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SACCO Y VANZETTI.

EL ENEMIGO EXTRANJERO
HELMUT ORTNER
HELMUT ORTNER

SACCO Y VANZETTI
El enemigo extranjero
Fuente: Helmut Ortner – Sacco y Vanzetti. El enemigo ex-
tranjero, Txalaparta, Tafalla, 1999

Traducción: Alejandro Flores Bustamante

Edición digital, revisión y corrección: La Congregación


[Anarquismo en PDF]

Portada y álbum: Reybum

Rebellionem facere Aude!


ÍNDICE

1 LOS DISPAROS DE BRIDGEWATER Y SOUTH BRAINTREE ............ 5


2 SALIDA HACIA LA TIERRA PROMETIDA ................................... 30
3 A LA CAZA DE ROJOS Y RADICALES .......................................... 52
4 LA TRAMPA SE CIERRA DE GOLPE............................................ 82
5 «POR LO MENOS DOCE AÑOS…» ........................................... 101
6 TILDADOS COMO ENEMIGOS PÚBLICOS ..................................126
7 EN LA JAULA DE DEDHAM .................................................... 140
8 LA DECISIÓN SAGRADA .........................................................163
9 LA CONSPIRACIÓN JURÍDICA ................................................ 198
10 ENTRE LA ESPERANZA Y LA DESESPERACIÓN ........................ 211
11 LA CONFESIÓN ................................................................... 224
12 «¡USTEDES ESTÁN CONDENANDO A MUERTE A DOS
INOCENTES!» ...................................................................... 239

13 LIBERTAD O MUERTE ......................................................... 246


14 EL ÚLTIMO INTENTO DE SALVACIÓN ................................... 258
15 EL FIN DE LA TRAGEDIA ...................................................... 267
EPÍLOGO ................................................................................. 286
FUENTES E INDICACIONES LITERARIAS .................................... 288
ÁLBUM ....................................................................................291
Here’s to you, Nicola and Bart
Rest forever here in our hearts
The last and final moment is yours
That agony is your triumph.

Joan Baez/Ennio Morricone


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Los disparos de Bridgewater y South Braintree

AQUEL INVIERNO ERA ESPECIALMENTE DURO en Nueva Inglaterra,


la nieve caída ya sobrepasaba a la de años anteriores. La ma-
ñana fría y húmeda del 24 de diciembre de 1919 iba el pagador
Alfred Cox, con más de treinta mil dólares en salarios, desde la
Bridgewater Trust Company a su firma, la L. Q. White Shoe
Company, en Bridgewater en el estado federal de Massachusetts.
Cox iba sentado de espaldas a su chófer Earl Graves, sobre una
gran caja metálica galvanizada en donde se hallaba el dinero.
Al lado de Graves, que a causa del hielo existente sobre el pa-
vimento guiaba con mucho cuidado el pesado vehículo Ford de
techo de lona cerrado y grandes neumáticos, iba sentado el
guardia Benjamin Bowles.
El reloj marcaba las ocho menos veinte cuando Graves dobló
en la esquina de la calle Summer para luego continuar por la
calle Broad. Como por el centro corrían las vías del tranvía, Gra-
ves disminuyó la velocidad a casi veinte kilómetros por hora
pues sabía lo resbaladizas que podían ser estas vías que esta-
ban congeladas. Cuando el vehículo se encontraba a no más de
cien metros de un tranvía que viajaba en la misma dirección,
Graves se percató de que en la esquina de la calle Hale un co-
che frenaba bruscamente. Tres hombres saltaron de su interior
y se dirigieron hacia el vehículo Hale un coche frenaba brus-
camente. Tres hombres saltaban de su interior y se dirigieron
hacia el vehículo de transporte. Se dio cuenta en segundos de
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que algo no andaba bien. El primero de los tres hombres no iba
encapuchado, llevaba bigote negro y vestía un abrigo negro. Gra-
ves vio que este portaba un fusil. Los otros portaban armas de
fuego pequeñas. Repentinamente el hombre del bigote abrió fue-
go y dio de lleno en el parabrisas del vehículo.
«¡Un asalto!», gritó Graves. No sabía si acelerar o frenar, en
ese instante los otros dos hombres también comenzaron a dis-
parar. Las balas chocaron estrepitosamente contra la carroce-
ría metálica del vehículo. Bowles y Cox respondieron al fuego
con dos disparos mientras que Graves aceleraba fuertemente y
guiaba el vehículo sobre las vías del tranvía para alcanzar el
otro lado de la calle. Como estaban congeladas al igual que el
pavimento, Graves no pudo controlar el vehículo y lo perdió.
No ayudó en nada que Bowles tomara el volante, el camión
siguió su loca carrera y se estrelló contra un poste telegráfico.
El metal hizo un gran ruido, los vidrios se rompieron en mil
pedazos y del motor comenzó a salir un humo negro.
Poco después del choque los tres delincuentes corrieron ha-
cia su coche. Un cuarto hombre, de gran estatura, les había
estado esperando durante toda la acción con el motor en mar-
cha. Precipitadamente abrieron las puertas y se subieron en el
coche que aceleró por la calle Hale haciendo chirriar sus neu-
máticos.
El destruido camión ya había sido rodeado por una gran
cantidad de paseantes. Gesticulando contaban lo que habían
visto o lo que creían haber visto. Bowles, Graves y Cox tenían
aún el susto metido en los huesos. Con los rostros pálidos
agradecían a Dios no haber sido alcanzado o herido. La caja
con la paga tampoco había sufrido daño alguno.
La firma L. Q. White Shoe Company encomendó el mismo
día a la agencia de detectives Pinkerton las investigaciones del
caso. Un agente de esta firma interrogó a los tres involucrados
como también a algunos testigos del asalto. Sus primeras inves-
tigaciones resultaron escasas y contradictorias. Pero el agente
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ya estaba acostumbrado a esto. El testimonio de testigos de un
delito suele ser inseguro. Algo así acontece demasiado rápido,
cada persona percibe solamente una parte de lo sucedido y
muchos ven frecuentemente solo lo que quieren ver y no lo que
pasa realmente.
Así, Frank Harding, un vendedor de repuestos automotri-
ces, declaró que en el momento del tiroteo pensó primeramen-
te que se trataba del rodaje de una película. Cuando llegó a la
calle Hale los asaltantes corrían hacia su vehículo. Quizá un
Hudson, pero de todas maneras un coche negro, eso sí lo re-
cordaba, como también su matrícula: 01773C.
Otro testigo, un médico joven llamado John Murphy, dijo
que había terminado en ese momento de vestirse cuando escu-
chó los tiros. Inmediatamente abrió la ventana y vio cómo un
coche aceleraba apresuradamente. Efectivamente era un coche
negro. «A fin de cuentas, el color del coche coincide con el de-
clarado por Harding», pensó el agente de Pinkerton. Pero tam-
bién el doctor Murphy declaró, así consta en los apuntes dicta-
dos por él al detective, que se dirigió desde su casa en la calle
Broad al lugar del accidente en donde se había estrellado el
camión. Allí encontró un cartucho que recogió y guardó. «¿Tie-
ne usted la vaina consigo?», preguntó el detective algo impa-
ciente. El médico se metió la mano al bolsillo de la chaqueta y
se la dio.
Otros testigos no fueron tan productivos para el detective,
sus testimonios eran difusos, superficiales y contradictorios. Tres
de ellos dijeron que el hombre del fusil llevaba abrigo, pero
otro lo desmintió. Algunos afirmaron que iba con la cabeza
descubierta, lo cual fue contradicho por una mujer. «Llevaba un
gorro de fieltro negro». A pesar de las numerosas contradiccio-
nes, la agencia Pinkerton se pudo hacer una primera imagen
del caso; cuatro hombres, coche negro, el bandido del fusil era
un hombre moreno de recortado bigote, mediano de estatura y
de aproximadamente unos cuarenta años de edad.
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En aquella época era habitual clasificar a las personas por
su origen étnico y por eso se pensó inmediatamente en extran-
jeros, en griegos, polacos, rusos o italianos... Un detective de la
agencia Pinkerton habló con Michael E. Stewart, jefe de la Po-
licía de Bridgewater. El asalto había sido para él un aconteci-
miento excepcional.
Stewart era jefe de policía de la ciudad desde 1915 y no ha-
bía vivido nunca algo parecido. A decir verdad, sabía que en la
zona industrial de Boston se sucedían constantemente asaltos
y robos a locales comerciales y bancos, como tampoco le era
extraño que la prensa escribiera sobre «Una ola de delincuen-
cia». En los artículos se criticaba continuamente la incapacidad
de acción de la policía. En Randolp, ciudad cercana a Bridge-
water, el 17 de noviembre había sido asaltada por primera vez
una caja de ahorros. Cuatro asaltantes habían logrado un botín
de 35.000 dólares y luego habían desaparecido sin ser recono-
cidos. Pero esto había sido en Randolp y no en Bridgewater. Ste-
wart consideraba como su éxito personal que en Bridgewater el
mundo estuviera aún en orden. Le hacía sentirse orgulloso.
Pero para él, que tenía dos agentes de policía, un hombre que
por el día patrullaba, y otro que hacía el turno de noche, el
asalto al transporte de dinero era un número muy grande. Le
intranquilizaba. Le tocaba su orgullo de policía tener que tra-
bajar junto a los detectives de la agencia Pinkerton. Stewart,
un hombre grande y robusto entrando en los cuarenta, veía
también en esta situación un desafío. Ahora podía probar que
estaba llamado a cumplir tareas mayores que las de un policía
de provincia. El detective le dio a entender que una gran canti-
dad de «rojos y bolcheviques» habían llegado a Bridgewater y
que el asalto podría haber sido obra de una banda rusa venida
de fuera de la ciudad.
Stewart no sabía verdaderamente de dónde provenía la pala-
bra «bolchevique», pero la usaba como insulto para denominar
a los que consideraba gente del hampa. Y así lo hacían también
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todos en Bridgewater. «Bolcheviques» eran los extranjeros,
anarquistas, comunistas y algunas veces los sindicalistas. En
resumidas cuentas, un bolchevique era la imagen opuesta de
un estadounidense. Stewart, descendiente de una familia ir-
landesa radicada desde hacía dos generaciones en el país, se
sentía superior a esos inmigrantes. Con esa gente él y su familia
no tenían nada en común. «Soy un estadounidense, un ameri-
cano», decía frecuentemente. Y como irlandés no solo se sentía
un pionero en ese gran país, que se había convertido en su ho-
gar, sino también una clase muy especial de estadounidense.
El inspector Albert Brouillard, de la policía estatal, enviado
como refuerzo a Bridgewater para ayudar a Stewart en el escla-
recimiento del delito, tenía otra opinión. Veía el asalto relacio-
nado con el hecho de que muchos delincuentes habían abando-
nado Boston, después de que la policía hubiera terminado con
su huelga, para permanecer en las localidades cercanas a la ciu-
dad y ahora, según Brouillard, estaban buscando nuevos terre-
nos para sus delitos.
El detective de Pinkerton no daba mucho crédito a esas es-
peculaciones. En su oficio contaban solamente los hechos y no
las fantasías. Para lograr un par de pistas concretas probaron,
a través de la recompensa de mil dólares que la compañía L.Q.
White Shoe otorgaba, ganar a algunos de los contactos que tenían
en el bajo mundo. El 30 de diciembre un detective anotó lo
siguiente:

Hoy, llamada telefónica de un informante, le encuentro más


tarde para cenar. En el transcurso de la conversación me comuni-
ca que le había contado un conocido italiano suyo que los hom-
bres que habían participado en el asalto de Bridgewater se ha-
brían ocultado en un cobertizo en las cercanías de la ciudad. Allí
habrían dejado el coche, unos trajes de faena y otras prendas de
vestir. Añadió que los hombres serían italianos.

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Inmediatamente, los agentes de Pinkerton tantearon el te-
rreno en el barrio italiano. Pasaron algunos días hasta que la
dirección del locuaz informante fue detectada. La casa de tres
pisos, construida de ladrillos, estaba en la periferia, en Brighton.
El 3 de enero de 1920, el jefe de policía Stewart, el policía esta-
tal Brouillard y el detective de Pinkerton, Hellyer, le fueron a
buscar. La verificación no careció de problemas. Tuvieron que
golpear un sinnúmero de puertas para que alguna por fin se
abriera. Allí supieron que el hombre que ellos buscaban había
salido por la mañana para Alston y que estaba por llegar. En-
tonces se decidieron a esperar su regreso. En el último descan-
sillo de la escalera se pusieron a matar el tiempo.
Era un lugar bastante pobre, en donde habitaban principal-
mente extranjeros, seres que habían llegado al país con gran-
des esperanzas pero que habían tenido que comprobar que esa
sociedad les consentía alcanzar solo una vida sencilla. Eran po-
lacos, rusos, griegos, armenios e italianos.
Un olor a podrido flotaba en el ambiente. Las viviendas es-
taban húmedas y el revoque de las paredes desprendido. «El
olor de la pobreza», pensó Stewart y miró por la ventana de la
escalera hacia el patio. En ese momento le quedó claro que el
asalto había sido obra de esa gente. «Quizás fueron rusos los
que avisados por un espía en la fábrica supieron del transporte
del dinero», le dijo a Brouillard. Este, aburrido, movió la cabe-
za como afirmando lo que le decían. «Quizás fueron italianos,
casi todos suelen llevar bigote recortado y el hombre del fusil
también llevaba el bigote recortado. Ahora sí que todo está
claro», pensó Stewart.
Se calló repentinamente al escuchar los pasos lentos y segu-
ros de alguien que comenzaba a subir por la escalera. Habían
esperado más de cuatro horas y por fin llegaba el hombre al
cual habían estado aguardando. Vestía de forma bastante sin-
gular, abrigo negro y sombrero de fieltro de ala ancha. Su nom-
bre: Carmine Barasso, pero se hacía llamar C. A. Barr porque
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sonaba más estadounidense. No quería que los funcionarios
públicos supiesen a través del nombre que estaban tratando
con un inmigrante. Carmine Barasso, había comprendido desde
hacía tiempo que en ese país un falso orgullo le traería sola-
mente desventajas. Por eso se había cambiado el nombre.
Los tres hombres le abordaron para hablar sobre Bridgewa-
ter y este se mostró cooperativo para contar lo que sabía. Más
tarde el detective de Pinkerton, Henry Halley, informaría que
cuando habían estado en la vivienda de Barr les había narrado
una extrañísima historia sobre una máquina de su invención
que podía descubrir al autor de un delito independientemente
del lugar en donde este se hubiese cometido. Estuvieron de
acuerdo en que se trataba de un loco, un presumido al que gus-
taba hacerse el importante, y al que no se podía tomar en serio.
Stewart, enojado y decepcionado, se dirigió esa tarde a casa
por la carretera en la que se habían formado montículos de
nieve a ambos lados. Las diligencias habían resultado infruc-
tuosas. ¿Quiénes eran los autores del robo? Solo estaba seguro
de algo y era de que se trataba con seguridad de extranjeros.
En lo de la nacionalidad había diferentes opiniones pero que
eran extranjeros, en eso sí, todos estaban de acuerdo. La sos-
pecha de que habían sido anarquistas era compartida por él
mismo. «Esos cabezas de chorlito tienen a sus seguidores es-
pecialmente entre los italianos…», pensó Stewart. Pero si el
asalto había sido realizado verdaderamente por los anarquis-
tas, era una triste señal para Bridgewater. «Este es el comienzo
del fin», se dijo a sí mismo.
Semanas después del asalto hubo de reconocer, con el orgu-
llo ofendido, que en el caso de White Shoe Company no se ha-
bía logrado nada. La agencia de detectives Pinkerton retiró a
sus agentes del caso y el policía estatal Brouillard emprendió su
viaje a casa. En su oficina, una habitación interior del edificio
municipal de Bridgewater, Stewart archivó el caso para volver
a su trabajo habitual.
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Al poco tiempo ocurrió en South Braintree, Massachusetts,
un nuevo asalto. Esto hizo recordar nuevamente a Stewart el
tiroteo sin aclarar de diciembre. Un jueves, el 15 de abril de
1920, llegaron como siempre en el tren de la mañana los suel-
dos de la Compañía Slater & Morrill Shoe Company. Las vías
ferroviarias de la New Haven Railroad y de la estación de South
Braintree pasaban entre los dos edificios de la fábrica, a unos
trescientos metros uno del otro. Eran las nueve y media de la
mañana cuando Shelley Neal, un agente de American Express
Company recogió una caja de metal para llevarla a la llamada
«fábrica de arriba» en el edificio I, en donde se encontraba la
oficina de sueldos de la compañía Slater & Morrill. La contable
Margret Mahoney comenzó inmediatamente a introducir en las
bolsas el dinero destinado a los sueldos de la «fábrica de abajo».
Eran casi las tres de la tarde cuando terminó de sellar las,
aproximadamente, quinientas bolsas con sueldos que sumaban
15.773 dólares y 59 centavos. A continuación, las depositó en
dos cajas de madera que luego introdujo en las cajas metálicas.
Cuando estaba por cerrar con candado dichas cajas metálicas
entró en la oficina el pagador de la fábrica, el señor Parmenter,
y su guardia Berardelli.
Frederick Parmenter, hombre en la mitad de los cuarenta,
de cabeza redonda y bigote corto, era muy estimado por el per-
sonal de la fábrica. No solo porque era el portador, el día de
pago, de la nómina de sueldos duramente ganada, sino tam-
bién porque era un hombre alegre, que propagaba un buen
estado de ánimo. Por eso Margret Mahoney y las otras mujeres
se alegraban de la visita semanal que les hacía. Parmenter era
un bromista y siempre tenía un chiste en los labios.
Ese jueves llevaba como siempre un sombrero de fieltro ma-
rrón que se prestaba a las bromas de la contable. Como lo sa-
bía no solía llevarlo puesto cuando entraba en la oficina. A las
15 horas Parmenter tomó una de las cajas metálicas, la otra la
tomó Alessandro Berardelli, su guardia, un italiano reservado,
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de aspecto tímido, que raramente intercambiaba palabra con
otra persona. Luego, ambos hombres salieron de la oficina de
pagos.
Acostumbraban a viajar en coche por el camino más corto
hacia la «fábrica de abajo», pero ese jueves lo hicieron a pie.
Parmenter iba sin abrigo y seguía a Berardelli, que caminaba
unos pasos delante de él; ambos iban desarmados. Desde su
puesto de trabajo en el tercer piso de la firma Slater & Morrill,
el cortador Mark Carrigan observó cómo el pagador y su guar-
dia se aproximaban a la señal de precaución que estaba ante el
paso ferroviario. Cuando se acercó a la ventana para abrirla
más, por el calor que hacía ese día, se dio cuenta de que ambos
se detenían para hablar con un hombre después de haber cru-
zado el paso ferroviario. Unos segundos más tarde prosiguie-
ron su marcha.
También las ventanas del primer piso estaban abiertas; dos
costureras especializadas en cueros, Minnie Kennedy y Louise
Hayes, podían ver desde sus puestos la calle. Les llamó la aten-
ción un coche que aparcó a la orilla de la calle a más o menos
diez metros del edificio de la fábrica. Un hombre se puso a ins-
peccionar el motor con una herramienta en la mano, primero
de un lado del capó y luego del otro. Después se paró ante el
coche, puso un pie sobre el parachoques y encendió un cigarri-
llo. Pasado un rato las muchachas observaron cómo el hombre
se subió al coche, condujo lentamente por la calle Pearl para
luego volver y quedar a unos setenta y cinco metros del edificio.
Jimmy Bostock, encargado del mantenimiento de la maqui-
naria de la fábrica, venía también por la calle Pearl. Llevaba
prisa porque quería alcanzar el bus de las 15.14 a Brockton. En
el camino se cruzó con Parmenter y Berardelli a los cuales sa-
ludó. «Bostock», le llamó Parmenter, «tengo que comunicarte
que en el edificio I hay un motor que no anda bien». Bostock
no podía detenerse y le contestó, «hoy no va a ser posible,

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quiero alcanzar mi bus. Mañana es también día de trabajo».
Luego prosiguió su apresurado camino.
«De acuerdo», contestó Parmenter haciéndole unas señas
de despedida. Pasaban en ese momento por delante de un ga-
raje, ya la «fábrica de abajo» estaba a la vista. Cuando se en-
contraban al lado de un poste de teléfonos que tenía una alarma
de incendios, Parmenter vio a dos desconocidos apoyados en
una cerca. Eran dos tipos de aspecto tenebroso y de baja esta-
tura. Uno llevaba una gorra, el otro un sombrero de fieltro, y
ambos ocultaban sus manos en los bolsillos.
Parmenter acababa de pasar por su lado cuando sacaron las
manos del bolsillo. Repentinamente el hombre de la gorra sal-
tó ante Berardelli y le disparó. Parmenter se volteó y pudo ver
el rostro del tipo. Inmediatamente le apuntó con el arma y
abrió fuego. Parmenter, herido en el pecho, se tambaleó por la
calle, a tropezones pudo dar un par de pasos. El hombre dispa-
ró nuevamente y le alcanzó esta vez en la espalda. Luego dio un
tiro al aire. A esa señal, el coche que estaba aparcado cerca de
la fábrica se dirigió a toda velocidad hacia ellos. Testigos decla-
rarían más tarde que el coche era un Buick gris claro.
Berardelli, a pesar de sus graves heridas, se había podido
levantar. Antes de que el coche emprendiera la huida, salió un
tercer hombre desde su interior con un arma automática y se
dirigió hacia Berardelli. A quemarropa le volvió a disparar. Los
asaltantes tiraron las dos cajas en el asiento trasero del coche y
se subieron rápidamente. En el momento en que salían huyen-
do a gran velocidad, uno de los hombres disparó una ráfaga
hacia las ventanas superiores de la fábrica.
Jimmy Bostock, que totalmente petrificado había sido testi-
go del asalto, tuvo que saltar a un lado porque el coche en su
huida casi le atropelló. El auto llegó al cruce ferroviario de la
calle Pearl cuando el guardabarrera, Michael Levangie, bajaba
las barreras porque se aproximaba un tren. Levangie vio cómo
le encañonaban los asaltantes. «Sube las barreras» le gritó alte-
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radamente uno de ellos. «¡Súbelas o te mandamos a mejor
vida!». Levangie subió las barreras lo más rápido que pudo y
salió corriendo para buscar protección dentro de la garita. Los
asaltantes dispararon hacia la garita y salieron a toda velocidad
cruzando las vías justo antes de que el tren pasara. Durante la
huida uno de los asaltantes sacó la pistola por la ventanilla
trasera, que no tenía cristal, para cubrirse de posibles perse-
guidores. Hubo cantidad de tiros al aire, hacia cada lado de la
calle Pearl, para asustar a los posibles testigos. Arrojaron chin-
chetas con cabezas de goma para reventar los neumáticos de
los autos que les persiguieran.
Ray Gould, un vendedor ambulante que iba camino de la
fábrica para vender a los trabajadores una pasta de su inven-
ción con la cual se podía devolver el filo perdido a las hojas de
afeitar, estaba al otro lado de las barreras cuando una de las
balas de los asaltantes le perforó la bastilla del abrigo. Gould se
quedó inmóvil de miedo y unas gotas de sudor le cubrieron la
frente. Sin embargo, probó fijarse en el rostro de uno de los
asaltantes cuando estos pasaron, en su huida, a su lado. Más
tarde recordaría otros detalles: uno de los hombres tenía poco
cabello, era rubio y llevaba un traje azul...
Jim McGlone, un trabajador de la construcción que se en-
contraba cerca del lugar de los hechos excavando una fosa,
corrió hacia donde yacía Parmenter. «Le cogí por los hombros
y le pregunté si estaba herido. Pero no me respondió. Le recos-
té nuevamente sobre el suelo. Luego traje una manta y se la
coloqué bajo la cabeza», declaró dos días más tarde.
También Jimmy Bostock corrió al lugar después de que el
coche de los asaltantes se hubiera perdido de vista. Atendió a
Berardelli. «Sus labios estaban abiertos, con cada hálito se le
llenaba la boca de sangre», dijo más tarde. Hizo todo lo que se
podía hacer por él, pero al poco Berardelli dejó de respirar.
Bostock descubrió tirados en la calle cuatro casquillos que
guardó en el bolsillo de su pantalón.
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Entretanto, había llegado al lugar bastante gente que ner-
viosamente gesticulaba y rodeaba a los heridos. Las ventanas
de la fábrica vecina estaban atestadas de empleados. Aunque
nadie sabía con seguridad lo que había ocurrido, lo cierto era
que para todos se había tratado de un tiroteo. Poco a poco se
fueron enterando de que Parmenter y Berardelli habían sido
asaltados y los sueldos habían sido robados.
Fred Loring, que había venido junto a otros desde la «fábri-
ca de arriba», vio algo que los otros no habían visto: un gorro
que no estaba lejos del cadáver ensangrentado de Berardelli.
Lo levantó y lo guardó. Parmenter, que aún mostraba señales
de vida, fue llevado al edificio Colbert por McGlone y otros.
Todos ellos vieron que el estado de Parmenter era bastante
delicado porque había perdido mucha sangre.
Entretanto, el jefe de policía, Jeremiah Gallivan, había lle-
gado y se abría paso a través de los curiosos. La gente a su al-
rededor se empujaba entre sí y se apretujaba, todos decían a
gritos desordenados dónde había ocurrido el tiroteo y qué ca-
mino habían tomado en su huida los asaltantes. Gallivan se
encontró con el jefe de bomberos, Fred Tenney, quien le dijo
que se trataba de un coche verde. «Quizás les podamos atrapar
aún, no pueden encontrarse muy lejos», opinó Tenney. Agita-
damente se subieron al pequeño vehículo rojo del bombero y
acompañados del sonido de las campanas de alarma comenza-
ron la persecución.
Salieron a toda velocidad, por pura intuición, en dirección
sur hasta llegar a dos millas de la ciudad de Holbrook. Allí le
preguntaron a un soldado que se encontraba en un cruce de
calles. «Sí, hace diez minutos pasó por aquí un coche verde»,
dijo el soldado. «Giraron hacia la calle que lleva a Abington», e
indicó hacia la izquierda. «¡Hacia Abington!», ordenó Gallivan,
y Tenney condujo el auto al este, en dirección a Abington. En-
tretanto el policía había sacado su pistola y había bajado la
ventanilla del coche. A gran velocidad se dirigieron a la pequeña
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ciudad. Allí, confundidos ya en la primera calle, perdieron rá-
pidamente la orientación, se dirigieron al otro extremo de la
ciudad, deambularon de un lado a otro, pero sabían que la ca-
cería se había terminado, los delincuentes se habían escapado.
Una hora más tarde retornaron decepcionados a South Braintree.
No habían pasado más de dos horas del asalto cuando co-
menzó a desvanecerse la realidad de lo ocurrido, las fantasías y
especulaciones se apoderaron de todos. Como ocurrió meses
antes en Bridgewater lo visto por los testigos, los que habían
vivido cada paso del asalto, era diferente y contradictorio. Co-
mo siempre no estaban de acuerdo en qué cosa y a quién ha-
bían visto. El coche era gris claro, dijo la muchacha de Slater &
Morrill; era verde, opinó el bombero Tenney. Otros, dijeron
que habían visto un coche negro. ¿O había sido un coche pin-
tado de dos colores? No, otro testigo dijo que los bandidos ha-
bían huido en dos coches. Los individuos que dispararon fueron
descritos como de tez oscura y luego como pálidos y rubios;
primero que eran azules, luego marrones o grises los trajes que
llevaban. Tenían puesto gorros, sombreros o simplemente no
cubrían su cabeza. Cada uno portaba un arma, no, solo uno de
ellos. ¿O eran dos? ¿Había cinco hombres? La situación había
sido tan poco clara, dijo otro testigo, que podrían haber sido
más de cinco.
Por lo menos en algunos puntos hubo concordancia. El asal-
to fue realizado a pleno día, planeado y llevado a cabo hasta el
más mínimo detalle. Los expertos estaban de acuerdo en que
eran profesionales los que estaban detrás de aquello. La de-
terminación de los asaltantes de dar muerte a cualquier precio
a Berardelli produjo una serie de especulaciones, como por
ejemplo que él los conocía o que era su cómplice. Cuando el
coche partió, descrito cada vez más frecuentemente por los
testigos como un Buick iban sentados dentro, al parecer, cinco
hombres, dos delante y tres atrás Muchos testigos oculares coin-
cidieron en que el individuo al volante habría sido un hombre
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joven y pálido, de pelo rubio. Los tres que participaron direc-
tamente en el asalto fueron descritos como italianos de media-
na estatura.
Mientras que en la calle se tomaban los testimonios de los
testigos, Parmenter yacía semiacostado en un sofá de una ofi-
cina del edificio Colbert. Estaba casi inconsciente y apenas mo-
vía sus labios. «Uno era moreno, pequeño y regordete», susu-
rró con esfuerzo, «el otro pequeño y delgado». Luego dejó caer
nuevamente la cabeza sobre la almohada.
Cuando llegó el médico de la policía, doctor Frazer, ordenó
inmediatamente llevar a Parmenter al hospital estatal de Quincy.
Allí fue operado por el cirujano Nathaniel Huntig. Aunque lo-
gró extraerle las balas de su cuerpo, la vida de Frederick Par-
menter no pudo ser salvada. Una de las balas mortales había
penetrado en la cavidad abdominal y le había destruido una de
las venas principales. A las cinco de la madrugada, catorce ho-
ras después de haber sido herido, falleció.
El cadáver de Berardelli, que también después del asalto
había sido llevado al edificio Colbert, fue sometido esa misma
noche a una autopsia. Se le pudieron comprobar cuatro heri-
das de bala: la primera en la parte superior del brazo izquier-
do, la segunda cerca de la axila del mismo brazo, la tercera al
lado izquierdo del cuerpo y la cuarta en el hombro derecho.
Según los médicos, las tres primeras heridas no habían sido
mortales, en cambio la cuarta bala había desgarrado el lóbulo
pulmonar derecho y dañado una gran arteria. Las cuatro balas
se encontraban aún en el cuerpo de Berardelli. Más tarde fue-
ron cuidadosamente extraídas y marcadas en su base con nú-
meros romanos.
Por la tarde todavía peregrinaban los curiosos al lugar don-
de había sido el asalto. Familias completas paseaban lenta-
mente después de la cena hacia la calle Pearl para poder ver
por sí mismos el lugar de los hechos.

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No solamente llegaba gente de todos los rincones de South
Braintree, sino que también venían de las ciudades vecinas de
Randolp, Quincy, Holbrook y Wymonth seducidos por la noti-
cia del delito. Cuchicheando se paraban sobre las secas pero
aún visibles manchas de sangre que bajo la tenue luz de las
lámparas del alumbrado público conformaban una visión ma-
cabra.
Los casquillos que Jimmy Bostock había encontrado se los
había dado dos horas más tarde a un jefe de la fábrica Slater &
Morrill, el cual se los entregó posterior y personalmente al ca-
pitán William Proctor. El jefe de la policía de Massachusetts se
interesó personalmente por el caso y viajó a South Braintree
apoyado por detectives de la firma Pinkerton. Los casquillos
encontrados, dos proyectiles de la marca Peter, uno Reming-
ton y el cuarto un Winchester, eran pistas materiales de mucho
valor. También el gorro que había sido guardado por Fred Lo-
ring fue entregado más tarde a los investigadores. El capitán
William Proctor se encontraba bajo una fuerte presión. La opi-
nión pública y la prensa demandaban de la policía una rápida y
certera aclaración de los hechos. ¿Pero cómo? ¿De dónde se
debía sacar las pistas para llegar a los malhechores?
Al día siguiente Proctor llamó a todos los detectives, al jefe
de policía Gallivan y a sus subalternos a reunirse en su impro-
visada oficina. «Debemos hacer todo lo posible para detener
rápidamente a los delincuentes, aquí se trata de la seguridad
de nuestros conciudadanos y la de la nación. La gente espera
de nosotros, con toda razón, que presentemos buenos resulta-
dos», les dijo duramente y mirándoles a los ojos. Cuando pro-
nunció estas palabras no dejó de pensar en Bridgewater. Había
muchas similitudes entre los dos casos y aún seguía sin ser
aclarado el primero. Que en aquel entonces se había tratado
también de un asalto al transporte de dinero destinado a los
sueldos de una fábrica de zapatos era lo que más les llamaba la
atención a todos. Como también que los asaltantes habían ac-
| 19
tuado con la misma sangre fina que ahora y habían comenzado
a disparar de inmediato. Por eso el capitán Proctor declaró la
alarma general. Durante el fin de semana el jefe de la policía y
sus hombres rastrearon el coche de los asaltantes por calles,
parques públicos y bosques de South Braintree y sus alrededo-
res. Pero fue en vano.
El asalto fue titular de primera página en todo el estado fe-
deral. Por todas partes se habló de él, los rumores y suposicio-
nes sobre los autores circularon por doquier. Esto dio a la poli-
cía muchos indicios, pero de nada sirvieron. Repetidamente se
comentó que Berardelli conocía al hombre que le había dispa-
rado, así como también el plan de los asaltantes y que por esto
habría sido asesinado. Otros testigos, a los cuales los detectives
de la firma Pinkerton les habían mostrado una serie de fotos
de delincuentes habituales del archivo criminal de Boston,
habían reconocido «con absoluta seguridad» al asaltante de
bancos, Anthony Palmisono, como a uno de los autores. Solo
había un problema, en el momento del asalto Palmisono se
encontraba recluido en la prisión de Buffalo.
En New Bedford el inspector de policía Jacobs recordó ha-
ber visto poco tiempo antes a un tunante al volante de un
Buick nuevo. Se trataba de Mike Morelli que junto a su her-
mano habían organizado una banda criminal, la llamada «ban-
da Morelli». Desde el día del asalto Jacobs no había vuelto a
ver el Buick por South Braintree, pero sí otro con el mismo
número de placa de matrícula. Frank, otro hermano de More-
lli, le explicó a Jacobs que como su hermano era vendedor de
coches simplemente había cambiado las placas. La sospecha de
que los hermanos Morelli habrían tenido algo que ver con el
asalto quedó sepultada al presentarse un hombre en New Bed-
ford ante el capitán Proctor y contarle una historia que dirigió
las investigaciones hacia una nueva dirección. Era E. Stewart,
jefe de la policía de Bridgewater.

| 20
El 16 de abril, el día del asalto, Stewart fue consultado por
un funcionario de la oficina de emigraciones para indagar so-
bre los antecedentes de un italiano anarquista de nombre Fe-
rrucio Coacci que por repartir propaganda anarquista debía ser
expulsado del país. Coacci junto con otros cinco individuos
llamaban a derrocar al Gobierno estadounidense. Bajo la Ley
de deportación, que había entrado en vigor en 1918, les notifi-
caron la deportación y los pusieron en libertad provisional
después del pago de una fianza. Coacci, que algunas veces se
hacía llamar Ercole Parrecca, había trabajado durante largo
tiempo en la fábrica de calzados L. Q. White. Cuando fue dete-
nido, uno de sus amigos, Joseph Ventola, pagó la fianza de cien
dólares que se exigía. Las autoridades gubernamentales sabían
que Ventola tenía contacto con grupos anarquistas.
Coacci fue liberado bajo la condición de que pagara la ma-
nutención de los dos hijos que había tenido con su mujer Ersi-
lia, con la que vivía esporádicamente. Mientras esperaba la
decisión de la oficina de emigración sobre su expulsión del
país, trabajaba en la fábrica de calzados Slater & Morrill. La or-
den de presentarse el 15 de abril ante los funcionarios de emi-
gración fue desoída por Coacci con el pretexto de que su mujer
había enfermado. Stewart no estuvo ese día en condiciones de
seguir personalmente la pista a Coacci porque por la tarde de-
bía ensayar con el grupo de teatro que frecuentaba. Por eso en-
vió a uno de sus subalternos a casa de Coacci a quien encontró
con el equipaje preparado como para salir apresuradamente de
viaje. Por la noche Stewart fue informado telefónicamente por
su compañero de trabajo de que la mujer de Coacci gozaba de
buena salud y de que el italiano había querido solamente ganar
un poco de tiempo. Después de escuchar esto Stewart no se
pudo dormir, pasó toda la noche cavilando...
Coacci vivía con su mujer y un joven coterráneo, llamado
Mike Boda, en una casa bastante descuidada en la esquina de
las calles Lincoln y South Elm, un terreno baldío en el oeste de
| 21
Bridgewater. Hasta ese momento esos extranjeros no habían
mostrado nada extraño, esto lo sabía Stewart. Nadie podía de-
cir de qué vivía verdaderamente este Boda, un joven bien pare-
cido, de cuidado bigote, nariz aguileña y ojos marrones hundi-
dos. Algunos que le conocían sospechaban que tenía que ver
con el comercio ilegal de alcohol. Cuando se juntaba, respondía
que era representante de una firma frutera de Nueva York. En
efecto, Boda había trabajado junto a su hermano durante largo
tiempo como bootlegger 1, destilando alcohol cerca de Needham.
Pero esta actividad fue realizada por muchos hombres durante
la época de la prohibición en Estados Unidos, período en que
se castigaba la venta y producción de alcohol. También se le
conocía otro detalle. Era anarquista. Cuando tenía tiempo re-
partía folletos y periódicos anarquistas entre la colonia italia-
na. Esto también lo sabía Stewart. que sospechaba de cualquier
tipo de actividad política que mantenía bajo observación, aun-
que no intervenía si no se extralimitaban.
Stewart. sentado ante su escritorio, pensaba solo sobre el
caso. Si Coacci no se había presentado el 15 de abril como de-
bía hacerlo, tenía que tener una buena razón. ¿Tal vez no se
había presentado porque había tenido que ver con el asalto de
South Braintree...? Por otra parte, Barr, el chiflado, había de-
clarado que un grupo anarquista que vivía en las cercanías de
Bridgewater había ejecutado el asalto en esa ciudad. Barr había
hablado de un cobertizo abandonado. Stewart llego a la con-
clusión de que Coacci podría ser el nexo...
Dos días después del asalto, en la tarde del 17 de abril, Char-
les Fuller, gerente de la revista Enterprise, cerró su oficina si-
tuada no muy lejos de la de Stewart. Como cada sábado se diri-
gió a pie a la plaza de la feria para encontrarse con su amigo
Max Winter porque ambos tenían allí, en un establo, sus caba-
llos. También ese día salieron cabalgando por la puerta trasera

1El término designa tanto al que destila como al que vende al-
cohol de manera ilegal.
| 22
en dirección a West Bridgewater. Su camino los llevaba a tra-
vés de un pequeño bosque con gran cantidad de arbustos. Fu-
ller, que precedía a Winter, vio repentinamente entre los ar-
bustos un coche que estaba detenido. Desmontaron e hicieron
a un lado las ramas para ver mejor. «Un Buick con la ventana
trasera rota, dijo Fuller, tenemos que verlo más de cerca».
Cuando echaban una mirada dentro del coche se percataron de
que en el asiento delantero había un par de monedas, detrás
había un abrigo marrón salpicado de pedazos de vidrio. Antes
de que volvieran a montar, notaron que habían quitado los
números de matrícula. «Charles, dijo Max Winter, este coche
tiene un parecido con el auto que, según los periódicos, se usó
en el asalto». Fuller asintió con la cabeza, «vamos a informar a
la policía».
Veinte minutos más tarde estaban el comisionado Ryan y el
agente de policía William Hill, del destacamento de West Brid-
gewater, en el lugar. Conjuntamente, los cuatro hombres revi-
saron el coche por dentro y por fuera. Aparte de las monedas y
del abrigo encontraron en la puerta posterior un impacto de
bala. Fuller, que tenía experiencia en la conducción de los
Buick, condujo el coche hasta la comisaría de Brockton. Allí se
le hizo al día siguiente una nueva revisión Mientras tanto ya se
les había notificado el hecho a los colegas de la sección de Brid-
gewater. Stewart y el agente de la policía estatal Brouillard lle-
garon al lugar para participar de las inspecciones. Juntos des-
cubrieron que faltaba la rueda de repuesto y que el número de
fabricación había sido adulterado, aunque el número del motor
aún se podía leer: 560.490.
Era, como rápidamente se pudo comprobar, el número de
motor de un coche que estaba a nombre de Daniel H. Murphy
de Dehdam, y había sido robado el 23 de noviembre. Inicial-
mente el dueño se había puesto a buscar por sí mismo el coche,
pero más tarde había ido a dar parte del robo a la policía.
Aquel día, el 23 de noviembre, el policía Warry Totty estaba
| 23
parado bajo el arco de luz del edificio Memorial Hall en Ded-
ham y vio cómo un coche pasó a toda velocidad cerca de la pla-
za. El número de matrícula coincidía con el del anotado por el
testigo Harding durante el asalto ocurrido en Bridgewater.
Para Stewart quedó todo claro: era el coche usado en ambos
delitos. Pero algo no se le iba de la cabeza: el Buick había sido
encontrado en un lugar que no estaba a más de dos millas de la
calle Elm, en donde vivían los italianos Coacci y Boda. «La gente
que lo hizo no cree en Dios», dijo Stewart con gran convenci-
miento. Los demás asintieron sin decir palabra. Todos sabían lo
que pensaba Stewart porque ellos también lo pensaban.
El martes por la tarde Stewart y Brouillard se dirigieron
nuevamente hacia la derruida casa de Coacci y Boda. Espera-
ban encontrar allí algunas huellas. Después de que Stewart
golpeara la puerta varias veces, abrió Boda. Ellos se identifica-
ron como agentes de la policía de extranjería y preguntaron
por Coacci. «Pero si Coacci se encuentra ya desde hace tiempo
fuera del país», contestó sorprendido Boda. «Se encuentra a
bordo del barco que lo lleva rumbo a Italia. Su administración
le expulsó».
Stewart y Brouillard se quedaron por un momento sin ha-
bla. Con el pretexto de buscar una fotografía de Coacci, que no
había sido enviada a la policía, revisaron toda la casa. Boda les
siguió desconfiado por todas las habitaciones. «¿Poseía Coacci
un arma de fuego?», preguntó finalmente Stewart. Boda con-
testó «Sí, siempre la mantenía en la gaveta de la cocina». Ste-
wart fue a la cocina y abrió la gaveta. El arma no se hallaba en
su interior, solo encontró las instrucciones de uso de un arma
automática de la marca Savage.
Brouillard le preguntó a Boda si él también tenía un arma,
este sacó sin titubear del escritorio un arma automática espa-
ñola. «¿El permiso para portar armas?», le pregunto Stewart y
Boda negó con la cabeza. Luego comenzó a justificarse: «De
acuerdo, no tengo permiso para portar armas, pero ¿quién tiene
| 24
uno? No la llevo nunca conmigo fuera de mis cuatro paredes,
pero aquí con ella me siento seguro...».
Stewart le devolvió el arma y le preguntó si Coacci recibía
frecuentemente la visita de hombres y dónde vivía ahora su
familia. Boda respondió que un amigo, Joseph Ventola, les
había llevado en un camión a South Braintree, adonde, especí-
ficamente, no lo sabía. Stewart le miró escéptico y pensó: «A
los anarquistas no se les puede creer de ninguna forma...».
Los tres hombres salieron de la casa y cuando se encontra-
ban bajo el alero, Stewart descubrió un cobertizo a pocos me-
tros de la casa. «¿Podemos echar una mirada ahí dentro?», le
preguntó a Boda. Boda se dirigió hacia allí y abrió la puerta de
madera. «Normalmente guardo aquí mi Overland, pero en este
momento está en el garaje de Johnson», dijo Boda mientras
abría la puerta para que entrara más luz en el cobertizo. «Pre-
cisamente ayer lo llevamos al garaje, necesitaba algunas repa-
raciones...».
Stewart y Brouillard revisaron completamente el cobertizo.
Stewart creyó reconocer huellas de neumáticos, demasiado gran-
des para un Overland, pero adecuadas para un Buick. Luego
los policías dejaron el cobertizo y Stewart dio las gracias a Bo-
da no sin antes decirle que quizás deberían volver por ahí.
En el camino de regreso a Bridgewater, Stewart iba de mal
humor. «N0 confío en ese tipo, quizás deberíamos haberle de-
tenido». Brouillard le dijo, desaprobando con un movimiento
de cabeza. «¿Qué tenemos en la mano contra Boda? Bien, no
tiene permiso para portar armas, pero por eso no le podemos
acusar. Haríamos el ridículo». Stewart no hizo ni un gesto y
siguió conduciendo el coche; él también sabía que cualquier
juez ante tales delitos tomaría en cuenta el sentir popular y
actuaría de forma bastante liberal. Por último, desde siempre
en Estados Unidos los hombres portaban armas de fuego. Pero
eran extranjeros e incluso anarquistas, pensó, a esto debía en-
contrarle una solución...
| 25
A la mañana siguiente Stewart volvió a casa de Boda para
hablar con él. Quizás creía que caería en contradicciones pues-
to que el muchacho estaba dispuesto a hablar y quien mucho
habla puede cometer también algún error...
Pese a golpear repetidamente la puerta nadie abrió. Stewart
se dirigió bastante molesto al garaje de Johnson para ver si
aún estaba ahí el Overland de Boda. Cuando vio a Simon John-
son, el dueño del garaje, le preguntó por el coche. «Sí, el coche
está aquí, respondió Johnson, va a durar un poco más de tiem-
po la reparación porque tenemos bastante que hacer».
Stewart estaba furioso. Ni una señal de Boda, la informa-
ción sobre el Overland era cierta. Ese muchacho conocía su
oficio... repentinamente se le vino a la cabeza una idea. «John-
son, le dijo en tono tranquilo, con el coche hay algunos pro-
blemas. Puede ser que el Overland esté involucrado en una
historia oscura».
Johnson quedó algo inseguro ante lo que oyó, «¿qué tipo de
historia?, ¿el pequeño Boda no se ha comportado bien?».
Stewart fue más claro: «Escucha Johnson, no puedo contar-
te nada porque las investigaciones aún están en marcha. Pero
para nosotros sería de gran ayuda si nos llamaras en cuanto
alguien, da igual quién, viniera a recoger el Overland». Johnson
estuvo de acuerdo y Stewart volvió, satisfecho de su idea, a Brid-
gewater. Pensaba: «quizás ahora sí se puede cerrar la trampa...».
Pasó una semana hasta que Boda llamó por teléfono a Simon
Johnson para informarse sobre el Overland. «Sí, lo puede pa-
sar a buscar, está en orden», contestó Johnson lacónicamente.
Pero Boda se tomó su tiempo. Después de su llamada, con-
tactó nuevamente con Johnson el 5 de mayo. Era de noche, un
poco después de las nueve. Simon Johnson y su mujer se pre-
paraban para dormir cuando golpearon fuertemente la puerta.
Cuando la señora Johnson bajaba por la escalera oyó que una
voz llamaba: «¡Soy yo, Mike Boda, deseo recoger mi coche!».
Simon Johnson, que estaba sentado a la orilla de la cama, tam-
| 26
bién escuchó la llamada. Al oído le dio a entender a su mujer
que tenía que salir con algún pretexto a casa de un vecino para
avisar al jefe de policía Stewart de lo que pasaba.
Cuando la señora Johnson abrió la puerta de la casa la cega-
ron las luces de una motocicleta. Aun así, pudo reconocer a un
hombre que llevaba puesto un sombrero que le cubría la frente
y que montado sobre ella esperaba a Boda. Por detrás de la
cerca pudo distinguir muy tenuemente a otros dos hombres.
«Mi esposo baja enseguida para abrir el garaje», le dijo a Boda
que se encontraba a un par de metros de ella. Luego se dirigió
a través del patio a la casa de un vecino.
Cuando Simon Johnson salió de casa descubrió también a
Boda y a sus tres acompañantes. No les pudo ver los rostros,
pues se encontraban muy lejos. Le dijo a Boda: «¿tienes el per-
miso de circulación aquí? Le respondió que no. «Me voy a arries-
gar excepcionalmente a salir sin el permiso de circulación».
Johnson movió la cabeza preocupado, pero hizo como que es-
taba dispuesto a entregar el coche sin el permiso de circula-
ción. Lentamente se dirigió al garaje.
Mientras tanto la señora Johnson, nerviosa, trataba de loca-
lizar telefónicamente a Stewart. Al final se comunicó con Wa-
rren Laughton encargado de esa circunscripción y le pidió que
le comunicara a Stewart lo antes posible que habían venido a
buscar el Overland. «¡Stewart sabe de qué se trata!», gritó por
el auricular pues el policía no había entendido del todo lo que
pasaba.
Entretanto, Boda había cambiado de idea. Le parecía sospe-
chosa la ausencia de la esposa de Johnson. Cuando ella volvía,
el hombre del sombrero estaba poniendo en marcha la motoci-
cleta. Boda gritó: «¡Mañana mando a alguien!». Luego se mon-
tó en el asiento trasero y salieron de allí a toda velocidad. Los
otros dos hombres se fueron en dirección a Brockton. El ma-
trimonio Johnson los observó hasta que se perdieron en la

| 27
oscuridad. «¿Se habrán dado cuenta de que fui a telefonear?», le
preguntó a su marido. Él se encogió de hombros y no contestó.
La calle North Elm estaba a esas horas sin gente. Por casua-
lidad los dos hombres se toparon con una mujer que más tarde
declaró que ellos le habían preguntado por la parada del tran-
vía de la línea Bridgewater-Bockton, a lo cual ella respondió y
luego de agradecerle se marcharon. Eran pasadas las nueve y
media de la noche cuando los dos hombres llegaron a la para-
da. Un par de minutos más tarde llegó el tranvía. Se subieron.
El controlador preguntó si se dirigían a Brockton y uno de
ellos, el que no llevaba barba, contestó afirmativamente. To-
maron asiento al fondo del tranvía. Luego este salló traque-
teando en dirección a la calle Copeland Mientras tanto Stewart
ya había sido informado por su colega Warren Laughton y se
había dirigido al garaje de Johnson. Pero era demasiado tarde.
Boda se había escapado nuevamente. Cuando Stewart escuchó
que dos de los acompañantes de Boda habían partido a pie en
dirección a Brockton, telefoneó, desde la casa vecina a la de
Johnson, a la policía del lugar. Dejándose llevar por su instinto
de investigador y seguro de que los dos hombres se habían ido
a la parada del tranvía, le ordenó al policía de servicio Michael
Connolly detener a dos hombres que se encontraran en el tran-
vía que venía de Bridgewater. A la pregunta de qué razón había
para esto, respondió que ellos habían querido robar un coche.
Connolly le hizo una seña a su compañero de trabajo Earl
Vaughn que se encontraba sentado al otro lado del escritorio:
«Vamos, tenemos que detener a dos tipos...». Los agentes de
policía se fueron caminando hacia arriba por la calle principal.
Eran las diez y cuatro minutos de la noche cuando vieron
las luces del tranvía que acababa de doblar desde la avenida
Keith hacia la calle principal.
Connolly le hizo señas al conductor, que disminuyó la velo-
cidad. El tranvía viajaba tan lento que los policías pudieron
subirse. Cuando se encontraron dentro del tranvía se dirigie-
| 28
ron hacia los únicos hombres que había allí. Connolly pregun-
tó: «¿De dónde vienen?».
«Bridgewater», contestó el hombre de bigote oscuro.
«¿Qué hicieron en Bridgewater?».
«Visitamos a un amigo».
«¿Cómo se llama su amigo?».
El hombre sin barba contestó: «Poppi»
«Muy bien, dijo Connolly, así que estuvieron en casa de
Poppi... Nosotros les estábamos buscando. ¡Quedan deteni-
dos!».
Los hombres preguntaron por las razones.
«Ustedes son sospechosos», contestó Connolly.
En ese instante un coche policial esperaba en la parada final
en Brockton para llevarlos a la comisaría. Sus nombres: Nicola
Sacco y Bartolomeo Vanzetti.

| 29
2
Salida hacia la Tierra Prometida

EN LO ALTO, EN LAS MONTAÑAS DE PIAMONTE, en el norte de


Italia, donde las pequeñas casas pintadas de azul, rosa y verde
cuelgan de los Alpes, la vida sigue su flemático curso. No se ve
ninguna huella de prisa y agitación. Desde las montañas se ex-
tiende la provincia de Cuneo hasta las riberas del río Marga. El
pueblo Villafalleto, un pequeño grupo de casas, está situado
directamente al lado del río. Allí nació Bartolomeo Vanzetti el
11 de junio de 1888. La vivienda en donde nació aún existe,
pero ya no pertenece a la familia Vanzetti. Es una casa de dete-
riorado ornamento, con el techo de tejas rojas, algo típico en
ese lugar. Una casa como tantas otras, a la que nadie presta
atención.
Los padres de Bartolomeo eran considerados como econó-
micamente acomodados con relación al nivel que tenía la gente
en Villafalleto. Poseían una casa con jardín y un terreno para
cultivar. Como vecinos eran muy apreciados, el alcalde y el
sacerdote del pueblo los alababan como personas honestas y
devotas. Ocho años antes del nacimiento de Bartolomeo, su
padre, Giovanni Vanzetti, que por esa época tenía treinta años
y aún no estaba casado, había resuelto probar suerte en Estados
Unidos. Pero solo se quedó dos años allí. Las dificultades labo-
rales y la nostalgia que sentía por su tierra le hicieron regresar
en 1882 a su patria. Tras su regreso contrajo matrimonio con
la viuda Giovanna Nivello Brunetti. También ella, junto a su
hijo Nalin, había dejado Italia por algunos años. Después de la
| 30
muerte de su primer marido había aceptado un trabajo como
nodriza en Francia. Luego de su matrimonio con Giovanni Van-
zetti dejó a su hijo Nalin bajo la custodia de un tío. Bartolomeo
era el mayor de los cuatro hijos del matrimonio Vanzetti, un
muchacho reservado y tranquilo. Amaba a los pájaros, a los que
observaba con mucho agrado para luego anotar sus aprecia-
ciones en una libreta de apuntes. También le interesaba la mú-
sica, tenía una guitarra con la que practicaba constantemente.
Como todos en la familia, era un católico devoto que nunca
faltaba a la obligatoria misa semanal.
En su autobiografía, publicada en 1923, escribió: «Iba a la
escuela del pueblo y me gustaba mucho aprender. Mis prime-
ros recuerdos se remontan a la obtención de premios en mis
estudios, uno de ellos fue un Segundo premio en religión. Mi
padre no estaba seguro de si debía dejarme estudiar o enviar-
me a algún taller para aprender un oficio. Un día leyó en el
periódico La Gazzetta del Popolo que, en Turín, 42 abogados
habían aspirado a un puesto de trabajo con un sueldo de 35
liras al mes. Esta noticia jugó un papel decisorio en mi juven-
tud porque mi padre resolvió enviarme a aprender un oficio».
Giovanni Vanzetti, a su regreso de América, había abierto
un café, de ahí su interés en que Bartolomeo aprendiese el oficio
de pastelero. Con trece años fue mandado a Cuneo como apren-
diz donde un maestro panadero. Su padre le acompaño perso-
nalmente, «para que el muchacho conozca lo que es el trabajo
duro e intenso». Quince horas diarias y siete días a la semana
trabajaba el pequeño Bartolomeo en el amasadero aceptando
esa tortura sin protestar. La primera carta que envió a casa le
mostraba como un hijo obediente. El 23 de agosto de 1901 es-
cribió a sus padres:

Vuestra carta me alegró mucho, os agradezco el regalo que me


enviasteis. Vuestros buenos consejos los he tomado en cuenta y
os prometo que los voy a seguir…

| 31
Como sabéis, tengo en este momento solo un par de zapatos
pues los otros ya no me calzan, si debo llevarlo a reparar tendré
que ir descalzo. Por favor os pido que seáis bondadosos y me en-
viéis un par nuevo…
Mandadme medicina contra la papera (el clima de Cuneo me
ha producido una infección al bocio) y las instrucciones de uso.
Estoy contento, me gusta estar aquí…
Gozo de buena salud.

El pequeño Bartolomeo no gozaba ni de buena salud ni


tampoco se encontraba contento en ese lugar. Veinte largos
meses aguantó esa miseria en Cuneo, luego partió a Cavour.
Allí, en la panadería del señor Goitre, las condiciones de traba-
jo se podían aguantar, pero no era raro estar quince horas o
más en el amasadero. «No me gusta este oficio, pero lo conti-
núo solo por darle una alegría a mi padre», escribiría lapida-
riamente en su autobiografía, refiriéndose a aquella época.
Soportaba su desgracia con piadosa resignación, reprimía sus
lamentos. En las cartas a sus padres no escribía sobre su des-
gracia sino sobre lo que ellos deseaban leer. Como por ejemplo
un día antes de Navidad, el 23 de diciembre de 1902:

Os escribo esta carta para comunicaros novedades mías, alen-


tado por las festividades os deseo confiar mis pensamientos y
sentimientos. Hoy es Navidad, el día que nos recuerda la llegada
de la luz verdadera a la Tierra, el arribo del niño celestial para
iluminar al mundo, para librarlo de la oscuridad, para redimirlo
con el sacrificio. Este es un día de fiesta y alegría que debería pa-
sarse junto al calor del hogar, y yo daría tanto por estar entre los
que me son tan queridos y sagrados. Pero esto no es posible. De-
bemos agradecer a Dios que vivo junto a una buena familia, una
Fortuna que no llega a cualquiera. Le pido a Jesús con todo mi
corazón que nosotros podamos vivir días felices, miles de seme-
jantes días de paz y de amor, por lo menos unidos en nuestros co-
razones cuando verdaderamente no es posible estar juntos. Tam-
bién os escribo esta carta para desearos un buen final para el año

| 32
que termina como también un buen comienzo para el año veni-
dero. Añoro terriblemente veros y cuando pienso en el tiempo
que queda para esto, me pongo muy triste.
Os abrazo a todos.

