasó una semana hasta que Boda llamó por teléfono a Simon
Johnson para informarse sobre el Overland. «Sí, lo puede pa-
sar a buscar, está en orden», contestó Johnson lacónicamente.
Pero Boda se tomó su tiempo. Después de su llamada, con-
tactó nuevamente con Johnson el 5 de mayo. Era de noche, un
poco después de las nueve. Simon Johnson y su mujer se pre-
paraban para dormir cuando golpearon fuertemente la puerta.
Cuando la señora Johnson bajaba por la escalera oyó que una
voz llamaba: «¡Soy yo, Mike Boda, deseo recoger mi coche!».
Simon Johnson, que estaba sentado a la orilla de la cama, tam-
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bién escuchó la llamada. Al oído le dio a entender a su mujer
que tenía que salir con algún pretexto a casa de un vecino para
avisar al jefe de policía Stewart de lo que pasaba.
Cuando la señora Johnson abrió la puerta de la casa la cega-
ron las luces de una motocicleta. Aun así, pudo reconocer a un
hombre que llevaba puesto un sombrero que le cubría la frente
y que montado sobre ella esperaba a Boda. Por detrás de la
cerca pudo distinguir muy tenuemente a otros dos hombres.
«Mi esposo baja enseguida para abrir el garaje», le dijo a Boda
que se encontraba a un par de metros de ella. Luego se dirigió
a través del patio a la casa de un vecino.
Cuando Simon Johnson salió de casa descubrió también a
Boda y a sus tres acompañantes. No les pudo ver los rostros,
pues se encontraban muy lejos. Le dijo a Boda: «¿tienes el per-
miso de circulación aquí? Le respondió que no. «Me voy a arries-
gar excepcionalmente a salir sin el permiso de circulación».
Johnson movió la cabeza preocupado, pero hizo como que es-
taba dispuesto a entregar el coche sin el permiso de circula-
ción. Lentamente se dirigió al garaje.
Mientras tanto la señora Johnson, nerviosa, trataba de loca-
lizar telefónicamente a Stewart. Al final se comunicó con Wa-
rren Laughton encargado de esa circunscripción y le pidió que
le comunicara a Stewart lo antes posible que habían venido a
buscar el Overland. «¡Stewart sabe de qué se trata!», gritó por
el auricular pues el policía no había entendido del todo lo que
pasaba.
Entretanto, Boda había cambiado de idea. Le parecía sospe-
chosa la ausencia de la esposa de Johnson. Cuando ella volvía,
el hombre del sombrero estaba poniendo en marcha la motoci-
cleta. Boda gritó: «¡Mañana mando a alguien!». Luego se mon-
tó en el asiento trasero y salieron de allí a toda velocidad. Los
otros dos hombres se fueron en dirección a Brockton. El ma-
trimonio Johnson los observó hasta que se perdieron en la
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oscuridad. «¿Se habrán dado cuenta de que fui a telefonear?», le
preguntó a su marido. Él se encogió de hombros y no contestó.
La calle North Elm estaba a esas horas sin gente. Por casua-
lidad los dos hombres se toparon con una mujer que más tarde
declaró que ellos le habían preguntado por la parada del tran-
vía de la línea Bridgewater-Bockton, a lo cual ella respondió y
luego de agradecerle se marcharon. Eran pasadas las nueve y
media de la noche cuando los dos hombres llegaron a la para-
da. Un par de minutos más tarde llegó el tranvía. Se subieron.
El controlador preguntó si se dirigían a Brockton y uno de
ellos, el que no llevaba barba, contestó afirmativamente. To-
maron asiento al fondo del tranvía. Luego este salló traque-
teando en dirección a la calle Copeland Mientras tanto Stewart
ya había sido informado por su colega Warren Laughton y se
había dirigido al garaje de Johnson. Pero era demasiado tarde.
Boda se había escapado nuevamente. Cuando Stewart escuchó
que dos de los acompañantes de Boda habían partido a pie en
dirección a Brockton, telefoneó, desde la casa vecina a la de
Johnson, a la policía del lugar. Dejándose llevar por su instinto
de investigador y seguro de que los dos hombres se habían ido
a la parada del tranvía, le ordenó al policía de servicio Michael
Connolly detener a dos hombres que se encontraran en el tran-
vía que venía de Bridgewater. A la pregunta de qué razón había
para esto, respondió que ellos habían querido robar un coche.
Connolly le hizo una seña a su compañero de trabajo Earl
Vaughn que se encontraba sentado al otro lado del escritorio:
«Vamos, tenemos que detener a dos tipos...». Los agentes de
policía se fueron caminando hacia arriba por la calle principal.
Eran las diez y cuatro minutos de la noche cuando vieron
las luces del tranvía que acababa de doblar desde la avenida
Keith hacia la calle principal.
Connolly le hizo señas al conductor, que disminuyó la velo-
cidad. El tranvía viajaba tan lento que los policías pudieron
subirse. Cuando se encontraron dentro del tranvía se dirigie-
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ron hacia los únicos hombres que había allí. Connolly pregun-
tó: «¿De dónde vienen?».
«Bridgewater», contestó el hombre de bigote oscuro.
«¿Qué hicieron en Bridgewater?».
«Visitamos a un amigo».
«¿Cómo se llama su amigo?».
El hombre sin barba contestó: «Poppi»
«Muy bien, dijo Connolly, así que estuvieron en casa de
Poppi... Nosotros les estábamos buscando. ¡Quedan deteni-
dos!».
Los hombres preguntaron por las razones.
«Ustedes son sospechosos», contestó Connolly.
En ese instante un coche policial esperaba en la parada final
en Brockton para llevarlos a la comisaría. Sus nombres: Nicola
Sacco y Bartolomeo Vanzetti.
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2
Salida hacia la Tierra Prometida
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Como sabéis, tengo en este momento solo un par de zapatos
pues los otros ya no me calzan, si debo llevarlo a reparar tendré
que ir descalzo. Por favor os pido que seáis bondadosos y me en-
viéis un par nuevo…
Mandadme medicina contra la papera (el clima de Cuneo me
ha producido una infección al bocio) y las instrucciones de uso.
Estoy contento, me gusta estar aquí…
Gozo de buena salud.
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que termina como también un buen comienzo para el año veni-
dero. Añoro terriblemente veros y cuando pienso en el tiempo
que queda para esto, me pongo muy triste.
Os abrazo a todos.
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siempre de ellos. Así abandoné mi país, como un caminante apá-
trida…
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cido y querido. Aquí era solo uno de esos dagos 2, como los
estadounidenses llamaban despectivamente a los inmigrantes
italianos.
El estado de ánimo, estando solo en la calle con pocos efec-
tos personales, unos pocos dólares y la dirección de un cote-
rráneo en el bolsillo, lo describió así:
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El 12 de enero de 1911 le escribió una carta a su hermana
Luigia desde Meriden. Allí mencionó que había planeado mar-
charse al oeste del país pero que después había resuelto que-
darse por el momento en Meriden. Detalladamente describió
sus impresiones de Estados Unidos, el país en el que él, un
inmigrante de veintitrés años aún creía, aunque, a menudo, le
parecía incomprensible.
Recuerdo cómo llegó con una gran maleta a nuestra casa, mejor
dicho, con dos maletas, una negra grande y una más pequeña
| 42
marrón. Sabe, como niños creíamos que en las maletas había algo
para comer. Nosotros le seguimos por todas partes, pero no dejó
las maletas en ningún momento, solo hablaba.
Lo puedo recordar bastante bien. Finalmente puso las maletas
en el suelo, pero nosotros no nos atrevimos a tocarlas. Luego mi
madre le indicó su habitación y él tomó las maletas y fue hacia
allí. Cuando llegó a nuestra casa se veía bastante extraño, llevaba
barba de chivo y bigote y cuello alto almidonado. Se veía bastante
diferente a otras personas, en el vecindario no había nadie que
llevara barba de chivo. Por esto nos pareció, de alguna manera,
algo raro. Pensamos, veremos cómo nos podemos entender con él
pues parece amable. Nos acariciaba la cabeza y los domingos les
ayudaba a mis padres con el desayuno.
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por las lecturas anarquistas clásicas. Vanzetti, que original-
mente había sido un creyente católico convencido, había en-
contrado en América su nueva religión, el anarquismo:
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en todas las empresas y fábricas de la región como «un elemen-
to de inestabilidad, revolucionario y agitador».
En los meses que vinieron, se convirtió nuevamente en un
trabajador jornalero realizando diferentes labores. Acarreó pie-
dras para la construcción, excavó pozos, transportó helado y
quitó la nieve en invierno. Lentamente comenzaba a compren-
der que en ese país iba a vivir constantemente en conflicto con
su forma de pensar, que su porfía y su voluntad de lucha por
una vida Justa le condenarían a trabajos humillantes. La tierra
prometida, hacia la que había salido hacía unos años desde su
país Natal para convertirse en un hombre de respeto, se des-
enmascaraba y se le mostraba como una ilusión. En esa época
conoció a un hombre que también militaba en el movimiento
anarquista y con el que entabló amistad. Su destino se vincula-
ría irrevocablemente con el de este hombre. Su nombre, Nicola
Sacco.
El 22 de abril de 1891 nació Nicola Sacco en la pequeña ciu-
dad de Torremaggiore, al sur de Italia, como uno de los dieci-
siete hijos del matrimonio Sacco. La familia era considerada, a
pesar de la gran cantidad de niños, como una de las más aco-
modadas de Torremaggiore. Sus campos eran los mayores de
la región y poseía una muy buena empresa de aceitunas y vino.
Nicola pasó una infancia sin problemas. Más tarde, cuando
recordaba aquel tiempo, solía rememorar casi un cuadro idílico:
| 45
A los catorce años Nicola dejó la escuela y comenzó a traba-
jar en los campos y en el viñedo de la familia. El padre estaba
orgulloso de sus hijos, eran trabajadores y fiables. Su padre era
un hombre excepcional para esa época. A pesar de su prospe-
ridad económica se sentía comprometido con las ideas libera-
les de los republicanos. Era miembro del Club Republicano,
una agrupación de librepensadores y socialistas que, en sus
tardes de club, forjaban planes para la construcción de un
mundo más Justo. También Sabino, el hermano mayor, mili-
taba entre los socialistas. Así, el joven Nicola entró temprana-
mente en contacto con pensamientos políticos y escritos que le
interesaban ávidamente. Punto central de su visión del mundo
era la libertad individual, la libertad contra la opresión, la es-
clavitud y la explotación.
«Un país como Estados Unidos, grande, libre y justo», decía
Sabino. Sabino, Nicola y muchos de sus amigos hablaban regu-
larmente del país allende el gran océano. Aunque recibían de
algunos compatriotas cartas desilusionadoras que describían
lo difícil que era la vida por allí, veían en aquella nación el país
de la libertad y de los grandes logros.
Cuando Sabino fue llamado a cumplir por tres años el servi-
cio militar, Nicola asumió sus tareas y se convirtió en el princi-
pal apoyo de su padre. Los sueños sobre América de Sabino y
Nicola intranquilizaban al padre. Pensaba en ello, y en cómo
de ahí en adelante debería llevar a cabo todo el trabajo. Enten-
día bastante bien el deseo de partir de ambos hermanos, pero
ellos también alimentaban con esto sus miedos. Al fin y al cabo,
tenían en Torremaggiore todo lo que necesitaban. Por lo tanto,
¿qué deseaban sus hijos en ese desconocido país?
Cuando Sabino y Nicola recibieron respuesta de un amigo de
su padre que había emigrado tres años atrás a Milford, Massa-
chusetts, y al que le habían escrito una carta, se intensificaron
los temores del padre. Ellos debían viajar lo antes posible, con-
testó el amigo exaltadamente, y Nicola ardía de ganas por aban-
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donar la patria. «Estaba fuera de mí por llegar a ese país por-
que yo apreciaba los países libres», declaró más tarde.
Sabino terminó el servicio militar en la primavera de 1908 y
en abril los hermanos Sacco se embarcaron en un vapor de la
compañía White Star Line directo a América. Toda la familia
les acompañó a Nápoles y les hicieron señas agitando pañuelos
multicolores cuando el enorme barco abandonó lentamente el
puerto.
El 12 de abril de 1908, diez días antes del decimoséptimo
cumpleaños de Nicola, Sabino y Nicola Sacco desembarcaron
en Boston. Ellos habían alcanzado su objetivo: Estados Unidos,
el país de sus sueños. La misma noche prosiguieron camino a
Milford, en donde fueron recibidos calurosamente por la fami-
lia de su amigo. El alojamiento dejaba mucho que desear y la
comida era pobre: dormían en una estrecha buhardilla, por las
tardes había solo un plato de sopa. Sabino encontró al poco
tiempo trabajo en una fundición. Se sentía responsable por su
hermano menor: «Mi primer pensamiento fue enviar a mi her-
mano a la escuela, era aún tan joven para trabajar. Siempre me
esperaba en la puerta de la fábrica cuando yo salía».
Pero también a Nicola le fue posible, después de un corto
tiempo, encontrar un trabajo como aguador; transportaba agua
para los operarios que realizaban trabajos en un camino cerca
de Milford. En la colonia trabajaban muchos italianos. Entre
ellos se sentía bastante bien. Las grandes máquinas que ver-
tían alquitrán sobre la carretera, su apisonamiento y el jadeo
de estas al trabajar le fascinaban. Cuando llegó el invierno se
puso a trabajar en una fábrica de productos de hierro en donde
tenía que limpiar la escoria. Era un trabajo pesado, pero Nico-
la, entretanto, se había convertido en un muchacho bastante
fuerte. Se quedó allí todo un año.
Por otro lado, Sabino ya había tenido suficiente con su sueño
americano. Volvió a Torremaggiore e invirtió lo que había aho-
rrado en América en ampliar el negocio de su padre.
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Sabino trató sin éxito de convencer a Nicola de volver a Ita-
lia; este no estaba dispuesto a abandonar aún ese país. Quería
aprender un oficio porque se había dado cuenta de que un tra-
bajador no cualificado en ningún lugar iba a encontrar un em-
pleo bien remunerado. Cuando la compañía de calzados Mil-
ford Shoe Company ofreció a los inmigrantes instruirles en el
oficio de acabador de calzados en un curso que costaba cin-
cuenta dólares, Nicola se inscribió de inmediato. Este curso
duró tres meses que para él significaron tres meses sin recibir
sueldo.
Finalmente, Nicola Sacco fue contratado por la fábrica de
calzados y comenzó a ganar entre sesenta y setenta dólares por
semana. Sacco, un chico de aspecto bastante viril, no era muy
instruido. En aquel tiempo se hizo miembro de un grupo anar-
quista italiano, asistía a un curso de inglés, que era obligatorio
para todos los trabajadores extranjeros de la fábrica, y aunque
era considerado como una persona ávida de saber, leer no era
su fuerte. Sus lecturas se limitaban a los periódicos y a los obli-
gatorios panfletos anarquistas. Era más un hombre de acción,
que prefería abordar las cosas directamente a esconderse silen-
cioso detrás de libros.
Sacco se diferenciaba de sus compañeros de trabajo princi-
palmente porque al finalizar la labor diaria siempre estaba bien
afeitado y bien vestido. Para ser considerado un radical, así se
les llamaba por aquel entonces tanto a los miembros del sindi-
cato como a los anarquistas, socialistas y librepensadores, esto
era poco común. La mayoría de esas personas eran trabajado-
res o jornaleros que ganaban poco y que si contaban con algún
ahorro este estaba destinado para cosas más importantes que
vestirse correctamente. Sacco, sin embargo, prestaba mucha
atención a su presentación personal, sí, era incluso un poco va-
nidoso. Pero no por esto carecía de conciencia de clase. Parti-
cipaba en discusiones políticas en círculos anarquistas y toma-
ba parte en todas las fiestas y actos de la colonia italiana.
| 48
Allí conoció en un baile a Rosina Zambelli. Ella había llega-
do hacía un par de meses desde una escuela en un convento en
Italia para reunirse con sus padres en América. En 1912 se casó
con la muchacha. Ella tenía diecisiete años, él veintiuno y esta-
ban muy enamorados uno del otro. A su maestra de inglés, la
señora Jack, le escribió más tarde:
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ganizar las asambleas, repartía panfletos políticos y recaudaba
dinero entre la colonia italiana.
En casi todas las ciudades industriales existían dichos clu-
bes y círculos en los cuales las minorías progresistas, entre los
inmigrantes italianos, se juntaban. Más que una férrea organi-
zación, lo que les unía era un sentimiento de camaradería, de
espíritu de cuerpo, de homogeneidad, una hermandad espiri-
tual. Se encontraban para apoyarse unos a otros: ya en huel-
gas, en asambleas o, sobre todo, en momentos difíciles. Mu-
chos de los inmigrantes italianos simpatizaban con las ideas
del anarquismo, donaban pequeñas cantidades de dinero o
compraban sus periódicos. Aunque no militaban y tampoco
tomaban parte de la vida política de estos grupos, se sentían de
algún modo comprometidos con estos hombres y mujeres que
abierta y valientemente habían hecho de la lucha contra la ex-
plotación y la transgresión de la dignidad humana su bandera
de guerra. Leían la Cronaca Sovversiva, un periódico redacta-
do y publicado por Luigi Galleani. Galleani era una figura ca-
rismática, el guía intelectual dentro de los círculos anarquistas.
Pronunciaba conferencias, hablaba en reuniones con huelguis-
tas y escribía artículos. Nicola Sacco se sentía atraído por las
ideas y las exigencias político-sociales de Galleani. Él conocía
el estado de los trabajadores en las fábricas, los salarios de
hambre que recibían los jornaleros, había experimentado y
vivido en cuerpo y alma lo que hablaba Galleani.
Nicola Sacco no apareció nunca en público. Pertenecía a los
compañeros que, en silencio, activos y francos, se mantenían
en la sombra del movimiento. Aunque se había consagrado por
entero a las ideas anarquistas, su interés principal seguían sien-
do su mujer Rosina, su hijo Dante y su sencillo hogar.
En 1916 Sacco fue detenido junto a otros correligionarios en
una asamblea y tuvieron que pagar una multa ya que no pudie-
ron presentar el permiso oficial para dicha reunión. Estos
permisos oficiales eran subterfugios para controlar desagrada-
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bles actividades políticas y los actos de los anarquistas eran
observados con especial desconfianza. Para la autoridad esta-
dounidense, así como también para la mayoría de los ciudadanos,
los anarquistas eran «agitadores maldecidos por Dios», que
intentaban llevar inestabilidad a los obreros. Consignas lla-
mando a la lucha de clases, protestas y huelgas desencadena-
ban entre muchos estadounidenses temores alarmantes, y todo
aquel que guardaba simpatía por esas cosas era rápidamente
registrado, detenido, perseguido o deportado a su país de origen.
Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti: dos italianos que, en el
mismo año, 1908, habían llegado a Estados Unidos y se habían
convertido en ese país en anarquistas.
Desde hacía medio siglo el anarquismo era el espectro te-
rrorífico de todos los estadounidenses «íntegros y amantes de
la libertad» y por esta razón les habían declarado la guerra a
esos «hombres sin Dios ni ley».
Sacco y Vanzetti se prestaban como la imagen ejemplar del
enemigo. Su destino estaba siendo determinado por aconteci-
mientos que se fraguaron en años anteriores, en una historia
que no les correspondía.
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3
A la caza de rojos y radicales
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de Europa. Venían desde Irlanda, Escandinavia, Polonia, Rusia,
Bohemia, Austria-Hungría e Italia. Al respecto escribe Foner:
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cada y con derecho a criticar públicamente la actuación de la
policía, algo restringido en la fábrica McCormick.
Una bomba fabricada con cartuchos de dinamita fue lanza-
da por los aires y detonó ante el primer grupo de policías. La
policía abrió inmediatamente fuego. El caos y el pánico se apo-
deró de todo, se sucedieron escenas espantosas. Al final quedó
un agente de policía muerto y otros seis fallecieron días más
tarde a consecuencia de sus heridas. Incontables fueron los
manifestantes heridos de bala. Era la primera vez que en una
manifestación de protesta era arrojada una bomba. Una ola de
histeria colectiva se apoderó de Chicago. Por quién y desde
dónde había sido lanzada la bomba nunca fue investigado. El
periódico New York Times declaró a los radicales de Chicago
como culpables de este hecho y manifestó abiertamente su
esperanza de que los culpables sufrieran la merecida pena de
muerte. Para la policía, para los representantes de la fiscalía
del Estado y para la opinión pública estaba claro que había
sido la obra diabólica de los anarquistas. Treinta y un hombres
fueron detenidos y finalmente ocho llevados a juicio. Seis de
ellos eran inmigrantes alemanes. Mientras que Georg Engel,
Adolph Fischer, Louis Lingg, Albert R. Parsons y August Spies,
quien había hecho un llamamiento a la violencia unos meses
antes, fueron condenados a morir en la horca, los tres restan-
tes recibieron altas penas de reclusión. Ninguno fue acusado
de haber arrojado la bomba. Fueron llevados a juicio princi-
palmente por complicidad y por complot para asesinar.
El incidente de Haymarket causó gran conmoción incluso
más allá de las fronteras de Chicago. Los afectados habían sido
condenados por sus ideas y no por su participación en el aten-
tado. Uno de los condenados a muerte se suicidó en su celda,
los otros cuatro hombres fueron ahorcados el 11 de noviembre
de 1887. Habían sido víctimas de un asesinato judicial.
La bomba de Haymarket distorsionó aún más la negativa
imagen de los inmigrantes, transformándola en un cuadro
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monstruoso. El hecho de que cinco de los acusados hubieran
nacido en Alemania condujo a que en la cabeza de los estadou-
nidenses la imagen de los inmigrantes se convirtiera en la de
colocadores de bombas y que el cliché de que la agitación sin-
dical era obra de radicales extranjeros se confirmara. El temor
hacia los extranjeros tomó formas histéricas. Para algunos es-
tadounidenses los extranjeros se igualaban en su significación
con los rojos y radicales y eran considerados como la personifi-
cación del demonio sobre la tierra.
Cuando en 1903 entró en vigor la Ley de Inmigración, los
inmigrantes fueron por primera vez en la historia de Estados
Unidos discriminados por sus ideas. La ley precisaba la exclu-
sión de «anarquistas o personas que encontrasen correcto o
abogasen por la caída a la fuerza del Gobierno de Estados Uni-
dos u otros gobiernos o toda forma de legalidad como también
el homicidio de funcionarios públicos». Dos años antes, en
1901, había sido asesinado el presidente William McKinley en
un atentado. Leon Czolgosz, el autor de este asesinato, había
nacido en Estados Unidos pero sus padres venían de Polonia.
Aseguraba ser anarquista, aunque no se le conocía ninguna
vinculación a grupos anarquistas y tampoco estaba organizado
en ningún lugar. Tras el asesinato de McKinley, la imagen de
los extranjeros radicales, que para alcanzar sus abstrusos obje-
tivos no se detenían ante un asesinato, fue divulgada con agu-
dos matices. Y esto produjo su efecto. En Boston fue creada
por iniciativa privada la Inmigration Restriction League, una
ley para mantener alejados de la ciudad extranjeros por su raza
o por su nacionalidad de origen, especialmente a inmigrantes
que se identificaran con las políticas radicales. La prensa y los
políticos fomentaron esta atmósfera de pogromo. Los inmi-
grantes no solo podían ser rechazados por su opinión, sino
también por sus relaciones políticas. La ley determinaba la ex-
clusión de alguien que perteneciese a una organización o que
estuviese vinculado a una organización que propagara y ali-
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mentara esas falsas opiniones. Quien conseguía atravesar la red
de control podía ser aún deportado en el plazo de tres años
después de su llegada.
La ley era la herramienta de juristas y de políticos carentes
de conocimiento del mundo e ideológicamente estrechos de
mente, pues no solo no eran capaces de entender que la lucha
entre capitalistas y trabajadores no se terminaría bajo el lema
«si no hay más radicales extranjeros, los sindicatos pierden en
influencia», sino que también se negaba el hecho de que los
seres humanos no nacían radicales. Ni Sacco ni Vanzetti eran
en el momento de dejar su patria natal anarquistas. Ellos eran
librepensadores, creían en la justicia y en la dignidad del hom-
bre, solamente después de sus experiencias en Estados Unidos
se radicalizaron.
Cuando en 1914 estalló en Europa la Primera Guerra Mun-
dial, la histeria contra los extranjeros y radicales se calmó un
poco. Si bien era cierto que la Ley de Inmigración aún se apli-
caba rígidamente y los empresarios todavía se preocupaban
por los «agitadores extranjeros», la campaña en contra de los
inmigrantes ya no determinaba su imagen en la opinión pública.
Estados Unidos tenía ahora otra clase de problemas: el esta-
llido de la guerra en Europa causaba confusión y dividía al país
en dos posiciones. Unos opinaban que la guerra en ultramar no
competía a los estadounidenses. «Sería una tontería si noso-
tros quisiésemos saltar al abismo sin tener un propósito evi-
dente», escribió el ex presidente Theodore Roosevelt. El presi-
dente Wilson, entretanto, que durante largo tiempo había
intercedido por la neutralidad, exhortaba al Congreso, «des-
pués de encarnizados debates», a declararle la guerra a Ale-
mania, Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía. Como razón daba
la siguiente: «El mundo debe ser asegurado para la democra-
cia». Una concepción muy noble pero que no tenía nada que
ver con la guerra que en ese momento se llevaba a cabo.
| 60
Es algo terrible llevar a esa gran y pacífica nación a la
guerra, reconocía el presidente. Sin embargo, abogaba por la
guerra:
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multa de hasta diez mil dólares o a una pena de presidio de hasta
veinte años o a ambas a la vez.
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De esta manera se veía afectada principalmente la izquierda
política, los socialistas, comunistas y anarquistas. El rojo era
considerado símbolo de resistencia, por lo tanto, había que
crear una ley contra la «exposición de la bandera roja». Aquí
un extracto de esa absurda ley:
| 64
filas en tanto que su procedimiento de naturalización no hubie-
se comenzado.
Sacco y Vanzetti, que poco antes se habían encontrado y en-
tablado amistad en una asamblea anarquista, se adhirieron, a
pesar de las restricciones, a un grupo de correligionarios ita-
lianos que a fines de mayo huyeron a México. Ellos no confia-
ban en la ley. ¿Cómo no los iban a llamar a filas cuando obsti-
nadamente se les obligaba a registrarse? Vanzetti habló de esto
en una carta que envió desde la ciudad mexicana de Monterrey
el 26 de julio de 1917 a su familia en Italia:
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A un paisano que había regresado a su tierra natal, Vanzetti
le compró una carreta de tiro, una balanza y unos cuchillos
para ganarse la vida como vendedor de pescado desde aquel
momento. En las calles de Plymouth se hizo rápidamente co-
nocido. «Bart the Beard!», (Bart[olomeo] la barba), le llamaba
la gente cuando pasaba por la calle con el coche cargado de
pescados. Vanzetti a pesar de su ocupación tenía siempre tiem-
po para bromear y a sus clientes, casi todos italianos, les gus-
taba mucho esto. Que leía libros raros y que intercedía por
ideas anarquistas, era conocido por la mayoría. ¿Pero qué ha-
bía de cierto o de malo en esto?, ¿no estaban los anarquistas al
lado de los pobres y de los débiles? Nadie era rico por ese lu-
gar. Ellos entendían a Vanzetti, el vendedor de pescado.
Después de su regreso de México, Vanzetti tampoco se ha-
bía dejado amedrentar por la ola de persecución del régimen.