En cartas posteriores a sus padres, Bartolomeo Vanzetti evi-


denció su miseria y les participó sus sentimientos. «Mi única
queja se refiere a mis pies, que me duelen mucho. Por la tarde,
cuando termino con mi trabajo, después de dieciocho horas,
los pies me arden como si estuviera parado sobre brasas can-
dentes. A decir verdad, estoy harto de esta mísera vida», escri-
bió el 10 de junio de 1903 desde Cavour.
Dos años más tarde dejó la panadería en Cavour y se mar-
chó a Turín a buscar otro trabajo. En vano. Solo en una Segun-
da ocasión (mientras tanto había estado seis meses en el pue-
blo) encontró un puesto de trabajo como fundidor de caramelo
en Turín.
En febrero de 1907 Bartolomeo enfermó seriamente de
pleuresía y su estado de salud empeoró de tal forma que su
padre tuvo que viajar a Turín para llevarle de vuelta a casa.
Aún no había cumplido los diecinueve años. «Y de esta manera
regresé, después de pasar seis años en atmósferas apestosas de
panaderías y cocinas de restaurantes donde solo ocasionalmen-
te se podía gozar de un poco del bendito aire fresco de Dios y del
maravilloso panorama de su mundo», escribió en su autobio-
grafía.
Más de dos meses pasó en su lecho de enfermo, a pesar de
lo cual llamó a ese tiempo el más feliz de su vida, especialmen-
te los meses posteriores. Se ocupaba del jardín, solía pasear
por las colinas circundantes a Villafalleto, charlaba con la gen-
te del pueblo. Pero su suerte no duró mucho tiempo, su madre,
a la que amaba especialmente, enfermó de cáncer. Bartolomeo
la cuidó, pasaba días enteros sentado al lado de su cama. Inú-
tilmente. Con solo cuarenta y cinco años un cáncer pulmonar
terminó con su vida.
| 33
Vanzetti comentó más tarde que después de la muerte de su
madre había quedado tan desesperado que había pensado en
suicidarse. En su autobiografía escribió sobre aquello: «La pér-
dida fue muy grande para mí. El tiempo no calmó mi dolor,
sino que lo aumentó. Veía cómo mi padre se iba encaneciendo
prematuramente. Me volví retraído, callado; durante días no
hablaba una palabra y caminaba solitario por el bosque a la
orilla del río Marga».
Después de la muerte de la madre, Bartolomeo tuvo que
ayudar mucho más que antes en el hogar. Su hermana Luigia
apenas tenía dieciséis años, Vincenzina, cuatro y el menor,
Ettore, dos años. Cuando un día sorprendió a su padre con la
decisión de emigrar a América, este no se mostró del todo feliz.
Si bien él mismo había probado suerte en la tierra prometida,
fracasado y retomado, aún le fascinaba ese país. Pero habiendo
perdido recientemente a su mujer, no podía admitir esa fasci-
nación. No quería perder también a uno de sus hijos. Tarde
tras tarde Bartolomeo y su padre conversaron sobre la planifi-
cada emigración. Al final Giovanni, con el dolor en su corazón,
accedió.
El 9 de junio de 1908, dos días antes de su vigésimo cum-
pleaños, Bartolomeo se marchó a Estados Unidos. Medio pue-
blo le acompañó hasta la estación de ferrocarril. ¡A América!,
muchos de Villafalleto no habían llegado tan lejos. Cuando el
pequeño tren abandonó jadeante la estación despidiendo va-
por y humo, muchos tenían lágrimas en sus ojos. También el
joven Vanzetti.
Sus impresiones las relató más tarde en su autobiografía:

Mi dolor por la separación era tan grande que no podía decir


palabra. Mi partida había despertado gran interés en el pueblo,
los vecinos llenaban nuestra casa, cada uno con una palabra de
aliento, un buen deseo, una lágrima. Me acompañaron en un lar-
go cortejo, como si un habitante de la ciudad se separara para

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siempre de ellos. Así abandoné mi país, como un caminante apá-
trida…

Cuando Bartolomeo Vanzetti dejó su país Natal para mar-


charse a la gran tierra prometida, al país de sus añoranzas y
esperanzas, buscaba la libertad personal. Pero su partida de
asemejaba mucho a una fuga. Por un lado, no quería pasar más
días de su juventud en una fétida panadería y por otro deseaba
huir de la autoridad omnipotente de su padre. Su partida fue
dolorosa y a la vez llena de esperanzas. Tres largos días viajó
en tren por Francia y el 13 de junio se embarcó en el puerto de
Le Havre. El viaje marítimo en el barco de vapor duró siete
días y siete noches. Las condiciones a bordo eran catastróficas.
La carencia de instalaciones higiénicas y un estado de ánimo
tenso desembocaban, no raramente, en agresiones. En la sec-
ción de entrecubiertas, donde Vanzetti halló alojamiento, las
personas iban apretujadas, una al lado de la otra, iluminadas
tenuemente por una lámpara, todos a la espera de la tierra pro-
metida: Estados Unidos.
Cuando el barco entró en el puerto de Manhattan muchos
de los pasajeros se sintieron intimidados por la altura de los
edificios de esa ciudad, se taparon el rostro con las manos y
comenzaron a sollozar. «Yo estaba en la cubierta y pretendía,
entre la masa, descubrir qué había para nosotros allí dentro
que nos invitaba y nos amenazaba al mismo tiempo».
En la oficina de emigración, en un edificio de ladrillos oscu-
ros Justo al lado del muelle de desembarco, se le rompieron a
Vanzetti las primeras ilusiones. Nadie le ofreció un saludo cor-
tés de bienvenida o una palabra de ánimo. Las esperanzas que
él y los otros habían puesto en ese país se mostraron rápida-
mente como meras ilusiones. Hacía apenas dos semanas era el
hijo de una admirada familia en Villafalleto, un joven recono-

| 35
cido y querido. Aquí era solo uno de esos dagos 2, como los
estadounidenses llamaban despectivamente a los inmigrantes
italianos.
El estado de ánimo, estando solo en la calle con pocos efec-
tos personales, unos pocos dólares y la dirección de un cote-
rráneo en el bolsillo, lo describió así:

Recuerdo muy bien ese momento, cómo, después de mi llega-


da, me encontraba solo en los barrios bajos de Nueva York con un
par de pobres ropas y muy poco dinero. En días anteriores había
estado entre gente que me entendía. Y repentinamente me pare-
cía haber despertado en un país en donde mi lengua no tenía más
significado que el lastimoso ruido de un animal mudo. ¿Hacia
dónde debía ir? ¿Qué debía hacer? Aquí estaba la tierra prometi-
da. El tren pasaba a toda velocidad y no respondía a mis pregun-
tas. Los automóviles corrían y no me percibían.

Vanzetti probó alojarse en la Séptima Avenida. Allí vivía el


hombre del cual tenía la dirección que le habían dado al salir
de Villafalleto. Pero recibir alojamiento allí resultó imposible.
Más de treinta parientes vivían en cuatro habitaciones peque-
ñas, por esto se puso a buscar un lugar donde dormir. Final-
mente encontró una casa en la que se podía alquilar una cama.
En cada habitación había diez de ellas.
Tres días después de su llegada encontró trabajo en un res-
taurante como lavaplatos. Durante tres meses trabajó allí. Ter-
minado el trabajo dormía en una habitación al lado de la coci-
na; como el calor era insoportable allí dentro, solía, para poder
respirar aire fresco, levantarse frecuentemente por las noches
para ir a caminar por el parque que quedaba cercano. Por la
mañana le costaba mucho esfuerzo mantener los ojos abiertos.

2 Dago es un insulto de carácter étnico referido a los italianos e,

incluso, a españoles y portugueses. Podría derivar del nombre propio


Diego.
| 36
Más tarde halló un puesto de trabajo en el elegante restau-
rante Mouquin. Allí había, para la adinerada clientela, magní-
ficos comedores; sin embargo, las condiciones de trabajo en la
cocina eran de temer. El vapor que se producía al fregar nublaba
tanto la fétida habitación que algunas veces no se podía distin-
guir a los colegas. La basura de la cocina, que se guardaba en
grandes toneles, despedía un penetrante hedor. A menudo se
cegaba la tubería del desagüe y en el suelo se formaban charcos
de agua sucia que envolvían todo con el mal olor. Vanzetti tra-
bajaba diariamente doce horas y los domingos recibía cinco
horas libres. Su sueldo ascendía a seis dólares a la semana.
Las condiciones de trabajo le recordaban a las de Cuneo.
¿Pero no había emigrado a ese país para huir de ese Martirio?
¿No había dejado su país Natal para escapar de la servidum-
bre, de los que tenían poder y explotaban su mano de obra?
¿No quería ser un hombre libre? La realidad se veía diferente,
triste y anonadada. Después de ocho meses renunció a su tra-
bajo porque temía enfermar de tuberculosis en ese ambiente
húmedo. Vanzetti era ahora uno más de los incontables des-
empleados que en esa época deambulaban por Nueva York en
busca de trabajo. Cada mañana se ponía a la cola en una oficina
de empleo para desocupados. Pero muchos esperaban lo mis-
mo, demasiados para los pocos puestos de trabajo que había.
Una mañana encontró a un hombre joven que no llevaba ni
siquiera un dólar en el bolsillo. Hacía días que no probaba una
comida caliente. Vanzetti le llevó a un local barato y le invitó a
una pobre comida. «Es casi imposible encontrar un trabajo en
esta ciudad», opinó el joven; por eso quería probar suerte en el
interior del país, según él, allí había mayores posibilidades
laborales. Vanzetti también se quejó del problema que signifi-
caba encontrar trabajo siendo un inmigrante. Juntos decidieron
abandonar Nueva York. Con los últimos dólares que le queda-
ban a Vanzetti navegaron en un pequeño vapor a Hartford, en
Connecticut.
| 37
Atravesaron el país sin un destino fijo, golpeaban todas las
puertas preguntando por trabajo, así también lo hicieron en
casa de un granjero:

Le imploramos; hacemos cualquier trabajo, lo que usted pida.


Él no podía darnos ninguno, pero se conmovió por nuestra po-
breza y por nuestra hambre evidente. Nos dio de comer y luego
nos acompañó por toda la ciudad en busca de trabajo. Nada, ab-
solutamente nada fue posible encontrar. Entonces, por lástima,
nos llevó nuevamente a su granja, aunque no necesitaba trabaja-
dores. Catorce días nos permitió quedarnos. Siempre voy a tener
un gran recuerdo de esa familia americana porque fueron los
primeros estadounidenses que nos trataron como seres humanos
a pesar de que nosotros veníamos de la tierra de Dante y Garibaldi.

Luego continuaron su viaje de pueblo en pueblo en busca de


trabajo y albergue. A menudo estaban satisfechos con una reba-
nada de pan y un techo sobre sus cabezas. Finalmente, después
de más de dos semanas de peregrinaje, encontraron ocupación
en una fábrica de tejas y ladrillos en Springfield, Massachusetts.
El trabajo era singularmente difícil y el compañero de Vanzetti
desistió, extenuado, a los pocos días. En cambio, él duró en la
fábrica diez meses. Sobre aquella temporada escribió:

El trabajo era verdaderamente difícil para mí, aunque había


alguna que otra alegría después del fatigoso trabajo. Éramos una
colonia de inmigrantes de Piamonte, la Toscana y Venecia, casi
como una familia. Por las noches olvidábamos las desgracias del
día.

Finalmente, Vanzetti partió nuevamente en su peregrinaje


en busca de un trabajo mejor, de mejores posibilidades. Pero
su buena voluntad raramente fue premiada. Aunque por el tra-
bajo que realizó en una cantera de Meriden recibió un poco
más de dinero que en Springfield, también fue insoportable.

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El 12 de enero de 1911 le escribió una carta a su hermana
Luigia desde Meriden. Allí mencionó que había planeado mar-
charse al oeste del país pero que después había resuelto que-
darse por el momento en Meriden. Detalladamente describió
sus impresiones de Estados Unidos, el país en el que él, un
inmigrante de veintitrés años aún creía, aunque, a menudo, le
parecía incomprensible.

Pues bien, ahora te quiero contar un poco sobre América. Me


llevaría mucho tiempo relatar cada una de mis aventuras, sufi-
cientes para llenar un libro, por eso te voy a hacer un resumen.
Como ya pudiste darte cuenta en mi primera carta, esta región, a
mi llegada, sufría una fuerte crisis económica. Yo tuve la suerte
de encontrar trabajo en hoteles y así vivir bastante bien durante
diez meses. Trabajé dos meses para Caldera (Caldera era un pri-
mo de Villafalleto que había emigrado tiempo atrás) y diez meses
en un restaurante francés. Realmente por mi temperamento no
pude seguir allí, ya que mi carácter no permite que en mi presen-
cia se cometan injusticias y también porque mi salud empeoró.
Dejé Nueva York y me fui al interior del país. Trabajé en granjas,
talé árboles, hice ladrillos y tejas, cavé fosas y estuve empleado en
una cantera. Luego realicé trabajos en una confitería, en una he-
ladería y para una compañía de teléfonos.
Al final de la primera temporada me quedó un poco de dinero
que gasté durante el invierno. Este año tuve mejores empleos que
los años anteriores y pude ganar un poco más. Por el momento no
tengo trabajo a causa del frío. En invierno, todos los trabajos al
aire libre se suspenden. Tengo buenas perspectivas de empleo ya
que uno de mis amigos, un viejo piamontés, está haciendo todo lo
posible por conseguírmelo. En el campo me puse más fuerte y sa-
ludable. Aunque digo campo, tienes que entender que se trata
verdaderamente de una ciudad de treinta mil habitantes. Aquí hay
una biblioteca municipal, una escuela primaria y otra secundaria.
La ciudad está rodeada de parques y lagos. No existen nacionali-
dades sobre la Tierra que no estén representadas aquí. Padecí
mucho cuando descubrí que estaba rodeado de personas extra-
ñas, indiferentes y hasta, a veces, hostiles. Tuve que tolerar insul-
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tos de gente a las cuales les habría hecho comer polvo de haber
sabido una décima parte de buen inglés de lo que sé de italiano.
Aquí la justicia se basa en la violencia y la brutalidad, y pobre del
extranjero, especialmente italiano, que defienda sus derechos con
métodos enérgicos; a él le espera el garrote policial, la cárcel y el
código penal. Si bien tienen muchas buenas cualidades, no creas
que los estadounidenses son civilizados. Cuando se les quita su
dinero y su elegante ropa, son bárbaros, fanáticos y criminales.
No hay un país en el mundo que tenga tantas religiones y ra-
rezas religiosas como este bendito Estados Unidos. Aquí es bueno
quien es rico, aunque robe y asesine. Muchos se han vuelto ricos
vendiendo su dignidad humana, espiando a sus compañeros de
trabajo y a sus compatriotas.
Reducen su moral a un nivel que está por debajo del de los
animales. Aunque aquí cada religión está permitida, triunfa el je-
suitismo. Las sagradas enseñanzas europeas, sabias y gentiles, no
iluminan este lugar o a su gente. Yo no he cambiado en esta Babi-
lonia, y la cobardía nunca ha formado parte de mí.
Siempre he estado bien considerado no solo por estadouni-
denses, sino también por los italianos e incluso por los negros.
Aún nadie ha podido convencerme de que lo blanco es negro y si
alguien no me puede mirar a los ojos, entonces, en este caso, él
sabrá que yo le voy a despreciar.
Debes saber que aquí hay muchos jóvenes italianos, especial-
mente del sur de Italia, que no trabajan; se divierten continua-
mente y van por lo general elegantemente vestidos. Pertenecen a
la Mano Negra y viven del fruto de sus delitos.
Yo estoy casi siempre solo porque los italianos en Estados
Unidos, comúnmente, son incultos. Me junto solo con gente ho-
nesta e inteligente. Asisto desde hace dos años a cursos de inglés
y estoy logrando grandes avances. Entiendo casi todo, pero tengo
algunas dificultades al responder. Solo me fío de mí, de mi volun-
tad, de mi decencia y mi salud. Espero poder imponerme.
Ama a los niños, trata a papá tan cariñosamente como te sea
posible, ha padecido tanto por nosotros. Ha trabajado para nues-
tro bienestar y lo sigue haciendo. Ejerce la virtud, huye del vicio.
Piensa que cuando te comportas de esta manera entonces
cumples con tus obligaciones de hermana e hija. Caerán sobre ti
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muchas bendiciones y la buena conciencia, que para la paz del
alma es indispensable, te traerá aquel Consuelo y aquella dulzura
que solo el Bien puede alcanzar. Piensa también que a través de
este comportamiento estás satisfaciendo los deseos de tu hermano
que te ama con todo corazón.

De Meriden se trasladó nuevamente a Nueva York. Algunos


amigos le habían convencido de volver a practicar su viejo ofi-
cio de confitero y pastelero. Como trabajador no cualificado, se
decía, no ganaría nunca lo suficiente. Y Vanzetti tuvo, de hecho,
suerte. Encontró rápidamente un empleo como pastelero en el
restaurante Savarin, en Broadway. Pero la suerte duró poco.
Después de ocho meses fue despedido sin recibir explicaciones.
De ahí se cambió a la cocina de un hotel en la Séptima Avenida,
pero de allí también fue despedido a los cinco meses.
Por último, probó el mecanismo de las agencias que gestio-
naban empleo y compartían parte de la comisión con los jefes
de cocina. Como estos estaban interesados en ganar unos po-
cos dólares más a través de este sucio método, hacían todo lo
posible para que se empleara constantemente a nuevos traba-
jadores.
En Nueva York se quedó poco tiempo, un episodio triste.
Esa ciudad no le trajo buena suerte. Después de cinco meses de
desempleo se fue a trabajar en la construcción de una línea de
ferrocarril en Massachusetts. Una agencia había estado bus-
cando a hombres fuertes y un amigo le había aconsejado pre-
sentarse allí sin camisa. Un pecho velludo, según el amigo,
denotaba fuerza y resistencia. Así pues, Vanzetti, que era muy
peludo, se presentó a la agencia con la camisa abierta y consi-
guió el trabajo.
Trabajaba, en un grupo, de diez a doce horas diarias. Era
una tropa bastante dispar, hombres que habían fracasado en
otros lugares, que habían enterrado sus sueños de Libertad y
de una vida digna. Hombres sin futuro. Cada nacionalidad esta-
ba representada y Vanzetti casi no podía recordar los nombres
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de cada uno de sus compañeros de trabajo. De todas maneras,
esto no era necesario. Todos habían recibido un número de
identidad y, no solo por aquel detalle particular, se parecía a
una tropa de trabajos forzados.
Vanzetti no se daba por vencido y cumplía, silencioso, con
su duro trabajo. Su destino no debía ser determinado por
agentes de trabajo codiciosos. Tenía aún la inquebrantable
voluntad de seguir su propio camino en ese país y no terminar
sus días como trabajador de las líneas del ferrocarril. Quería
ser un hombre libre, aceptado y respetado. ¿Era mucho pedir?
En 1914, después de dejar su trabajo en la construcción del
ferrocarril, se trasladó a Plymouth donde se empleó como car-
gador en una fábrica de cordaje. Por esa época, después del
trabajo, comenzó a leer. Más tarde lo recordaría de esta manera:

Ah, cuántas noches he pasado delante de un libro, a la luz titi-


lante de una lámpara de gas, hasta la llegada de la mañana. Ape-
nas había puesto mi cabeza sobre la almohada, sonaba la sirena a
vapor de la fábrica y tenía que ir a trabajar.

Vanzetti leía sobre todo libros de política y crítica social:


Marx, Gorki y las obras del revolucionario italiano Mazzini. Su
alojamiento quedaba en un callejón de nombre Suosso, uno de
los tantos sin pavimentar de Plymouth, en el cual ni las casas
tenían numeración. El barrio estaba compuesto por barracas
contiguas de forma heterogénea. Se le llamaba en el lenguaje
popular La pequeña Italia, particularmente porque allí vivían
inmigrantes italianos. Vanzetti vivía con la familia Brini, que
había construido con sus ahorros una casa de madera con dos
departamentos. Vicenzo Brini y su mujer Alfonsina vivían allí
con sus tres hijos. Uno de ellos, Lefevre Brini, recuerda así a
Bartolomeo Vanzetti:

Recuerdo cómo llegó con una gran maleta a nuestra casa, mejor
dicho, con dos maletas, una negra grande y una más pequeña
| 42
marrón. Sabe, como niños creíamos que en las maletas había algo
para comer. Nosotros le seguimos por todas partes, pero no dejó
las maletas en ningún momento, solo hablaba.
Lo puedo recordar bastante bien. Finalmente puso las maletas
en el suelo, pero nosotros no nos atrevimos a tocarlas. Luego mi
madre le indicó su habitación y él tomó las maletas y fue hacia
allí. Cuando llegó a nuestra casa se veía bastante extraño, llevaba
barba de chivo y bigote y cuello alto almidonado. Se veía bastante
diferente a otras personas, en el vecindario no había nadie que
llevara barba de chivo. Por esto nos pareció, de alguna manera,
algo raro. Pensamos, veremos cómo nos podemos entender con él
pues parece amable. Nos acariciaba la cabeza y los domingos les
ayudaba a mis padres con el desayuno.

Vanzetti era muy querido por los niños de la familia Brini.


Solía pasear con ellos, les ayudaba con las tareas, iba con ellos
a la biblioteca y les enseñaba italiano ya que ellos solo habla-
ban el dialecto boloñés. Ellos a su vez le enseñaban inglés por-
que aún al piamontés le resultaba difícil la lengua de su nueva
patria.
Vanzetti era un hombre casero, la unión a una familia le ha-
cía bien. Cuando no asistía a los cursos nocturnos que ofrecía
en diferentes áreas políticas el club Amerigo Vespucci, el punto
de encuentro de la colonia italiana, leía sus libros, jugaba con
los hijos de los Brini o discutía con Vicenzo Brini sobre el anar-
quismo. Formar una familia aún no estaba en sus planes y no
tenía interés en el matrimonio.
Esto lo corrobora Vanzetti en una carta a una de sus tías, en
la que escribe: «La idea del matrimonio aún no me ha pasado
por la cabeza. No he tenido nunca una enamorada y cuando he
estado enamorado de alguien, ha sido esa clase de amores que
he tenido que esconder en mi pecho».
En otra oportunidad escribió que la anarquía era su amante
y el anarquismo tan bello como una mujer. Pero estos no eran
más que los vuelos de un romántico revolucionario, influido

| 43
por las lecturas anarquistas clásicas. Vanzetti, que original-
mente había sido un creyente católico convencido, había en-
contrado en América su nueva religión, el anarquismo:

En América experimenté toda la aflicción, el desengaño y la


privación que son forzosamente la suerte que corre un ser hu-
mano que llega a este país a los veinte años de edad, no sabiendo
mucho de la vida y con algunos sueños en la cabeza. Aquí vi toda
la crueldad de la vida, toda la injusticia y la corrupción que la
humanidad trágicamente lleva consigo.

Vicenzo Brini era un anarquista convencido. En su casa se


daban cita compañeros que vivían en los alrededores. Frecuen-
temente se llevaban a cabo allí reuniones y discusiones, en las
que Vanzetti tomaba parte con ahínco. En las pocas horas que
le quedaban entre el trabajo, cursos vespertinos y las horas de
sueño, profundizaba su saber en libros de filosofía y política.
Malatesta, Kropotkin, Darwin, Tolstói, Zola. Leía ávidamente
todo lo que caía en sus manos.
Cuando en enero de 1916 se produjo un paro de actividades
en la fábrica de cordaje, Vanzetti participó en el comité que
administraba los fondos de huelga. En aquel tiempo los hom-
bres ganaban seis dólares por semana. Los trabajadores pedían
más sueldo. Sus exigencias eran doce dólares para los hombres
y ocho para las mujeres. Se llevaron a cabo reuniones en la
empresa en las que, frecuentemente, Vanzetti hablaba exhor-
tando a los trabajadores a perseverar. Después de dos semanas
se rompió la solidaridad entre los trabajadores y la huelga se
vino abajo. Los trabajadores reaccionaron indignados ante el
ofrecimiento de la dirección de pagar un suplemento general
de un dólar, pero por último tuvieron que aceptar desalenta-
dos. Ninguno quería perder su puesto de trabajo. Vanzetti, al
finalizar la huelga, fue puesto en la lista negra como dirigente,
lo que significó el aviso de despido. Con esto quedó marcado

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en todas las empresas y fábricas de la región como «un elemen-
to de inestabilidad, revolucionario y agitador».
En los meses que vinieron, se convirtió nuevamente en un
trabajador jornalero realizando diferentes labores. Acarreó pie-
dras para la construcción, excavó pozos, transportó helado y
quitó la nieve en invierno. Lentamente comenzaba a compren-
der que en ese país iba a vivir constantemente en conflicto con
su forma de pensar, que su porfía y su voluntad de lucha por
una vida Justa le condenarían a trabajos humillantes. La tierra
prometida, hacia la que había salido hacía unos años desde su
país Natal para convertirse en un hombre de respeto, se des-
enmascaraba y se le mostraba como una ilusión. En esa época
conoció a un hombre que también militaba en el movimiento
anarquista y con el que entabló amistad. Su destino se vincula-
ría irrevocablemente con el de este hombre. Su nombre, Nicola
Sacco.
El 22 de abril de 1891 nació Nicola Sacco en la pequeña ciu-
dad de Torremaggiore, al sur de Italia, como uno de los dieci-
siete hijos del matrimonio Sacco. La familia era considerada, a
pesar de la gran cantidad de niños, como una de las más aco-
modadas de Torremaggiore. Sus campos eran los mayores de
la región y poseía una muy buena empresa de aceitunas y vino.
Nicola pasó una infancia sin problemas. Más tarde, cuando
recordaba aquel tiempo, solía rememorar casi un cuadro idílico:

Distante a más o menos sesenta pasos de nuestro viñedo, te-


níamos un gran terreno sembrado con diferentes clases de verdu-
ras que labrábamos mi hermano y yo. Cada mañana, a la salida
del Sol, y por las noches, al atardecer, les echaba a las plantas y a
las flores un cubo de agua, también regaba los árboles que ha-
bíamos plantado. Cuando por las mañanas temprano terminaba
con mi trabajo era el momento mismo de la salida del sol, yo sal-
taba al estanque y me maravillaba de cuán hermosos podían ser
los rayos del sol.

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A los catorce años Nicola dejó la escuela y comenzó a traba-
jar en los campos y en el viñedo de la familia. El padre estaba
orgulloso de sus hijos, eran trabajadores y fiables. Su padre era
un hombre excepcional para esa época. A pesar de su prospe-
ridad económica se sentía comprometido con las ideas libera-
les de los republicanos. Era miembro del Club Republicano,
una agrupación de librepensadores y socialistas que, en sus
tardes de club, forjaban planes para la construcción de un
mundo más Justo. También Sabino, el hermano mayor, mili-
taba entre los socialistas. Así, el joven Nicola entró temprana-
mente en contacto con pensamientos políticos y escritos que le
interesaban ávidamente. Punto central de su visión del mundo
era la libertad individual, la libertad contra la opresión, la es-
clavitud y la explotación.
«Un país como Estados Unidos, grande, libre y justo», decía
Sabino. Sabino, Nicola y muchos de sus amigos hablaban regu-
larmente del país allende el gran océano. Aunque recibían de
algunos compatriotas cartas desilusionadoras que describían
lo difícil que era la vida por allí, veían en aquella nación el país
de la libertad y de los grandes logros.
Cuando Sabino fue llamado a cumplir por tres años el servi-
cio militar, Nicola asumió sus tareas y se convirtió en el princi-
pal apoyo de su padre. Los sueños sobre América de Sabino y
Nicola intranquilizaban al padre. Pensaba en ello, y en cómo
de ahí en adelante debería llevar a cabo todo el trabajo. Enten-
día bastante bien el deseo de partir de ambos hermanos, pero
ellos también alimentaban con esto sus miedos. Al fin y al cabo,
tenían en Torremaggiore todo lo que necesitaban. Por lo tanto,
¿qué deseaban sus hijos en ese desconocido país?
Cuando Sabino y Nicola recibieron respuesta de un amigo de
su padre que había emigrado tres años atrás a Milford, Massa-
chusetts, y al que le habían escrito una carta, se intensificaron
los temores del padre. Ellos debían viajar lo antes posible, con-
testó el amigo exaltadamente, y Nicola ardía de ganas por aban-
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donar la patria. «Estaba fuera de mí por llegar a ese país por-
que yo apreciaba los países libres», declaró más tarde.
Sabino terminó el servicio militar en la primavera de 1908 y
en abril los hermanos Sacco se embarcaron en un vapor de la
compañía White Star Line directo a América. Toda la familia
les acompañó a Nápoles y les hicieron señas agitando pañuelos
multicolores cuando el enorme barco abandonó lentamente el
puerto.
El 12 de abril de 1908, diez días antes del decimoséptimo
cumpleaños de Nicola, Sabino y Nicola Sacco desembarcaron
en Boston. Ellos habían alcanzado su objetivo: Estados Unidos,
el país de sus sueños. La misma noche prosiguieron camino a
Milford, en donde fueron recibidos calurosamente por la fami-
lia de su amigo. El alojamiento dejaba mucho que desear y la
comida era pobre: dormían en una estrecha buhardilla, por las
tardes había solo un plato de sopa. Sabino encontró al poco
tiempo trabajo en una fundición. Se sentía responsable por su
hermano menor: «Mi primer pensamiento fue enviar a mi her-
mano a la escuela, era aún tan joven para trabajar. Siempre me
esperaba en la puerta de la fábrica cuando yo salía».
Pero también a Nicola le fue posible, después de un corto
tiempo, encontrar un trabajo como aguador; transportaba agua
para los operarios que realizaban trabajos en un camino cerca
de Milford. En la colonia trabajaban muchos italianos. Entre
ellos se sentía bastante bien. Las grandes máquinas que ver-
tían alquitrán sobre la carretera, su apisonamiento y el jadeo
de estas al trabajar le fascinaban. Cuando llegó el invierno se
puso a trabajar en una fábrica de productos de hierro en donde
tenía que limpiar la escoria. Era un trabajo pesado, pero Nico-
la, entretanto, se había convertido en un muchacho bastante
fuerte. Se quedó allí todo un año.
Por otro lado, Sabino ya había tenido suficiente con su sueño
americano. Volvió a Torremaggiore e invirtió lo que había aho-
rrado en América en ampliar el negocio de su padre.
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Sabino trató sin éxito de convencer a Nicola de volver a Ita-
lia; este no estaba dispuesto a abandonar aún ese país. Quería
aprender un oficio porque se había dado cuenta de que un tra-
bajador no cualificado en ningún lugar iba a encontrar un em-
pleo bien remunerado. Cuando la compañía de calzados Mil-
ford Shoe Company ofreció a los inmigrantes instruirles en el
oficio de acabador de calzados en un curso que costaba cin-
cuenta dólares, Nicola se inscribió de inmediato. Este curso
duró tres meses que para él significaron tres meses sin recibir
sueldo.
Finalmente, Nicola Sacco fue contratado por la fábrica de
calzados y comenzó a ganar entre sesenta y setenta dólares por
semana. Sacco, un chico de aspecto bastante viril, no era muy
instruido. En aquel tiempo se hizo miembro de un grupo anar-
quista italiano, asistía a un curso de inglés, que era obligatorio
para todos los trabajadores extranjeros de la fábrica, y aunque
era considerado como una persona ávida de saber, leer no era
su fuerte. Sus lecturas se limitaban a los periódicos y a los obli-
gatorios panfletos anarquistas. Era más un hombre de acción,
que prefería abordar las cosas directamente a esconderse silen-
cioso detrás de libros.
Sacco se diferenciaba de sus compañeros de trabajo princi-
palmente porque al finalizar la labor diaria siempre estaba bien
afeitado y bien vestido. Para ser considerado un radical, así se
les llamaba por aquel entonces tanto a los miembros del sindi-
cato como a los anarquistas, socialistas y librepensadores, esto
era poco común. La mayoría de esas personas eran trabajado-
res o jornaleros que ganaban poco y que si contaban con algún
ahorro este estaba destinado para cosas más importantes que
vestirse correctamente. Sacco, sin embargo, prestaba mucha
atención a su presentación personal, sí, era incluso un poco va-
nidoso. Pero no por esto carecía de conciencia de clase. Parti-
cipaba en discusiones políticas en círculos anarquistas y toma-
ba parte en todas las fiestas y actos de la colonia italiana.
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Allí conoció en un baile a Rosina Zambelli. Ella había llega-
do hacía un par de meses desde una escuela en un convento en
Italia para reunirse con sus padres en América. En 1912 se casó
con la muchacha. Ella tenía diecisiete años, él veintiuno y esta-
ban muy enamorados uno del otro. A su maestra de inglés, la
señora Jack, le escribió más tarde:

Recuerdo, señora Jack, nuestros días de amor de años atrás,


cuando compré el primer vestido azul para mi amada Rosina y
ese recuerdo de amor aún vive en mi corazón.
En la mañana del 1 de mayo de 1912 me puse mi nuevo terno
azul y fui hacia la casa de mi querida Rosina, allí le pregunté a su
padre si le permitía a Rosina ir conmigo de compras a la ciudad y
respondió que sí. Nosotros fuimos a eso de la una de la tarde y
entramos en unos grandes almacenes donde compramos un som-
brero marrón, una enagua blanca, un vestido azul, un par de za-
patos marrones y cuando estuvo vestida, señora Jack, me gus-
taría que usted hubiese visto lo bonita que se veía aquella vez,
mientras que hoy, con los sufrimientos que ha padecido, se ve
como una anciana. Señora Jack yo no tuve nunca la idea de com-
prarle diamantes o cosas de esa índole, pero sí le compré lo que
podía ser natural y útil.

Su primer hijo nació en mayo de 1913 y le llamaron Dante.


«Puesto que Dante fue un gran hombre en nuestro país», co-
mentaba Sacco al respecto. Si no se hubiese casado y no se hu-
biese convertido en padre, habría vuelto probablemente, como
su hermano, a Italia. Aunque había encontrado en la fábrica de
calzados de Milford un empleo seguro, estaba bien considera-
do entre sus compañeros de trabajo y era apreciado por sus
superiores por su buen trabajo, no se había podido identificar
con su nueva patria. Pronto renunció a mejorar su inglés. Des-
pués del trabajo su vida se desarrollaba solamente entre italia-
nos. En 1913 ingresó en el club anarquista del lugar que llevaba
por seguridad el nombre de Círculo Social. Allí ayudaba a or-

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ganizar las asambleas, repartía panfletos políticos y recaudaba
dinero entre la colonia italiana.
En casi todas las ciudades industriales existían dichos clu-
bes y círculos en los cuales las minorías progresistas, entre los
inmigrantes italianos, se juntaban. Más que una férrea organi-
zación, lo que les unía era un sentimiento de camaradería, de
espíritu de cuerpo, de homogeneidad, una hermandad espiri-
tual. Se encontraban para apoyarse unos a otros: ya en huel-
gas, en asambleas o, sobre todo, en momentos difíciles. Mu-
chos de los inmigrantes italianos simpatizaban con las ideas
del anarquismo, donaban pequeñas cantidades de dinero o
compraban sus periódicos. Aunque no militaban y tampoco
tomaban parte de la vida política de estos grupos, se sentían de
algún modo comprometidos con estos hombres y mujeres que
abierta y valientemente habían hecho de la lucha contra la ex-
plotación y la transgresión de la dignidad humana su bandera
de guerra. Leían la Cronaca Sovversiva, un periódico redacta-
do y publicado por Luigi Galleani. Galleani era una figura ca-
rismática, el guía intelectual dentro de los círculos anarquistas.
Pronunciaba conferencias, hablaba en reuniones con huelguis-
tas y escribía artículos. Nicola Sacco se sentía atraído por las
ideas y las exigencias político-sociales de Galleani. Él conocía
el estado de los trabajadores en las fábricas, los salarios de
hambre que recibían los jornaleros, había experimentado y
vivido en cuerpo y alma lo que hablaba Galleani.
Nicola Sacco no apareció nunca en público. Pertenecía a los
compañeros que, en silencio, activos y francos, se mantenían
en la sombra del movimiento. Aunque se había consagrado por
entero a las ideas anarquistas, su interés principal seguían sien-
do su mujer Rosina, su hijo Dante y su sencillo hogar.
En 1916 Sacco fue detenido junto a otros correligionarios en
una asamblea y tuvieron que pagar una multa ya que no pudie-
ron presentar el permiso oficial para dicha reunión. Estos
permisos oficiales eran subterfugios para controlar desagrada-
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bles actividades políticas y los actos de los anarquistas eran
observados con especial desconfianza. Para la autoridad esta-
dounidense, así como también para la mayoría de los ciudadanos,
los anarquistas eran «agitadores maldecidos por Dios», que
intentaban llevar inestabilidad a los obreros. Consignas lla-
mando a la lucha de clases, protestas y huelgas desencadena-
ban entre muchos estadounidenses temores alarmantes, y todo
aquel que guardaba simpatía por esas cosas era rápidamente
registrado, detenido, perseguido o deportado a su país de origen.
Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti: dos italianos que, en el
mismo año, 1908, habían llegado a Estados Unidos y se habían
convertido en ese país en anarquistas.
Desde hacía medio siglo el anarquismo era el espectro te-
rrorífico de todos los estadounidenses «íntegros y amantes de
la libertad» y por esta razón les habían declarado la guerra a
esos «hombres sin Dios ni ley».
Sacco y Vanzetti se prestaban como la imagen ejemplar del
enemigo. Su destino estaba siendo determinado por aconteci-
mientos que se fraguaron en años anteriores, en una historia
que no les correspondía.

| 51
3
A la caza de rojos y radicales

LA HISTORIA DEL MOVIMIENTO OBRERO estadounidense corre


paralela a la historia de la inmigración. Los inmigrantes sumi-
nistraron el ejército de fuerza laboral para un mercado en ex-
pansión. Para aumentar la producción se introdujo el sistema
de montaje en cadena en el que, frecuentemente, las personas
realizaban monótonamente un mismo trabajo. En todos los
lugares en donde no era necesario el conocimiento especializa-
do de un trabajador, sino más bien la obra de mano mecánica,
los inmigrantes sin oficio encontraban un puesto de trabajo.
Los empresarios necesitaban personas, así como necesitaban
carbón y acero.
Alrededor de 1800, los trabajadores especializados funda-
ron los primeros sindicatos para defenderse de los peones y
operarios semicualificados en los que veían un peligro para sus
puestos de trabajo. Estos últimos se organizaron en sindicatos
mucho más tarde porque la mayoría de ellos se sentiría feliz
por el solo hecho de poder tener un empleo. Cuando los sindi-
catos exigieron aumento de sueldos, reducción de horarios de
trabajo, mejores condiciones laborales y para lograr su finali-
dad organizaron boicoteos y huelgas, se descargó una ola de
rechazo en su contra.
El New York Times, que por cierto no era un periódico cer-
cano a la clase trabajadora, describió en su época la huelga
como algo totalmente «contrario a lo americano» e hizo notar
que los que hacían uso de estos medios no «tienen ni verdadera
| 52
idea de la esencia y del significado de la ciudadanía estadouni-
dense».
Entre 1882 y 1886, las graves crisis económicas llevaron a
una gran cantidad de trabajadores a unirse al movimiento sin-
dical. Por primera vez en la historia de Norteamérica la Labor
Union se convirtió en un factor de poder real. Los empresarios
reaccionaron ante las huelgas y la inestabilidad con la fortifica-
ción de su ejército privado, los Pinkerton. Estos eran una or-
ganización fundada por Alian Pinkerton y debían su mala fama
especialmente a las actividades que realizaban contra los sindi-
catos y el movimiento obrero. Por regla general, los Pinkerton
fueron usados como esquiroles contra los trabajadores. Sin
embargo, se crearon agrupaciones sindicales en casi todas las
grandes ciudades industriales. En aquel tiempo, el intento de un
trabajador de negociar con el empresario se igualaba a cons-
truir una muralla con un grano de arena. Quien protestaba
aisladamente era inmediatamente despedido y puesto en una
lista negra. Los trabajadores especializados y los semicualifi-
cados debieron unirse a los sindicatos para poder socavar el
sistema de los empresarios que constantemente empleaban a
grupos de inmigrantes como esquiroles y mano de obra barata.
Los inmigrantes eran tan pobres que no hacían preguntas ni
formulaban exigencias. Y cuando un grupo de inmigrantes
comenzaba a quejarse ya había otro más hambriento en la puer-
ta de la fábrica esperando poder tomar el puesto de trabajo de
estos.
Los obreros no podían oponerse por mucho tiempo al mé-
todo de los empresarios si no se organizaban conjuntamente.
Solamente así podían alcanzar mejores sueldos y condiciones
de trabajo tanto para los trabajadores semicualificados como
para los no cualificados. Sobre los salarios de los trabajadores
estadounidenses escribió el New York Herald en 1878: «El tra-
bajador estadounidense debe hacerse a la idea de que en el
futuro no va a estar mejor que el inmigrante europeo. Tiene
| 53
que estar satisfecho con poder encontrar un trabajo con un
sueldo bajo y también contentarse con el puesto que Dios le
asignó en la vida».
Si en 1870 el ingreso medio en Estados Unidos ascendía a
cuatrocientos dólares, en 1880 había caído a trescientos dóla-
res, muy por debajo del mínimo que una familia necesitaba
para existir, estimado en setecientos veinte dólares, incluyendo
el trabajo de diez a catorce horas diarias de la mujer y de los
niños, que estaba a la orden del día. Pero ya no era la crisis
económica la que mantenía los salarios bajos, sino que la
afluencia de mano de obra extranjera era la que sostenía artifi-
cialmente el bajo nivel salarial. El historiador estadounidense
Philip S. Foner escribió sobre esto en su obra modelo Historia
del movimiento obrero en Estados Unidos:

El europeo normal se tambaleaba con un pesado saco sobre


sus hombros por el puente de desembarco, el impostergable y
abrumador problema ante sus ojos, el tener que ganarse el sus-
tento en un país extranjero. Por regla general el inmigrante era
recibido por las agencias de colocaciones y enviado a sociedades
ferroviarias, fábricas, minas y campamentos madereros. Estas agen-
cias de empleo mandaban circulares en donde ofrecían a los em-
presarios grandes contingentes de peones resaltando que podían
trabajar por un sueldo muy bajo, muy por debajo del acostum-
brado. Así, por ejemplo, la oficina de colocaciones de la ciudad de
Nueva York se ofrecía para suministrar trabajadores en la canti-
dad deseada con un sueldo de cincuenta a sesenta centavos de
dólar por día sin exigencias de aumento de sueldo en sus puestos
de trabajo en cinco años.

En 1881 el mercado laboral estadounidense fue provisto so-


lo desde Alemania con 210.000 trabajadores y cada año se
incrementó con la misma cantidad. Alrededor de 400.000 in-
migrantes entraban en masa a Estados Unidos desde el resto

| 54
de Europa. Venían desde Irlanda, Escandinavia, Polonia, Rusia,
Bohemia, Austria-Hungría e Italia. Al respecto escribe Foner:

Demasiado frecuentemente los inmigrantes de todas las na-


cionalidades hicieron su primera entrada a la industria estadou-
nidense como esquiroles. Arrastrados por las ardientes promesas
de sus agentes en Europa, totalmente ignorantes de las costum-
bres del nuevo mundo, se convirtieron de manera inintencionada
en la herramienta de los capitalistas en su campaña por reducir
los salarios y desarticular los sindicatos.

Los empresarios resolvieron el problema de las nacionalida-


des a su manera, intentando sacar provecho de esto. Solamente
cuando el trabajador especializado y el trabajador inmigrante
no cualificado actuaron en común, cambió fundamentalmente la
relación entre capital y trabajo. Los industriales acusaban a
agitadores extranjeros, a socialistas y a «otros ateos antipatrio-
tas» de querer, con sus exigencias abocar al país a una revolu-
ción. Para defender sus prebendas y su beneficio, aprovecha-
ban su considerable influencia sobre la prensa, la política y los
tribunales con el fin de obstruir y convertir en delito la labor de
los sindicatos.
Una y otra vez las huelgas fueron prohibidas por decisión
judicial y los huelguistas llevados a juicio por insurrección y
conspiración. A menudo fue empleada la milicia, (cuerpo mili-
tar que estaba destinado a un servicio menos activo que el del
Ejército) y también el Ejército para terminar por la fuerza de
las armas con una huelga. Así ocurrió en la gran huelga de los
ferroviarios que estalló después de que la Compañía Ferrovia-
ria de Pennsylvania —en el cénit de la crisis económica— que
ya venía reduciendo sueldos desde 1873, anunciase para el 1 de
junio de 1877 una nueva reducción del 10%. Otras compañías
en el este del país imitaron esta reducción de salarios, pusieron
a dirigentes sindicales en listas negras y despidieron masiva-
mente a maquinistas, fogoneros y controladores. La huelga
| 55
comenzó el 16 de julio de ese año en la línea ferroviaria Balti-
more/Ohio, cerca de Camden Junction, en Maryland, y se pro-
pagó por las vías en los días posteriores hasta Martinsburg, en
Virginia del oeste. A las tropas de milicianos no les fue posible
tomar el control de la situación, la huelga solo pudo ser sofo-
cada gracias a la intervención de las tropas federales. Pero
mientras tanto el movimiento se había extendido a Cumber-
land y Maryland por el este y a Kentucky y Ohio por el oeste.
Pasó a otras líneas y llegaron a producirse enconados combates
entre huelguistas, policía y milicia en Philadelphia, Harrisburg,
Scranton, Reading, Columbus, Cincinnati, Chicago, St. Louis y
otros lugares. Las huelgas fueron sofocadas por la policía,
gremios de voluntarios, la milicia, y las tropas federales, que el
2 de agosto restablecieron la circulación ferroviaria normal.
Esta huelga fue la más grande del siglo XIX. La movilización no
solo alcanzó a los trabajadores ferroviarios, sino también a los
mineros, a los tejedores y a los desocupados. Miles de personas
tomaron parte en ella.
La actuación brutal en contra de los huelguistas llevó a que
el movimiento sindical extremara su postura. La Central Labor
Union, fundada en 1833, un sindicato en el cual se habían uni-
do trabajadores y anarquistas, amenazaba abiertamente con
hacer uso de la violencia como medio de lucha política. En oc-
tubre de 1885 los delegados, por petición del ciudadano de
origen alemán August Spies. tomaron la siguiente resolución
«Nosotros llamamos a todos los asalariados a armarse y hacer
uso de estas armas para defenderse de los explotadores. Solo
un argumento es válido, ¡la violencia!». Y el 18 de marzo de
1886 el periódico de los trabajadores publicó un artículo que
decía: «Si no nos animamos pronto a una revolución sangrien-
ta, les dejaremos a nuestros hijos nada más que pobreza y es-
clavitud. Por lo tanto, ¡estad preparados!».
Tales exhortaciones eran del gusto de aquellos que veían en
las organizaciones sindicales nada más que a grupos organiza-
| 56
dos de extranjeros radicales, los que instigaban a pacíficos
obreros para convertir en realidad sus utopías revolucionarias.
De hecho, aunque la mayoría de los trabajadores quería au-
mento de salarios y reducción de horas de trabajo, ninguno
deseaba la revolución.
El 1 de mayo de 1886 en Chicago, el centro del movimiento
sindical estadounidense, casi cien mil trabajadores se declara-
ron en huelga y se manifestaron a favor del día laboral de ocho
horas. A pesar de la gran cantidad de manifestantes no se llegó
a actos violentos ni a tumultos de ninguna clase. Una parte de
la prensa y algunos políticos apoyaron, incluso públicamente,
las exigencias de los trabajadores. Esto no podía ser aceptado
por el sector empresarial. ¿Hacia dónde nos llevaría aquello, si
se comenzaba a ceder a la presión de la calle? Nuevas exigen-
cias emergerían. Se convertiría en un barril sin fondo.
Dos días más tarde hubo nuevas manifestaciones. Trabaja-
dores en huelga de la fábrica de maquinaria agrícola McCor-
mick, que habían sido excluidos de sus puestos de trabajo, ata-
caron a los esquiroles y destrozaron las ventanas de la fábrica.
La dirección de la empresa llamó a la policía. Más de doscien-
tos agentes llegaron a la fábrica y golpearon a los manifestan-
tes, uno de ellos resultó muerto y otros tantos heridos de bala.
Nuevamente se sintió esa rabia, esa impotencia, a merced de
algo o alguien. Muchos de los trabajadores que habían sido gol-
peados pensaban en las palabras de sus colegas más radicales:
«Quien siembra violencia, cosecha violencia».
Al día siguiente se convocó en Haymarket Square una asam-
blea de protesta. Como había comenzado a llover, la multitud
estaba a punto de dispersarse. Cuando el último orador decía:
«Y para finalizar...», aparecieron un centenar de policías. Un
capitán exigió por altavoces a los manifestantes desalojar la
plaza y disolver la asamblea, pero la multitud empapada por la
lluvia y pacífica hasta la aparición de la policía, se sintió provo-

| 57
cada y con derecho a criticar públicamente la actuación de la
policía, algo restringido en la fábrica McCormick.
Una bomba fabricada con cartuchos de dinamita fue lanza-
da por los aires y detonó ante el primer grupo de policías. La
policía abrió inmediatamente fuego. El caos y el pánico se apo-
deró de todo, se sucedieron escenas espantosas. Al final quedó
un agente de policía muerto y otros seis fallecieron días más
tarde a consecuencia de sus heridas. Incontables fueron los
manifestantes heridos de bala. Era la primera vez que en una
manifestación de protesta era arrojada una bomba. Una ola de
histeria colectiva se apoderó de Chicago. Por quién y desde
dónde había sido lanzada la bomba nunca fue investigado. El
periódico New York Times declaró a los radicales de Chicago
como culpables de este hecho y manifestó abiertamente su
esperanza de que los culpables sufrieran la merecida pena de
muerte. Para la policía, para los representantes de la fiscalía
del Estado y para la opinión pública estaba claro que había
sido la obra diabólica de los anarquistas. Treinta y un hombres
fueron detenidos y finalmente ocho llevados a juicio. Seis de
ellos eran inmigrantes alemanes. Mientras que Georg Engel,
Adolph Fischer, Louis Lingg, Albert R. Parsons y August Spies,
quien había hecho un llamamiento a la violencia unos meses
antes, fueron condenados a morir en la horca, los tres restan-
tes recibieron altas penas de reclusión. Ninguno fue acusado
de haber arrojado la bomba. Fueron llevados a juicio princi-
palmente por complicidad y por complot para asesinar.
El incidente de Haymarket causó gran conmoción incluso
más allá de las fronteras de Chicago. Los afectados habían sido
condenados por sus ideas y no por su participación en el aten-
tado. Uno de los condenados a muerte se suicidó en su celda,
los otros cuatro hombres fueron ahorcados el 11 de noviembre
de 1887. Habían sido víctimas de un asesinato judicial.
La bomba de Haymarket distorsionó aún más la negativa
imagen de los inmigrantes, transformándola en un cuadro
| 58
monstruoso. El hecho de que cinco de los acusados hubieran
nacido en Alemania condujo a que en la cabeza de los estadou-
nidenses la imagen de los inmigrantes se convirtiera en la de
colocadores de bombas y que el cliché de que la agitación sin-
dical era obra de radicales extranjeros se confirmara. El temor
hacia los extranjeros tomó formas histéricas. Para algunos es-
tadounidenses los extranjeros se igualaban en su significación
con los rojos y radicales y eran considerados como la personifi-
cación del demonio sobre la tierra.
Cuando en 1903 entró en vigor la Ley de Inmigración, los
inmigrantes fueron por primera vez en la historia de Estados
Unidos discriminados por sus ideas. La ley precisaba la exclu-
sión de «anarquistas o personas que encontrasen correcto o
abogasen por la caída a la fuerza del Gobierno de Estados Uni-
dos u otros gobiernos o toda forma de legalidad como también
el homicidio de funcionarios públicos». Dos años antes, en
1901, había sido asesinado el presidente William McKinley en
un atentado. Leon Czolgosz, el autor de este asesinato, había
nacido en Estados Unidos pero sus padres venían de Polonia.
Aseguraba ser anarquista, aunque no se le conocía ninguna
vinculación a grupos anarquistas y tampoco estaba organizado
en ningún lugar. Tras el asesinato de McKinley, la imagen de
los extranjeros radicales, que para alcanzar sus abstrusos obje-
tivos no se detenían ante un asesinato, fue divulgada con agu-
dos matices. Y esto produjo su efecto. En Boston fue creada
por iniciativa privada la Inmigration Restriction League, una
ley para mantener alejados de la ciudad extranjeros por su raza
o por su nacionalidad de origen, especialmente a inmigrantes
que se identificaran con las políticas radicales. La prensa y los
políticos fomentaron esta atmósfera de pogromo. Los inmi-
grantes no solo podían ser rechazados por su opinión, sino
también por sus relaciones políticas. La ley determinaba la ex-
clusión de alguien que perteneciese a una organización o que
estuviese vinculado a una organización que propagara y ali-
| 59
mentara esas falsas opiniones. Quien conseguía atravesar la red
de control podía ser aún deportado en el plazo de tres años
después de su llegada.
La ley era la herramienta de juristas y de políticos carentes
de conocimiento del mundo e ideológicamente estrechos de
mente, pues no solo no eran capaces de entender que la lucha
entre capitalistas y trabajadores no se terminaría bajo el lema
«si no hay más radicales extranjeros, los sindicatos pierden en
influencia», sino que también se negaba el hecho de que los
seres humanos no nacían radicales. Ni Sacco ni Vanzetti eran
en el momento de dejar su patria natal anarquistas. Ellos eran
librepensadores, creían en la justicia y en la dignidad del hom-
bre, solamente después de sus experiencias en Estados Unidos
se radicalizaron.
Cuando en 1914 estalló en Europa la Primera Guerra Mun-
dial, la histeria contra los extranjeros y radicales se calmó un
poco. Si bien era cierto que la Ley de Inmigración aún se apli-
caba rígidamente y los empresarios todavía se preocupaban
por los «agitadores extranjeros», la campaña en contra de los
inmigrantes ya no determinaba su imagen en la opinión pública.
Estados Unidos tenía ahora otra clase de problemas: el esta-
llido de la guerra en Europa causaba confusión y dividía al país
en dos posiciones. Unos opinaban que la guerra en ultramar no
competía a los estadounidenses. «Sería una tontería si noso-
tros quisiésemos saltar al abismo sin tener un propósito evi-
dente», escribió el ex presidente Theodore Roosevelt. El presi-
dente Wilson, entretanto, que durante largo tiempo había
intercedido por la neutralidad, exhortaba al Congreso, «des-
pués de encarnizados debates», a declararle la guerra a Ale-
mania, Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía. Como razón daba
la siguiente: «El mundo debe ser asegurado para la democra-
cia». Una concepción muy noble pero que no tenía nada que
ver con la guerra que en ese momento se llevaba a cabo.

| 60
Es algo terrible llevar a esa gran y pacífica nación a la
guerra, reconocía el presidente. Sin embargo, abogaba por la
guerra:

... pero el derecho es más valioso que la paz, y nosotros vamos


a luchar por las cosas que están en nuestro corazón, por la demo-
cracia, para el derecho de aquellos que se subordinan a una auto-
ridad que los representa en el régimen, por el derecho y por la li-
bertad de pequeñas naciones, para un orden internacional
general a través de la cooperación de los pueblos libres, que es
adecuado para llevar a todas las naciones, como también al mun-
do entero, la libertad y la seguridad. Para semejante obligación
podemos sacrificar nuestras vidas y nuestro patrimonio.

Detrás de esa niebla de retórica era casi imposible recono-


cer por qué quería entrar en la guerra. Quizás creía Wilson que
con el apoyo de Inglaterra se podía salvar la civilización occi-
dental, cuando decía que «Inglaterra lucha nuestra batalla».
Contra la participación estadounidense en la guerra estaban
principalmente los sindicatos, organizaciones de inmigrantes,
pacifistas, progresistas y radicales. Los anarquistas en torno a
Sacco y Vanzetti defendían la postura de que la guerra mundial
sería el resultado de las batallas que tenían los capitalistas por
la partición del mercado mundial. Ellos intentaban hacer ver a
sus partidarios, en asambleas y manifestaciones, que esa gue-
rra no se trataba de defender sus intereses sino los de los em-
presarios y de la clase pudiente. En un panfleto se leía: «Los
trabajadores no tienen una patria por la cual luchar, esta les
pertenece a los capitalistas y a los plutócratas. Ellos deben pro-
curar por sí mismos su defensa, y si declaran la guerra, enton-
ces deben marchar al campo de batalla y asesinarse mutua-
mente»
En Washington se organizó y se puso en marcha una ma-
quinaria propagandística que tenía por finalidad atizar la histe-
ria de guerra y el odio. Quien estaba en contra de una participa-
| 61
ción estadounidense en la guerra era visto como un radical, un
anarquista y un traidor a la patria. Pogromos en contra de «es-
pías» y «holgazanes» se desencadenaron por todo el país. El
Ministerio de Justicia se convirtió de un día para otro en un
centro de espionaje con un millar de detectives que afanosa-
mente buscaban a alborotadores y «agitadores». Tropas espe-
ciales del Gobierno asumieron la localización de los convocados
al servicio militar obligatorio, el sabotaje de asambleas antibé-
licas, y la persecución e intimidación de extranjeros, sindicalis-
tas, pacifistas y radicales.
Para ganarse al pueblo estadounidense en su cruzada, el
presidente Wilson creó una organización para el lavado de ce-
rebro, el Comité para la Información Pública (Committee on
Public Information). El propósito principal del comité, según
las palabras de su presidente, el periodista George Creel, era
ganar el cerebro y el corazón de los estadounidenses para la
guerra.
Creel y sus colaboradores inundaron el país con propaganda
belicista. En cines y periódicos, en columnas de anuncios y
emisoras de radio, en clubes y aulas de clase se le aseguró al
pueblo estadounidense que esta era la mejor y más justa guerra.
Como entre la población aún existían grandes grupos que
no se dejaban cegar por esa omnipresente propaganda, el ré-
gimen endureció las leyes ya existentes, que permitían actuar
contra ciudadanos desleales. Por ejemplo, la Ley de Espionaje
de 1917. Aunque esta se refería originalmente al espionaje, a la
protección de secretos militares y a la subversión en contra del
poder militar, fue ampliada a delitos excepcionales:

Quien, en el momento en que Estados Unidos se encontrase


en estado de guerra, conscientemente diera declaraciones e in-
formes falsos con el propósito de perturbar las operaciones y el
éxito bélico del país o de las fuerzas navales de los Estados Uni-
dos o para el beneficio de sus enemigos..., será condenado a una

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multa de hasta diez mil dólares o a una pena de presidio de hasta
veinte años o a ambas a la vez.

La crítica antibelicista y la crítica a la política bélica del ré-


gimen fue con esto definida como un grave delito. Pero a aque-
llos instigadores no les bastaba esta absurda ley. Solamente un
par de meses después del endurecimiento de la Ley de Espio-
naje, el fiscal del Estado, Gregory, llegó a la conclusión de que,
aunque la ley era efectiva contra la propaganda organizada, no
abarcaba las espontáneas y ocasionales expresiones antibelicis-
tas. Propuso al Congreso una ley suplementaria: la Ley de Se-
dición (Sedition Act). Esta mezcolanza de delitos punibles en-
tró en vigor en 1918 y abarcaba a todos los estadounidenses,

... los cuales premeditadamente de palabra, de hecho, por me-


dio de la palabra escrita o por publicaciones desleales deshonra-
ran, ocupasen un lenguaje escandaloso e insultante en contra de
la forma de régimen de Estados Unidos, las fuerzas armadas de
tierra y mar de Estados Unidos, la bandera de Estados Unidos o
el uniforme e Ejército o de la Marina de Estados Unidos, o un
lenguaje que tienda al menosprecio, la burla, el ridículo o el des-
crédito de la forma de régimen de Estados Unidos (la Constitu-
ción, las Fuerzas Armadas, la Bandera, el Uniforme).

Un estadounidense que contase un chiste sobre soldados de-


bía temer una larga pena de presidio. La Ley de Insurrección
hacía de «…la recomendación para restringir la producción de
objetos bélicos esenciales para la conducción de la guerra», un
delito punible. Con esa disposición se podía, por consiguiente,
detener a todos los huelguistas y llevarlos a juicio. Mientras que
la propaganda belicista quería hacer creer que el objetivo final
de la guerra era derrotar a los alemanes, esta servía como pre-
texto para atacar al movimiento sindical y a toda la oposición
en su propio país.

| 63
De esta manera se veía afectada principalmente la izquierda
política, los socialistas, comunistas y anarquistas. El rojo era
considerado símbolo de resistencia, por lo tanto, había que
crear una ley contra la «exposición de la bandera roja». Aquí
un extracto de esa absurda ley:

Está prohibido exponer la bandera roja como símbolo de aspi-


ración por medio de la violencia a la caída del régimen de Estados
Unidos o como símbolo de teorías políticas, sociales o económi-
cas en asambleas públicas, desfiles o en ocasiones similares.
Quien actuase en contra de esta ley será castigado con una pena
de reclusión de hasta medio año o con una multa de hasta qui-
nientos dólares o con ambas a la vez.

Estados Unidos se asemejaba en esa época a una dictadura.


La mayoría de los procesos bajo la Ley de Espionaje y la Ley de
Sedición eran casos excepcionales. Solo fueron afectadas per-
sonas que por casualidad eran sorprendidas diciendo, en el
momento preciso, alguna cosa equívoca. A cualquiera le podía
ocurrir en un momento determinado. Allí se encontraba la
lógica de esa ley. La guerra le dio al régimen la posibilidad po-
lítica de efectuar una extensa limpieza interna. No solo los «ro-
jos y radicales» debían ser tocados sino también los llamados
wobblies, los molestos inmigrantes. Extranjeros como Sacco y
Vanzetti, que habían inmigrado legalmente, que creían en el
régimen y la ley, y que tenían a ese país por un país libre, po-
dían ser en cualquier momento deportados.
Unos meses después de la declaración de guerra de 1917, el
presidente Wilson firmó la Ley de Selección de Conscripción
(Selective Military Conscription Bill). Bajo esta ley cada habi-
tante masculino de Estados que se encontrase entre los vein-
tiuno y treinta y un años debía presentarse antes del 5 de junio
de 1917 ante una comisión calificadora. Aunque los extranjeros
también tenían que registrarse, estos no debían ser llamados a

| 64
filas en tanto que su procedimiento de naturalización no hubie-
se comenzado.
Sacco y Vanzetti, que poco antes se habían encontrado y en-
tablado amistad en una asamblea anarquista, se adhirieron, a
pesar de las restricciones, a un grupo de correligionarios ita-
lianos que a fines de mayo huyeron a México. Ellos no confia-
ban en la ley. ¿Cómo no los iban a llamar a filas cuando obsti-
nadamente se les obligaba a registrarse? Vanzetti habló de esto
en una carta que envió desde la ciudad mexicana de Monterrey
el 26 de julio de 1917 a su familia en Italia:

Tengo la intención de volver a Estados Unidos en cuanto


pueda ver que el sistema de llamada a filas funciona. Aquí estoy
por lo menos seguro... Aparte de que me parece que la amenaza
de conscripción y deportación en Estados Unidos es solamente
una fanfarronada... y si es así, mejor para mí.

La vida del exilio era dura. El grupo se había conformado en


una comunidad y vivían de forma bastante reducida en primi-
tivas chozas. Solo unos pocos encontraron trabajo en ese arrui-
nado lugar. Sacco tuvo suerte, ganaba un par de pesos en una
panadería. Por las tardes traía algunas veces a casa un saco
lleno de pan duro, al cual se arrojaban sus hambrientos cama-
radas. Como nadie en el grupo entendía el idioma del lugar, los
hombres vivían muy aislados.
Desde Estados Unidos recibían cartas que les informaban
que los sueldos en el último tiempo habían mejorado como
consecuencia de la producción bélica. Tampoco tenían que te-
mer a una llamada a filas porque las autoridades militares se
habían atenido hasta ahora a la ley y no habían llamado a ex-
tranjero alguno. Uno tras otro los hombres volvieron a Estados
Unidos. Por un lado, porque reconocieron que realmente ni
iban a ser reclutados ni tampoco deportados y por otro lado
porque la vida en el extraño México les parecía insoportable.
Sacco, que padecía por la separación de su mujer y su hijo,
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retornó a fines de 1917 a Massachusetts y encontró rápidamen-
te un empleo, con lo cual se vio que la decisión de haber con-
cluido el curso de acabador de calzados había valido pena.
La fábrica de calzados Three-K en South Stoughton perte-
necía a un tal Michael Kelly, en cuya escuela de formación pro-
fesional en Milford, Sacco se había hecho instruir como acabador
de calzados. Primeramente, Kelly no le quería emplear, pero
después de acordarse del hábil y formal joven italiano que en
aquel tiempo le había llamado la atención, obtuvo el puesto de
trabajo.
Vanzetti, que por el mismo tiempo había regresado a Esta-
dos Unidos, anduvo con una falsa identidad por todo el país ya
que la ley penalizaba con un año de presidio a los que no se
habían registrado ante la comisión de conscripción. Durante
un año vivió como vagabundo. El 26 de septiembre de 1918
escribió desde Youngstown a su familia en Italia:

Tengo trabajo y gozo de una excelente salud. Me siento tran-


quilo y no me he expuesto al peligro. Por favor no os preocupéis
por mí. Os podría contar mucho sobre Estados Unidos, pero pa-
rece que no se debe decir la verdad, por lo tanto, me voy a quedar
en silencio.

Después de residir en Ohio se fue a Pennsylvania. Solo el 1


de septiembre de 1919 volvió a escribir a su padre. El remitente
llevaba su nombre. Escribió:

Regresé a Plymouth, uso nuevamente mi nombre y os estoy


escribiendo desde la casa de los Brini; lamentablemente ya no vi-
vo con ellos. No me pueden ofrecer alojamiento, primeramente
porque los niños están creciendo y necesitan más espacio y se-
gundo porque Alfonsina debe ir a trabajar para ayudar a su fami-
lia. ¡Así va el progreso de la clase trabajadora!

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A un paisano que había regresado a su tierra natal, Vanzetti
le compró una carreta de tiro, una balanza y unos cuchillos
para ganarse la vida como vendedor de pescado desde aquel
momento. En las calles de Plymouth se hizo rápidamente co-
nocido. «Bart the Beard!», (Bart[olomeo] la barba), le llamaba
la gente cuando pasaba por la calle con el coche cargado de
pescados. Vanzetti a pesar de su ocupación tenía siempre tiem-
po para bromear y a sus clientes, casi todos italianos, les gus-
taba mucho esto. Que leía libros raros y que intercedía por
ideas anarquistas, era conocido por la mayoría. ¿Pero qué ha-
bía de cierto o de malo en esto?, ¿no estaban los anarquistas al
lado de los pobres y de los débiles? Nadie era rico por ese lu-
gar. Ellos entendían a Vanzetti, el vendedor de pescado.
Después de su regreso de México, Vanzetti tampoco se ha-
bía dejado amedrentar por la ola de persecución del régimen.
Como antes, era un convencido antibelicista, participaba en
asambleas y discusiones políticas. Cuando viajaba a Boston
para comprar pescado en el puerto visitaba a su amigo Aldino
Felicani que trabajaba como tipógrafo en el diario italiano La
Notizia. Frecuentemente iba al este de Boston para encontrar-
se con correligionarios anarquistas. Todos ellos estaban de
acuerdo en una cosa: cuando la guerra en la lejana Europa lle-
gue a su fin, continuará en el interior del país. También aquí,
también en Boston. Solo el enemigo va a cambia, El enemigo,
decían, «no son tanto los alemanes como nosotros». Y tenían
razón.
El 11 de noviembre de 1918 finalizó la Primera Guerra Mun-
dial con la victoria sobre los alemanes. ¿Pero qué había ganado
Estados Unidos con esa guerra? El poder adquisitivo del dólar
había bajado desde 1913 en más del 60% y los precios de los
alimentos habían subido en el mismo período de tiempo en
más del 100%. La depresión económica comenzó cuando la
industria bélica cesó su producción. Nueve millones de traba-
jadores, unidos a los cuatro millones de soldados que volvían a
| 67
la patria, atosigaban el mercado laboral. El desempleo aumen-
tó, los precios también lo hicieron. La depresión económica y
la inflación se extendieron, así como el miedo de que los «rojos
y radicales» sacaran provecho de dicha situación. La inseguri-
dad producida por la situación económica y política condujo
nuevamente, como había sucedido antes en la historia de Es-
tados Unidos, a buscar a los chivos expiatorios para desahogar
en ellos el mal humor, la decepción y la agresión entre los que
pensaban diferente.
En todas las grandes ciudades estadounidenses se formaron
asociaciones y alianzas nacionalistas en las cuales ciudadanos
conservadores juraban ante la bandera estrellada luchar por
«el Orden y la Tranquilidad» y también no confiar el país a
revolucionarios agitadores ni a instigadores populares. Se or-
ganizaron en la Liga para la Seguridad Nacional, la Asociación
Ciudadana Nacional o la Liga de la Defensa.
El miedo hacia los rojos y radicales se desarrolló a partir de
un esquema específico de acción y reacción. Si en algún lugar
del país se llevaba a cabo una huelga, una manifestación o un
atentado, las asociaciones echaban inmediatamente la culpa a
los «bolcheviques». Desde la Revolución Rusa se les llamaba a
todos los radicales bolcheviques, sin que importara el porqué
de sus disímiles luchas.
Cuando en 1919 se realizaron en el país más de tres mil
huelgas, en las cuales participaron cuatro millones de trabaja-
dores, la asociación de industriales definió al pensamiento
sindical como «bolchevismo» y como «el acto criminal más
grande del mundo». Pero los obreros ni se dejaban amedrentar
por tales distorsiones ni tampoco por llamadas embusteras a
su patriotismo para hacerles callar. En febrero de 1919, cuando
más de sesenta mil trabajadores fueron a una huelga general
en Seattle para apoyar a los trabajadores de los astilleros en su
demanda de mejoras salariales, políticos conservadores y gente
de la prensa vieron en esto el comienzo de la caída de la nación
| 68
americana. A ellos, que casi no soportaban la idea de un solo
sindicato en huelga, les invadía el pánico ante el hecho de un
frente unido en huelga.
Por aquel tiempo la Revolución rusa había comenzado en
Petrogrado con una huelga general, y muchos estadounidenses
veían irrumpir acontecimientos parecidos en su país. La pren-
sa informó sobre los sucesos de Seattle con titulares destaca-
dos: Los rojos dirigen una huelga en Seattle para probar la
Revolución. En las informaciones de la prensa los trabajadores
en huelga eran insultados llamándoles «bolcheviques» que
perseguían solo una finalidad: la toma del poder en Estados
Unidos. Algunos políticos llegaron a proponer que se deportara
a todos los dirigentes sindicales huelguistas a Rusia. El alcalde
de Seattle hizo llegar tropas federales, que actuaron violenta-
mente contra los huelguistas. Al quinto día los sindicalistas
terminaron con la huelga. Con esto querían impedir más vio-
lencia y más derramamiento de sangre.
El 28 de abril de 1919 el alcalde de Seattle, Ole Hanson, re-
cibió un paquete que contenía una bomba. Como Hanson se
encontraba de viaje, el paquete se quedó cerrado. Su secretario
notó cómo un líquido parecido a un ácido escurría por el inte-
rior del paquete y llamó inmediatamente a la policía. Así fue
como el alcalde escapó de ese atentado, pues el paquete conte-
nía una bomba casera que pudo ser desactivada a tiempo. Un
par de días más tarde un ex senador recibió en su casa en
Georgia un paquete similar. Cuando este fue abierto por una
persona encargada del servicio doméstico, la violenta explo-
sión le arrancó ambas manos. Toda la prensa escrita informó
sobre los atentados con paquetes bombas.
Un funcionario de correos de Nueva York que leyó estos ar-
tículos recordó haber dejado a un lado 16 paquetes similares,
que no había expedido por no haber tenido franqueo suficiente
y dio aviso a la policía. Los 16 paquetes fueron controlados;
contenían también bombas caseras en su interior. Desconoci-
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dos habían tratado, a través de Correos, de hacer volar por los
aires a prominentes personajes estadounidenses, entre los que
se encontraban el juez del Tribunal Supremo Holmes y el fiscal
general A. Mitchell Palmer. Como remite los paquetes llevaban
la dirección de unos grandes almacenes de Nueva York y la
inscripción «novedad - muestra gratis» pegada a un costado.
En investigaciones realizadas en todas las oficinas de Correos
del país aparecieron otros 18 paquetes destinados, entre otros,
al director de la Policía de Extranjería, al presidente de la Co-
misión Investigadora de Intrigas Bolcheviques, al ministro de
Correos, al ministro de justicia y a dos grandes empresarios.
La prensa y la opinión pública ardían de rabia. La mayoría
de los periódicos adjudicaban las bombas a los radicales y les
llamaban «escoria humana». El New York Times opinaba que
los bolcheviques, anarquistas y los miembros de los sindicatos
eran responsables de esto. Otro periódico escribió «si no se hace
algo ahora en contra del radicalismo, podemos invitar inme-
diatamente a Lenin y a Trotski a asumir el poder en este país».
Aunque tanto los sindicatos como los grupos anarquistas
negaban toda responsabilidad en los hechos, eran considera-
dos por la mayoría de los estadounidenses como los autores.
La exigencia de actuar definitivamente más fuerte contra los
radicales se hizo general. Un diario eclesiástico llamó a sus
fieles a tomar la justicia por su propia mano. «Cada persona
que ame a Dios y a este país debe armarse con un hacha para
destrozar con ella el mal del anarquismo, dónde y cuando este
se muestre». Las voces críticas que señalaban que debía dife-
renciarse entre las personas violentas y los cultores del anar-
quismo, fueron acalladas por la atmósfera de pogromo que se
vivía.
Tropas federales del FBI y unidades locales de la policía
buscaban febrilmente en todos los estados de la Federación a
los autores de los atentados. La policía partía del supuesto de
que se trataba de uno o más extranjeros, el escaso franqueo en
| 70
los paquetes daba como indicio que estas personas no estaban
familiarizadas con el sistema postal del país.
A menudo se anunciaba en la prensa que la policía estaba
ante una detención importante, pero estas no mostraban nin-
gún resultado. En su lugar explotaron, en la noche del 2 de
junio de 1919, en ocho ciudades diferentes, otras tantas bom-
bas de alto poder. Edificios públicos y privados fueron destrui-
dos y dos personas encontraron la muerte. El más espectacular
de estos atentados tuvo lugar en la casa del ministro de Justi-
cia, Palmer, en Washington. En el momento mismo en que él y
su familia se iban a la cama, explotó una bomba ante la casa
que devastó la fachada y destruyó en mil pedazos las ventanas
del vecindario. Solo por un milagro Palmer y su familia resul-
taron ilesos. La policía habló inmediatamente de anarquistas
como los autores del atentado y fundamentó sus sospechas en
un panfleto que se había encontrado cerca de la casa de Palmer.
En él estaba escrito: «Va a seguir corriendo sangre. No vamos
a claudicar. Vamos a asesinar. Vamos a matar… Vamos a des-
truir... Estamos dispuestos a hacer todo lo posible para domi-
nar a la clase capitalista. Los combatientes anarquistas».
El ministro de justicia Palmer era un cuáquero de Pennsyl-
vania que durante largo tiempo había sido diputado del Con-
greso y había renunciado a asumir el cargo de ministro de Gue-
rra porque no creía que un «hombre de paz» fuese apto para
ese tipo de tareas. Por esto el presidente Wilson le nombró en
1919 ministro de Justicia. Muchos vieron en su nombramiento
la posibilidad de que los órganos de justicia actuaran de forma
más liberal que como lo habían hecho bajo su antecesor en el
cargo, el ministro Thomas Gregory. Pero los atentados habían
cambiado su actitud. Además, como cuáquero, odiaba a los ra-
dicales, de los que decía que la mayoría eran ateos que negaban
cada forma de la existencia de Dios.
Después del atentado a su casa en junio de 1919, Palmer
exigió del Congreso quinientos mil dólares para la formación
| 71
de la General Intelligence Division, una sección de investiga-
ciones contra los radicales. Una vez que el Congreso, bajo pre-
sión de la opinión pública y en un procedimiento bastante rá-
pido, concedió dicha suma, tomó posesión de la dirección del
nuevo departamento J. Edgar Hoover. Que este era el hombre
adecuado para ese trabajo de persecución se podía ver por sus
comentarios. Como, por ejemplo: «La civilización se enfrenta a
la más terrible amenaza desde que las hordas bárbaras inva-
dieron Europa del Oeste e iniciaron el oscuro medievo».
Hoover y sus funcionarios, dedicados a la persecución y la
investigación, se veían a sí mismos como los salvadores de la
civilización. En contra del peligro de radicalismo se legitimaron
toda clase de métodos. Había comenzado una caza de brujas
nacional. El derecho y la ley sucumbieron bajo el subterfugio
de defender la Constitución de los enemigos de la nación.
El 7 de noviembre de 1919, segundo aniversario de la Revo-
lución rusa, comenzaron las redadas de Palmer. En las «redadas
contra los rojos» participaron agentes de Gobierno, policías,
funcionarios de comisiones especiales y detectives privados con-
tratados para este fin. Los agentes se desplegaron por todas las
ciudades estadounidenses, devastaron oficinas y salas de reunio-
nes, confiscaron ficheros con los nombres de miembros de
diferentes organizaciones y detuvieron a un millar de ciudadanos.
El ministro de Justicia Palmer había instruido a sus cazadores
de hombres para que actuaran sin ninguna consideración:
«Cualquiera que esté en contacto con ese movimiento radical,
aunque sea de forma distante, es un asesino en potencia o un
ladrón. Las normas legales convencionales no necesitan encon-
trar aplicación alguna frente a ellos».
Entre los miles de «bolcheviques» que cayeron por ese me-
dio en manos de la justicia se hallaban mujeres y hombres que
se encontraban por casualidad en las dependencias de organi-
zaciones políticas para tomar parte en cursos de inglés para ex-
tranjeros, o que participaban en otros cursos totalmente apolí-
| 72
ticos, o que habían llegado simplemente para escuchar alguna
conferencia. Los comandos de asalto de la policía demolían las
oficinas, destruían archivos, hacían pedazos el mobiliario y
maltrataban a las personas que se encontraban en ese momen-
to allí. Solo el que se podía identificar como ciudadano esta-
dounidense se libraba de esto. Para los periódicos todos los
detenidos eran «elementos peligrosos» y «anarquistas». Un
«tren rojo especial» llevó a Nueva York a una parte de los de-
tenidos para deportarlos. Poco antes de Navidad zarpó el vapor
Buford a Rusia con 249 ciudadanos rusos que habían sido ex-
pulsados. Muchos de ellos debieron dejar en Estados Unidos a
sus mujeres e hijos.
La acción de noviembre fue solo un adelanto de las amplias
redadas que se realizaron el 2 de enero de 1920 simultánea-
mente en 33 ciudades estadounidenses. Previamente, el 27 de
noviembre de 1919, el director de la Oficina de Investigaciones
de la Policía Federal del país, Frank Burke, envió una circular a
todos los jefes de distrito en la que decía. «La fecha fijada pro-
visionalmente para la detención de los comunistas es el viernes
2 de enero de 1920 por la tarde». La circular daba instruccio-
nes y recomendaciones para los investigadores y los encarga-
dos de las persecuciones. ¿Quién se preguntaba por la dignidad
humana, el derecho y la ley en ese momento? El exterminio del
radicalismo se elevó a nivel de tarea nacional. Los comunistas
eran considerados, al igual que los anarquistas, como una clase
especial de enemigos públicos; estaban bien organizados, te-
nían un programa revolucionario claro y, por último, invoca-
ban la Revolución rusa. Terminar con ellos se convirtió para
los políticos en casi un mandamiento supremo. Todos los me-
dios para este fin fueron legitimados. La circular llevaba las
siguientes instrucciones:

Las razones para la pena de deportación se van a apoyar ex-


clusivamente en la filiación al Communist Party of America o al

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Communist Labor Party. Si fuese posible, usted debería procurar
a través de sus informantes que para la fecha prevista se realiza-
sen asambleas o reuniones del Communist Party of America o del
Communist Labor Party... Esto podría naturalmente facilitar las
detenciones.
No es el propósito ni tampoco el deseo de esta autoridad pú-
blica que ciudadanos estadounidenses, que pertenezcan a estas
dos organizaciones políticas, sean detenidos en ese momento. En
el caso de que ciudadanos estadounidenses Miembros del Com-
munist Party of America o del Communist Labor Party sean de-
tenidos por equivocación entonces se procederá inmediatamente
a entregar estos casos a las autoridades locales.
Se debe prestar especial atención a la detención de todos los
funcionarios de ambos partidos, siempre y cuando sean extranje-
ros; las viviendas de estos funcionarios deben ser en todo caso
registradas en busca de documentos, fichas de registros de
miembros, actas de reuniones y asambleas y correspondencia en
general... Todo escrito, libro, papel y todo lo que esté pegado a la
pared debe ser incautado, techos y paredes deben ser golpeados
para detectar posibles escondites.
He mencionado anteriormente que las salas de asambleas
como las viviendas de los miembros deben ser registradas minu-
ciosamente. Le dejo a su criterio el método que quiera usar para
poder acceder a esas habitaciones.
La tarde de las detenciones, nuestra oficina central va a estar
abierta toda la noche y le rogaría que informara telefónicamente
de todo hecho importante que acontezca durante las detenciones
al señor J. Edgar Hoover.
A la mañana siguiente de las detenciones deseo que se le envíe
por medio de mensajeros especiales y con la inscripción «entre-
gar personalmente al señor Hoover» una lista completa de las
personas detenidas con la información referente a su dirección y
a la organización a la que pertenezcan y especificando si estaba o
no en la lista de personas por detener. Si se detuviese a personas
que no tuviesen orden de detención previa, usted deberá exigir
inmediatamente de las autoridades de inmigración local orden de
detención para todos estos casos y se deberá poner en contacto al
mismo tiempo con nuestra oficina.
| 74
Fueron cursadas más de seis mil órdenes de arresto. Miles
de extranjeros fueron capturados y detenidos con o sin orden
de arresto, alrededor de tres mil personas fueron retenidas en
prisión. Al final solo pudieron ser expulsadas del país 466 per-
sonas.
Las redadas de Palmer significaron el punto culminante de
las acciones masivas en contra de los inmigrantes en Estados
Unidos. Por primera vez la opinión pública se había dividido
con relación a la actuación de la policía y la justicia. Muchos
estadounidenses habían sentido miedo y susto en el transcurso
de las redadas, habían pasado largas horas en recintos policia-
les y habían tenido que defenderse de absurdas sospechas.
Cuando el Senado promulgó, una semana después de las re-
dadas, otra ley contra «la sedición en tiempos de paz», la Cá-
mara de representantes se negó a dar su voto. Diputados y ciu-
dadanos reconocieron que se le habría otorgado al régimen el
derecho de hacer con ellos lo que se había hecho con los ex-
tranjeros.
El rechazo a la Propuesta de Ley se basó principalmente en
un informe sobre las investigaciones realizadas por la organi-
zación de derechos humanos American Civil Liberty Union y
por el movimiento pro derechos civiles National Popular Go-
vernment League. Su Informe, que enumeraba en una larga
lista los casos relacionados con las redadas de Palmer, había
sido firmado por 12 abogados y juristas famosos. En este in-
forme se leía:

No podemos cerrar por más tiempo los ojos ante aconteci-


mientos que en la historia de nuestro país no tienen igual. A tra-
vés de ciudadanos conscientes y responsables llegó a nosotros in-
formación en la que se demostraba cómo se había llegado a
transgredir los derechos personales, evocando las peores prácti-
cas de una tiranía. Durante más de seis meses los arriba firman-
tes, abogados, que hemos jurado respetar y proteger las leyes y la
Constitución de Estados Unidos hemos visto, con creciente cons-
| 75
ternación, cómo el Ministerio de justicia atenta contra la Consti-
tución e infringe la ley de este país.
Además, bajo el pretexto de una campaña para la represión de
las intrigas del radicalismo, el Departamento del Fiscal General,
representado por sus oficinas locales, ha perpetrado reiterada-
mente una serie de contravenciones a las leyes en todo el país y
por orden especial emanada de Washington.
Detenciones masivas fueron emprendidas no solo contra ex-
tranjeros sino también contra ciudadanos estadounidenses, sin
orden de arresto y sin atender a las formalidades legales; hom-
bres y mujeres fueron encarcelados e incomunicados, no se les
permitió tomar contacto directo o escrito con sus amigos u abo-
gados. Sus viviendas fueron asaltadas sin orden de registro y sus
pertenencias requisadas. Otros objetos de su propiedad fueron
destrozados intencionadamente. Hombres y mujeres de la clase
trabajadora, sospechosos de simpatizar con el radicalismo, fue-
ron insultados y maltratados. La policía envió agentes secretos a
organizaciones radicales con el propósito de espiar y cometer
provocaciones. Estos agentes recibieron sus normas de compor-
tamiento directamente del Gobierno de Washington. Tenían la
misión de organizar asambleas en fechas determinadas, con el
propósito ya señalado, para generar la oportunidad de realizar
por asalto detenciones masivas. Para apoyar estas acciones ilega-
les y para crear una atmósfera favorable, el Ministerio de Justicia
se convirtió en una oficina de propaganda que ponía a disposi-
ción de periódicos y revistas material apropiado para instigar a la
opinión pública contra los radicales; todo esto fue financiado por
el Gobierno y se encontraba fuera de la competencia del Fiscal
General.

Este informe tuvo una gran resonancia en la opinión públi-


ca. Aunque las personas no cesaron de tener miedo ante el su-
puesto peligro rojo, dejaron de creer en todo lo que les decía el
Gobierno. El ministro de justicia Palmer y los funcionarios del
FBI se esforzaban, entretanto, por enmendar efectivamente ante
la opinión pública el daño causado. Para ello necesitaban algún
resultado positivo en el caso de las bombas. Los detectives del
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Ministerio de Justicia primeramente concentraron sus investi-
gaciones en el origen de los panfletos encontrados en casa de
Palmer después del atentado. Un italiano que se hacía llamar
Ravarini prestó su ayuda para este propósito. Hacía bastante
tiempo se había ganado la confianza de los grupos anarquistas
de Nueva York, Nueva Jersey y Nueva Inglaterra. Su misión
era la de descubrir imprentas en las que se elaboraran panfle-
tos radicales y documentos agitadores. Ponía un celo particular
en animar a personas ingenuas a editar nuevos periódicos y
panfletos. Proporcionaba dinero y se preciaba de ser un «par-
tidario de la acción directa» que se ofrecía a «darle al sistema
capitalista unos cuantos golpes».
Ravarini coincidió también una vez con Sacco y Vanzetti.
Les propuso editar un periódico anarquista en donde Vanzetti se
haría responsable de la redacción. Después de que Ravarini fue-
ra desenmascarado como agente provocador por diferentes
miembros anarquistas, desapareció de la escena y se refugió
entre las autoridades policiales. Previamente les dio a sus con-
tactos en la policía el nombre de un tal Robert Elia, con quien
un poco antes había entablado amistad. Elia era un empleado
de la imprenta Canzani en la que constantemente imprimían
documentos anarquistas y también algunos panfletos. Y allí,
según informó Ravarini a la policía, se habría impreso el pan-
fleto que fue dejado en la casa de Palmer por los autores del
atentado.
En la noche del 25 de febrero de 1920, Elia fue detenido por
agentes del FBI en su casa. Tras un registro de la imprenta fue
encontrado por los funcionarios papel rojo, similar al que se
había usado para imprimir el panfleto hallado en la casa de
Palmer. Los agentes del FBI estaban seguros de ir tras las hue-
llas de los autores de dicho panfleto. Para mayor seguridad
detuvieron también al tipógrafo de la imprenta. Su nombre:
Andrea Salsedo. Se les llevó a ambos a la oficina del Ministerio
de Justicia en la calle Park Row 21. Allí fueron interrogados
| 77
separadamente durante largas horas. Elia y Salsedo asegura-
ron no saber nada del panfleto.
Para los grupos anarquistas de Nueva York la detención de
los dos correligionarios era más que alarmante. A ambos se les
impidió cualquier contacto con el exterior y se temió que fue-
ran torturados para forzar una confesión.
El domingo 25 de abril de 1920 anarquistas del este de Bos-
ton se reunieron en su sala de asambleas para discutir lo que se
debía hacer por los compañeros de Nueva York. Sacco y Van-
zetti también participaron en esa deliberación. Vanzetti recibió
la misión de viajar a Nueva York para conocer, junto con varios
amigos, la situación jurídica de ambos detenidos. Allí se en-
contró con Luigi Quintiliano, presidente de un comité de de-
fensa de las víctimas de las redadas. Este le advirtió que pronto
se realizarían más redadas. Sobre Elia y Salsedo él no tenía
ninguna información nueva.
En encuentros posteriores en el Italian Naturalization Club,
Vanzetti les habló a sus compañeros de Boston sobre las inmi-
nentes redadas. El grupo decidió hacer desaparecer cualquier
tipo de literatura anarquista para así no proporcionar a los
agentes de la policía ninguna clase de pretexto que condujera a
un arresto.
Cuando los anarquistas se reunieron nuevamente en mayo
de 1920 para organizar la desaparición del material compro-
metedor, Andrea Salsedo ya había muerto. Su cuerpo se encon-
tró totalmente destrozado y desfigurado sobre el pavimento,
directamente debajo de la ventana del decimocuarto piso en
donde se habían llevado a cabo los interrogatorios.
Las primeras informaciones radiofónicas citaron a un por-
tavoz del Ministerio de Justicia que aseguraba que ambos ita-
lianos habían confesado haber sido los autores del atentado
con bomba y que también habían dado información sobre ami-
gos que estaban en complicidad en este caso. «Salsedo y Elia
han entregado información muy importante con relación a la
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conspiración del 2 de junio de 1919», anunció el portavoz y
aclaró que «por miedo a las represalias» ambos habrían pedi-
do que se les permitiera permanecer en prisión.
Ninguno de los hombres en Boston creyó lo que se divulgó
por las emisoras de radio. Estaban de acuerdo en algo: esto no
había sido suicidio sino un homicidio.
La única persona que podría haber aclarado algo no pudo
hacerlo debido a los funcionarios del Departamento de Justicia.
Robert Elia, compañero de celda de Salsedo, fue enviado apre-
suradamente a Ellis Island para ser deportado lo antes posible.
Pese a todo lo hecho público, no fueron suficientes las «confe-
siones» ni las «informaciones reveladas» para acusar a Elia de
actividad «criminal anarquista». Entonces, ¿por qué razón se
habría suicidado Salsedo?
La eliminación de los documentos anarquistas se convirtió
en algo urgente porque nadie quería caer en manos de la justi-
cia para sufrir la misma suerte que Salsedo. El compañero Bo-
da, que tenía un coche, debía realizar una vuelta en él por los
lugares acordados para recoger todos los libros, folletos y pan-
fletos para esconderlos en un lugar seguro. Los demás, entre
ellos Sacco y Vanzetti, debían ayudarle en esta acción.
Después de encontrarse como habían acordado, Sacco le
habló a Vanzetti sobre su deseo de retornar a Italia. Quizás, así
lo creía Sacco lleno de esperanzas, podría comprar los billetes
en mayo para el viaje por mar. Si esto ocurría no podría tomar
parte en las acciones futuras.
En marzo Sacco recibió una carta de su hermano Sabin en la
cual le comunicaba la muerte de su madre. Esto le afectó pro-
fundamente, especialmente el hecho de que no había estado
junto a ella en el momento de fallecer. La carta de Sabino llegó
en el momento en que Sacco ya jugaba con la idea de abando-
nar Estados Unidos. Ese país le tenía harto. Aunque aquí podía
ganar relativamente mucho dinero, la libertad que había veni-
do a buscar no existía. Sus opiniones políticas lo dejaban fuera
| 79
de la ley. En los meses anteriores le había quedado claro que
no había ninguna oportunidad para él. Con un retorno volun-
tario a su país natal quería evitar problemas peores. Sacco
pensaba sobre todo en lo que les podía acaecer a su mujer y a
su hijo.
Inmediatamente después de haber recibido la carta de su
hermano Sabino, se puso a resolver las formalidades para su
partida. En el consulado de su país en Boston se informó de
cómo recibir un nuevo pasaporte. Se le dijo que debía traer dos
fotos en las cuales estuviera él, su mujer y su hijo. En la tarde
del 15 de abril de 1920, Sacco llevó las fotos al consulado. Fue
el día del asalto a la Slater & Morrill Company, bandidos fuer-
temente armados habían asaltado a los empleados encargados
de transportar los sueldos y les habían dado muerte. Como las
fotos que había llevado eran demasiado grandes para el pasa-
porte hizo sacar otras a finales de abril y las llevó nuevamente.
El lunes 3 de mayo Sacco fue a la fábrica de calzados Three-K
para recoger sus herramientas y su ropa de trabajo como tam-
bién para despedirse del director de la firma, Georg Kelley, y
de sus compañeros de trabajo. Todos lamentaron su partida y
les desearon a él y su familia un buen viaje de retomo al país
natal y mucha suerte para su futuro.
Vanzetti había viajado esa mañana de lunes a Boston. Desea-
ba comprar pescado fresco en el puerto, pero como los precios
de ese día estaban demasiado altos, desistió de hacerlo. Se en-
contró con unos amigos italianos al mediodía para almorzar en
un restaurante en las cercanías de Haymarket Square. Durante
el almuerzo se volvió a discutir sobre la muerte de Salsedo.
«¿Quién va a ser el próximo?», se preguntaban en silencio a sí
mismos.
El miércoles Vanzetti visitó a la familia Sacco. Rosina, la es-
posa de Sacco, había comenzado a hacer las maletas. Mientras
comían, Sacco dijo que estaba feliz porque el hijo que esperaba
Rosina iba a nacer en tierra italiana. Los tres brindaron por
| 80
eso. «Va a ser una verdadera y orgullosa italiana!», dijo al
brindar Sacco.
Alrededor de las cinco de la tarde llegaron Orciani y Boda.
Este último contó que la avería de su auto ya estaba reparada y
que el coche estaba disponible para llevar los documentos a un
lugar seguro. Los cuatro bebieron vino en la cocina. «Sacco, tú
nos vas a hacer falta, especialmente en este momento», le dijo
Boda. Sacco lo afirmó sin decir palabra.
El 5 de mayo, alrededor de las siete de la tarde los hombres
se marcharon. Sacco y Vanzetti tomaron el tranvía a Brockton
en donde debían cambiar a Bridgewater. Orciani y Boda lo
hicieron en motocicleta. Querían encontrarse en el garaje de
Johnson para recoger el Overland de Boda y así comenzar esa
misma tarde a reunir los documentos comprometedores.
En el tranvía Vanzetti ideó el texto de un panfleto para una
asamblea que debía realizarse el 9 de mayo. Se lo leyó a Sacco y
este propuso acortar algunas frases para disminuir el costo de
impresión. Luego Vanzetti le entregó el borrador del texto y él
se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta para llevarlo al día
siguiente a la imprenta.
Después de bajarse del tranvía en Elm Square, en el oeste
de Bridgewater, se dirigieron a pie hasta el garaje de Johnson.
Orciani y Boda ya se encontraban allí cuando ellos llegaron al
lugar. Parados al lado de la cerca del jardín observaron cómo
Boda preguntaba por su auto. Allí pasaba algo extraño. ¿Por
qué la mujer del dueño del garaje tenía tanta prisa por ir en ese
momento a la casa vecina? Boda y Orciani señalaron que para
mayor seguridad había que desaparecer del lugar. Boda había
sido interrogado días antes por el jefe de la policía local que
sospechaba que él estaba al corriente de los asaltos llevados a
cabo por esa zona.
¿Quizás debía cerrarse la trampa aquí?

| 81
4
La trampa se cierra de golpe

«DETÉNGANSE AQUÍ CON LA CARA HACIA LA PARED!», ordenó una


voz en tono rudo. Ambos hombres, que minutos antes habían
sido detenidos en el interior del tranvía y llevados a la comisa-
ría de Brockton, estaban apoyados con la palma de las manos
en la pared pintada de gris, de espaldas a las ventanas. Mien-
tras un agente de policía caminaba indiferentemente de un
lado a otro pasando por detrás de los detenidos, otro observa-
ba esta escena desde una distancia segura. Un segundo policía
fue hasta donde se encontraban los detenidos y les abrió las
piernas golpeándoselas con las botas. Luego comenzó a regis-
trar cuidadosamente al hombre del bigote.
«A ver, a ver... ¿Qué tenemos aquí?», exclamó el agente en
tono paternalista cuando extrajo de la chaqueta de este un re-
vólver cargado Harrington & Richardson, calibre 38. Después
de haber registrado todos los bolsillos, quedaron sobre el escri-
torio de su oficina una navaja, veinte dólares, algunos cartu-
chos y diferentes panfletos anarquistas.
Las pesquisas también fueron rápidas y positivas con el
hombre de las facciones delicadas. En la pretina del pantalón
llevaba escondida una pistola Colt calibre 32 y en los bolsillos
23 balas del mismo calibre de distintas marcas. Un papel que
contenía un texto en italiano fue encontrado en el bolsillo de su
chaqueta.
Entretanto, el jefe de policía de Bridgewater, Stewart, había
llegado a la comisaría, junto con los agentes Frank Le Baron y
| 82
Warren Laughton, así como también Simón Johnson, dueño
del garaje.
«¿Son estos los hombres que estaban apoyados sobre la cer-
ca cuando Boda fue a buscar su coche?», preguntó Stewart.
Johnson asintió con la cabeza. «Sí, son ellos. Los reconozco».
Stewart estaba satisfecho. Sabía que su trampa se había ce-
rrado y que era todo un éxito. Se dirigió al hombre de bigote y
le informó que no tenía que contestar, si no quería, a preguntas
que le pudieran incriminar. «Todo lo que usted diga aquí podrá
ser usado en su contra», le explicó en tono grave. Pero aquel
hombre fuerte que entretanto había tomado asiento estaba
dispuesto a contestar a todas las preguntas que se le hicieran.
Bartolomeo Vanzetti era su nombre, 32 años de edad, ita-
liano, domiciliado en Plymouth, calle Cherry 35 y vendedor de
pescados de profesión.
«¿Es usted anarquista?», le preguntó Stewart directamente.
«No, no sé lo que usted entiende al respecto. Yo soy algo di-
ferente...» respondió vacilante Vanzetti.
«¿Respeta usted a nuestro Gobierno?», preguntó Stewart
luego de una corta pausa.
Vanzetti se dio cuenta de que debía ser cuidadoso. «Pues
bien, dijo lentamente, me gustaría que algunas cosas fueran de
otra manera...».
«¿Usted cree en el cambio de régimen, caso que sea necesa-
rio, a través de la violencia?», insistió Stewart y se sentó en
una esquina del escritorio. Él miraba pensativo hacia los agen-
tes que se encontraban en el cuarto; entonces se dirigió nue-
vamente a Vanzetti sin esperar respuesta y le preguntó: «¿Está
usted suscrito a periódicos o a documentos de algún grupo
anarquista?».
«Algunas veces los leo», contestó Vanzetti.
Stewart le preguntó que por qué portaba un arma de fuego.
Como él tenía un negocio de venta de pescados y frecuen-
temente estaba en Boston para comprar en el puerto pescado
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fresco, dijo Vanzetti, necesitaba una pistola para protegerse;
además solía llevar consigo una considerable suma de dinero.
No, él no tenía un permiso para portar armas de fuego, pero
pretendía procurarlo en un futuro próximo.
Stewart, que había mandado llevar al otro hombre a una
habitación contigua, ordenó a un agente que le fuera a buscar y
que llevara a Vanzetti a la otra habitación.
«¿Cómo se llama usted?», preguntó el jefe de policía mien-
tras le ofrecía una silla en donde sentarse.
«Nicola Sacco», respondió el detenido con voz apacible.
Stewart repitió su interrogatorio; un agente levantaba acta
de las declaraciones.
Sacco declaró estar casado, tener un hijo pequeño, estar
domiciliado en South Stoughton y vivir desde hace once años
en Estados Unidos; haber trabajado, en los últimos tres años,
en la fábrica de calzados Three-K y no haber estado nunca en
West Bridgewater; no conocer a ningún italiano llamado Boda
o Coacci; no ser ni comunista ni anarquista. Declaró querer
volver con su familia ese mes a su país natal.
«¿Y por qué lleva un arma de fuego consigo?», preguntó
Stewart.
Contestó que cantidad de gente mala muestra agresividad
en contra de los extranjeros y de ellos quería protegerse. El
arma la había comprado hacía ya un buen tiempo en Boston, y
hoy la traía consigo por casualidad, porque quería ir junto con
unos amigos a practicar tiro al bosque.
Stewart le dejó hablar, aunque no le creía ni una palabra.
«¿A dónde quería ir?», le preguntó y Sacco le contó que ha-
bían venido a West Bridgewater para visitar a un amigo apo-
dado Poppi del cual no sabía su verdadero nombre. Pero se ha-
bía hecho un poco tarde y por eso habían cambiado de planes.
Stewart sabía que ésa tampoco era la verdad. Para él esos
italianos eran anarquistas, bolcheviques, alborotadores y te-
nían algo que ver con los asaltos. Era solo una cuestión de
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tiempo hasta que comenzaran a caer en contradicciones y que
los testigos los identificaran como los bandidos y asesinos.
Había dos casos delictuales y aquí, en la oficina, había dos au-
tores. La red estaba echada y él iba a hacer todo lo posible para
que ellos no se pudieran librar de esta.
Después del interrogatorio Sacco y Vanzetti fueron encerra-
dos en celdas contiguas. Cuando preguntaron por mantas para
abrigarse, recibieron por respuesta, «ya vais a entrar en calor
cuando os coloquemos contra la pared y os usemos como blanco
para practicar tiro». Uno de los vigilantes le mostró a Vanzetti
un cartucho que introdujo en su revólver, lo cargó y le apuntó a
través de los barrotes de la celda. «¡A gentuza como vosotros
habría que cargársela!», dijo en tono despreciativo y escupió al
suelo. Vanzetti le miró tranquilamente y no se movió.
Tenía miedo. Bajo la tenue luz de las lámparas del techo,
sentado sobre el catre de madera, le vino a la mente Salsedo. Él
también había sido detenido y encerrado. Luego había caído
desde la ventana del Ministerio de Justicia hacia la muerte. No,
había sido empujado. Había sido un asesinato. La suerte de
Salsedo no se le iba de la cabeza. ¿Qué deseaba de él ese jefe de
policía? ¿Por qué habían sido detenidos?
Al contrario de Vanzetti, que nunca antes había estado entre
rejas, Sacco había pasado un corto tiempo en prisión después
de que la policía disolviera una protesta. Pero en aquel tiempo
había estado encarcelado en una gran celda junto a otros com-
pañeros de protesta, se podía charlar y darse ánimos unos a
otros. Aquí en la lúgubre celda de la comisaría de Brockton él
se encontraba solo. Afuera todavía nadie sabía de su detención,
ni siquiera su mujer.
También Sacco cavilaba sobre las razones que le tenían en
esa maldita jaula. De acuerdo, ellos eran anarquistas y porta-
ban armas de fuego sin tener los permisos pertinentes. Pero
esto no lo podía saber la policía antes de las detenciones. En-
tonces debía existir algún indicio, una sospecha, alguna trai-
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ción. Les querían imputar algo, él lo presentía. ¿Pero qué? ¿Tal
vez los funcionarios les habían seguido la pista a través de sus
actividades en asambleas anarquistas y los querían deportar?
Esto no sería tan malo porque, en resumidas cuentas, él quería
abandonar ese país con su familia lo antes posible.
Entretanto, los agentes de policía habían descubierto que la
motocicleta que había sido conducida por Boda pertenecía a un
italiano de nombre Ricardo Orciani. Este fue detenido esa
misma noche en su casa y en la mañana del 6 de mayo llevado
ante el matrimonio Johnson para ser identificado. Como lleva-
ba la misma chaqueta que la noche anterior fue identificado
fácilmente por ellos como la persona que conducía la motoci-
cleta. Pero Orciani, un hombre bajo de estatura, cuidado bigote
y cara redonda, no se dejaba intimidar fácilmente. «¿Está aca-
so prohibido por la ley prestarle ayuda a un amigo que desea ir
a recoger su coche?», protestó. Los funcionarios no le dieron
ninguna respuesta. Al contrario, le preguntaron sobre el revól-
ver que habían encontrado durante su detención en el interior
de su escritorio.
«Mucha gente posee un revólver, yo también. Por último,
existen situaciones en las cuales hay que defenderse», respon-
dió Orciani. Los agentes no se dejaron impresionar por sus
respuestas. Esa misma mañana fue encarcelado provisional-
mente.
En ese tiempo era normal que los italianos llevaran armas
de fuego. Esto no significaba que fueran personas peligrosas,
sino que eran personas que tenían miedo. Y miedo tenían to-
dos, mucho más desde la muerte de Salsedo y las redadas
acontecidas en el país. Vanzetti escribió años más tarde, el 5 de
diciembre de 1926, una larga carta a su hermana Luigia en la
cual aclaraba el porqué de haberse armado:

Sacco llevaba una pistola con él y yo tenía un viejo revólver


que me habían regalado hacía poco tiempo cuando fui a Nueva

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York para defender a Elia y Salsedo (tú ya habrás oído sobre
ellos).
Yo llevaba tres o cuatro cartuchos, que había sacado de la casa
de Sacco para dárselos a un viejo amigo mío aficionado a la caza
que vive en Plymouth. Esto te parecerá extraño y necesario de
explicar.
Sacco estaba a punto de partir hacia Italia y su mujer hacía las
maletas. Vi los cartuchos sobre la repisa de la chimenea y le pre-
gunté si los necesitaba. Me dijo que los iba a disparar en el bos-
que si tenía tiempo pero que, si no era posible, los iba a tirar. A
continuación, me los metí en el bolsillo y le dije que se los iba a
vender a un simpatizante para luego donar el dinero a nuestra
causa…
Casi siempre andaba desarmado excepto las veces que debía ir
a un lugar peligroso o cuando llevaba mucho dinero conmigo. Esa
vez iba armado con el revólver porque desde que había vuelto a
Nueva York tenía que ir constantemente de un lado a otro por ra-
zones políticas.