Como antes, era un convencido antibelicista, participaba en
asambleas y discusiones políticas. Cuando viajaba a Boston
para comprar pescado en el puerto visitaba a su amigo Aldino
Felicani que trabajaba como tipógrafo en el diario italiano La
Notizia. Frecuentemente iba al este de Boston para encontrar-
se con correligionarios anarquistas. Todos ellos estaban de
acuerdo en una cosa: cuando la guerra en la lejana Europa lle-
gue a su fin, continuará en el interior del país. También aquí,
también en Boston. Solo el enemigo va a cambia, El enemigo,
decían, «no son tanto los alemanes como nosotros». Y tenían
razón.
El 11 de noviembre de 1918 finalizó la Primera Guerra Mun-
dial con la victoria sobre los alemanes. ¿Pero qué había ganado
Estados Unidos con esa guerra? El poder adquisitivo del dólar
había bajado desde 1913 en más del 60% y los precios de los
alimentos habían subido en el mismo período de tiempo en
más del 100%. La depresión económica comenzó cuando la
industria bélica cesó su producción. Nueve millones de traba-
jadores, unidos a los cuatro millones de soldados que volvían a
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la patria, atosigaban el mercado laboral. El desempleo aumen-
tó, los precios también lo hicieron. La depresión económica y
la inflación se extendieron, así como el miedo de que los «rojos
y radicales» sacaran provecho de dicha situación. La inseguri-
dad producida por la situación económica y política condujo
nuevamente, como había sucedido antes en la historia de Es-
tados Unidos, a buscar a los chivos expiatorios para desahogar
en ellos el mal humor, la decepción y la agresión entre los que
pensaban diferente.
En todas las grandes ciudades estadounidenses se formaron
asociaciones y alianzas nacionalistas en las cuales ciudadanos
conservadores juraban ante la bandera estrellada luchar por
«el Orden y la Tranquilidad» y también no confiar el país a
revolucionarios agitadores ni a instigadores populares. Se or-
ganizaron en la Liga para la Seguridad Nacional, la Asociación
Ciudadana Nacional o la Liga de la Defensa.
El miedo hacia los rojos y radicales se desarrolló a partir de
un esquema específico de acción y reacción. Si en algún lugar
del país se llevaba a cabo una huelga, una manifestación o un
atentado, las asociaciones echaban inmediatamente la culpa a
los «bolcheviques». Desde la Revolución Rusa se les llamaba a
todos los radicales bolcheviques, sin que importara el porqué
de sus disímiles luchas.
Cuando en 1919 se realizaron en el país más de tres mil
huelgas, en las cuales participaron cuatro millones de trabaja-
dores, la asociación de industriales definió al pensamiento
sindical como «bolchevismo» y como «el acto criminal más
grande del mundo». Pero los obreros ni se dejaban amedrentar
por tales distorsiones ni tampoco por llamadas embusteras a
su patriotismo para hacerles callar. En febrero de 1919, cuando
más de sesenta mil trabajadores fueron a una huelga general
en Seattle para apoyar a los trabajadores de los astilleros en su
demanda de mejoras salariales, políticos conservadores y gente
de la prensa vieron en esto el comienzo de la caída de la nación
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americana. A ellos, que casi no soportaban la idea de un solo
sindicato en huelga, les invadía el pánico ante el hecho de un
frente unido en huelga.
Por aquel tiempo la Revolución rusa había comenzado en
Petrogrado con una huelga general, y muchos estadounidenses
veían irrumpir acontecimientos parecidos en su país. La pren-
sa informó sobre los sucesos de Seattle con titulares destaca-
dos: Los rojos dirigen una huelga en Seattle para probar la
Revolución. En las informaciones de la prensa los trabajadores
en huelga eran insultados llamándoles «bolcheviques» que
perseguían solo una finalidad: la toma del poder en Estados
Unidos. Algunos políticos llegaron a proponer que se deportara
a todos los dirigentes sindicales huelguistas a Rusia. El alcalde
de Seattle hizo llegar tropas federales, que actuaron violenta-
mente contra los huelguistas. Al quinto día los sindicalistas
terminaron con la huelga. Con esto querían impedir más vio-
lencia y más derramamiento de sangre.
El 28 de abril de 1919 el alcalde de Seattle, Ole Hanson, re-
cibió un paquete que contenía una bomba. Como Hanson se
encontraba de viaje, el paquete se quedó cerrado. Su secretario
notó cómo un líquido parecido a un ácido escurría por el inte-
rior del paquete y llamó inmediatamente a la policía. Así fue
como el alcalde escapó de ese atentado, pues el paquete conte-
nía una bomba casera que pudo ser desactivada a tiempo. Un
par de días más tarde un ex senador recibió en su casa en
Georgia un paquete similar. Cuando este fue abierto por una
persona encargada del servicio doméstico, la violenta explo-
sión le arrancó ambas manos. Toda la prensa escrita informó
sobre los atentados con paquetes bombas.
Un funcionario de correos de Nueva York que leyó estos ar-
tículos recordó haber dejado a un lado 16 paquetes similares,
que no había expedido por no haber tenido franqueo suficiente
y dio aviso a la policía. Los 16 paquetes fueron controlados;
contenían también bombas caseras en su interior. Desconoci-
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dos habían tratado, a través de Correos, de hacer volar por los
aires a prominentes personajes estadounidenses, entre los que
se encontraban el juez del Tribunal Supremo Holmes y el fiscal
general A. Mitchell Palmer. Como remite los paquetes llevaban
la dirección de unos grandes almacenes de Nueva York y la
inscripción «novedad - muestra gratis» pegada a un costado.
En investigaciones realizadas en todas las oficinas de Correos
del país aparecieron otros 18 paquetes destinados, entre otros,
al director de la Policía de Extranjería, al presidente de la Co-
misión Investigadora de Intrigas Bolcheviques, al ministro de
Correos, al ministro de justicia y a dos grandes empresarios.
La prensa y la opinión pública ardían de rabia. La mayoría
de los periódicos adjudicaban las bombas a los radicales y les
llamaban «escoria humana». El New York Times opinaba que
los bolcheviques, anarquistas y los miembros de los sindicatos
eran responsables de esto. Otro periódico escribió «si no se hace
algo ahora en contra del radicalismo, podemos invitar inme-
diatamente a Lenin y a Trotski a asumir el poder en este país».
Aunque tanto los sindicatos como los grupos anarquistas
negaban toda responsabilidad en los hechos, eran considera-
dos por la mayoría de los estadounidenses como los autores.
La exigencia de actuar definitivamente más fuerte contra los
radicales se hizo general. Un diario eclesiástico llamó a sus
fieles a tomar la justicia por su propia mano. «Cada persona
que ame a Dios y a este país debe armarse con un hacha para
destrozar con ella el mal del anarquismo, dónde y cuando este
se muestre». Las voces críticas que señalaban que debía dife-
renciarse entre las personas violentas y los cultores del anar-
quismo, fueron acalladas por la atmósfera de pogromo que se
vivía.
Tropas federales del FBI y unidades locales de la policía
buscaban febrilmente en todos los estados de la Federación a
los autores de los atentados. La policía partía del supuesto de
que se trataba de uno o más extranjeros, el escaso franqueo en
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los paquetes daba como indicio que estas personas no estaban
familiarizadas con el sistema postal del país.
A menudo se anunciaba en la prensa que la policía estaba
ante una detención importante, pero estas no mostraban nin-
gún resultado. En su lugar explotaron, en la noche del 2 de
junio de 1919, en ocho ciudades diferentes, otras tantas bom-
bas de alto poder. Edificios públicos y privados fueron destrui-
dos y dos personas encontraron la muerte. El más espectacular
de estos atentados tuvo lugar en la casa del ministro de Justi-
cia, Palmer, en Washington. En el momento mismo en que él y
su familia se iban a la cama, explotó una bomba ante la casa
que devastó la fachada y destruyó en mil pedazos las ventanas
del vecindario. Solo por un milagro Palmer y su familia resul-
taron ilesos. La policía habló inmediatamente de anarquistas
como los autores del atentado y fundamentó sus sospechas en
un panfleto que se había encontrado cerca de la casa de Palmer.
En él estaba escrito: «Va a seguir corriendo sangre. No vamos
a claudicar. Vamos a asesinar. Vamos a matar… Vamos a des-
truir... Estamos dispuestos a hacer todo lo posible para domi-
nar a la clase capitalista. Los combatientes anarquistas».
El ministro de justicia Palmer era un cuáquero de Pennsyl-
vania que durante largo tiempo había sido diputado del Con-
greso y había renunciado a asumir el cargo de ministro de Gue-
rra porque no creía que un «hombre de paz» fuese apto para
ese tipo de tareas. Por esto el presidente Wilson le nombró en
1919 ministro de Justicia. Muchos vieron en su nombramiento
la posibilidad de que los órganos de justicia actuaran de forma
más liberal que como lo habían hecho bajo su antecesor en el
cargo, el ministro Thomas Gregory. Pero los atentados habían
cambiado su actitud. Además, como cuáquero, odiaba a los ra-
dicales, de los que decía que la mayoría eran ateos que negaban
cada forma de la existencia de Dios.
Después del atentado a su casa en junio de 1919, Palmer
exigió del Congreso quinientos mil dólares para la formación
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de la General Intelligence Division, una sección de investiga-
ciones contra los radicales. Una vez que el Congreso, bajo pre-
sión de la opinión pública y en un procedimiento bastante rá-
pido, concedió dicha suma, tomó posesión de la dirección del
nuevo departamento J. Edgar Hoover. Que este era el hombre
adecuado para ese trabajo de persecución se podía ver por sus
comentarios. Como, por ejemplo: «La civilización se enfrenta a
la más terrible amenaza desde que las hordas bárbaras inva-
dieron Europa del Oeste e iniciaron el oscuro medievo».
Hoover y sus funcionarios, dedicados a la persecución y la
investigación, se veían a sí mismos como los salvadores de la
civilización. En contra del peligro de radicalismo se legitimaron
toda clase de métodos. Había comenzado una caza de brujas
nacional. El derecho y la ley sucumbieron bajo el subterfugio
de defender la Constitución de los enemigos de la nación.
El 7 de noviembre de 1919, segundo aniversario de la Revo-
lución rusa, comenzaron las redadas de Palmer. En las «redadas
contra los rojos» participaron agentes de Gobierno, policías,
funcionarios de comisiones especiales y detectives privados con-
tratados para este fin. Los agentes se desplegaron por todas las
ciudades estadounidenses, devastaron oficinas y salas de reunio-
nes, confiscaron ficheros con los nombres de miembros de
diferentes organizaciones y detuvieron a un millar de ciudadanos.
El ministro de Justicia Palmer había instruido a sus cazadores
de hombres para que actuaran sin ninguna consideración:
«Cualquiera que esté en contacto con ese movimiento radical,
aunque sea de forma distante, es un asesino en potencia o un
ladrón. Las normas legales convencionales no necesitan encon-
trar aplicación alguna frente a ellos».
Entre los miles de «bolcheviques» que cayeron por ese me-
dio en manos de la justicia se hallaban mujeres y hombres que
se encontraban por casualidad en las dependencias de organi-
zaciones políticas para tomar parte en cursos de inglés para ex-
tranjeros, o que participaban en otros cursos totalmente apolí-
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ticos, o que habían llegado simplemente para escuchar alguna
conferencia. Los comandos de asalto de la policía demolían las
oficinas, destruían archivos, hacían pedazos el mobiliario y
maltrataban a las personas que se encontraban en ese momen-
to allí. Solo el que se podía identificar como ciudadano esta-
dounidense se libraba de esto. Para los periódicos todos los
detenidos eran «elementos peligrosos» y «anarquistas». Un
«tren rojo especial» llevó a Nueva York a una parte de los de-
tenidos para deportarlos. Poco antes de Navidad zarpó el vapor
Buford a Rusia con 249 ciudadanos rusos que habían sido ex-
pulsados. Muchos de ellos debieron dejar en Estados Unidos a
sus mujeres e hijos.
La acción de noviembre fue solo un adelanto de las amplias
redadas que se realizaron el 2 de enero de 1920 simultánea-
mente en 33 ciudades estadounidenses. Previamente, el 27 de
noviembre de 1919, el director de la Oficina de Investigaciones
de la Policía Federal del país, Frank Burke, envió una circular a
todos los jefes de distrito en la que decía. «La fecha fijada pro-
visionalmente para la detención de los comunistas es el viernes
2 de enero de 1920 por la tarde». La circular daba instruccio-
nes y recomendaciones para los investigadores y los encarga-
dos de las persecuciones. ¿Quién se preguntaba por la dignidad
humana, el derecho y la ley en ese momento? El exterminio del
radicalismo se elevó a nivel de tarea nacional. Los comunistas
eran considerados, al igual que los anarquistas, como una clase
especial de enemigos públicos; estaban bien organizados, te-
nían un programa revolucionario claro y, por último, invoca-
ban la Revolución rusa. Terminar con ellos se convirtió para
los políticos en casi un mandamiento supremo. Todos los me-
dios para este fin fueron legitimados. La circular llevaba las
siguientes instrucciones:
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Communist Labor Party. Si fuese posible, usted debería procurar
a través de sus informantes que para la fecha prevista se realiza-
sen asambleas o reuniones del Communist Party of America o del
Communist Labor Party... Esto podría naturalmente facilitar las
detenciones.
No es el propósito ni tampoco el deseo de esta autoridad pú-
blica que ciudadanos estadounidenses, que pertenezcan a estas
dos organizaciones políticas, sean detenidos en ese momento. En
el caso de que ciudadanos estadounidenses Miembros del Com-
munist Party of America o del Communist Labor Party sean de-
tenidos por equivocación entonces se procederá inmediatamente
a entregar estos casos a las autoridades locales.
Se debe prestar especial atención a la detención de todos los
funcionarios de ambos partidos, siempre y cuando sean extranje-
ros; las viviendas de estos funcionarios deben ser en todo caso
registradas en busca de documentos, fichas de registros de
miembros, actas de reuniones y asambleas y correspondencia en
general... Todo escrito, libro, papel y todo lo que esté pegado a la
pared debe ser incautado, techos y paredes deben ser golpeados
para detectar posibles escondites.
He mencionado anteriormente que las salas de asambleas
como las viviendas de los miembros deben ser registradas minu-
ciosamente. Le dejo a su criterio el método que quiera usar para
poder acceder a esas habitaciones.
La tarde de las detenciones, nuestra oficina central va a estar
abierta toda la noche y le rogaría que informara telefónicamente
de todo hecho importante que acontezca durante las detenciones
al señor J. Edgar Hoover.
A la mañana siguiente de las detenciones deseo que se le envíe
por medio de mensajeros especiales y con la inscripción «entre-
gar personalmente al señor Hoover» una lista completa de las
personas detenidas con la información referente a su dirección y
a la organización a la que pertenezcan y especificando si estaba o
no en la lista de personas por detener. Si se detuviese a personas
que no tuviesen orden de detención previa, usted deberá exigir
inmediatamente de las autoridades de inmigración local orden de
detención para todos estos casos y se deberá poner en contacto al
mismo tiempo con nuestra oficina.
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Fueron cursadas más de seis mil órdenes de arresto. Miles
de extranjeros fueron capturados y detenidos con o sin orden
de arresto, alrededor de tres mil personas fueron retenidas en
prisión. Al final solo pudieron ser expulsadas del país 466 per-
sonas.
Las redadas de Palmer significaron el punto culminante de
las acciones masivas en contra de los inmigrantes en Estados
Unidos. Por primera vez la opinión pública se había dividido
con relación a la actuación de la policía y la justicia. Muchos
estadounidenses habían sentido miedo y susto en el transcurso
de las redadas, habían pasado largas horas en recintos policia-
les y habían tenido que defenderse de absurdas sospechas.
Cuando el Senado promulgó, una semana después de las re-
dadas, otra ley contra «la sedición en tiempos de paz», la Cá-
mara de representantes se negó a dar su voto. Diputados y ciu-
dadanos reconocieron que se le habría otorgado al régimen el
derecho de hacer con ellos lo que se había hecho con los ex-
tranjeros.
El rechazo a la Propuesta de Ley se basó principalmente en
un informe sobre las investigaciones realizadas por la organi-
zación de derechos humanos American Civil Liberty Union y
por el movimiento pro derechos civiles National Popular Go-
vernment League. Su Informe, que enumeraba en una larga
lista los casos relacionados con las redadas de Palmer, había
sido firmado por 12 abogados y juristas famosos. En este in-
forme se leía:
| 81
4
La trampa se cierra de golpe
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York para defender a Elia y Salsedo (tú ya habrás oído sobre
ellos).
Yo llevaba tres o cuatro cartuchos, que había sacado de la casa
de Sacco para dárselos a un viejo amigo mío aficionado a la caza
que vive en Plymouth. Esto te parecerá extraño y necesario de
explicar.
Sacco estaba a punto de partir hacia Italia y su mujer hacía las
maletas. Vi los cartuchos sobre la repisa de la chimenea y le pre-
gunté si los necesitaba. Me dijo que los iba a disparar en el bos-
que si tenía tiempo pero que, si no era posible, los iba a tirar. A
continuación, me los metí en el bolsillo y le dije que se los iba a
vender a un simpatizante para luego donar el dinero a nuestra
causa…
Casi siempre andaba desarmado excepto las veces que debía ir
a un lugar peligroso o cuando llevaba mucho dinero conmigo. Esa
vez iba armado con el revólver porque desde que había vuelto a
Nueva York tenía que ir constantemente de un lado a otro por ra-
zones políticas.
| 100
5
«Por lo menos doce años…»
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pocos amigos y algunos reporteros de periódicos de tercera
clase de Boston, nadie más se interesaba por su suerte.
Vanzetti fue llevado a la sala de audiencias esposado y luego
lo dejaron en un recinto especial en el centro de la sala. Allí le
quitaron las esposas.
Un alguacil le llevó hacia adelante y llamó con voz ceremo-
niosa:
| 102
bargo, ahora, siendo juez, podía ejercer lo que él creía que era
su deber patriótico: la defensa y rechazo a los enemigos inter-
nos para salvaguardar la libertad. Para defender a Estados
Unidos.
Vanzetti y sus amigos presentían que ese hombre no sentía
ninguna simpatía por ellos. Los extranjeros eran considerados
por él como agitadores y pleitistas, especialmente aquellos que
se comprometían políticamente. Para Thayer se trataba sola-
mente de inmigrantes sin Dios ni Ley, los cuales, en vez de
estar agradecidos, incitaban a la rebelión con ideas radicales.
Pero Thayer había aprendido, en su larga carrera judicial, a
subordinar sus sentimientos a los artículos y leyes cuando pre-
sidía un proceso. Y esto era lo más importante para él, dirigir
correctamente un proceso. No debía ser estrictamente justo,
pero sí correcto. De eso sí se preocupaba, lo demás era asunto
de la acusación, de la defensa y del jurado. Todas las partes en
causa comprendieron sus señales, especialmente el jurado.
En lo que concernía al juez Thayer, se debía tratar en este
proceso solamente el caso ocurrido la mañana del 24 de di-
ciembre de 1919, cuando unos bandidos intentaron robar el
transporte de sueldos. Uno de los hombres llevaba una escope-
ta y otros dos, pistolas. La acusación sostenía que Vanzetti era
el hombre de la escopeta. Como Vanzetti estaba considerado
anarquista, afirmación conocida por Thayer, este no quería
dirigir un proceso político. Opinaba que se debía tratar única-
mente en este proceso el intento de robo y asesinato, otros
puntos no entraban en debate. Según él, esta era la mejor es-
trategia en contra de esos «cabezas de chorlito».
El fiscal Katzmann presentó primero un resumen de los
puntos relevantes en las pesquisas llevadas a cabo. Su acusa-
ción se basaba, principalmente, en los testimonios tomados a
Bowles, Cox, Harding y la señora Brooks en la vista preliminar,
el 18 de mayo. El rostro de Katzmann enrojecía mientras leía
su resumen, hablaba con voz firme y de vez en cuando subra-
| 103
yaba algunas de sus afirmaciones con gestos teatrales mirando
penetrantemente al jurado. Era un buen actor. Interrogaba a
los testigos de tal manera que cualquier respuesta torpe u olvido
era usado magistralmente por él para provecho de la acusación.
Katzmann era un brillante acusador. Usaba la sala de audien-
cias como un dramaturgo eficiente usa el escenario, pero, eso
sí, nunca infringía las reglas del proceso.
Sin embargo, los testigos de la acusación cayeron en con-
tradicciones. Sus declaraciones discrepaban gravemente de
aquellas hechas en la vista preliminar. Ya en aquel tiempo,
cuando se les había presentado a Vanzetti como el principal
sospechoso, Cox, Bowles y Harding habían comenzado a en-
mendar las declaraciones que inmediatamente después del
asalto habían hecho constar en el acta. Cox, que había notado
un «color de rostro oscuro», cambió su declaración por «color
del rostro semioscuro», color que coincidía mucho más con el
de Vanzetti. Cuando se le exhortó a identificar al individuo que
llevaba la escopeta, dijo en el primer careo: «Creo que es el
hombre que está detrás de las barreras, el hombre del bigote»,
acotó, además, «pero tengo algunas dudas».
Bowles describía todavía el bigote como «bien recortado»,
luego realizó una descripción facial del bandido que se ajusta-
ba a la de Vanzetti, en quien creía reconocer al asaltante. Har-
ding, que no había visto claramente los rostros de los bandi-
dos, dijo en la vista preliminar que el hombre llevaba bigote
oscuro y que Vanzetti era ese hombre.
Ahora, en el transcurso del proceso, cambiaban sus declara-
ciones. Bowles describió el bigote, que antes era «bien recorta-
do», como «ligeramente corto». Cox impugnaba haber dicho,
cuando se le careó en Brockton por primera vez con Vanzetti,
la frase que constaba en el acta: «Yo me inclino a suponer que
Vanzetti no es uno de los hombres».
Katzmann sometió a sus testigos a un interrogatorio cruza-
do: «¿Es ese en resumidas cuentas o no?». Preguntó señalando
| 104
el banquillo del acusado en donde Vanzetti, silencioso, seguía
el curso de los acontecimientos.
«Sí, se parece al bandido de Bridgewater», contestó Cox. Y
luego de una corta pausa, «pero no estoy completamente segu-
ro...».
Katzmann escondía el enojo que le producía la inconstancia
de los testigos. Harding, interrogado inmediatamente después,
tampoco le facilitó su trabajo. Al poco tiempo del asalto del 24
de diciembre, describió ante un agente de la agencia Pinkerton
al asaltante de la escopeta como «delgado, 175 cm. de estatura,
vestido con un abrigo negro y largo y un sombrero tipo Derby»,
aquí declaraba que el hombre «llevaba un abrigo, pero ningún
tipo de sombrero, tenía la frente amplia, el rostro duro y ancho
y la cabeza redonda».
Por qué los tres testigos se contradecían en sus declaracio-
nes y por qué la imagen del bandido, que al principio era difu-
sa, se asemejaba cada vez más a la de Vanzetti, podía respon-
der a la razón de que dos de ellos trabajaban en la fábrica de
calzados, el «objeto asaltado». Quizás se sentían en el deber de
ayudar para, por lo menos, condenar a uno de los asaltantes.
Además, era más fácil hacer crecer el bigote del inculpado que
contradecir a Katzmann.
Sus discrepantes declaraciones requerían de toda la habili-
dad de Katzmann. Especialmente crítica se le presentaba la
situación cuando la defensa interrogaba a uno de sus testigos
en forma cruzada.
La señora Brooks declaró nuevamente que Vanzetti estaba
tras el volante del coche usado por los asaltantes. Pero Vanzetti
no sabía conducir. Por otra parte, si él hubiese estado al volan-
te del coche no habría podido ser el individuo que llevaba la
escopeta, ya que otros testigos habían declarado que el hombre
tras el volante se había quedado dentro del coche.
«¿De qué manera pudo ver usted, después de todo, el trecho
de la calle en donde ocurrió el asalto?», le preguntó el abogado
| 105
defensor de Vanzetti, Vahey, a la testigo que declaraba haber
corrido inmediatamente después de haber escuchado los dis-
paros hacia el interior de la estación de ferrocarril. «¿Cómo
pudo ver el tiroteo en esta situación?», le insistió Vahey. La
señora Brooks se puso visiblemente nerviosa e insegura.
Dependía solamente de Katzmann el crear, a partir de las
declaraciones de su testigo, un cuadro coherente para el jura-
do. Para descifrar estas contradicciones tuvo que usar al má-
ximo su eficiencia retórica. «La testigo Brooks, cuando corrió
inmediatamente después de los disparos hacia el interior de la
estación de ferrocarril, pudo reconocer claramente al conduc-
tor del vehículo. El coche en la huida pasó muy cerca de ella»,
replicó.
Vahey, el abogado defensor, no acotó nada nuevo a ese pun-
to. No hizo notar, según lo que quedó en acta, que Vanzetti no
podía conducir coches.
El juez hizo llamar a un testigo que hasta ese momento no
había aparecido por ninguna parte. Maynard Shaw, un escolar
que en el momento del asalto repartía el periódico de la maña-
na, A aproximadamente cincuenta metros de distancia, había
visto al hombre de la escopeta bajarse del auto y disparar hacia
el transporte de dinero.
«Allí se encuentra el hombre que vi esa vez», dijo el joven
apuntando a Vanzetti apenas había entrado en la sala de au-
diencias. Agregó «a pesar de la distancia pude notar rápida-
mente que se debía tratar de un extranjero por la manera de
correr que tenía».
Aquí tomó nuevamente la palabra el abogado defensor de
Vanzetti. Vahey se puso de pie, fue hacia donde se encontraba
el muchacho y le interrogó. «¿Usted pudo reconocer, por la
manera de correr, que se trataba de un extranjero?», le pre-
guntó en un tono tranquilo.
«Sí», contesto el muchacho.
«¿Qué tipo de extranjero?».
| 106
El muchacho se puso nervioso e inseguro: «¿Usted se refie-
re a qué nacionalidad?».
Vahey contestó con un movimiento de cabeza.
«Pues, era un europeo».
«¿Qué tipo de europeo?», preguntó Vahey que ahora había
levantado un poco la voz y comenzaba a caminar de un lugar a
otro. El escribano judicial tuvo que esforzarse para poder se-
guir el interrogatorio.
Shaw: «O bien italiano o ruso».
Vahey: «¿Qué era definitivamente, ruso o italiano?».
Shaw: «No lo puedo decir a ciencia cierta».
Vahey: «¿Corre de manera diferente un ruso o un italiano a
un sueco o a un noruego?».
Shaw: «Sí».
Vahey: «¿Cuál es la diferencia?».
Shaw: «Irregularmente».
Vahey: «¿Tanto los italianos como los rusos corren irregu-
larmente?».
Shaw: «En lo que a esto concierne, no lo sé».
Vahey: «Entonces usted no sabe cómo corre un sueco, ¿no?».
Shaw «No».
Vahey: «¿Corre un sueco con las piernas torcidas hacia
afuera juntando mucho las rodillas?».
Shaw: «No».
Vahey: «¿Usted pretende hacerle creer al jurado que puede
reconocer la nacionalidad de un extranjero por la manera que
este tiene de correr?».
Shaw: «Sí, lo puedo hacer».
Vahey: «¿Entonces, a qué nacionalidad pertenecía?».
Shaw: «Pues, quiero decir..., creo..., pues bien, lo primero
que se me ocurrió fue que debía ser un italiano o un ruso. No lo
puedo asegurar... podía haber sido también un mexicano. No
diría que venía de Alaska o África».
| 107
Vahey: «¿Usted quiere decir con esto que no era una perso-
na de color?».
Shaw: «No».
Vahey: «¿Por lo tanto usted excluye a los africanos de sus
reflexiones?».
Shaw: «Sí».
Vahey: «¿Por lo tanto, él no era ni ruso, ni italiano, ni grie-
go, ni brasileño, ni ninguno de ésos?».
Shaw: «Sí».
Cuando Vahey terminó su interrogatorio se podía ver en el
rostro del joven el alivio que sentía por haber terminado con
esa prueba. Un funcionario de justicia le acompañó al salir de
la sala.
Katzmann se apoyó satisfecho en su silla. La declaración del
muchacho podía ser muy útil porque sabía que la constancia y
firmeza del joven habían causado buena impresión en el jura-
do. Su estrategia procesal se igualaba a la de una competición
deportiva en la cual había que acumular, principalmente, pun-
tos para ganar. Solo el que tenía al final la mayor cantidad de
puntos a su favor, se decía, iba a ser consagrado por el jurado
como el vencedor. Y Katzmann quería ser el vencedor.
Aparte de los testigos presenciales, la acusación llamó a
otros testigos. De esta manera el doctor Murphy contó cómo
había encontrado un cartucho en la calle, el matrimonio John-
son informó sobre sus impresiones cuando el coche, que el
señor Johnson había reparado, debía ser recogido por Boda. Al
final el agente de policía Michael J. Connolly, el policía que
había arrestado a Sacco y Vanzetti, hizo su declaración.
El fiscal Katzmann, después de presentar previamente ante
el juez y el jurado cinco cartuchos de escopeta, le preguntó a
Connolly: «¿Encontró usted cartuchos cuando registró al acu-
sado?».
«Sí, los encontré», contestó el policía.
«¿Cuántos?».
| 108
«Cuatro».
Katzmann miró a Connolly fijamente. «Mire estos cartu-
chos, por favor, y diga si se trata de los cartuchos encontrados
por usted o no».
Connolly se acercó a la mesa en donde se encontraban cinco
cartuchos que estaban uno al lado del otro: los cuatro hallados
en la detención de Vanzetti y una vaina Winchester calibre 12,
encontrada por el doctor Murphy.
Después de un momento que ocupó para mirar más de cer-
ca los cartuchos dijo, «Sí, se parecen a aquellos».
El abogado Vahey protestó: «La expresión, se parecen a aque-
llos, no manifiesta ninguna identificación».
Después compareció el capitán William Proctor, experto en
balística, dijo que la vaina Winchester calibre 12 encontrada
por el doctor Murphy solamente se diferenciaba de las halladas
en el bolsillo de Vanzetti porque las últimas estaban aún sin
disparar.
Vahey replicó inmediatamente que el hecho de que Vanzetti
llevase consigo el día 5 de mayo cartuchos de cualquier marca
no probaba de ninguna manera que él fuese el bandido que el
24 de mayo había actuado como tirador. Por esa razón no se
podía autorizar a usar los cartuchos como prueba. Pero el juez
Thayer decidió que el jurado debía asumir esta competencia y
admitió los cartuchos como prueba.
Katzmann podía estar satisfecho. Nuevamente había acu-
mulado un punto a favor
Luego de una pequeña pausa tomó la palabra la defensa.
Especialmente los amigos italianos escuchaban atenta y ansio-
samente las declaraciones. Ahora tomaría el proceso el giro libe-
rador, pensaban.
Con la esperanza de poder afectar a la credibilidad de los
tres testigos principales de la acusación. Cox, Bowles y Har-
ding, cuyas descripciones sobre el aspecto de Vanzetti habían
cambiado desde el primer interrogatorio, la defensa llamó a
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una gran cantidad de testigos que debían jurar que Vanzetti no
había cambiado su aspecto desde que vivía en Plymouth, espe-
cialmente en lo que se refería al largo del bigote.
El abogado defensor Graham interrogó primeramente a
John Vernazano, el peluquero de Vanzetti, un hombre regorde-
te de cabello negro y barba. Declaró que en los últimos cinco o
seis años había afeitado y cortado el pelo a Vanzetti.
«¿Le recortó o cortó alguna vez el bigote?», preguntó
Graham.
«No, señor: de vez en cuando lo redondeaba por debajo»,
contestó Vernazano.
Graham fue hacia él. «Muestre en su propio bigote el lugar
al cual usted se refiere».
Vernazano apuntó a su labio superior, «cortaba solo dos o
tres pelos aquí, justamente al borde del labio».
«¿Le cortó o recortó alguna vez las puntas?», preguntó in-
mediatamente Graham.
«No, no, no…», respondió Vernazano.
«¿Le vio alguna vez con el bigote recortado?».
«No...».
Graham se paró ante su testigo e indicando hacia donde es-
taba Vanzetti le preguntó: «¿Le ha visto usted alguna vez con
un aspecto diferente al que tiene ahora?».
Vernazano movió la cabeza. «Nunca, él siempre ha llevado
el bigote largo».
Dos policías de Plymouth declararon también a favor de
Vanzetti. John Gault, agente de policía desde hacía cinco años,
afirmó conocer al italiano al menos desde tres años atrás y que
coincidía con él de tres a cuatro veces por semana. Su bigote
había tenido siempre el mismo aspecto. Su colega John Schi-
lling, desde hacía diez años en el servicio policial, relató que
encontraba a Vanzetti de dos a tres veces semanales y que su
bigote había permanecido inalterado.
| 110
Le había llegado a Katzmann el momento de poner en duda
las declaraciones de los testigos. «¿Quiere hacer creer al jurado
que el bigote se mantuvo inalterado?», le preguntó a John Schi-
lling.
«No, no lo deseo», contestó el funcionario mostrando inse-
guridad.
Katzmann continuó inmediatamente: «¿Desea hacer creer
al jurado que las puntas nunca estuvieron cortadas?».
Schilling contestó en voz baja: «No señor, no lo deseo».
La forma intimidatoria que tenía Katzmann de preguntar
tampoco había fallado en su cometido esta vez. Ambos policías
se habían desenmascarado como irrelevantes para la defensa.
Si ya era de por sí difícil encontrar testigos que no fueran italia-
nos y que quisieran testificar a favor de Vanzetti, muchos agen-
tes de policía de Plymouth le conocían desde hacía años y le
encontraban casi semanalmente. Muchos eran clientes habi-
tuales de Vanzetti, le compraban el pescado regularmente, pe-
ro cuando ambos abogados comenzaron a buscar testigos entre
estos policías de Plymouth sufrieron desagradables sorpresas.
Los agentes de policía confirmaron conocer bien a Vanzetti,
pero se negaron a ser testigos de la defensa. Temían perder sus
puestos de trabajo. Solamente Gault y Schilling dijeron, con
vacilación, estar dispuestos a hacerlo, aunque ahora, bajo las
preguntas punzantes de Katzmann, causaban en el jurado una
impresión de inconstancia e inseguridad. Pero la defensa no
había jugado aún su verdadera carta de triunfo: el hecho de
que Vanzetti tuviera una coartada singularmente buena para la
mañana del 24 de diciembre. Y había suficientes testigos que lo
podían asegurar.
Mary Fortini, la dueña de la casa de Vanzetti, fue la primera
en ser llamada al estrado. Daba la impresión de estar inquieta
e intimidada. Nunca antes en su vida había tenido que ver con
un tribunal y, además, solo hablaba italiano, por lo que, tanto
sus declaraciones como las preguntas de la defensa o las del
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fiscal, debían ser traducidas por un intérprete. El 24 de di-
ciembre, así lo declaró, Bartolomeo le había despertado a las
seis y cuarto de la mañana. Un par de minutos más tarde él
había bajado por la escalera hacía la cocina. Ella le calentó le-
che para el desayuno, luego él salió de casa.
Katzmann sabía que había llegado la fase decisiva del pro-
ceso. La defensa había anunciado a catorce testigos italianos
que querían certificar haber visto o haberle comprado anguilas
a Vanzetti el 24 de diciembre. Por lo tanto, Katzmann debía
tratar de minar ante los ojos del jurado la credibilidad de estos
testigos. Y para esto tenía que recurrir a cualquier medio. Un
ejemplo de los modales rudos de Katzmann y del efecto inti-
midatorio que estos tenían sobre los testigos italianos fue el
interrogatorio que realizó a Mary Fortini. Desde el principio,
así lo muestran las actas procesales, procedió al ataque.
Katzmann: «¿Qué día fue detenido Vanzetti?».
Fortini: «Creo que el miércoles».
Katzmann: «¿Qué miércoles?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿Hace dos meses, no es cierto?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿Hace tres meses, no es verdad?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿Hace una semana, no es cierto?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el día después
de Navidad?».
Fortini: «No lo recuerdo».
Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el primer día
de este año?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el día del cum-
pleaños de Washington este año?».
Fortini: «No lo sé»,
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Katzmann: «¿El sábado por la noche antes del lunes Pascua,
a qué hora se fue Vanzetti a la cama?».
Fortini: «No lo sé, no señor».
Katzmann causaba una situación notoriamente divertida y
algunos miembros del jurado no podían aguantar una sonrisa.
El fiscal había interrogado hasta ahora a Mary Fortini con la
ayuda de un intérprete; entonces solicitó al juez Thayer poder
hacerlo en inglés. Thayer no se informó sobre las razones de
Katzmann, más bien aburrido dijo: «Por favor, si le parece
importante».
El fiscal Katzmann podía continuar su deshonesto interro-
gatorio en inglés a pesar de que él había preguntado a Mary
Fortini si hablaba inglés, a lo que ella contestó que no. Tras su
proceder había un propósito infame como se puede ver en el
acta del interrogatorio:
Katzmann: «¿Sabe usted en qué lengua estoy hablando?
¿Entiende mi lengua?».
Fortini: «No».
Katzmann: «¿Qué es un caballo, lo sabe?».
Fortini: «Yo no entender nada».
Katzmann: «¿Sabe lo que es un caballo?».
Fortini: «No, señor».
Katzmann: «¿Sabe lo que es un Brini?».
Fortini: «No, señor».
Katzmann. «¿Sabe lo que es un Balboni? ¿No es algo que el
día del lavado se cuelga sobre la cuerda para secar la ropa?».
Fortini: «Yo no lo entender. Usted venir en mi país y no en-
tender y así ser también con mí».
Ni el juez Thayer ni los abogados de la defensa intentaron
detener la humillante exposición de Mary Fortini. Si Katzmann
hubiese preguntado si el día del lavado se colgaba un Thayer o
un Vahey sobre la cuerda para secar la ropa, entonces se hu-
biese desencadenado en la sala de audiencias una tormenta de
| 113
indignación, pero no fue así con los nombres de los inmigran-
tes italianos, estos podían ser ridiculizados en público.
Como próximo testigo se presentó John DiCarlo, zapatero
en la calle Court. Declaró haber abierto su negocio el 24 de
diciembre, como de costumbre, a las ocho menos cuarto de la
mañana. Estaba poniendo en orden el taller cuando Vanzetti
llegó con un paquete de anguilas. Las anguilas son parte de la
fiesta de Navidad, dijo, y podía recordar bastante bien que ha-
bía sido una libra y media de pescado.
Para subrayar su opinión de que todos los testigos italianos
mentían en favor de Vanzetti, Katzmann le hizo la siguiente
pregunta al panadero Enrico Bastoni, que declaró después de
DiCarlo: «Pienso señor testigo que usted desea decir aquí solo
la verdad, ¿no es cierto?, le pregunto si usted tiene la intención
de decir la verdad».
Bastoni no se dejó impresionar y respondió concisamente:
«Para eso he venido hasta aquí». Luego declaró que Vanzetti
había llegado a su local ese día un poco antes de las ocho de la
mañana y le había preguntado si le podía alquilar el coche y un
caballo. A la pregunta de para qué lo necesitaba, Vanzetti le
habló de un barril muy pesado y que esa era la mejor forma de
transportarlo. Vanzetti quería entregar las anguilas lo más
temprano posible para que las mujeres las pudiesen adobar y
cocinar para la cena. Con su carreta necesitaría mucho más
tiempo y por eso deseaba un coche tirado por un caballo. Sin
embargo, tuvo que comunicarle que necesitaba los animales
porque tenía, también él, que entregar muchos pedidos. Debía
haber sido un poco después de las ocho de la mañana porque
escuchó enseguida la segunda señal de la fábrica de cordaje.
Beltrando Brini, el hijo de trece años de los Brini, que tenía
una buena amistad con Vanzetti, le ayudó esa mañana a ven-
der pescados. Se dirigía a su encuentro cuando le halló entre-
gando un pedido de anguilas en la calle Court. El joven Bel-
| 114
trando le preguntó a Vanzetti que dónde estaba el caballo y
Vanzetti le dijo que no estaba disponible.
Beltrando Brini expuso la situación en el proceso de esta
manera:
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Semanas más tarde, en la mañana del 16 de agosto de 1920,
Vanzetti estaba de nuevo ante el juez Thayer, que reinaba so-
bre su elevado asiento bajo el escudo de la ciudad de Ply-
mouth. El italiano, flanqueado por dos guardias, escuchó el
fallo: «Una pena de cárcel de por lo menos doce años, de ahí
un día de confinamiento en solitario... a cumplir en la prisión
estatal situada en Boston, en nuestra comarca de Suffolk». Tha-
yer no le condenó por maltrato de obra con intención de homi-
cidio, sino solo por intento de robo. Esto tenía sus razones.
El día después del veredicto de los miembros del jurado, la
mañana del 16 de julio, Thayer y Katzmann se enteraron de
que, en la habitación del presidente del jurado, Henry S. Bur-
gess, se habían abierto los cartuchos que allí se encontraban
como parte de las pruebas materiales. Para aclarar la pregunta
sobre «intento de homicidio», los miembros del jurado habían
querido comprobar el tamaño de los perdigones. Grandes per-
digones pueden herir mortalmente a una persona, no así los
pequeños. Los cartuchos contenían perdigones grandes. Por
esta razón los miembros del jurado decidieron que existía una
intención de homicidio y que Vanzetti era culpable.
La apertura secreta de los cartuchos era una lesión a los de-
rechos de Vanzetti. Los miembros del jurado no debían valorar
ninguna prueba material que no constara en las actas y aún no
existían pruebas, de ninguna clase, de que los cartuchos que se
hallaban en la habitación de los miembros del jurado fueran
los mismos que los encontrados en el bolsillo de Vanzetti el día
de su detención. Y otro hecho también se ignoró: si Vanzetti
hubiese sido el hombre que portaba la escopeta el día del asal-
to, entonces los cartuchos que llevaba consigo la tarde del 5 de
mayo no podían ser los mismos que habían sido usados seis
meses antes en el asalto de Bridgewater. Pero los miembros del
jurado habían llegado al veredicto, culpable, y le habían impu-
tado «la intención de matar».
| 120
Thayer y Katzmann no quisieron de ninguna forma que la
apertura ilegal de los cartuchos constase en las actas. Para ha-
cerle imposible a Vanzetti que solicitara la apertura de un nue-
vo proceso a raíz de esta falta, el juez Thayer le condenó sola-
mente por «intento de robo». Pero a pesar de esto la sentencia
no fue menos dura: «...por lo menos doce años de cárcel».
Katzmann había alcanzado su meta.
Vanzetti se sintió derrotado después del veredicto de culpa-
bilidad. Había esperado cualquier cosa, pero no una pena de
prisión tan alta. Su amigo Aldino Felicani, que le visitaba fre-
cuentemente en la cárcel de Charlestown, en donde Vanzetti
cumplía su pena, había percibido desde un principio que allí se
trataba de algo más que de un asalto. Ya en el transcurso del
proceso había viajado constantemente a Plymouth para hacer
reportajes para el periódico La Notizia. La intención de Felica-
ni era mantener informada a la opinión pública de lo que ocu-
rría en el proceso de Plymouth. Los otros periódicos de Boston
solo dedicaron a este proceso unas cortas líneas en las últimas
páginas.
Para Felicani estaba claro que se trataba de un proceso polí-
tico de gran significado para todo inmigrante con conciencia
política. Mejorando su propia capacidad propagandística, en-
vió a diferentes periódicos de distintas ciudades estadouniden-
ses cartas ficticias en las cuales se sugería que las personas en
todas partes se sentían indignadas por el proceso en sí y por el
papel de la acusación. Después de que Vanzetti fuera condena-
do, llegaron, efectivamente, tras ser purificadas eficazmente
por la pluma periodística de Felicani, cartas de apoyo como
contribución del lector a los periódicos.
El hecho de que para muchos inmigrantes, no necesaria-
mente radicales, la imagen negativa de la justicia estadouni-
dense se hubiera confirmado en el proceso, llevó a formar co-
mités y a reunir donaciones para pagar a los abogados de Sacco
y Vanzetti.
| 121
Felicani intentó apoyar con empeño, paralelamente a su
trabajo en la redacción, esa organización. Tarea no del todo
fácil en ese tiempo en que las innumerables ideologías políticas
entre los radicales italianos frecuentemente se contraponían.
Solo el hecho de que todos por igual estaban en contra de la
justicia estadounidense, ayudaba a Felicani a mantener una
alianza, ciertamente frágil, en torno a Sacco y Vanzetti. Con
excepción de los comunistas, que definían el caso como neta-
mente criminal, Felicani recibió el apoyo de las corrientes polí-
ticas más importantes, de partidos políticos y de diferentes
grupos: sindicatos, socialistas, anarquistas y movimientos de
derechos humanos.
Cuando Felicani viajó a Boston junto a la esposa de Sacco,
que esperaba su segundo hijo, para encontrarse con la direc-
ción del Partido Comunista y recibir su apoyo, fue nuevamente
informado de que ellos no estaban interesados en casos crimi-
nales. «Ésa fue la primera ayuda comunista en el caso Sacco y
Vanzetti», comentó amargamente Felicani.
Pero no solamente amigos, vecinos y compañeros de ideolo-
gía estaban afectados por la condena que había recibido Van-
zetti. Los que más sufrían eran sus familiares allá, en la lejana
Villafalleto. Más tarde comentaría su hermana Vincenzina:
Querido padre,
He reprimido hasta ahora mi deseo de escribirte con la espe-
ranza de poder darte buenas noticias. Las cosas han ido de mal
en peor y por eso me he decidido a escribirte. Yo sé cuán doloroso
debe ser para vosotros este acontecimiento de mi vida y por esto
es por lo que más sufro. Os pido que seáis tan fuertes como yo lo
soy en estos momentos y que me perdonéis el dolor que involun-
tariamente os he causado.
Sé que muchas personas os han escrito, pero no sé si estáis en
poder de todos los pormenores, ya que varias cartas y periódicos
enviados por amigos a Italia no llegaron a su destino.
Presumo que o las autoridades italianas o las estadounidenses
censuraron toda la correspondencia que tenía relación conmigo.
Sé, sin embargo, que tú recibiste algunas cartas y por ellas te son
conocidas algunas cosas de mi proceso. Fue un verdadero crimen
contra el derecho. Un amigo me trajo vuestros saludos y me co-
mentó que vosotros creíais en mi inocencia como también la
buena noticia de que vosotros estabais bien.
Estos son consuelos de incalculable valor. Sí, soy inocente y a
pesar de todo me siento bien y hago lo mejor para seguir saluda-
ble. Ahora me acusan de homicidio. Nunca he asesinado, herido o
robado a nadie, pero, si las cosas marchan como lo hicieron en el
anterior proceso, entonces hasta Cristo, al cual ya crucificaron, va
a ser declarado culpable.
Tengo testigos que voy a nombrar para mi defensa y voy a lu-
char con todas mis fuerzas. Las armas son desiguales y la lucha
será desesperada. Voy a tener a la ley con todos sus medios en mi
contra; a la policía junto a su experiencia de siglos en el arte de
condenar a inocentes, una policía de proceder incontrolado im-
posible de controlar. Aparte de eso está en mi contra el odio polí-
tico y racista; el gran poder del oro de este país y todo esto en un
momento en que la humanidad ha alcanzado su degradación más
| 123
baja. La codicia por el oro ha causado que ciertos sinvergüenzas
hayan difundido mentiras viles sobre mí. No tengo nada que
pueda contraponer a esa alianza de poderosos enemigos aparte
de la inocencia reconocida por el pueblo, el amor y la preocupa-
ción de un puñado de personas generosas que me aman y ayu-
dan. La opinión pública predica mi inocencia y pide mi libera-
ción. Vosotros estaríais orgullosos si supierais cuánto han hecho
por mí y cuánto van a hacer.
Espero que el apoyo de mis compañeros italianos no me falle.
Estoy seguro de que esto no pasará.
Pedí una copia de las actas del proceso. Las van a traducir al
italiano y a otras lenguas para mandarlas a Italia ya otros países
europeos.
Por eso, mantened el valor y sed optimistas. Al fin triunfa siem-
pre la justicia y va a suceder lo mismo en mi caso No os dejéis
afligir por esta adversidad, consideradla mejor como un aliciente
para seguir viviendo. ¿Quién sabe qué sorpresas mortales nos
depara el destino? ¿Quién habría pensado días antes de mi de-
tención, en qué circunstancias me habría de encontrar? ¿Quién
podría predecir a partir de la terrible situación en la que me en-
cuentro, lo que me traería el mañana? Confianza y continuemos
la lucha...
Deseo decirte a ti y a todos los que amo lo siguiente:
No mantengáis mi detención en secreto. No guardéis silencio,
soy inocente y no hay nada de lo que os tengáis que avergonzar.
No os silenciéis, gritad desde los tejados el crimen que se ha co-
metido conmigo. Decidle al mundo que un hombre honesto ha
sido encarcelado para restablecer la reputación de la policía, que
a través de cientos de escándalos y fracasos había sido destruida.
En la abultada cadena de crímenes, la policía no pudo detener a
ninguno de sus autores. Voy a ser encerrado en prisión porque un
viejo sádico se aferra a su posición y a su poder y porque él quiere
ver privada mi libertad y mi sangre. No os calléis porque el silen-
cio sería vergonzoso.
Por el momento no necesito dinero. Cuando necesite algo os
lo haré saber. Las cárceles por aquí son mucho mejores que las de
Italia; digo esto por simple sentimiento y porque lo he escuchado
ya que en Italia nunca estuve en prisión. Aquí cada uno tiene una
| 124
celda propia. El mobiliario se reduce a una cama pasable, un ar-
mario, una mesa y una butaca. La luz está encendida hasta las
nueve de la noche. Recibimos tres comidas por día y una o dos be-
bidas calientes diariamente. Tenemos permitido escribir dos cartas
por mes y una adicional cada tres meses. El director de la prisión
me ha permitido escribir unas cuantas cartas adicionales, esta es
una de ellas. Aquí hay una biblioteca en la que se encuentran
obras maestras mundialmente conocidas del arte y la ciencia.
Trabajamos ocho horas diarias en una atmósfera saludable. Te-
nemos permitido pasear diariamente por el patio de la prisión. ¿Y
de los presos? Aparte de unas cuantas víctimas de las circunstan-
cias que son más de compadecer que de criticar, se trata de gen-
tuza. Les trato tan bien como puedo, pero mantengo amistad solo
con los pocos que están en condiciones de entenderme, que co-
nocen mi caso y que saben apreciarme. Si has guardado mis últi-
mas cartas, envíalas de vuelta a la dirección de uno de mis ami-
gos y hazlas certificar en la oficina de correos. Pueden ser para mí
de gran ayuda.
Para terminar, quiero hacerlo con una noticia alegre: es casi
seguro que por las cosas que fui culpado se va a realizar un nuevo
proceso. Por lo tanto, sé fuerte y consuela a mis hermanas y a mi
pequeño hermano, así como también a todos mis parientes y
amigos.
| 125
6
Tildados como enemigos públicos
| 127
Carlo Tresca, uno de los radicales más conocidos del país, le
habló a Felicani de Moore. «Radicales deben ser defendidos
por abogados radicales», dijo, y Felicani quedó impresionado
con esta idea. Tras el decepcionante veredicto de Plymouth,
Felicani pensó que Moore era el hombre más adecuado. En
agosto de 1920, Moore asumió la defensa en el caso Sacco y
Vanzetti.
En una carta sin fecha, Vanzetti le cuenta a su padre sobre
el nuevo abogado:
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estoy. Pero, sin embargo, sería irrazonable en este momento lle-
gar a desanimarse.
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En el primer panfleto redactado en italiano, que llevaba el
título A todas las personas de buena voluntad, se decía:
| 130
conocen Dios». Stewart había organizado en aquel tiempo la
captura de Sacco y Vanzetti, y estaba aún convencido de su
culpabilidad. Para Katzmann él era el hombre ideal.
El 11 de septiembre de 1920 Sacco y Vanzetti fueron acusa-
dos formalmente de haber perpetrado el robo con homicidio
en South Braintree. El juez Thayer, cuyos servicios judiciales
fueron nuevamente solicitados, no admitió la petición de reali-
zar procesos separados a ambos inculpados, muy de acuerdo
con la idea de Katzmann, que veía en un proceso conjunto una
buena oportunidad para que la sentencia de Plymouth man-
chara a Sacco.
Moore y Felicani eran conscientes de esto y empleaban toda
su fuerza para hacer fracasar las intenciones de Katzmann.
Aquí se incluía también el hacer más conocida la suerte de am-
bos hombres y el trasfondo del delito. Al principio pidieron
ayuda para su campaña entre los círculos más cercanos: com-
patriotas italianos, radicales y sindicalistas. Pero el hecho de
mostrar públicamente simpatía por Sacco y Vanzetti, en aquel
tiempo en aún muchos estadounidenses temían una «revolu-
ción roja», significaba ser tildado de canalla y desagradecido.
Además, no estaban dispuestos a dejar que extranjeros y radi-
cales criticaran la esencia de su Derecho y de su sistema judicial.
Moore reconoció esto. Era necesario buscar apoyo no solo
en círculos radicales, que también estaban tildados de maldi-
tos, sino especialmente entre los que representaban a la ciuda-
danía liberal estadounidense. Felicani comentó más tarde: «A
través de Moore llegamos a gente que en caso contrario nunca
habríamos ganado para nuestra causa».
Pero también existían críticas en contra de Moore. Le re-
prochaban que se concentrara tanto en la presentación pública
del caso y que descuidara la inminente lucha en la sala de au-
diencias. Quizás pensaba Moore que, con el apoyo de periódi-
cos liberales, podía ganar a ciudadanos estadounidenses que se
interesasen por la suerte de los acusados. Pero, así argumenta-
| 131
ban las voces críticas dentro del Comité de Defensa, ante todo
se debía tratar de ganar a los doce miembros del jurado.
En las semanas que sucedieron, Moore demostró ser, en
efecto, un abogado problemático; no solo lo advirtieron los
miembros benevolentes del comité, sino también Nicola Sacco,
al cual no le agradó, en el primer encuentro que mantuvo con
Moore, su comportamiento dinámico y singular. Sacco, que
siempre había preferido el contacto personal y la relación ba-
sada en el afecto humano, se quedaba siempre en segundo
plano en la campaña pública de Moore y Felicani. Algunas ve-
ces tenía la impresión de que Vanzetti llevaba él solo esa trage-
dia. Esto ocurría porque Vanzetti, por naturaleza, era más
abierto y luchador que Sacco, y no porque buscara e protago-
nismo, tal y como lo hacían los demás miembros del Comité de
Defensa. Sacco no quería ser una figura propagandística de
ideólogos, deseaba solamente que el proceso acabara de una
vez para poder reunirse con su mujer o para caer en manos del
verdugo.
Moore y Felicani no pensaban en el verdugo, sino en la sen-
tencia absolutoria y estaban convencidos de que su estrategia
era la correcta. Pero las voces de los escépticos no se podían
desoír. Sobre todo, la personalidad de Moore causaba diver-
gencias.
¿Cómo quiere un abogado ganar un proceso cuando, con su
conducta extravagante, ha llevado vistas judiciales casi hasta el
margen de la suspensión? ¿Qué hay de cierto en los rumores
que dicen que Moore sería un drogadicto o un enfermo termi-
nal? ¿Es este el abogado adecuado para tal proceso? ¿No sería
más correcto que él se confiara a sus clientes y a los miembros
del comité a que ocultase sus problemas?, se preguntaban los
compañeros más críticos.