A Vanzetti no le habían regalado el revólver, sino que se lo


había comprado un par de meses antes. Cuando viajó a Nueva
York para visitar a Sacco lo podía haber dejado en casa, a pesar
de ello se lo guardó. Ya que la idea de andar armado le produ-
cía sentimientos contradictorios y no correspondía con la ima-
gen que tenía de sí mismo, Vanzetti no le dijo a su hermana
toda la verdad, como años antes tampoco lo había hecho con
los agentes que le interrogaron. ¿Entonces cuál era la verdad
de aquel 5 de mayo de 1920?
Considerando los hechos acontecidos en aquel tiempo, la
muerte de Salsedo, la detención y deportación de muchos de
sus correligionarios y amigos, las advertencias sobre nuevas
redadas hicieron que los dos italianos mintieran cuando fueron
interrogados por Stewart, el jefe de policía, para protegerse a sí
mismos y para amparar a sus amigos. Ellos pensaron que les
habían detenido por ser anarquistas extranjeros. Desde su
punto de vista ellos se encontraban en guerra con el Gobierno
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y este con ellos. Y como en tiempo de guerra no se le otorga
ayuda al enemigo, ellos faltaron a la verdad en el primer inte-
rrogatorio.
La policía les mintió de igual manera. Nadie les dijo que se
encontraban bajo la sospecha de haber participado en un robo
con homicidio. Sin embargo, se comunicó al día siguiente a la
prensa que la policía de Brockton había detenido a dos italia-
nos que estarían involucrados en los asaltos de Bridgewater y
South Braintree.
El hecho de que Sacco y Vanzetti hubiesen mentido en el
primer interrogatorio no enfadó de ninguna manera al jefe de
policía Stewart, todo lo contrario. A su modo de ver ellos ha-
bían faltado a la verdad porque se sabían culpables. También el
fiscal que investigaba el caso interpretó las falsas declaraciones
como una señal de culpabilidad. Así también lo vio el fiscal del
Distrito de Norfolk Country, Frederick G. Katzmann, que el 6
de mayo tomó a su cargo el caso de Sacco y Vanzetti.
Katzmann era una persona ambiciosa, un hombre que, lle-
gado de una de las regiones más pobres, de Hyde Park, un lú-
gubre distrito industrial en Boston, se había abierto paso hasta
llegar a ser un respetable jurista.
Su sueño siempre había sido llegar a ser abogado. Para fi-
nanciar sus estudios trabajó varios años leyendo los contado-
res de energía eléctrica para una compañía de electricidad y
también como cajero de esta misma. Sin la ayuda económica
de sus padres, que ya tenían suficientes problemas para poder
alimentarse, alcanzó por fin su objetivo: en 1902 realizó el
examen de titulación de la carrera de Derecho en la Universi-
dad de Boston con todo éxito. Directamente encontró un pues-
to de trabajo como asistente en un renombrado bufete de Bos-
ton. Pero el distinguido mundo de Slate, donde se encontraba
la oficina del bufete de abogados, no aceptaba precisamente a
gente de los suburbios de Hyde Park porque tuviesen un exce-
lente examen de titulación bajo el brazo. Allí de poco le servían
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al joven abogado su capacidad y talento. En ese lugar reinaban
reglas estrictas.
Katzmann, que procuraba a través de su apellido de origen
alemán hacer resaltar su descendencia anglosajona, retornó a
la región de Hyde Park y abrió allí una oficina de asesoramiento
legal. Pero su ambición por salir de esa masa de pobres y sin
nombre era inquebrantable. De 1907 a 1908 fue elegido como
representante del distrito en el Parlamento de Massachusetts y
al año siguiente fue nombrado fiscal suplente. En 1916 postuló
al cargo de fiscal y fue elegido con amplia mayoría. Las posibili-
dades de alcanzar el puesto de Fiscal General de Massachusetts
eran, en el momento de asumir el caso de Sacco y Vanzetti,
bastante prometedoras.
El fiscal era, por consiguiente, un hombre público muy res-
petado, socio del club de tenis y del club de golf de Boston,
vivía con su mujer y sus dos hijas en una gran casa de la alta
burguesía en la calle River. Pertenecía al Partido Republicano
cuyo programa político correspondía a su conservadora y tra-
dicional visión del mundo. Según él, ambos detenidos no eran
delincuentes comunes y corrientes, sino que se trataba de cri-
minales que hacían uso de la violencia con fines políticos. Para
Katzmann el caso de Sacco y Vanzetti era un caso político. Sa-
bía lo que estaba en juego y lo que significaba para su carrera
profesional y política.
El 6 de mayo de 1920 Frederick G. Katzmann comenzó con
los interrogatorios. Para ello desarrolló una estrategia especial.
Tampoco les dijo por qué se les consideraba sospechosos. Los
llevó a una trampa, interrogándolos con preguntas indirectas
las cuales no levantaron en ellos sospecha alguna. Así él se
podía sentir corroborado en su «teoría de la conciencia de la
culpabilidad», cuando ellos mintiesen.
En primer lugar, interrogó a Sacco. «Si usted es sincero
conmigo le voy a tratar con respeto», dijo en un tono que des-
pertaba confianza antes de comenzar con las preguntas de ru-
| 89
tina sobre sus anteriores puestos de trabajo, su familia y su
círculo de conocidos.
Después de unos minutos le preguntó repentinamente:
«¿De dónde sacó el arma de fuego?».
«Compré el arma hace dos años en un local de North End,
pero ahora no recuerdo exactamente dónde se encuentra dicho
local. Por miedo no di mi verdadero nombre...», contestó Sacco.
Katzmann comenzó a tomar notas en una libreta. Luego
preguntó concisamente: «¿Conoce usted de cerca a Orciani,
Vanzetti y Boda?».
Sacco había estado esperando esa pregunta. Con voz resuel-
ta respondió: «Sí, a Orciani superficialmente, pero a Boda y
Vanzetti no los conozco. Sus nombres no me son familiares».
Después de un rato Katzmann le preguntó si había oído algo
acerca del asalto con homicidio en South Braintree.
Sacco le contestó que había leído sobre eso.
«Bueno, eso será todo por el momento». De este modo fina-
lizó Katzmann el interrogatorio.
Posteriormente Vanzetti fue llevado a la oficina de Katz-
mann.
«¿Habla usted inglés?».
«Un poco», respondió el italiano.
Katzmann le explicó que no tenía que responder, especial-
mente cuando no hubiese comprendido totalmente una pre-
gunta.
«No, estoy dispuesto a contestar a todas sus preguntas»,
replicó Vanzetti. A continuación, narró que conocía desde ha-
cía más de un año a Sacco, que querían visitar a un amigo, que
habían subido al tranvía en Brockton. No, él no había visto
ninguna motocicleta la noche del 5 de mayo y tampoco había
oído el nombre Boda anteriormente.
«¿Y el revólver?», preguntó tajantemente Katzmann.
«Lo compré hace cuatro o cinco años por menos de veinte
dólares en un local de la calle Hannover. También compré una
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caja de municiones que disparé en la playa de Plymouth; las
seis restantes están aún en el tambor del revólver», contestó
Vanzetti.
Durante el transcurso del interrogatorio, Katzmann no le
preguntó a Vanzetti dónde había estado el 15 de abril sino
dónde había estado el jueves anterior al Patriots’ Day, el 19 de
abril. Vanzetti contestó que no lo podía recordar.
Katzmann finalizó el interrogatorio y dos agentes de policía
llevaron a Sacco y Vanzetti a la comisaría donde fueron foto-
grafiados de frente, de lado, de pie, sin afeitarse, empapados
de sudor y con cansancio en sus rostros. Las fotografías logra-
das mostraban a Sacco y Vanzetti de una forma que corres-
pondía precisamente a cómo el ciudadano estadounidense se
imaginaba a los criminales: sombríos, venidos a menos, de
aspecto sospechoso. Acto seguido fueron llevados ante el juez
por tenencia ilícita de armas. Un abogado local fue designado
abogado defensor. Los italianos se declararon culpables de ese
cargo y el juez ordenó prisión preventiva para ellos. Así le que-
dó al fiscal Katzmann suficiente tiempo para proseguir con sus
indagaciones.
Mientras que Sacco y Vanzetti todavía creían que se les ha-
bía encarcelado por tenencia ilícita de armas, el fiscal reunía
indicios que los incriminaba como anarquistas. El hecho de
que le hubieran mentido al igual que lo habían hecho ante el
jefe de policía Stewart, facilitaba su tarea. Comenzó de este
modo a aceptar la vaga sospecha de Stewart de que anarquistas
italianos serían los responsables de los asaltos en Bridgewater
y South Braintree. Buscaba indicios que encajaran con los au-
tores y no con el delito.
En primer lugar, partía del supuesto de que la banda que
había realizado los dos asaltos estaba compuesta por cinco
anarquistas: Sacco, Vanzetti, Orciani, Coacci y Boda. Pero esta
hipótesis la tuvo que abandonar rápidamente. Orciani pudo
demostrar que en el momento de los asaltos se encontraba en
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su puesto de trabajo. Coacci había sido deportado semanas
antes y la figura corporal de Boda no correspondía a la imagen
del autor del delito, su excepcionalmente pequeña estatura
habría sido fácilmente registrada por los testigos y sobre un
hombre de baja estatura no se había dicho nada en las declara-
ciones de los mismos. De todas maneras, Boda no había sido
localizado, a pesar de una búsqueda intensa. Entonces solo
quedaban Sacco y Vanzetti.
En resumidas cuentas, no quedó nadie después de que
Katzmann hiciera comparar las huellas de ambos con las en-
contradas en el interior del Buick usado en el asalto de South
Braintree. Sus huellas eran evidentemente diferentes a las en-
contradas en el coche.
Además, no se podía probar que Sacco y Vanzetti hubiesen
tenido contacto con el dinero del robo. Ninguno de ellos había
cambiado su forma de vida después del asalto y el dinero no se
encontraba en su poder. Tampoco los registros que se hicieron
en sus hogares arrojaron éxito alguno ni dieron nuevos indi-
cios. Los anarquistas, según las especulaciones de Katzmann,
eran seres de una clase muy especial que podían llegar a come-
ter un robo, no con el propósito de enriquecerse personalmen-
te, sino por apoyar la causa política. Pero por ningún lugar
habían aparecido, así lo habían informado los espías de la poli-
cía, grandes sumas de dinero en los grupos anarquistas.
Las investigaciones de Katzmann habían logrado también
confirmar que el día 24 de diciembre, el día del asalto en Brid-
gewater, Sacco se encontraba en su puesto de trabajo en la
fábrica de calzados Three-K. Las declaraciones de su encarga-
do y las de sus compañeros de trabajo debilitaron la posición
de la acusación. Sacco tenía una coartada irrefutable.
Sobre este punto, el receloso fiscal debería haber retirado la
acusación contra Sacco y Vanzetti para comenzar la búsqueda
de los verdaderos autores, pero Katzmann se negó a tomar esta
decisión. Tenía a dos hombres que eran adecuados para ser los
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autores y estaba fanáticamente encaprichado en probar que
estos hombres eran los verdaderos autores. Este era su caso y
se aferraba a cada hilo del tejido de la acusación, por fino que
fuese, para mantenerla en pie. Y le quedaban dos hilos finos a
su disposición.
Uno era que Sacco el 15 de abril, el día del asalto en South
Braintree, no apareció en su puesto de trabajo. Así lo registraba
el control de asistencia de la empresa. Sacco aseguraba haber
estado en el consulado italiano en Boston ese día para infor-
marse sobre su documento de identidad. Tenía testigos, pero
primeramente debía probarlo. Declaraciones inequívocas de
los funcionarios de la entidad consular no estaban aún a dispo-
sición de la Fiscalía. El otro hilo que estaba en las manos de
Katzmann, así lo pensaba él, era que sería fácil convencer al
jurado de que por lo menos Vanzetti habría estado involucrado
en el asalto de South Braintree. Y a Vanzetti, que no trabajaba
en ninguna fábrica, no le era fácil probar fehacientemente su
paradero en dichas fechas.
Al día siguiente fueron traídos varios testigos de South
Braintree y Bridgewater a Brockton para participar en la iden-
tificación de los acusados como los autores de uno o ambos
asaltos llevados a cabo en esas ciudades. La acusación estaba
tan segura de su causa que rompió con la práctica acostum-
brada de poner a los sospechosos en una fila junto a otros indi-
viduos que se les pareciesen.
Sacco y Vanzetti fueron llevados de uno en uno a la sala de
interrogatorios y presentados ante los testigos de la misma
manera. Ambos tenían un aspecto deplorable. Afligidos por los
anteriores interrogatorios, daban la impresión de cansancio;
no estaban afeitados porque no se lo habían permitido. Ante
más o menos cincuenta testigos de los hechos fueron entrega-
dos a un ritual humillante.
Cuando se les ordenaba debían arrodillarse, ponerse de pie
o sentarse, colocarse o quitarse sus sombreros o gorros o adop-
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tar una actitud amenazadora. Si algunos testigos creían recor-
dar que uno de los bandidos llevaba el pelo desgreñado, enton-
ces, el cabello de los acusados era desordenado por los funcio-
narios para completar la imagen. Si uno de los testigos tenía en
la memoria haber visto a los bandidos en una postura corporal
específica, se les obligaba inmediatamente a adoptarla.
Como Sacco y Vanzetti no tenían en ese momento a su dis-
posición un abogado defensor, nadie les podía decir que el pro-
cedimiento de identificación era totalmente ilegal.
A pesar de todo, las declaraciones de los testigos fueron va-
gas y contradictorias. Muchos de ellos no pudieron identificar
a ninguno de los dos hombres y solo uno nombró a Sacco como
el individuo que le había disparado al guardia en South Brain-
tree. A petición de las testigos Frances Devlin y Mary Splain, se
le ordenó a Sacco alzar el brazo como si tuviese un revólver en
la mano. Después de esto ambas mujeres fueron de la opinión
de que Sacco podría haber sido el hombre que se había apoya-
do en el coche y habría disparado. Ellas estaban seguras de
haber reconocido a Vanzetti como uno de los autores del asal-
to. También Michael Levangie, el guardabarreras de South
Braintree, describió a Vanzetti como el conductor del vehículo
que se usó en la huida.
En lo que correspondía al asalto en Bridgewater, los testi-
monios fueron también contradictorios.
«Yo me inclino a suponer que Vanzetti no es uno de los
hombres», opinó el pagador Alfred Cox, mientras que su cole-
ga Benjamin Bowles, que iba sentado cerca del conductor el día
del asalto, comentó que «no podría asegurar que fuese imposi-
ble». El testigo llamado Harding, que inmediatamente después
del asalto testificó no haber visto claramente los rostros de los
asaltantes, sostenía ahora al ver a Vanzetti con su bigote caído:
«Sí, ese es el hombre de la escopeta».
Orciani fue llevado esposado de igual manera ante los testi-
gos oculares. El jefe de policía Stewart lo había hecho traer a
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Brockton y Needham, de ahí a Braintree y finalmente a Brid-
gewater. En este caso también las declaraciones fueron diver-
gentes y difusas. En Braintree tres testigos quisieron recono-
cerle como uno de los autores del asalto perpetrado el 15 de
abril. Pero Orciani, que ese día había estado trabajando, tenía
una coartada perfecta.
Esto lo sabía también la policía, pero la acusación no quería
aún prescindir de él. Orciani había sido elegido para este fin,
para causar confusión. Al fin y al cabo, él había declarado en el
interrogatorio no haber visto nunca antes en su vida a Sacco y
Vanzetti. Y Katzmann sabía que esto era una mentira. Orciani
pertenecía al ambiente anarquista y esto sí que era seguro.
Solo que: ¿qué papel jugaba él en ese grupo? ¿Era un simpati-
zante, un instigador que desde las sombras manejaba los hilos
o solamente un criminal astuto y muy particular?
Katzmann hizo un primer balance de los resultados de sus
investigaciones, tenía detenidos a dos anarquistas que durante
los interrogatorios no habían dicho la verdad y que posterior-
mente, cuando habían sido presentados ante testigos presen-
ciales de los asaltos, varios los habían identificado como los
autores. El fiscal estaba seguro de que Sacco había participado
en el asalto de South Braintree. En cambio, con Vanzetti no lo
estaba tanto. Aunque había testigos que le señalaban como uno
de los autores. En todo caso para Katzmann, estaba claro que
Vanzetti había tenido algo que ver con Bridgewater. No tenía
ninguna prueba concreta, solo indicios y declaraciones contra-
dictorias, pero esto le bastaba. La trampa estaba cerrada defi-
nitivamente. Este caso debía ser el más importante de su ca-
rrera.
Mientras tanto se había corrido la voz, a través de toda la
colonia italiana, de la detención de Sacco y Vanzetti. Los com-
patriotas se compadecían mucho de ellos, pero al mismo tiempo
se sentían desamparados y temerosos. Funcionarios públicos y
agentes de policía evitaban tener cualquier contacto con los
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inmigrantes, nadie quería verse envuelto como simpatizante.
Solo los amigos anarquistas no dejaron de lado a los detenidos.
Durante su permanencia en la comisaría de Brockton fue-
ron visitados por el profesor Felice Guadagni, un hombre com-
prometido políticamente, que entre otras publicaciones edita-
ba el periódico italiano Gazzetta del Massachusetts.
Vanzetti opinaba sonriente que solo los deportarían. «Por lo
menos volveremos a Italia a costa del Estado».
Guadagni asintió con la cabeza. «Vosotros no estáis deteni-
dos por ser anarquistas sino porque sois sospechosos de asesi-
nato».
Sacco y Vanzetti se le quedaron mirando sin decir una pala-
bra. Para ellos había sido un shock enterarse de que eran sos-
pechosos de haber participado en los asaltos de South Braintree
y Bridgewater. Claro que habían oído algo, cualquiera habría
podido leerlo en la prensa. Pero con un asalto, con el asesinato
a dos hombres del pueblo, no tenían nada que ver. «Nosotros
no somos ninguno asesinos», le dijeron a Guadagni, que trata-
ba de calmarles.
Otro hombre se enteró entonces de las precarias condicio-
nes en que Sacco y Vanzetti se encontraban y decidió inmedia-
tamente tomar parte en el asunto: Aldino Felicani. Se trataba
de un joven compañero que Vanzetti había conocido en 1919 y
que desde entonces habían desarrollado una amistad. Sobre la
amistad que le unía a Vanzetti, contó más tarde «Sentía una
gran simpatía por Vanzetti. Pensábamos de forma bastante
parecida... No necesitaba preguntarle si había cometido aquel
crimen... Yo sabía que no lo había hecho».
Felicani estaba convencido de la inocencia de Sacco. Les
propuso, a unos cuantos anarquistas italianos, formar un co-
mité para ayudarles. Pero estos vacilaron. Tenían miedo de
caer bajo sospecha, de tener que aguantar interrogatorios o de
encontrar dificultades con las autoridades. Y de esto ya tenían
suficiente. Felicani entendía que no quisieran abogar pública-
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mente por Sacco y Vanzetti. Pero él no desistía. Pidió al editor
de La Notizia permiso para reunir entre la gente de la redacción
dinero para ambos detenidos. Finalmente encontró algunos
radicales italianos con cierto renombre que estuvieron dispues-
tos a participar en una campaña para reunir donaciones en
dinero para la defensa de los inculpados. Ese fue el comienzo
del Comité para la Defensa de Sacco y Vanzetti.
Las primeras donaciones procedieron de los italianos, de
grupos anarquistas, y también de diferentes amigos de Sacco y
Vanzetti. Enviaban diez centavos de dólar, veinticinco centavos
de dólar, algunas veces hasta un dólar. Pasaron semanas hasta
que Felicani pudo tener suficiente dinero para poder contratar
a un abogado. Un amigo suyo le recomendó a un abogado de-
fensor llamado James M. Graham.
En el primer encuentro el abogado exigió quinientos dólares
de anticipo y prometió hacer todo lo posible por ellos. Para
poder pagar dicha suma, Felicani tuvo que pedir prestada par-
te de ella. Pero merecía la pena: a fin de cuentas, se trataba de
dos inocentes y uno de ellos era su amigo Bartolomeo Vanzetti.
También los amigos de Plymouth habían comenzado a rea-
lizar ciertas actividades. Vicenzo Brini, el antiguo casero de
Vanzetti, había convencido a vecinos y correligionarios de que
era muy importante conseguir un buen abogado defensor.
Contrataron al abogado John P. Vahey, quien le aseguró a Bri-
ni tener excelentes contactos con las autoridades y poder ayu-
dar a Vanzetti.
Pero la Fiscalía y la policía tampoco se habían quedado
quietas. El jefe de policía Stewart, basándose en la declaración
del testigo Harding, que aseguraba haber reconocido en Van-
zetti al hombre que portaba la escopeta en el asalto llevado a
cabo en Bridgewater, le acusó formalmente el 11 de mayo. En
la mañana del 18 de mayo se celebró una vista preliminar bajo
la dirección del juez Herbert Thorndike ante el Tribunal de
policía de Brockton. Los representantes de la acusación convo-
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caron al pagador Alfred Cox, al guardia Benjamin y al testigo
ocular Frank Harding. Earl Graves, el hombre que el día del
asalto conducía el vehículo de transporte de dinero, había fa-
llecido. Los tres individuos aseveraron que el hombre que por-
taba la escopeta llevaba el bigote bien cuidado y recortado, lo
mismo que sucedía con Vanzetti, por lo que estaban seguros de
que el hombre aquel era idéntico a este. En el interrogatorio
cruzado que hizo el juez Herbert Thorndike a Cox, este declaró
que ciertamente no estaba tan seguro de lo que había dicho.
Los otros dos se quedaron con sus declaraciones. Más tarde se
trajo a una nueva testigo. La acusación había convocado a la
señora Georgina Brooks, la que unos minutos antes del asalto
había pasado por la calle Broad.
Aquel día, declaró, había pasado muy cerca del coche de los
asaltantes y había visto muy bien a cuatro hombres. Uno de
ellos la había mirado.
«¡El hombre que está allí era el hombre que estaba tras el
volante!», exclamó señalando a Vanzetti.
Había llegado el momento de que el abogado de Vanzetti,
Vahey, tomara la palabra, pero este permaneció en silencio.
Tampoco convocó a ningún testigo que pudiera exculpar a su
cliente.
Días antes de la vista preliminar, Vanzetti le había dicho
que el día 24 de diciembre, día del asalto en Bridgewater, había
estado vendiendo anguilas en su barrio. Para los italianos cató-
licos las anguilas componían una parte importante de la cena
que realizaban en esa fecha, por eso ese día había tenido sola-
mente anguilas para vender. De ahí que no sería difícil, pensa-
ba Vanzetti, encontrar a gran cantidad de testigos que pudie-
sen corroborar que en el momento de los acontecimientos él
les habría estado vendiendo anguilas. Vahey prometió preocu-
parse de los testigos de descargo.
También se discutió la intención de Vanzetti de declarar
como testigo en su propia causa. El abogado no estuvo de
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acuerdo. «Supongamos que en el estrado de testigos se le pre-
gunta sobre el significado de los términos socialismo y bolche-
vismo», dijo Vahey.
«Y qué —respondió Vanzetti—, contesto lo que entiendo so-
bre eso».
Vahey le previno: «Entonces va a ser enviado inmediata-
mente a prisión por el jurado. La gente es conservadora e igno-
rante, usted no debe venirles con aquellas cosas».
Finalmente, Vanzetti se dejó convencer y renunció a ser
llamado como testigo de su propia causa. En silencio asistió a
la vista preliminar el 18 de mayo, también en silencio reaccio-
nó cuando descubrió que su abogado había prescindido de
buscar y localizar en su barrio a los testigos de descargo de los
que él le había hablado.
Al final de la vista preliminar declaró el fiscal suplente de
Katzmann, el abogado Kane, que había numerosas y convin-
centes pruebas que demostraban la participación de Vanzetti
en el asalto de Bridgewater. El juez estuvo de acuerdo con él.
La petición de dejar en libertad bajo fianza a Vanzetti fue de-
negada. En su lugar se ordenó llevar al detenido a la prisión de
Plymouth.
«El proceso en contra de Bartolomeo Vanzetti por intento
de robo en Bridgewater el 24 de diciembre de 1919 será convo-
cado para el 22 de junio de 1920», proclamó el juez Thorndike
en tono festivo. Luego abandonó la sala de audiencias.
Katzmann había alcanzado su objetivo, su estrategia había
agarrado a su presa. Pero aún estaba convencido de que Sacco
y Vanzetti habían tomado parte en ambos asaltos. A pesar de
ello, instruyó primeramente un sumario en contra de Vanzetti
por intento de robo en Bridgewater. El primer éxito fue la acu-
sación contra Vanzetti en el caso de Bridgewater. Normalmen-
te un fiscal habría reclamado en primer lugar la acusación por
homicidio, ya que el asesinato es un crimen más grave que el
intento de robo. Deseaba lograr primero la condena de Vanzet-
| 99
ti en el caso Bridgewater y luego proceder en contra de ambos
hombres por el asesinato en South Braintree. Katzmann sabía
que cuando un acusado ya ha sido condenado anteriormente
por otro delito, fácilmente se le cree capaz de haber ejecutado
otro. Queda marcado como un criminal brutal y esto impresio-
na al jurado, especialmente cuando se trata de un acusado que
es extranjero. Y aún peor si es anarquista.
El jefe de policía Stewart y el representante de la acusación
Katzmann gozaban con la atención pública que se les brindaba.
Estaba ya olvidado el ridículo que habían tenido que pasar al
tener que dejar libre a Orciani porque su coartada no se había
desmoronado tras la férrea investigación de la policía. Olvida-
dos estaban también los disgustos provocados por los agentes
encargados de las pesquisas para dar con el paradero de Boda,
los cuales no tuvieron ningún éxito. Para Stewart y Katzmann,
tanto ahora como antes, era válida la teoría de que el deporta-
do Coacci y el desaparecido Boda eran cómplices en los asaltos.
Mientras que la policía le buscaba, Boda vivía sin ser reco-
nocido en casa de unos amigos en Boston, desde donde se mu-
dó más tarde a New Hampshire. Allí solicitó en el consulado
italiano un pasaporte bajo el nombre de Buda, su nombre ori-
ginal, que recibió sin mayores dificultades. Sin provocar nin-
gún escándalo regresó a Italia.
Dos hombres habían quedado atrapados en la red: Sacco y
Vanzetti. Dos víctimas ejemplares de ese tiempo. Necesitaban
autores.

| 100
5
«Por lo menos doce años…»

EL PROCESO EN CONTRA de Bartolomeo Vanzetti por intento de


robo y asesinato en Bridgewater comenzó el 22 de junio de 1920
en el Palacio de Justicia de Plymouth, Massachusetts.
Los abogados defensores de Vanzetti eran James M. Graham,
contratado por los miembros del Comité para la Defensa de
Sacco y Vanzetti, y John P. Vahey. Los honorarios de este últi-
mo habían sido asumidos por los vecinos de Vanzetti. La acu-
sación fue representada por el fiscal de distrito Frederick G.
Katzmann y el juez era Webster Thayer, perteneciente al Tri-
bunal Supremo de Massachusetts.
El jurado estaba compuesto principalmente por granjeros
de los alrededores con la sola excepción de uno que trabajaba
como capataz en la compañía Plymouth Cordage Company, la
misma fábrica de cordajes en la cual Vanzetti fue puesto por su
dueño en la «lista negra» por participar en una huelga. Desde
los días en que se realizaron esas huelgas, Vanzetti estaba con-
siderado el portavoz de este movimiento y los dueños de la
Plymouth Cordage Company, que ejercían un poder significa-
tivo en la ciudad, no habían olvidado de ninguna manera el
nombre de aquel «agitador extranjero».
El Palacio de Justicia de Plymouth era una edificación de
ladrillos sombría y lúgubre. Ese día la sala de audiencias en la
que transcurrió el proceso contra Vanzetti, solo estaba a media
capacidad de público. Aparte de los vecinos de Vanzetti, unos

| 101
pocos amigos y algunos reporteros de periódicos de tercera
clase de Boston, nadie más se interesaba por su suerte.
Vanzetti fue llevado a la sala de audiencias esposado y luego
lo dejaron en un recinto especial en el centro de la sala. Allí le
quitaron las esposas.
Un alguacil le llevó hacia adelante y llamó con voz ceremo-
niosa:

Escuchen todos, escuchen todos: toda persona que tenga algo


que decir ante el juez superior del Tribunal Supremo que hoy ce-
lebra sesión en Plymouth debe acercarse y hacerse notar para ser
escuchado. Dios salve a la Comunidad de Massachusetts.

Luego el juez ordenó a uno de los alguaciles que dejara en-


trar al primer testigo: el testigo de la acusación. Mientras los
testigos Bowles, Cox y Harding entraban en la sala, Vanzetti
observaba concienzudamente al juez: un hombre mayor, de
poco pelo, bajo de estatura, frente amplia y pequeños e inquie-
tos ojos. Sobre su prominente nariz llevaba unos quevedos. Los
labios se movían rigurosamente y sobre ellos crecía un peque-
ño bigote. La voz del juez sonaba penetrante. A cada uno de los
presentes les comunicaba con sus gestos: «Yo soy juez de este
país, presido este proceso por el bien de esta patria. Estoy or-
gulloso de poder ejercer mi deber patriótico».
Webster Thayer era un hombre de sesenta y tres años que
quería demostrar quién era. Hijo de un carnicero, tuvo que tra-
bajar duramente para salir de esa humilde condición hasta
llegar a ser juez del Tribunal Supremo de Massachusetts. Por
eso se sentía orgulloso. Pero aún más orgulloso se sentía de
poder servir como juez en el país que amaba, defendiendo sus
ideales. Le había resultado difícil aceptar que siendo miembro
del Partido Republicano no hubiese podido defender a su pa-
tria como soldado en 1917. En aquel entonces fue rechazado
por tener demasiada edad para incorporarse a filas. Sin em-

| 102
bargo, ahora, siendo juez, podía ejercer lo que él creía que era
su deber patriótico: la defensa y rechazo a los enemigos inter-
nos para salvaguardar la libertad. Para defender a Estados
Unidos.
Vanzetti y sus amigos presentían que ese hombre no sentía
ninguna simpatía por ellos. Los extranjeros eran considerados
por él como agitadores y pleitistas, especialmente aquellos que
se comprometían políticamente. Para Thayer se trataba sola-
mente de inmigrantes sin Dios ni Ley, los cuales, en vez de
estar agradecidos, incitaban a la rebelión con ideas radicales.
Pero Thayer había aprendido, en su larga carrera judicial, a
subordinar sus sentimientos a los artículos y leyes cuando pre-
sidía un proceso. Y esto era lo más importante para él, dirigir
correctamente un proceso. No debía ser estrictamente justo,
pero sí correcto. De eso sí se preocupaba, lo demás era asunto
de la acusación, de la defensa y del jurado. Todas las partes en
causa comprendieron sus señales, especialmente el jurado.
En lo que concernía al juez Thayer, se debía tratar en este
proceso solamente el caso ocurrido la mañana del 24 de di-
ciembre de 1919, cuando unos bandidos intentaron robar el
transporte de sueldos. Uno de los hombres llevaba una escope-
ta y otros dos, pistolas. La acusación sostenía que Vanzetti era
el hombre de la escopeta. Como Vanzetti estaba considerado
anarquista, afirmación conocida por Thayer, este no quería
dirigir un proceso político. Opinaba que se debía tratar única-
mente en este proceso el intento de robo y asesinato, otros
puntos no entraban en debate. Según él, esta era la mejor es-
trategia en contra de esos «cabezas de chorlito».
El fiscal Katzmann presentó primero un resumen de los
puntos relevantes en las pesquisas llevadas a cabo. Su acusa-
ción se basaba, principalmente, en los testimonios tomados a
Bowles, Cox, Harding y la señora Brooks en la vista preliminar,
el 18 de mayo. El rostro de Katzmann enrojecía mientras leía
su resumen, hablaba con voz firme y de vez en cuando subra-
| 103
yaba algunas de sus afirmaciones con gestos teatrales mirando
penetrantemente al jurado. Era un buen actor. Interrogaba a
los testigos de tal manera que cualquier respuesta torpe u olvido
era usado magistralmente por él para provecho de la acusación.
Katzmann era un brillante acusador. Usaba la sala de audien-
cias como un dramaturgo eficiente usa el escenario, pero, eso
sí, nunca infringía las reglas del proceso.
Sin embargo, los testigos de la acusación cayeron en con-
tradicciones. Sus declaraciones discrepaban gravemente de
aquellas hechas en la vista preliminar. Ya en aquel tiempo,
cuando se les había presentado a Vanzetti como el principal
sospechoso, Cox, Bowles y Harding habían comenzado a en-
mendar las declaraciones que inmediatamente después del
asalto habían hecho constar en el acta. Cox, que había notado
un «color de rostro oscuro», cambió su declaración por «color
del rostro semioscuro», color que coincidía mucho más con el
de Vanzetti. Cuando se le exhortó a identificar al individuo que
llevaba la escopeta, dijo en el primer careo: «Creo que es el
hombre que está detrás de las barreras, el hombre del bigote»,
acotó, además, «pero tengo algunas dudas».
Bowles describía todavía el bigote como «bien recortado»,
luego realizó una descripción facial del bandido que se ajusta-
ba a la de Vanzetti, en quien creía reconocer al asaltante. Har-
ding, que no había visto claramente los rostros de los bandi-
dos, dijo en la vista preliminar que el hombre llevaba bigote
oscuro y que Vanzetti era ese hombre.
Ahora, en el transcurso del proceso, cambiaban sus declara-
ciones. Bowles describió el bigote, que antes era «bien recorta-
do», como «ligeramente corto». Cox impugnaba haber dicho,
cuando se le careó en Brockton por primera vez con Vanzetti,
la frase que constaba en el acta: «Yo me inclino a suponer que
Vanzetti no es uno de los hombres».
Katzmann sometió a sus testigos a un interrogatorio cruza-
do: «¿Es ese en resumidas cuentas o no?». Preguntó señalando
| 104
el banquillo del acusado en donde Vanzetti, silencioso, seguía
el curso de los acontecimientos.
«Sí, se parece al bandido de Bridgewater», contestó Cox. Y
luego de una corta pausa, «pero no estoy completamente segu-
ro...».
Katzmann escondía el enojo que le producía la inconstancia
de los testigos. Harding, interrogado inmediatamente después,
tampoco le facilitó su trabajo. Al poco tiempo del asalto del 24
de diciembre, describió ante un agente de la agencia Pinkerton
al asaltante de la escopeta como «delgado, 175 cm. de estatura,
vestido con un abrigo negro y largo y un sombrero tipo Derby»,
aquí declaraba que el hombre «llevaba un abrigo, pero ningún
tipo de sombrero, tenía la frente amplia, el rostro duro y ancho
y la cabeza redonda».
Por qué los tres testigos se contradecían en sus declaracio-
nes y por qué la imagen del bandido, que al principio era difu-
sa, se asemejaba cada vez más a la de Vanzetti, podía respon-
der a la razón de que dos de ellos trabajaban en la fábrica de
calzados, el «objeto asaltado». Quizás se sentían en el deber de
ayudar para, por lo menos, condenar a uno de los asaltantes.
Además, era más fácil hacer crecer el bigote del inculpado que
contradecir a Katzmann.
Sus discrepantes declaraciones requerían de toda la habili-
dad de Katzmann. Especialmente crítica se le presentaba la
situación cuando la defensa interrogaba a uno de sus testigos
en forma cruzada.
La señora Brooks declaró nuevamente que Vanzetti estaba
tras el volante del coche usado por los asaltantes. Pero Vanzetti
no sabía conducir. Por otra parte, si él hubiese estado al volan-
te del coche no habría podido ser el individuo que llevaba la
escopeta, ya que otros testigos habían declarado que el hombre
tras el volante se había quedado dentro del coche.
«¿De qué manera pudo ver usted, después de todo, el trecho
de la calle en donde ocurrió el asalto?», le preguntó el abogado
| 105
defensor de Vanzetti, Vahey, a la testigo que declaraba haber
corrido inmediatamente después de haber escuchado los dis-
paros hacia el interior de la estación de ferrocarril. «¿Cómo
pudo ver el tiroteo en esta situación?», le insistió Vahey. La
señora Brooks se puso visiblemente nerviosa e insegura.
Dependía solamente de Katzmann el crear, a partir de las
declaraciones de su testigo, un cuadro coherente para el jura-
do. Para descifrar estas contradicciones tuvo que usar al má-
ximo su eficiencia retórica. «La testigo Brooks, cuando corrió
inmediatamente después de los disparos hacia el interior de la
estación de ferrocarril, pudo reconocer claramente al conduc-
tor del vehículo. El coche en la huida pasó muy cerca de ella»,
replicó.
Vahey, el abogado defensor, no acotó nada nuevo a ese pun-
to. No hizo notar, según lo que quedó en acta, que Vanzetti no
podía conducir coches.
El juez hizo llamar a un testigo que hasta ese momento no
había aparecido por ninguna parte. Maynard Shaw, un escolar
que en el momento del asalto repartía el periódico de la maña-
na, A aproximadamente cincuenta metros de distancia, había
visto al hombre de la escopeta bajarse del auto y disparar hacia
el transporte de dinero.
«Allí se encuentra el hombre que vi esa vez», dijo el joven
apuntando a Vanzetti apenas había entrado en la sala de au-
diencias. Agregó «a pesar de la distancia pude notar rápida-
mente que se debía tratar de un extranjero por la manera de
correr que tenía».
Aquí tomó nuevamente la palabra el abogado defensor de
Vanzetti. Vahey se puso de pie, fue hacia donde se encontraba
el muchacho y le interrogó. «¿Usted pudo reconocer, por la
manera de correr, que se trataba de un extranjero?», le pre-
guntó en un tono tranquilo.
«Sí», contesto el muchacho.
«¿Qué tipo de extranjero?».
| 106
El muchacho se puso nervioso e inseguro: «¿Usted se refie-
re a qué nacionalidad?».
Vahey contestó con un movimiento de cabeza.
«Pues, era un europeo».
«¿Qué tipo de europeo?», preguntó Vahey que ahora había
levantado un poco la voz y comenzaba a caminar de un lugar a
otro. El escribano judicial tuvo que esforzarse para poder se-
guir el interrogatorio.
Shaw: «O bien italiano o ruso».
Vahey: «¿Qué era definitivamente, ruso o italiano?».
Shaw: «No lo puedo decir a ciencia cierta».
Vahey: «¿Corre de manera diferente un ruso o un italiano a
un sueco o a un noruego?».
Shaw: «Sí».
Vahey: «¿Cuál es la diferencia?».
Shaw: «Irregularmente».
Vahey: «¿Tanto los italianos como los rusos corren irregu-
larmente?».
Shaw: «En lo que a esto concierne, no lo sé».
Vahey: «Entonces usted no sabe cómo corre un sueco, ¿no?».
Shaw «No».
Vahey: «¿Corre un sueco con las piernas torcidas hacia
afuera juntando mucho las rodillas?».
Shaw: «No».
Vahey: «¿Usted pretende hacerle creer al jurado que puede
reconocer la nacionalidad de un extranjero por la manera que
este tiene de correr?».
Shaw: «Sí, lo puedo hacer».
Vahey: «¿Entonces, a qué nacionalidad pertenecía?».
Shaw: «Pues, quiero decir..., creo..., pues bien, lo primero
que se me ocurrió fue que debía ser un italiano o un ruso. No lo
puedo asegurar... podía haber sido también un mexicano. No
diría que venía de Alaska o África».

| 107
Vahey: «¿Usted quiere decir con esto que no era una perso-
na de color?».
Shaw: «No».
Vahey: «¿Por lo tanto usted excluye a los africanos de sus
reflexiones?».
Shaw: «Sí».
Vahey: «¿Por lo tanto, él no era ni ruso, ni italiano, ni grie-
go, ni brasileño, ni ninguno de ésos?».
Shaw: «Sí».
Cuando Vahey terminó su interrogatorio se podía ver en el
rostro del joven el alivio que sentía por haber terminado con
esa prueba. Un funcionario de justicia le acompañó al salir de
la sala.
Katzmann se apoyó satisfecho en su silla. La declaración del
muchacho podía ser muy útil porque sabía que la constancia y
firmeza del joven habían causado buena impresión en el jura-
do. Su estrategia procesal se igualaba a la de una competición
deportiva en la cual había que acumular, principalmente, pun-
tos para ganar. Solo el que tenía al final la mayor cantidad de
puntos a su favor, se decía, iba a ser consagrado por el jurado
como el vencedor. Y Katzmann quería ser el vencedor.
Aparte de los testigos presenciales, la acusación llamó a
otros testigos. De esta manera el doctor Murphy contó cómo
había encontrado un cartucho en la calle, el matrimonio John-
son informó sobre sus impresiones cuando el coche, que el
señor Johnson había reparado, debía ser recogido por Boda. Al
final el agente de policía Michael J. Connolly, el policía que
había arrestado a Sacco y Vanzetti, hizo su declaración.
El fiscal Katzmann, después de presentar previamente ante
el juez y el jurado cinco cartuchos de escopeta, le preguntó a
Connolly: «¿Encontró usted cartuchos cuando registró al acu-
sado?».
«Sí, los encontré», contestó el policía.
«¿Cuántos?».
| 108
«Cuatro».
Katzmann miró a Connolly fijamente. «Mire estos cartu-
chos, por favor, y diga si se trata de los cartuchos encontrados
por usted o no».
Connolly se acercó a la mesa en donde se encontraban cinco
cartuchos que estaban uno al lado del otro: los cuatro hallados
en la detención de Vanzetti y una vaina Winchester calibre 12,
encontrada por el doctor Murphy.
Después de un momento que ocupó para mirar más de cer-
ca los cartuchos dijo, «Sí, se parecen a aquellos».
El abogado Vahey protestó: «La expresión, se parecen a aque-
llos, no manifiesta ninguna identificación».
Después compareció el capitán William Proctor, experto en
balística, dijo que la vaina Winchester calibre 12 encontrada
por el doctor Murphy solamente se diferenciaba de las halladas
en el bolsillo de Vanzetti porque las últimas estaban aún sin
disparar.
Vahey replicó inmediatamente que el hecho de que Vanzetti
llevase consigo el día 5 de mayo cartuchos de cualquier marca
no probaba de ninguna manera que él fuese el bandido que el
24 de mayo había actuado como tirador. Por esa razón no se
podía autorizar a usar los cartuchos como prueba. Pero el juez
Thayer decidió que el jurado debía asumir esta competencia y
admitió los cartuchos como prueba.
Katzmann podía estar satisfecho. Nuevamente había acu-
mulado un punto a favor
Luego de una pequeña pausa tomó la palabra la defensa.
Especialmente los amigos italianos escuchaban atenta y ansio-
samente las declaraciones. Ahora tomaría el proceso el giro libe-
rador, pensaban.
Con la esperanza de poder afectar a la credibilidad de los
tres testigos principales de la acusación. Cox, Bowles y Har-
ding, cuyas descripciones sobre el aspecto de Vanzetti habían
cambiado desde el primer interrogatorio, la defensa llamó a
| 109
una gran cantidad de testigos que debían jurar que Vanzetti no
había cambiado su aspecto desde que vivía en Plymouth, espe-
cialmente en lo que se refería al largo del bigote.
El abogado defensor Graham interrogó primeramente a
John Vernazano, el peluquero de Vanzetti, un hombre regorde-
te de cabello negro y barba. Declaró que en los últimos cinco o
seis años había afeitado y cortado el pelo a Vanzetti.
«¿Le recortó o cortó alguna vez el bigote?», preguntó
Graham.
«No, señor: de vez en cuando lo redondeaba por debajo»,
contestó Vernazano.
Graham fue hacia él. «Muestre en su propio bigote el lugar
al cual usted se refiere».
Vernazano apuntó a su labio superior, «cortaba solo dos o
tres pelos aquí, justamente al borde del labio».
«¿Le cortó o recortó alguna vez las puntas?», preguntó in-
mediatamente Graham.
«No, no, no…», respondió Vernazano.
«¿Le vio alguna vez con el bigote recortado?».
«No...».
Graham se paró ante su testigo e indicando hacia donde es-
taba Vanzetti le preguntó: «¿Le ha visto usted alguna vez con
un aspecto diferente al que tiene ahora?».
Vernazano movió la cabeza. «Nunca, él siempre ha llevado
el bigote largo».
Dos policías de Plymouth declararon también a favor de
Vanzetti. John Gault, agente de policía desde hacía cinco años,
afirmó conocer al italiano al menos desde tres años atrás y que
coincidía con él de tres a cuatro veces por semana. Su bigote
había tenido siempre el mismo aspecto. Su colega John Schi-
lling, desde hacía diez años en el servicio policial, relató que
encontraba a Vanzetti de dos a tres veces semanales y que su
bigote había permanecido inalterado.

| 110
Le había llegado a Katzmann el momento de poner en duda
las declaraciones de los testigos. «¿Quiere hacer creer al jurado
que el bigote se mantuvo inalterado?», le preguntó a John Schi-
lling.
«No, no lo deseo», contestó el funcionario mostrando inse-
guridad.
Katzmann continuó inmediatamente: «¿Desea hacer creer
al jurado que las puntas nunca estuvieron cortadas?».
Schilling contestó en voz baja: «No señor, no lo deseo».
La forma intimidatoria que tenía Katzmann de preguntar
tampoco había fallado en su cometido esta vez. Ambos policías
se habían desenmascarado como irrelevantes para la defensa.
Si ya era de por sí difícil encontrar testigos que no fueran italia-
nos y que quisieran testificar a favor de Vanzetti, muchos agen-
tes de policía de Plymouth le conocían desde hacía años y le
encontraban casi semanalmente. Muchos eran clientes habi-
tuales de Vanzetti, le compraban el pescado regularmente, pe-
ro cuando ambos abogados comenzaron a buscar testigos entre
estos policías de Plymouth sufrieron desagradables sorpresas.
Los agentes de policía confirmaron conocer bien a Vanzetti,
pero se negaron a ser testigos de la defensa. Temían perder sus
puestos de trabajo. Solamente Gault y Schilling dijeron, con
vacilación, estar dispuestos a hacerlo, aunque ahora, bajo las
preguntas punzantes de Katzmann, causaban en el jurado una
impresión de inconstancia e inseguridad. Pero la defensa no
había jugado aún su verdadera carta de triunfo: el hecho de
que Vanzetti tuviera una coartada singularmente buena para la
mañana del 24 de diciembre. Y había suficientes testigos que lo
podían asegurar.
Mary Fortini, la dueña de la casa de Vanzetti, fue la primera
en ser llamada al estrado. Daba la impresión de estar inquieta
e intimidada. Nunca antes en su vida había tenido que ver con
un tribunal y, además, solo hablaba italiano, por lo que, tanto
sus declaraciones como las preguntas de la defensa o las del
| 111
fiscal, debían ser traducidas por un intérprete. El 24 de di-
ciembre, así lo declaró, Bartolomeo le había despertado a las
seis y cuarto de la mañana. Un par de minutos más tarde él
había bajado por la escalera hacía la cocina. Ella le calentó le-
che para el desayuno, luego él salió de casa.
Katzmann sabía que había llegado la fase decisiva del pro-
ceso. La defensa había anunciado a catorce testigos italianos
que querían certificar haber visto o haberle comprado anguilas
a Vanzetti el 24 de diciembre. Por lo tanto, Katzmann debía
tratar de minar ante los ojos del jurado la credibilidad de estos
testigos. Y para esto tenía que recurrir a cualquier medio. Un
ejemplo de los modales rudos de Katzmann y del efecto inti-
midatorio que estos tenían sobre los testigos italianos fue el
interrogatorio que realizó a Mary Fortini. Desde el principio,
así lo muestran las actas procesales, procedió al ataque.
Katzmann: «¿Qué día fue detenido Vanzetti?».
Fortini: «Creo que el miércoles».
Katzmann: «¿Qué miércoles?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿Hace dos meses, no es cierto?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿Hace tres meses, no es verdad?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿Hace una semana, no es cierto?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el día después
de Navidad?».
Fortini: «No lo recuerdo».
Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el primer día
de este año?».
Fortini: «No lo sé».
Katzmann: «¿A qué hora se levantó Vanzetti el día del cum-
pleaños de Washington este año?».
Fortini: «No lo sé»,
| 112
Katzmann: «¿El sábado por la noche antes del lunes Pascua,
a qué hora se fue Vanzetti a la cama?».
Fortini: «No lo sé, no señor».
Katzmann causaba una situación notoriamente divertida y
algunos miembros del jurado no podían aguantar una sonrisa.
El fiscal había interrogado hasta ahora a Mary Fortini con la
ayuda de un intérprete; entonces solicitó al juez Thayer poder
hacerlo en inglés. Thayer no se informó sobre las razones de
Katzmann, más bien aburrido dijo: «Por favor, si le parece
importante».
El fiscal Katzmann podía continuar su deshonesto interro-
gatorio en inglés a pesar de que él había preguntado a Mary
Fortini si hablaba inglés, a lo que ella contestó que no. Tras su
proceder había un propósito infame como se puede ver en el
acta del interrogatorio:
Katzmann: «¿Sabe usted en qué lengua estoy hablando?
¿Entiende mi lengua?».
Fortini: «No».
Katzmann: «¿Qué es un caballo, lo sabe?».
Fortini: «Yo no entender nada».
Katzmann: «¿Sabe lo que es un caballo?».
Fortini: «No, señor».
Katzmann: «¿Sabe lo que es un Brini?».
Fortini: «No, señor».
Katzmann. «¿Sabe lo que es un Balboni? ¿No es algo que el
día del lavado se cuelga sobre la cuerda para secar la ropa?».
Fortini: «Yo no lo entender. Usted venir en mi país y no en-
tender y así ser también con mí».
Ni el juez Thayer ni los abogados de la defensa intentaron
detener la humillante exposición de Mary Fortini. Si Katzmann
hubiese preguntado si el día del lavado se colgaba un Thayer o
un Vahey sobre la cuerda para secar la ropa, entonces se hu-
biese desencadenado en la sala de audiencias una tormenta de

| 113
indignación, pero no fue así con los nombres de los inmigran-
tes italianos, estos podían ser ridiculizados en público.
Como próximo testigo se presentó John DiCarlo, zapatero
en la calle Court. Declaró haber abierto su negocio el 24 de
diciembre, como de costumbre, a las ocho menos cuarto de la
mañana. Estaba poniendo en orden el taller cuando Vanzetti
llegó con un paquete de anguilas. Las anguilas son parte de la
fiesta de Navidad, dijo, y podía recordar bastante bien que ha-
bía sido una libra y media de pescado.
Para subrayar su opinión de que todos los testigos italianos
mentían en favor de Vanzetti, Katzmann le hizo la siguiente
pregunta al panadero Enrico Bastoni, que declaró después de
DiCarlo: «Pienso señor testigo que usted desea decir aquí solo
la verdad, ¿no es cierto?, le pregunto si usted tiene la intención
de decir la verdad».
Bastoni no se dejó impresionar y respondió concisamente:
«Para eso he venido hasta aquí». Luego declaró que Vanzetti
había llegado a su local ese día un poco antes de las ocho de la
mañana y le había preguntado si le podía alquilar el coche y un
caballo. A la pregunta de para qué lo necesitaba, Vanzetti le
habló de un barril muy pesado y que esa era la mejor forma de
transportarlo. Vanzetti quería entregar las anguilas lo más
temprano posible para que las mujeres las pudiesen adobar y
cocinar para la cena. Con su carreta necesitaría mucho más
tiempo y por eso deseaba un coche tirado por un caballo. Sin
embargo, tuvo que comunicarle que necesitaba los animales
porque tenía, también él, que entregar muchos pedidos. Debía
haber sido un poco después de las ocho de la mañana porque
escuchó enseguida la segunda señal de la fábrica de cordaje.
Beltrando Brini, el hijo de trece años de los Brini, que tenía
una buena amistad con Vanzetti, le ayudó esa mañana a ven-
der pescados. Se dirigía a su encuentro cuando le halló entre-
gando un pedido de anguilas en la calle Court. El joven Bel-

| 114
trando le preguntó a Vanzetti que dónde estaba el caballo y
Vanzetti le dijo que no estaba disponible.
Beltrando Brini expuso la situación en el proceso de esta
manera:

Yo estaba muy desilusionado porque él no había conseguido el


caballo. Le hubiese ayudado de cualquier forma, pero, sabe usted,
yo tenía la esperanza de poder estar sentado sobre una carreta y
desde allí poder guiar a un caballo, y él no tenía ninguno. Pero se
disculpó conmigo. Me dijo que lo sentía mucho. Y estoy seguro de
que hubiese estado feliz si lo hubiese tenido porque tenía una
carga de pescado bastante grande. La carreta no era liviana, yo no
la podía mover.

En el mismo momento en que se llevó a cabo el asalto en


Bridgewater, él y Vanzetti estaban entregando los pedidos de
anguilas con la carreta. La cadena de coartadas parecía haberse
cerrado. Todos los testigos interrogados habían confirmado
haber visto a Vanzetti el 24 de diciembre y haber hablado con
él. Beltrando Brini, que estuvo con él todo el tiempo, corroboró
sus declaraciones. El joven era el testigo principal a favor de
Vanzetti.
Katzmann comenzó el interrogatorio del joven simulando
una amistad paterna. Se dirigía a él usando la palabra «hijo»,
le preguntó si no deseaba estar sentado mejor. Pero luego su
voz se puso más dura: ¿Cuánto tiempo más iba a seguir con-
tando la historia de su amigo? ¡Todo era un cuento aprendido
de memoria!
«¿Quién te dijo lo que tenías que declarar?», preguntó con
voz cortante.
«Nadie me dijo lo que tenía que decir», respondió el joven.
«¡Pero tú contaste ya la historia a diferentes personas! ¿o
no?», agregó, y se dirigió hacia donde estaba Beltrando Brini,
que, por su estatura infantil, parecía estar perdido dentro del
estrado.
| 115
«Se la conté a mi madre, a mi padre y al abogado», contestó
el joven Brini.
«Entonces conoces la historia de memoria», dijo Katzmann
antes de volver a tomar asiento.
El juez Thayer, que debería haber tomado la palabra en este
punto, hizo todo lo contrario. Mostró su apoyo al fiscal cuando
dijo: «Usted ha demostrado el hecho de que el testigo ha ensa-
yado sus declaraciones y que las ha aprendido de memoria».
Con esto Thayer corroboraba lo mantenido por Katzmann, las
declaraciones de Beltrando Brini habían sido inventadas para
proporcionar a Vanzetti una coartada.
Pero Katzmann, un fiscal brillante y sin escrúpulos, fue más
allá. A través de trucos retóricos intentó inducir al joven a que
declarase que Vanzetti era anarquista. Katzmann volvió a inte-
rrogar a Beltrando, aunque ya lo había hecho durante dos ho-
ras, pero esta vez en forma cruzada.
El taquígrafo judicial anotó:
Katzmann: «¿Llegaba Vanzetti algunas veces a vuestra casa
para conversar con tu padre?».
Beltrando: «Sí».
Katzmann: «¿Te quedabas en la habitación cuando ellos char-
laban?».
Beltrando: «Sí».
Katzmann: «¿Les oíste hablar sobre nuestro Gobierno?».
Vahey: «Solicito su intervención, su señoría».
Beltrando: «¿A qué se refiere usted con nuestro Gobierno?».
Katzmann: «Tienes que responder con sí o con no».
Beltrando: «No».
Katzmann: «¿Pertenecían tu papá, Vanzetti y el panadero a
alguna organización o asociación?».
Beltrando: «No».
Katzmann: «¿Escuchaste al señor Vanzetti alguna vez pro-
nunciar un discurso ante italianos?».
Beltrando: «No».
| 116
Katzmann: «¿Le escuchaste decir alguna vez que él quería ir
a Bridgewater?».
Beltrando: «No».
Katzmann: «¿Le oíste hablar de un hombre llamado Sacco?».
Beltrando: «No».
Katzmann: «¿Cuando él hablaba con tu padre o con el pa-
nadero, viste alguna vez en Plymouth a un hombre de nombre
Sacco?».
Beltrando: «No».
Katzmann parecía satisfecho. Vuelto hacia el jurado dijo:
«Los padres de este joven tan inteligente tienen derecho a estar
orgullosos de él. Pero lo que mostró aquí ha sido una lección
aprendida de memoria».
Sus preguntas sobre Sacco y Boda, que se referían a otro ca-
so y no al que se estaba tramitando, no movieron, ni a los abo-
gados de Vanzetti ni al juez Thayer, a intervenir ante este sucio
interrogatorio. Peor aún, James Graham, uno de los abogados
defensores de Vanzetti, profirió un comentario improcedente,
al decir que su cliente seria también sospechoso del delito en
South Braintree. Katzmann había logrado su objetivo, remitir a
los miembros del jurado a South Braintree y al modo de pensar
anarquista de Vanzetti. Por cierto, de forma discreta y subli-
minal.
Katzmann quería proceder paso a paso: en primer lugar, se
trataba de obtener una condena en el caso en cuestión. Y él se
había acercado un trecho considerable hacia esa meta.
La defensa había intentado dejar fuera del proceso las ideas
anarquistas de Vanzetti y no quería que prestara declaración
como testigo a favor de su causa. Vanzetti escribió más tarde:
«Vahey me preguntó cómo explicaría en el estrado el significa-
do de socialismo, de comunismo y de bolchevismo en el caso
de que el fiscal de distrito me exigiera hacerlo. Ante esta pre-
gunta yo comencé a explicarle el contenido de estos conceptos
y el señor Vahey me interrumpió inmediatamente. Si intentase
| 117
decir este tipo de cosas ante los miembros del jurado, conser-
vadores e ignorantes, sería enviado directamente a prisión».
Vahey había ponderado toda la situación: ¿Qué era lo más
razonable? ¿Quedarse con la reacción de los miembros del ju-
rado que naturalmente habrían interpretado el deseo del acu-
sado de sentarse en el estrado como una confesión de su cul-
pabilidad o transformar la sala de audiencias en un foro radical
en el cual Katzmann convertiría el proceso en un tribunal polí-
tico? Vahey aconsejó a Vanzetti no subir al estrado; de todos
modos, sus declaraciones respecto al asalto en Bridgewater
carecían de importancia. Y, finalmente, así lo creyó Vahey, los
puntos de la acusación en su contra se habían debilitado en las
últimas horas. A su favor hablaron tres testigos que habían
visto otro tipo de bigote y dado descripciones contradictorias
de él, así como también la magnífica coartada de Vanzetti con
una cantidad innumerable de testigos que aquella mañana le
habían comprado anguilas.
Pero en el transcurso del proceso la defensa no atendió con
la suficiente energía a las contradicciones en las declaraciones
de los testigos de cargo. Por ejemplo, así sucedió con el testigo
Harding que en su primera declaración dijo haber visto un
Hudson, en relación con el coche usado por los bandidos, mien-
tras que en el proceso habló de uno de la marca Buick. Tam-
bién los abogados defensores se abstuvieron ante los métodos
deshonestos de interrogación usados por Katzmann y no pro-
cedieron en contra de la difamación evidente de los testigos
italianos. Si la estrategia de aconsejar a Vanzetti no expresar
sus ideas anarquistas en el estrado, aunque los miembros del
jurado probablemente ya lo sabían a través de los periódicos o
por las insinuaciones de Katzmann, fue la correcta o no, pronto
se pondría de relieve.
El proceso en Plymouth llegó a su fin sin que el acusado hu-
biese pronunciado una palabra. Vanzetti siguió el juicio oral en
silencio. El 1 de julio por la mañana se retiraron los miembros
| 118
del jurado a deliberar. Pero antes el juez Thayer hizo categóri-
camente presente que la nacionalidad de un testigo no debía
repercutir sobre la credibilidad de este. Instruyó literalmente a
los miembros del jurado: «El hecho de que algunos testigos
sean italianos no debe producir conclusiones desfavorables».
Pero las palabras del juez sugerían verdaderamente: «El acu-
sado no puede ser absuelto sin las declaraciones de los testigos
italianos. Por consiguiente, decidan cuán válidas son esas de-
claraciones...».
Los miembros del jurado deliberaron hasta las cuatro y die-
ciocho de la tarde. Entonces se pronunció su veredicto: «Bar-
tolomeo Vanzetti es declarado culpable de intento de robo y de
homicidio».
Cuando el presidente del jurado, Henry S. Burgess, pronun-
ció su «culpable», se produjo un grito en la fila en donde los
amigos y conocidos de Vanzetti estaban sentados. Los murmu-
llos se mezclaron con las palabras del juez Thayer que agrade-
cía a los miembros del jurado por tan «magnífico y eficaz ser-
vicio público».
Cuando la calma volvió a la sala, el juez Thayer se dirigió
nuevamente a los miembros del jurado y con voz patética les
dijo: «Ustedes se pueden ir a casa con el sentimiento de haber
cumplido con su deber. Así como lo hizo el soldado cuando
obedeció la llamada de la patria y se marchó a tierras lejanas
allende el mar».
Los miembros del jurado entendieron esa señal. A ellos no
solo se les agradeció la sentencia sino, sobre todo, haber cum-
plido con su deber patriótico en un proceso en el cual se trataba,
aunque no manifiestamente, de demostrar a los inmigrantes
radicales el poder de la justicia estadounidense.
Vanzetti permaneció, como siempre, tranquilo. «¡Coraje!»,
les gritó a todos en la sala. Luego fue conducido por dos fun-
cionarios de justicia fuera de ella.

| 119
Semanas más tarde, en la mañana del 16 de agosto de 1920,
Vanzetti estaba de nuevo ante el juez Thayer, que reinaba so-
bre su elevado asiento bajo el escudo de la ciudad de Ply-
mouth. El italiano, flanqueado por dos guardias, escuchó el
fallo: «Una pena de cárcel de por lo menos doce años, de ahí
un día de confinamiento en solitario... a cumplir en la prisión
estatal situada en Boston, en nuestra comarca de Suffolk». Tha-
yer no le condenó por maltrato de obra con intención de homi-
cidio, sino solo por intento de robo. Esto tenía sus razones.
El día después del veredicto de los miembros del jurado, la
mañana del 16 de julio, Thayer y Katzmann se enteraron de
que, en la habitación del presidente del jurado, Henry S. Bur-
gess, se habían abierto los cartuchos que allí se encontraban
como parte de las pruebas materiales. Para aclarar la pregunta
sobre «intento de homicidio», los miembros del jurado habían
querido comprobar el tamaño de los perdigones. Grandes per-
digones pueden herir mortalmente a una persona, no así los
pequeños. Los cartuchos contenían perdigones grandes. Por
esta razón los miembros del jurado decidieron que existía una
intención de homicidio y que Vanzetti era culpable.
La apertura secreta de los cartuchos era una lesión a los de-
rechos de Vanzetti. Los miembros del jurado no debían valorar
ninguna prueba material que no constara en las actas y aún no
existían pruebas, de ninguna clase, de que los cartuchos que se
hallaban en la habitación de los miembros del jurado fueran
los mismos que los encontrados en el bolsillo de Vanzetti el día
de su detención. Y otro hecho también se ignoró: si Vanzetti
hubiese sido el hombre que portaba la escopeta el día del asal-
to, entonces los cartuchos que llevaba consigo la tarde del 5 de
mayo no podían ser los mismos que habían sido usados seis
meses antes en el asalto de Bridgewater. Pero los miembros del
jurado habían llegado al veredicto, culpable, y le habían impu-
tado «la intención de matar».

| 120
Thayer y Katzmann no quisieron de ninguna forma que la
apertura ilegal de los cartuchos constase en las actas. Para ha-
cerle imposible a Vanzetti que solicitara la apertura de un nue-
vo proceso a raíz de esta falta, el juez Thayer le condenó sola-
mente por «intento de robo». Pero a pesar de esto la sentencia
no fue menos dura: «...por lo menos doce años de cárcel».
Katzmann había alcanzado su meta.
Vanzetti se sintió derrotado después del veredicto de culpa-
bilidad. Había esperado cualquier cosa, pero no una pena de
prisión tan alta. Su amigo Aldino Felicani, que le visitaba fre-
cuentemente en la cárcel de Charlestown, en donde Vanzetti
cumplía su pena, había percibido desde un principio que allí se
trataba de algo más que de un asalto. Ya en el transcurso del
proceso había viajado constantemente a Plymouth para hacer
reportajes para el periódico La Notizia. La intención de Felica-
ni era mantener informada a la opinión pública de lo que ocu-
rría en el proceso de Plymouth. Los otros periódicos de Boston
solo dedicaron a este proceso unas cortas líneas en las últimas
páginas.
Para Felicani estaba claro que se trataba de un proceso polí-
tico de gran significado para todo inmigrante con conciencia
política. Mejorando su propia capacidad propagandística, en-
vió a diferentes periódicos de distintas ciudades estadouniden-
ses cartas ficticias en las cuales se sugería que las personas en
todas partes se sentían indignadas por el proceso en sí y por el
papel de la acusación. Después de que Vanzetti fuera condena-
do, llegaron, efectivamente, tras ser purificadas eficazmente
por la pluma periodística de Felicani, cartas de apoyo como
contribución del lector a los periódicos.
El hecho de que para muchos inmigrantes, no necesaria-
mente radicales, la imagen negativa de la justicia estadouni-
dense se hubiera confirmado en el proceso, llevó a formar co-
mités y a reunir donaciones para pagar a los abogados de Sacco
y Vanzetti.
| 121
Felicani intentó apoyar con empeño, paralelamente a su
trabajo en la redacción, esa organización. Tarea no del todo
fácil en ese tiempo en que las innumerables ideologías políticas
entre los radicales italianos frecuentemente se contraponían.
Solo el hecho de que todos por igual estaban en contra de la
justicia estadounidense, ayudaba a Felicani a mantener una
alianza, ciertamente frágil, en torno a Sacco y Vanzetti. Con
excepción de los comunistas, que definían el caso como neta-
mente criminal, Felicani recibió el apoyo de las corrientes polí-
ticas más importantes, de partidos políticos y de diferentes
grupos: sindicatos, socialistas, anarquistas y movimientos de
derechos humanos.
Cuando Felicani viajó a Boston junto a la esposa de Sacco,
que esperaba su segundo hijo, para encontrarse con la direc-
ción del Partido Comunista y recibir su apoyo, fue nuevamente
informado de que ellos no estaban interesados en casos crimi-
nales. «Ésa fue la primera ayuda comunista en el caso Sacco y
Vanzetti», comentó amargamente Felicani.
Pero no solamente amigos, vecinos y compañeros de ideolo-
gía estaban afectados por la condena que había recibido Van-
zetti. Los que más sufrían eran sus familiares allá, en la lejana
Villafalleto. Más tarde comentaría su hermana Vincenzina:

Nos enteramos por los periódicos de su detención, luego ami-


gos nuestros nos escribieron contándonos más detalles. Eran ita-
lianos que vivían en Boston y sus alrededores. Sufrimos muchos
años por ello. Nos recluimos en casa. Mi reacción fue de pesa-
dumbre y dolor.