Pero nadie escuchó las voces previsoras, especialmente Fe-
licani. A decir verdad, él también había tenido que vivir en las
últimas semanas algunas experiencias desilusionadoras con
| 132
Moore, sobre todo cuando este no se mantenía en lo conveni-
do. Solo cuando se trataba de recaudar sus honorarios, que
alcanzaban la suma de 150 dólares por semana, parecía recor-
dar su tarea de defensor.
Interpelado por Felicani sobre la fecha del proceso que ya se
avecinaba, Moore dijo que estaba preparando el caso concien-
zudamente y que en el momento oportuno iba a contratar a
abogados locales para que se encargaran de los múltiples pro-
cedimientos judiciales.
Verdaderamente esperó hasta el último momento para de-
cidir a qué abogados podía contratar para el proceso. Final-
mente se personó en el bufete de abogados McAnarney, en
Quincy, dirigido exitosamente por los hermanos John, Thomas
y Jeremiah McAnarney. Años más tarde John McAnarney re-
cordaba así este primer encuentro:
Querido padre,
No tengo nada especial que informarte, pero te escribo esta
carta para que intercambiemos algunas palabras y para contarte
de mi excelente estado de salud como también del buen estado de
ánimo en el que me encuentro. Espero que suceda lo mismo con-
tigo, con mis hermanas y con Ettore. Te pido que hagas todo lo
posible para conservarte saludable y de buen ánimo. También te
escribo porque sé que mis cartas son siempre bienvenidas y tú las
esperas con ansia. Hoy el cielo está gris y nublado. Mi celda está
| 137
oscura y no quiero leer para no dañar mi vista. Por eso, hoy por la
mañana, fui a la misa católica y protestante. Voy allí porque me
gusta mucho oír la música y el canto que ofrecen los reclusos y
porque también puedo subir y bajar los once peldaños que llevan
a la iglesia, un ejercicio grato y bueno para mi salud.
Después de la última misa pudimos quedarnos toda una hora
en el patio y charlar entre nosotros. Luego llegó el almuerzo, que
estuvo magnífico. Pronto iré al teatro. No sé si habrá una película
o música y canto. De todas maneras, voy a pasar allí dos entrete-
nidas horas. Después de la cena voy a aprender un poco de inglés
y de aritmética y también leo unas cuantas hojas de un libro. Más
tarde hago unos ejercicios y me voy a la cama. Así paso el domin-
go en la cárcel cuando está nublado. Cuando el sol ilumina mi
celda, paso poco tiempo en la iglesia y me dedico a leer. En lo que
se refiere al proceso, las cosas se desarrollan cada día mejor.
Estamos seguros de que en lo que se refiere a la primera acu-
sación voy a recibir la revisión de la causa y que bajo criterios
humanos es imposible que me declaren culpable-
En relación con el proceso que se acerca, cuento con pruebas
irrefutables que demuestran mi inocencia. Mi defensa no está en
las manos de... los cómplices del fiscal sino en las de hombres ca-
paces y sinceros. Ahora los periódicos... precisan, en nombre de
la verdad, escribir a nuestro favor. Hace unos días el jefe de la po-
licía, el señor Palmer, fue insultado públicamente por miembros
del Congreso... Le acusaron de pisotear la ley con su actitud en
contra de los rojos...
Y como si no fuese poco, un nuevo escándalo acaba de salir a
la luz pública. Mi abogado ha hecho detener a una italiana. Ella
trabaja como traductora judicial en el juzgado en donde se trami-
tó mi causa. Ella le pidió cincuenta mil dólares al Comité de De-
fensa que trabaja en favor de Sacco y de mí. Dijo que este dinero
serviría para quitarse de encima a nuestros abogados y contratar
para nuestra defensa al hermano del fiscal de distrito.
¡Qué porquería más grande! ¡Qué burla a la justicia! ¡Qué pe-
rros más deshonestos!
| 138
El período entre la redacción de la carta y el comienzo del
proceso no se desarrolló favorablemente semana tras semana,
todo lo contrario: Katzmann debía pulir su reputación y el juez
Thayer debía salvar nuevamente a la República de los anar-
quistas. Un panorama nada alentador.
El 24 de mayo de 1921 Vanzetti escribió a su padre:
| 139
7
En la jaula de Dedham
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contraponer su opinión personal a la capacitada y antigua con-
vicción del Estado de Massachusetts?».
Para conseguir a los restantes y necesarios participantes, la
policía recibió la orden de exhortar a ciudadanos «respetuosos
y dignos» para que cumplieran con su «deber patriótico como
miembros del jurado». Finalmente se reclutaron suficientes
«ciudadanos honrados» de la logia masónica y de otras organi-
zaciones conservadoras, más bien reaccionarias, entre los que se
seleccionó rápidamente a los cinco miembros del jurado que
hacían falta.
En Massachusetts, donde solo el juez tenía derecho a inte-
rrogar a los miembros del jurado, la proposición del abogado
Fred Moore de preguntarles si eran miembros de organizacio-
nes secretas y contrarios a los sindicatos no tuvo la menor po-
sibilidad de prosperar. El juez Thayer rechazó esta proposición
con el argumento de que estas preguntas eran «irrelevantes
para la causa que estaba en curso».
No le servía de nada a la defensa, en esta situación, hacer
uso de su derecho a rechazar a un miembro del jurado. No ha-
bía dónde elegir. Los hombres que tenían que juzgar a ambos
acusados eran todos iguales: representaban a la América in-
maculada, a la elegida por Dios, se sentían los legítimos des-
cendientes de los puritanos que habían colonizado Nueva In-
glaterra.
El anciano Walter Ripley, antiguo jefe de policía en Quincy,
fue elegido por los doce miembros del jurado como presidente.
Su conciencia de justicia se puede ver ilustrada en dos declara-
ciones que fueron hechas públicas al final del proceso.
Un policía italiano dejó constancia en el acta de que «Ripley
estaba fuertemente predispuesto en contra de los italianos; les
tenía una fuerte antipatía y nunca les llamaba italianos sino da-
gos u otras palabras similares e insultantes... Proclamaba cons-
tantemente que si tuviese el poder suficiente los mantendría
alejados del país».
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Un empresario de la construcción llamado William H. Daly,
que conocía a Ripley desde hacía más de treinta años, aseguró
en una declaración jurada haber expresado ante Ripley su opi-
nión sobre la inocencia de ambos italianos. Ripley le contestó
indignado: «Váyase al diablo, a ellos se les debe colgar de todas
maneras».
Esto lo habría manifestado, según Daly, cuando Ripley se
encontraba en camino hacia el tribunal de Dedham. Pocos mi-
nutos más tarde, cuando conducía a los miembros del jurado
hacia sus puestos, se quedó teatralmente parado ante la bandera
estadounidense que estaba cercana al asiento del juez Thayer, se
puso lo más derecho que pudo y saludó marcialmente el estan-
darte estrellado. Esta era la obertura. El proceso podía comenzar.
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco estaban acusados esta
vez de robo con homicidio y asesinato en la persona del contable
encargado de los sueldos, Frederick A. Parmenter, y su guar-
daespaldas, Alessandro Berardelli. La prueba de indicio, con la
que la acusación quería lograr una condena, era la misma para
ambos. Se basaba en la afirmación de que Sacco y Vanzetti,
después de su detención, se habrían traicionado a sí mismos a
través de su «mala conciencia». Ambos se habrían enredado
en un sinfín de mentiras y afirmaciones defensivas. La prueba
de indicio directa, la identificación por parte de testigos ocula-
res y las declaraciones de expertos en balística sobre el revól-
ver, era para ambos acusados diferente, tanto en lo concer-
niente a la clase de acusación como a la gravedad de esta.
Katzmann defendió nuevamente los intereses de la acusa-
ción, pero esta vez apoyado por Harold P. Williams, su repre-
sentante, y por los asistentes William F. Kane y George E.
Adams. El proceso fue conducido de nuevo por el juez Webster
Thayer, quien debería haber recusado esta misión por haber
condenado a Vanzetti en Plymouth. Como abogados defensores
actuaron Fred Moore y William J. Callahan representando a
| 143
Sacco; en representación de Vanzetti lo hicieron Jeremiah y
Thomas McAnarney.
Cuando la puerta de la sala de audiencias se abrió se produ-
jo inquietud entre el público. Sacco y Vanzetti, precedidos por
un grupo de policías, fueron introducidos en la sala. Iban espo-
sados por ambas manos a sus vigilantes. La jaula de acero, que
había sido instalada en el centro de la habitación, estaba vigi-
lada por agentes de la policía judicial. Las pesadas puertas en-
rejadas fueron abiertas, era como que si se tratase de encerrar
a dos animales de rapiña. Cuatro veces al día y siete largas se-
manas, maniatados y bajo fuerte vigilancia, tuvieron que so-
portar este humillante ritual.
Las absurdas medidas de seguridad cumplieron, ya el pri-
mer día de sesión, su verdadero y psicológico objetivo: los
miembros del jurado veían en estas las prevenciones ante dos
criminales violentos, y esto era precisamente lo que se habían
propuesto el juez Thayer y el fiscal Katzmann. A ello se sumaba
que Vanzetti se presentaba ante el jurado con antecedentes
penales. Se acordó entre las partes no tomar en cuenta este
factor y por esto la defensa tuvo que pagar un alto precio: no se
debía presentar ningún certificado que diera fe del carácter de
Vanzetti y que se remitiera al período anterior a la detención
de este. Lo que quedó fue una caricatura de Vanzetti, un hom-
bre que, al parecer, aparte de la política y la agitación no tenía
nada más en la cabeza, un hombre que no tenía ni mujer ni hijos
y que había sacrificado su vida privada por las «ideas revolu-
cionarias». Esta impresión debía causar Vanzetti en el jurado.
Desde luego se habían enterado de la sentencia de Plymouth a
través de la prensa escrita y le veían como a un individuo con
«antecedentes penales». Y por estar ambos presentes en la sala
de audiencias, esta condena recaía de la misma forma sobre
Sacco. Al estar los dos involucrados en un proceso similar, no
debían soportar las declaraciones en su contra, sino también el
peso de las que se hacían en contra del otro.
| 144
Esto se evidenció al inicio de la vista del sexto día, cuando el
juez Thayer, algo pálido y contenido, concedió la palabra al
primer testigo de la acusación. De lo que se trataría en los días
siguientes se vio en la pregunta sobre la identificación de los
autores: «¿Son Sacco y Vanzetti idénticos a alguno de los hom-
bres que dispararon a Parmenter y a Berardelli o no lo son?».
La teoría de Katzmann era que Sacco había disparado, mien-
tras que su cómplice Vanzetti se había quedado dentro del co-
che en el asalto con homicidio realizado en South Braintree.
En total fueron 55 los testigos oculares presentados por la
acusación, los cuales aseguraban haber reconocido a ambos
italianos la mañana del 15 de abril. Katzmann intentaba de-
mostrar que Sacco habría sido visto matando a tiros a Berarde-
lli y que les habrían reconocido, a él y a Vanzetti, huyendo en el
coche usado en el asalto. Por supuesto, el fiscal de distrito no
quiso tampoco desaprovechar la posibilidad de hacer alusión a
la conducta embustera, plagada de mentiras, mostrada por los
acusados en el momento de su detención y poco después. Al
finalizar, y este fue su último triunfo, las armas encontradas en
su poder debían servir como pruebas acusatorias.
Katzmann llamó en primer lugar a 16 testigos que debían
identificar a Sacco como a uno de los autores, un hecho que
sorprendió a la defensa puesto que, en la vista preliminar rea-
lizada en Quincy un año antes, no había sido reconocido feha-
cientemente por nadie.
Uno de los testigos, Lewis L. Wade, declaró por aquel en-
tonces: «No deseo cometer un equívoco. Esto es muy serio...
pero él se parece a aquel hombre».
Cuando Wade fue llamado por Katzmann al estrado de los
testigos para que identificara a Sacco, se mostró de igual ma-
nera vacilante: «Pues bien, él se asemeja, en cierta forma tiene
un parecido con él», dijo Wade titubeante. Exhortado por Katz-
mann a ser más preciso contestó: «Pues, ahora ya no estoy
totalmente seguro. Tengo algunas dudas». Thayer probó con
| 145
voz tajante a hacer de Wade un testigo útil: «¿Qué recuerda
usted más claramente, si de algo se acuerda? ¿Qué puede usted
declarar inequívocamente?».
Wade respondió: «Lo que puedo declarar inequívocamente
es lo siguiente: si tengo una duda significa que no creo que él
sea el hombre».
Lewis Wade fue sacado rápidamente del estrado. Katzmann
estaba indignado.
El testigo Louis De Berardinis entró luego en la sala de au-
diencias. A él era a quien, al pasar por su lado el coche de los
asaltantes en su huida, uno de los ladrones le había apuntado
con una pistola. Cuando el representante de Katzmann, Wi-
lliams, le pidió que describiera a aquel hombre, De Berardinis
declaró: «Tenía el rostro largo, era pálido y de pelo claro». Wi-
lliams movió la cabeza malhumorado y le participó a su testigo
lo que había declarado en el careo con Sacco en la comisaría de
Brockton: «Tengo la impresión de que el de allí fue quien me
apuntó con el revólver, pero no lo puedo asegurar». De Berar-
dinis le contradijo: «No, yo dije en aquel entonces que el hombre
que iba dentro del auto era rubio, y Sacco tiene el pelo oscuro».
En ese momento Williams se impacientó. «¿Es ese hombre o
no lo es?», preguntó en tono alto e indicando a Sacco, el cual
seguía el interrogatorio en silencio. De Berardinis miró por
algunos segundos hacia la jaula, luego se dirigió a Williams y le
respondió vacilante: «No estoy seguro de que ese hombre sea
el que vi aquel día».
Katzmann y Williams habían tenido ese día poca suerte con
sus testigos. Ni Wade ni De Berardinis habían hecho declara-
ciones claras que identificaran a Sacco como a uno de los ban-
didos. Por eso, los siguientes testigos de la acusación, Mary E.
Splain y Frances Devlin, debían recuperar el terreno perdido.
Ambas habían estado trabajando en el segundo piso de la fá-
brica Slater & Morrill cuando escucharon los disparos el día de
los hechos, corrieron hacia la ventana y vieron pasar un Buick.
| 146
Mary Splain identificó a Sacco como a uno de los hombres que
iba dentro del coche, y esto a pesar de que apenas lo había te-
nido cuatro segundos en su campo visual y que la calle se en-
contraba a veinte metros de ella. En el proceso declaró lo si-
guiente:
| 147
Pero ahora, después de un año, pretendía reconocer a Sacco.
Cuando Moore, uno de los abogados defensores, la confrontó
con ambos testimonios, sostuvo que sus testimonios habrían
sido mal registrados por el taquígrafo del juzgado. Más tarde el
Doctor Morton Prince, un psicólogo que enseñaba en la Uni-
versidad de Harvard, escribió con relación al testimonio de la
testigo:
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El acta del proceso cita a otro testigo que con el pasar del
tiempo recuperó su capacidad de rememoración. Louis Pelser,
un joven cortador, declaró que había observado el asalto desde
su ventana y aseguró haber visto cómo uno de los bandidos ma-
taba a tiros a Berardelli. Así consta en el acta:
Pregunta: «¿Ve usted en la sala al hombre que aquel día
disparó contra Berardelli?».
Respuesta: «Bien, no quiero decir directamente que fue él,
pero se parece mucho, así como un huevo se parece a otro».
Pregunta: «¿Le vio nuevamente después de ese día, aparte
de esta vez aquí, en la sala de audiencias?».
Respuesta: «No».
Pregunta: «Usted dice que no podría decir que fue él, pero
que él se parece como se parece un huevo a otro. ¿Qué quiere
decir con esto?».
Respuesta: «Bien, lo que quiero decir es que él es idéntico a
aquel hombre».
Interrogado posteriormente, Pelser tuvo que admitir que el
6 de mayo, después de la detención de Sacco, no había sido
capaz de confirmar la cuestión de la identidad. La razón quedó
clara más tarde, cuando la defensa presentó como testigos a tres
de sus compañeros de trabajo que se encontraban aquel día
junto a Pelser. Contaron que Pelser no había mirado por la
ventana, sino que con ellos se había parapetado, después de
escuchar los disparos, tras un banco.
Como siguiente testigo, la acusación presentó a un hombre
llamado Carlos E. Goodridge. Declaró haber corrido hacia un
local después de haber escuchado los disparos. Cuando se en-
frentó al coche, uno de los asaltantes le apuntó con un arma.
Goodridge le identificó como Sacco.
La defensa hizo presente el hecho de que el testigo no solo
tenía un largo historial delictivo, sino que también se encon-
traba bajo remisión condicional por un delito de hurto, lo que
podría haber estimulado su disponibilidad para trabajar con
| 149
los representantes de la acusación. Después de una corta con-
versación con las partes, el juez Thayer decidió no hacer valer
ese testimonio como prueba. Tenía de antemano razones para
ello.
Katzmann tuvo mala suerte con los testigos que prosiguie-
ron; raras veces permanecieron tan firmes como la señorita
Splain y su compañera de trabajo la señora Devlin. Cuando
Lola Andrews fue llamada al estrado a declarar, Katzmann estu-
vo obligado a conceder a esa testigo un peso especial. «¡Aquí,
ante nosotros se encuentra Lola Andrews!», dijo dirigiéndose
al jurado. «Llevo más de once años en mi cargo. En mis largos
años de servicio al Estado nunca surgió ante mis ojos o mis
oídos testigo tan excelente como Lola Andrews».
La testigo, tan patéticamente anunciada por Katzmann, se
encontraba la mañana del 15 de abril, junto a la señora Camp-
bell, buscando un trabajo. A las once de la mañana pasaron
cerca de un coche que se encontraba estacionado ante la fábri-
ca Slater & Morrill. Un hombre rubio, así lo declaró la señora
Andrews, se encontraba en su interior, en el asiento trasero,
mientras que otro hombre de tez oscura estaba reclinado sobre
el capó del vehículo. Ellas entraron en la fábrica para pregun-
tar por algún empleo. Quince minutos más tarde, cuando sa-
lían, vieron al hombre de piel oscura tendido bajo el auto, donde
aparentemente reparaba un desperfecto. Ellas le preguntaron
por el camino hacia la empresa Rice & Hutchins, donde que-
rían informarse sobre puestos de trabajo. Él les indicó breve-
mente el camino. Después de la detención de Sacco, fue llama-
da a la prisión de Quincy, allí reconoció nuevamente a Sacco
como al hombre de tez oscura. En la sala de audiencias le iden-
tificó de nuevo: «Sí, ese es el hombre».
Por qué había relacionado al hombre que estaba debajo del
auto con el asesinato que había ocurrido cuatro horas más tar-
de y que la había llevado a denunciarlo ante la policía, se ente-
| 150
raron las partes comprometidas en el proceso cuando Lola
Andrews fue interrogada.
Pregunta: «¿Usted diría que el hombre tenía una cara más
bien redonda o su cara era delgada?».
Respuesta: «Tenía un rostro algo singular».
Pregunta: «¿Quiere decir que se trataba de un rostro no del
todo amigable o más bien brutal?».
Respuesta: «Simplemente no tenía un aspecto simpático».
Pregunta: «¿Y qué pensó cuando supo del tiroteo?».
Respuesta: «Bueno, sobre eso solo puedo decir que cuando
escuché lo del tiroteo lo relacioné de alguna manera con el
hombre del coche».
Las respuestas de la «excelente» testigo fueron más que du-
dosas. Cinco testigos declararon más tarde que la señora An-
drews o habría mentido o habría cambiado su declaración.
Uno de ellos fue la señora Campbell, que el día de los hechos
acompañaba a Lola Andrews. Ante el juez declaró sorprendida:
«Ninguna de nosotras habló con el hombre que estaba debajo
del coche. La señora Andrews no intercambió palabra con nin-
guna persona. Yo fui la que pregunté cómo se podía ir hasta la
fábrica Rice & Hutchins. Pero le pregunté al hombre que estaba
en la parte posterior del automóvil y no al que estaba debajo».
Durante el transcurso de la vista del proceso, la señora An-
drews perdió frecuentemente el conocimiento, al parecer por
las declaraciones contradictorias de los demás testigos, hasta
tal punto que le fue otorgado por la prensa que seguía el proce-
so el apodo de «La desvanecida Lola».
El fiscal de distrito Katzmann estaba enfadado. La «exce-
lente» testigo, anunciada tan presuntuosamente, se había con-
vertido en una figura trágica. De las 16 personas que había pre-
sentado como testigos, con las cuales creía poder probar la
culpabilidad de Sacco, nueve defraudaron sus expectativas. Al
final del cuarto día de proceso, cuando Sacco y Vanzetti fueron
sacados de la sala de audiencias esposados a dos agentes de
| 151
policía, Katzmann supo que tendría que usar en los próximos
días todo lo que estaba a su alcance para convencer al jurado
de la culpabilidad de Sacco. A la mañana siguiente recurrió a
una de sus pruebas materiales: la gorra. Esta fue encontrada
junto al cadáver de Berardelli, mucho después del tiroteo, por
un trabajador llamado F. L. Loring, que, posteriormente la en-
tregó al señor Frazer, su capataz.
Katzmann presentó a este hombre, quien identificó la gorra
como medio probatorio. Aunque por lo menos dos testigos
declararon que el bandido, Sacco, llevaba un sombrero y no
una gorra, y a pesar de que esta fue encontrada mucho después
del tiroteo, pudiéndola haber perdido alguien que se encontra-
ra entre la muchedumbre que se acercó al lugar de los hechos,
Katzmann decidió endilgársela a Sacco.
Katzmann ya había adelantado su trabajo. La policía había
entrado en casa de Sacco sin contar con autorización judicial y
había requisado algunas de sus prendas de vestir, sobre todo
sus gorras. A más tardar, en ese momento de las indagaciones,
Katzmann debería haber sabido que la «teoría de la gorra» era
inservible. Todas las gorras requisadas eran del número 7 1/8
lo que significaba que la encontrada era demasiado pequeña
para Sacco puesto que era del número 6 7/8.
Pero Katzmann no se dio por vencido. Presentó a los miem-
bros del jurado otras pruebas acusatorias que debían señalar a
Sacco como propietario de la gorra. Williams llamó a declarar
a George Kelley, el capataz de Sacco en la fábrica de calzados
Three-K. Este dijo que Sacco llevaba, ocasionalmente, una gorra
oscura que durante el trabajo dejaba colgaba en un clavo, al
lado de su puesto de trabajo. Williams le preguntó a Kelley si
la gorra encontrada en la calle «¿se asemejaba en su aspecto a
la que, según lo declarado por usted, llevaba Sacco?». Kelley
tomó la gorra en la mano, la observó largo tiempo y respondió:
«Lo único que puedo decir sobre su gorra es que se asemeja a
esta en el color. En detalles no podría decir que esta es la suya».
| 152
Williams siguió intentando presentar la gorra como prueba
incriminatoria. Cuando ambos abogados defensores, McAnar-
ney y Moore, protestaron, el juez Thayer intervino. Este, que
en los días anteriores había tenido que comprobar, con preo-
cupación al igual que Katzmann, que la mayoría de los testigos
presentados por la acusación poco o nada habían hecho para
demostrar la culpabilidad de Sacco, llegaba ahora en auxilio de
Williams. Lo valioso de su ayuda consta de esta manera en el
acta:
Thayer: «Deseo preguntarle al testigo, aunque (dirigiéndose
a Williams) preferiría que usted lo hiciera, lo siguiente: ¿según
su conocimiento y conciencia, la gorra que en este momento
tiene en sus manos el señor Williams, se parece a la usada por
el acusado?».
Moore: «Su señoría, protesto ante esa pregunta».
Thayer a Williams: «¿Ha hecho usted la pregunta?, debería
ser hecha preferiblemente por el señor Williams. ¿Desea ha-
cerla?».
Williams: «Señor Kelley la gorra que le muestro, según su
conocimiento y conciencia, ¿se parece en su aspecto a la que
llevaba Sacco?».
Kelley: «Solo en el color».
Thayer: «Eso no responde a la pregunta. Deseo que respon-
da sobre esto si puede».
Kelley: «No puedo responder si no estoy completamente
convencido de que es la misma gorra».
Thayer: «No le estoy pidiendo que lo haga. Solo deseo que
responda con relación a su convicción».
Kelley: «Solo con relación a su aspecto general es lo que pue-
do decir. No había visto hasta ahora la gorra tan de cerca».
Thayer: «¿En su aspecto general es la misma?».
Kelley: «Sí, señor».
Moore: «Protesto en contra de la última pregunta y su res-
puesta».
| 153
Thayer: «Se puede plantear la pregunta como si viniera de
parte de la acusación y no como de parte del tribunal».
Williams: «¿En su aspecto general es la misma?».
Kelley: «Sí».
Williams: «Si su señoría lo permite, presento la gorra como
instrumento de prueba».
Thayer: «Autorizado».
Con la ayuda de Thayer le fue posible a la acusación declarar
como propiedad de Sacco una gorra encontrada por casualidad
en el lugar de los hechos y presentarla como instrumento de
prueba.
Cuando Sacco fue exhortado finalmente por Katzmann a
ponerse la gorra encontrada en la calle, este trató de hacerlo,
pero era muy pequeña. «No me queda bien», dijo y se la pasó a
través de las rejas a un guardia. Katzmann intentó persuadirle
para que declarara que la gorra era pequeña porque estaba
hecha de un material más grueso que las requisadas en su casa
y que previamente se la habría puesto sin problemas. Pero Sac-
co le contradijo: «No se trata del material, es demasiado estre-
cha».
Katzmann no desistió. A través de una nueva ocurrencia se
dispuso a confundir tanto a Sacco como a los miembros del ju-
rado. La gorra encontrada tenía en el forro una rotura. Katz-
mann procuró insinuar que esta rotura se debía al clavo que se
encontraba en el puesto de trabajo de Sacco, y que había sido
mencionado en su declaración por Kelley. Para muchos de los
miembros del jurado, el agujero en el forro de la gorra debía
corroborar la afirmación de que la gorra pertenecía a Sacco.
Ellos no podían adivinar que, años más tarde, el jefe de la poli-
cía de Braintree, Gallivan, declararía que en aquel entonces
había rajado el forro de la gorra, «para buscar un nombre u
otra identificación». Gallivan no encontró nada, pero la fiscalía
supo sacarle el mejor provecho a la rotura. El agente guardó
| 154
silencio durante el proceso. Solo años después su conciencia le
llevó a decir la verdad. Pero ya era demasiado tarde.
La prueba más importante y controvertida presentada por
la acusación se refería a la afirmación de que la bala que había
matado a Berardelli habría provenido de la pistola de Sacco.
Para apoyar esta tesis, la acusación presentó a dos peritos. El
capitán Charles Van Amburgh explicó: «Creo que la bala fue
disparada por un Colt automático». Basó su afirmación refi-
riéndose a una minúscula marca, solo visible al microscopio,
que habría encontrado en tres proyectiles después de haberlos
disparado con la pistola de Sacco. También la bala extraída du-
rante la autopsia del cuerpo de Berardelli mostraba este pe-
queño corte. Pero Van Amburgh reconoció también que las
marcas, apenas perceptibles, podían haber sido producidas por
óxido o por suciedad.
Entonces apareció en la sala de audiencias el experto en ba-
lística y jefe de la policía de Massachusetts, capitán William
Proctor. Informó haber examinado los seis proyectiles extraí-
dos de ambos cadáveres. Cuatro de estos, según su declaración,
no podían provenir del arma de Sacco porque habrían sido
disparados por un arma con el rayado en el interior del cañón
hacia la derecha. El Colt automático, arma similar encontrada
en poder de Sacco al ser arrestado, por el contrario, tiene el
rayado hacia la izquierda y marca el proyectil en esa dirección.
Solo el proyectil que había dado muerte a Berardelli, según las
declaraciones del forense, habría provenido del revólver Colt,
calibre 32, de Sacco. Pero eso no era una prueba significativa.
Proctor confirmó más tarde en una declaración jurada:
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8
La decisión sagrada
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anarquista, al cual estaban unidos. Lo único que podían hacer era
asumir toda la responsabilidad y, si lo hacían, en ese momento
podrían explicar su comportamiento, que por lo demás debía
causar una impresión bastante sospechosa... es decir, tenían que
aclarar por qué intentaron ir a recoger el auto a la casa de John-
son, por qué se subieron al tranvía portando armas de fuego, por
qué mintieron a la policía y al fiscal de distrito, aunque sabían
que esto los llevaría a ser acusados de asesinato...
Estaban totalmente convencidos y creían, en aquel entonces,
que habían sido arrestados por su radicalismo. Le dije a mi her-
mano que estaba en sus manos contar todo lo sucedido... para
presentar inequívocamente a los miembros del jurado todos los
hechos verídicos; aquellos que no podían ser aclarados de otra
forma sino a través de la narración que hicieran ellos de toda la
situación y fundamentaran su comportamiento.
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El testimonio de Vanzetti fue confirmado por los testigos
Rosen, Coerl, la señora Brini y su hija Lefevre. Incluso Rosen
nombró a otras personas que podían corroborar haberle visto
junto a Vanzetti a la hora señalada.
Katzmann retomó su método usual en el interrogatorio,
provocando inseguridad en los testigos a través de imputacio-
nes infundadas y tergiversaciones. Así fue como les preguntó
qué habían hecho un día determinado a una hora precisa, días
y horas que nombró al azar. Naturalmente, algunos de los tes-
tigos no pudieron recordar tales informaciones, con lo que
Katzmann quiso demostrar a los miembros del jurado que los
testigos en sus otras declaraciones habían mentido a favor de
Vanzetti. Su truco, confundir la memoria retentiva de los testi-
gos de descargo para desacreditarlos, había demostrado nue-
vamente su efectividad.
Años después del proceso, la testigo Alfonsina Brini, que
necesitó a un intérprete simultáneo para declarar, le dijo al res-
pecto a la estadounidense Roberta Strauss Feuerlicht en una
entrevista:
| 165
Para Katzmann había llegado el momento de poner clara-
mente sobre la mesa las ideas políticas de los acusados. Hasta
ese momento no le había sido posible desorientar a la mayoría
de los testigos italianos. Sus declaraciones eran congruentes
con las de Vanzetti que lograba de este modo una coartada evi-
dente para el día del asalto de South Braintree. La intención de
Katzmann era presentar a los miembros del jurado a dos acu-
sados que representaban todos los prejuicios existentes en esa
época: dos agitadores, dos radicales, dos enemigos de la socie-
dad. La manera que tenía de desarrollar el interrogatorio solo
obedecía a un propósito: confrontar a los miembros del jurado
con hechos que no tenían relación con el asesinato, el verdade-
ro asunto a debatir, pero que eran bienvenidos por servir como
pruebas para demostrar de lo que eran capaces estos elemen-
tos radicales, especialmente en cuanto a hechos que no se po-
dían comprobar.
El interrogatorio realizado por Katzmann a Vanzetti, y más
tarde a Sacco, dejó en evidencia que, a estas alturas del juicio,
se trataba de un proceso ideológico. La primera pregunta que
dirigió a Vanzetti fue la siguiente: «Así que abandonó Plymouth
en mayo de 1917 para escapar de la llamada a filas, ¿no es ver-
dad?». Mirando significativamente a los miembros del jurado,
continuó: «Cuando nuestro país se encontraba en estado de
guerra, ¿usted huyó para no tener que luchar como un soldado?».
«Sí», contestó Vanzetti.
Katzmann sonrió con sarcasmo y burla, luego preguntó:
«Usted se pronunció en una asamblea pública contrario a que
los hombres de este país fueran llamados al frente. ¿Fue usted
quien lo dijo?».
Vanzetti contestó titubeante y en un inglés bastante malo:
«Sí, señor, con seguridad no soy el hombre a quien usted está
buscando, pero en aquel caso lo soy».
Cuando Vanzetti quiso comenzar a expresar sus puntos de
vista sobre la guerra y las consecuencias que traía esta sobre
| 166
los pueblos, fue interrumpido abruptamente por Katzmann
con una pregunta, ciertamente mal intencionada, sobre su es-
tancia en Springfield:
Katzmann: «¿Ha trabajado alguna vez en Springfield, Massa-
chusetts?».
Vanzetti: «Pues, en la ciudad de Springfield no he trabajado
propiamente, sino en una barraca en las afueras de esa ciudad».
Katzmann: «¿En una barraca cerca de Springfield?».
Vanzetti: «Sí. En una barraca, sabe, en una de esas peque-
ñas casas en la que los italianos trabajan y viven como anima-
les, trabajadores italianos en este país».
Katzmann: «¿En la que el hombre italiano vive y trabaja
como un animal?».
Vanzetti: «Sí».
Katzmann: «¿Por qué ha expuesto esto?».
Vanzetti: «Lo he expuesto para decirle que cuando me negué
a ir al frente de batalla no lo hice porque no amara a esta tierra
o a su gente. Me hubiese negado a ir también si hubiese estado
en Italia».
Katzmann le había preguntado sobre Springfield porque te-
nía la esperanza de que Vanzetti respondiera de forma incauta
y contara que condujo un camión durante aquel período en
que realizó esta labor. Pero él no lo hizo. Para Katzmann había
fracasado, por el momento, la última posibilidad de conseguir
que un testigo se contradijera por medio de preguntas sin rela-
ción las unas con las otras. Vanzetti no había conducido nunca
un camión y, por lo tanto, no podía ser el hombre al que Katz-
mann quería llegar: el conductor del automóvil usado en el
asalto y fuga en South Braintree.
Pero Vanzetti no solo necesitaba una coartada para el día en
cuestión, sino que también la necesitaba para los días 5 y 6 de
mayo, para explicar, especialmente, lo que había hecho el día
de su detención, es decir, las razones de sus mentiras.
| 167
Cuando Vanzetti fue interrogado por McAnarney declaró
haberse alojado el 1 de mayo, a su regreso de Nueva York, a
donde había ido a causa de la muerte de Salsedo, en casa de un
amigo. Dos días más tarde, el 3 de mayo, se marchó al puerto
para comprar pescado. Como ese día el pescado estaba muy
caro, se dirigió a Stoughton para visitar a la familia Sacco.
Luego narró cómo Sacco, Orciani y Boda fueron la tarde del 5
de mayo a recoger del taller de reparaciones el coche de Boda.
«¿Para qué necesitaban el auto?», preguntó McAnarney di-
rigiéndose al estrado donde Vanzetti se encontraba esposado y
vigilado por dos guardias.
«Queríamos ir a buscar el coche para poder transportar li-
bros y periódicos», contestó Vanzetti.
McAnarney se hizo el sorprendido y dijo que no entendía
esa respuesta. «¿Para qué necesitaban el auto?», volvió a pre-
guntar.
Vanzetti repitió nuevamente: «Para sacar de las casas y vi-
viendas documentos, libros y periódicos».
Fingiendo confusión volvió a preguntar: «¿De qué casas y
viviendas querían sacar los libros y documentos?».
«De diversas casas», respondió Vanzetti en un inglés entre-
cortado, «desde cinco o seis sitios, en cinco o seis lugares. Tres,
cinco o seis personas tenían demasiados documentos y noso-
tros teníamos la intención de sacarlos de allí para llevarlos a
un lugar adecuado».
Respondiendo a la pregunta de McAnarney sobre qué en-
tendía por «un lugar adecuado» dijo intrépidamente: «Por un
lugar adecuado entiendo un lugar donde los agentes de policía
no se dirijan a revisar, a ver documentos, periódicos y libros,
como aquella vez que registraron las casas de muchos hombres
militantes del movimiento radical, del movimiento socialista y
sindical, entrando y llevándose cartas, llevándose libros y pe-
riódicos, y metiendo a hombres en prisión y deportando a mu-
chos de ellos».
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El abogado de Vanzetti siguió indagando sobre si después
de su detención se les había informado en la comisaría de Brock-
ton de que eran sospechosos de robo y asesinato. En el acta de
proceso se lee:
McAnarney: «¿Le explicó el jefe de policía Stewart, en la co-
misaría de Brockton, o el señor Katzmann, que se encontraba
bajo sospecha de robo y asesinato?».
Vanzetti: «No».
McAnarney: «¿Se le hizo alguna pregunta o se realizó algún
comentario con el que usted pudiera deducir que estaba acu-
sado del delito del 15 de abril?».
Vanzetti: «No».
McAnarney: «¿Qué creyó usted, a partir de las preguntas que
se le hicieron, sobre el porqué de su detención en la comisaría
de Brockton?».
Vanzetti: «Creí que me habían detenido por un asunto polí-
tico».
McAnarney: «¿Por qué tuvo la impresión de que estaba de-
tenido por su opinión política?».
Vanzetti: «Porque se me preguntó sobre si era socialista. Les
dije que “desde ahora sí”».
McAnarney: «Quiere decir que por las preguntas hechas...».
Vanzetti: «Porque fui preguntado si era socialista, si era del
IWW, si era radical, si pertenecía a la Mano Negra».
Por eso no había dicho la verdad el día de su detención, ha-
bía temido ser deportado. «Las autoridades de este país estaban
por aquel entonces más en contra de los elementos socialistas
que de la guerra. Eran tiempos excepcionales», explicó Vanzetti.
McAnarney sometió nuevamente a discusión todo lo refe-
rente a la tarde en la que ambos fueron detenidos:
McAnarney: «¿Por qué no le dijo la verdad al señor Stewart
la tarde en que este le detuvo y le interrogó en la comisaría?».
Vanzetti: «Tenía miedo de dar los nombres de mis amigos,
porque sabía que en sus casas se encontraban casi todos los
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libros y periódicos que podían ser usados por las autoridades
en su contra, para detenerlos y deportarlos».
McAnarney: «En cuanto pueda recordar, díganos qué le
preguntó el señor Stewart».
Vanzetti: «Me preguntó por qué habíamos estado en Brid-
gewater, desde hace cuánto tiempo conocía a Sacco, si era ra-
dical, si era anarquista o comunista. Y me preguntó si creía en
el Gobierno de Estados Unidos».
En lugar de seguir por ese camino para hacerles entender a
los miembros del jurado a qué tipo de represiones y persecu-
ciones estaban expuestos los inmigrantes radicales, sobre todo
los que se ponían en contra de las instituciones establecidas o
tenían otras ideas sobre el derecho y otra ideología política,
McAnarney tocó la delicada pregunta sobre la huida de Vanzetti
a México. No para poner en claro que muchos estadounidenses
sujetos al servicio militar habían huido de la llamada a filas y
que Vanzetti, como extranjero, no podía ser convocado de to-
dos modos, sino que le preguntó, de nuevo, por qué se había
marchado.
Vanzetti respondió: «Me marché para no ser soldado».
Con otras irrelevantes informaciones finalizó el abogado el
interrogatorio directo al acusado. De esta forma se había des-
pilfarrado la oportunidad de proporcionar a los miembros del
jurado una imagen de las condiciones reales de la vida del acu-
sado.
En ningún momento y en ninguna frase se dijo que los
hombres como Sacco y Vanzetti tenían, en su nueva patria,
solo obligaciones, pero apenas derechos, que por ser extranje-
ros eran discriminados, en resumidas cuentas: que eran ciuda-
danos de segunda clase. Solo quedó en la cabeza de los miem-
bros del jurado que Vanzetti era un radical, un hombre que
como desertor se había negado a cumplir con su deber patrió-
tico, un hombre que no aceptaba las leyes del país.
| 170
El interrogatorio, muchas veces incoherente e inconstante,
de McAnarney no había logrado corregir la imagen predeter-
minada que el jurado tenía de Vanzetti. Ellos no podían enten-
der al acusado, aun cuando había testigos que habían declarado
a su favor proporcionándole una perfecta coartada para el 15
de abril. Pensaban que era el autor de un delito. Esto no fue
producto solamente del mérito indiscutible de su abogado.
Katzmann era diferente. Sabía lo que querían escuchar los
miembros del jurado. Se trataba de hombres con hondo senti-
miento patriótico y con un irrefutable concepto del mundo. Por
ejemplo, su presidente, Walter Ripley, no dejaba nunca de sa-
ludar la bandera estadounidense al entrar en la sala de audien-
cias. Para él, este no solo era un proceso penal sino, sobre todo,
político.
Se trataba del respeto a las leyes de su país, la lealtad al Go-
bierno y, ante todo, de la libertad. Así pensaban y sentían casi
la mayoría de los miembros del jurado. Katzmann lo sabía.
En el interrogatorio tomó como base el cuestionario reali-
zado a Vanzetti el 6 de mayo, un día después de su detención.
Necesitaba probar ante el jurado que las afirmaciones de Van-
zetti, en las que aseguraba haber mentido aquella vez por te-
mor a que le hubieran detenido por ser radical, eran solo una
mentira inocente y piadosa. Ahora declaraba Vanzetti haber
mentido para proteger a algunos correligionarios.
«Si la primera vez dije algo falso entonces debo haber dicho
siempre algo falso», explicó Vanzetti, e intentó con esto debili-
tar las recriminaciones de Katzmann con relación al hecho de
haber negado conocer a Boda. «Si le digo la verdad sobre Boda,
le debo decir también los nombres de muchos de mis amigos».
La intención de Katzmann era dejar en la conciencia del ju-
rado que Vanzetti era un italiano radical. Por este motivo men-
cionó también el panfleto que convocaba una asamblea el 9 de
mayo, redactado por Vanzetti camino a Bridgewater, y que
después de su detención fue encontrado en el bolsillo de Sacco.
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Katzmann leyó el texto de este panfleto, previamente traducido
del italiano, en voz alta.
| 173
Katzmann: «Por consiguiente, si usted ni siquiera en sueños
pensó que sería acusado por el asesinato del día 15 de abril,
¿por qué podía estar tan seguro de que no podía recordar dón-
de había estado el 15 de abril?».
Vanzetti: «Porque… el día 15 de abril fue un día como cual-
quier otro para mí. Vendí pescado».
A pesar del gran número de testigos que confirmaban que el
día del delito Vanzetti había estado vendiendo pescado, Katz-
mann intentaba obsesivamente denunciar que la coartada de
Vanzetti era un complot urdido, posteriormente a los hechos,
por los testigos de descargo. ¿Qué valor tenían los testimonios
de testigos italianos? ¿Qué significaba la coartada de un anar-
quista?
El Fiscal de distrito se había preparado también para los
días que llegaban: Nicola Sacco tenía mejor coartada que Van-
zetti, pero no le podía salvar de la acusación.
Sacco no estuvo el día de autos en su puesto de trabajo. Para
Katzmann, y también para los miembros del jurado, quedaba
claro que había sido unos de los autores del delito. En la sala
de audiencias de Dedham los representantes de la acusación
no tenían que probar su culpabilidad, sino que era obligación
de la defensa probar su inocencia. Comenzó reconstruyendo
los hechos acaecidos el día 15 de abril, día que para Sacco se
convirtió en fatal.
A fines de marzo Sacco recibió una carta de su hermano en
la que le participaba la muerte de su madre. Sacco decidió, a
partir de ese momento, volver a Torremaggiore. Verdadera-
mente jugaba desde hacía algún tiempo con la idea de volver
junto con su familia a Italia; ahora ese vago plan se veía con-
cretar. El 15 de abril lo tomó libre para solicitar en el Consula-
do italiano en Boston un nuevo pasaporte. Un poco antes de
las 9 de la mañana se subió al tren en la estación de Stoughton
y cuarenta minutos más tarde llegó a Boston.
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En primer lugar, se dirigió al barrio italiano en North End
en donde encontró por casualidad al profesor Felice Guadagni,
periodista y conferenciante, a quien había conocido un tiempo
atrás después de un acto. Cuando este le propuso ir a almorzar
juntos, se dirigieron al restaurante Bonis donde encontraron a
Albert Bosco, redactor del periódico La Notizia y a John D.
Williams, que trabajaba como captador de anuncios publicita-
rios. Al terminar el almuerzo, Sacco se despidió del grupo y
abandonó el restaurante para dirigirse hacia el Consulado. Allí
llegó a las dos de la tarde y habló con el empleado Giuseppe
Andrower.
En el proceso, Sacco describió este encuentro: «Le dije: “de-
seo retirar mi pasaporte familiar”. El empleado me preguntó:
“¿tiene la fotografía consigo?”. Le dije que sí la tenía y le di una
foto grande. Me dijo: “Discúlpeme, pero esa fotografía es de-
masiado grande”. “¿No podríamos cortarla?”, le respondí. “No,
esa foto no la podemos emplear porque es demasiado grande.
Usted debe traer una fotografía para pasaporte, pequeña, mu-
cho más pequeña”. Y fue lo que hice más tarde».
Sacco hizo reproducir la fotografía en el laboratorio del fo-
tógrafo Edward Maertens en Stoughton, acción que también
pudo ser probada por la defensa. En el transcurso de la tarde,
Sacco estuvo en un café en donde había quedado con Guadagni.
Este le presentó a un sacerdote católico llamado Antonio Den-
tamore, quien había trabajado durante mucho tiempo como
redactor en La Notizia. Juntos bebieron café. Sacco les contó
sus planes para regresar a Italia. Un poco después de las 4 de
la tarde, tomó el tren en dirección a Stoughton, en donde, a su
arribo, realizó algunas compras, llegando a su casa a eso de las
seis de la tarde.
La coartada de Sacco fue verificada por una gran cantidad
de testigos. Solo se produjo un error: casi todos eran italianos.
En las mentes de los miembros del jurado, cosa que ya se había
visto en el proceso de Plymouth contra Vanzetti, se presumía
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que detrás de los testimonios de extranjeros había una conspi-
ración, un complot de correligionarios italianos que testifica-
ban a favor de ambos acusados para salvarles la cabeza.
La defensa sabía que contra esas presunciones solo se podía
actuar con testimonios convincentes y sólidos. Por eso presen-
tó a diez testigos que corroboraron la versión de Sacco.
George Kelley, el capataz de Sacco en la fábrica de calzado
Three-K, declaró que este le había preguntado al principio de
la semana por un día libre para poder viajar a Boston a resol-
ver unos problemas en el Consulado italiano. Le respondió que
era posible solo cuando hubiese terminado el trabajo que tenía
pendiente. Ante el tribunal, Kelley hizo constar en acta: «Le
dije que cuando terminara con el trabajo que le habían asigna-
do podía tomarse un día libre No se habló aquella vez de qué
día debía ser. Y así llegó el miércoles para decirme que el pró-
ximo día se lo tomaría libre».
El 14 de abril Sacco le participó que se tomaría libre el día
siguiente para retomar su puesto de trabajo el día 16 de abril.
¿Es posible pensar que un delito tan bien planificado depen-
diera de que Sacco terminara a tiempo su trabajo? Para culpar
a Sacco, se debería suponer que este habría distribuido el tra-
bajo cuidadosamente para poder terminar a tiempo y así poder
tener libre el día del delito.
Aparte de Kelley, la defensa citó a otros testigos que confir-
maron haber visto a Sacco el 15 de abril en Boston. El profesor
Guadagni, Albert Bosco y John D. Williams, que almorzaron
con él en el restaurante Bonis, así como Antonio Dentamore,
que entonces trabajaba como director del departamento de
comercio exterior del Haymarket National Bank, testificaron a
favor de Sacco.
Giuseppe Andrower fue interrogado por el vicecónsul esta-
dounidense en relación con el día 15 de abril; en especial, se le
preguntó por qué podía recordar tan claramente este día. En la
declaración que fue presentada por la defensa, Andrower ex-
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plicaba respecto a esto último: «... porque el día 15 de abril fue
un día muy tranquilo en el Consulado real italiano y en espe-
cial porque nadie nos había traído hasta ese momento una fo-
tografía tan grande para ser usada en un pasaporte. Recuerdo
que la tomé y se la llevé al secretario consular. Reímos y char-
lamos sobre este hecho. Recuerdo haber visto un calendario
sobre el escritorio del secretario con la fecha en cuestión mar-
cada mientras hablábamos sobre este suceso. Eran entre las dos
y las dos y cuarto de la tarde, lo que recuerdo bien porque me-
dia hora más tarde cerré con llave la oficina».
«¿Por qué debía mentir un funcionario público represen-
tante del Estado italiano?», preguntó el abogado McAnarney.
El siguiente testigo que fue llamado por la defensa a decla-
rar fue, quizá, el más convincente de todos. No por lo que de-
claró, sino por su nacionalidad. Era estadounidense y un testi-
go auténticamente casual: James Matthew Hayes. Albañil de
profesión, que se ganaba la vida como agrimensor de calles,
fue invitado al proceso de Dedham porque un experto de la
defensa requería información sobre los trabajos que se realiza-
ban en las calles en donde había sucedido el hecho delictivo.
De esta manera, la defensa pretendía encontrar a trabajadores
que pudiesen dar algún indicio sobre el automóvil usado por
los bandidos.
El señor Hayes resolvió, después de la conversación con el
experto, sentarse en la sala de audiencias para poder seguir un
poco más de cerca el desarrollo del juicio. Sacco se dio cuenta
de la presencia de Hayes en la sala y le comunicó a McAnarney
que había viajado de regreso junto a ese hombre en el tren de
Boston a Stoughton, la tarde del 15 de abril. El abogado le pi-
dió a Hayes que le acompañara a una sala contigua y allí le
preguntó si podía recordar dónde había estado aquel día. Lue-
go de ser verificado esto por Hayes, a petición de McAnarney,
fue llamado al estrado. Su declaración quedó de la siguiente
manera en el acta:
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McAnarney: «¿Se dirigió usted a casa, como consecuencia
de nuestra conversación, para indagar si podía comprobar
dónde había estado el día 15 de abril de 1920?».
Hayes: «Sí, señor».
McAnarney: «¿A qué resultado llegó?».
Hayes: «Pude comprobar que el 15 de abril de 1920 viajé a
Boston».
McAnarney: «Díganos, por favor, ¿por qué recuerda que el
15 de abril viajó a Boston?».
Hayes: «Lo recordé tras haber revisado mi agenda y también
por otros acontecimientos que sucedieron con anterioridad».
McAnarney: «¿Tiene consigo su agenda?».
Hayes: «Sí».
McAnarney: «¿A qué hora llegó a Stoughton?».
Hayes: «Entre las cinco y las seis de la tarde».
McAnarney: «¿El 15 de abril?».
Hayes: «Sí, señor».
McAnarney: «¿Conocía a Sacco?».
Hayes: «No, no le conocía. Nunca le conocí».
McAnarney: «¿Pensó, antes de que le preguntara sobre ello,
dónde había estado el día 15 de abril?».
Hayes: «No, no tenía ningún motivo para hacerlo».
McAnarney: «¿Y no sabe si Sacco estaba en aquel tren?».
Hayes: «No, no lo sé».
McAnarney: «¿Pero usted viajó en ese tren?».
Hayes: «Sí, señor».
Luego el abogado llamó al estrado a Nicola Sacco y le pre-
guntó dónde había visto a «aquel hombre». «Recuerdo haberle
visto el 15 de abril en Boston», respondió Sacco y acotó:
«También le vi en el tren en el viaje de regreso a casa».
McAnarney asintió con un gesto aliviado: «Gracias, no ten-
go más preguntas».
El juez Thayer, esmerándose en otorgarle la palabra a
Katzmann en el momento oportuno, le permitió someter a
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Sacco a un interrogatorio. Pero, en primer lugar, le pidió al
testigo Hayes que abandonara la sala de audiencias.
Katzmann inició su interrogatorio preguntando tajantemen-
te: «¿En qué lugar del vagón se sentó?».
Sacco: «Recuerdo haberme sentado a la derecha del vagón,
en dirección a Stoughton».
Katzmann: «¿A qué distancia del primer puesto y a qué dis-
tancia del último? ¿Dónde estaba su lugar?».
Sacco: «Más o menos en la mitad».
Katzmann: «¿Dónde iba sentado el hombre del que se ha-
bla?».
Sacco: «Al lado izquierdo, inmediatamente al lado mío».
Katzmann: «¿En el asiento al lado del pasillo central?».
Sacco: «Al lado del pasillo central».
Katzmann: «¿Y dónde estaba usted sentado? ¿Al lado del
pasillo o al lado de la ventana?».
Sacco: «Estaba sentado al lado del pasillo».
Fuera de la sala de audiencias esperaba Hayes sin poder se-
guir el diálogo que se desarrollaba en su interior. Por esto, la
sorpresa fue grande cuando Katzmann le pidió pasar a declarar:
Katzmann: «¿En qué lugar del vagón se sentó usted en viaje
de Boston a Stoughton, en el izquierdo o en el derecho?».
Hayes: «Me senté en el lado izquierdo».
Katzmann: «¿Y en qué parte del vagón?».
Hayes: «Aproximadamente en el centro del vagón».
Katzmann: «¿Y en qué parte del asiento?».
Hayes: «En el interior».
Katzmann: «¿Al lado de la ventana o del pasillo central?».
Hayes: «Al lado del pasillo central».
Katzmann: «¿Habló usted con Sacco antes de pasar a decla-
rar al estrado?».
Hayes: «No, señor».
Katzmann: «¿Posiblemente con su abogado?».
Hayes: «No, señor».
| 179
Katzmann: «¿Le preguntó alguien, antes de que lo hiciera
yo, en qué lugar del vagón se había sentado?».
Hayes: «No».
Katzmann: «¿O en qué lugar del asiento?».
Hayes: «No».
Hayes se reveló como el testigo más importante para Sacco.
Sus declaraciones habían demostrado que había estado en el
tren de Boston a Stoughton la tarde del 15 de abril. Con esto
quedaba malograda, temporalmente, la intención de la acusa-
ción de presentar a Sacco como a uno de los autores del asalto
en South Braintree. Cuando Katzmann se dio cuenta de que la
coartada de Sacco para el 15 de abril era irrefutable, intentó
compensar esta derrota con un recurso ya probado. Sometió
nuevamente a discusión los sucesos acontecidos los días 5 y 6
de mayo.
Aquella vez, cuando Sacco fue detenido junto a Vanzetti,
habría hecho un movimiento como si quisiese hacer uso de su
arma de fuego. Esta suposición se basaba solamente en la de-
claración hecha por uno de los funcionarios que los detuvieron.
Sacco negó haber realizado tal movimiento, lo mismo que Van-
zetti. En el primer interrogatorio, ambos intentaron ocultar sus
pasos, el día de autos, con declaraciones irreales. Vanzetti jus-
tificó su actuación diciendo que lo había hecho porque tenía
miedo de correr la misma suerte que Salsedo. Sacco, que solo
había sido interrogado por Katzmann y no por otro represen-
tante de la acusación, argumentó de igual manera. Pero Katz-
mann veía en este comportamiento un claro «sentimiento de
culpabilidad». Especialmente el hecho de que portaran armas
demostraba este «sentimiento de culpa», sobre todo Sacco,
que, mal aconsejado en este punto por sus abogados, había
afectado parte de su propia credibilidad a través de respuestas
absurdas.