El padre de Vanzetti siempre estuvo en contra de que su hijo


emigrara a Estados Unidos y le exigió reiteradamente el regre-
so a casa. Para él la condena de Bartolomeo, que era llamado
en los periódicos estadounidenses criminal, fue una humilla-
ción inaguantable. Tanto a sus hermanas Luigia y Vincenzina
como a su hermano Ettore, lo que había hecho su hermano en
| 122
el extranjero les parecía un enigma. ¿Bartolomeo un ladrón, un
bandido, un criminal? Eso no podía ser.
En una carta de Vanzetti a su padre, enviada el 1 de octubre
desde Boston, describe su situación:

Querido padre,
He reprimido hasta ahora mi deseo de escribirte con la espe-
ranza de poder darte buenas noticias. Las cosas han ido de mal
en peor y por eso me he decidido a escribirte. Yo sé cuán doloroso
debe ser para vosotros este acontecimiento de mi vida y por esto
es por lo que más sufro. Os pido que seáis tan fuertes como yo lo
soy en estos momentos y que me perdonéis el dolor que involun-
tariamente os he causado.
Sé que muchas personas os han escrito, pero no sé si estáis en
poder de todos los pormenores, ya que varias cartas y periódicos
enviados por amigos a Italia no llegaron a su destino.
Presumo que o las autoridades italianas o las estadounidenses
censuraron toda la correspondencia que tenía relación conmigo.
Sé, sin embargo, que tú recibiste algunas cartas y por ellas te son
conocidas algunas cosas de mi proceso. Fue un verdadero crimen
contra el derecho. Un amigo me trajo vuestros saludos y me co-
mentó que vosotros creíais en mi inocencia como también la
buena noticia de que vosotros estabais bien.
Estos son consuelos de incalculable valor. Sí, soy inocente y a
pesar de todo me siento bien y hago lo mejor para seguir saluda-
ble. Ahora me acusan de homicidio. Nunca he asesinado, herido o
robado a nadie, pero, si las cosas marchan como lo hicieron en el
anterior proceso, entonces hasta Cristo, al cual ya crucificaron, va
a ser declarado culpable.
Tengo testigos que voy a nombrar para mi defensa y voy a lu-
char con todas mis fuerzas. Las armas son desiguales y la lucha
será desesperada. Voy a tener a la ley con todos sus medios en mi
contra; a la policía junto a su experiencia de siglos en el arte de
condenar a inocentes, una policía de proceder incontrolado im-
posible de controlar. Aparte de eso está en mi contra el odio polí-
tico y racista; el gran poder del oro de este país y todo esto en un
momento en que la humanidad ha alcanzado su degradación más
| 123
baja. La codicia por el oro ha causado que ciertos sinvergüenzas
hayan difundido mentiras viles sobre mí. No tengo nada que
pueda contraponer a esa alianza de poderosos enemigos aparte
de la inocencia reconocida por el pueblo, el amor y la preocupa-
ción de un puñado de personas generosas que me aman y ayu-
dan. La opinión pública predica mi inocencia y pide mi libera-
ción. Vosotros estaríais orgullosos si supierais cuánto han hecho
por mí y cuánto van a hacer.
Espero que el apoyo de mis compañeros italianos no me falle.
Estoy seguro de que esto no pasará.
Pedí una copia de las actas del proceso. Las van a traducir al
italiano y a otras lenguas para mandarlas a Italia ya otros países
europeos.
Por eso, mantened el valor y sed optimistas. Al fin triunfa siem-
pre la justicia y va a suceder lo mismo en mi caso No os dejéis
afligir por esta adversidad, consideradla mejor como un aliciente
para seguir viviendo. ¿Quién sabe qué sorpresas mortales nos
depara el destino? ¿Quién habría pensado días antes de mi de-
tención, en qué circunstancias me habría de encontrar? ¿Quién
podría predecir a partir de la terrible situación en la que me en-
cuentro, lo que me traería el mañana? Confianza y continuemos
la lucha...
Deseo decirte a ti y a todos los que amo lo siguiente:
No mantengáis mi detención en secreto. No guardéis silencio,
soy inocente y no hay nada de lo que os tengáis que avergonzar.
No os silenciéis, gritad desde los tejados el crimen que se ha co-
metido conmigo. Decidle al mundo que un hombre honesto ha
sido encarcelado para restablecer la reputación de la policía, que
a través de cientos de escándalos y fracasos había sido destruida.
En la abultada cadena de crímenes, la policía no pudo detener a
ninguno de sus autores. Voy a ser encerrado en prisión porque un
viejo sádico se aferra a su posición y a su poder y porque él quiere
ver privada mi libertad y mi sangre. No os calléis porque el silen-
cio sería vergonzoso.
Por el momento no necesito dinero. Cuando necesite algo os
lo haré saber. Las cárceles por aquí son mucho mejores que las de
Italia; digo esto por simple sentimiento y porque lo he escuchado
ya que en Italia nunca estuve en prisión. Aquí cada uno tiene una
| 124
celda propia. El mobiliario se reduce a una cama pasable, un ar-
mario, una mesa y una butaca. La luz está encendida hasta las
nueve de la noche. Recibimos tres comidas por día y una o dos be-
bidas calientes diariamente. Tenemos permitido escribir dos cartas
por mes y una adicional cada tres meses. El director de la prisión
me ha permitido escribir unas cuantas cartas adicionales, esta es
una de ellas. Aquí hay una biblioteca en la que se encuentran
obras maestras mundialmente conocidas del arte y la ciencia.
Trabajamos ocho horas diarias en una atmósfera saludable. Te-
nemos permitido pasear diariamente por el patio de la prisión. ¿Y
de los presos? Aparte de unas cuantas víctimas de las circunstan-
cias que son más de compadecer que de criticar, se trata de gen-
tuza. Les trato tan bien como puedo, pero mantengo amistad solo
con los pocos que están en condiciones de entenderme, que co-
nocen mi caso y que saben apreciarme. Si has guardado mis últi-
mas cartas, envíalas de vuelta a la dirección de uno de mis ami-
gos y hazlas certificar en la oficina de correos. Pueden ser para mí
de gran ayuda.
Para terminar, quiero hacerlo con una noticia alegre: es casi
seguro que por las cosas que fui culpado se va a realizar un nuevo
proceso. Por lo tanto, sé fuerte y consuela a mis hermanas y a mi
pequeño hermano, así como también a todos mis parientes y
amigos.

Bartolomeo Vanzetti no había perdido aún la esperanza. Es-


ta se revelaría ilusoria.

| 125
6
Tildados como enemigos públicos

FRED MOORE ERA UN HOMBRE de aspecto bohemio. Se negaba a


cortar su largo pelo castaño que ya le llegaba hasta los hom-
bros. Llevaba un vestuario extravagante y llamativo, y sobre su
vida privada circulaban rumores y leyendas. Se decía que era
un mujeriego insaciable, que se relacionaba con artistas deca-
dentes, y no faltaban los que afirmaban que era un radical.
Por lo tanto, Fred Moore era un hombre que ofrecía a su en-
torno diversos motivos para la sospecha y era constantemente
tema de conversación. Conocidos, vecinos y colegas veían en él
lo que en el momento querían ver: a un pensador extravagante
y confuso, a un provocador de tardía pubertad, a un chiflado
radical. Parecía llevar una deplorable existencia.
Que su entorno reaccionara de forma tan ruda con él, tenía
que ver con su profesión: Fred Moore era abogado, un abogado
que, a menudo, infringía las normas burguesas de su gremio.
Así, por ejemplo, se quitaba, durante la vista de una causa, la
chaqueta y el chaleco, algunas veces también se descalzaba.
Puede parecer una estrechez de mente el que algunos jueces,
por este proceder, le condenaran, pero de la misma manera era
una estrechez de mente el que Moore se obstinara en esta con-
ducta extravagante.
Además, Moore solía desaparecer en medio de una causa.
Abandonaba la sala de audiencias para relajarse en las habita-
ciones vecinas de la biblioteca. Entre sus amigos comentó una
vez que sabía usar mejor su tiempo que estar aburriéndose en
| 126
una sala de audiencias. Frecuentemente volvía después de horas
a la sala de audiencias, a menudo para perjuicio de su cliente.
Cuando Moore defendió en una ocasión a sindicalistas en la
ciudad de Chicago por haber participado en una huelga ilegal,
este abandonó, sin decir palabra, la sala de audiencias y desa-
pareció durante dos días. Su conducta irregular dio pábulo a
todo tipo de especulaciones. Albert Carpenter, un empleado
del bufete de abogados que investigaba para él, dijo más tarde
que Moore padecía de cáncer y que, periódicamente, sufría
fuertes ataques de dolor. A otros se les pasó por la mente que
tomaba drogas. Moore no se manifestó nunca sobre estas es-
peculaciones y no ofreció ninguna aclaración sobre sus extra-
ñas apariciones y desapariciones. A lo sumo comentaba su
conducta con ironía concisa, pero solo entre amigos, nunca en
público.
Así pues, Moore siguió siendo, para jueces, fiscales y para la
mayoría de sus colegas abogados, una personalidad trastorna-
da, inescudriñable y contradictoria.
Aunque en Massachusetts era un pecado imperdonable, co-
mo miembro de la burguesía, rebelarse en contra de su propia
condición, lo que más encolerizaba a los ciudadanos puritanos
era la abierta simpatía de Moore hacia los radicales. Estaban
considerados como enemigos declarados de la libertad y el or-
den, y quien apoyara sus descompuestas ideas, ya fuese como
abogado o defensor, era considerado, de la misma manera, sos-
pechoso y potencial enemigo del Estado.

Los radicales, ya fuesen sindicalistas, socialistas o inmi-


grantes, confiaban en Moore. Que fuese egocéntrico y que pu-
diese ser de vez en cuando irresponsable, pasaba inadvertido.
Para ellos era un defensor de sus derechos, un abogado que
había conseguido la libertad de sus líderes después de la huel-
ga en Lawrence.

| 127
Carlo Tresca, uno de los radicales más conocidos del país, le
habló a Felicani de Moore. «Radicales deben ser defendidos
por abogados radicales», dijo, y Felicani quedó impresionado
con esta idea. Tras el decepcionante veredicto de Plymouth,
Felicani pensó que Moore era el hombre más adecuado. En
agosto de 1920, Moore asumió la defensa en el caso Sacco y
Vanzetti.
En una carta sin fecha, Vanzetti le cuenta a su padre sobre
el nuevo abogado:

Sé que mucha gente te ha escrito y algunos te han visitado,


por lo tanto, sé también que estás enterado de todo lo que me
ocurre. Quiero contarte que las cosas andan tan mal porque todo
el que me debía defender ha hecho lo contrario.
Tengo un nuevo abogado, un hombre fiable y competente. El
primer sumario se ha vuelto a abrir y el segundo ha sido aplazado
hasta marzo. Ya debes saber que los trabajadores de Italia y otras
personas de gran corazón se interesan por el caso. Mexicanos,
españoles y franceses vienen en mi ayuda ya sea con donaciones
en dinero o de diferentes formas. En estos días y en estos tiempos
una persona ya no puede ser transformada en víctima solo por-
que ama la libertad y la justicia.
Vosotros debéis saber que mientras cumplí condena en la ciu-
dad de Plymouth, fui tratado por los ciudadanos de esa ciudad
como si fuera su propio hijo.
Cada día venía alguien a visitarme. Recibí tantas flores y ciga-
rros, tantas frutas y golosinas que me vi obligado a devolver parte
de tan generosos regalos. Cada domingo me traían un almuer-
zo..., diariamente escribía la prensa italiana del país en nuestro
favor. El último domingo recibí una carta firmada por doscientos
mil trabajadores neoyorquinos. Se declaraban solidarios con mi
causa, me pedían no abandonar la esperanza y demostraban su fe
en mi inocencia.
Gozo de buena salud y espero que lo mismo suceda contigo;
entiendo muy bien que este acontecimiento en mi vida sea dolo-
roso para ti, que no estás acostumbrado a la desdicha como yo lo

| 128
estoy. Pero, sin embargo, sería irrazonable en este momento lle-
gar a desanimarse.

Vanzetti le escribió esta carta a su padre desde su celda en


la cárcel de Charlestown, donde un mundo cerrado dirigido
con disciplina militar. En los rostros de los hombres, condena-
dos a cumplir largos años de reclusión, se veía agresividad y
desesperanza. Vanzetti no fue tomado muy en cuenta por los
demás reclusos. Era uno más entre muchos, un wop, como los
estadounidenses llamaban con desprecio a los inmigrantes ita-
lianos, y nada más.
Entretanto, los esfuerzos propagandísticos de Felicani ha-
bían tenido éxito y Vanzetti era un privilegiado en compara-
ción con los otros reclusos. Recibía muchas cartas, pequeños
regalos y flores; tampoco podía quejarse por la carencia de
visitas. Esto reforzaba su sentimiento de no estar perdido. Su
lucha le parecía la lucha de muchos que abogaban por los dere-
chos de los extranjeros y de los que pensaban diferente. Al otro
lado de los muros de la prisión había gente que se preocupaba
por su suerte y por la de Sacco, y esto le tranquilizaba.
Moore encargó a Felicani la organización del Comité de de-
fensa y que para ello alquilara una oficina. Felicani recordó
unas oficinas que estaban desocupadas en los pisos inferiores
de la redacción de su periódico, La Notizia, y pensó que podía
convencer al dueño del inmueble para que se las alquilara. Allí,
en la calle Battery Place 32, el comité abrió su primera oficina.
Los preparativos para el segundo proceso debían hacer impo-
sible que se repitiera un procedimiento judicial como el de
Plymouth. Esta vez se debía demostrar a todo el mundo que se
trataba de un proceso político. Aquí se llevaba a dos hombres a
juicio porque eran italianos, extranjeros y anarquistas, y este
juego sucio no lo podía ejercer a escondidas la justicia esta-
dounidense.

| 129
En el primer panfleto redactado en italiano, que llevaba el
título A todas las personas de buena voluntad, se decía:

Dos de nuestros amigos y camaradas están envueltos en una


trágica conspiración judicial en la cual la inocencia se reacuña
como culpabilidad y la honestidad es solo una máscara bajo la
cual los viles canallas se allegan. En un país en el que las ideas
subversivas se persiguen con la misma furia que a los herejes en
la Inquisición, los anarquistas están fuera de la ley. Estamos con-
vencidos de que a través del proceso contra Sacco y Vanzetti se
pretende llegar a todos los elementos disconformes y a sus ideas
que discrepan de las normas establecidas. Una sentencia de cul-
pabilidad querría decir que todos los que aman la libertad son vi-
les criminales y que sus ideas no están en concordancia con las
del derecho constitucional.
Ante nosotros se presenta una seria, una terrible prueba.

Moore y Felicani se preocuparon de la organización, de la


agitación y de la propaganda. Sus adversarios eran los mismos:
el fiscal de distrito Katzmann y el juez Thayer.
Katzmann había fortalecido en los círculos judiciales su
reputación de brillante acusador después de la primera senten-
cia. Pero Plymouth había sido solamente un prólogo para el
verdadero proceso, el proceso contra Sacco y Vanzetti por robo
y homicidio en South Braintree. La condena a Vanzetti le ga-
rantizaba a Katzmann que, en Dedham, donde se iba a desa-
rrollar el proceso, no habría un juicio correcto y libre de pre-
juicios.
Katzmann ya había tomado las primeras medidas para ello.
Retiró la competencia para investigar el caso de South Brain-
tree al capitán de la policía William H. Proctor porque había
puesto en duda la participación de Sacco y Vanzetti en el deli-
to. En su lugar encargó las investigaciones al comisario Mi-
chael E. Stewart, quien comentó poco después de haber ocu-
rrido el delito que «los hombres que cometieron este delito no

| 130
conocen Dios». Stewart había organizado en aquel tiempo la
captura de Sacco y Vanzetti, y estaba aún convencido de su
culpabilidad. Para Katzmann él era el hombre ideal.
El 11 de septiembre de 1920 Sacco y Vanzetti fueron acusa-
dos formalmente de haber perpetrado el robo con homicidio
en South Braintree. El juez Thayer, cuyos servicios judiciales
fueron nuevamente solicitados, no admitió la petición de reali-
zar procesos separados a ambos inculpados, muy de acuerdo
con la idea de Katzmann, que veía en un proceso conjunto una
buena oportunidad para que la sentencia de Plymouth man-
chara a Sacco.
Moore y Felicani eran conscientes de esto y empleaban toda
su fuerza para hacer fracasar las intenciones de Katzmann.
Aquí se incluía también el hacer más conocida la suerte de am-
bos hombres y el trasfondo del delito. Al principio pidieron
ayuda para su campaña entre los círculos más cercanos: com-
patriotas italianos, radicales y sindicalistas. Pero el hecho de
mostrar públicamente simpatía por Sacco y Vanzetti, en aquel
tiempo en aún muchos estadounidenses temían una «revolu-
ción roja», significaba ser tildado de canalla y desagradecido.
Además, no estaban dispuestos a dejar que extranjeros y radi-
cales criticaran la esencia de su Derecho y de su sistema judicial.
Moore reconoció esto. Era necesario buscar apoyo no solo
en círculos radicales, que también estaban tildados de maldi-
tos, sino especialmente entre los que representaban a la ciuda-
danía liberal estadounidense. Felicani comentó más tarde: «A
través de Moore llegamos a gente que en caso contrario nunca
habríamos ganado para nuestra causa».
Pero también existían críticas en contra de Moore. Le re-
prochaban que se concentrara tanto en la presentación pública
del caso y que descuidara la inminente lucha en la sala de au-
diencias. Quizás pensaba Moore que, con el apoyo de periódi-
cos liberales, podía ganar a ciudadanos estadounidenses que se
interesasen por la suerte de los acusados. Pero, así argumenta-
| 131
ban las voces críticas dentro del Comité de Defensa, ante todo
se debía tratar de ganar a los doce miembros del jurado.
En las semanas que sucedieron, Moore demostró ser, en
efecto, un abogado problemático; no solo lo advirtieron los
miembros benevolentes del comité, sino también Nicola Sacco,
al cual no le agradó, en el primer encuentro que mantuvo con
Moore, su comportamiento dinámico y singular. Sacco, que
siempre había preferido el contacto personal y la relación ba-
sada en el afecto humano, se quedaba siempre en segundo
plano en la campaña pública de Moore y Felicani. Algunas ve-
ces tenía la impresión de que Vanzetti llevaba él solo esa trage-
dia. Esto ocurría porque Vanzetti, por naturaleza, era más
abierto y luchador que Sacco, y no porque buscara e protago-
nismo, tal y como lo hacían los demás miembros del Comité de
Defensa. Sacco no quería ser una figura propagandística de
ideólogos, deseaba solamente que el proceso acabara de una
vez para poder reunirse con su mujer o para caer en manos del
verdugo.
Moore y Felicani no pensaban en el verdugo, sino en la sen-
tencia absolutoria y estaban convencidos de que su estrategia
era la correcta. Pero las voces de los escépticos no se podían
desoír. Sobre todo, la personalidad de Moore causaba diver-
gencias.
¿Cómo quiere un abogado ganar un proceso cuando, con su
conducta extravagante, ha llevado vistas judiciales casi hasta el
margen de la suspensión? ¿Qué hay de cierto en los rumores
que dicen que Moore sería un drogadicto o un enfermo termi-
nal? ¿Es este el abogado adecuado para tal proceso? ¿No sería
más correcto que él se confiara a sus clientes y a los miembros
del comité a que ocultase sus problemas?, se preguntaban los
compañeros más críticos.
Pero nadie escuchó las voces previsoras, especialmente Fe-
licani. A decir verdad, él también había tenido que vivir en las
últimas semanas algunas experiencias desilusionadoras con
| 132
Moore, sobre todo cuando este no se mantenía en lo conveni-
do. Solo cuando se trataba de recaudar sus honorarios, que
alcanzaban la suma de 150 dólares por semana, parecía recor-
dar su tarea de defensor.
Interpelado por Felicani sobre la fecha del proceso que ya se
avecinaba, Moore dijo que estaba preparando el caso concien-
zudamente y que en el momento oportuno iba a contratar a
abogados locales para que se encargaran de los múltiples pro-
cedimientos judiciales.
Verdaderamente esperó hasta el último momento para de-
cidir a qué abogados podía contratar para el proceso. Final-
mente se personó en el bufete de abogados McAnarney, en
Quincy, dirigido exitosamente por los hermanos John, Thomas
y Jeremiah McAnarney. Años más tarde John McAnarney re-
cordaba así este primer encuentro:

El señor Moore apareció en nuestra oficina y nos explicó que


uno de los jueces del Tribunal Supremo le había preguntado si
podía ganar para la defensa de ambos acusados a los hermanos
McAnarney. Yo escuché la historia y le dije que por tener otros
casos pendientes no lo podía asumir personalmente pero que si él
estaba de acuerdo mi hermano J. J. McAnarney (Jeremiah), abo-
gado procesal en Norfolk County, lo asumiría sin dudas... y T.F.
(Thomas) ayudaría... Pero primeramente quería indagar sobre la
naturaleza del delito, respecto a la inocencia o culpabilidad de
esos hombres. Esto me llevó a viajar a Dedham, a decir verdad,
nos llevó a viajar a mi hermano y a mí. Estuve charlando toda
una tarde con Sacco y su mujer; creo que Vanzetti estaba cum-
pliendo su pena de quince años de presidio en Charlestown. Más
tarde tuve una conversación con él.
Examiné las palabras de Sacco detalladamente y le sometí a
una serie de pruebas… Salí con Moore y hablé más de una hora
con él. Quería averiguar si me ocultaba algo con relación a la cul-
pabilidad o inocencia de estos hombres. Por mis conversaciones
con Sacco y Moore llegué a la conclusión de que Sacco era inocen-
| 133
te. Le dije a mi hermano que debía usar todas sus facultades para
lograr una sentencia absolutoria, que lo podía hacer con la con-
ciencia tranquila. Yo vivía en Quincy y el delito se había llevado a
cabo en South Braintree. Había sido un delito terrible; yo no que-
ría tener algo que ver con él y mi bufete tampoco se quería ocupar
de esto. Los autores debían recibir un castigo justo, pero, en el
caso de que Sacco y Vanzetti no fuesen los culpables. Entonces yo
los quería absueltos.

Jeremiah y Thomas McAnarney asumieron oficialmente la


defensa de Vanzetti; su hermano John también trabajó en el
caso; Moore se encargó de la defensa de Sacco.
Felicani y los miembros restantes del comité contabilizaron
la división como el primer resultado estratégico ya que con este
procedimiento cada uno de los abogados defensores tenía el
derecho a defender la causa ante los miembros del jurado y a
interrogar a los testigos. En resumidas cuentas, los tres aboga-
dos trabajaban para ambos acusados, desde luego bajo los hilos
conductores de Moore, quien consideraba el caso como suyo.
Durante ese tiempo el juez Thayer reflexionó sobre si debía
autorizar a Moore que llevara el caso ya que no pertenecía a la
Cámara de Abogados de Massachusetts. No eran pocos los que
esperaban una denegación y no por la propaganda ruidosa de
Moore en contra de las autoridades judiciales y su cooperación
en el trabajo del comité. Pero el juez Thayer tomó la resolución
de permitir a Moore participar en el caso, en lo que Vanzetti y
Felicani vieron un nuevo punto a su favor.
No así Sacco, que nunca había encomendado a Moore su
defensa y que tenía serias dudas de que no significase una car-
ga en el proceso. Moore le parecía un actor egocéntrico que se
valía del caso para aumentar su propio renombre. Sacco hubie-
se preferido prescindir de tal defensa, pero la presión que ejer-
cía sobre él el comité era muy grande. Felicani y la mayoría de
los miembros del comité estaban de tal forma entusiasmados
con las habilidades propagandísticas de Moore que no cabía
| 134
preguntarse si era el defensor adecuado para sus compañeros
de ideología. Sacco y su esposa Rosina, la cual había llorado de
desesperación al saber que el juez Thayer había autorizado a
Moore para hacerse cargo de la defensa, temían por su suerte.
Sacco tenía un abogado que no quería, un abogado que en las
semanas venideras habría de cometer tantos perjuicios que
quizás el proceso se perdería antes de comenzarlo.
Moore esperaba impaciente poder causarle una derrota al
juez Thayer y al fiscal Katzmann, pero muy a menudo olvidaba
cuán débil era realmente su posición.
Ejemplar es el caso de la traductora judicial Angelina De
Falco, que trabajaba en la audiencia comunal de Norfolk y que
pocas semanas antes de comenzar el proceso se presentó en la
sala de redacción de La Notizia para proponerle a Felicani un
negocio inusual. La señora De Falco le dijo a Felicani que tenía
estrechas relaciones con Katzmann y que podía procurar com-
prar la libertad de ambos. El comité debía pagar suficiente
dinero para que el fiscal del distrito pudiese sobornar a su re-
presentante y al presidente del jurado. Sacco y Vanzetti queda-
rían en libertad después de un proceso ficticio. Como contra-
prestación habló de pagar cuarenta mil dólares. Aparte de esto,
la señora De Falco exigió que el comité nombrara a otros dos
abogados defensores, entre ellos Percy Katzmann, el hermano
del fiscal de distrito. En este caso el fiscal de distrito se decla-
raría incompetente, se retiraría del caso y se lo entregaría a su
suplente.
Cuando Felicani informó a Moore y a otros miembros del
comité, el primero presionó para que se aceptara esta propues-
ta. Felicani sugirió a la señora De Falco que se encontraran
unos días más tarde en su oficina para hablar detalladamente
sobre las condiciones. Después de que ella se mostrase de
acuerdo, fue instalado en las habitaciones de La Notizia un
primitivo sistema para intervenir conversaciones. Todo lo que
ella dijese debía ser grabado.
| 135
Finalmente se encontraron una mañana Felicani y otros
cuatro miembros del comité con la señora De Falco. Pero el
artilugio instalado no cumplió con su función. Felicani tomó
nota de las condiciones: una sentencia absolutoria costaba
cuarenta mil dólares, cinco mil dólares debían pagarse de inme-
diato; el comité tenía el resto del verano para reunir el dinero.
Teniendo en cuenta esta propuesta, Moore decidió dirigirse
a la opinión pública y denunciar ante ella la corrupción del
sistema judicial. Presentó una denuncia en contra de la señora
De Falco y consiguió la autorización para poder llevar él mis-
mo el caso.
Aunque la señora De Falco hasta el momento no había reci-
bido ningún dólar, fue acusada de haber intentado realizar
negociaciones judiciales sin ser miembro de la Cámara de
Abogados. En el proceso se mostró rápidamente la precipitada
y francamente necia estrategia de Moore, que pretendía de este
modo afectar la credibilidad de Katzmann y la del presidente
del jurado.
Cuando el juez Michael Murray le preguntó a la señora De
Falco que de parte de quién había partido la oferta, ella contestó
que el Comité de Defensa se había dirigido a ella y no al revés.
El abogado Percy Katzmann declaró no haber hablado nunca
con la señora De Falco sobre el posible papel como defensor en
el caso de Sacco y Vanzetti. Su hermano, el fiscal de distrito
Frederick Katzmann, hizo notar que antes de la detención de la
señora De Falco nunca había oído hablar de ella.
El juez Murray, finalmente, exculpó a los testigos, caracteri-
zó a la señora De Falco como «descuidada e inquieta» y le re-
prendió por haber actuado tan imprudentemente siendo tra-
ductora judicial. No deseaba sin embargo condenarla sino más
bien criticar a aquellos que «sin razón… merman la confianza
pública de los que representan la administración de la justicia»
y llamó «reprochable» el intento de desacreditar públicamente
al fiscal de distrito Katzmann.
| 136
Estaba claro a quienes se refería con «aquellos»: los miem-
bros del Comité de defensa, especialmente el abogado Fred
Moore, Él había denunciado públicamente al poder judicial de
Massachussets por soborno y había acusado a Katzmann de
haberse ofrecido a través de intermediarios para resolver el
caso por dinero.
Ahora, después de que las acusaciones se hubieran esclare-
cido como pasos equívocos y aventureros de una pequeña tra-
ductora judicial, la clara imprudencia de haber aceptado la
oferta de miembros del comité, que a través de ofrecimientos
simulados querían probar la venalidad de la justicia, debía
aparecer ante la opinión pública como la obra de hombres que
no retrocedían ante métodos reprochables.
Moore no había hecho a sus clientes ningún buen servicio
con la acusación contra la señora De Falco. Katzmann debía
hacer realidad sus prejuicios para probar que un hombre como
él no era comprable. Al final las no comprobadas afirmaciones
de Moore consiguieron, no el propuesto escándalo público,
sino que la justicia de Massachusetts se uniera en un frente
común contra esos agitadores externos. Moore había cometido
un error decisivo: había apostado alto, pero los perdedores
eran Sacco y Vanzetti.
En una carta a su padre, fechada el 30 de enero de 1921,
Vanzetti describe aún su situación como alentadora:

Querido padre,
No tengo nada especial que informarte, pero te escribo esta
carta para que intercambiemos algunas palabras y para contarte
de mi excelente estado de salud como también del buen estado de
ánimo en el que me encuentro. Espero que suceda lo mismo con-
tigo, con mis hermanas y con Ettore. Te pido que hagas todo lo
posible para conservarte saludable y de buen ánimo. También te
escribo porque sé que mis cartas son siempre bienvenidas y tú las
esperas con ansia. Hoy el cielo está gris y nublado. Mi celda está
| 137
oscura y no quiero leer para no dañar mi vista. Por eso, hoy por la
mañana, fui a la misa católica y protestante. Voy allí porque me
gusta mucho oír la música y el canto que ofrecen los reclusos y
porque también puedo subir y bajar los once peldaños que llevan
a la iglesia, un ejercicio grato y bueno para mi salud.
Después de la última misa pudimos quedarnos toda una hora
en el patio y charlar entre nosotros. Luego llegó el almuerzo, que
estuvo magnífico. Pronto iré al teatro. No sé si habrá una película
o música y canto. De todas maneras, voy a pasar allí dos entrete-
nidas horas. Después de la cena voy a aprender un poco de inglés
y de aritmética y también leo unas cuantas hojas de un libro. Más
tarde hago unos ejercicios y me voy a la cama. Así paso el domin-
go en la cárcel cuando está nublado. Cuando el sol ilumina mi
celda, paso poco tiempo en la iglesia y me dedico a leer. En lo que
se refiere al proceso, las cosas se desarrollan cada día mejor.
Estamos seguros de que en lo que se refiere a la primera acu-
sación voy a recibir la revisión de la causa y que bajo criterios
humanos es imposible que me declaren culpable-
En relación con el proceso que se acerca, cuento con pruebas
irrefutables que demuestran mi inocencia. Mi defensa no está en
las manos de... los cómplices del fiscal sino en las de hombres ca-
paces y sinceros. Ahora los periódicos... precisan, en nombre de
la verdad, escribir a nuestro favor. Hace unos días el jefe de la po-
licía, el señor Palmer, fue insultado públicamente por miembros
del Congreso... Le acusaron de pisotear la ley con su actitud en
contra de los rojos...
Y como si no fuese poco, un nuevo escándalo acaba de salir a
la luz pública. Mi abogado ha hecho detener a una italiana. Ella
trabaja como traductora judicial en el juzgado en donde se trami-
tó mi causa. Ella le pidió cincuenta mil dólares al Comité de De-
fensa que trabaja en favor de Sacco y de mí. Dijo que este dinero
serviría para quitarse de encima a nuestros abogados y contratar
para nuestra defensa al hermano del fiscal de distrito.
¡Qué porquería más grande! ¡Qué burla a la justicia! ¡Qué pe-
rros más deshonestos!

| 138
El período entre la redacción de la carta y el comienzo del
proceso no se desarrolló favorablemente semana tras semana,
todo lo contrario: Katzmann debía pulir su reputación y el juez
Thayer debía salvar nuevamente a la República de los anar-
quistas. Un panorama nada alentador.
El 24 de mayo de 1921 Vanzetti escribió a su padre:

La próxima semana, el 31 de mayo, comenzará mi segundo


proceso...
El propósito de esta carta es para aclarar nuevamente mi
inocencia y para participarte que tengo un buen abogado que me
apoya. También voy a ser apoyado por una gran cantidad de al-
mas caritativas que nunca me han dejado caer y que no lo harán
tampoco en el futuro. Además, te escribo para decirte que me en-
cuentro física y espiritualmente saludable. Cuando recibas esta
carta, probablemente el proceso ya habrá acabado; esperamos que
me hallen inocente. No te imaginas el estado en que se encuentra
esta nación. Ya no es la tierra que... originó tu admiración. En to-
do caso el mundo ya no es lo que una vez fue. Vivimos en una
época triste. Una época de corrupción total, una época en que el
poder es atacado desesperadamente y se defiende desesperada-
mente. Ya no puede ser excepcional lo que nos puede sorprender.
No puede ser posible que a pesar de mi inocencia sea declarado
culpable por segunda vez.
Pero ante Dios este error no va a ser eterno. El tiempo es no-
ble y nos dará la razón.

| 139
7
En la jaula de Dedham

APARTADA DE LA VIDA ACELERADA DE BOSTON, distante de la pes-


tilencia de humos y basuras de los lúgubres barrios industria-
les, se encontraba la ciudad de Dedham. Allí, donde ciudadanos
pudientes y pequeños terratenientes de Nueva Inglaterra se
consagraban a cultivar los valores idílicos de una vida pequeño
burguesa, comenzó el 31 de mayo de 1921 el proceso contra
Sacco y Vanzetti.
La sola idea de que en su pequeña ciudad, en su mundo de
orden y bienestar, se llevase a cabo durante semanas un proce-
so por asesinato contra dos italianos radicales, hacía que los
descendientes de los primeros puritanos llegados a colonizar
Nueva Inglaterra se pusieran a temblar. Ellos, que odiaban a
cualquiera que fuese diferente, se sentían amenazados por los
acusados y sus correligionarios extranjeros. El racismo no era
solo un rasgo particular y desagradable de su carácter naciona-
lista, sino que era uno de sus rasgos más esenciales. Así se sen-
tían ellos, los ciudadanos de Dedham, laboriosos, prósperos,
temerosos de Dios..., su existencia se reducía a un concepto de
mundo remitido a dos fuentes: la Biblia y la Declaración de
Independencia de Estados Unidos. El temor de ser asolados
por los correligionarios de Sacco y Vanzetti se convirtió en una
verdadera histeria colectiva.
Tropas gubernamentales y una fuerte presencia de la policía
de la ciudad custodiaban cada una de las puertas de acceso a
los tribunales. También el periódico local intentó calmar a sus
preocupados lectores informándoles de que los violentos acu-
sados iban a estar, durante el desarrollo del proceso, encerra-
| 140
dos en una jaula de acero especialmente construida para guar-
dar la seguridad de todos los ciudadanos de Dedham. Además,
así escribió el tabloide, habría policías uniformados en toda la
sala de audiencias para sofocar de raíz cualquier intento de
perturbación del orden. No obstante, circulaba el miedo de que
una banda de la Mano Negra o de Bolcheviques dispuestos a
todo, pudieran tomar por asalto la sala de los tribunales para
liberar a ambos acusados de las manos de la ley.
En resumidas cuentas, no se trataba de ladrones comunes y
corrientes, sino, así habían escuchado los habitantes del lugar,
de dos tétricas figuras con nombres italianos que estaban acu-
sadas de complicidad y robo con homicidio. Uno de ellos ya
había sido condenado a una larga pena de reclusión por parti-
cipar en un asalto en Bridgewater, eso también había sido es-
crito en los periódicos. Además, el acusado pertenecía a los
círculos radicales; uno de los del Comité de Defensa, que hacía
campaña para su absolución, le había llamado «combatiente
íntegro». En pocas palabras, así lo creía la gente de Dedham;
tras los hombres, acusados de homicidio y robo, se encontra-
ban no pocos inmigrantes radicales y políticos agitadores para
los cuales nada era sagrado, ni siquiera la libertad de Estados
Unidos. Se trataba de su país, de su libertad.
El miedo ante posibles acciones de liberación o probables
atentados no solo afectaba a honrados ciudadanos que temían
por su existencia, sino también a las personas que eran candi-
datas a formar el jurado. De los quinientos propuestos siete se
mostraron dispuestos a participar como miembros del jurado.
Los otros se asustaban ante la venganza de «los rojos» y no
querían verse envueltos en ese asunto. La mayoría había dene-
gado su participación con la excusa de que eran contrarios a la
pena de muerte y que en caso de una condena tendrían que
actuar en contra de su conciencia. Ante estos argumentos el
juez Thayer hervía de rabia y despotricaba: «¿Qué, ellos desean

| 141
contraponer su opinión personal a la capacitada y antigua con-
vicción del Estado de Massachusetts?».
Para conseguir a los restantes y necesarios participantes, la
policía recibió la orden de exhortar a ciudadanos «respetuosos
y dignos» para que cumplieran con su «deber patriótico como
miembros del jurado». Finalmente se reclutaron suficientes
«ciudadanos honrados» de la logia masónica y de otras organi-
zaciones conservadoras, más bien reaccionarias, entre los que se
seleccionó rápidamente a los cinco miembros del jurado que
hacían falta.
En Massachusetts, donde solo el juez tenía derecho a inte-
rrogar a los miembros del jurado, la proposición del abogado
Fred Moore de preguntarles si eran miembros de organizacio-
nes secretas y contrarios a los sindicatos no tuvo la menor po-
sibilidad de prosperar. El juez Thayer rechazó esta proposición
con el argumento de que estas preguntas eran «irrelevantes
para la causa que estaba en curso».
No le servía de nada a la defensa, en esta situación, hacer
uso de su derecho a rechazar a un miembro del jurado. No ha-
bía dónde elegir. Los hombres que tenían que juzgar a ambos
acusados eran todos iguales: representaban a la América in-
maculada, a la elegida por Dios, se sentían los legítimos des-
cendientes de los puritanos que habían colonizado Nueva In-
glaterra.
El anciano Walter Ripley, antiguo jefe de policía en Quincy,
fue elegido por los doce miembros del jurado como presidente.
Su conciencia de justicia se puede ver ilustrada en dos declara-
ciones que fueron hechas públicas al final del proceso.
Un policía italiano dejó constancia en el acta de que «Ripley
estaba fuertemente predispuesto en contra de los italianos; les
tenía una fuerte antipatía y nunca les llamaba italianos sino da-
gos u otras palabras similares e insultantes... Proclamaba cons-
tantemente que si tuviese el poder suficiente los mantendría
alejados del país».
| 142
Un empresario de la construcción llamado William H. Daly,
que conocía a Ripley desde hacía más de treinta años, aseguró
en una declaración jurada haber expresado ante Ripley su opi-
nión sobre la inocencia de ambos italianos. Ripley le contestó
indignado: «Váyase al diablo, a ellos se les debe colgar de todas
maneras».
Esto lo habría manifestado, según Daly, cuando Ripley se
encontraba en camino hacia el tribunal de Dedham. Pocos mi-
nutos más tarde, cuando conducía a los miembros del jurado
hacia sus puestos, se quedó teatralmente parado ante la bandera
estadounidense que estaba cercana al asiento del juez Thayer, se
puso lo más derecho que pudo y saludó marcialmente el estan-
darte estrellado. Esta era la obertura. El proceso podía comenzar.
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco estaban acusados esta
vez de robo con homicidio y asesinato en la persona del contable
encargado de los sueldos, Frederick A. Parmenter, y su guar-
daespaldas, Alessandro Berardelli. La prueba de indicio, con la
que la acusación quería lograr una condena, era la misma para
ambos. Se basaba en la afirmación de que Sacco y Vanzetti,
después de su detención, se habrían traicionado a sí mismos a
través de su «mala conciencia». Ambos se habrían enredado
en un sinfín de mentiras y afirmaciones defensivas. La prueba
de indicio directa, la identificación por parte de testigos ocula-
res y las declaraciones de expertos en balística sobre el revól-
ver, era para ambos acusados diferente, tanto en lo concer-
niente a la clase de acusación como a la gravedad de esta.
Katzmann defendió nuevamente los intereses de la acusa-
ción, pero esta vez apoyado por Harold P. Williams, su repre-
sentante, y por los asistentes William F. Kane y George E.
Adams. El proceso fue conducido de nuevo por el juez Webster
Thayer, quien debería haber recusado esta misión por haber
condenado a Vanzetti en Plymouth. Como abogados defensores
actuaron Fred Moore y William J. Callahan representando a

| 143
Sacco; en representación de Vanzetti lo hicieron Jeremiah y
Thomas McAnarney.
Cuando la puerta de la sala de audiencias se abrió se produ-
jo inquietud entre el público. Sacco y Vanzetti, precedidos por
un grupo de policías, fueron introducidos en la sala. Iban espo-
sados por ambas manos a sus vigilantes. La jaula de acero, que
había sido instalada en el centro de la habitación, estaba vigi-
lada por agentes de la policía judicial. Las pesadas puertas en-
rejadas fueron abiertas, era como que si se tratase de encerrar
a dos animales de rapiña. Cuatro veces al día y siete largas se-
manas, maniatados y bajo fuerte vigilancia, tuvieron que so-
portar este humillante ritual.
Las absurdas medidas de seguridad cumplieron, ya el pri-
mer día de sesión, su verdadero y psicológico objetivo: los
miembros del jurado veían en estas las prevenciones ante dos
criminales violentos, y esto era precisamente lo que se habían
propuesto el juez Thayer y el fiscal Katzmann. A ello se sumaba
que Vanzetti se presentaba ante el jurado con antecedentes
penales. Se acordó entre las partes no tomar en cuenta este
factor y por esto la defensa tuvo que pagar un alto precio: no se
debía presentar ningún certificado que diera fe del carácter de
Vanzetti y que se remitiera al período anterior a la detención
de este. Lo que quedó fue una caricatura de Vanzetti, un hom-
bre que, al parecer, aparte de la política y la agitación no tenía
nada más en la cabeza, un hombre que no tenía ni mujer ni hijos
y que había sacrificado su vida privada por las «ideas revolu-
cionarias». Esta impresión debía causar Vanzetti en el jurado.
Desde luego se habían enterado de la sentencia de Plymouth a
través de la prensa escrita y le veían como a un individuo con
«antecedentes penales». Y por estar ambos presentes en la sala
de audiencias, esta condena recaía de la misma forma sobre
Sacco. Al estar los dos involucrados en un proceso similar, no
debían soportar las declaraciones en su contra, sino también el
peso de las que se hacían en contra del otro.
| 144
Esto se evidenció al inicio de la vista del sexto día, cuando el
juez Thayer, algo pálido y contenido, concedió la palabra al
primer testigo de la acusación. De lo que se trataría en los días
siguientes se vio en la pregunta sobre la identificación de los
autores: «¿Son Sacco y Vanzetti idénticos a alguno de los hom-
bres que dispararon a Parmenter y a Berardelli o no lo son?».
La teoría de Katzmann era que Sacco había disparado, mien-
tras que su cómplice Vanzetti se había quedado dentro del co-
che en el asalto con homicidio realizado en South Braintree.
En total fueron 55 los testigos oculares presentados por la
acusación, los cuales aseguraban haber reconocido a ambos
italianos la mañana del 15 de abril. Katzmann intentaba de-
mostrar que Sacco habría sido visto matando a tiros a Berarde-
lli y que les habrían reconocido, a él y a Vanzetti, huyendo en el
coche usado en el asalto. Por supuesto, el fiscal de distrito no
quiso tampoco desaprovechar la posibilidad de hacer alusión a
la conducta embustera, plagada de mentiras, mostrada por los
acusados en el momento de su detención y poco después. Al
finalizar, y este fue su último triunfo, las armas encontradas en
su poder debían servir como pruebas acusatorias.
Katzmann llamó en primer lugar a 16 testigos que debían
identificar a Sacco como a uno de los autores, un hecho que
sorprendió a la defensa puesto que, en la vista preliminar rea-
lizada en Quincy un año antes, no había sido reconocido feha-
cientemente por nadie.
Uno de los testigos, Lewis L. Wade, declaró por aquel en-
tonces: «No deseo cometer un equívoco. Esto es muy serio...
pero él se parece a aquel hombre».
Cuando Wade fue llamado por Katzmann al estrado de los
testigos para que identificara a Sacco, se mostró de igual ma-
nera vacilante: «Pues bien, él se asemeja, en cierta forma tiene
un parecido con él», dijo Wade titubeante. Exhortado por Katz-
mann a ser más preciso contestó: «Pues, ahora ya no estoy
totalmente seguro. Tengo algunas dudas». Thayer probó con
| 145
voz tajante a hacer de Wade un testigo útil: «¿Qué recuerda
usted más claramente, si de algo se acuerda? ¿Qué puede usted
declarar inequívocamente?».
Wade respondió: «Lo que puedo declarar inequívocamente
es lo siguiente: si tengo una duda significa que no creo que él
sea el hombre».
Lewis Wade fue sacado rápidamente del estrado. Katzmann
estaba indignado.
El testigo Louis De Berardinis entró luego en la sala de au-
diencias. A él era a quien, al pasar por su lado el coche de los
asaltantes en su huida, uno de los ladrones le había apuntado
con una pistola. Cuando el representante de Katzmann, Wi-
lliams, le pidió que describiera a aquel hombre, De Berardinis
declaró: «Tenía el rostro largo, era pálido y de pelo claro». Wi-
lliams movió la cabeza malhumorado y le participó a su testigo
lo que había declarado en el careo con Sacco en la comisaría de
Brockton: «Tengo la impresión de que el de allí fue quien me
apuntó con el revólver, pero no lo puedo asegurar». De Berar-
dinis le contradijo: «No, yo dije en aquel entonces que el hombre
que iba dentro del auto era rubio, y Sacco tiene el pelo oscuro».
En ese momento Williams se impacientó. «¿Es ese hombre o
no lo es?», preguntó en tono alto e indicando a Sacco, el cual
seguía el interrogatorio en silencio. De Berardinis miró por
algunos segundos hacia la jaula, luego se dirigió a Williams y le
respondió vacilante: «No estoy seguro de que ese hombre sea
el que vi aquel día».
Katzmann y Williams habían tenido ese día poca suerte con
sus testigos. Ni Wade ni De Berardinis habían hecho declara-
ciones claras que identificaran a Sacco como a uno de los ban-
didos. Por eso, los siguientes testigos de la acusación, Mary E.
Splain y Frances Devlin, debían recuperar el terreno perdido.
Ambas habían estado trabajando en el segundo piso de la fá-
brica Slater & Morrill cuando escucharon los disparos el día de
los hechos, corrieron hacia la ventana y vieron pasar un Buick.
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Mary Splain identificó a Sacco como a uno de los hombres que
iba dentro del coche, y esto a pesar de que apenas lo había te-
nido cuatro segundos en su campo visual y que la calle se en-
contraba a veinte metros de ella. En el proceso declaró lo si-
guiente:

El hombre que apareció entre el respaldo del asiento delante-


ro y el asiento trasero era grande. Pesaba alrededor de 64 o 67 ki-
los. Era musculoso, un hombre más bien activo. Su mano iz-
quierda era bastante grande y fuerte.

Pregunta: «¿Dónde vio aquella mano?».


Respuesta: «Era la mano izquierda. La llevaba sobre el res-
paldo del asiento delantero. Vestía una camisa gris o gris azu-
lada y tenía un rostro bien delineado. Esta parte (la cual seña-
ló) era un poco delgada. El cabello lo llevaba peinado hacia
atrás y tenía un largo de cinco a seis centímetros. Tenía las
cejas castañas y su rostro era blanco, una clase especial de pa-
lidez, casi verdosa».
Pregunta: «¿Era el mismo hombre que le fue mostrado en
Brockton?».
Respuesta: «Sí».
Pregunta: «¿Está segura?».
Respuesta: «Absolutamente».
De esta manera quedó registrado el interrogatorio en el acta
del proceso que, al finalizar, alcanzaría la cantidad de 2.266
páginas.
La defensa de Sacco estaba sorprendida, puesto que, en la
audiencia preliminar, la testigo no había estado en condiciones
de identificar con seguridad a Sacco como a uno de los ladro-
nes. En aquella época Sacco fue careado en solitario, violando
las normas policiales, con Mary Splain. Sin embargo, ella de-
claró en esa oportunidad: «Creo que no puedo decir que él es
el hombre».

| 147
Pero ahora, después de un año, pretendía reconocer a Sacco.
Cuando Moore, uno de los abogados defensores, la confrontó
con ambos testimonios, sostuvo que sus testimonios habrían
sido mal registrados por el taquígrafo del juzgado. Más tarde el
Doctor Morton Prince, un psicólogo que enseñaba en la Uni-
versidad de Harvard, escribió con relación al testimonio de la
testigo:

No vacilo en constatar que la testigo de cargo de la acusación


declaró con verdadera honestidad, pero lo que asegura es psico-
lógicamente imposible. La señorita Splain vio a los bandidos en
la fracción de un instante, a una distancia de más o menos veinte
metros, en un coche que aceleraba a 27 o 33 kilómetros por hora.
Que ella recuerde lo que vio después de un año y describa 14 de-
talles diferentes de esa persona, como el tamaño de sus manos, el
largo de su pelo y hasta el color de sus cejas..., una capacidad tal
de percepción y de recuerdo es psicológicamente imposible... Aun
un genio en memorizar no sería capaz de esto. ¿Pero de dónde
había sacado la señorita Splain tantos detalles? La respuesta es
fácil.
Ella vio a Sacco. Ella tuvo la oportunidad de observarle deta-
lladamente en Brockton. Aún más, él se encontraba ante ella en
la sala de audiencias. En la audiencia preliminar no le tuvo que
reconocer entre otros allí presentes, pues fue presentado solo.

El jefe de la policía de Braintree, Jeremiah Gallivan, que


había estado presente tanto durante la audiencia preliminar en
Quincy como en el proceso realizado en Dedham, fue más ta-
jante: «No podía entender cómo estaba más segura en Ded-
ham de lo que lo había estado en Quincy».
El agente de policía se debió sorprender también con Fran-
ces Devlin, la colega de Mary Splain. Ella también respondió
evasivamente cuando se le preguntó sobre si Sacco sería uno
de los autores del delito: «No lo puedo asegurar». En Dedham,
muy al contrario, dijo reconocer claramente a Sacco.

| 148
El acta del proceso cita a otro testigo que con el pasar del
tiempo recuperó su capacidad de rememoración. Louis Pelser,
un joven cortador, declaró que había observado el asalto desde
su ventana y aseguró haber visto cómo uno de los bandidos ma-
taba a tiros a Berardelli. Así consta en el acta:
Pregunta: «¿Ve usted en la sala al hombre que aquel día
disparó contra Berardelli?».
Respuesta: «Bien, no quiero decir directamente que fue él,
pero se parece mucho, así como un huevo se parece a otro».
Pregunta: «¿Le vio nuevamente después de ese día, aparte
de esta vez aquí, en la sala de audiencias?».
Respuesta: «No».
Pregunta: «Usted dice que no podría decir que fue él, pero
que él se parece como se parece un huevo a otro. ¿Qué quiere
decir con esto?».
Respuesta: «Bien, lo que quiero decir es que él es idéntico a
aquel hombre».
Interrogado posteriormente, Pelser tuvo que admitir que el
6 de mayo, después de la detención de Sacco, no había sido
capaz de confirmar la cuestión de la identidad. La razón quedó
clara más tarde, cuando la defensa presentó como testigos a tres
de sus compañeros de trabajo que se encontraban aquel día
junto a Pelser. Contaron que Pelser no había mirado por la
ventana, sino que con ellos se había parapetado, después de
escuchar los disparos, tras un banco.
Como siguiente testigo, la acusación presentó a un hombre
llamado Carlos E. Goodridge. Declaró haber corrido hacia un
local después de haber escuchado los disparos. Cuando se en-
frentó al coche, uno de los asaltantes le apuntó con un arma.
Goodridge le identificó como Sacco.
La defensa hizo presente el hecho de que el testigo no solo
tenía un largo historial delictivo, sino que también se encon-
traba bajo remisión condicional por un delito de hurto, lo que
podría haber estimulado su disponibilidad para trabajar con
| 149
los representantes de la acusación. Después de una corta con-
versación con las partes, el juez Thayer decidió no hacer valer
ese testimonio como prueba. Tenía de antemano razones para
ello.
Katzmann tuvo mala suerte con los testigos que prosiguie-
ron; raras veces permanecieron tan firmes como la señorita
Splain y su compañera de trabajo la señora Devlin. Cuando
Lola Andrews fue llamada al estrado a declarar, Katzmann estu-
vo obligado a conceder a esa testigo un peso especial. «¡Aquí,
ante nosotros se encuentra Lola Andrews!», dijo dirigiéndose
al jurado. «Llevo más de once años en mi cargo. En mis largos
años de servicio al Estado nunca surgió ante mis ojos o mis
oídos testigo tan excelente como Lola Andrews».
La testigo, tan patéticamente anunciada por Katzmann, se
encontraba la mañana del 15 de abril, junto a la señora Camp-
bell, buscando un trabajo. A las once de la mañana pasaron
cerca de un coche que se encontraba estacionado ante la fábri-
ca Slater & Morrill. Un hombre rubio, así lo declaró la señora
Andrews, se encontraba en su interior, en el asiento trasero,
mientras que otro hombre de tez oscura estaba reclinado sobre
el capó del vehículo. Ellas entraron en la fábrica para pregun-
tar por algún empleo. Quince minutos más tarde, cuando sa-
lían, vieron al hombre de piel oscura tendido bajo el auto, donde
aparentemente reparaba un desperfecto. Ellas le preguntaron
por el camino hacia la empresa Rice & Hutchins, donde que-
rían informarse sobre puestos de trabajo. Él les indicó breve-
mente el camino. Después de la detención de Sacco, fue llama-
da a la prisión de Quincy, allí reconoció nuevamente a Sacco
como al hombre de tez oscura. En la sala de audiencias le iden-
tificó de nuevo: «Sí, ese es el hombre».
Por qué había relacionado al hombre que estaba debajo del
auto con el asesinato que había ocurrido cuatro horas más tar-
de y que la había llevado a denunciarlo ante la policía, se ente-

| 150
raron las partes comprometidas en el proceso cuando Lola
Andrews fue interrogada.
Pregunta: «¿Usted diría que el hombre tenía una cara más
bien redonda o su cara era delgada?».
Respuesta: «Tenía un rostro algo singular».
Pregunta: «¿Quiere decir que se trataba de un rostro no del
todo amigable o más bien brutal?».
Respuesta: «Simplemente no tenía un aspecto simpático».
Pregunta: «¿Y qué pensó cuando supo del tiroteo?».
Respuesta: «Bueno, sobre eso solo puedo decir que cuando
escuché lo del tiroteo lo relacioné de alguna manera con el
hombre del coche».
Las respuestas de la «excelente» testigo fueron más que du-
dosas. Cinco testigos declararon más tarde que la señora An-
drews o habría mentido o habría cambiado su declaración.
Uno de ellos fue la señora Campbell, que el día de los hechos
acompañaba a Lola Andrews. Ante el juez declaró sorprendida:
«Ninguna de nosotras habló con el hombre que estaba debajo
del coche. La señora Andrews no intercambió palabra con nin-
guna persona. Yo fui la que pregunté cómo se podía ir hasta la
fábrica Rice & Hutchins. Pero le pregunté al hombre que estaba
en la parte posterior del automóvil y no al que estaba debajo».
Durante el transcurso de la vista del proceso, la señora An-
drews perdió frecuentemente el conocimiento, al parecer por
las declaraciones contradictorias de los demás testigos, hasta
tal punto que le fue otorgado por la prensa que seguía el proce-
so el apodo de «La desvanecida Lola».
El fiscal de distrito Katzmann estaba enfadado. La «exce-
lente» testigo, anunciada tan presuntuosamente, se había con-
vertido en una figura trágica. De las 16 personas que había pre-
sentado como testigos, con las cuales creía poder probar la
culpabilidad de Sacco, nueve defraudaron sus expectativas. Al
final del cuarto día de proceso, cuando Sacco y Vanzetti fueron
sacados de la sala de audiencias esposados a dos agentes de
| 151
policía, Katzmann supo que tendría que usar en los próximos
días todo lo que estaba a su alcance para convencer al jurado
de la culpabilidad de Sacco. A la mañana siguiente recurrió a
una de sus pruebas materiales: la gorra. Esta fue encontrada
junto al cadáver de Berardelli, mucho después del tiroteo, por
un trabajador llamado F. L. Loring, que, posteriormente la en-
tregó al señor Frazer, su capataz.
Katzmann presentó a este hombre, quien identificó la gorra
como medio probatorio. Aunque por lo menos dos testigos
declararon que el bandido, Sacco, llevaba un sombrero y no
una gorra, y a pesar de que esta fue encontrada mucho después
del tiroteo, pudiéndola haber perdido alguien que se encontra-
ra entre la muchedumbre que se acercó al lugar de los hechos,
Katzmann decidió endilgársela a Sacco.
Katzmann ya había adelantado su trabajo. La policía había
entrado en casa de Sacco sin contar con autorización judicial y
había requisado algunas de sus prendas de vestir, sobre todo
sus gorras. A más tardar, en ese momento de las indagaciones,
Katzmann debería haber sabido que la «teoría de la gorra» era
inservible. Todas las gorras requisadas eran del número 7 1/8
lo que significaba que la encontrada era demasiado pequeña
para Sacco puesto que era del número 6 7/8.
Pero Katzmann no se dio por vencido. Presentó a los miem-
bros del jurado otras pruebas acusatorias que debían señalar a
Sacco como propietario de la gorra. Williams llamó a declarar
a George Kelley, el capataz de Sacco en la fábrica de calzados
Three-K. Este dijo que Sacco llevaba, ocasionalmente, una gorra
oscura que durante el trabajo dejaba colgaba en un clavo, al
lado de su puesto de trabajo. Williams le preguntó a Kelley si
la gorra encontrada en la calle «¿se asemejaba en su aspecto a
la que, según lo declarado por usted, llevaba Sacco?». Kelley
tomó la gorra en la mano, la observó largo tiempo y respondió:
«Lo único que puedo decir sobre su gorra es que se asemeja a
esta en el color. En detalles no podría decir que esta es la suya».
| 152
Williams siguió intentando presentar la gorra como prueba
incriminatoria. Cuando ambos abogados defensores, McAnar-
ney y Moore, protestaron, el juez Thayer intervino. Este, que
en los días anteriores había tenido que comprobar, con preo-
cupación al igual que Katzmann, que la mayoría de los testigos
presentados por la acusación poco o nada habían hecho para
demostrar la culpabilidad de Sacco, llegaba ahora en auxilio de
Williams. Lo valioso de su ayuda consta de esta manera en el
acta:
Thayer: «Deseo preguntarle al testigo, aunque (dirigiéndose
a Williams) preferiría que usted lo hiciera, lo siguiente: ¿según
su conocimiento y conciencia, la gorra que en este momento
tiene en sus manos el señor Williams, se parece a la usada por
el acusado?».
Moore: «Su señoría, protesto ante esa pregunta».
Thayer a Williams: «¿Ha hecho usted la pregunta?, debería
ser hecha preferiblemente por el señor Williams. ¿Desea ha-
cerla?».
Williams: «Señor Kelley la gorra que le muestro, según su
conocimiento y conciencia, ¿se parece en su aspecto a la que
llevaba Sacco?».
Kelley: «Solo en el color».
Thayer: «Eso no responde a la pregunta. Deseo que respon-
da sobre esto si puede».
Kelley: «No puedo responder si no estoy completamente
convencido de que es la misma gorra».
Thayer: «No le estoy pidiendo que lo haga. Solo deseo que
responda con relación a su convicción».
Kelley: «Solo con relación a su aspecto general es lo que pue-
do decir. No había visto hasta ahora la gorra tan de cerca».
Thayer: «¿En su aspecto general es la misma?».
Kelley: «Sí, señor».
Moore: «Protesto en contra de la última pregunta y su res-
puesta».
| 153
Thayer: «Se puede plantear la pregunta como si viniera de
parte de la acusación y no como de parte del tribunal».
Williams: «¿En su aspecto general es la misma?».
Kelley: «Sí».
Williams: «Si su señoría lo permite, presento la gorra como
instrumento de prueba».
Thayer: «Autorizado».
Con la ayuda de Thayer le fue posible a la acusación declarar
como propiedad de Sacco una gorra encontrada por casualidad
en el lugar de los hechos y presentarla como instrumento de
prueba.
Cuando Sacco fue exhortado finalmente por Katzmann a
ponerse la gorra encontrada en la calle, este trató de hacerlo,
pero era muy pequeña. «No me queda bien», dijo y se la pasó a
través de las rejas a un guardia. Katzmann intentó persuadirle
para que declarara que la gorra era pequeña porque estaba
hecha de un material más grueso que las requisadas en su casa
y que previamente se la habría puesto sin problemas. Pero Sac-
co le contradijo: «No se trata del material, es demasiado estre-
cha».
Katzmann no desistió. A través de una nueva ocurrencia se
dispuso a confundir tanto a Sacco como a los miembros del ju-
rado. La gorra encontrada tenía en el forro una rotura. Katz-
mann procuró insinuar que esta rotura se debía al clavo que se
encontraba en el puesto de trabajo de Sacco, y que había sido
mencionado en su declaración por Kelley. Para muchos de los
miembros del jurado, el agujero en el forro de la gorra debía
corroborar la afirmación de que la gorra pertenecía a Sacco.
Ellos no podían adivinar que, años más tarde, el jefe de la poli-
cía de Braintree, Gallivan, declararía que en aquel entonces
había rajado el forro de la gorra, «para buscar un nombre u
otra identificación». Gallivan no encontró nada, pero la fiscalía
supo sacarle el mejor provecho a la rotura. El agente guardó

| 154
silencio durante el proceso. Solo años después su conciencia le
llevó a decir la verdad. Pero ya era demasiado tarde.
La prueba más importante y controvertida presentada por
la acusación se refería a la afirmación de que la bala que había
matado a Berardelli habría provenido de la pistola de Sacco.
Para apoyar esta tesis, la acusación presentó a dos peritos. El
capitán Charles Van Amburgh explicó: «Creo que la bala fue
disparada por un Colt automático». Basó su afirmación refi-
riéndose a una minúscula marca, solo visible al microscopio,
que habría encontrado en tres proyectiles después de haberlos
disparado con la pistola de Sacco. También la bala extraída du-
rante la autopsia del cuerpo de Berardelli mostraba este pe-
queño corte. Pero Van Amburgh reconoció también que las
marcas, apenas perceptibles, podían haber sido producidas por
óxido o por suciedad.
Entonces apareció en la sala de audiencias el experto en ba-
lística y jefe de la policía de Massachusetts, capitán William
Proctor. Informó haber examinado los seis proyectiles extraí-
dos de ambos cadáveres. Cuatro de estos, según su declaración,
no podían provenir del arma de Sacco porque habrían sido
disparados por un arma con el rayado en el interior del cañón
hacia la derecha. El Colt automático, arma similar encontrada
en poder de Sacco al ser arrestado, por el contrario, tiene el
rayado hacia la izquierda y marca el proyectil en esa dirección.
Solo el proyectil que había dado muerte a Berardelli, según las
declaraciones del forense, habría provenido del revólver Colt,
calibre 32, de Sacco. Pero eso no era una prueba significativa.
Proctor confirmó más tarde en una declaración jurada:

Durante las acciones preparativas del proceso, el fiscal del dis-


trito y su representante dirigieron repetidamente mi atención a la
pregunta de si era posible encontrar indicios que justificaran que
el proyectil extraído del cuerpo de Berardelli, disparado por un
Colt automático, hubiese provenido del arma encontrada en po-
der de Sacco. Ocupé todos los métodos que estaban a mi disposi-
| 155
ción para poder llegar a esta conclusión […] en ningún momento
pude encontrar indicio alguno que me pudiera convencer de que
dicho proyectil venía del arma de Sacco y en este sentido informé
al fiscal del distrito y a su representante antes de comenzar el
proceso.