Cuando Moore le preguntó a Sacco en el proceso por qué
portaba consigo una pistola, contestó que su esposa había en-
| 180
contrado la pistola y las balas en el interior de una cómoda,
cuando estaba haciendo la limpieza, y le había preguntado si la
quería. Sacco dijo que la había tomado para poder «ir con Van-
zetti a disparar al bosque». Luego se habían encontrado con
Boda y Orciani, con lo cual había olvidado la pistola y los pro-
yectiles. Katzmann observó durante esta declaración los ros-
tros escépticos de los miembros del jurado y preguntó:
Katzmann: «¿Usted quiere decirle al jurado que cuando de-
jó su casa el día 5 de mayo no sabía que llevaba una pistola en
su bolsillo? ¿Desea sostener esto?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿No pudo percibir su peso?».
Sacco: «No, señor».
Katzmann: «¿No lo pudo sentir?».
Sacco: «No».
Katzmann: «¿No pudo notar los 22 proyectiles que llevaba
en su bolsillo?».
Sacco: «No».
Las respuestas tuvieron que sonar absurdas en los oídos de
los miembros del jurado. Estos, que nunca habían experimen-
tado lo que significaba estar amenazados por batidas policia-
les, que no conocían el tipo de sentimiento que despertaba la
persecución, la discriminación y la emigración, ¿cómo podían
entender que alguien llegara a la situación de tener que mentir
para poder protegerse? Los inmigrantes radicales percibían
como peligroso un país que, antes de abandonar sus lugares de
origen, representaba para muchos la tierra prometida.
«Estaba ansioso por llegar a este país, porque gustaba de paí-
ses libres, denominados países libres», dijo Sacco, en un inglés
entrecortado, respondiendo a la pregunta de Moore que hacía
referencia a sus razones para venir a Estados Unidos. Katz-
mann, como era de esperar, echó mano también a esta decla-
ración en su interrogatorio:
Katzmann: «¿Dijo ayer que amaba los países libres?».
| 181
Sacco: «Sí, señor».
Katzmann: «¿Amó este país en el mes de mayo de 1917?».
Sacco: «No he dicho que... no he querido decir que no amo
a este país».
Katzmann: «¿Amó este país en las últimas semanas de ma-
yo de 1917?».
Sacco: «Me resulta muy difícil responder con una sola pala-
bra, señor Katzmann».
Katzmann: «Hay dos palabras que puede usar, señor Sacco:
sí o no. ¿Cuál escoge?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «Y cuando fue llamado a filas por Estados Uni-
dos, ¿demostró su amor por Estados Unidos echando a correr
hacia México?».
Esta había sido una pregunta puramente demagógica, igual
a la usada con Vanzetti, puesto que Katzmann sabía que, como
extranjeros, no podían ser llamados a cumplir con el servicio
militar. Aunque no tenía ninguna relación con los puntos de la
acusación, servía exclusivamente para poner al jurado en con-
tra de Sacco. Por otro lado, el juez Thayer apoyaba de nuevo a
Katzmann para darle más fuerza:
Thayer: «¿Lo hizo?».
Katzmann: «¿Huyó a México?».
Thayer: «Él no ha dicho que haya huido a México. ¿Viajó a
México?».
Katzmann: «¿Viajó a México para no tener que ser soldado
del país que amaba?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Ésa es su forma de demostrar el amor a Esta-
dos Unidos?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Y sería ésa la forma de demostrarle el amor a
su esposa, abandonándola cuando lo necesite?».
Sacco: «No la he abandonado».
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Los defensores de Sacco, que durante el interrogatorio no
habían dicho ni una palabra, protestaron contra esa compara-
ción, pero el juez Thayer recusó esta protesta y Katzmann con-
tinuó su interrogatorio deshonesto y subjetivo, ahora con su
beneplácito:
Katzmann: «¿Por qué no se quedó en México?».
Sacco: «Pues porque con mi profesión no podía lograr mu-
cho. Tenía que haber aceptado otro tipo de empleo».
Katzmann: «¿No se trabaja en México con la pala y el aza-
dón?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Ha trabajado en nuestro país con pala y aza-
dón?».
Sacco: «Sí, lo he hecho».
Katzmann: «¿Entonces por qué no se quedó allí, en ese país
libre, y trabajó con pala y azadón?».
Sacco: «Pienso que no me sacrifiqué aprendiendo un oficio
para viajar a México a mover tierra con una pala o un azadón».
Katzmann: «¿Es por eso... su amor a Estados Unidos co-
rresponde al sueldo que recibe por semana en este país?».
Sacco: «Mejores condiciones de trabajo, sí».
Katzmann: «¿Un buen país para ganar dinero, no es ver-
dad?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Significa, señor Sacco, que su amor a nuestro
país se podría medir en dólares y centavos?».
En ese instante McAnarney alzó la voz y dijo: «Su señoría,
protesto por esa pregunta. Y deseo hacer presente mi crítica
ante la forma como se está llevando a cabo el interrogatorio».
A pesar de todo, Thayer dejó que Katzmann continuara con sus
preguntas.
Katzmann: «¿Se expresa su amor a nuestro país a través del
sueldo que podría ganar aquí?».
Sacco: «No he amado nunca el dinero».
| 183
Katzmann: «¿Entonces cuál fue la razón para retornar de
México si no ama el dinero?».
Sacco: «La primera razón es que todo me iba a contrapelo,
una comida totalmente extraña, otra naturaleza, en resumidas
cuentas, todo era diferente».
Katzmann: «Ésa fue la primera razón. No le convenía en ab-
soluto. La comida no era la precisa».
Sacco: «La comida y muchas otras cosas».
Katzmann: «Pero también había por aquel lugar comida ita-
liana, ¿no es verdad?».
Sacco: «Sí, pero la que nosotros cocinábamos».
Katzmann: «¿No podía haber hecho traer comida italiana
desde Boston a Monterrey en México?».
Sacco: «Sí hubiese sido D. Rockefeller lo hubiese hecho».
Katzmann: «Si le he entendido bien, usted volvió a Estados
Unidos, en primer lugar, para lograr algo de comer. Algo que le
gustaba, ¿verdad?».
Sacco: «No, no solo por la comida».
Katzmann: «¿Pero no acaba de decir que fue la primera ra-
zón?».
Sacco: «La primera razón, pero...».
Katzmann: «¿No dijo que fue la primera razón?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «Bueno, fue un deseo ardiente, ¿no es verdad?».
Sacco: «¿Deseo ar…?».
Katzmann: «Sí».
Sacco: «No».
Katzmann: «Fue un deseo del estómago, ¿verdad?».
Sacco: «No solo por el estómago sino también por otras ra-
zones».
Katzmann: «Hablo en primer lugar de su primera razón.
Por lo tanto, su primera razón para amar a Estados Unidos se
basó en que este país le satisfacía el estómago. ¿No es cierto?».
Sacco: «No voy a decir que sí».
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Katzmann: «¿No lo dijo ya?».
Sacco: «No por el estómago. No creo que se trate solamente
de satisfacer el estómago».
Katzmann: «¿Cuál fue su segunda razón?».
Sacco: «La segunda razón fue que la lengua era muy extra-
ña».
Katzmann: «¿Una lengua extraña?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿No residió en una colonia italiana?».
Sacco: «¿Si recibí alguna cosa italiana? No le entiendo, se-
ñor Katzmann».
Katzmann: «Discúlpeme, por favor. ¿Se encontraba usted
viviendo con un grupo de italianos?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «Cuando vino en 1908 a Estados Unidos, ¿en-
tendía inglés?».
Sacco: «No».
Katzmann: «La lengua local de este país le era ajena, ¿ver-
dad?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Cuál fue la tercera razón, en el caso que haya
existido?».
Sacco: «La tercera razón. Estaba demasiado lejos de mi es-
posa y mi hijo».
Katzmann: «¿Existe otra razón para amar a Estados Uni-
dos, aparte de las tres que ha nombrado?».
Sacco: «Pues bien, no lo puedo decir propiamente. Pienso
que aquí hay más posibilidades para la clase trabajadora que
en otros lugares, más oportunidades para ser diligente y más
industrias. Se puede obtener una oportunidad para lograr todo
lo que se quiere».
Katzmann: «Quiere decir que se puede ganar más dinero,
¿verdad?».
Sacco: «No, dinero no, nunca he amado el dinero».
| 185
Katzmann: «¿Nunca ha amado el dinero?».
Sacco: «No, el dinero nunca me ha satisfecho».
Katzmann: «¿Nunca le ha satisfecho el dinero?».
Sacco: «No».
Katzmann: «¿Cuáles fueron, entonces, las condiciones eco-
nómicas que aquí le gustaron, si no fue la oportunidad de ga-
nar más dinero?».
Sacco: «Un ser humano, señor Katzmann, no tiene satisfac-
ción solo por el dinero para la panza».
Katzmann: «¿Para qué?».
Sacco: «Quiero decir el estómago».
Katzmann: «Sobre el estómago ya hablamos. Ahora me re-
fiero al dinero».
Sacco: «Sobre eso hay muchas cosas».
Katzmann: «Pues bien, queremos oírlas todas. Deseo saber
por qué amaba tanto a Estados Unidos, por qué después de
huir a México, encontrándose este país en guerra, retornó».
Sacco: «Sí, está bien…».
Katzmann: «Deseo escuchar todas las razones que le hicie-
ron retornar».
Sacco: «Pienso que ya se las dije».
Katzmann: «¿Ésas son todas?».
Sacco: «Sí, a través de la industria de un país muchas cosas
son diferentes».
Katzmann. «¿Allí hay de comer, es ésa una razón?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿La lengua extranjera es la segunda?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Su esposa y su hijo son la tercera?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Y las mejores condiciones económicas?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Eso es todo?».
Sacco: «Sí, es todo».
| 186
Katzmann: «¿Encuentra entre estas cuatro razones una que
se pueda llamar amor patrio?».
Nuevamente protestó la defensa. Moore se quejó de la ma-
nera de realizar el interrogatorio. Sin embargo, el juez Thayer
le permitió a Katzmann continuar:
Katzmann: «¿Halló amor patrio entre esas cuatro razones?».
Sacco: «Sí, señor».
Katzmann: «¿Cuál es?».
Sacco: «Todas juntas».
Katzmann: «¿Todas juntas?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Comida, mujer, idioma, economía?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Eso significa amor a la patria, a la tierra?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Es lealtad a la patria, cuando necesita de sus
soldados, una prueba de amor al país?».
Parecía que ese proceso se trataba solo de la huida a Méxi-
co. En una discusión posterior entre Thayer y Moore se habló
sobre quién había comenzado con esa forma de interrogatorio
y si este tipo de preguntas tenían, de alguna manera, relación
con la causa.
Thayer, que se enfurecía cada vez más, preguntó a la defen-
sa si pretendía afirmar que el papel de Sacco en la distribución
de documentos había obrado en favor de los intereses de Esta-
dos Unidos, «para impedir la transgresión de la ley a través de
la distribución de esos documentos».
McAnarney le respondió: «Evidentemente no hemos toma-
do tal posición y las pruebas que existen actualmente no justi-
fican la presunción de esa pregunta».
Pero Thayer no daba su brazo a torcer. Instaba a la defensa
una y otra vez a responder a sus preguntas:
Thayer: «¿Pretende sostener que lo hecho por el acusado, se
circunscribe a los intereses de Estados Unidos?».
| 187
McAnarney: «Por favor, su señoría, reclamo categóricamen-
te contra las suposiciones de usía porque prejuzga los derechos
del acusado, y le solicito que esas afirmaciones no sean toma-
das en cuenta por los miembros del jurado».
Thayer: «No soy consciente de haber hecho un comentario
que prejuzgue al acusado ni tampoco he tenido la intención de
hacerlo».
McAnarney: «Si su señoría lo permite. Me refiero a los co-
mentarios relacionados con nuestro país y a la pregunta de si
lo que ha hecho el acusado ha sido beneficioso para el país.
Pienso que solo se pueden sacar conclusiones que son perjudi-
ciales para el acusado».
Después de un debate encarnizado, en el que tomaron par-
te, en algunos momentos, Katzmann y Moore, Thayer aseguró
a los miembros del jurado que de ninguna manera había que-
rido hacer comentarios que pudiesen perjudicar al acusado.
Pero fue eso exactamente lo que provocó. Permitió que un du-
doso proceso penal se transformara en un tribunal ideológico.
Todo hacía ver que detrás de esto había una intención delibe-
rada, y en los miembros del jurado había causado tal efecto. La
estrategia de Katzmann quedó reservada para que, en el mo-
mento adecuado, Sacco apareciera ante los ojos del jurado co-
mo absolutamente deshumanizado. Le ofreció a Sacco la opor-
tunidad de explicar a qué se refería cuando había declarado
que él amaba un país libre. Sacco, sin haber sido advertido por
sus abogados defensores, pronunció un largo discurso sobre el
tema que le habría de costar el cuello. He aquí un resumen de
lo que dijo:
| 190
Si era más grato vivir en Italia que en Estados Unidos, ¿por
qué él y Vanzetti habían temido una deportación? ¿Por qué,
entonces, habían mentido?
Para asegurarse de que todo hubiese quedado claro, en el
caso de que los miembros del jurado, en su enojo, no hubiesen
podido seguir completamente el estallido emocional de Sacco,
Katzmann retomó algunos puntos. «¿Dijo que la vida en Italia
era mejor?». «No», respondió este para luego acotar, «sin em-
bargo, los obreros pueden comprar más fácilmente frutas fres-
cas, pero en lugar de eso, no existe la educación y otras cosas».
Katzmann le llevó a tratar nuevamente los comentarios so-
bre Harvard. «¿Quiso usted condenar Harvard?»; Sacco negó
con un movimiento de cabeza. «¿Su hijo asiste a un colegio
estadounidense?»; Sacco respondió con una cierta resistencia
afirmativamente. «¿Sabía usted que Harvard otorga becas a
personas pobres?»; Sacco volvió a negar con un movimiento de
cabeza.
Ante los miembros del jurado parecía un hombre que no so-
lo estaba mal informado y lleno de prejuicios, sino también
desagradecido. Se podía tener de nuevo la impresión, basándo-
se en los argumentos tratados en los días anteriores sobre de-
serción, patriotismo y convencido anarquismo, que aquí ya no
se trataba de un proceso por robo y asesinato, sino más bien de
un tribunal político. Las preguntas penetrantes de Katzmann
en el interrogatorio a los acusados no tenían nada que ver con
los hechos acontecidos el 15 de abril, pero se adecuaban a la
perfección para fortalecer aquel sentimiento de rechazo, me-
nosprecio y odio que la mayoría de los miembros del jurado, de
todos modos, albergaba dentro de sí contra los extranjeros
radicales.
La defensa solo raras veces protestó por esa forma de llevar
el interrogatorio, y, cuando lo hizo, el juez Thayer estuvo pres-
to a no admitir tal objeción con la misma frase estereotipada:
«Usted ha planteado este tema».
| 191
La representación sin escrúpulos de la acusación sabía que
el resultado de este proceso dependía más de las emociones
que de los hechos. Las supuestas pruebas acusatorias contra
Sacco y Vanzetti se habían convertido en nada en el transcurso
del proceso; las declaraciones de los testigos eran contradicto-
rias o totalmente inservibles. Para llegar a la conclusión de que
Sacco y Vanzetti eran los autores del delito de South Braintree,
los miembros del jurado debían ignorar todo el desarrollo del
proceso. La estrategia de Katzmann, cambiar la lógica de los
hechos acontecidos por la suya, había dado buen resultado.
En su informe final, Katzmann ofreció, por última vez, su
interpretación de los hechos: los acusados eran extranjeros,
radicales y desertores. Mentían, se comportaban sospechosa-
mente y portaban armas de fuego. Había testigos que los ha-
bían identificado. Katzmann había conseguido ordenar todos
los indicios bajo su lógica: Sacco y Vanzetti eran los autores del
delito. Hábil y dramáticamente se dirigió, al final de su infor-
me, a los miembros del jurado: «Señores miembros del jurado,
cumplan con su deber. Háganlo como hombres. ¡Manténganse
unidos!».
Las palabras finales de la defensa fueron comprometidas,
pero al fin y al cabo descoloridas. Cierto es que el abogado
Moore hizo todo lo imaginable para demostrar la inocencia de
Sacco y Vanzetti, para probar sus coartadas y para afectar la
credibilidad de los testigos de la acusación. En comparación
con el primer proceso contra Vanzetti, esta vez la defensa ha-
bía desarrollado un trabajo mejor: había presentado nuevos
testigos de descargo; había procurado nuevos peritajes que se
contraponían a los de la acusación; en un trabajo conjunto con
el Comité de Defensa había informado puntualmente a la pren-
sa sobre el acontecer del proceso. ¿Pero había sido suficiente?
El de Dedham no fue un proceso común y corriente, las sema-
nas que habían transcurrido lo habían demostrado claramente.
| 192
Sacco y Vanzetti habían tenido que seguir su proceso, en la
sala de audiencias, desde el interior de una jaula de acero, algo
que en la cabeza de los miembros del jurado representaba una
prueba avasalladora de su culpabilidad. Seis veces al día, por la
mañana, al mediodía y por la tarde, fueron conducidos desde
la cárcel hasta el tribunal por una escolta armada a través de
las calles acordonadas de Dedham. Deben haber parecido una
amenaza horrorosa. El abogado McAnarney dijo más tarde,
refiriéndose a las medidas excepcionales de seguridad:
| 193
Más de dos mil páginas fueron escritas por el agente. Tha-
yer volvió a hacer uso de la palabra. Según el derecho estadou-
nidense, el juez debe informar a los miembros del jurado; en
otras palabras, tiene que hacerles recordar los momentos más
esenciales a favor del acusado.
La mesa de Thayer estaba adornada con flores cuando en-
tregó su instrucción la mañana del 14 de julio: «El municipio
de Massachusetts les invitó a cumplir un servicio público de
gran importancia», les dijo a los componentes del jurado. Lue-
go continuó:
| 194
También sometió nuevamente a discusión el tema de las
mentiras. Reprendió las afirmaciones de los acusados en las
que aseguraban haber mentido «porque temían algún tipo de
castigo» por ser extranjeros radicales. Estaba claro que veía en
esta versión una forma de protección y esperaba que los
miembros del jurado la interpretaran de la misma forma.
La instrucción de Thayer al jurado se escuchó como una re-
petición de las palabras finales de Katzmann; un resumen del
caso desde la perspectiva de la defensa allí no tenía cabida. Los
testigos que declararon a favor de Sacco y Vanzetti no fueron
casi mencionados, como tampoco lo fue el hecho de que la acu-
sación no pudo encontrar un motivo para el delito ni pudo en-
tregar una prueba que demostrara que los acusados estaban en
posesión del dinero robado. No se escuchó nada sobre los otros
tres bandidos, nada sobre el hecho, fuera de lo común, de que
dos hombres que, presuntamente, habían participado en un
gran delito criminal, volviesen inmediatamente a su vida coti-
diana.
Después de más de treinta días de proceso, del interrogato-
rio de 167 testigos, de las declaraciones de Sacco y Vanzetti a
su favor, del torpe informe final de la defensa, del distorsiona-
do pero brillante informe final de Katzmann, el juez Thayer
cerró su resumen con estas palabras:
| 197
9
La conspiración jurídica
| 198
¡Salvad a Sacco y Vanzetti!
Salvadles por vuestra voluntad, por la honra de vuestros hijos
y la de las generaciones que vendrán después de ellos.
| 200
pido que seas fuerte y que no pierdas la calma. Si llegas a vacilar,
piensa, ¿qué va a ser de mí sin tu apoyo?
A pesar de todo estoy tranquilo y gozo de buena salud. Pero
me sentiría aún mejor si supiese que tú no te dejas perturbar por
estos acontecimientos. Me he encontrado incontables veces en
peligro, durante mis viajes, en mi trabajo y en Nueva York, ciu-
dad que es más peligrosa que una jungla. Pero a pesar de todo
siempre pude salvar el pellejo. ¿Por qué razón tendría que ser
víctima, esta vez, de un error o de una venganza judicial…?
| 202
cierto, la preparación de estas demandaba una gran cantidad
de tiempo y, por consiguiente, de dinero. Por eso la tarea más
importante del Comité de Defensa se centró en recaudar dona-
ciones en dinero para poder financiar la labor de los abogados
defensores. Felicani, como siempre, seguía siendo una de las
cabezas más importantes del comité y el principal encargado
de sus finanzas. Entre el momento en que se formalizó la acu-
sación de ambos, a través de los procesos de Plymouth y Ded-
ham, durante los años que transcurrieron en revisiones, hasta
el momento mismo de la entrada en vigor de la sentencia, Feli-
cani logró recaudar más de trescientos mil dólares en donacio-
nes.
A él y a Gardner Jackson, un joven reportero que durante el
proceso de Dedham se adhirió al comité y llegó a convertirse
en su secretario, había que agradecerles que, entre los grupos y
organizaciones integrados en el comité, con frecuentes desave-
nencias, no se hubiese llegado a la fragmentación. Hubo gru-
pos que se unieron a las protestas para poder instrumentali-
zarlas y así poder usarlas para sus propias ideas políticas.
Otros, por otra parte, corrían el riesgo de transfigurar a ambos
acusados en mártires y por eso pasar por alto el importante
trabajo judicial realizado por los abogados.
Fue el liderazgo conciliador de Felicani y Jackson el que
procuró que entre cada uno de los miembros del comité no se
llegase a tensiones insalvables. También fue mérito de ambos
la integración de ciudadanos liberales estadounidenses que se
pusieron a favor de Sacco y Vanzetti después de haber sido
dictada la sentencia.
En los años 1922 y 1923 el comité se concentró en buscar el
apoyo de la opinión pública para lograr abrir otro proceso. Con
esto se pretendía, ante todo, que las diferentes instancias su-
plementarias presentadas por la defensa fueran acompañadas
efectivamente por la opinión pública ya que solo a través de las
mociones era posible obligar a la apertura de un nuevo proceso.
| 203
Lo que no faltaba, de ninguna manera, eran las razones para
una revisión.
La primera solicitud de Moore, presentada el 8 de noviem-
bre de 1921, se refería a la conducta del presidente y portavoz
del jurado, Walter Ripley, fallecido a los pocos meses del pro-
ceso, el 10 de octubre. Ripley, según un testimonio bajo jura-
mento hecho por su amigo y miembro del jurado William H.
Daly, había tenido consigo algunas balas durante la retirada
del jurado para las deliberaciones. Estos casquillos se iguala-
ban en marca y calibre a los presentados en la vista. Aunque a
los miembros del jurado les estaba prohibido tomar en consi-
deración lo que en el juicio no jugaba ningún papel, se discutió
sobre los proyectiles en la sala del jurado. Esto contravenía las
disposiciones del orden procesal. Daly agregó en otra declara-
ción jurada: «Antes de comenzar el proceso le comenté que no
creía que Sacco y Vanzetti fueran los autores del delito; este me
contestó: ¡Al diablo con ellos, se les debe ahorcar de cualquier
forma!».
La moción fue rechazada.
El segundo recurso se presentó el 4 de mayo de 1922 y se re-
fería a la declaración del testigo Louis Pelser. Este era el testigo
que había declarado en el proceso que Sacco era el «fiel retrato
en persona» del hombre que había visto disparar a Berardelli.
Antes del proceso explicó, en una declaración jurada presentada
por la defensa, que solo había visto por un instante al bandido,
tan brevemente que no era posible identificarle. Sin embargo,
en el proceso reconoció a Sacco inequívocamente. En el inte-
rrogatorio realizado por el representante del fiscal, que hizo
mención a la contradicción de sus declaraciones, respondió
que el día que había conversado sobre el delito con Moore ha-
bía bebido demasiado. Además de que Moore le había influido
en su declaración. Cuatro meses después de esas agravantes
declaraciones, Pelser apareció en la oficina de Moore y le en-
tregó una sorprendente confesión: había impugnado su prime-
| 204
ra versión de los hechos porque el fiscal general le había indu-
cido a ello. Ahora se sentía culpable y por eso lo confesaba.
Seis meses más tarde se desdijo de esta última en una carta
enviada a la fiscalía. Ahora sostenía que la primera declaración
no correspondía a la verdad y que solo la realizada en el proce-
so, en donde había dicho que Sacco se parecía al bandido como
«un huevo se parece a otro», era válida...
En Pelser, por aquel entonces un joven de 21 años que pare-
cía tímido, la defensa vio a una persona demasiado fácil de
influir. Debido a su constante cambio de declaraciones y acla-
raciones, la defensa exigió que los testimonios realizados por él
fueran anulados. La reapertura del proceso podía aclarar estos
testimonios.
La moción fue nuevamente denegada.
La tercera petición fue presentada el 22 de julio de 1922.
Carlos E. Goodridge, quien había sido acusado de fraude, se
había declarado culpable y había sido condenado a libertad
condicional, había reconocido a Sacco «casualmente» en el
tribunal cuando era llevado para ser interrogado. Luego en el
proceso declaró que Sacco había sido el hombre que le había
disparado desde el interior del auto en fuga cuando salía co-
rriendo junto a otros amigos del interior de un salón de billar,
cercano al lugar de los hechos, para mirar lo que pasaba. Los
abogados de Sacco intentaron hacer notar que Goodridge ha-
bía sido acusado ante ese mismo tribunal de fraude y que había
sido sentenciado a libertad condicional. Thayer no vio «ningu-
na relación» entre sentencia y declaración, por esto no lo ad-
mitió como prueba.
La defensa, finalizado el proceso, investigó la vida de este
testigo y descubrió que Goodridge, en realidad, se llamaba
Erastus Corning Whitney, condenado a prisión en varias oca-
siones por estafa y fraude. Su tercera esposa declaró bajo ju-
ramento que su marido odiaba a las personas de origen ita-
liano y que una vez había dicho echando pestes: «Todos los
| 205
italianos que vienen a América en barco deberían ser sumergi-
dos en el puerto». La defensa formuló su recurso basándose en
esta declaración discriminatoria y en la sospecha de que Good-
ridge debía su benévola sentencia al testimonio que identifica-
ba a Sacco como uno de los autores del delito.
La moción no fue admitida.
El cuarto recurso afectaba a la testigo Lola R. Andrews y fue
materializado el 11 de septiembre de 1922. La mujer, apodada
por la prensa como «La desvanecida Lola» por su aparición
teatral en los tribunales, sostuvo que la mañana del 15 de abril
le tocó el hombro a Sacco, que se encontraba bajo el coche,
para preguntarle sobre una fábrica que estaba cerca. Nueve
meses después de finalizar el proceso admitió haber testificado
incorrectamente.
Lola Andrews tenía, esto también lo descubrió la defensa,
un hijo natural de 19 años que vivía en Maine. Los empleados
de Moore le localizaron y organizaron un encuentro entre ma-
dre e hijo en un hotel de Boston. La señora Andrews dijo, en
presencia de otros testigos, que como la defensa había investi-
gado detalladamente su pasado estaba obligada a declarar la
verdad sobre el asalto. John, su hijo, le pidió a su sorprendida
madre que dijera la verdad ya que de esto dependían vidas
humanas. «Si no lo haces, no te podré ver más como a mi ma-
dre».
Ella se echó a llorar y relató cómo el representante del fis-
cal, Williams, había influido para obligarle a realizar una de-
claración acusatoria. Firmó una aclaración jurada para Moore
que indicaba que el hombre que había visto el 15 de abril en el
lugar de los hechos no era Sacco.
Más tarde Lola Andrews desmintió lo dicho y se lamentó de
que la defensa la había puesto bajo presión a través de la sor-
presiva confrontación con su hijo al que no había visto durante
años. Al igual que Pelser, desmintió su testimonio. La defensa
| 206
basó su petición de reapertura del proceso en las disímiles de-
claraciones y aclaraciones de la testigo.
La moción fue denegada.
La quinta solicitud, fechada el 30 de abril de 1923, se cen-
traba en el peritaje balístico realizado por los capitanes Charles
Van Amburgh y William H. Proctor que fueron llamados a tes-
tificar por la fiscalía del Estado. «La pistola de Sacco fue la que
realizó el disparo que causó la muerte de Berardelli», dijo
aquella vez Proctor. Dos expertos, Albert H. Hamilton y Au-
gustus H. Gill, encargados por la defensa para realizar un peri-
taje del arma y la munición con la ayuda de un microscopio de
alta precisión, llegaron a una conclusión contraria con su in-
forme de 93 páginas: ni la supuesta bala mortal ni su corres-
pondiente vaina fueron disparadas con la pistola de Sacco. A
continuación, explicaron en su investigación que el percutor en
el revólver de Vanzetti no era de ninguna manera nuevo, una
refutación más a lo sostenido por la acusación que afirmaba
que se trataba del arma de Berardelli.
Proctor hizo saber que había conservado la bala letal y la
pistola de Sacco durante más de un año bajo custodia y las
había sometido a diferentes exámenes. Ahora, el 23 de octubre
de 1923, admitía bajo juramento que durante la vista del caso
no había estado seguro de que la bala hubiese sido disparada
por el arma de Sacco.
Aquella vez, dos años y medio antes de esta declaración, el
juez Thayer anunció durante la instrucción del jurado que de-
bían recordar el peritaje de Proctor que atestiguaba que la bala
en cuestión había sido disparaba por la pistola de Sacco. Y
Katzmann, en su informe final, les dijo a los miembros del ju-
rado: «Pueden prescindir de todos los testimonios identifica-
dores y apoyarse solamente en las declaraciones de los peri-
tos». Naturalmente el fiscal hacía referencia únicamente a los
expertos presentados por la acusación. El capitán Proctor mu-
rió cinco meses después de su declaración. Con esta declara-
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ción no había enmendado solamente su peritaje, sino que tam-
bién había hecho presente que, si en el proceso de Dedham le
hubiesen formulado las preguntas adecuadas, se habría susci-
tado la impresión de que él consideraba a Sacco inocente. Este
reconocimiento llegó demasiado tarde.
También esta, la quinta moción, fue denegada.
Con la denegación de los cinco recursos para la reapertura
del proceso comenzaron las tensiones entre Moore y Felicani.
También el trabajo de los hermanos McAnarney con el excén-
trico Moore empeoró con el pasar de los años. Le reprochaban
a Moore el que antepusiera, a menudo, sus intereses persona-
les al trabajo judicial mancomunado. A ello se le sumaban sus
exigencias desmesuradas de sueldo que sobrepasaban todas las
posibilidades financieras del Comité de Defensa.
Felicani, después de los sucesivos rechazos a las apelaciones
formuladas, ponía frecuentemente en tela de juicio, ante sus
amigos, las capacidades profesionales de Moore y hacía pre-
sión para lograr prescindir de este. Moore, hondamente amar-
gado por la ingratitud de Felicani, en noviembre de 1924 dimi-
tió oficialmente del caso Sacco y Vanzetti. Pero previamente se
quiso vengar de que le hubiesen quitado «su caso» y así deci-
dió combatir al Comité de Defensa. Fundó su propio grupo The
Sacco-Vanzetti New Trial League (La Liga para un nuevo pro-
ceso Sacco-Vanzetti), y no fue para seguir apareciendo ante la
opinión pública como el defensor de ambos acusados sino más
bien para mantener en sus manos los recursos financieros de-
dicados a Sacco y Vanzetti. Moore mantenía buenos contactos
con liberales estadounidenses influyentes y pudientes a los que
condujo a participar en la liga. La intención de Moore de des-
truir el trabajo de Felicani resultó infructuosa. Por un lado, no
podía ganar para su causa a ningún italiano, pues ellos prefe-
rían seguir trabajando dentro del Comité de Defensa, y, por
otro lado, ni Sacco ni Vanzetti habían aceptado su liga.
| 208
Especialmente Sacco, que desde un principio tuvo objecio-
nes para trabajar con Moore, se negaba a permitir que su foto-
grafía y su nombre apareciesen en los folletos de propaganda
de la liga. En una furiosa carta dirigida a Moore le exhortaba a
«sacar las manos del caso» y le reprochaba el que se aferrara a
este solo por el «dulce dinero».
The Sacco-Vanzetti New Trial League se desplomó muy rá-
pidamente y Moore abandonó, amargado, Boston. El Comité
de Defensa se decidió por un abogado menos excéntrico, por
William G. Thompson. Un miembro conservador del consejo
de la Asociación de Abogados y Juristas de Boston, respetado
docente de la facultad de leyes de la Universidad de Harvard y
hombre de gran influencia. Contrastando con su antecesor, al
que el juez Thayer en una ocasión llamó «mono greñudo de
California», Thompson era un jurista muy poco dogmático, en
su carrera había hecho hasta de representante del fiscal gene-
ral y nadie le podía tildar de radical.
El interés de Thompson por el caso de Sacco y Vanzetti co-
menzó el día en que el juez Thayer trató de impedir en el pro-
ceso de Dedham la labor de Moore. Ese día se encontraba pre-
sente como observador en la sala de audiencias y se percató de
inmediato de que allí se trataba de obstruir con métodos dudo-
sos la labor de la defensa; tampoco se le escapó que Moore, a
través de provocaciones innecesarias, animaba a Thayer para
que restringiera los derechos de la defensa. Posteriormente apo-
yó a Moore con su consejo y le prestó su ayuda en la formula-
ción de la última moción que, como después se vio, no alcanzó
el éxito esperado.
Thompson asumió la defensa del caso preocupado princi-
palmente por la suerte de Sacco y Vanzetti; por un lado, creía
en la inocencia de ambos y, por otro, veía como su deber la
lucha contra la evidente prevaricación que había observado
contra ambos en el proceso. Para esto quería hacer valer toda
su influencia. Le fue posible aumentar el interés, en la nueva
| 209
fase, de un creciente número de ciudadanos del sector burgués
de la sociedad para que prestaran atención al caso de los dos
inmigrantes italianos y así moverles a apoyar su tenaz lucha en
los tribunales con donaciones de dinero.
El 2 de octubre de 1924 Thompson se pronunció, en una
apelación extensa y detallada, contra el rechazo de revisión de
la causa. Solo el 12 de mayo de 1926 el Tribunal Supremo de
Massachusetts resolvió sobre la petición de Thompson. El re-
sultado: «Indiferentemente a si la sentencia de Dedham es
correcta o falsa, esta conserva su vigencia». No se trataba de la
exactitud de la sentencia sino más bien de determinar si el juez
Thayer había dirigido de forma correcta el proceso. Este era,
exactamente, el caso. Se había manipulado lo suficiente las
letras del código penal para que la lógica torcida de la justicia
quedara intocable.
A Thompson, que después de que se retiraran del caso los
hermanos McAnarney quedó como único abogado de Sacco y
Vanzetti, le quedaba solo un camino: presentar una petición de
reapertura del caso al juez Thayer.
¿Pero dónde había razones de peso para una revisión del
caso? ¿Dónde había, después de todo, puntos de partida para
convertir la sentencia en causa? ¿Cómo se podía probar que
Sacco y Vanzetti no eran ni bandidos ni asesinos?
Thompson debía encontrar, en la montaña de declaraciones
y pruebas, una pista que no pudiese ser bloqueada por el juez
Thayer. El tiempo corría en su contra y sabía que, sobre todo,
corría en contra de Sacco y Vanzetti, los que, desde que se ha-
bía pronunciado la sentencia, languidecían en una celda de las
cárceles de Dedham y Charlestown.
| 210
10
Entre la esperanza y la desesperación
Puede ser que estas ideas hayan sido mal formuladas, pero
representaban la filosofía política de Vanzetti. En ella se veía
su principio de justicia, claro y marcado, al igual que su recha-
zo intuitivo a todo tipo de poder. La ley y el tribunal no eran,
para él, ninguna protección contra el poder establecido, eran
los dóciles instrumentos de trabajo de este mismo.
| 217
«Las leyes son la codificada voluntad de la clase dominan-
te... El rebelde e innovador siempre es culpable ante la ley que
sirve a los conservadores», expresó en una de las incontables
líneas que redactó en sus años de prisión.
Su concepto de religión y fe estaba principalmente caracte-
rizado por una resuelta actitud de rechazo a las instituciones
eclesiásticas. Tenía razones históricas, económicas y morales
para ello. En cartas de notable extensión ponía en claro que su
rechazo al poder eclesiástico solo era válido para él. Referente
a la fe, pensaba que era una determinación individual que a
nadie quería obligar a tomar:
| 218
de derechos y obligaciones entre los hombres», quedó en sus
textos como un proyecto únicamente esbozado En ninguna
parte fue descrita detalladamente la organización política de la
nueva sociedad.
Así como eran tajantes sus análisis cuando se trataba de
describir las estructuras de poder y los peligros que estas con-
llevaban, con relación a algunas preguntas sobre el anarquis-
mo sus pensamientos carecían de profundidad.
La cuestión de la violencia, algo que había ocupado desde
siempre a los anarquistas y que a Vanzetti no solo le afectaba
teóricamente sino concretamente, a través de la imputación y
condena del acto criminal más radical, como era el asesinato
de dos hombres, fue tema en una carta que escribió una sema-
na antes de ser condenado en Dedham:
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rizados... Realmente creo que nos mintió. Probablemente quería
eludir el gran despliegue policial dentro y alrededor del Tribunal
Supremo, lo que hubiese sucedido si hubiésemos estado allí... Es-
to significa que en dos meses más vamos a recibir el dictamen y
va a ser favorable. Tal vez llegue a ser verdad lo que digo...
Celestino F. Madeiros.
| 223
11
La confesión
| 224
Finalmente, Madeiros decidió escribir aquella nota que hizo
llegar a Sacco a través de algunos compañeros de prisión. La
corta noticia, que le aturdió por un momento, era la confesión
de un criminal que asumía la culpa de un delito, delito que por
mucho tiempo se les imputaba a ellos. ¿Pero por qué tenía que
entregar ahora una confesión alguien que debía saber desde
hacía mucho tiempo la suerte de estos inmigrantes? ¿Su con-
ciencia no le dejaba tranquilo? ¿Quizás no vio, ya que había
sido condenado a muerte, ninguna posibilidad en su apelación
y quería poner punto final a todo eso para aliviar su atormen-
tada conciencia?
Cuando Sacco envió la noticia a su abogado, este la hizo ve-
rificar inmediatamente. ¿Quién era ese Madeiros? ¿Por qué se
acusaba de tan grave delito?
El 19 de noviembre de 1925 se encontraron Sacco, Thompson
y Madeiros en la prisión de Dedham. Desconfiaban, pero al
mismo tiempo estaban llenos de expectación. A través de la
conversación se dieron cuenta rápidamente de que no se halla-
ban ante ningún chiflado; nada de eso, ante ellos se encontraba
un hombre que había narrado aspectos y detalles del asalto en
South Braintree que solo un implicado podía saber.
Había cumplido 18 años, así contó Madeiros, cuando tomó
contacto con un grupo de italianos especializados en desvalijar
vehículos de transporte. Una tarde que se había encontrado con
ellos para beber algunas copas, le dijeron: «Escucha, tenemos
un buen trabajo para ti» y le propusieron tomar parte en un
asalto. Tenía que seguir el desarrollo del asalto desde el inte-
rior de un coche y procurar que nadie intentara retenerlos. Un
par de días más tarde, el 15 de abril de 1920, ejecutaron el
plan.
«Estaba sentado en el asiento posterior de un Buick, tenía
un revólver Colt calibre 38 en mi poder, me sentía bastante
asustado, puesto que los otros habían comenzado repentina-
mente a disparar». Luego Madeiros describió cómo prepara-
| 225
ron la huida. Para no ser reconocidos usaron dos autos, un
Buick para el asalto y un Hudson al que más tarde se cambia-
ron en un bosque de Randolph.
¿Dos autos? La acusación siempre había hablado de uno solo.
¿Sabía el fiscal de la existencia de un segundo coche? ¿Había
ignorado el Hudson porque el Overland de Boda ya no habría
cumplido ninguna función más en su argumentación y porque
el Hudson habría indicado la conducta profesional de los ban-
didos?
A Thompson se le pasó inmediatamente esta pregunta por
la cabeza, después de escuchar el relato de Madeiros, y quiso
enterarse de más detalles, saber más del hombre que estaba
frente a él revelando una confesión que podría salvar la vida a
sus clientes.
«¿Cuántos hombres participaron en el asalto y cómo se lla-
man?», le preguntó.
Habían participado tres italianos, él y un muchacho delgado
de cabellos claros, contestó Madeiros. Sin embargo, no quiso
decir sus nombres. Para Thompson estaba claro por qué se
negaba a descubrir la identidad de los miembros de la banda:
temía la venganza de estos. Su brazo criminal podía traspasar
las gruesas murallas de la penitenciaria. Se podía encontrar
siempre a un asesino dispuesto a dar muerte al que había can-
tado, por la promesa de recibir un puñado de dólares al termi-
nar su sentencia.
Tras esa conversación, Thompson se encontró con uno de
los representantes del fiscal de distrito, Dudley P. Ranney, que
había tramitado el caso de Sacco y Vanzetti. Ambos estuvieron
de acuerdo en que no se debía intentar nada con la confesión
de Madeiros hasta que el Tribunal Supremo de Massachusetts
decidiera sobre su apelación.
El Tribunal Supremo de Massachusetts aceptó, el 31 de
marzo, el recurso de casación contra la sentencia de Madeiros,
argumentando que el presidente del tribunal había omitido
| 226
señalar a los miembros del jurado, durante el proceso, que el
acusado debía ser considerado inocente hasta que se probara
lo contrario. El presidente del tribunal en el proceso de Madei-
ros se llamaba Thayer. Que los jueces supremos hubieran ac-
tuado de manera tan sensible respecto a los derechos de Ma-
deiros debió asombrar a Thompson. En el caso de Sacco y
Vanzetti no veían ningún motivo para poner en duda la mane-
ra en que Thayer había llevado la vista, ni para determinar el
estilo de este como razón para un recurso de casación. Pero
Madeiros era un asesino común y corriente, no un radical.
Aunque Madeiros era considerado inocente después de la deci-
sión alcanzada por la Tribunal Supremo, este no dio ninguna
muestra de querer retractarse de su confesión, muy por el con-
trario: mientras esperaba en Dedham su nuevo proceso, entre-
gó nuevas declaraciones juradas respecto al delito. En mayo de
1926 fue llevado, por segunda vez, a juicio por el crimen de
Wrentham y encontrado culpable de aquel delito. La sentencia
fue pena de muerte.
Thompson sabía que la confesión sobre el asalto de South
Braintree necesitaba de pruebas adicionales por la larga carre-
ra criminal de Madeiros. Confiaba en ese hombre y en la razón
que había dado para su confesión, «me dan lástima la esposa y
los hijos de Sacco», pero con esto no podía convencer a ningún
juez. Necesitaba otras pruebas que corroboraran lo dicho por
Madeiros.
Herbert Ehrmann, un joven abogado de Boston, fue contra-
tado por Thompson para que indagara la mayor cantidad posi-
ble de hechos. Este se puso manos a la obra y pronto dio con lo
que buscaba. Al primero que visitó fue al jefe de policía de Pro-
vidence; cuando le preguntó si había alguna banda local que se
especializara en robos de vehículos de transporte, este le habló
de la banda Morelli. Se trataba de una banda formada por los
cinco hermanos Morelli, una especie de empresa familiar, to-
dos italianos nacidos en Estados Unidos. Para la policía de
| 227
Providence y New Bedford no eran desconocidos, su expedien-
te delictivo era notable. De algo más le informó el jefe de poli-
cía al abogado: en la época del asalto realizado en South Brain-
tree, los hermanos Morelli estaban siendo juzgados por el
atraco a un camión de transporte, pero tres de ellos se halla-
ban, el 15 de abril de 1920, en libertad bajo fianza. Cuando
Ehrmann se enteró de que cinco de los cargos se referían al
robo de calzado en la fábrica Slater & Morrill en South Brain-
tree, supo que la declaración codificada de Madeiros comenza-
ba a transformarse en hechos concretos.
Esto lo llevó a realizar sus pesquisas mucho más tenazmen-
te que antes. En la comisaría de New Bedford, en cuyo distrito
la banda Morelli había cometido la mayoría de sus delitos, fue
informado por los agentes de que la banda había estado bajo
sospecha de haber cometido el asalto de South Braintree. Pero
después de haber sido detenidos Sacco y Vanzetti no le habían
dedicado más atención a esta idea. Lo que sí les llamó la aten-
ción aquella vez fue que Mike Morelli había sido visto condu-
ciendo un Buick nuevo, que después del asalto desapareció.
Uno de los hermanos Morelli, Joe, fue visitado personal-
mente por Ehrmann, en el centro de detención de Leaven-
worth, e interrogado sobre el asalto. Joe, que estaba cumplien-
do una pena, negó todo enfáticamente y se mostró resoluto:
«No voy a permitirle que malogre mi buena reputación ante el
director del penal», dijo agresivamente y remitió al abogado
para que hablara con un hombre llamado Mancini. «Quizás le
pueda decir algo sobre Sacco...».
Anthony Mancini, uno de los tantos miembros de la banda
Morelli, cumplía una condena por asesinato en la prisión de
Auburn. Había dado muerte a un cómplice; contrariamente a
lo que había sucedido con Sacco, Vanzetti o Madeiros, había
sido juzgado por un jurado clemente que le había sentenciado
solo a una pena de presidio mayor. Cuando se le preguntó so-
bre Sacco y Vanzetti, el asesino profesional quedó pensativo:
| 228
«¡Ah!, ellos no son bandidos, son radicales... Creen que todo lo
que se tiene hay que compartirlo». Más detalles no quiso con-
tarle a Ehrmann, nada sobre si había o no tomado parte en el
asalto el 15 de abril o si sabía algo al respecto. «No, no sé nada
sobre eso...», dijo resueltamente.
Ehrmann no se dio por vencido. Quería presentarle al re-
presentante del fiscal de distrito, Dudley P. Ranney, pruebas
irrefutables. Presentarle a ese mismo hombre que días atrás, al
serle propuesta la idea de anular la acusación contra Sacco y
Vanzetti, basándose en la confesión de Madeiros, había contes-
tado despóticamente: «solo sobre mi cadáver». Deseaba im-
presionarle con nuevos hechos que le obligaran a retirar la
acusación contra sus clientes.
Viajó a Nueva York con la aprobación de Thompson para
someter el arma de Mancini a un peritaje balístico. La banda
Morelli poseía una gran cantidad de armas automáticas Colt
calibre 32, del mismo tipo a la encontrada en el bolsillo de Sac-
co. La bala que mató a Berardelli había sido disparada con un
arma similar, pero, de dónde provenían las otras cinco, inclu-
yendo la que había matado a Parmenter, no se había llegado a
determinar en el proceso. Un perito de la defensa dijo que las
balas habían sido disparadas por un arma de origen descono-
cido, de calibre 7,65. Lo mismo fue corroborado por Hamilton,
el experto en balística que declaró como testigo de descargo.
Pero esa opinión no encontró resonancia ni en el juez ni en los
miembros del jurado.
En Nueva York, en el expediente del caso Mancini, encontró
la prueba que buscaba; el arma homicida usada en el crimen
era un Colt automático calibre 7,65.
Cuando Ehrmann cerró su investigación se encontraba to-
talmente seguro de haber reunido pruebas que le llevarían a
identificar a los verdaderos autores del asalto de South Brain-
tree. No solamente había identificado a la banda Morelli como
presuntos autores de este crimen, sino también las armas usa-
| 229
das aquella vez. Incluso creía poder demostrar el paradero de
una parte del botín. Poco después del atraco a South Braintree,
Madeiros fue sentenciado a cinco meses de presidio por robo
reiterado. Inmediatamente después de haber sido puesto en
libertad realizó, junto a una amiga, un viaje de placer: atravesó
todo el país y llegó hasta México. Indagaciones realizadas por
aquel entonces dieron como resultado que Madeiros, un hom-
bre falto de recursos, había recibido en su cuenta bancaria, al
salir de la cárcel, un depósito de 2.800 dólares. Ehrmann esta-
ba seguro de que se trataba de su parte del botín.
Pero al fin y al cabo era el fiscal de distrito quien debía rea-
lizar su propia investigación, procesar a la banda Morelli y de-
jar decidir a los miembros del jurado. Él solamente podía en-
tregar las pruebas; no podía declarar culpables a los presuntos
autores. Pero el fiscal de distrito no mostró ningún interés.
Ranney leyó la notificación en nombre de la Fiscalía del distri-
to: «Creemos haber encontrado la verdad y habiéndola encon-
trado no existe ninguna otra cosa que pueda jugar un papel en
esto».
La teoría Morelli, que planteaba que el asalto en South
Braintree habría sido obra de una banda profesional, fue pre-
sentada en una sexta apelación por Thompson, el 26 de mayo
de 1926. La petición no solo hacía referencia a la confesión que
Madeiros había realizado, sino también a las pruebas que Ehr-
mann había reunido en un esforzado trabajo de investigación.
Se trataba de lograr la reapertura del caso. Y nuevamente debía
decidir un hombre, un hombre que estaba a la cabeza de la cons-
piración que quería condenar a dos inocentes: el juez Thayer.
Vanzetti, que seguía los acontecimientos desde la prisión de
Charlestown con la misma inquietud que Sacco lo hacía desde
Dedham, se había llegado a convencer de las cualidades profe-
sionales de su abogado. En la carta del 19 de septiembre de
1926 lo elogió ante su hermana Luigia: «Las razones argumen-
tadas en la apelación por Thompson son grandiosas». También
| 230
le comentó sobre la serie de artículos que había escrito este
sobre el caso y que habían sido publicados por el New York
Times, «totalmente a nuestro favor».
El 1 de octubre le escribió en otra carta:
| 233
radicales de Sacco y Vanzetti para que fuera usada en sus interro-
gatorios...
Estoy y estuve siempre convencido de que cada funcionario
del Ministerio de Justicia en Boston sabía de ese asunto, que eran
conscientes —y siempre lo fueron— de que en realidad aquellos
dos hombres no tenían ninguna relación con el homicidio de South
Braintree y que su condena era el resultado del trabajo manco-
munado entre los funcionarlos del Ministerio de Justicia de Bos-
ton y el fiscal de distrito…
| 234
El respetado publicista y jurisconsulto Felix Frankfurter,
entonces profesor de Derecho Administrativo en Harvard, re-
sumió su análisis de las resoluciones de Thayer en un libro
titulado The Case Sacco and Vanzetti:
| 237
rientes e incluso a periódicos para ganar al hombre que ha sido
encargado por el Estado para que, ante todo, haga cumplir la ley.
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12
«¡Ustedes están condenando a muerte a dos
inocentes!»
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gua humana y a pesar de este sufrimiento me ven ante ustedes
sin temblar, me ven que soy capaz de mirarles a los ojos sin enro-
jecer, sin demudarme, sin avergonzarme o angustiarme.
Eugene Debs dijo que ni siquiera un perro, o algo parecido, ni
siquiera un perro que hubiese matado gallinas, habría sido con-
denado por un jurado estadounidense con las pruebas que el fis-
cal de distrito presentó contra nosotros. Pienso que ni siquiera a
un perro roñoso se le hubiese denegado por segunda vez una ape-
lación ante el Tribunal Supremo de Massachusetts, ni siquiera a
un perro sarnoso.
Se acordó, bajo este mismo techo, permitir una revisión de la
causa de Madeiros con el argumento de que el juez había olvida-
do decir a los miembros del jurado que un acusado tiene que ser
considerado inocente hasta que el Tribunal no pruebe lo contra-
rio. Este hombre confesó. Fue llevado a juicio y confesó, y la corte
permitió la revisión. Nosotros demostramos que no puede haber
sobre la tierra ningún juez tan cruel y prejuicioso como usted es y
ha sido con nosotros. Sin embargo, se nos niega una revisión de la
causa. Sabemos, como también lo saben ustedes muy dentro de
sus corazones, que desde un principio estuvieron en contra nues-
tra, casi desde el momento en que nos vieron por primera vez. Ya
antes de vernos sabían que éramos radicales, que éramos opri-
midos, que éramos enemigos de las instituciones del Estado, ins-
tituciones en las que creen y valoran de corazón, cosa que no voy
a condenar. Y por esto fue fácil, desde el principio del primer pro-
ceso, obtener una sentencia...
Saben también que ustedes se manifestaron abiertamente
contra nosotros, que hablaron de su odio y de su menosprecio
con amigos en un viaje en tren, en el club universitario de Bos-
ton, en el club de Golf de Worcester. Estoy seguro de que, si la
gente ante la que fuimos denigrados tuviese el coraje, tuviese la
valentía de testificar, quizás, y siento tener que decirlo, su seño-
ría, pues usted ya es un anciano como mi padre, sería usted el
que estaría en el lugar en donde nosotros nos encontramos y
pienso que con justa razón…
Mi primer abogado se convirtió en el socio del señor Katz-
mann. El primer abogado que tuve, el señor Vahey, no me defen-
dió. Me vendió por treinta monedas de plata, así como Judas
| 242
vendió a Cristo. Si ese hombre y el señor Katzmann no le dijeron
que era culpable fue porque sabían que era inocente. Él pronun-
ció un largo discurso ante los miembros del jurado sobre cosas
que carecían de importancia. Pasó por encima de los puntos más
relevantes de ese proceso con solo un par de palabras. Natural-
mente esto debe haber causado la impresión ante los miembros
del jurado de que mi abogado defensor no tenía nada que decir;
él tenía que actuar como un ser rastrero para poder omitir, con su
silencio, las cosas más determinantes y decisivas.
Comparecimos ante el tribunal en un tiempo que pasó a la
Historia. Me refiero a una época en la que había resentimiento
histérico y odio contra las personas que compartían nuestros
principios, contra los extranjeros, contra los vagos y holgazanes.
Me parece, más bien lo sé, que tanto usted como el señor Katz-
mann hicieron todo lo que estaba en su poder para instigar con-
tra nosotros todas las pasiones y prejuicios de los miembros del
jurado...
Las personas que componían el jurado nos odiaban porque es-
tábamos contra la guerra. No podían hacer una diferencia entre
un hombre que está contra ella porque cree que es injusta, por-
que es un cosmopolita, y uno que... está a favor de otro país, que
lucha contra nosotros porque es un espía, que comete un crimen
al servicio del país de su convicción. No somos gente de esa cala-
ña. Nadie puede decir que somos espías alemanes o espías de al-
guien. Katzmann lo sabe bastante bien. Katzmann sabe que esta-
mos en contra de la guerra porque no le encontramos sentido.
Creemos que las guerras son erróneas, que después de diez
años nos podemos dar cuenta de sus consecuencias y resultados.
Estamos más convencidos que nunca de que es falso comenzar
una guerra. Deseo subir al patíbulo diciéndole a la humanidad:
mirad, estáis en las catacumbas. ¿Para qué? Todo lo que se les di-
jo y se les prometió fue una falsedad, un engaño, un crimen.
¿Dónde está la libertad?, se os prometió progreso ¿y dónde está
tal progreso?
Ya lo dije, no soy culpable de este crimen, nunca en mi vida he
cometido crimen alguno. No robé, ni maté, ni derramé sangre
ajena. Luché contra el crimen y me sacrifiqué por extinguir aque-
llo que la ley de la Iglesia y el Estado legitima y consagra.
| 243
No le deseo a ningún perro o víbora lo que a mí me ha suce-
dido, por cosas de las que no soy culpable, ni siquiera a la criatu-
ra más baja y mísera sobre la tierra. He tenido que padecer por-
que soy un radical. He tenido que sufrir porque soy un italiano.