Katzmann se convenció tras el informe de Proctor de que


este no le era de gran valor. Así se lo comunicó, informalmente,
a Moore, abogado de Sacco, que ya no trataría de probar que
uno de los proyectiles venía del revólver de Sacco.
Solo días más tarde Moore se dio cuenta de que podía usar
el informe balístico para exculpar a Sacco. Contrató a dos ex-
pertos para que elaboraran un nuevo informe balístico: James
E. Burns, funcionario de alto rango de la United States Car-
tridge Company, y James H. Fitzgerald, que pertenecía a la
junta directiva del departamento de pruebas de la Colt’s Manu-
facturing Company. Moore le explicó a Sacco, por precaución,
que estas nuevas investigaciones podrían encontrar indicios
que condujeran hasta el arma desde donde habrían sido dispa-
rados los mortales proyectiles. Sacco respondió con tranquili-
dad: «pueden experimentar todo lo que quieran».
Cuando ambos expertos de la defensa presentaron sus re-
sultados se puso en evidencia por qué Katzmann se había mos-
trado cuidadoso en este punto. Burns explicó que el proyectil
no podía haber sido disparado ni por un Colt ni tampoco por
un revólver Bayard. A continuación, informó de las conclusio-
nes de su investigación y aseguró categóricamente que la bala
que había causado la muerte de Berardelli no había provenido
de la pistola de Sacco. El perito disparó ocho balas con aquella
arma y ninguna presentó las características que pudieran rela-
cionarla con la bala «número 3», como se identificó a la bala
en cuestión en el proceso. La declaración de Fitzgerald no hizo
más que corroborar lo dicho por Burns.
Katzmann debía estar bastante insatisfecho con los resulta-
dos de esos primeros días de proceso. Por un lado, los testigos
| 156
no respondían como se lo había imaginado y tampoco las
pruebas, supuestamente concluyentes, eran reconocidas como
tales. En cuanto a si la gorra encontrada en el lugar de los he-
chos pertenecía o no a Sacco, no pudo ser aclarado como tam-
bién quedó sin aclarar si la bala que había matado a Berardelli
había sido o no disparada por su pistola. Katzmann y su repre-
sentante sabían que la presentación de pruebas se había debili-
tado. Aunque contaban con mayor simpatía que la defensa por
parte de los miembros del jurado, debían presentarles a aque-
llos doce honrados ciudadanos, que tenían que decidir entre la
vida y la muerte, pruebas claras y no especulaciones dudosas.
A la acusación le quedaban solo cuatro testigos, testigos que
debían testificar en contra de Vanzetti. Katzmann sabía que si
Vanzetti era reconocido como uno de los bandidos, Sacco tam-
bién caería bajo sospecha. Ésa era, desde el comienzo, su estra-
tegia: acusaciones separadas y condena común. Pero necesita-
ba testimonios fehacientes.
Uno de estos testigos era Michael Levangie, el guardabarre-
ra de South Braintree. Era el hombre al que los bandidos, en su
huida, habían ordenado subir las barreras. Aquella vez, cuando
un reportero le preguntó si podría identificar a los bandidos,
respondió que estaba muy asustado. Solo había visto la pistola
que le apuntaba, de lo demás no se había percatado ya que ha-
bía buscado refugio inmediatamente en el interior de la garita.
Cuando el 18 de abril fue interrogado por un detective de la
compañía Pinkerton, declaró que el conductor del vehículo era
de «tez oscura y pelo negro e iba perfectamente rasurado». Van-
zetti, por el contrario. llevaba bigote y, como era ya conocido
por la defensa, no sabía conducir. Durante el careo realizado
en las dependencias de la policía, Levangie sostuvo haber re-
conocido a Vanzetti. «Sí, ese hombre conducía el automóvil».
Como el testimonio de Levangie también produjo dudas,
Katzmann se dirigió a los miembros del jurado y les dijo que lo
que Levangie quería decir era que había visto a Vanzetti senta-
| 157
do en el asiento trasero del coche. Levangie negó con un mo-
vimiento de la cabeza, pero guardó silencio. Los testimonios de
los otros testigos hacían referencia a lugares y momentos que
no tenían relación con los del delito. Así fue como uno de ellos,
John W. Faulkner, declaró haber visto a Vanzetti en un tren la
mañana del 15 de abril. Dicho individuo le habría preguntado
reiteradamente si la estación en la que se encontraba era East
Braintree. Dos meses después del crimen identificó en la comi-
saría a Vanzetti como a aquel hombre.
El abogado McAnarney le pidió a un hombre que se encon-
traba entre el público asistente a la vista que pasara hacia ade-
lante. Llevaba el bigote como solía llevarlo Vanzetti, pero no se
le parecía en absoluto.
«¿Este es el hombre que usted vio en el tren?», preguntó el
abogado. «No sé, podría ser», contestó Faulkner con cierta
inseguridad. Indagaciones posteriores realizadas en la oficina
de ventas de ferrocarriles dieron como resultado que aquel día
no hubo venta de pasajes de Plymouth a East Braintree. Si Van-
zetti hubiese sido aquel hombre visto por el testigo, habría sa-
lido de Plymouth, su lugar de residencia. Pero, ¿por qué razón
habría de haber viajado a East Braintree? El asalto había ocu-
rrido en South Braintree. Así quedaba claro que el testimonio
de Faulkner carecía de cualquier valor.
El siguiente testigo que presentó la acusación fue Austin T.
Reed, guardabarreras de profesión, como Levangie. Él vio la
tarde del asalto, un poco después de las cuatro, un coche en el
cual se encontraban algunos extranjeros. Uno de ellos, «un hom-
bre de tez oscura, pómulos hundidos y bigote particularmente
grande», le gritó en inglés: «¿Por qué diablos nos detiene aquí?».
En ese momento intervino el abogado Moore y comenzó a inte-
rrogar al testigo:
Moore: «¿Y esa llamada fue hecha en voz alta y clara, con la
formulación que usted nos acaba de comunicar: “por qué dia-
blos nos detiene aquí”?».
| 158
Reed: «Sí, señor».
Moore: «Y la voz sonó alta, clara y fuerte a una distancia de
cuarenta pies, ¿verdad?».
Reed: «Sí, señor».
Moore: «¿Cómo ha dicho?».
Reed: «Sí, señor».
Moore: «¿A pesar de estar el motor del auto en marcha?»
Reed: «Sí, señor».
Moore: «¿Y estaba pasando un tren en ese momento o se
aproximaba alguno?».
Reed: «Sí, señor».
Moore: «¿Y en un inglés claro y carente de errores?».
Reed: «Pues...».
Moore: «¿Es verdad? Conteste por favor con un sí o un no».
Reed: «Sí».
El inglés que hablaba Vanzetti era entrecortado y acciden-
tado, y así lo pudieron verificar los miembros del jurado al día
siguiente, cuando pidió la palabra y se dirigió a ellos. En con-
secuencia, se deducía que un año antes, cuando ocurrió el deli-
to, Vanzetti no podía haber hablado en un inglés carente de
errores.
Como último testigo de la acusación fue llamado Austin Co-
le, el conductor del tranvía donde fueron detenidos Sacco y
Vanzetti. Declaró que ambos habían cogido su tranvía, la tarde
del 15 de abril, en West Bridgewater. Pero esta prueba no les
relacionaba de ninguna forma con el asalto llevado a cabo en
South Braintree.
La acusación usó como último testimonio uno que venía de
las filas de personas que fueron llamadas a formar parte del
jurado. Harry E. Dolbeare declaró haber visto a Vanzetti junto
a «gente de aspecto amenazador» la mañana del 15 de abril, en
el interior de un auto en South Braintree. Estaba completa-
mente seguro de que uno de los hombres era Vanzetti, a pesar
de que no podía describir a los otros que le acompañaban.
| 159
En resumidas cuentas, había cinco testimonios en contra de
Vanzetti, pero, ¿qué valor tenían? Levangie, que aseguraba
haberle reconocido le colocaba al volante; Reed, que a una dis-
tancia de 12 metros le había escuchado maldecir en un inglés
claro y carente de errores; Faulkner, que aseguraba haberle
visto en el tren; Cole, que situaba a Sacco y Vanzetti en el tran-
vía, en un lugar diferente al que había ocurrido el atraco; y,
finalmente, Dolbeare, que pretendía haber visto a Vanzetti la
mañana del asalto en compañía de «gente de aspecto amena-
zador».
Ningún jurado sensato podía tomar estos testimonios, con-
tradictorios y sin relación con los hechos, como prueba deter-
minante de que la identidad del asesino coincidía con la del
acusado y con esto poder llegar a una condena. Tampoco los
indicios materiales resultaron pruebas fehacientes. No fue en-
contrado el botín en manos de los inculpados ni tampoco sus
huellas dactilares fueron halladas en el Buick abandonado
después del asalto. El intento de imputar a Sacco la pertenen-
cia de la gorra y de la bala extraída del cadáver de Berardelli
resultó un fracaso. Solo quedaba una última posibilidad, de-
mostrar a través de medios probatorios que uno de ellos había
actuado como cómplice.
Katzmann se concentró en el arma hallada en poder de
Vanzetti en el momento de su detención: una Harrington &
Richardson, calibre 38. Un arma similar, que había desapare-
cido después del asalto, había pertenecido al asesinado Berar-
delli. La fiscalía desistió de probar que Vanzetti la habría cogi-
do después de haber sido asesinado Berardelli. A decir verdad,
no existía ninguna prueba que determinara que Berardelli,
aquel día, llevaba consigo un arma. Durante el proceso, Katz-
mann llamó al estrado de los testigos a la viuda de Berardelli y
le pidió que observara el revólver de Vanzetti. «Sí, se parece al
de mi marido», dijo después de unos segundos. Los interroga-
torios posteriores dieron como resultado que Berardelli había
| 160
llevado el arma a reparar días antes de su asesinato por tener
un defecto en el muelle. Cuando los abogados defensores le
preguntaron a la viuda si había ido a buscar el revólver al taller
de reparaciones esta contestó: «No lo sé».
El encargado de dicha armería confirmó que el arma de
Vanzetti concordaba con la que llevaron a reparar. Lo que no
pudo confirmar fue cuándo había ido a recogerla. Cuando el
arma de Vanzetti fue examinada para ver si tenía un muelle
nuevo, dos expertos comprobaron que el muelle no era más
nuevo que las otras partes del arma.
Más tarde, la defensa llamó a testificar a una vecina de la
señora Berardelli, Aldeah Florence, en cuya casa encontró hos-
pedaje la viuda después de la muerte de su marido. Declaró
que la señora Berardelli le había dicho días después del entie-
rro de su esposo: «Si él hubiese seguido mi consejo y hubiese
retirado el revólver del taller de reparaciones no estaría quizás
en donde hoy se encuentra».
Además, la defensa nombró al testigo que declaró haber
vendido el arma a Vanzetti. Pero Katzmann puso en duda su
credibilidad: italiano, inmigrante, anarquista. ¿Se podía con-
fiar en tal gente? ¿No pretendía proteger con su testimonio a
un correligionario? Muchos de los miembros del jurado pensa-
ban como Katzmann, a pesar de los testimonios y argumenta-
ciones contradictorias y difusas de posteriores testigos llama-
dos a declarar por parte de la acusación.
Así, por ejemplo, un testigo dijo haber visto a un bandido
con un «revólver blanco», mientras que el de Vanzetti era ni-
quelado.
Katzmann no desistía. Tenía la intención de salvaguardar la
lógica de su teoría; según esta, Sacco habría tomado el revólver
del agonizante Berardelli para luego entregárselo a Vanzetti,
que se lo habría guardado en un bolsillo.
En su invectiva final, dirigiéndose al jurado, reconstruyó los
hechos basándose en esa teoría y haciendo hincapié en las
| 161
mentiras del italiano en el momento de su detención. En ese
punto, según Katzmann, se evidenciaba su culpabilidad.
Tuvo que emplear todos los medios retóricos y procesal-
mente estratégicos para poder imprimir el sello de culpabili-
dad a los acusados. Cincuenta y cinco testigos fueron llamados
por la acusación a testificar, y con sus testimonios se formó un
puzle con el cual se debía identificar a Sacco y Vanzetti como a
los individuos que habían disparado contra Parmenter y Be-
rardelli. Katzmann había intentado demostrar que Sacco era el
hombre que había matado a tiros a Berardelli, que posterior-
mente se les habían descubierto a ambos armas ocultas y que,
al ser interrogados por la policía y por el fiscal de distrito, ha-
bían mentido. Un hecho que Katzmann no se cansó de repetir.
Todos los testimonios y declaraciones de los testigos mostra-
ban una clara sentencia: ¡culpables!
La defensa, por medio del interrogatorio, había intentado
confrontar a los testigos de la acusación con sus contradiccio-
nes y también desvelarlos como poco dignos de crédito. Recu-
rrieron a peritos y expertos que llegaron a resultados diferen-
tes con relación a las pruebas materiales presentadas por la
acusación.
Ahora, después de que Katzmann y su representante hubie-
ran llamado a su último testigo, la defensa quería convocar a
los suyos para que refutaran lo que afirmaban aquellos. Se tra-
taba de probar que Sacco y Vanzetti no eran idénticos a los
bandidos de South Braintree, que no eran unos asesinos.
Noventa y nueve testigos debían contribuir a convencer a
los miembros del jurado de que ambos inmigrantes italianos
eran inocentes. Pero Katzmann se propuso no facilitar las co-
sas a la defensa. Se preparó bien para el interrogatorio que
venía. Libertad o muerte, la sentencia quedaba abierta.

| 162
8
La decisión sagrada

CUANDO VANZETTI FUE LLEVADO A JUICIO en Plymouth por el


asalto en Bridgewater, no declaró como testigo de descargo en
su propia causa. Aquella vez tuvo miedo de que su opinión po-
lítica fuera usada en su contra a la hora del veredicto. Por eso
guardó silencio, un obstinado silencio que al final le perjudicó.
La sentencia fue: ¡culpable!
En Dedham, los abogados defensores estaban totalmente de
acuerdo en que la descripción de las condiciones de vida del acu-
sado y sus puntos de vista, podrían ayudar a esclarecer el enig-
mático comportamiento de este la tarde de su detención, el hecho
de portar armas y, por último, sus mentiras. Los dos acusados
debían comparecer, sin importar las consecuencias. John McA-
narney narró después del juicio que él y su hermano habían
conversado con algunos amigos abogados sobre si era aconse-
jable o no que la posición política de los italianos se presentara
ante el tribunal como elemento de descargo. Estos les aconse-
jaron: «Si son inocentes, sentadlos en el estrado para que de-
claren la verdad. Si son culpables, mantenedlos alejados de allí».
Los abogados decidieron por unanimidad dejar declarar a Sacco
y a Vanzetti como testigos de descargo en su propia causa. John
McAnarney fundamentó esta decisión de la siguiente manera:

No encontré ninguna posibilidad para eludir que ambos hom-


bres se subieran al estrado y hablaran abierta y honestamente
sobre sus relaciones con el partido comunista o el movimiento

| 163
anarquista, al cual estaban unidos. Lo único que podían hacer era
asumir toda la responsabilidad y, si lo hacían, en ese momento
podrían explicar su comportamiento, que por lo demás debía
causar una impresión bastante sospechosa... es decir, tenían que
aclarar por qué intentaron ir a recoger el auto a la casa de John-
son, por qué se subieron al tranvía portando armas de fuego, por
qué mintieron a la policía y al fiscal de distrito, aunque sabían
que esto los llevaría a ser acusados de asesinato...
Estaban totalmente convencidos y creían, en aquel entonces,
que habían sido arrestados por su radicalismo. Le dije a mi her-
mano que estaba en sus manos contar todo lo sucedido... para
presentar inequívocamente a los miembros del jurado todos los
hechos verídicos; aquellos que no podían ser aclarados de otra
forma sino a través de la narración que hicieran ellos de toda la
situación y fundamentaran su comportamiento.

El primero en pisar el estrado fue Vanzetti. Declaró que el


15 de abril había estado vendiendo pescado, y nombró a las
personas a quienes había entregado sus pedidos. Al mediodía,
así lo contó, se encontró con Joseph Rosen, comerciante de tex-
tiles, quien le ofreció una chaqueta de lana a precio reducido
por tener esta un pequeño agujero. Se interesó por ella, pero
primero quiso ir a pedirle consejo a la dueña de su casa, Alfon-
sina Brini, que por trabajar en una fábrica de telas le podría
dar información sobre la calidad del tejido. Salió junto al co-
merciante en dirección a la casa de los Brini, ya que sabía que
la señora Brini se encontraba enferma. Dos enfermeras que
estaban con ella corroboraron esto. Luego le compró la cha-
queta a Joseph Rosen, que se había quedado esperando fuera
de la casa. A continuación, tomó su carreta y se marchó para
vender lo que le quedaba de pescado. Más tarde, en la playa, se
topó por sorpresa con el pescador Melvin Coerl, con el que
charló un rato. Posteriormente llevó su carreta a casa. Había
sido un día de trabajo común y corriente para él.

| 164
El testimonio de Vanzetti fue confirmado por los testigos
Rosen, Coerl, la señora Brini y su hija Lefevre. Incluso Rosen
nombró a otras personas que podían corroborar haberle visto
junto a Vanzetti a la hora señalada.
Katzmann retomó su método usual en el interrogatorio,
provocando inseguridad en los testigos a través de imputacio-
nes infundadas y tergiversaciones. Así fue como les preguntó
qué habían hecho un día determinado a una hora precisa, días
y horas que nombró al azar. Naturalmente, algunos de los tes-
tigos no pudieron recordar tales informaciones, con lo que
Katzmann quiso demostrar a los miembros del jurado que los
testigos en sus otras declaraciones habían mentido a favor de
Vanzetti. Su truco, confundir la memoria retentiva de los testi-
gos de descargo para desacreditarlos, había demostrado nue-
vamente su efectividad.
Años después del proceso, la testigo Alfonsina Brini, que
necesitó a un intérprete simultáneo para declarar, le dijo al res-
pecto a la estadounidense Roberta Strauss Feuerlicht en una
entrevista:

Es una lástima que no se pueda hablar en el propio idioma,


puesto que te hacen polvo, si quieren te hacen polvo. Se dice una
cosa y luego comienzan con otra. Es gente muy mala. Sabe, le dan
vuelta a las leyes hasta dejarlas como las necesitan.

Katzmann, en el interrogatorio, se sirvió de su conocido re-


pertorio para desacreditar a la señora Brini y a los demás testi-
gos de la defensa. Para él estaba claro que, no solo Alfonsina
Brini sino también su hija Lefevre, mentían a favor de Vanzetti
ya que este, en su calidad de subinquilino, era como parte de la
familia y —cosa que no dejó de mencionar— ellas habían ocul-
tado, en su tiempo, información sobre el paradero de Vanzetti
cuando este se encontraba en México.

| 165
Para Katzmann había llegado el momento de poner clara-
mente sobre la mesa las ideas políticas de los acusados. Hasta
ese momento no le había sido posible desorientar a la mayoría
de los testigos italianos. Sus declaraciones eran congruentes
con las de Vanzetti que lograba de este modo una coartada evi-
dente para el día del asalto de South Braintree. La intención de
Katzmann era presentar a los miembros del jurado a dos acu-
sados que representaban todos los prejuicios existentes en esa
época: dos agitadores, dos radicales, dos enemigos de la socie-
dad. La manera que tenía de desarrollar el interrogatorio solo
obedecía a un propósito: confrontar a los miembros del jurado
con hechos que no tenían relación con el asesinato, el verdade-
ro asunto a debatir, pero que eran bienvenidos por servir como
pruebas para demostrar de lo que eran capaces estos elemen-
tos radicales, especialmente en cuanto a hechos que no se po-
dían comprobar.
El interrogatorio realizado por Katzmann a Vanzetti, y más
tarde a Sacco, dejó en evidencia que, a estas alturas del juicio,
se trataba de un proceso ideológico. La primera pregunta que
dirigió a Vanzetti fue la siguiente: «Así que abandonó Plymouth
en mayo de 1917 para escapar de la llamada a filas, ¿no es ver-
dad?». Mirando significativamente a los miembros del jurado,
continuó: «Cuando nuestro país se encontraba en estado de
guerra, ¿usted huyó para no tener que luchar como un soldado?».
«Sí», contestó Vanzetti.
Katzmann sonrió con sarcasmo y burla, luego preguntó:
«Usted se pronunció en una asamblea pública contrario a que
los hombres de este país fueran llamados al frente. ¿Fue usted
quien lo dijo?».
Vanzetti contestó titubeante y en un inglés bastante malo:
«Sí, señor, con seguridad no soy el hombre a quien usted está
buscando, pero en aquel caso lo soy».
Cuando Vanzetti quiso comenzar a expresar sus puntos de
vista sobre la guerra y las consecuencias que traía esta sobre
| 166
los pueblos, fue interrumpido abruptamente por Katzmann
con una pregunta, ciertamente mal intencionada, sobre su es-
tancia en Springfield:
Katzmann: «¿Ha trabajado alguna vez en Springfield, Massa-
chusetts?».
Vanzetti: «Pues, en la ciudad de Springfield no he trabajado
propiamente, sino en una barraca en las afueras de esa ciudad».
Katzmann: «¿En una barraca cerca de Springfield?».
Vanzetti: «Sí. En una barraca, sabe, en una de esas peque-
ñas casas en la que los italianos trabajan y viven como anima-
les, trabajadores italianos en este país».
Katzmann: «¿En la que el hombre italiano vive y trabaja
como un animal?».
Vanzetti: «Sí».
Katzmann: «¿Por qué ha expuesto esto?».
Vanzetti: «Lo he expuesto para decirle que cuando me negué
a ir al frente de batalla no lo hice porque no amara a esta tierra
o a su gente. Me hubiese negado a ir también si hubiese estado
en Italia».
Katzmann le había preguntado sobre Springfield porque te-
nía la esperanza de que Vanzetti respondiera de forma incauta
y contara que condujo un camión durante aquel período en
que realizó esta labor. Pero él no lo hizo. Para Katzmann había
fracasado, por el momento, la última posibilidad de conseguir
que un testigo se contradijera por medio de preguntas sin rela-
ción las unas con las otras. Vanzetti no había conducido nunca
un camión y, por lo tanto, no podía ser el hombre al que Katz-
mann quería llegar: el conductor del automóvil usado en el
asalto y fuga en South Braintree.
Pero Vanzetti no solo necesitaba una coartada para el día en
cuestión, sino que también la necesitaba para los días 5 y 6 de
mayo, para explicar, especialmente, lo que había hecho el día
de su detención, es decir, las razones de sus mentiras.

| 167
Cuando Vanzetti fue interrogado por McAnarney declaró
haberse alojado el 1 de mayo, a su regreso de Nueva York, a
donde había ido a causa de la muerte de Salsedo, en casa de un
amigo. Dos días más tarde, el 3 de mayo, se marchó al puerto
para comprar pescado. Como ese día el pescado estaba muy
caro, se dirigió a Stoughton para visitar a la familia Sacco.
Luego narró cómo Sacco, Orciani y Boda fueron la tarde del 5
de mayo a recoger del taller de reparaciones el coche de Boda.
«¿Para qué necesitaban el auto?», preguntó McAnarney di-
rigiéndose al estrado donde Vanzetti se encontraba esposado y
vigilado por dos guardias.
«Queríamos ir a buscar el coche para poder transportar li-
bros y periódicos», contestó Vanzetti.
McAnarney se hizo el sorprendido y dijo que no entendía
esa respuesta. «¿Para qué necesitaban el auto?», volvió a pre-
guntar.
Vanzetti repitió nuevamente: «Para sacar de las casas y vi-
viendas documentos, libros y periódicos».
Fingiendo confusión volvió a preguntar: «¿De qué casas y
viviendas querían sacar los libros y documentos?».
«De diversas casas», respondió Vanzetti en un inglés entre-
cortado, «desde cinco o seis sitios, en cinco o seis lugares. Tres,
cinco o seis personas tenían demasiados documentos y noso-
tros teníamos la intención de sacarlos de allí para llevarlos a
un lugar adecuado».
Respondiendo a la pregunta de McAnarney sobre qué en-
tendía por «un lugar adecuado» dijo intrépidamente: «Por un
lugar adecuado entiendo un lugar donde los agentes de policía
no se dirijan a revisar, a ver documentos, periódicos y libros,
como aquella vez que registraron las casas de muchos hombres
militantes del movimiento radical, del movimiento socialista y
sindical, entrando y llevándose cartas, llevándose libros y pe-
riódicos, y metiendo a hombres en prisión y deportando a mu-
chos de ellos».
| 168
El abogado de Vanzetti siguió indagando sobre si después
de su detención se les había informado en la comisaría de Brock-
ton de que eran sospechosos de robo y asesinato. En el acta de
proceso se lee:
McAnarney: «¿Le explicó el jefe de policía Stewart, en la co-
misaría de Brockton, o el señor Katzmann, que se encontraba
bajo sospecha de robo y asesinato?».
Vanzetti: «No».
McAnarney: «¿Se le hizo alguna pregunta o se realizó algún
comentario con el que usted pudiera deducir que estaba acu-
sado del delito del 15 de abril?».
Vanzetti: «No».
McAnarney: «¿Qué creyó usted, a partir de las preguntas que
se le hicieron, sobre el porqué de su detención en la comisaría
de Brockton?».
Vanzetti: «Creí que me habían detenido por un asunto polí-
tico».
McAnarney: «¿Por qué tuvo la impresión de que estaba de-
tenido por su opinión política?».
Vanzetti: «Porque se me preguntó sobre si era socialista. Les
dije que “desde ahora sí”».
McAnarney: «Quiere decir que por las preguntas hechas...».
Vanzetti: «Porque fui preguntado si era socialista, si era del
IWW, si era radical, si pertenecía a la Mano Negra».
Por eso no había dicho la verdad el día de su detención, ha-
bía temido ser deportado. «Las autoridades de este país estaban
por aquel entonces más en contra de los elementos socialistas
que de la guerra. Eran tiempos excepcionales», explicó Vanzetti.
McAnarney sometió nuevamente a discusión todo lo refe-
rente a la tarde en la que ambos fueron detenidos:
McAnarney: «¿Por qué no le dijo la verdad al señor Stewart
la tarde en que este le detuvo y le interrogó en la comisaría?».
Vanzetti: «Tenía miedo de dar los nombres de mis amigos,
porque sabía que en sus casas se encontraban casi todos los
| 169
libros y periódicos que podían ser usados por las autoridades
en su contra, para detenerlos y deportarlos».
McAnarney: «En cuanto pueda recordar, díganos qué le
preguntó el señor Stewart».
Vanzetti: «Me preguntó por qué habíamos estado en Brid-
gewater, desde hace cuánto tiempo conocía a Sacco, si era ra-
dical, si era anarquista o comunista. Y me preguntó si creía en
el Gobierno de Estados Unidos».
En lugar de seguir por ese camino para hacerles entender a
los miembros del jurado a qué tipo de represiones y persecu-
ciones estaban expuestos los inmigrantes radicales, sobre todo
los que se ponían en contra de las instituciones establecidas o
tenían otras ideas sobre el derecho y otra ideología política,
McAnarney tocó la delicada pregunta sobre la huida de Vanzetti
a México. No para poner en claro que muchos estadounidenses
sujetos al servicio militar habían huido de la llamada a filas y
que Vanzetti, como extranjero, no podía ser convocado de to-
dos modos, sino que le preguntó, de nuevo, por qué se había
marchado.
Vanzetti respondió: «Me marché para no ser soldado».
Con otras irrelevantes informaciones finalizó el abogado el
interrogatorio directo al acusado. De esta forma se había des-
pilfarrado la oportunidad de proporcionar a los miembros del
jurado una imagen de las condiciones reales de la vida del acu-
sado.
En ningún momento y en ninguna frase se dijo que los
hombres como Sacco y Vanzetti tenían, en su nueva patria,
solo obligaciones, pero apenas derechos, que por ser extranje-
ros eran discriminados, en resumidas cuentas: que eran ciuda-
danos de segunda clase. Solo quedó en la cabeza de los miem-
bros del jurado que Vanzetti era un radical, un hombre que
como desertor se había negado a cumplir con su deber patrió-
tico, un hombre que no aceptaba las leyes del país.

| 170
El interrogatorio, muchas veces incoherente e inconstante,
de McAnarney no había logrado corregir la imagen predeter-
minada que el jurado tenía de Vanzetti. Ellos no podían enten-
der al acusado, aun cuando había testigos que habían declarado
a su favor proporcionándole una perfecta coartada para el 15
de abril. Pensaban que era el autor de un delito. Esto no fue
producto solamente del mérito indiscutible de su abogado.
Katzmann era diferente. Sabía lo que querían escuchar los
miembros del jurado. Se trataba de hombres con hondo senti-
miento patriótico y con un irrefutable concepto del mundo. Por
ejemplo, su presidente, Walter Ripley, no dejaba nunca de sa-
ludar la bandera estadounidense al entrar en la sala de audien-
cias. Para él, este no solo era un proceso penal sino, sobre todo,
político.
Se trataba del respeto a las leyes de su país, la lealtad al Go-
bierno y, ante todo, de la libertad. Así pensaban y sentían casi
la mayoría de los miembros del jurado. Katzmann lo sabía.
En el interrogatorio tomó como base el cuestionario reali-
zado a Vanzetti el 6 de mayo, un día después de su detención.
Necesitaba probar ante el jurado que las afirmaciones de Van-
zetti, en las que aseguraba haber mentido aquella vez por te-
mor a que le hubieran detenido por ser radical, eran solo una
mentira inocente y piadosa. Ahora declaraba Vanzetti haber
mentido para proteger a algunos correligionarios.
«Si la primera vez dije algo falso entonces debo haber dicho
siempre algo falso», explicó Vanzetti, e intentó con esto debili-
tar las recriminaciones de Katzmann con relación al hecho de
haber negado conocer a Boda. «Si le digo la verdad sobre Boda,
le debo decir también los nombres de muchos de mis amigos».
La intención de Katzmann era dejar en la conciencia del ju-
rado que Vanzetti era un italiano radical. Por este motivo men-
cionó también el panfleto que convocaba una asamblea el 9 de
mayo, redactado por Vanzetti camino a Bridgewater, y que
después de su detención fue encontrado en el bolsillo de Sacco.
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Katzmann leyó el texto de este panfleto, previamente traducido
del italiano, en voz alta.

Compañeros de trabajo, vosotros habéis combatido en la gue-


rra. Habéis trabajado para esos capitalistas. Habéis atravesado de
un lado a otro este país. ¿Habéis cosechado el fruto de vuestro es-
fuerzo, el premio a vuestra victoria? ¿Os consuela vuestro pasa-
do? ¿Os sonríe vuestro presente? ¿Os promete algo el futuro?
¿Habéis encontrado un pedazo de tierra en la cual podáis vivir
como seres humanos, y como seres humanos podáis morir? So-
bre estas preguntas, sobre los argumentos y sobre este tema, la
lucha por existir, habla Bartolomeo Vanzetti. Hora... Día... sala...
Entrada gratuita. Libertad de palabra para todos. Traed a vues-
tras mujeres.

Katzmann no solo deseaba incidir en la opinión del jurado


mostrando que era radical, sino que también Vanzetti era un
desertor.
«Señor Vanzetti, ¿es usted el mismo hombre que en una
asamblea en Brockton, el 9 de mayo, quería explicar a sus con-
ciudadanos que había combatido en la guerra, trabajado para
los capitalistas y conocido su forma de ser? ¿Es usted el hom-
bre que de esta manera quería hablarles a los soldados que
retornaban a casa?», preguntó Katzmann usando un tono pe-
tulante en la última pregunta.
«Sí, señor», contestó Vanzetti.
«¿Deseaba darles, a los hombres que habían estado en la
guerra, cierto tipo de consejos, en una asamblea pública? ¿Es
usted aquel individuo?», continuó Katzmann mientras miraba
a los miembros del jurado.
«Sí, señor, soy aquel hombre, pero no aquel que usted está
buscando», respondió Vanzetti.
Las preguntas del fiscal no tenían ni una sola relación con el
asalto en South Braintree, pero llevaban a presentar a Vanzetti
como a un agitador radical, que no se detenía ante nada para
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clamar públicamente contra el deber patriótico de los estadou-
nidenses. La estrategia de Katzmann era siempre la misma:
con preguntas que no tenían ninguna relación con los puntos
de la acusación, desacreditar a Vanzetti, como radical, como
desertor, como mentiroso, como el hombre capaz de cualquier
cosa, hasta llevar a cabo un robo con homicidio. Donde falta-
ban los indicios y las pruebas, él las reemplazaba por sospe-
chas y propaganda. Así ocurrió, también, al final del interroga-
torio hecho a Vanzetti. El fiscal leyó a los miembros del jurado
cada pregunta y cada respuesta hechas por él a Vanzetti, in-
cluidas en su día en el protocolo, en la comisaría de Brockton,
y que hacían referencia a lo realizado por el acusado el día 15
de abril.
Entonces Vanzetti respondió negativamente a la pregunta:
«Por lo tanto, ¿no sabe dónde estuvo usted el jueves 19 de
abril, jueves posterior a ese día, lunes?».
Nuevamente deseaba Katzmann dar la impresión de que
Vanzetti también había mentido aquella vez. El acta del proce-
so muestra lo refinado de su proceder:
Katzmann: «¿Pero después de meses pudo recordar?».
Vanzetti: «No después de meses, sino que después de tres o
cuatro semanas me di cuenta de que debía ser más cuidadoso
si quería salvar mi vida».
Katzmann: «¿No fue cuidadoso cuando respondió a esas
preguntas?».
Vanzetti: «Sí, pero no sabía que el día 15 y el día 24 eran los
días del asalto en South Braintree y Bridgewater. Aquella vez
no lo sabía».
Katzmann: «¿No tuvo la intención de decirme la verdad
cuando le pregunté dónde había estado esos días?».
Vanzetti: «Quería decirle la verdad, pero no me imaginé ni
en sueños que usted diría que yo había ido los días 15 y 24 ha-
cia esos lugares para robar y asesinar a un ser humano».

| 173
Katzmann: «Por consiguiente, si usted ni siquiera en sueños
pensó que sería acusado por el asesinato del día 15 de abril,
¿por qué podía estar tan seguro de que no podía recordar dón-
de había estado el 15 de abril?».
Vanzetti: «Porque… el día 15 de abril fue un día como cual-
quier otro para mí. Vendí pescado».
A pesar del gran número de testigos que confirmaban que el
día del delito Vanzetti había estado vendiendo pescado, Katz-
mann intentaba obsesivamente denunciar que la coartada de
Vanzetti era un complot urdido, posteriormente a los hechos,
por los testigos de descargo. ¿Qué valor tenían los testimonios
de testigos italianos? ¿Qué significaba la coartada de un anar-
quista?
El Fiscal de distrito se había preparado también para los
días que llegaban: Nicola Sacco tenía mejor coartada que Van-
zetti, pero no le podía salvar de la acusación.
Sacco no estuvo el día de autos en su puesto de trabajo. Para
Katzmann, y también para los miembros del jurado, quedaba
claro que había sido unos de los autores del delito. En la sala
de audiencias de Dedham los representantes de la acusación
no tenían que probar su culpabilidad, sino que era obligación
de la defensa probar su inocencia. Comenzó reconstruyendo
los hechos acaecidos el día 15 de abril, día que para Sacco se
convirtió en fatal.
A fines de marzo Sacco recibió una carta de su hermano en
la que le participaba la muerte de su madre. Sacco decidió, a
partir de ese momento, volver a Torremaggiore. Verdadera-
mente jugaba desde hacía algún tiempo con la idea de volver
junto con su familia a Italia; ahora ese vago plan se veía con-
cretar. El 15 de abril lo tomó libre para solicitar en el Consula-
do italiano en Boston un nuevo pasaporte. Un poco antes de
las 9 de la mañana se subió al tren en la estación de Stoughton
y cuarenta minutos más tarde llegó a Boston.

| 174
En primer lugar, se dirigió al barrio italiano en North End
en donde encontró por casualidad al profesor Felice Guadagni,
periodista y conferenciante, a quien había conocido un tiempo
atrás después de un acto. Cuando este le propuso ir a almorzar
juntos, se dirigieron al restaurante Bonis donde encontraron a
Albert Bosco, redactor del periódico La Notizia y a John D.
Williams, que trabajaba como captador de anuncios publicita-
rios. Al terminar el almuerzo, Sacco se despidió del grupo y
abandonó el restaurante para dirigirse hacia el Consulado. Allí
llegó a las dos de la tarde y habló con el empleado Giuseppe
Andrower.
En el proceso, Sacco describió este encuentro: «Le dije: “de-
seo retirar mi pasaporte familiar”. El empleado me preguntó:
“¿tiene la fotografía consigo?”. Le dije que sí la tenía y le di una
foto grande. Me dijo: “Discúlpeme, pero esa fotografía es de-
masiado grande”. “¿No podríamos cortarla?”, le respondí. “No,
esa foto no la podemos emplear porque es demasiado grande.
Usted debe traer una fotografía para pasaporte, pequeña, mu-
cho más pequeña”. Y fue lo que hice más tarde».
Sacco hizo reproducir la fotografía en el laboratorio del fo-
tógrafo Edward Maertens en Stoughton, acción que también
pudo ser probada por la defensa. En el transcurso de la tarde,
Sacco estuvo en un café en donde había quedado con Guadagni.
Este le presentó a un sacerdote católico llamado Antonio Den-
tamore, quien había trabajado durante mucho tiempo como
redactor en La Notizia. Juntos bebieron café. Sacco les contó
sus planes para regresar a Italia. Un poco después de las 4 de
la tarde, tomó el tren en dirección a Stoughton, en donde, a su
arribo, realizó algunas compras, llegando a su casa a eso de las
seis de la tarde.
La coartada de Sacco fue verificada por una gran cantidad
de testigos. Solo se produjo un error: casi todos eran italianos.
En las mentes de los miembros del jurado, cosa que ya se había
visto en el proceso de Plymouth contra Vanzetti, se presumía
| 175
que detrás de los testimonios de extranjeros había una conspi-
ración, un complot de correligionarios italianos que testifica-
ban a favor de ambos acusados para salvarles la cabeza.
La defensa sabía que contra esas presunciones solo se podía
actuar con testimonios convincentes y sólidos. Por eso presen-
tó a diez testigos que corroboraron la versión de Sacco.
George Kelley, el capataz de Sacco en la fábrica de calzado
Three-K, declaró que este le había preguntado al principio de
la semana por un día libre para poder viajar a Boston a resol-
ver unos problemas en el Consulado italiano. Le respondió que
era posible solo cuando hubiese terminado el trabajo que tenía
pendiente. Ante el tribunal, Kelley hizo constar en acta: «Le
dije que cuando terminara con el trabajo que le habían asigna-
do podía tomarse un día libre No se habló aquella vez de qué
día debía ser. Y así llegó el miércoles para decirme que el pró-
ximo día se lo tomaría libre».
El 14 de abril Sacco le participó que se tomaría libre el día
siguiente para retomar su puesto de trabajo el día 16 de abril.
¿Es posible pensar que un delito tan bien planificado depen-
diera de que Sacco terminara a tiempo su trabajo? Para culpar
a Sacco, se debería suponer que este habría distribuido el tra-
bajo cuidadosamente para poder terminar a tiempo y así poder
tener libre el día del delito.
Aparte de Kelley, la defensa citó a otros testigos que confir-
maron haber visto a Sacco el 15 de abril en Boston. El profesor
Guadagni, Albert Bosco y John D. Williams, que almorzaron
con él en el restaurante Bonis, así como Antonio Dentamore,
que entonces trabajaba como director del departamento de
comercio exterior del Haymarket National Bank, testificaron a
favor de Sacco.
Giuseppe Andrower fue interrogado por el vicecónsul esta-
dounidense en relación con el día 15 de abril; en especial, se le
preguntó por qué podía recordar tan claramente este día. En la
declaración que fue presentada por la defensa, Andrower ex-
| 176
plicaba respecto a esto último: «... porque el día 15 de abril fue
un día muy tranquilo en el Consulado real italiano y en espe-
cial porque nadie nos había traído hasta ese momento una fo-
tografía tan grande para ser usada en un pasaporte. Recuerdo
que la tomé y se la llevé al secretario consular. Reímos y char-
lamos sobre este hecho. Recuerdo haber visto un calendario
sobre el escritorio del secretario con la fecha en cuestión mar-
cada mientras hablábamos sobre este suceso. Eran entre las dos
y las dos y cuarto de la tarde, lo que recuerdo bien porque me-
dia hora más tarde cerré con llave la oficina».
«¿Por qué debía mentir un funcionario público represen-
tante del Estado italiano?», preguntó el abogado McAnarney.
El siguiente testigo que fue llamado por la defensa a decla-
rar fue, quizá, el más convincente de todos. No por lo que de-
claró, sino por su nacionalidad. Era estadounidense y un testi-
go auténticamente casual: James Matthew Hayes. Albañil de
profesión, que se ganaba la vida como agrimensor de calles,
fue invitado al proceso de Dedham porque un experto de la
defensa requería información sobre los trabajos que se realiza-
ban en las calles en donde había sucedido el hecho delictivo.
De esta manera, la defensa pretendía encontrar a trabajadores
que pudiesen dar algún indicio sobre el automóvil usado por
los bandidos.
El señor Hayes resolvió, después de la conversación con el
experto, sentarse en la sala de audiencias para poder seguir un
poco más de cerca el desarrollo del juicio. Sacco se dio cuenta
de la presencia de Hayes en la sala y le comunicó a McAnarney
que había viajado de regreso junto a ese hombre en el tren de
Boston a Stoughton, la tarde del 15 de abril. El abogado le pi-
dió a Hayes que le acompañara a una sala contigua y allí le
preguntó si podía recordar dónde había estado aquel día. Lue-
go de ser verificado esto por Hayes, a petición de McAnarney,
fue llamado al estrado. Su declaración quedó de la siguiente
manera en el acta:
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McAnarney: «¿Se dirigió usted a casa, como consecuencia
de nuestra conversación, para indagar si podía comprobar
dónde había estado el día 15 de abril de 1920?».
Hayes: «Sí, señor».
McAnarney: «¿A qué resultado llegó?».
Hayes: «Pude comprobar que el 15 de abril de 1920 viajé a
Boston».
McAnarney: «Díganos, por favor, ¿por qué recuerda que el
15 de abril viajó a Boston?».
Hayes: «Lo recordé tras haber revisado mi agenda y también
por otros acontecimientos que sucedieron con anterioridad».
McAnarney: «¿Tiene consigo su agenda?».
Hayes: «Sí».
McAnarney: «¿A qué hora llegó a Stoughton?».
Hayes: «Entre las cinco y las seis de la tarde».
McAnarney: «¿El 15 de abril?».
Hayes: «Sí, señor».
McAnarney: «¿Conocía a Sacco?».
Hayes: «No, no le conocía. Nunca le conocí».
McAnarney: «¿Pensó, antes de que le preguntara sobre ello,
dónde había estado el día 15 de abril?».
Hayes: «No, no tenía ningún motivo para hacerlo».
McAnarney: «¿Y no sabe si Sacco estaba en aquel tren?».
Hayes: «No, no lo sé».
McAnarney: «¿Pero usted viajó en ese tren?».
Hayes: «Sí, señor».
Luego el abogado llamó al estrado a Nicola Sacco y le pre-
guntó dónde había visto a «aquel hombre». «Recuerdo haberle
visto el 15 de abril en Boston», respondió Sacco y acotó:
«También le vi en el tren en el viaje de regreso a casa».
McAnarney asintió con un gesto aliviado: «Gracias, no ten-
go más preguntas».
El juez Thayer, esmerándose en otorgarle la palabra a
Katzmann en el momento oportuno, le permitió someter a
| 178
Sacco a un interrogatorio. Pero, en primer lugar, le pidió al
testigo Hayes que abandonara la sala de audiencias.
Katzmann inició su interrogatorio preguntando tajantemen-
te: «¿En qué lugar del vagón se sentó?».
Sacco: «Recuerdo haberme sentado a la derecha del vagón,
en dirección a Stoughton».
Katzmann: «¿A qué distancia del primer puesto y a qué dis-
tancia del último? ¿Dónde estaba su lugar?».
Sacco: «Más o menos en la mitad».
Katzmann: «¿Dónde iba sentado el hombre del que se ha-
bla?».
Sacco: «Al lado izquierdo, inmediatamente al lado mío».
Katzmann: «¿En el asiento al lado del pasillo central?».
Sacco: «Al lado del pasillo central».
Katzmann: «¿Y dónde estaba usted sentado? ¿Al lado del
pasillo o al lado de la ventana?».
Sacco: «Estaba sentado al lado del pasillo».
Fuera de la sala de audiencias esperaba Hayes sin poder se-
guir el diálogo que se desarrollaba en su interior. Por esto, la
sorpresa fue grande cuando Katzmann le pidió pasar a declarar:
Katzmann: «¿En qué lugar del vagón se sentó usted en viaje
de Boston a Stoughton, en el izquierdo o en el derecho?».
Hayes: «Me senté en el lado izquierdo».
Katzmann: «¿Y en qué parte del vagón?».
Hayes: «Aproximadamente en el centro del vagón».
Katzmann: «¿Y en qué parte del asiento?».
Hayes: «En el interior».
Katzmann: «¿Al lado de la ventana o del pasillo central?».
Hayes: «Al lado del pasillo central».
Katzmann: «¿Habló usted con Sacco antes de pasar a decla-
rar al estrado?».
Hayes: «No, señor».
Katzmann: «¿Posiblemente con su abogado?».
Hayes: «No, señor».
| 179
Katzmann: «¿Le preguntó alguien, antes de que lo hiciera
yo, en qué lugar del vagón se había sentado?».
Hayes: «No».
Katzmann: «¿O en qué lugar del asiento?».
Hayes: «No».
Hayes se reveló como el testigo más importante para Sacco.
Sus declaraciones habían demostrado que había estado en el
tren de Boston a Stoughton la tarde del 15 de abril. Con esto
quedaba malograda, temporalmente, la intención de la acusa-
ción de presentar a Sacco como a uno de los autores del asalto
en South Braintree. Cuando Katzmann se dio cuenta de que la
coartada de Sacco para el 15 de abril era irrefutable, intentó
compensar esta derrota con un recurso ya probado. Sometió
nuevamente a discusión los sucesos acontecidos los días 5 y 6
de mayo.
Aquella vez, cuando Sacco fue detenido junto a Vanzetti,
habría hecho un movimiento como si quisiese hacer uso de su
arma de fuego. Esta suposición se basaba solamente en la de-
claración hecha por uno de los funcionarios que los detuvieron.
Sacco negó haber realizado tal movimiento, lo mismo que Van-
zetti. En el primer interrogatorio, ambos intentaron ocultar sus
pasos, el día de autos, con declaraciones irreales. Vanzetti jus-
tificó su actuación diciendo que lo había hecho porque tenía
miedo de correr la misma suerte que Salsedo. Sacco, que solo
había sido interrogado por Katzmann y no por otro represen-
tante de la acusación, argumentó de igual manera. Pero Katz-
mann veía en este comportamiento un claro «sentimiento de
culpabilidad». Especialmente el hecho de que portaran armas
demostraba este «sentimiento de culpa», sobre todo Sacco,
que, mal aconsejado en este punto por sus abogados, había
afectado parte de su propia credibilidad a través de respuestas
absurdas.
Cuando Moore le preguntó a Sacco en el proceso por qué
portaba consigo una pistola, contestó que su esposa había en-
| 180
contrado la pistola y las balas en el interior de una cómoda,
cuando estaba haciendo la limpieza, y le había preguntado si la
quería. Sacco dijo que la había tomado para poder «ir con Van-
zetti a disparar al bosque». Luego se habían encontrado con
Boda y Orciani, con lo cual había olvidado la pistola y los pro-
yectiles. Katzmann observó durante esta declaración los ros-
tros escépticos de los miembros del jurado y preguntó:
Katzmann: «¿Usted quiere decirle al jurado que cuando de-
jó su casa el día 5 de mayo no sabía que llevaba una pistola en
su bolsillo? ¿Desea sostener esto?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿No pudo percibir su peso?».
Sacco: «No, señor».
Katzmann: «¿No lo pudo sentir?».
Sacco: «No».
Katzmann: «¿No pudo notar los 22 proyectiles que llevaba
en su bolsillo?».
Sacco: «No».
Las respuestas tuvieron que sonar absurdas en los oídos de
los miembros del jurado. Estos, que nunca habían experimen-
tado lo que significaba estar amenazados por batidas policia-
les, que no conocían el tipo de sentimiento que despertaba la
persecución, la discriminación y la emigración, ¿cómo podían
entender que alguien llegara a la situación de tener que mentir
para poder protegerse? Los inmigrantes radicales percibían
como peligroso un país que, antes de abandonar sus lugares de
origen, representaba para muchos la tierra prometida.
«Estaba ansioso por llegar a este país, porque gustaba de paí-
ses libres, denominados países libres», dijo Sacco, en un inglés
entrecortado, respondiendo a la pregunta de Moore que hacía
referencia a sus razones para venir a Estados Unidos. Katz-
mann, como era de esperar, echó mano también a esta decla-
ración en su interrogatorio:
Katzmann: «¿Dijo ayer que amaba los países libres?».
| 181
Sacco: «Sí, señor».
Katzmann: «¿Amó este país en el mes de mayo de 1917?».
Sacco: «No he dicho que... no he querido decir que no amo
a este país».
Katzmann: «¿Amó este país en las últimas semanas de ma-
yo de 1917?».
Sacco: «Me resulta muy difícil responder con una sola pala-
bra, señor Katzmann».
Katzmann: «Hay dos palabras que puede usar, señor Sacco:
sí o no. ¿Cuál escoge?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «Y cuando fue llamado a filas por Estados Uni-
dos, ¿demostró su amor por Estados Unidos echando a correr
hacia México?».
Esta había sido una pregunta puramente demagógica, igual
a la usada con Vanzetti, puesto que Katzmann sabía que, como
extranjeros, no podían ser llamados a cumplir con el servicio
militar. Aunque no tenía ninguna relación con los puntos de la
acusación, servía exclusivamente para poner al jurado en con-
tra de Sacco. Por otro lado, el juez Thayer apoyaba de nuevo a
Katzmann para darle más fuerza:
Thayer: «¿Lo hizo?».
Katzmann: «¿Huyó a México?».
Thayer: «Él no ha dicho que haya huido a México. ¿Viajó a
México?».
Katzmann: «¿Viajó a México para no tener que ser soldado
del país que amaba?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Ésa es su forma de demostrar el amor a Esta-
dos Unidos?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Y sería ésa la forma de demostrarle el amor a
su esposa, abandonándola cuando lo necesite?».
Sacco: «No la he abandonado».
| 182
Los defensores de Sacco, que durante el interrogatorio no
habían dicho ni una palabra, protestaron contra esa compara-
ción, pero el juez Thayer recusó esta protesta y Katzmann con-
tinuó su interrogatorio deshonesto y subjetivo, ahora con su
beneplácito:
Katzmann: «¿Por qué no se quedó en México?».
Sacco: «Pues porque con mi profesión no podía lograr mu-
cho. Tenía que haber aceptado otro tipo de empleo».
Katzmann: «¿No se trabaja en México con la pala y el aza-
dón?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Ha trabajado en nuestro país con pala y aza-
dón?».
Sacco: «Sí, lo he hecho».
Katzmann: «¿Entonces por qué no se quedó allí, en ese país
libre, y trabajó con pala y azadón?».
Sacco: «Pienso que no me sacrifiqué aprendiendo un oficio
para viajar a México a mover tierra con una pala o un azadón».
Katzmann: «¿Es por eso... su amor a Estados Unidos co-
rresponde al sueldo que recibe por semana en este país?».
Sacco: «Mejores condiciones de trabajo, sí».
Katzmann: «¿Un buen país para ganar dinero, no es ver-
dad?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Significa, señor Sacco, que su amor a nuestro
país se podría medir en dólares y centavos?».
En ese instante McAnarney alzó la voz y dijo: «Su señoría,
protesto por esa pregunta. Y deseo hacer presente mi crítica
ante la forma como se está llevando a cabo el interrogatorio».
A pesar de todo, Thayer dejó que Katzmann continuara con sus
preguntas.
Katzmann: «¿Se expresa su amor a nuestro país a través del
sueldo que podría ganar aquí?».
Sacco: «No he amado nunca el dinero».
| 183
Katzmann: «¿Entonces cuál fue la razón para retornar de
México si no ama el dinero?».
Sacco: «La primera razón es que todo me iba a contrapelo,
una comida totalmente extraña, otra naturaleza, en resumidas
cuentas, todo era diferente».
Katzmann: «Ésa fue la primera razón. No le convenía en ab-
soluto. La comida no era la precisa».
Sacco: «La comida y muchas otras cosas».
Katzmann: «Pero también había por aquel lugar comida ita-
liana, ¿no es verdad?».
Sacco: «Sí, pero la que nosotros cocinábamos».
Katzmann: «¿No podía haber hecho traer comida italiana
desde Boston a Monterrey en México?».
Sacco: «Sí hubiese sido D. Rockefeller lo hubiese hecho».
Katzmann: «Si le he entendido bien, usted volvió a Estados
Unidos, en primer lugar, para lograr algo de comer. Algo que le
gustaba, ¿verdad?».
Sacco: «No, no solo por la comida».
Katzmann: «¿Pero no acaba de decir que fue la primera ra-
zón?».
Sacco: «La primera razón, pero...».
Katzmann: «¿No dijo que fue la primera razón?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «Bueno, fue un deseo ardiente, ¿no es verdad?».
Sacco: «¿Deseo ar…?».
Katzmann: «Sí».
Sacco: «No».
Katzmann: «Fue un deseo del estómago, ¿verdad?».
Sacco: «No solo por el estómago sino también por otras ra-
zones».
Katzmann: «Hablo en primer lugar de su primera razón.
Por lo tanto, su primera razón para amar a Estados Unidos se
basó en que este país le satisfacía el estómago. ¿No es cierto?».
Sacco: «No voy a decir que sí».
| 184
Katzmann: «¿No lo dijo ya?».
Sacco: «No por el estómago. No creo que se trate solamente
de satisfacer el estómago».
Katzmann: «¿Cuál fue su segunda razón?».
Sacco: «La segunda razón fue que la lengua era muy extra-
ña».
Katzmann: «¿Una lengua extraña?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿No residió en una colonia italiana?».
Sacco: «¿Si recibí alguna cosa italiana? No le entiendo, se-
ñor Katzmann».
Katzmann: «Discúlpeme, por favor. ¿Se encontraba usted
viviendo con un grupo de italianos?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «Cuando vino en 1908 a Estados Unidos, ¿en-
tendía inglés?».
Sacco: «No».
Katzmann: «La lengua local de este país le era ajena, ¿ver-
dad?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Cuál fue la tercera razón, en el caso que haya
existido?».
Sacco: «La tercera razón. Estaba demasiado lejos de mi es-
posa y mi hijo».
Katzmann: «¿Existe otra razón para amar a Estados Uni-
dos, aparte de las tres que ha nombrado?».
Sacco: «Pues bien, no lo puedo decir propiamente. Pienso
que aquí hay más posibilidades para la clase trabajadora que
en otros lugares, más oportunidades para ser diligente y más
industrias. Se puede obtener una oportunidad para lograr todo
lo que se quiere».
Katzmann: «Quiere decir que se puede ganar más dinero,
¿verdad?».
Sacco: «No, dinero no, nunca he amado el dinero».
| 185
Katzmann: «¿Nunca ha amado el dinero?».
Sacco: «No, el dinero nunca me ha satisfecho».
Katzmann: «¿Nunca le ha satisfecho el dinero?».
Sacco: «No».
Katzmann: «¿Cuáles fueron, entonces, las condiciones eco-
nómicas que aquí le gustaron, si no fue la oportunidad de ga-
nar más dinero?».
Sacco: «Un ser humano, señor Katzmann, no tiene satisfac-
ción solo por el dinero para la panza».
Katzmann: «¿Para qué?».
Sacco: «Quiero decir el estómago».
Katzmann: «Sobre el estómago ya hablamos. Ahora me re-
fiero al dinero».
Sacco: «Sobre eso hay muchas cosas».
Katzmann: «Pues bien, queremos oírlas todas. Deseo saber
por qué amaba tanto a Estados Unidos, por qué después de
huir a México, encontrándose este país en guerra, retornó».
Sacco: «Sí, está bien…».
Katzmann: «Deseo escuchar todas las razones que le hicie-
ron retornar».
Sacco: «Pienso que ya se las dije».
Katzmann: «¿Ésas son todas?».
Sacco: «Sí, a través de la industria de un país muchas cosas
son diferentes».
Katzmann. «¿Allí hay de comer, es ésa una razón?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿La lengua extranjera es la segunda?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Su esposa y su hijo son la tercera?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Y las mejores condiciones económicas?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Eso es todo?».
Sacco: «Sí, es todo».
| 186
Katzmann: «¿Encuentra entre estas cuatro razones una que
se pueda llamar amor patrio?».
Nuevamente protestó la defensa. Moore se quejó de la ma-
nera de realizar el interrogatorio. Sin embargo, el juez Thayer
le permitió a Katzmann continuar:
Katzmann: «¿Halló amor patrio entre esas cuatro razones?».
Sacco: «Sí, señor».
Katzmann: «¿Cuál es?».
Sacco: «Todas juntas».
Katzmann: «¿Todas juntas?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Comida, mujer, idioma, economía?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Eso significa amor a la patria, a la tierra?».
Sacco: «Sí».
Katzmann: «¿Es lealtad a la patria, cuando necesita de sus
soldados, una prueba de amor al país?».
Parecía que ese proceso se trataba solo de la huida a Méxi-
co. En una discusión posterior entre Thayer y Moore se habló
sobre quién había comenzado con esa forma de interrogatorio
y si este tipo de preguntas tenían, de alguna manera, relación
con la causa.
Thayer, que se enfurecía cada vez más, preguntó a la defen-
sa si pretendía afirmar que el papel de Sacco en la distribución
de documentos había obrado en favor de los intereses de Esta-
dos Unidos, «para impedir la transgresión de la ley a través de
la distribución de esos documentos».
McAnarney le respondió: «Evidentemente no hemos toma-
do tal posición y las pruebas que existen actualmente no justi-
fican la presunción de esa pregunta».
Pero Thayer no daba su brazo a torcer. Instaba a la defensa
una y otra vez a responder a sus preguntas:
Thayer: «¿Pretende sostener que lo hecho por el acusado, se
circunscribe a los intereses de Estados Unidos?».
| 187
McAnarney: «Por favor, su señoría, reclamo categóricamen-
te contra las suposiciones de usía porque prejuzga los derechos
del acusado, y le solicito que esas afirmaciones no sean toma-
das en cuenta por los miembros del jurado».
Thayer: «No soy consciente de haber hecho un comentario
que prejuzgue al acusado ni tampoco he tenido la intención de
hacerlo».
McAnarney: «Si su señoría lo permite. Me refiero a los co-
mentarios relacionados con nuestro país y a la pregunta de si
lo que ha hecho el acusado ha sido beneficioso para el país.
Pienso que solo se pueden sacar conclusiones que son perjudi-
ciales para el acusado».
Después de un debate encarnizado, en el que tomaron par-
te, en algunos momentos, Katzmann y Moore, Thayer aseguró
a los miembros del jurado que de ninguna manera había que-
rido hacer comentarios que pudiesen perjudicar al acusado.
Pero fue eso exactamente lo que provocó. Permitió que un du-
doso proceso penal se transformara en un tribunal ideológico.
Todo hacía ver que detrás de esto había una intención delibe-
rada, y en los miembros del jurado había causado tal efecto. La
estrategia de Katzmann quedó reservada para que, en el mo-
mento adecuado, Sacco apareciera ante los ojos del jurado co-
mo absolutamente deshumanizado. Le ofreció a Sacco la opor-
tunidad de explicar a qué se refería cuando había declarado
que él amaba un país libre. Sacco, sin haber sido advertido por
sus abogados defensores, pronunció un largo discurso sobre el
tema que le habría de costar el cuello. He aquí un resumen de
lo que dijo:

Cuando aún vivía en Italia, siendo un adolescente, era repu-


blicano. Pensaba que siendo republicano tendría mejores posibi-
lidades para desarrollarme, para instruirme, llegar algún día a
formar una familia y así poder criar a mis hijos. Así pensaba por
aquel entonces, pero cuando llegué a este país, vi que todo era di-
ferente, que no era como me lo había imaginado, como había
| 188
pensado, sino todo lo contrario. En Italia nunca tuve que trabajar
tan duramente como en este país. Y también allí era libre. Debía
trabajar, quizás bajo las mismas condiciones, pero nunca tan du-
ro, siete u ocho horas diarias y con mejor alimentación. No les es-
toy mintiendo. Naturalmente, aquí también hay buena comida,
ya que es un país muy grande. Quien tiene dinero puede comprar
alimentos de buena calidad, pero no así el trabajador, este en Ita-
lia tiene más oportunidades para comer verduras.
Llegué a este país. Trabajé duro y lo hice durante más de trece
años. Pero no pude permitirme darle lo que me había imaginado
a mi familia. No pude llevar nada al banco. No hubiese podido
enviar a mis hijos a buenos colegios u ofrecerles todo lo que eso
conlleva.
Me explicaron que aquí cada uno tenía el derecho de decir to-
do lo que pensaba, de hacerlo imprimir, de escribirlo, de pronun-
ciarlo en un discurso. Pero me equivoqué. Vi cómo gente buena e
inteligente fue a parar a la cárcel durante años, cómo muchos de
ellos murieron en prisión. Por ejemplo, tomemos a Debs, uno de
los hombres más significativos en este país. Se encuentra en pri-
sión y solo por ser socialista. Quería lograr mejores condiciones
de vida para la clase trabajadora y le metieron en la cárcel. ¿Por
qué? A causa de la clase capitalista. Ellos conocen el terreno. Es-
tán en contra porque no desean que nuestros hijos también pue-
dan asistir a Harvard. Porque entonces no tendrían más oportu-
nidades... si los trabajadores fueran instruidos. Desean mantener
al trabajador siempre por debajo de ellos. Estamos de acuerdo en
que, algunas veces, los Rockefeller y los Morgan dan cincuenta...
quiero decir, cincuenta mil dólares al colegio Harvard. Donan un
millón a otro colegio. Y luego se dice continuamente: ese Rocke-
feller es un gran hombre, el mejor hombre del país. Pero me pre-
gunto: ¿y quién va a Harvard? ¿Qué provecho sacan los trabaja-
dores con el dinero que dona a Harvard? Ellos no tienen la
posibilidad de enviar a sus hijos a Harvard, porque la gente que
gana a la semana veinte dólares o treinta dólares o, si se quiere,
ochenta dólares y tienen cinco hijos, no pueden mandar a nin-
guno de ellos a Harvard si quieren comer medianamente. Deseo
que el ser humano viva como debe vivir. Quiero que la gente reciba
todo lo que la naturaleza le ofrece. Por eso mis ideas cambiaron.
| 189
Por eso estoy por la gente que trabaja y trabaja, que se desarrolla
y que no hace la guerra. No queremos disparar. No queremos
asesinar a otros jóvenes. Las madres padecieron y se afanaron
por lograr que esa gente joven fuera algo. Entonces esas madres
también tendrían que tener algo de todo esto, ver a sus hijos cre-
cidos. ¿Por qué enviar a sus hijos a la guerra en beneficio de los
Rockefeller y los Morgan? ¿Por qué? ¿Qué es la guerra? La guerra
es nada cuando se lucha como Abraham Lincoln por un país libre,
por mejor educación, por la igualdad de derechos de los negros y
de los blancos, porque se sabe: los negros son como cualquier
otro ser humano... En este caso solo se trató de una guerra de los
millonarios. No de una guerra para la civilización. Esta fue una
guerra para que alguien nuevamente pudiera ganar un millón.
¿Tenemos el derecho de matar a otro ser humano? Trabajé
para irlandeses. Trabajé para alemanes y para franceses. Trabajé
para gente que procedía de otros pueblos. Los aprecio como son,
como aprecio a mi mujer y a mi pueblo. ¿Por qué tendría que ma-
tarlos? ¿Qué me han hecho? Nada. Y por esto no creo en la gue-
rra. Preferiría destruir todos los cañones. Solo puedo decir que el
Gobierno nos debería dar más educación. Recuerdo que en Italia
existió hace más de sesenta años un hombre que decía: “¡A ter-
minar con los regímenes!”. Si se desea terminar con toda esta
desgracia, si se desea acabar con todo acto criminal, hay que dar-
le una posibilidad a la literatura socialista, a la educación de las
masas y a la emancipación. Por esto se deben abolir los regíme-
nes. Por esto estoy a favor del socialismo. Por esto aprecio a la
gente que desea tener una educación, una vivienda en la cual po-
der vivir razonablemente. Eso es todo.

Sacco se había mostrado tal y como Thayer y Katzmann le


querían representar, por este motivo Thayer no le había inte-
rrumpido. Sacco había osado sacudir los conceptos más sagra-
dos: un radical y desertor había dicho en inglés deficiente que
en Italia podía vivir mejor. Esto debió enojar a los miembros
del jurado y a la vez produjo en ellos nuevas preguntas.

| 190
Si era más grato vivir en Italia que en Estados Unidos, ¿por
qué él y Vanzetti habían temido una deportación? ¿Por qué,
entonces, habían mentido?
Para asegurarse de que todo hubiese quedado claro, en el
caso de que los miembros del jurado, en su enojo, no hubiesen
podido seguir completamente el estallido emocional de Sacco,
Katzmann retomó algunos puntos. «¿Dijo que la vida en Italia
era mejor?». «No», respondió este para luego acotar, «sin em-
bargo, los obreros pueden comprar más fácilmente frutas fres-
cas, pero en lugar de eso, no existe la educación y otras cosas».
Katzmann le llevó a tratar nuevamente los comentarios so-
bre Harvard. «¿Quiso usted condenar Harvard?»; Sacco negó
con un movimiento de cabeza. «¿Su hijo asiste a un colegio
estadounidense?»; Sacco respondió con una cierta resistencia
afirmativamente. «¿Sabía usted que Harvard otorga becas a
personas pobres?»; Sacco volvió a negar con un movimiento de
cabeza.
Ante los miembros del jurado parecía un hombre que no so-
lo estaba mal informado y lleno de prejuicios, sino también
desagradecido. Se podía tener de nuevo la impresión, basándo-
se en los argumentos tratados en los días anteriores sobre de-
serción, patriotismo y convencido anarquismo, que aquí ya no
se trataba de un proceso por robo y asesinato, sino más bien de
un tribunal político. Las preguntas penetrantes de Katzmann
en el interrogatorio a los acusados no tenían nada que ver con
los hechos acontecidos el 15 de abril, pero se adecuaban a la
perfección para fortalecer aquel sentimiento de rechazo, me-
nosprecio y odio que la mayoría de los miembros del jurado, de
todos modos, albergaba dentro de sí contra los extranjeros
radicales.
La defensa solo raras veces protestó por esa forma de llevar
el interrogatorio, y, cuando lo hizo, el juez Thayer estuvo pres-
to a no admitir tal objeción con la misma frase estereotipada:
«Usted ha planteado este tema».
| 191
La representación sin escrúpulos de la acusación sabía que
el resultado de este proceso dependía más de las emociones
que de los hechos. Las supuestas pruebas acusatorias contra
Sacco y Vanzetti se habían convertido en nada en el transcurso
del proceso; las declaraciones de los testigos eran contradicto-
rias o totalmente inservibles. Para llegar a la conclusión de que
Sacco y Vanzetti eran los autores del delito de South Braintree,
los miembros del jurado debían ignorar todo el desarrollo del
proceso. La estrategia de Katzmann, cambiar la lógica de los
hechos acontecidos por la suya, había dado buen resultado.
En su informe final, Katzmann ofreció, por última vez, su
interpretación de los hechos: los acusados eran extranjeros,
radicales y desertores. Mentían, se comportaban sospechosa-
mente y portaban armas de fuego. Había testigos que los ha-
bían identificado. Katzmann había conseguido ordenar todos
los indicios bajo su lógica: Sacco y Vanzetti eran los autores del
delito. Hábil y dramáticamente se dirigió, al final de su infor-
me, a los miembros del jurado: «Señores miembros del jurado,
cumplan con su deber. Háganlo como hombres. ¡Manténganse
unidos!».
Las palabras finales de la defensa fueron comprometidas,
pero al fin y al cabo descoloridas. Cierto es que el abogado
Moore hizo todo lo imaginable para demostrar la inocencia de
Sacco y Vanzetti, para probar sus coartadas y para afectar la
credibilidad de los testigos de la acusación. En comparación
con el primer proceso contra Vanzetti, esta vez la defensa ha-
bía desarrollado un trabajo mejor: había presentado nuevos
testigos de descargo; había procurado nuevos peritajes que se
contraponían a los de la acusación; en un trabajo conjunto con
el Comité de Defensa había informado puntualmente a la pren-
sa sobre el acontecer del proceso. ¿Pero había sido suficiente?
El de Dedham no fue un proceso común y corriente, las sema-
nas que habían transcurrido lo habían demostrado claramente.

| 192
Sacco y Vanzetti habían tenido que seguir su proceso, en la
sala de audiencias, desde el interior de una jaula de acero, algo
que en la cabeza de los miembros del jurado representaba una
prueba avasalladora de su culpabilidad. Seis veces al día, por la
mañana, al mediodía y por la tarde, fueron conducidos desde
la cárcel hasta el tribunal por una escolta armada a través de
las calles acordonadas de Dedham. Deben haber parecido una
amenaza horrorosa. El abogado McAnarney dijo más tarde,
refiriéndose a las medidas excepcionales de seguridad:

Al entrar en aquel tribunal, en primer lugar, el candidato a


miembro del jurado se topaba con una guardia armada... Era re-
tenido por un guardia en la puerta del tribunal. Esta era la prime-
ra indicación que señalaba que se trataba de un caso excepcional.
Estuve en Norfolk trabajando como abogado defensor en muchos
casos de homicidio, pero algo así nunca había ocurrido. Tan
pronto como se atravesaba la puerta de entrada, otros vigilantes
interceptaban al público al pie de la escalera. Ahí estaba la se-
gunda señal.
La conciencia humana reacciona usualmente en forma tal que
relaciona instintivamente a la guardia con los acusados, y eso
mismo les sucedió a los miembros del jurado. La guardia no esta-
ba allí para proteger a las autoridades del Estado. Estaba allí para
custodiar a los acusados.
En la parte superior de la escalera también había guardias
armados, y de la misma manera los encontrabas dentro de la sala
de audiencias. Los miembros del jurado pasaban de la sala de
audiencias a la habitación que se había habilitado en lo que anti-
guamente era la biblioteca judicial. En aquel corredor, que co-
municaba ambas dependencias, había, a cada lado del pasillo,
guardias armados. Todo esto despertaba en los miembros del ju-
rado la sensación de estar ante una situación poco común. Esos
guardias estaban por esa razón allí... para proteger a los miem-
bros del jurado de los acusados y sus amigos.

El proceso finalizó el 14 de julio.

| 193
Más de dos mil páginas fueron escritas por el agente. Tha-
yer volvió a hacer uso de la palabra. Según el derecho estadou-
nidense, el juez debe informar a los miembros del jurado; en
otras palabras, tiene que hacerles recordar los momentos más
esenciales a favor del acusado.
La mesa de Thayer estaba adornada con flores cuando en-
tregó su instrucción la mañana del 14 de julio: «El municipio
de Massachusetts les invitó a cumplir un servicio público de
gran importancia», les dijo a los componentes del jurado. Lue-
go continuó:

Aunque sabían que una tarea de esta índole demandaría es-


fuerzo y sería dolorosa y fatigosa, acudieron a este llamado como
verdaderos soldados, insertos en el más alto espíritu de fidelidad
estadounidense. No hay mejor palabra en esta lengua que «fide-
lidad». Pues aquel que muestra su lealtad a Dios, a su país, a su
Estado y a su prójimo, pone de relieve el más alto y noble tipo de
ciudadano estadounidense, algo sin igual en el mundo entero.

Después de su llamada patriótica, Thayer resumió los he-


chos dejando fuera las declaraciones que tenían relación con la
identificación o con las coartadas de los acusados que, en re-
sumidas cuentas, eran el punto esencial del proceso. Les explicó
que debían tener bien claro si existía en los acusados un senti-
miento de culpa, y voluptuosamente les mencionó pormenores
que aparecían como agravatorios para los acusados.

¿Los acusados abandonaron la casa de Johnson en compañía


de Orciani y Boda porque el automóvil no tenía el número de
permiso de circulación para 1920, o porque tuvieron la sospecha
de que la señora Johnson telefoneaba desde la casa vecina? En el
primer caso no se podría hablar de sentimiento de culpa, pero si
nos referimos al segundo caso, entonces tendremos que verlo
como clara expresión de culpabilidad.

| 194
También sometió nuevamente a discusión el tema de las
mentiras. Reprendió las afirmaciones de los acusados en las
que aseguraban haber mentido «porque temían algún tipo de
castigo» por ser extranjeros radicales. Estaba claro que veía en
esta versión una forma de protección y esperaba que los
miembros del jurado la interpretaran de la misma forma.
La instrucción de Thayer al jurado se escuchó como una re-
petición de las palabras finales de Katzmann; un resumen del
caso desde la perspectiva de la defensa allí no tenía cabida. Los
testigos que declararon a favor de Sacco y Vanzetti no fueron
casi mencionados, como tampoco lo fue el hecho de que la acu-
sación no pudo encontrar un motivo para el delito ni pudo en-
tregar una prueba que demostrara que los acusados estaban en
posesión del dinero robado. No se escuchó nada sobre los otros
tres bandidos, nada sobre el hecho, fuera de lo común, de que
dos hombres que, presuntamente, habían participado en un
gran delito criminal, volviesen inmediatamente a su vida coti-
diana.
Después de más de treinta días de proceso, del interrogato-
rio de 167 testigos, de las declaraciones de Sacco y Vanzetti a
su favor, del torpe informe final de la defensa, del distorsiona-
do pero brillante informe final de Katzmann, el juez Thayer
cerró su resumen con estas palabras:

Por consiguiente, pongo en sus manos la decisión sagrada de


este caso. Se llevan consigo esta gran responsabilidad a esa habi-
tación a donde se retiran, santuario de paz, en la que vela el gran
creador de justicia, sabiduría y sano discernimiento por todas sus
decisiones. Tengan siempre presente que están sirviendo a su pa-
tria, a Dios y a la verdad.

Los miembros del jurado abandonaron la sala de audien-


cias, persistentemente patrióticos y unánimemente temerosos
de Dios. Se retiraron para deliberar. Después de siete horas y
media retornaron a la sala de audiencias.
| 195
El juez le ordenó al agente que contara a los miembros del
jurado.
«Si los miembros del jurado están preparados, por favor en-
treguen el veredicto», dijo Thayer.
Ripley, portavoz y presidente del jurado, respondió con voz
festiva: «Estamos preparados».
El agente llamó a Nicola Sacco. «Aquí», contestó este desde
el interior de la jaula de acero poniéndose en pie.
«Señor presidente del jurado, alce su mano derecha y mire
al acusado. Acusado, mire al presidente del jurado. ¿A qué
conclusión han llegado, señor presidente?, ¿el acusado es, ante
el tribunal, culpable o inocente?», le preguntó el agente a Ri-
pley.
«Culpable», contestó secamente Ripley.
«¿Culpable de asesinato?».
«Sí, de asesinato».
Luego fue llamado Vanzetti. Este se puso de pie. El macabro
ritual se volvía a repetir. «Señor presidente del jurado, alce su
mano derecha y mire al acusado. Acusado, mire al presidente
del jurado. ¿A qué conclusión han llegado, señor presidente?,
Bartolomeo Vanzetti, ¿es ante el tribunal culpable o inocente
del delito de homicidio?».
«Culpable».
«¿En primer grado, en cada punto?».
«Culpable».
«Según la sentencia que se hizo constar a la corte, ustedes,
señores del jurado, declaran bajo juramento que ambos, Barto-
lomeo Vanzetti y Nicola Sacco, son culpables de asesinato en
primer grado en cada punto de la acusación. ¿Esto declaran,
señor presidente? ¿Esto, señores del jurado, declaran todos
juntos?».
«Sí, sí, ciertamente sí».
El juez Thayer se mostró satisfecho. En un tono leal se diri-
gió al jurado por última vez:
| 196
Señores del jurado no tengo más que agregar a lo que dije esta
mañana, aparte de darles las gracias en nombre del Estado por su
servicio prestado. Pueden volver a sus hogares, de los que per-
manecieron alejados por casi siete largas semanas. La corte se
puede retirar.

Guardias armados condujeron a los acusados fuera de la sa-


la de audiencias. Las últimas palabras de Sacco en aquel lugar,
en donde se había sellado su suerte, se perdieron entre la gran
confusión de la salida:
«Sono innocente! ¡Están matando a gente inocente!».

| 197
9
La conspiración jurídica

EL VEREDICTO DE CULPABILIDAD de Dedham generó una gran


ola de repulsa e indignación a nivel mundial. Especialmente
los periódicos de las organizaciones de trabajadores exigían que
se reabriera el proceso y denunciaban el procedimiento judicial
como incorrecto y el veredicto como manipulado. También al-
gunas voces liberales se alzaron a favor de los sentenciados. El
escritor francés Anatole France, que junto a Zola pertenecía al
grupo de autores críticos de su país, hizo pública, a finales de
octubre de 1921, una carta con el título Al pueblo de Estados
Unidos:

Escuchad la llamada de un anciano del viejo mundo, quien no


es ningún extraño porque se ve a sí mismo como ciudadano de
toda la humanidad. En uno de sus estados federales se ha conde-
nado a dos hombres, Sacco y Vanzetti, por su modo de pensar. Es
una idea aterradora que un ser humano tenga que pagar con su
vida el ejercicio de este derecho sagrado, derecho que debemos
defender todos nosotros sin importar a qué partido pertenezca-
mos. No permitáis que ese veredicto inicuo se cumpla.
¡La muerte de Sacco y Vanzetti les va a transformar en márti-
res y a vosotros os cubrirá de deshonra!
Vosotros sois una gran nación. Tendríais que ser una nación
justa. Entre vosotros hay mucha gente inteligente que sabe pen-
sar claramente. Pero prefiero dirigirme a vosotros. Os llamo a no
engendrar mártires. Esto sería un delito imperdonable que no se
podría borrar con nada y que os pesaría por generaciones.

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¡Salvad a Sacco y Vanzetti!
Salvadles por vuestra voluntad, por la honra de vuestros hijos
y la de las generaciones que vendrán después de ellos.

Por supuesto que el fervoroso alegato de France no tuvo re-


sonancia en la mayoría de los estadounidenses. Las reuniones
de protesta contra la sentencia eran organizadas, casi en su
totalidad, por el ala izquierda del movimiento obrero estadou-
nidense. Una resolución del congreso de la federación de sin-
dicatos estadounidenses, congreso organizado a petición del
sindicato de Boston para exigir la reapertura del proceso, fue la
excepción. Para qué hablar de los grandes periódicos estadou-
nidenses, que apenas le dedicaron algunas líneas en las últimas
páginas, al inicio del proceso. Las poderosas protestas llevadas
a cabo por los trabajadores en Europa, o fueron ignoradas en las
informaciones o fueron comentadas malintencionadamente.
Como lo hizo, por ejemplo, el New York Times: «En todas par-
tes de Europa han comenzado a lloriquear, por una presunta
injusticia, los grupos que simpatizan con los bolcheviques».
Para sugerir a sus lectores la peligrosidad de las personas que
acudían a estas protestas, el periódico publicó una noticia al
lado de la citada anteriormente que informaba sobre la llegada
al país, entre septiembre y octubre de 1921, de más de cien
comunistas con la misión de causar desorden e inestabilidad
en el caso de que Sacco y Vanzetti fueran ejecutados.
La mayoría de los estadounidenses no querían saber nada
sobre la suerte de ambos inmigrantes. Después de haberse
dictado la sentencia. la prensa de Boston escribió: «La justicia
sigue su curso» y una gran parte de la ciudadanía de Boston
compartía la opinión del diario Boston Globle:

La justicia no se va a dejar desviar de su curso por los gritos


de algunos radicales; en el caso de que se haya incurrido en algún
error durante el proceso, el Tribunal Supremo de Massachusetts
sabrá enmendarlo.
| 199
De entre todos los grandes periódicos burgueses, solo el
American de Boston se atrevió a poner en duda la sentencia
dictada:

Las pruebas encontradas en las actas taquigráficas del juicio


nos parecen poco convincentes y casi todos los reporteros que
asistieron a este proceso concuerdan en que el veredicto de cul-
pabilidad no se justifica.

Vanzetti, desde una celda en la prisión estatal de Charles-


town, observaba atentamente el desarrollo de las reacciones
que generaba el desenlace del proceso. Aún no había renuncia-
do, aún creía que la sentencia escandalosa, que les afectaba a él
y a Sacco, podría ser revisada. En su calabozo le escribió, el 4
de septiembre de 1921, una carta a su hermana Luigia:

Es imposible describir en una carta los pormenores de un pro-


ceso que duró seis semanas, especialmente uno en el que concor-
daron tantas fuerzas sociales, enemistades, odios y prejuicios.
Lamentablemente ya conoces el resultado final de este. Fui
condenado por segunda vez por un crimen que no cometí; nunca
he estado en el lugar en donde se llevó a cabo este delito. Pero la
última palabra aún no ha sido dicha. Hemos apelado el veredicto
y esperamos saber la sentencia del juez en algunos meses. En el
caso de que esta sea negativa, nos vamos a dirigir al Tribunal Su-
premo de Massachusetts.
Si esto último sucediera, tendríamos que esperar por lo menos
un año para recibir una sentencia final. Como ves las cosas se
desarrollan lentamente y hay que tener mucha paciencia. Mis
abogados defensores están muy optimistas, ellos esperan que el
juez suspenda por sí mismo la sentencia. Con relación a los pe-
riódicos e informaciones que deseas, voy a hacer todo lo posible
para que los recibas cuanto antes…
La gente italiana y algunos estadounidenses están ahora más
dispuestos a ayudarnos que al comienzo del proceso. Por esto te

| 200
pido que seas fuerte y que no pierdas la calma. Si llegas a vacilar,
piensa, ¿qué va a ser de mí sin tu apoyo?
A pesar de todo estoy tranquilo y gozo de buena salud. Pero
me sentiría aún mejor si supiese que tú no te dejas perturbar por
estos acontecimientos. Me he encontrado incontables veces en
peligro, durante mis viajes, en mi trabajo y en Nueva York, ciu-
dad que es más peligrosa que una jungla. Pero a pesar de todo
siempre pude salvar el pellejo. ¿Por qué razón tendría que ser
víctima, esta vez, de un error o de una venganza judicial…?

Y en una carta contemporánea a la anterior pero carente de


fecha, Vanzetti se mostró seguro de que la pena de muerte no
se ejecutaría:

Ya sabes todo. Conoces la indignación general que ha levanta-


do por todos lados esta inesperada sentencia; conoces también la
generosidad y la simpatía que el pueblo italiano en Estados Uni-
dos siente por nosotros; sabes cuánta gente influyente está a
nuestro lado; como también sabes que el proletariado italiano
protesta para conseguir nuestra liberación. Con estas cosas a
nuestro favor podemos mantener nuestra tranquilidad y nuestro
coraje.
Pero te puedo contar aún mejores cosas: aunque fuimos con-
denados a muerte, esta pena no se llegará a ejecutar. En este
momento se lleva a cabo una gran e intensiva campaña contra la
pena de muerte, que aspira a salvarnos del patíbulo. Ya que las
mejores fuerzas de la sociedad toman parte en esta campaña, se
puede esperar un resultado exitoso. Además, nuestra inocencia
fue claramente demostrada durante el proceso. Aquí no hay na-
die que no crea que fuimos sentenciados por razones de odio po-
lítico y racial. No se nos va a abandonar nunca. La prensa revolu-
cionaria en Italia va a comenzar una campaña a nuestro favor.
Nuestra vida y nuestra libertad están en manos de los trabajado-
res italianos. Ellos tienen el poder de hacer temblar a los tira-
nos... y bajo la presión pública, el Gobierno italiano se verá tam-
bién obligado a intervenir. Los trabajadores españoles se alzarán
de la misma manera por nuestra causa. ¿Y aquí? Aquí el amor, el
| 201
afecto y la solidaridad escribirán una página indeleble para cuan-
do la inquisición capitalista vuelva a extender sus garras.
¿Por qué no confío en la justicia?
Todo el que está dispuesto a buscar entre la escoria del mundo
va a encontrar un sinnúmero de testigos dispuestos a perjurar:
son aquellos que hacen esto para fomentar su carrera. Los miem-
bros del jurado son, en general, gente pobre, irresponsable, creti-
na y fanática, dejando de lado su odio racial, etc.
En todo caso, estoy esperando pacientemente lo que la justicia
va a hacer.

La paciencia de Vanzetti sería, en los años de prisión que si-


guieron, puesta a prueba hasta los límites de lo insoportable.
Entre 1921 y 1927 fueron presentadas por la defensa ocho peti-
ciones para reabrir el proceso.
La primera solicitud se presentó el 18 de julio, solo cuatro
días después del pronunciamiento de la sentencia, e hizo cons-
tar que la decisión de los miembros del jurado divergía de las
pruebas presentadas. El 24 de diciembre la petición fue recha-
zada. Como siempre el juez Thayer se había tomado su tiempo,
y escribió en su denegación que los miembros del jurado sa-
bían mucho más del caso que sus propios críticos y que habían
examinado minuciosamente cada prueba y cada declaración
realizada por los testigos. Sus palabras finales fueron:

Si quisiese poner en duda el veredicto alcanzado, tendría que


anunciar ante todo el mundo que los doce miembros del jurado
han violado su sagrado juramento y, animados por predisposi-
ciones y prejuicios, han lanzado al viento su honor, su discerni-
miento, su cordura y su conciencia...

Moore presintió la denegación de esta petición ya que había


presentado el 8 de noviembre una llamada instancia suple-
mentaria. Estas solicitudes, esas mociones, eran la única posi-
bilidad que tenía la defensa para forzar un nuevo proceso. Por

| 202
cierto, la preparación de estas demandaba una gran cantidad
de tiempo y, por consiguiente, de dinero. Por eso la tarea más
importante del Comité de Defensa se centró en recaudar dona-
ciones en dinero para poder financiar la labor de los abogados
defensores. Felicani, como siempre, seguía siendo una de las
cabezas más importantes del comité y el principal encargado
de sus finanzas. Entre el momento en que se formalizó la acu-
sación de ambos, a través de los procesos de Plymouth y Ded-
ham, durante los años que transcurrieron en revisiones, hasta
el momento mismo de la entrada en vigor de la sentencia, Feli-
cani logró recaudar más de trescientos mil dólares en donacio-
nes.
A él y a Gardner Jackson, un joven reportero que durante el
proceso de Dedham se adhirió al comité y llegó a convertirse
en su secretario, había que agradecerles que, entre los grupos y
organizaciones integrados en el comité, con frecuentes desave-
nencias, no se hubiese llegado a la fragmentación. Hubo gru-
pos que se unieron a las protestas para poder instrumentali-
zarlas y así poder usarlas para sus propias ideas políticas.
Otros, por otra parte, corrían el riesgo de transfigurar a ambos
acusados en mártires y por eso pasar por alto el importante
trabajo judicial realizado por los abogados.
Fue el liderazgo conciliador de Felicani y Jackson el que
procuró que entre cada uno de los miembros del comité no se
llegase a tensiones insalvables. También fue mérito de ambos
la integración de ciudadanos liberales estadounidenses que se
pusieron a favor de Sacco y Vanzetti después de haber sido
dictada la sentencia.
En los años 1922 y 1923 el comité se concentró en buscar el
apoyo de la opinión pública para lograr abrir otro proceso. Con
esto se pretendía, ante todo, que las diferentes instancias su-
plementarias presentadas por la defensa fueran acompañadas
efectivamente por la opinión pública ya que solo a través de las
mociones era posible obligar a la apertura de un nuevo proceso.
| 203
Lo que no faltaba, de ninguna manera, eran las razones para
una revisión.
La primera solicitud de Moore, presentada el 8 de noviem-
bre de 1921, se refería a la conducta del presidente y portavoz
del jurado, Walter Ripley, fallecido a los pocos meses del pro-
ceso, el 10 de octubre. Ripley, según un testimonio bajo jura-
mento hecho por su amigo y miembro del jurado William H.
Daly, había tenido consigo algunas balas durante la retirada
del jurado para las deliberaciones. Estos casquillos se iguala-
ban en marca y calibre a los presentados en la vista. Aunque a
los miembros del jurado les estaba prohibido tomar en consi-
deración lo que en el juicio no jugaba ningún papel, se discutió
sobre los proyectiles en la sala del jurado. Esto contravenía las
disposiciones del orden procesal. Daly agregó en otra declara-
ción jurada: «Antes de comenzar el proceso le comenté que no
creía que Sacco y Vanzetti fueran los autores del delito; este me
contestó: ¡Al diablo con ellos, se les debe ahorcar de cualquier
forma!».
La moción fue rechazada.
El segundo recurso se presentó el 4 de mayo de 1922 y se re-
fería a la declaración del testigo Louis Pelser. Este era el testigo
que había declarado en el proceso que Sacco era el «fiel retrato
en persona» del hombre que había visto disparar a Berardelli.
Antes del proceso explicó, en una declaración jurada presentada
por la defensa, que solo había visto por un instante al bandido,
tan brevemente que no era posible identificarle. Sin embargo,
en el proceso reconoció a Sacco inequívocamente. En el inte-
rrogatorio realizado por el representante del fiscal, que hizo
mención a la contradicción de sus declaraciones, respondió
que el día que había conversado sobre el delito con Moore ha-
bía bebido demasiado. Además de que Moore le había influido
en su declaración. Cuatro meses después de esas agravantes
declaraciones, Pelser apareció en la oficina de Moore y le en-
tregó una sorprendente confesión: había impugnado su prime-
| 204
ra versión de los hechos porque el fiscal general le había indu-
cido a ello. Ahora se sentía culpable y por eso lo confesaba.
Seis meses más tarde se desdijo de esta última en una carta
enviada a la fiscalía. Ahora sostenía que la primera declaración
no correspondía a la verdad y que solo la realizada en el proce-
so, en donde había dicho que Sacco se parecía al bandido como
«un huevo se parece a otro», era válida...
En Pelser, por aquel entonces un joven de 21 años que pare-
cía tímido, la defensa vio a una persona demasiado fácil de
influir. Debido a su constante cambio de declaraciones y acla-
raciones, la defensa exigió que los testimonios realizados por él
fueran anulados. La reapertura del proceso podía aclarar estos
testimonios.
La moción fue nuevamente denegada.
La tercera petición fue presentada el 22 de julio de 1922.
Carlos E. Goodridge, quien había sido acusado de fraude, se
había declarado culpable y había sido condenado a libertad
condicional, había reconocido a Sacco «casualmente» en el
tribunal cuando era llevado para ser interrogado. Luego en el
proceso declaró que Sacco había sido el hombre que le había
disparado desde el interior del auto en fuga cuando salía co-
rriendo junto a otros amigos del interior de un salón de billar,
cercano al lugar de los hechos, para mirar lo que pasaba. Los
abogados de Sacco intentaron hacer notar que Goodridge ha-
bía sido acusado ante ese mismo tribunal de fraude y que había
sido sentenciado a libertad condicional. Thayer no vio «ningu-
na relación» entre sentencia y declaración, por esto no lo ad-
mitió como prueba.
La defensa, finalizado el proceso, investigó la vida de este
testigo y descubrió que Goodridge, en realidad, se llamaba
Erastus Corning Whitney, condenado a prisión en varias oca-
siones por estafa y fraude. Su tercera esposa declaró bajo ju-
ramento que su marido odiaba a las personas de origen ita-
liano y que una vez había dicho echando pestes: «Todos los
| 205
italianos que vienen a América en barco deberían ser sumergi-
dos en el puerto». La defensa formuló su recurso basándose en
esta declaración discriminatoria y en la sospecha de que Good-
ridge debía su benévola sentencia al testimonio que identifica-
ba a Sacco como uno de los autores del delito.
La moción no fue admitida.
El cuarto recurso afectaba a la testigo Lola R. Andrews y fue
materializado el 11 de septiembre de 1922. La mujer, apodada
por la prensa como «La desvanecida Lola» por su aparición
teatral en los tribunales, sostuvo que la mañana del 15 de abril
le tocó el hombro a Sacco, que se encontraba bajo el coche,
para preguntarle sobre una fábrica que estaba cerca. Nueve
meses después de finalizar el proceso admitió haber testificado
incorrectamente.
Lola Andrews tenía, esto también lo descubrió la defensa,
un hijo natural de 19 años que vivía en Maine. Los empleados
de Moore le localizaron y organizaron un encuentro entre ma-
dre e hijo en un hotel de Boston. La señora Andrews dijo, en
presencia de otros testigos, que como la defensa había investi-
gado detalladamente su pasado estaba obligada a declarar la
verdad sobre el asalto. John, su hijo, le pidió a su sorprendida
madre que dijera la verdad ya que de esto dependían vidas
humanas. «Si no lo haces, no te podré ver más como a mi ma-
dre».
Ella se echó a llorar y relató cómo el representante del fis-
cal, Williams, había influido para obligarle a realizar una de-
claración acusatoria. Firmó una aclaración jurada para Moore
que indicaba que el hombre que había visto el 15 de abril en el
lugar de los hechos no era Sacco.
Más tarde Lola Andrews desmintió lo dicho y se lamentó de
que la defensa la había puesto bajo presión a través de la sor-
presiva confrontación con su hijo al que no había visto durante
años. Al igual que Pelser, desmintió su testimonio. La defensa

| 206
basó su petición de reapertura del proceso en las disímiles de-
claraciones y aclaraciones de la testigo.
La moción fue denegada.
La quinta solicitud, fechada el 30 de abril de 1923, se cen-
traba en el peritaje balístico realizado por los capitanes Charles
Van Amburgh y William H. Proctor que fueron llamados a tes-
tificar por la fiscalía del Estado. «La pistola de Sacco fue la que
realizó el disparo que causó la muerte de Berardelli», dijo
aquella vez Proctor. Dos expertos, Albert H. Hamilton y Au-
gustus H. Gill, encargados por la defensa para realizar un peri-
taje del arma y la munición con la ayuda de un microscopio de
alta precisión, llegaron a una conclusión contraria con su in-
forme de 93 páginas: ni la supuesta bala mortal ni su corres-
pondiente vaina fueron disparadas con la pistola de Sacco. A
continuación, explicaron en su investigación que el percutor en
el revólver de Vanzetti no era de ninguna manera nuevo, una
refutación más a lo sostenido por la acusación que afirmaba
que se trataba del arma de Berardelli.
Proctor hizo saber que había conservado la bala letal y la
pistola de Sacco durante más de un año bajo custodia y las
había sometido a diferentes exámenes. Ahora, el 23 de octubre
de 1923, admitía bajo juramento que durante la vista del caso
no había estado seguro de que la bala hubiese sido disparada
por el arma de Sacco.
Aquella vez, dos años y medio antes de esta declaración, el
juez Thayer anunció durante la instrucción del jurado que de-
bían recordar el peritaje de Proctor que atestiguaba que la bala
en cuestión había sido disparaba por la pistola de Sacco. Y
Katzmann, en su informe final, les dijo a los miembros del ju-
rado: «Pueden prescindir de todos los testimonios identifica-
dores y apoyarse solamente en las declaraciones de los peri-
tos». Naturalmente el fiscal hacía referencia únicamente a los
expertos presentados por la acusación. El capitán Proctor mu-
rió cinco meses después de su declaración. Con esta declara-
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ción no había enmendado solamente su peritaje, sino que tam-
bién había hecho presente que, si en el proceso de Dedham le
hubiesen formulado las preguntas adecuadas, se habría susci-
tado la impresión de que él consideraba a Sacco inocente. Este
reconocimiento llegó demasiado tarde.
También esta, la quinta moción, fue denegada.
Con la denegación de los cinco recursos para la reapertura
del proceso comenzaron las tensiones entre Moore y Felicani.
También el trabajo de los hermanos McAnarney con el excén-
trico Moore empeoró con el pasar de los años. Le reprochaban
a Moore el que antepusiera, a menudo, sus intereses persona-
les al trabajo judicial mancomunado. A ello se le sumaban sus
exigencias desmesuradas de sueldo que sobrepasaban todas las
posibilidades financieras del Comité de Defensa.
Felicani, después de los sucesivos rechazos a las apelaciones
formuladas, ponía frecuentemente en tela de juicio, ante sus
amigos, las capacidades profesionales de Moore y hacía pre-
sión para lograr prescindir de este. Moore, hondamente amar-
gado por la ingratitud de Felicani, en noviembre de 1924 dimi-
tió oficialmente del caso Sacco y Vanzetti. Pero previamente se
quiso vengar de que le hubiesen quitado «su caso» y así deci-
dió combatir al Comité de Defensa. Fundó su propio grupo The
Sacco-Vanzetti New Trial League (La Liga para un nuevo pro-
ceso Sacco-Vanzetti), y no fue para seguir apareciendo ante la
opinión pública como el defensor de ambos acusados sino más
bien para mantener en sus manos los recursos financieros de-
dicados a Sacco y Vanzetti. Moore mantenía buenos contactos
con liberales estadounidenses influyentes y pudientes a los que
condujo a participar en la liga. La intención de Moore de des-
truir el trabajo de Felicani resultó infructuosa. Por un lado, no
podía ganar para su causa a ningún italiano, pues ellos prefe-
rían seguir trabajando dentro del Comité de Defensa, y, por
otro lado, ni Sacco ni Vanzetti habían aceptado su liga.

| 208
Especialmente Sacco, que desde un principio tuvo objecio-
nes para trabajar con Moore, se negaba a permitir que su foto-
grafía y su nombre apareciesen en los folletos de propaganda
de la liga. En una furiosa carta dirigida a Moore le exhortaba a
«sacar las manos del caso» y le reprochaba el que se aferrara a
este solo por el «dulce dinero».
The Sacco-Vanzetti New Trial League se desplomó muy rá-
pidamente y Moore abandonó, amargado, Boston. El Comité
de Defensa se decidió por un abogado menos excéntrico, por
William G. Thompson. Un miembro conservador del consejo
de la Asociación de Abogados y Juristas de Boston, respetado
docente de la facultad de leyes de la Universidad de Harvard y
hombre de gran influencia. Contrastando con su antecesor, al
que el juez Thayer en una ocasión llamó «mono greñudo de
California», Thompson era un jurista muy poco dogmático, en
su carrera había hecho hasta de representante del fiscal gene-
ral y nadie le podía tildar de radical.
El interés de Thompson por el caso de Sacco y Vanzetti co-
menzó el día en que el juez Thayer trató de impedir en el pro-
ceso de Dedham la labor de Moore. Ese día se encontraba pre-
sente como observador en la sala de audiencias y se percató de
inmediato de que allí se trataba de obstruir con métodos dudo-
sos la labor de la defensa; tampoco se le escapó que Moore, a
través de provocaciones innecesarias, animaba a Thayer para
que restringiera los derechos de la defensa. Posteriormente apo-
yó a Moore con su consejo y le prestó su ayuda en la formula-
ción de la última moción que, como después se vio, no alcanzó
el éxito esperado.
Thompson asumió la defensa del caso preocupado princi-
palmente por la suerte de Sacco y Vanzetti; por un lado, creía
en la inocencia de ambos y, por otro, veía como su deber la
lucha contra la evidente prevaricación que había observado
contra ambos en el proceso. Para esto quería hacer valer toda
su influencia. Le fue posible aumentar el interés, en la nueva
| 209
fase, de un creciente número de ciudadanos del sector burgués
de la sociedad para que prestaran atención al caso de los dos
inmigrantes italianos y así moverles a apoyar su tenaz lucha en
los tribunales con donaciones de dinero.
El 2 de octubre de 1924 Thompson se pronunció, en una
apelación extensa y detallada, contra el rechazo de revisión de
la causa. Solo el 12 de mayo de 1926 el Tribunal Supremo de
Massachusetts resolvió sobre la petición de Thompson. El re-
sultado: «Indiferentemente a si la sentencia de Dedham es
correcta o falsa, esta conserva su vigencia». No se trataba de la
exactitud de la sentencia sino más bien de determinar si el juez
Thayer había dirigido de forma correcta el proceso. Este era,
exactamente, el caso. Se había manipulado lo suficiente las
letras del código penal para que la lógica torcida de la justicia
quedara intocable.
A Thompson, que después de que se retiraran del caso los
hermanos McAnarney quedó como único abogado de Sacco y
Vanzetti, le quedaba solo un camino: presentar una petición de
reapertura del caso al juez Thayer.
¿Pero dónde había razones de peso para una revisión del
caso? ¿Dónde había, después de todo, puntos de partida para
convertir la sentencia en causa? ¿Cómo se podía probar que
Sacco y Vanzetti no eran ni bandidos ni asesinos?
Thompson debía encontrar, en la montaña de declaraciones
y pruebas, una pista que no pudiese ser bloqueada por el juez
Thayer. El tiempo corría en su contra y sabía que, sobre todo,
corría en contra de Sacco y Vanzetti, los que, desde que se ha-
bía pronunciado la sentencia, languidecían en una celda de las
cárceles de Dedham y Charlestown.

| 210
10
Entre la esperanza y la desesperación

LA CÁRCEL DE DEDHAM era diferente a los otros penales de la


nación, estaba rodeada de viejos árboles de gran altura y de
prados, una edificación extraordinariamente bien cuidada. Pero
Sacco no podía ver los verdes prados. La mancha azul de cielo
que veía a través de los barrotes de su celda le despertaba dolo-
rosos recuerdos. Su patria natal, los viñedos, los olivos, su niñez.
La señora Evans, que junto a otra dama de nombre Winslow
y a Aldino Felicani se ocupaba especialmente de la familia de
Sacco, recibió una carta de este desde la cárcel:

Aquí siempre estoy sentado sin compañía, solo, pero en mi


alma, en mi corazón, en mis pensamientos está toda esa legión de
amigos y compañeros generosos y dispuestos a sacrificarse. Aquí
estoy sentado, escribiendo estas líneas. La luz del sol toca mi cara
y por un momento me siento redimido. Me reanimo cuando veo
el cielo azul.

Pero se le hacía cada vez más difícil poder reprimir la dura


realidad de la prisión. Desde hacía más de cuatro años sufría
en su celda acompañado del miedo y de la duda, desde aquel
día 5 de mayo de 1920 en que fue llevado a prisión preventiva,
durante el tiempo que transcurrió entre la acusación y el pro-
ceso, hasta el momento en que su nuevo abogado preparaba la
apelación. Aún no se había dictado la sentencia final, aún no
estaba tildado definitivamente de criminal. Pero la lucha por su
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inocencia y el ir y venir entre la esperanza y la desesperación le
habían fatigado. ¿Qué sabían esos jueces del sufrimiento de un
recluso, de sus anhelos y temores? Para ellos era solo un con-
denado, un objeto de jurisprudencia un concepto jurídico, na-
da más que eso. No se podían imaginar lo que significaba con-
tar los días que quedaban para la llegada de la próxima visita,
el tener que soportar esas interminables horas esperando que
una nueva noche irrumpiera, para que al final de esta comen-
zara todo nuevamente No sabían lo que era esperar y volver a
tener que esperar…
Sacco, que toda su vida había trabajado duramente, que
nunca había experimentado lo que significaba el ocio y la desocu-
pación, estaba condenado en prisión a la inactividad. Ya que su
sentencia no era definitiva, era considerado como reo en pri-
sión preventiva y solo podían trabajar en el penal de Dedham
los convictos condenados a trabajos forzados. En su robusto
cuerpo se acumulaba energía que no podía emplear.
Sacco no poseía una naturaleza filosófica ni un carácter so-
ciable como Vanzetti. Hablaba poco y se identificaba a través
de su trabajo, su familia y su posición política. En prisión se le
había apartado de todo esto, pero lo que más le hacía padecer
era la separación de su familia. A pesar de que Rosina, su espo-
sa, y sus hijos Dante e Inés le visitaron regularmente durante
todos los años que pasó confinado, y de que Felicani, la señora
Evans y la señora Winslow cuidaban abnegadamente de su
familia, se produjeron en él violentos estallidos emocionales a
raíz de esta separación, viviendo momentos de honda desespe-
ración.
A fines de 1921 ya había vivido sus primeras crisis psíquicas
y comenzaba a quejarse de su reclusión. La dirección de la pe-
nitenciaría le consiguió, al poco tiempo, un trabajo en la fábri-
ca de calzados de la prisión, pero unas semanas más tarde tuvo
que volver a ser confinado en su celda ya que durante su traba-
jo no se podía concentrar y se había herido repetidas veces.
| 212
Para que la opinión pública se enterara de su deprimente si-
tuación carcelaria el 17 de febrero comenzó una huelga de
hambre que mantuvo durante 31 días.
Cuando Vanzetti se enteró de esto en su celda de Charles-
town se mostró muy poco encantado. En una carta, el 15 de
marzo de 1923, le escribió a su hermana Luigia en tono disgus-
tado:

Ya debes saber que Sacco ha tomado como medio de presión


la huelga de hambre. Está decidido a quedar en libertad o a mo-
rir. Estuvo 29 días sin ingerir alimentos...
Se encuentra muy débil y si continúa con su propósito no va a
durar mucho tiempo más. Tiene, a lo sumo, una o dos semanas
de vida. Su discernimiento ha sido afectado indudablemente por
la mala suerte que está viviendo. Mientras está totalmente cons-
ciente de lo que está haciendo, existe de hecho la esperanza, en
él, de que, con esto, y de eso está convencido, pueda lograr su li-
bertad. Esto es una gran equivocación y prueba que su espíritu
está un poco perturbado. Todas las súplicas y el amor de sus ami-
gos resultan vanos.
El abogado solicitó la autorización al comité, a la esposa de
Nicola y a mí para poder examinar a Sacco y así tomar las medi-
das que permitiesen salvarle, esto significa alimentarle de forma
artificial. Pero luego tomó la responsabilidad en sus manos y pi-
dió al tribunal que fuera trasladado al hospital para restablecer
su salud mental y poder salvar su vida. Yo estaba furioso y a la
vez impotente con lo que estaba pasando, me mordí los labios y
no dije nada…

Vanzetti escribió en la misma carta que confiaba en los tra-


bajadores, pero no en la justicia. Se mostraba combativo, pero
una huelga de hambre no le parecía el medio apto para lograr
que la opinión pública tomara conciencia de su caso. Los miem-
bros del Comité de Defensa estaban divididos en cuanto a la
postura de Vanzetti. Unos se preguntaban por qué no había
apoyado a Sacco con una huelga de hambre, protesta que ha-
| 213
bría tenido un doble efecto. Otros veían en el rechazo de Sacco
a ingerir alimentos su derrumbamiento espiritual. Argumenta-
ban: «Ahora es necesaria la ayuda médica y no el trabajo de
agitación política».
El 16 de marzo de 1923, después de cuatro semanas de
huelga de hambre Sacco fue examinado por tres psiquiatras
por orden del juez Thayer. Sacco les hizo patente que se sentía
perseguido y que había comenzado la huelga de hambre para
no tener que seguir sufriendo. En el informe realizado por los
médicos, le comunicaron al juez Thayer que el paciente estaba
«mentalmente perturbado»; este ordenó inmediatamente su
internamiento en el Psychopathic Hospital de Boston para que
se le realizaran nuevos reconocimientos de su estado psíquico.
En el hospital se le participó que sería alimentado por la fuerza
si seguía negándose a ingerir comida. Sacco dijo más tarde:
«Estaba demasiado débil para resistir, por lo tanto, les dije que
comenzaría a comer».
En los días que siguieron, Sacco experimentó diferentes
ataques de rabia. Gritaba: «¡Soy inocente, no existe la justi-
cia!», y tenía que ser controlado por cuatro hombres del per-
sonal de guardia. No había duda, Sacco, por sus experiencias
humillantes vividas durante el proceso y por su situación de-
primente en prisión, había enfermado psíquicamente. Jugaba
con la idea del suicidio. Poco después de que el tribunal orde-
nara su internamiento suplementario para continuar con el
tratamiento médico, su estado se deterioró rápidamente. Cuan-
do le visitó la señora Evans, le dijo que, si le volvían a encerrar
en prisión, le daba exactamente un día al juez Thayer para que
le pusiera en libertad, de lo contrario, se quitaría la vida.
También en los días que prosiguieron se alternaron perío-
dos de tranquilidad, en los que el director del hospital llegó a
comentar que «no existe ningún indicio de perturbación psí-
quica», con furiosos ataques en los que gritaba que quería vivir
en libertad, estar con su esposa y sus hijos.
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El médico Ralph Colp escribió años más tarde en la revista
The Nation refiriéndose al estado de Sacco por aquel entonces:
«Le quitaron las cosas más importantes de su vida; su mujer,
sus hijos, su trabajo, su caminar libre y su contacto con la na-
turaleza». Además, Sacco aún no entendía totalmente a lengua
de los que le tenían en prisión o le examinaban, no solo se sen-
tía como un «objeto jurídico» sino también como una «víctima
de la medicina».
El 22 de abril de 1923, el día de su trigésimo segundo cum-
pleaños, fue ingresado en el penal psiquiátrico Bridgewater
para ser sometido a tratamiento clínico. Allí mejoró su estado.
Trabajó en la farmacia del penal, tomó nuevamente contacto
con su abogado y volvió a tener fe en que se aceptaría la apela-
ción cursada. El 29 de septiembre de 1923 fue dado de alta y se
le trasladó nuevamente al lugar donde había comenzado su
derrumbe existencial: a su celda en la prisión de Dedham.
Durante los quiebros existenciales de Sacco y sus estancias
en clínicas psiquiátricas, Vanzetti estuvo en una triste celda de
la cárcel de Charlestown. Su anhelo por alcanzar la libertad no
era menos doloroso que el de Sacco, pero tenía una mentalidad
robusta que le permitía soportar mejor la tortura del arresto.
Vanzetti era un hombre afable, cultivaba la amistad con los
demás reos del penal con los que jugaba frecuentemente en el
patio de la cárcel a la pelota; «ellos son más reparadores que
cien especulaciones», le dijo a Felicani. También solía pensar
sobre su caso y la rabia le inundaba cuando recordaba los pro-
cesos, los días vividos en Plymouth y Dedham. Quería romper
ese destino impuesto, quería seguir luchando junto a sus ami-
gos, correligionarios y abogados. No se daba por vencido.
Contrariamente a lo que le sucedía a Sacco, a Vanzetti sí se
le permitía trabajar en la penitenciaría. Primeramente, se le
ocupó en la sastrería, luego encontró un puesto de trabajo en el
depósito de carbón. Para compensar el trabajo físico, se dedica-
ba a leer cualquier libro que encontraba. Intentó realizar tra-
| 215
ducciones del inglés al italiano, redactó varios artículos sobre
anarquismo, así como también informes del proceso que envió
a periódicos italianos, donde fueron publicados. En esa época
comenzó a escribir una autobiografía; resúmenes de esta fue-
ron publicados por una gran cantidad de periódicos de organi-
zaciones de trabajadores, provocando un gran interés sobre su
caso. Al mismo tiempo, escribió muchas cartas a sus amigos y
compañeros, pero, sobre todo, le escribió a su hermana. Un
hecho interesante es que en todas las cartas enviadas no hay
casi ninguna alusión a la necesidad de amor personal. Escribió
páginas y páginas sobre la situación de la clase trabajadora,
esbozó visiones para una sociedad futura, se exteriorizó sobre
la carencia moral de la clase dominante, clamó por más justicia
y tolerancia perdiéndose en pensamientos e ideas metafísicas.
Era muy apreciado, no solo entre la comunidad penitenciaria,
por su sentido del humor y su ironía. Así escribió al final de un
manuscrito:

Lo que se refiere a las ideas, esas son sinceras. Pero la escritu-


ra no sale bien, es como si se tratase de un huevo, que creo está
cocido, y que se rompe dentro del bolsillo de mi pantalón po-
niendo fuera de combate todo mi sistema nervioso.