Soy radical. Soy italiano. He padecido más por mi familia y por la
gente que está cerca de mí. Estoy convencido, me pueden matar
solo una vez, pero si fuera posible me ejecutarían por segunda
vez. Y si volviese a nacer, volvería a vivir como lo he hecho y haría
lo que hasta hoy he hecho.
No tengo nada más que decir. Les agradezco su atención.
| 245
13
Libertad o muerte
| 246
todos sus ideales: era rico, creyente y, por encima de todo, pa-
triota. A este hombre le tocaba decidir entre la libertad, la ca-
dena perpetua o el ajusticiamiento.
El 4 de mayo la defensa dirigió a Fuller a una petición de
gracia. Estaba firmada por Vanzetti, pero no por Sacco. Espe-
cialmente ahora, en el estadio más dramático de su caso, se
veía cuán diferentes eran. Vanzetti luchaba con valor por su
vida, en los largos años de encierro no había perdido esa fuer-
za, todo lo contrario: de sus derrumbes emocionales y de sus
internamientos en clínicas psiquiátricas se había recuperado
rápidamente, convirtiéndose en un luchador más tenaz. Curio-
samente, la prisión le había otorgado una nueva identidad. Allí
encontró tiempo para leer incontables libros y le enorgullecía
su intercambio epistolar con «seres humanos que, encontrán-
dome en esta situación fatal, pude volver a contactar a través
de este medio». Comenzó escribiendo una gran cantidad de
artículos y textos que fueron hechos públicos por diferentes
periódicos. Vanzetti se transformó en un hombre público, re-
cluido, pero no desconectado de la discusión política.
Sacco, por el contrario, había sido vencido por los largos
años de prisión, las constantes disputas con la justicia y el des-
consolado existir entre la esperanza y la resignación. Pero su
aflicción mayor era la separación de su familia. En este punto
había perdido toda fe en la justicia; secretamente deseaba un
rápido fin. Un alivio, nada más. Por esto había renunciado a la
petición de gracia, quería la libertad o la muerte.
La negativa de Sacco enfadó mucho a Vanzetti. Este tuvo
que cargar solo con el estigma del peticionario. Lo que más le
había desagradado en su vida. Él, el luchador, el que había
descrito en una carta a Fuller como a un verdadero «piojo pla-
gado de dinero y vanidad, aquejado de un testarudo reacciona-
rismo», encontraba la postura de Sacco totalmente errada y de
una gran estrechez de miras.
| 247
Thompson, que tampoco se encontraba feliz con la conducta
de Sacco, informó a Fuller de que la negativa de este se debía a
su estado mental, desarrollado durante su reclusión. El aboga-
do encomendó al doctor Myerson, el médico que había exami-
nado a Sacco después del colapso nervioso sufrido en 1923, que
corroborara sus conclusiones con un pequeño informe médico.
El doctor Myerson habló con Sacco, que, entretanto, recha-
zaba cualquier contacto con las autoridades y se mostraba muy
reservado ante los amigos, en la austeridad de su celda. El mé-
dico le escribió al colaborador de Thompson: «Señor Ehrmann,
en mi opinión él no muestra ningún síntoma de enfermedad
mental». Ante el doctor Myerson Sacco había repetido que
deseaba la libertad o la muerte. Que no era culpable de haber
cometido delito alguno y que por ello no deseaba ser indultado
para tener que pasar el resto de su vida en prisión. Al final co-
mentó: «Vanzetti es un buen amigo y compañero, pero tiene
una noción del mundo diferente a la mía».
El 1 de junio de 1927, el gobernador Fuller dio a conocer la
nominación de un comité que le debía asesorar en su investi-
gación del caso. Intentando demostrar que carecía de prejui-
cios y deseando hacer olvidar su odio encarnizado contra los
rojos, invitó a la defensa para que expusiera personalmente su
investigación sobre la banda Morelli. Cuando Thompson pidió
a Fuller que interrogara a los testigos de cargo en presencia de
los acusados, este lo desestimó rotundamente. Deseaba basar
su decisión en los resultados del comité nombrado por él. «No
pretendo tomar esta decisión a la ligera», les dijo a Thompson
y a Ehrmann cuando estos abandonaban su oficina en el pala-
cio de Gobierno de Boston.
¿Había algún motivo para ser optimista? ¿Se había trans-
formado Fuller, un diputado anticomunista, en gobernador
carente de prejuicios?
Fuller había escogido a tres hombres para formar «su con-
sejo de sabios»; al juez Robert Grant, al presidente de la Uni-
| 248
versidad de Harvard, Abbott Lawrence Lowell, y al presidente
del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Ellos constituyeron
la llamada Comisión Lowell. Los tres eran totalmente inexper-
tos en temas delictivos. De Grant, un ex juez del Tribunal Su-
cesorio, se sospechaba que tenía un prejuicio contra los inmi-
grantes italianos. Después de que le robaran todo su equipaje
en un viaje por Italia, cuando se encontraba entre amigos, solía
llamar a los italianos «pícaros y granujas».
Pero lo más manifiesto era que los tres miembros de la co-
misión representaban exactamente la clase social estadouni-
dense ajena a la vida de gente como Sacco y Vanzetti. Sin em-
bargo, no solo los ciudadanos liberales, que se preocupaban de
la suerte de los condenados, habían puesto sus esperanzas en
la Comisión Lowell y en la decisión que esta tomara, sino tam-
bién los miembros del Comité de Defensa. Gardener Jackson,
como siempre uno de los líderes organizadores, convenció a los
demás miembros de este comité para que renunciaran a reali-
zar protestas de apoyo durante el tiempo en que la Comisión
Lowell se encontrara deliberando. Esta acción llevaría a evitar
posibles repercusiones negativas. Refiriéndose a dicha comisión
dijo: «Había escuchado constantemente cosas buenas sobre
esta comisión y estaba seguro de que recibiríamos un dictamen
totalmente objetivo».
La Comisión Lowell comenzó su trabajo el 11 de julio. Las
consultas se prolongaron hasta el 21 de ese mes. Diversos tes-
tigos fueron escuchados, entre ellos el profesor Guadagni y
Albert Bosco, quienes habían confirmado la coartada de Sacco
para el día 15 de abril con sus declaraciones, que la comisión
pretendía poder demostrar como contradictorias. Pero esto no
dio resultado, sus declaraciones levantadas en acta afirmando
haberse encontrado en Boston el día de autos con Sacco, que-
daron imperturbables.
El juez Thayer, así como también Katzmann y los abogados
defensores, tuvieron que someterse a las preguntas de la comi-
| 249
sión. Incluso se le permitió a Thompson someter a Katzmann a
un interrogatorio; como era de esperar, este difería de los inte-
rrogatorios comunes: Thompson no debía escuchar las respues-
tas, estas solo podrían ser escuchadas por los miembros de la
comisión. La consecuencia fue clara: Thompson no pudo desa-
rrollar una estrategia referente a las preguntas y tampoco pudo
crear una táctica que le permitiera aproximarse a Katzmann.
El juez Thayer tuvo que hacer frente a las recriminaciones
de la defensa, que le acusaba de haber estado desde un princi-
pio en contra de ambos acusados. Thompson y Ehrmann in-
tentaron confirmar, por medio de declaraciones juradas, que
había marcado con su comportamiento el proceso de Dedham
y que también había influido en las decisiones concernientes a
las apelaciones en perjuicio de Sacco y Vanzetti.
Tres periodistas que habían seguido de cerca el proceso y
las vistas posteriores se expresaron con relación a la actitud de
rechazo de Thayer y al odio que tenía a los acusados y sus de-
fensores. Una de ellos fue la reportera del International News
Service, Elisabeth Bernhopf, que continuamente viajaba junto
a Thayer en el tren de la mañana a Dedham. «Se comportaba
de una manera como no debería hacerlo ningún juez. Se refería
al abogado Moore como un anarquista de pelo largo venido del
oeste que no le iba a intimidar…», dijo.
John Beffel, reportero de Federated Press, entregó una des-
cripción adicional de la hostilidad de Thayer. «Espere hasta
que presente mi acusación a los miembros del jurado. Ya se la
voy a presentar», dijo Thayer en su presencia. Frank P. Silbey,
del Boston Globe, uno de los más respetados periodistas de
Massachusetts, informó sobre unos comentarios durante una
pausa procesal, en los que Thayer había llamado a los aboga-
dos defensores «malditos idiotas». Otros testigos también con-
firmaron su rudo y hostil rechazo.
George V. Crocker, miembro del Club Universitario de Bos-
ton y antiguo concejal, declaró que, durante el proceso, Thayer
| 250
le había dicho en repetidas ocasiones que Sacco y Vanzetti «son
anarquistas y desertores, por lo tanto, no se merecen ninguna
deferencia». También declaró que Thayer se expresó en su pre-
sencia diciendo que, de todos modos, había demasiados rojos
en el país.
Robert Benchley, redactor de la revista Life, confirmó de
igual manera las agresiones de Thayer contra los inculpados.
En 1921 visitó a un matrimonio amigo, el señor y la señora
Coes, en Worcester. Ellos cultivaban la amistad con Thayer,
que era miembro de su club de golf. Los Coes le participaron
algunos comentarios de Thayer. Había insultado a Sacco y
Vanzetti llamándoles «bastardos y bolcheviques que pretenden
intimidarme». Pero les iba «a hacer sudar fuertemente».
Mientras la Comisión Lowell se ocupaba de estas declara-
ciones juradas entregadas por la defensa, el gobernador Fuller
invitaba a su despacho a gente heterogénea para escuchar su
opinión sobre el caso. Aldino Felicani y Gardener Jackson fue-
ron dos de los invitados para hablar con Fuller.
Más tarde recordó Jackson esta reunión de la siguiente ma-
nera:
| 251
Volvimos Felicani y yo a entrar en la oficina y allí le pudimos
demostrar que Vanzetti había vendido anguilas ese día, que había
21 familias italianas que aquella mañana le habían comprado an-
guilas, exactamente en el momento en que supuestamente se en-
contraba participando en el asalto de Bridgewater. ¡No me diga
nada más, señor Jackson!, dijo Fuller, así que se trata de italia-
nos. A esa gente no se le puede creer.
| 252
Desde Plymouth a Bridgewater hay solamente veinte millas.
Un truco bastante inteligente, se comienza en Plymouth con las
anguilas, se corre de prisa a Bridgewater para realizar el asalto y
luego, ¡se vuelve a Plymouth para continuar vendiendo anguilas!
¿Puede existir una mejor coartada?
| 255
debía decidir sobre su cabeza y la de Sacco. El día que Vanzetti
estaba escribiendo en su celda esta carta para Fuller, ese mis-
mo día, la Comisión Lowell entregó al Gobernador su informe.
Fuller comunicó a través de su secretario que quería hacer pú-
blica su decisión el 3 de agosto.
Mientras Sacco y Vanzetti continuaban con su huelga de
hambre, muchos esperaban. Esperaban cientos de periodistas
de todo el mundo que habían llegado a Boston y que sitiaban el
palacio de Gobierno, esperaban miles de manifestantes que
habían salido a la calle para mostrar su solidaridad con los dos
condenados a muerte, esperaban los miembros del Comité de
Defensa, los abogados Thompson y Ehrmann, la hermana de
Vanzetti, su hermano y su padre, Rosina y sus dos hijos, Sacco
y Vanzetti, todos estaban esperando la última decisión sobre la
vida o la muerte.
Cuando Fuller se encaminó, un poco después de las veinte
horas, hacia su despacho, les comentó a los representantes de
la prensa: «se ve que pasa algo ¿no?». Con gran tensión y exci-
tada expectativa habían tomado asiento por todos lados en los
pasillos, en las escaleras, al lado de las ventanas. El palacio de
Gobierno se asemejaba a una fortaleza para periodistas. Una
hora más tarde apareció Fuller para lamentar, bajo los deste-
llos de luz de las cámaras fotográficas, que por encontrarse con
demasiado trabajo y, por ende, extenuado, no le era posible
ofrecer una conferencia de prensa. Pero que estaba seguro de
que el informe hablaba por sí mismo... «¿Cuál es la decisión?»,
le preguntaron impacientemente los periodistas. Fuller negó
con la cabeza: «Ustedes van a ser informados pronto...», y des-
apareció apresuradamente tras la puerta de su oficina.
Un poco antes de la medianoche se presentó el secretario
del Gobernador con un montón de sobres sellados, cada uno
de ellos llevaba escrito el nombre de un periódico. La multitud
de periodistas se convulsionó en agitados movimientos Uno de
| 256
ellos rasgó el sobre que se le había entregado, repasó rápida-
mente su contenido y lanzó una mirada a la última frase.
«Deben morir…, gritó con voz entrecortada, ¡ellos deben
morir!».
| 257
14
El último intento de salvación
Fuller resumió:
Bartolomeo Vanzetti.
Sacco escribió:
| 262
Nunca tuvimos confianza en el gobernador. Siempre supimos
que Fuller, como Thayer y Katzmann, era un asesino.
Calurosamente les saludamos fraternalmente a todos,
Nicola Sacco.
| 265
Para que las deliberaciones del Tribunal Supremo puedan lle-
gar a su fin, el Gobernador ha ordenado aplazar la ejecución doce
días. La ejecución se aplaza hasta el 22 de agosto de 1927.
| 266
15
El fin de la tragedia
| 268
18 de agosto de 1927, Penitenciaria Estatal de Charlestown.
Tu padre y amigo
P.D.
| 271
El abogado Musmanno se había acercado esa tarde a la cár-
cel para comunicarles personalmente la decisión del Tribunal
Superior. En un primer momento, Vanzetti escuchó las pala-
bras serenamente, pero repentinamente comenzó a enfurecer-
se. Todas las desilusiones, la impotencia y la rabia estallaron
en su interior. Gritó: «¡Id a buscar a los millones de personas,
id a buscarles!». Musmanno estaba impresionado de la irrupción
sentimental de Vanzetti que no se atrevía a tratar de calmarle.
Luego, Vanzetti se sentó y comenzó a escribir una confusa car-
ta a Thompson, su anterior abogado. En ella le ordenaba que
movilizara «a todas las naciones del mundo para que agredan
a Estados Unidos». Era el documento de un desesperado.
Aproximadamente al mismo tiempo, Luigia Vanzetti llegaba
al puerto de Nueva York en el vapor con el que había atravesa-
do el Atlántico. Luigia, que había intercambiado un sinfín de
correspondencia con su hermano durante esos siete años de pre-
sidio, que había vivido y padecido todas las etapas del drama,
era una mujer melancólica de 36 años que aparentaba muchos
más. Fue catapultada desde su idilio campestre al penetrante
mundo de los destellos fotográficos. «Mi misión es traer paz y
consuelo», les dijo a los periodistas que la estaban esperando.
Era una mujer devota que quería inducir a su hermano a que
volviera al refugio de la iglesia. Antes de que desapareciera
junto a los miembros del Comité de Defensa dijo:
| 272
hermana en la desgracia», como la llamaba Luigia, le había
preguntado al director de la prisión, por encargo de su esposo,
si era posible que durante la visita Vanzetti pudiese abandonar
su celda para no tener que saludar a su hermana a través de los
gruesos barrotes de acero. El director Hendry dio su consenti-
miento a pesar de que con esto estaba infringiendo las reglas
del penal.
Se abrazaron envueltos en lágrimas, se besaron repetidas
veces y sentados, llorando, recordaron su niñez. No dijeron ni
una palabra sobre religión o política.
Sacco, que también fue saludado cordialmente por Luigia,
se encontraba, como siempre, junto a su Rosina. Estaban to-
mados de la mano y él le acariciaba lentamente la mejilla. Aquel
día le entregó una carta para la pequeña Inés, una carta en
respuesta a la que ella le había enviado, una respuesta a todos
esos dibujos realizados con tanto cariño.
19 de julio de 1927
Mi amada Inés,
| 273
Sé que vais a ser gente buena y honrada. Estoy seguro de que
sabéis que en cada minuto de mi vida os llevo dentro de mi alma
y que si os digo tantas cosas es porque estoy lleno de apasionada
inquietud.
Agradéceles en mi nombre a los amigos que lucharon por mi
liberación y déjame abrazaros, a ti, a tu hermano y a tu madre.
Tu padre.
| 274
Así transcurrieron las últimas horas. El día de la ejecución,
el 22 de agosto de 1927, había llegado.
Ya desde la mañana habían marchado hacia la prisión de
Charlestown unidades policiales que se encontraban destacadas
por todas partes y pertrechadas con fusiles y vehículos blinda-
dos. El barrio donde estaba situada la prisión parecía un cam-
pamento militar. Sin embargo, por varios lugares surgieron
miles de manifestantes. Sacco y Vanzetti se hallaban detrás de
las gruesas murallas, en su celda de la muerte, de la que les
separaban solo unas pocas horas.
Musmanno los visitó muy temprano por la mañana; llevaba
consigo una solicitud de aplazamiento de ejecución redactada
por un grupo de juristas prominentes. Como quería hacer lle-
gar la petición a la corte del Distrito Federal, les entregó los
documentos para que los firmaran. Vanzetti los firmó y le pidió
poder hablar con su ex abogado, Thompson. Sacco se negó
rotundamente a firmarlos.
Mientras Vanzetti esperaba a Thompson, escribió una de
sus cartas más impresionante. Estaba dirigida a Dante.
Mi querido Dante,
| 276
mos sido sacrificados como razón de Estado de la reacción de es-
te país, de la reacción de la plutocracia estadounidense.
Llegará el día en que entiendas en toda su gravedad las atro-
ces causas arriba descritas, ese día nos vas a honrar.
Bartolomeo.
| 277
Le pregunté a Vanzetti si había hecho algún comentario en
presencia del señor Graham o del señor Vahey, en el que se pu-
diese deducir algo así como un reconocimiento de culpa en algu-
nos de los dos delitos. Con gran énfasis y total sinceridad respon-
dió que no. Luego dijo lo que muchas veces ya me había
comentado: los señores Graham y Vahey nunca fueron los abo-
gados de su elección. Los había aceptado como abogados defen-
sores por petición de sus amigos, que habían reunido el dinero
para pagarles. Posteriormente se refirió a su relación con ellos, a
su conducta en el caso de Bridgewater y, seguidamente, a lo que
les había dicho al respecto. Esto lo pude comprobar al día si-
guiente pero no deseo repetirlo en estas líneas…
El vigilante volvió a su lugar. Le dije a Vanzetti que mi fe en su
inocencia había crecido continuamente, primero a través del co-
nocimiento de los hechos y luego por la impresión que me había
causado su personalidad. Pero naturalmente... siempre existía la
posibilidad de que me estuviese equivocando. Le pedí por eso que
me asegurara nuevamente, en esa hora de su vida, en la que no
los podía salvar, que Sacco y él eran inocentes.
Vanzetti me respondió reposadamente, con una franqueza que
no dejaba espacio para dudas, que en ese punto no debía preocu-
parme, tanto él como Sacco eran totalmente inocentes del delito
de South Braintree, lo mismo valía para él en el caso de Bridge-
water. Estaba más convencido que nunca de que la raíz de la sos-
pecha sobre él y Sacco se encontraba en la profunda desconfianza
de los estadounidenses ante la presencia de otras formas de vida,
de otras maneras de razonar y en la idea de que todos los radica-
les eran criminales. No hubiese sido nunca condenado si no hu-
biese sido un anarquista; tomado de esta manera, moría por su
modo de pensar. Dijo que su modo de pensar comprendía la fe en
el desarrollo de la humanidad y la extinción de la violencia sobre
la tierra. Llevó la conversación con serenidad, reflexivo y con un
convencimiento profundo. Me pidió que hiciera todo lo que estu-
viese en mi poder para limpiar su nombre de esta mancha que
había caído sobre el…
Me pidió que pensara en estos siete años de encierro y en el
continuo cambio entre la esperanza y el temor. Me hizo recordar
comentarios que había hecho el juez Thayer en presencia de cier-
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tos testigos, especialmente ante el profesor Richardson. Quiso
saber qué estado mental podría ser capaz de crear dichos comen-
tarios. Me preguntó cómo una persona honesta podía aceptar que
un juez fuese capaz de ser imparcial cuando llamaba a los acusa-
dos «bastardos anarquistas». Si pensaba que toda la crueldad
que había sido ejercida sobre Sacco y él debía quedar impune...
Enseguida volvió al principio de la conversación, las luchas de
tiempos pasados y el progreso de los grandes movimientos por la
mejora de la humanidad. Dijo que todos los movimientos altruis-
tas se habían originado en la mente de algún genio, más tarde
malentendido y pervertido por la necedad popular y el lúgubre
egoísmo. Acotó que todos los grandes movimientos que habían
querido cambiar las normas convencionales, las opiniones tradi-
cionales y las antiguas instituciones, se habían encontrado con la
violencia y la persecución. Mencionó a Sócrates, a Galilei, a Gior-
dano Bruno y a muchos otros que ahora no recuerdo, unos eran
italianos, otros rusos. Refiriéndose al cristianismo dijo que había
comenzado de forma sencilla y franca, que había sido expuesto a
la represión y a la persecución y que mucho más tarde, bajo el
dominio eclesiástico, había degenerado en tiranía.
Le dije que no pensaba que el progreso del cristianismo estu-
viera estrangulado por las convenciones y el domino de la Iglesia,
muy por el contrario, ofrecía a miles de personas sencillas un ali-
ciente. La esencia de ese aliciente se encontraba en la confianza
todopoderosa que Jesús había puesto en la verdad de sus ideas
sobre el perdón, después de que sus enemigos, perseguidores y
difamadores le crucificaran.
Esta no fue la primera ni la última vez, durante esta conversa-
ción, que Vanzetti mostró el rencor que sentía por sus enemigos.
Habló elocuentemente de sus sufrimientos y me preguntó si sería
capaz de perdonar a una persona que me hubiese causado duran-
te siete años tanto sufrimiento y angustia. Le participé cuánto le
entendía y le pedí que reflexionara sobre la influencia que un ser
supremo ejercía sobre él y sobre mí, sobre un poder incompara-
blemente más grande que el odio y la venganza. Le manifesté
que, a largo plazo, el mundo iba a reaccionar al amor y no al odio,
que deseaba que él pudiera perdonar a sus enemigos no por ellos
sino para que pudiera alcanzar su propia paz interior, ya que un
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acto de esta naturaleza iba a producir más efecto para su causa
que cualquier otra cosa y que sería el argumento más convincente
para su inocencia.
Nuevamente se produjo una pausa en nuestra conversación.
Me levanté y nos quedamos mirándonos durante dos largos mi-
nutos sin decir palabra. Finalmente dijo que quería pensar sobre
lo que le había dicho. Le mencioné algo sobre la posibilidad de
alcanzar la inmortalidad personal. Le dije que era consciente de
que para él era difícil creer en la inmortalidad; pero que, si esta
existía, podría tener la seguridad de que ya era partícipe de ella.
Esto le hizo guardar silencio...
Todo el tiempo, aparte de los pocos momentos que he men-
cionado, se mantuvo en su conciencia la fe en una superioridad
que conduciría a la humanidad a una existencia mejor. Me sentí
fascinado por la fuerza de su convencimiento y por la dimensión
de su conocimiento. No hablaba como un fanático. Aunque esta-
ba totalmente convencido de la verdad de sus puntos de vista,
cuando alguien le explicaba una idea que no compartía en abso-
luto, le podía escuchar tranquilamente y con gran entendimiento.
En ese último momento, la impresión que en los últimos tres
años me había formado de él se profundizó, era un hombre con
un poderoso convencimiento, un altruista devoto de grandes
ideales. No había ninguna señal de derrumbe o de terror ante la
muerte que se acercaba...
Al despedirse de mí me dio un gran apretón de mano y me mi-
ró con enorme firmeza. Una mirada que revelaba la profundidad
de sus sentimientos y la fuerza del dominio de sí mismo.
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deció lo que había hecho por él. No mostraba temor alguno, me
estrechó la mano firmemente y se despidió de mí.
Su conducta fue completamente franca como también fue de
una bondad infinita el que no hubiera profundizado sobre nues-
tra diferencia de opiniones. Defendía la idea de que cualquier es-
fuerzo ante el tribunal o ante la opinión pública era absurdo,
porque la sociedad capitalista no se podía permitir concederle
justicia a un hombre como él. Yo tenía una opinión diferente, pe-
ro en ese último encuentro no quise mencionar nada de ello, ya
que los resultados confirmaban su propia tesis.
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la menor duda, Dios le ha abierto su libro. El único problema de
este largo caso es que los que poseen el poder no han leído la le-
tra de nuestro señor… por favor, por amor a Dios, por piedad se-
ñor Gobernador, salve a mi hermano. Es muy joven para morir.
Tenga misericordia señor Gobernador, salve también a Sacco que
es un hombre de inmensa bondad.
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clarado muerto nueve minutos después de la medianoche. Ha-
bía alcanzado a cumplir 25 años.
Los funcionarios de la cárcel volvieron para buscar a Sacco.
A las doce y once minutos de la noche apareció entre la res-
plandeciente luz de la sala de ejecución. Sacco se veía fatigado
y pálido. Los treinta días de huelga de hambre, que poco antes
había tenido que abandonar, le habían marcado Se sentó en la
silla y los funcionarios le abrocharon las frías fajas metálicas a
sus extremidades.
«¡Viva la Anarquía!», gritó en italiano inundando con su
voz toda la habitación. Sabiendo que le quedaban solo unos
pocos alientos de vida, dijo en inglés entrecortado: «Hasta
siempre mi esposa, todos mis amigos». Sacco miró a los testi-
gos que contribuían con su presencia a este ritual de asesinato
judicial. Cuando los funcionarios le terminaron de abrochar la
última faja, dijo cortésmente: «Buenas noches, señores…».
Luego movió una mano y gritó: «¡Adiós, madre adorada…!».
Sus últimas palabras se fueron perdiendo entre la muerte.
Diecinueve minutos después de la medianoche, Nicola Sacco
fue declarado muerto. Solo había podido llegar a los 36 años.
Vanzetti esperaba que le fueran a buscar. Cuando ingresó en
la sala de ejecución, a las doce y veinte de la noche, parecía
resignado y tranquilo. Le estrechó la mano al guardia y a Hen-
dry, director de la cárcel, y les dio las gracias «por todo lo que
habían hecho por él». Luego tomó asiento en la silla eléctrica.
Mientras los funcionarios le ajustaban las correas, observó a
los testigos y les habló lentamente:
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Luego de una pequeña pausa acotó: «Perdono a la gente
que me está haciendo esto».
Por tercera vez fue dada la señal de la muerte para que los
golpes de electricidad quemaran el cuerpo de Vanzetti. El di-
rector, Hendry, luchaba por contener las lágrimas. Susurran-
do, apenas perceptiblemente, pronunció la fórmula prescrita
por la ley: «Basándome en la ley... le declaro muerto. La sen-
tencia ha sido ejecutada».
Pasaban veintiséis minutos de la medianoche. El cadáver de
Vanzetti fue puesto sobre la camilla que estaba detrás del
biombo, al lado de los cuerpos sin vida de Madeiros y Sacco.
Solo había cumplido 39 años.
Los testigos abandonaron en silencio el cuarto. Ellos ya no
tenían nada más que hacer allí. Solo el reportero W.E. Playfair
tenía la triste tarea de comunicarle al mundo que una tragedia
había llegado a su fin.
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Epílogo
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Fuentes e indicaciones literarias
Lyons, Eugene, The Life and Death of Sacco and Vanzetti, Ber-
lín, 1928.
| 288
Sinclair, Upton, Boston, New York, 1928.
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ÁLBUM
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco.
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco.
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco durante el juicio.