Otra carta que pone de manifiesto el humor de Vanzetti fue


la que le escribió a la señora Evans en el otoño de 1921. Le ha-
bían despertado a las seis de la mañana y le habían dicho que
se preparara para salir de viaje hacia el tribunal:

Cuando volví a mi celda me dije: podría haber sido peor... y


fue peor. Sobre la mesa de mi celda se encontraba mi desayuno,
una taza de café, tres rebanadas de pan y puré de patatas. Todo
estaba tan frío como lo puede estar solamente el hielo.

Sobre el transporte, que como siempre iba acompañado de


guardias armados y con esposas en las muñecas, comentó:
| 216
Seis o siete funcionarios penales estaban en la puerta, con la
mano derecha puesta cerca del bolsillo del pantalón, preparados
para defenderme de cualquier ataque. Habría que ser la persona
más desagradecida del mundo para no haberse sentido honrado
en aquel momento.

Con seguridad Vanzetti era más comunicativo que Sacco;


tenía diferentes intereses intelectuales y era, como lo demues-
tra su abundante correspondencia, un hombre político que
reflexionaba sobre diversos temas de forma colérica, irónica,
inocente y dogmática. Sobre su postura política escribió:

Nos llamamos libertadores; en pocas palabras, creemos que la


perfección humana se puede lograr a través de la mayor cantidad
de libertad posible y no a través de la fuerza. Lo malo, en la natu-
raleza del hombre y en su conducta, se puede suprimir solo eli-
minando sus razones más profundas y no a través de la fuerza o
la presión, lo que a fin de cuentas lleva a un nuevo mal y lo malo
se une a lo peor.
Lo que quiere decir: lo que me sirve es bueno, el resto es lo
malo. Gorki, hablando sobre la moral del salvaje, dijo: si robo la
mujer de mi vecino, eso es bueno, si mi vecino me roba mi mujer,
eso es malo. Si miramos detenidamente, veremos que muchos
principios morales, desde un punto de vista abstracto, son autén-
ticos. Pero se pudren cuando se aplican. El anarquista va más allá
y dice: todo lo que me sirve, sin perjudicar a otros, es bueno, todo
lo que sirve a otros, sin perjudicarme, es bueno también, el resto
es lo malo.

Puede ser que estas ideas hayan sido mal formuladas, pero
representaban la filosofía política de Vanzetti. En ella se veía
su principio de justicia, claro y marcado, al igual que su recha-
zo intuitivo a todo tipo de poder. La ley y el tribunal no eran,
para él, ninguna protección contra el poder establecido, eran
los dóciles instrumentos de trabajo de este mismo.

| 217
«Las leyes son la codificada voluntad de la clase dominan-
te... El rebelde e innovador siempre es culpable ante la ley que
sirve a los conservadores», expresó en una de las incontables
líneas que redactó en sus años de prisión.
Su concepto de religión y fe estaba principalmente caracte-
rizado por una resuelta actitud de rechazo a las instituciones
eclesiásticas. Tenía razones históricas, económicas y morales
para ello. En cartas de notable extensión ponía en claro que su
rechazo al poder eclesiástico solo era válido para él. Referente
a la fe, pensaba que era una determinación individual que a
nadie quería obligar a tomar:

Veo que usted está profunda y verdaderamente convencido de


la reencarnación y semejantes doctrinas. Puede que sean ciertas y
usted tiene todo el derecho a tener esta opinión que apacigua los
temores de nuestra pobre existencia. Solo sé que no soy así, que
no puedo creer en ninguna de las muchas religiones que han pa-
sado por mis ojos. Sin embargo, soy un gran místico y no me
puedo manejar sin una creencia.

Vanzetti tenía, como anarquista, un gran respeto por la liber-


tad del individuo. Por este motivo separaba tajantemente su
utopía socioanarquista de los sistemas comunistas como el de
la Unión Soviética. El colectivismo era solo una variante más
del poder que amenazaba la libertad de cada uno:

Creemos decididamente que debe haber un cambio, pero sin


que nos lleve a mayor coacción, sino a más libertad. Por esta causa,
estamos en contra de cualquier teoría que provenga del comu-
nismo o del socialismo autoritario, pues con estas solo se pondrá
aún más en aprieto al espíritu humano. Lo que queremos aban-
donar del actual sistema es principalmente su carácter coercitivo.

La imagen que Vanzetti tenía de una sociedad libre, opuesta


a la actual, cuya base era «la posesión de una igualdad física,

| 218
de derechos y obligaciones entre los hombres», quedó en sus
textos como un proyecto únicamente esbozado En ninguna
parte fue descrita detalladamente la organización política de la
nueva sociedad.
Así como eran tajantes sus análisis cuando se trataba de
describir las estructuras de poder y los peligros que estas con-
llevaban, con relación a algunas preguntas sobre el anarquis-
mo sus pensamientos carecían de profundidad.
La cuestión de la violencia, algo que había ocupado desde
siempre a los anarquistas y que a Vanzetti no solo le afectaba
teóricamente sino concretamente, a través de la imputación y
condena del acto criminal más radical, como era el asesinato
de dos hombres, fue tema en una carta que escribió una sema-
na antes de ser condenado en Dedham:

No podemos ocultar que actos de violencia han sido realizados


por personas que se denominaban anarquistas y que hasta algu-
nas veces fueron cometidos por hombres que tenían el derecho a
denominarse anarquistas. Pero ellos llegaron a ese extremo por la
persecución de la que fueron objeto. Actuaron en defensa propia
o instigados por la violencia, la represión y la intolerancia ejerci-
da por aquellos que están en el poder.

Su postura política no queda muchas veces exenta de críti-


cas. Sin embargo, es sorprendente la poca cantidad de frases
cliché o palabrería inútil que se puede encontrar en las innu-
merables cartas, textos y ensayos de Vanzetti. Este hombre de
condición sencilla, que nunca tuvo acceso a una educación es-
pecial, disponía de unas características que fascinaban no solo
a su abogado: «Poseía una avidez de saber, una gran fantasía,
un dominio de la palabra y, sobre todo, era un luchador».
Comparado con Sacco, quien de igual manera se definía co-
mo anarquista, Vanzetti reflejaba sus opiniones con más com-
plejidad, de forma tajante y con mayor profundidad política.
Pero, enfrentado a la desmoralizante disputa con el tribunal,
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también comenzó a mostrar los desequilibrios que habían apa-
recido en Sacco.
Después de que Thayer hubiera rechazado las cinco peticio-
nes de la defensa para reabrir el caso, Vanzetti escribió, el 5 de
octubre de 1924, una carta a su hermana Luigia en la que le
exhortaba a «no perder el valor». Pero su estado físico se dete-
rioraba.
A principios de 1925 fue internado, al igual que Sacco, en el
penal psiquiátrico de Bridgewater, en donde permaneció hasta
mayo de 1925. Los médicos diagnosticaron «estado alucinato-
rio e imaginario». Como le había sucedido a Sacco, también se
sentía perseguido por hombres que le querían asesinar. Hasta
hoy no se ha podido aclarar si su enfermedad mental de enton-
ces fue simulada o no. En una carta escrita en el psiquiátrico, le
participó a su hermana Luigia: «de ahora en adelante no creas
todo lo que te cuenten de mí, todo lo que de mí se afirma».
¿Qué quería lograr Vanzetti con una enfermedad mental
simulada? ¿Creía poder cambiar su propio destino o se estaba
rebelando contra los fallos negativos de Thayer?
Por lo visto el estrés vivido en los años anteriores le había
afectado el equilibrio psíquico más de lo que él mismo se ima-
ginaba. Su enorme necesidad de literatura, de comunicación,
expresadas en innumerables cartas y ensayos, era seguramente
el intento de asimilar su situación de aislamiento. Pero ese
intento de salvación hubo de fracasar en el vacío de la celda. La
realidad, lo mismo que a Sacco, le había alcanzado dramática-
mente.
Vanzetti estaba desesperado. El 6 de mayo, de regreso a la
cárcel, escribió nuevamente a su hermana:

Durante mi estancia en la granja estatal de la clínica psiquiá-


trica de Bridgewater gané fuerza y valor para vivir, retorné a
Charlestown en mucho mejor estado de salud. Mi abogado está
feliz de que me encuentre nuevamente aquí, él temía que el juez
utilizara mi enfermedad como excusa para negarse a firmar de-
| 220
terminados documentos dirigidos al Tribunal Supremo. Ese juez
nos quiere ver sufrir y morir.

En la Navidad de 1925 le comunicó a Luigia que esperaba


que el debate sobre su apelación se efectuara en enero de 1926
en el Tribunal Supremo:

Es bastante extraño, tengo un magnífico abogado, cuyos ho-


norarios cuestan una fortuna; ya le he preguntado una docena de
veces y aún no sé con seguridad si en la vista en el Tribunal Su-
premo voy a estar presente. Me gustaría asistir si este fuera un
derecho, pero no lo haría si fuera un privilegio. Lo que reclamo es
justicia y no privilegios. En todo caso esta cuestión no es del todo
importante; me refiero a que mi presencia o ausencia en la sala
del tribunal no va a influir en la decisión que allí se tome. Estoy
completamente convencido de que esos señores ya saben qué de-
terminación van a alcanzar.

Vanzetti temía lo peor. Cierto era que el nuevo abogado es-


taba comprometido con la causa, que había trabajado cuidado-
samente en la apelación, pero aún no podía depositar una gran
confianza en él. Desde el proceso pensaba que «una defensa
jurídica era totalmente absurda e inútil». Y cuando Thompson,
de manera diferente a la de Moore, pidió al Comité de Defensa
prescindir de toda agitación innecesaria, ya que esta solo pro-
vocaría a aquellas fuerzas que debían dictaminar la sentencia,
Vanzetti se enfadó muchísimo. Contrariamente a Sacco, total-
mente convencido de las cualidades jurídicas y humanas de
Thompson, Vanzetti se mostró reacio, durante mucho tiempo,
a valorar su trabajo. El 11 de enero de 1926, el día en que el
Tribunal Supremo trataba el caso, le escribió a su hermana en
otra carta:

Hoy fue tratado nuestro caso. Ni Sacco ni yo estuvimos pre-


sentes porque nuestro abogado nos dijo que no estábamos auto-

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rizados... Realmente creo que nos mintió. Probablemente quería
eludir el gran despliegue policial dentro y alrededor del Tribunal
Supremo, lo que hubiese sucedido si hubiésemos estado allí... Es-
to significa que en dos meses más vamos a recibir el dictamen y
va a ser favorable. Tal vez llegue a ser verdad lo que digo...

Cuatro meses más tarde, el 12 de mayo de 1926, hubo de co-


rroborarse lo que Sacco y Vanzetti temían en sus celdas: las
sentencias fueron confirmadas, se concedió la razón, en todos
los puntos, al juez Thayer y la reapertura del proceso fue deses-
timada. Así como el juez Thayer lo hizo en su momento, prote-
ger al fiscal general y a los miembros del jurado de las instan-
cias de Moore, así lo había hecho también el Tribunal
Supremo, había protegido la integridad de su colega. La justi-
cia de Massachusetts se había aliado en contra de dos inmi-
grantes italianos, en contra de sus ideas y sus ideales. Desde su
celda en la prisión de Charlestown Vanzetti escribió a Luigia:

Sé que la decisión del Tribunal Supremo de Massachussets ya


la conoces. Tenemos que ser valientes, tenemos que oponer resis-
tencia al infortunio y no permitir que se nos empuje hacia la de-
sesperación. Veo que fue peor escribir palabras esperanzadoras y
alentadoras porque han hecho que este golpe parezca más fuerte
e inesperado… Me siento triste e infeliz porque Sacco, asqueado
de toda esta confusión, quiere renunciar a todo empeño jurídico.
Pienso que tenemos que luchar hasta el final. Espero que pueda
conocer, con exactitud, mi opinión.

Sacco, totalmente derrotado, pasó ese día tendido sobre el


duro catre de su celda. Algunos acontecimientos no se le iban
de la cabeza; todo había comenzado meses atrás, con un pe-
queño pedazo de papel inserto en una revista que un esbirro de
los carceleros le había traído. Temblaba al recordar lo que ha-
bía leído, al recordar aquella noticia que le había quitado el
aliento:
| 222
Confieso a través de la presente que el 15 de abril de 1920 par-
ticipé en el delito cometido contra la fábrica de calzados de South
Braintree y que Sacco y Vanzetti no participaron en él.

Celestino F. Madeiros.

Sacco fue inundado por un sentimiento de esperanza al leer


esas líneas. Pensó en su familia, en Rosina, en Inés, en Dante y
en la libertad...
Aquella vez, la tarde del 16 de noviembre de 1925...

| 223
11
La confesión

CELESTINO MADEIROS ERA UNA EXISTENCIA MALOGRADA, una


figura trágica. Nació en 1902 en las Azores portuguesas. Sus
padres emigraron a Estados Unidos cuando él tenía tres años.
En la Tierra Prometida la familia corrió la misma suerte que
otros miles de familias inmigrantes: cayeron en los barrios bajos
y miserables de New Bedford, una ciudad industrial de Massa-
chusetts. Ya siendo adolescente, Madeiros entró en conflicto
con la ley y su registro de antecedentes penales creció a la par
que su edad. Después de un atraco a un banco en la ciudad de
Wrentham, que realizó con un cómplice llamado Weeks y en el
que un cajero resultó muerto, fue detenido. Fue llevado a la
prisión de Dedham en donde esperó su primer proceso y tam-
bién, cuando fue condenado, el resultado de su apelación ante
el Tribunal Supremo. Hacía tiempo que trataba de tomar con-
tacto con Sacco, pero el italiano, destinado a una celda vecina a
la de Madeiros, se mantenía a distancia. Sabía que soplones y
provocadores se apretujaban a su alrededor y con el tiempo
había aprendido a ser cuidadoso. Pero a pesar de la actitud de
rechazo de Sacco, Madeiros se mantuvo tenaz en su propósito,
aun cuando más tarde se le trasladó a otra celda. O en la sala
de duchas o durante la hora de la caminata por el patio, Ma-
deiros se acercaba lentamente a Sacco y le murmuraba: «Nick,
sé quién fue el que movió la cosa en South Braintree». Pero
Sacco le ignoraba.

| 224
Finalmente, Madeiros decidió escribir aquella nota que hizo
llegar a Sacco a través de algunos compañeros de prisión. La
corta noticia, que le aturdió por un momento, era la confesión
de un criminal que asumía la culpa de un delito, delito que por
mucho tiempo se les imputaba a ellos. ¿Pero por qué tenía que
entregar ahora una confesión alguien que debía saber desde
hacía mucho tiempo la suerte de estos inmigrantes? ¿Su con-
ciencia no le dejaba tranquilo? ¿Quizás no vio, ya que había
sido condenado a muerte, ninguna posibilidad en su apelación
y quería poner punto final a todo eso para aliviar su atormen-
tada conciencia?
Cuando Sacco envió la noticia a su abogado, este la hizo ve-
rificar inmediatamente. ¿Quién era ese Madeiros? ¿Por qué se
acusaba de tan grave delito?
El 19 de noviembre de 1925 se encontraron Sacco, Thompson
y Madeiros en la prisión de Dedham. Desconfiaban, pero al
mismo tiempo estaban llenos de expectación. A través de la
conversación se dieron cuenta rápidamente de que no se halla-
ban ante ningún chiflado; nada de eso, ante ellos se encontraba
un hombre que había narrado aspectos y detalles del asalto en
South Braintree que solo un implicado podía saber.
Había cumplido 18 años, así contó Madeiros, cuando tomó
contacto con un grupo de italianos especializados en desvalijar
vehículos de transporte. Una tarde que se había encontrado con
ellos para beber algunas copas, le dijeron: «Escucha, tenemos
un buen trabajo para ti» y le propusieron tomar parte en un
asalto. Tenía que seguir el desarrollo del asalto desde el inte-
rior de un coche y procurar que nadie intentara retenerlos. Un
par de días más tarde, el 15 de abril de 1920, ejecutaron el
plan.
«Estaba sentado en el asiento posterior de un Buick, tenía
un revólver Colt calibre 38 en mi poder, me sentía bastante
asustado, puesto que los otros habían comenzado repentina-
mente a disparar». Luego Madeiros describió cómo prepara-
| 225
ron la huida. Para no ser reconocidos usaron dos autos, un
Buick para el asalto y un Hudson al que más tarde se cambia-
ron en un bosque de Randolph.
¿Dos autos? La acusación siempre había hablado de uno solo.
¿Sabía el fiscal de la existencia de un segundo coche? ¿Había
ignorado el Hudson porque el Overland de Boda ya no habría
cumplido ninguna función más en su argumentación y porque
el Hudson habría indicado la conducta profesional de los ban-
didos?
A Thompson se le pasó inmediatamente esta pregunta por
la cabeza, después de escuchar el relato de Madeiros, y quiso
enterarse de más detalles, saber más del hombre que estaba
frente a él revelando una confesión que podría salvar la vida a
sus clientes.
«¿Cuántos hombres participaron en el asalto y cómo se lla-
man?», le preguntó.
Habían participado tres italianos, él y un muchacho delgado
de cabellos claros, contestó Madeiros. Sin embargo, no quiso
decir sus nombres. Para Thompson estaba claro por qué se
negaba a descubrir la identidad de los miembros de la banda:
temía la venganza de estos. Su brazo criminal podía traspasar
las gruesas murallas de la penitenciaria. Se podía encontrar
siempre a un asesino dispuesto a dar muerte al que había can-
tado, por la promesa de recibir un puñado de dólares al termi-
nar su sentencia.
Tras esa conversación, Thompson se encontró con uno de
los representantes del fiscal de distrito, Dudley P. Ranney, que
había tramitado el caso de Sacco y Vanzetti. Ambos estuvieron
de acuerdo en que no se debía intentar nada con la confesión
de Madeiros hasta que el Tribunal Supremo de Massachusetts
decidiera sobre su apelación.
El Tribunal Supremo de Massachusetts aceptó, el 31 de
marzo, el recurso de casación contra la sentencia de Madeiros,
argumentando que el presidente del tribunal había omitido
| 226
señalar a los miembros del jurado, durante el proceso, que el
acusado debía ser considerado inocente hasta que se probara
lo contrario. El presidente del tribunal en el proceso de Madei-
ros se llamaba Thayer. Que los jueces supremos hubieran ac-
tuado de manera tan sensible respecto a los derechos de Ma-
deiros debió asombrar a Thompson. En el caso de Sacco y
Vanzetti no veían ningún motivo para poner en duda la mane-
ra en que Thayer había llevado la vista, ni para determinar el
estilo de este como razón para un recurso de casación. Pero
Madeiros era un asesino común y corriente, no un radical.
Aunque Madeiros era considerado inocente después de la deci-
sión alcanzada por la Tribunal Supremo, este no dio ninguna
muestra de querer retractarse de su confesión, muy por el con-
trario: mientras esperaba en Dedham su nuevo proceso, entre-
gó nuevas declaraciones juradas respecto al delito. En mayo de
1926 fue llevado, por segunda vez, a juicio por el crimen de
Wrentham y encontrado culpable de aquel delito. La sentencia
fue pena de muerte.
Thompson sabía que la confesión sobre el asalto de South
Braintree necesitaba de pruebas adicionales por la larga carre-
ra criminal de Madeiros. Confiaba en ese hombre y en la razón
que había dado para su confesión, «me dan lástima la esposa y
los hijos de Sacco», pero con esto no podía convencer a ningún
juez. Necesitaba otras pruebas que corroboraran lo dicho por
Madeiros.
Herbert Ehrmann, un joven abogado de Boston, fue contra-
tado por Thompson para que indagara la mayor cantidad posi-
ble de hechos. Este se puso manos a la obra y pronto dio con lo
que buscaba. Al primero que visitó fue al jefe de policía de Pro-
vidence; cuando le preguntó si había alguna banda local que se
especializara en robos de vehículos de transporte, este le habló
de la banda Morelli. Se trataba de una banda formada por los
cinco hermanos Morelli, una especie de empresa familiar, to-
dos italianos nacidos en Estados Unidos. Para la policía de
| 227
Providence y New Bedford no eran desconocidos, su expedien-
te delictivo era notable. De algo más le informó el jefe de poli-
cía al abogado: en la época del asalto realizado en South Brain-
tree, los hermanos Morelli estaban siendo juzgados por el
atraco a un camión de transporte, pero tres de ellos se halla-
ban, el 15 de abril de 1920, en libertad bajo fianza. Cuando
Ehrmann se enteró de que cinco de los cargos se referían al
robo de calzado en la fábrica Slater & Morrill en South Brain-
tree, supo que la declaración codificada de Madeiros comenza-
ba a transformarse en hechos concretos.
Esto lo llevó a realizar sus pesquisas mucho más tenazmen-
te que antes. En la comisaría de New Bedford, en cuyo distrito
la banda Morelli había cometido la mayoría de sus delitos, fue
informado por los agentes de que la banda había estado bajo
sospecha de haber cometido el asalto de South Braintree. Pero
después de haber sido detenidos Sacco y Vanzetti no le habían
dedicado más atención a esta idea. Lo que sí les llamó la aten-
ción aquella vez fue que Mike Morelli había sido visto condu-
ciendo un Buick nuevo, que después del asalto desapareció.
Uno de los hermanos Morelli, Joe, fue visitado personal-
mente por Ehrmann, en el centro de detención de Leaven-
worth, e interrogado sobre el asalto. Joe, que estaba cumplien-
do una pena, negó todo enfáticamente y se mostró resoluto:
«No voy a permitirle que malogre mi buena reputación ante el
director del penal», dijo agresivamente y remitió al abogado
para que hablara con un hombre llamado Mancini. «Quizás le
pueda decir algo sobre Sacco...».
Anthony Mancini, uno de los tantos miembros de la banda
Morelli, cumplía una condena por asesinato en la prisión de
Auburn. Había dado muerte a un cómplice; contrariamente a
lo que había sucedido con Sacco, Vanzetti o Madeiros, había
sido juzgado por un jurado clemente que le había sentenciado
solo a una pena de presidio mayor. Cuando se le preguntó so-
bre Sacco y Vanzetti, el asesino profesional quedó pensativo:
| 228
«¡Ah!, ellos no son bandidos, son radicales... Creen que todo lo
que se tiene hay que compartirlo». Más detalles no quiso con-
tarle a Ehrmann, nada sobre si había o no tomado parte en el
asalto el 15 de abril o si sabía algo al respecto. «No, no sé nada
sobre eso...», dijo resueltamente.
Ehrmann no se dio por vencido. Quería presentarle al re-
presentante del fiscal de distrito, Dudley P. Ranney, pruebas
irrefutables. Presentarle a ese mismo hombre que días atrás, al
serle propuesta la idea de anular la acusación contra Sacco y
Vanzetti, basándose en la confesión de Madeiros, había contes-
tado despóticamente: «solo sobre mi cadáver». Deseaba im-
presionarle con nuevos hechos que le obligaran a retirar la
acusación contra sus clientes.
Viajó a Nueva York con la aprobación de Thompson para
someter el arma de Mancini a un peritaje balístico. La banda
Morelli poseía una gran cantidad de armas automáticas Colt
calibre 32, del mismo tipo a la encontrada en el bolsillo de Sac-
co. La bala que mató a Berardelli había sido disparada con un
arma similar, pero, de dónde provenían las otras cinco, inclu-
yendo la que había matado a Parmenter, no se había llegado a
determinar en el proceso. Un perito de la defensa dijo que las
balas habían sido disparadas por un arma de origen descono-
cido, de calibre 7,65. Lo mismo fue corroborado por Hamilton,
el experto en balística que declaró como testigo de descargo.
Pero esa opinión no encontró resonancia ni en el juez ni en los
miembros del jurado.
En Nueva York, en el expediente del caso Mancini, encontró
la prueba que buscaba; el arma homicida usada en el crimen
era un Colt automático calibre 7,65.
Cuando Ehrmann cerró su investigación se encontraba to-
talmente seguro de haber reunido pruebas que le llevarían a
identificar a los verdaderos autores del asalto de South Brain-
tree. No solamente había identificado a la banda Morelli como
presuntos autores de este crimen, sino también las armas usa-
| 229
das aquella vez. Incluso creía poder demostrar el paradero de
una parte del botín. Poco después del atraco a South Braintree,
Madeiros fue sentenciado a cinco meses de presidio por robo
reiterado. Inmediatamente después de haber sido puesto en
libertad realizó, junto a una amiga, un viaje de placer: atravesó
todo el país y llegó hasta México. Indagaciones realizadas por
aquel entonces dieron como resultado que Madeiros, un hom-
bre falto de recursos, había recibido en su cuenta bancaria, al
salir de la cárcel, un depósito de 2.800 dólares. Ehrmann esta-
ba seguro de que se trataba de su parte del botín.
Pero al fin y al cabo era el fiscal de distrito quien debía rea-
lizar su propia investigación, procesar a la banda Morelli y de-
jar decidir a los miembros del jurado. Él solamente podía en-
tregar las pruebas; no podía declarar culpables a los presuntos
autores. Pero el fiscal de distrito no mostró ningún interés.
Ranney leyó la notificación en nombre de la Fiscalía del distri-
to: «Creemos haber encontrado la verdad y habiéndola encon-
trado no existe ninguna otra cosa que pueda jugar un papel en
esto».
La teoría Morelli, que planteaba que el asalto en South
Braintree habría sido obra de una banda profesional, fue pre-
sentada en una sexta apelación por Thompson, el 26 de mayo
de 1926. La petición no solo hacía referencia a la confesión que
Madeiros había realizado, sino también a las pruebas que Ehr-
mann había reunido en un esforzado trabajo de investigación.
Se trataba de lograr la reapertura del caso. Y nuevamente debía
decidir un hombre, un hombre que estaba a la cabeza de la cons-
piración que quería condenar a dos inocentes: el juez Thayer.
Vanzetti, que seguía los acontecimientos desde la prisión de
Charlestown con la misma inquietud que Sacco lo hacía desde
Dedham, se había llegado a convencer de las cualidades profe-
sionales de su abogado. En la carta del 19 de septiembre de
1926 lo elogió ante su hermana Luigia: «Las razones argumen-
tadas en la apelación por Thompson son grandiosas». También
| 230
le comentó sobre la serie de artículos que había escrito este
sobre el caso y que habían sido publicados por el New York
Times, «totalmente a nuestro favor».
El 1 de octubre le escribió en otra carta:

Cuando la vista concluyó, el juez Thayer dijo que iba a necesi-


tar varias semanas para poder llegar a una determinación...
Esa excusa es solo un subterfugio; sirve para engañar un poco
a los idiotas. La verdad es que Thayer no quiere permitir una
reapertura del caso porque sabe que lo ganaríamos. Sabe que, si
aprueba la revisión de la causa y si esta no se lleva a cabo, como
acontece algunas veces, sería como confirmar que todas las críti-
cas vertidas contra la autoridad se basan en hechos. Aprobar una
revisión de la causa y realizarla sería aún más grave porque se
descubrirían uno a uno todos los errores, los abusos y falsedades
que se cometieron contra nosotros: se llegaría a un escándalo de
monumentales proporciones. Solo hay una salida para Thayer y
con ella puede ganar, denegarnos la revisión de la causa...
Un reportero del New York World, que asistió como corres-
ponsal a la vista y que analizó en detalle el caso, me escribió una
carta muy optimista y alentadora...
Yo, que no he tenido la suerte de convertirme en un periodista
de renombre, sino que más bien he tenido la mala suerte de ga-
nar una experiencia personal cruel, me mantengo neutral. Más
bien pesimista...

El pesimismo de Vanzetti se vio nuevamente reforzado. El


31 de octubre de 1926 el juez Thayer decidió, en una declara-
ción de 2.500 palabras, que los nuevos medios probatorios no
eran suficientes para decretar la reapertura de un proceso.
Cuando Thompson comunicó la denegación a Vanzetti, este se
sumió en la desilusión y la rabia. Y también en viejos recuer-
dos. Ya le había pasado una vez: a fines de 1921 su abogado
Fred Moore había recibido un soplo desde los bajos fondos.
Dos hombres, Frank Silva y James Mede, habían tomado parte
en el fallido asalto por el que Vanzetti fue condenado en Ply-
| 231
mouth. Moore visitó a Mede, que se encontraba en la cárcel de
Charlestown. Por una cantidad no determinada de dinero, Me-
de conversó sobre los preparativos para el robo en Bridgewa-
ter. Sí, él había planeado el asunto junto a Frank Silva, quien
no llegó a participar en él porque fue detenido poco antes por
otro delito. El atraco fue cometido por Silva y otros tres hom-
bres. Moore visitó más tarde a Silva en la prisión de Atlanta,
pero sin mayor resultado. Silva guardó silencio.
En aquella época, a fines de 1921, Vanzetti había tenido la
esperanza de que su condena por el crimen de Bridgewater
fuera levantada. Pero se engañaba a sí mismo. Las autoridades
de Massachusetts no tenían el más remoto interés en Silva ni
en Mede, pues ya tenían a un culpable: él. Desilusionado escri-
bió el 3 de septiembre a su familia: «Ahí están las declaracio-
nes de un detenido, pero los compañeros y yo nos encontramos
reticentes a tomar este camino... No podemos jugar el papel de
policías».
Hay que conocer el modo de pensar anarquista para enten-
der que, según ellos, es inmoral cooperar con las autoridades
estatales para lograr la detención de delincuentes, por eso
Moore y los miembros del Comité de Defensa no fueron persis-
tentes con la declaración de Mede. Las autoridades no querían
creer a Vanzetti, ni a Moore, ni a ninguno de sus correligiona-
rios anarquistas. El dogmatismo había bloqueado la visión de
la realidad.
Ahora que Vanzetti tenía en sus manos la denegación de
Thayer, estaba seguro de que tampoco aquella vez el juez Tha-
yer habría permitido, basándose en la confesión de Mede, anu-
lar su sentencia. Para él, Sacco y Vanzetti eran el diablo redivi-
vo sobre la tierra y quería la cabeza de ambos.
La resolución de Thayer ignoró totalmente la confesión de
Madeiros, así como también la abundante cantidad de pruebas
reunidas por Ehrmann. En su lugar se ocupó principalmente
de la afirmación de Thompson que aseguraba que existían in-
| 232
dicios concretos para suponer que Katzmann habría trabajado
con el Ministerio de Justicia para conseguir la condena de dos
italianos radicales.
Thompson había sometido a discusión, en su detallada y
amplia petición, el sospechoso papel del Ministerio de Justicia
en el caso Sacco y Vanzetti. Tenía razones suficientes para ha-
cerlo. Había conseguido declaraciones juradas de dos antiguos
funcionarios del Ministerio de Justicia que afirmaban que, ya
antes de ser detenidos, Sacco y Vanzetti se encontraban en la
lista «de radicales bajo observación». Aparte de esto dijeron
que funcionarios del Ministerio de Defensa habían sido envia-
dos al proceso de Dedham para recopilar antecedentes sobre
sus actividades radicales o las de sus testigos y simpatizantes.
Uno de los funcionarios, Fred J. Weyand, que había partici-
pado en las batidas dirigidas por Palmer, describió en esta de-
claración jurada sus experiencias.

De vez en cuando llegaban instrucciones del director del Mi-


nisterio de Justicia en Washington relacionadas con el caso Sacco
y Vanzetti...
A este caso específico correspondían los acostumbrados pro-
cedimientos del acuerdo alcanzado entre los funcionarios del Mi-
nisterio de Justicia en Boston y el fiscal de distrito, según el cual
el Ministerio de Justicia debía prestar su ayuda para conseguir
una sentencia mientras que la otra parte debía entregar a los fun-
cionarios del ministerio la información que ellos deseaban...
Los funcionarios de Boston consideraban anarquistas a ambos
tipos y esperaban, por las declaraciones en el proceso por homi-
cidio, poder lograr las suficientes pruebas inculpatorias que per-
mitiesen aplicarlas en contra de ellos en el caso de que no fueran
condenados a muerte. La correspondencia entre el señor Katz-
mann y el señor West (director de la división general de inteli-
gencia de la oficina de investigaciones de Boston), se encuentra
en los expedientes de la oficina central del ministerio en Boston.
El señor West envió a Katzmann información de las actividades

| 233
radicales de Sacco y Vanzetti para que fuera usada en sus interro-
gatorios...
Estoy y estuve siempre convencido de que cada funcionario
del Ministerio de Justicia en Boston sabía de ese asunto, que eran
conscientes —y siempre lo fueron— de que en realidad aquellos
dos hombres no tenían ninguna relación con el homicidio de South
Braintree y que su condena era el resultado del trabajo manco-
munado entre los funcionarlos del Ministerio de Justicia de Bos-
ton y el fiscal de distrito…

Una segunda declaración jurada, entregada por el ex em-


pleado público Lawrence Letherman, confirmó las informacio-
nes de su colega. Esa cooperación entre el fiscal de distrito y el
Ministerio de Justicia suministró a Thompson la prueba que
ratificaba que Sacco y Vanzetti habían sido condenados por sus
opiniones políticas. Ellos no solo eran inocentes, sino que eran
víctimas políticas.
En su resolución de denegación, Thayer no creyó descubrir
ninguna interacción entre el Ministerio Federal y la justicia de
Massachusetts. Acusó a Thompson de «histérico» porque ha-
bía inculpado a Katzmann «de cooperación conjunta para lle-
var a ambos acusados a la silla eléctrica no porque fueran ase-
sinos sino porque eran radicales».
Al final de su resolución escribió:

Está bastante claro que el abogado no sabe de qué están com-


puestas esas pruebas. Y si así fuese, ¿cómo podría comprobar el
tribunal que existen pruebas para una conspiración si estas no se
pueden presentar? No se puede presentar lo que no existe.

Era el colmo de la estupidez. Era evidente que Thompson


no podía entregar pruebas detalladas; al fin y al cabo, el tribu-
nal había rechazado su petición, que exigía la entrega, a través
del fiscal de distrito, de los archivos del Ministerio de Justicia.
El aparato jurídico demostraba su poder impúdicamente.

| 234
El respetado publicista y jurisconsulto Felix Frankfurter,
entonces profesor de Derecho Administrativo en Harvard, re-
sumió su análisis de las resoluciones de Thayer en un libro
titulado The Case Sacco and Vanzetti:

Hablo aquí como alguien que tiene una experiencia conside-


rable en Derecho Penal, cuya tarea especial fue durante mucho
tiempo la de examinar procesos de apelación para el Gobierno y
que su actividad científica actual consiste en investigar y exami-
nar una gran cantidad de protocolos procesales, las sentencias
basadas en ellos y sus diferentes puntos de vista.
Refiriéndome en todo caso a la época más reciente, comprue-
bo con gran pesar, pero sin el más mínimo temor ante la refuta-
ción, que la inaudita decisión del juez Thayer guarda relación con
la discrepancia entre lo que declaran las actas y lo que pone de
manifiesto la decisión. Su detallado documento de 2.500 pala-
bras se podría caracterizar, estrictamente hablando, como una
mezcolanza de citas falsificadas, tergiversaciones, omisiones y
mutilaciones. Un observador imparcial, a través de este docu-
mento, no podría llegar a saber la verdad sobre las nuevas prue-
bas que le fueron presentadas al juez como base para una revi-
sión del caso. La decisión fue al pie de la letra impuesta con
errores comprobables e impregnada de un espíritu que es extraño
a una presentación jurídica.

Otros intelectuales también hicieron sentir su voz. John Dos


Passos, uno de los escritores más conocidos de Estados Uni-
dos, presentó en 126 páginas un detallado documento de de-
fensa titulado Facing the Chair 3, que fue vendido por cincuen-
ta centavos de dólar. En él atacaba, sobre todo, la incorrección
del proceso, el papel del Ministerio de Justicia y la obstrucción
a la defensa. No solo las letras de Dos Passos hallaron amplio

3John Dos Passos, Ante la silla eléctrica. La verdadera historia


de Sacco y Vanzetti, Errata Naturae, Madrid, 2011.
| 235
interés en la opinión pública. Casi todos los periódicos más
importantes del país, tanto los de tendencia izquierdista como
los burgueses y liberales, informaron sobre el caso después de
haber sido hecha pública la resolución de Thayer. Esto se le
debía agradecer a Thompson, que se había esmerado en lograr
el apoyo de los círculos burgueses. Las manifestaciones y las
protestas ya no se circunscribían a las organizaciones laborales
o sindicatos (hasta el Partido Comunista de Estados Unidos,
que mantenía una fuerte polémica con los anarquistas por el
«correcto camino de la revolución», había fundado el comité
de emergencia Sacco y Vanzetti), sino que era asunto de miles
de ciudadanos estadounidenses encolerizados por la actuación
de las autoridades judiciales.
Las protestas a favor de Sacco y Vanzetti no se produjeron
únicamente en Estados Unidos. En casi todas las metrópolis
europeas se realizaron manifestaciones y reuniones; literatos
famosos, actores, sindicalistas y políticos, se posicionaron a
favor de ambos hombres cuyo caso comenzaba a agudizarse.
El diario conservador Boston Herald, que había abanderado
una encarnizada lucha contra Sacco, Vanzetti, sus abogados
defensores y sus amigos, publicó inmediatamente después de
enterarse de la resolución de Thayer un editorial firmado por
F. Lauriston Bullard que posteriormente le valió ser merecedor
del premio Pulitzer. En este editorial se podía leer:

En nuestra opinión, Sacco y Vanzetti no deberían ser ejecuta-


dos de acuerdo con la sentencia que los miembros del jurado al-
canzaron el 24 de julio de 1921. Ellos no saben si esos hombres
son inocentes o culpables. No tenemos ni la menor simpatía con
el primitivo punto de vista que sustentan. Pero mientras los me-
ses se convirtieron en años y el gran debate sobre el caso se es-
tancó, nuestras dudas aumentaron y, vacilantes, nos vimos obli-
gados a cambiar nuestra opinión original...
Leímos la resolución contraria a la revisión del caso dictada
por el juez Webster Thayer, el mismo que actuó como presidente
| 236
del tribunal en el primer caso, y somos de la opinión de que el
contenido de esta corresponde a la de una parte interesada y no a
la de un juez imparcial...

Desde luego hubo otras opiniones. En el Dearborn Inde-


pendent del 11 de diciembre de 1926 se pudo leer:

Los partidarios de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, que ya


han sido condenados a muerte, intentan ahora obligar al gober-
nador Fuller a que los indulte...
El Tribunal Supremo de Massachusetts reconoció que esos
hombres tuvieron un proceso correcto. El presidente también se
expresó en este sentido y se negó a reabrir nuevamente el caso. A
los acusados se les regaló cinco años de sus vidas mientras los más
renombrados abogados examinaban cada detalle del proceso con
la esperanza de poder encontrar un error procesal. Cada acusado
tuvo inimaginables posibilidades para demostrar su inocencia...
Solo porque Sacco y Vanzetti son miembros militantes de un
partido revolucionario se produce un gran griterío. Amenazas de
ejecución circulan por doquier. Organizaciones radicales y dife-
rentes matutinos en todo el país exigen su puesta en libertad...

Ya había sido publicada una entrevista, hecha al gobernador


Alvan T. Fuller, en el Success Magazine con el título «Por qué
creo en la pena de muerte». En ella Fuller dejó claro su punto
de vista en relación con el caso Sacco y Vanzetti: «Ninguna
consideración con los asesinos, no claudicar ante las presiones
de la opinión pública». Fuller veía en esto una agresión al or-
den gubernamental y a la percepción de justicia que tenían los
jueces del país, en los que confiaba plenamente. La entrevista
terminaba con un claro reconocimiento:

Deseo dejar algo en claro: estoy estrictamente a favor de que


se ejecute la pena de muerte, que se ajusticie a aquellos que les
han quitado la vida a otros. Ahora se va a utilizar a amigos, pa-

| 237
rientes e incluso a periódicos para ganar al hombre que ha sido
encargado por el Estado para que, ante todo, haga cumplir la ley.

Mientras el gobernador Fuller se dedicaba a divulgar públi-


camente su opinión sobre la pena de muerte, el Tribunal Su-
premo revisaba la resolución de Thayer. También los jueces
supremos habían pasado por alto este obstáculo. A pesar de la
gran cantidad de reparos y objeciones realizadas por promi-
nentes jurisconsultos, no habían podido encontrar nada que
objetar en la determinación de su colega.
Habían transcurrido casi siete años desde la detención de
Sacco y Vanzetti y aproximadamente seis desde que se había
dictado la sentencia. El 9 de abril de 1927, cuatro días después
de que el Tribunal Supremo confirmara la resolución de Tha-
yer, Sacco y Vanzetti fueron llevados desde sus celdas hasta
donde había comenzado la conspiración jurídica: a la sala de
audiencias del tribunal de Dedham.

| 238
12
«¡Ustedes están condenando a muerte a dos
inocentes!»

«¡NICOLA SACCO!». El oficial del juzgado se levantó. «¿Tiene


usted alguna razón que prohíba ejecutar la pena de muerte a la
que está condenado?».
«Sí, señor», contestó desde el interior de la jaula de acero y
dirigió su mirada hacia el banco del juez. Ese trono era ocupa-
do por el juez Thayer, que estaba flanqueado por el pabellón
patrio. «No soy un gran orador. Mi dominio del inglés es esca-
so, y como mi amigo, aquí presente, quiere hablar amplia y
detalladamente, deseo darle la oportunidad para que lo haga».
Hizo una pequeña pausa y cuando se disponía a tomar
asiento, el sentimiento y la emoción le embargaron:

Nunca tuve conocimiento, nunca escuché, ni siquiera encon-


tré en la lectura de la Historia algo tan cruel, algo tan parecido a
este tribunal. Después de siete años de proceso aún se nos tiene
como culpables. Y esa gente sensible fue llamada hoy, al igual que
nosotros, ante este tribunal. Sé que va a ser una condena entre
dos clases sociales, entre la clase de los desposeídos y la de los ri-
cos, que siempre van a estar en un constante conflicto. Fraterni-
zamos con la humanidad a través de libros, escritos y documentos.
Ellos persiguen al pueblo, lo tiranizan y lo asesinan. Pretendemos
educar al pueblo. Ellos intentan engendrar un abismo entre noso-
tros y otros grupos sociales que nos odian. Es por esto que hoy
me encuentro sentado en este banco, porque pertenezco a la clase
de los reprimidos y dominados.
| 239
Juez Thayer, usted lo sabe, usted conoce toda mi vida. Usted
sabe por qué fui traído hasta aquí y por qué después de perse-
guirme a mí y a mi esposa durante siete años aún nos condenan a
muerte. Me gustaría narrar toda mi vida. ¿Pero, qué sentido ten-
dría? Usted sabe desde hace mucho tiempo lo que he dicho, lo
que ha dicho mi amigo, quiero decir mi compañero, que luego va
a tomar la palabra porque puede hablar mejor que yo. Mi com-
pañero y camarada, una persona alegre, ha sido condenado por
ustedes dos veces, por el caso de Bridgewater y, junto a mí, por el
de Dedham, a pesar de ser inocente. Usted no se da cuenta de to-
da esa gente que durante siete años ha estado a nuestro lado, ha
simpatizado con nosotros y ha demostrado su gran fuerza y amis-
tad. De esto usted no se preocupa. Entre el pueblo, entre los com-
pañeros y camaradas, entre la clase trabajadora hay una legión de
intelectuales que han estado a nuestro lado estos siete largos
años intentando impedir esta inicua sentencia: a pesar de todo el
tribunal continúa con su propósito. Pienso que… quiero agrade-
cerles a todos, a toda la gente, a mis compañeros y camaradas,
que estuvieron durante siete años a mi lado, con el caso Sacco y
Vanzetti... ahora deseo darle la palabra a mi amigo...
He olvidado algo, mi compañero me lo ha hecho recordar. Co-
mo ya dije, el juez Thayer conoce toda mi vida y sabe que nunca
he sido culpable, nunca... ni ayer, ni hoy, jamás.

Thayer parecía frío y petrificado. No realizó ni un gesto. En


la sala de audiencias del tribunal de Dedham, que aquel día no
era capaz de dar cabida a todos los parientes, amigos y, en es-
pecial, a toda la gente de la prensa allí presente, reinaba un
silencio embarazoso. Sacco, que se veía abatido y apesadum-
brado después del rechazo de la apelación, se había rebelado.
Aquí, donde se debía imponer fría y definitivamente la pena de
muerte, se había descargado toda la ira acumulada, toda la de-
silusión y la impotencia.
«Bartolomeo Vanzetti, ¿tiene usted alguna razón que prohíba
ejecutar la pena de muerte a la que está condenado?» La voz
del oficial del juzgado rompió el silencio reinante en la sala.
| 240
«Sí», contestó Vanzetti. Se puso de pie y comenzó su alocu-
ción en tono tranquilo. Durante 45 minutos:
Sí, lo que deseo decir es que soy inocente, tanto del delito de
South Braintree como del crimen de Bridgewater; que no sola-
mente soy inocente de haber cometido esos delitos, sino que
también soy inocente porque nunca en mi vida he robado alguna
cosa o he derramado sangre. Eso no es todo, soy inocente, no solo
porque no cometí ambos crímenes, no solo porque nunca en mi
vida robé ni derramé sangre sino porque toda mi vida, desde que
comencé a pensar, he luchado para que desaparezca el crimen de
la faz de la tierra.
Cualquiera que conozca estos brazos, sabe con seguridad que
no necesito salir a la calle para asesinar a un hombre y robarle su
dinero. Con la fuerza de mis brazos puedo vivir y puedo hacerlo
bastante bien...
Pues bien, debo reiterar que no solo soy inocente de todo
aquello; en toda mi vida he cometido acto criminal alguno, si acaso
algún pecado de juventud, pero ningún delito, no solo he luchado
para hacer desaparecer el crimen, tanto el crimen que condena la
ley y la moral oficial, como también el crimen que consienten y
consagran estas. La explotación y la opresión del hombre por el
hombre. Si existe una razón para que me encuentre hoy aquí
siendo inocente, si verdaderamente hay una razón para que en un
par de minutos me puedan destruir, es esta última y ninguna
otra...
Todos están a nuestro lado, los grandes pensadores europeos,
los grandes mandatarios europeos. Los pueblos de naciones leja-
nas han alzado la voz a nuestro favor.
¿Sería posible que alguno de los miembros del jurado, dos o
tres, condenaran a su madre para alcanzar la gloria mundana y la
felicidad terrenal? ¿Sería posible que pudiesen tener razón cuan-
do el mundo dice, y todo el mundo ya lo dijo, que es falso lo que
yo sé que es falso?
Si existe alguno, entonces debo saberlo: si es correcto o si es
falso, yo y ese hombre.
Estamos desde hace siete años en prisión. Lo que hemos pa-
decido en estos siete años no puede ser narrado por ninguna len-

| 241
gua humana y a pesar de este sufrimiento me ven ante ustedes
sin temblar, me ven que soy capaz de mirarles a los ojos sin enro-
jecer, sin demudarme, sin avergonzarme o angustiarme.
Eugene Debs dijo que ni siquiera un perro, o algo parecido, ni
siquiera un perro que hubiese matado gallinas, habría sido con-
denado por un jurado estadounidense con las pruebas que el fis-
cal de distrito presentó contra nosotros. Pienso que ni siquiera a
un perro roñoso se le hubiese denegado por segunda vez una ape-
lación ante el Tribunal Supremo de Massachusetts, ni siquiera a
un perro sarnoso.
Se acordó, bajo este mismo techo, permitir una revisión de la
causa de Madeiros con el argumento de que el juez había olvida-
do decir a los miembros del jurado que un acusado tiene que ser
considerado inocente hasta que el Tribunal no pruebe lo contra-
rio. Este hombre confesó. Fue llevado a juicio y confesó, y la corte
permitió la revisión. Nosotros demostramos que no puede haber
sobre la tierra ningún juez tan cruel y prejuicioso como usted es y
ha sido con nosotros. Sin embargo, se nos niega una revisión de la
causa. Sabemos, como también lo saben ustedes muy dentro de
sus corazones, que desde un principio estuvieron en contra nues-
tra, casi desde el momento en que nos vieron por primera vez. Ya
antes de vernos sabían que éramos radicales, que éramos opri-
midos, que éramos enemigos de las instituciones del Estado, ins-
tituciones en las que creen y valoran de corazón, cosa que no voy
a condenar. Y por esto fue fácil, desde el principio del primer pro-
ceso, obtener una sentencia...
Saben también que ustedes se manifestaron abiertamente
contra nosotros, que hablaron de su odio y de su menosprecio
con amigos en un viaje en tren, en el club universitario de Bos-
ton, en el club de Golf de Worcester. Estoy seguro de que, si la
gente ante la que fuimos denigrados tuviese el coraje, tuviese la
valentía de testificar, quizás, y siento tener que decirlo, su seño-
ría, pues usted ya es un anciano como mi padre, sería usted el
que estaría en el lugar en donde nosotros nos encontramos y
pienso que con justa razón…
Mi primer abogado se convirtió en el socio del señor Katz-
mann. El primer abogado que tuve, el señor Vahey, no me defen-
dió. Me vendió por treinta monedas de plata, así como Judas
| 242
vendió a Cristo. Si ese hombre y el señor Katzmann no le dijeron
que era culpable fue porque sabían que era inocente. Él pronun-
ció un largo discurso ante los miembros del jurado sobre cosas
que carecían de importancia. Pasó por encima de los puntos más
relevantes de ese proceso con solo un par de palabras. Natural-
mente esto debe haber causado la impresión ante los miembros
del jurado de que mi abogado defensor no tenía nada que decir;
él tenía que actuar como un ser rastrero para poder omitir, con su
silencio, las cosas más determinantes y decisivas.
Comparecimos ante el tribunal en un tiempo que pasó a la
Historia. Me refiero a una época en la que había resentimiento
histérico y odio contra las personas que compartían nuestros
principios, contra los extranjeros, contra los vagos y holgazanes.
Me parece, más bien lo sé, que tanto usted como el señor Katz-
mann hicieron todo lo que estaba en su poder para instigar con-
tra nosotros todas las pasiones y prejuicios de los miembros del
jurado...
Las personas que componían el jurado nos odiaban porque es-
tábamos contra la guerra. No podían hacer una diferencia entre
un hombre que está contra ella porque cree que es injusta, por-
que es un cosmopolita, y uno que... está a favor de otro país, que
lucha contra nosotros porque es un espía, que comete un crimen
al servicio del país de su convicción. No somos gente de esa cala-
ña. Nadie puede decir que somos espías alemanes o espías de al-
guien. Katzmann lo sabe bastante bien. Katzmann sabe que esta-
mos en contra de la guerra porque no le encontramos sentido.
Creemos que las guerras son erróneas, que después de diez
años nos podemos dar cuenta de sus consecuencias y resultados.
Estamos más convencidos que nunca de que es falso comenzar
una guerra. Deseo subir al patíbulo diciéndole a la humanidad:
mirad, estáis en las catacumbas. ¿Para qué? Todo lo que se les di-
jo y se les prometió fue una falsedad, un engaño, un crimen.
¿Dónde está la libertad?, se os prometió progreso ¿y dónde está
tal progreso?
Ya lo dije, no soy culpable de este crimen, nunca en mi vida he
cometido crimen alguno. No robé, ni maté, ni derramé sangre
ajena. Luché contra el crimen y me sacrifiqué por extinguir aque-
llo que la ley de la Iglesia y el Estado legitima y consagra.
| 243
No le deseo a ningún perro o víbora lo que a mí me ha suce-
dido, por cosas de las que no soy culpable, ni siquiera a la criatu-
ra más baja y mísera sobre la tierra. He tenido que padecer por-
que soy un radical. He tenido que sufrir porque soy un italiano.
Soy radical. Soy italiano. He padecido más por mi familia y por la
gente que está cerca de mí. Estoy convencido, me pueden matar
solo una vez, pero si fuera posible me ejecutarían por segunda
vez. Y si volviese a nacer, volvería a vivir como lo he hecho y haría
lo que hasta hoy he hecho.
No tengo nada más que decir. Les agradezco su atención.

El juez Thayer se levantó para pronunciar la pena de muer-


te, pero antes de hacerlo creyó necesario dar una explicación.
Con voz sutil intentó demostrar que su conciencia jurídica era
inmaculada:

Según la ley de Massachusetts los miembros del jurado son los


que deciden si un acusado es culpable o inocente. El juez no tiene
en absoluto nada que ver con esa cuestión. La ley de Massachu-
setts determina que el juez no tiene interferencia en los hechos.
Todo lo que él puede hacer, a partir de la ley, es exponer las
pruebas.
Durante el proceso se produjeron muchas reclamaciones y re-
cursos de queja. Esos recursos fueron presentados al Tribunal
Supremo. Este examinó todas esas actas y la decisión definitiva
fue: «el veredicto alcanzado por los miembros del jurado es jus-
to». Las objeciones fueron desestimadas. Dado que esta es la ver-
dad, al tribunal solo le quedaba una cosa que hacer. Esto no es
una cuestión de criterios, es una necesidad fija en los estatutos, y
como es real, al tribunal solo le queda cumplir con su deber, es
decir, pronunciar la sentencia.
En primer lugar, el tribunal pronuncia la sentencia contra Ni-
cola Sacco. El tribunal reconoce y dispone que usted, Nicola Sacco,
deba sufrir la pena de muerte a través de la aplicación de electri-
cidad en su cuerpo. En la semana que comienza con un domingo,
el décimo día del mes de julio, en el año de nuestro señor mil no-
vecientos veintisiete.
| 244
La condena entra en vigor.
El tribunal reconoce y dispone que usted, Bartolomeo Vanzetti...

«Espere unos minutos su señoría, ¿puedo hablar con mi


abogado?», exclamó Vanzetti, pero Thayer continuó imperté-
rrito:
«Pienso que debo pronunciar la condena: que usted Barto-
lomeo Vanzetti deba sufrir la pena de muerte...».
«¡Usted sabe que soy inocente!, le gritó Sacco. Estas son las
mismas palabras que pronuncié hace siete años. ¡Ustedes es-
tán condenando a muerte a dos inocentes!».
Thayer elevó el tono de voz:

... a través de la aplicación de electricidad en su cuerpo. En la


semana que comienza con un domingo, el décimo día del mes de
julio, en el año de nuestro señor mil novecientos veintisiete.
La condena entra en vigor.

| 245
13
Libertad o muerte

LA CONFIRMACIÓN DE LA CONDENA de Dedham desató una oleada


de cartas de protesta, peticiones y llamadas telefónicas dirigidas
a un hombre: al Gobernador de Massachusetts, Alvan F. Fuller.
Este había hecho una típica carrera americana, una carrera self-
made. Crecido en un ambiente de clase media, comenzó como
propietario de un local de bicicletas y llegó a convertirse en el
mayor accionista de la fábrica de automóviles Packard, a decir
verdad, en el hombre más rico de Massachusetts. El periódico
neoyorquino Herald Tribune escribió sobre él:

Según estimaciones cautelosas, su fortuna se calcula en unos


veinte millones de dólares; pero la gente del sector económico de
Boston opina que su patrimonio alcanza los cuarenta millones.

Después de que Fuller se impusiera en los negocios, se dirigió


a la política. Como miembro del Partido Republicano se instaló
rápidamente en la Cámara de representantes. Allí, quien se
definía a sí mismo como «una persona que cumple con agrado
con sus deberes ciudadanos», ya en noviembre de 1919 había
exigido la «ejecución de toda esa escoria de anarquistas, bol-
cheviques, militantes sindicales y revolucionarios».
En 1924 fue elegido por segunda vez Gobernador y cumplió
sus «deberes ciudadanos» con el total beneplácito del esta-
blishment político, tanto fue así que dos años más tarde fue
confirmado en su cargo por los diputados. Fuller personificaba

| 246
todos sus ideales: era rico, creyente y, por encima de todo, pa-
triota. A este hombre le tocaba decidir entre la libertad, la ca-
dena perpetua o el ajusticiamiento.
El 4 de mayo la defensa dirigió a Fuller a una petición de
gracia. Estaba firmada por Vanzetti, pero no por Sacco. Espe-
cialmente ahora, en el estadio más dramático de su caso, se
veía cuán diferentes eran. Vanzetti luchaba con valor por su
vida, en los largos años de encierro no había perdido esa fuer-
za, todo lo contrario: de sus derrumbes emocionales y de sus
internamientos en clínicas psiquiátricas se había recuperado
rápidamente, convirtiéndose en un luchador más tenaz. Curio-
samente, la prisión le había otorgado una nueva identidad. Allí
encontró tiempo para leer incontables libros y le enorgullecía
su intercambio epistolar con «seres humanos que, encontrán-
dome en esta situación fatal, pude volver a contactar a través
de este medio». Comenzó escribiendo una gran cantidad de
artículos y textos que fueron hechos públicos por diferentes
periódicos. Vanzetti se transformó en un hombre público, re-
cluido, pero no desconectado de la discusión política.
Sacco, por el contrario, había sido vencido por los largos
años de prisión, las constantes disputas con la justicia y el des-
consolado existir entre la esperanza y la resignación. Pero su
aflicción mayor era la separación de su familia. En este punto
había perdido toda fe en la justicia; secretamente deseaba un
rápido fin. Un alivio, nada más. Por esto había renunciado a la
petición de gracia, quería la libertad o la muerte.
La negativa de Sacco enfadó mucho a Vanzetti. Este tuvo
que cargar solo con el estigma del peticionario. Lo que más le
había desagradado en su vida. Él, el luchador, el que había
descrito en una carta a Fuller como a un verdadero «piojo pla-
gado de dinero y vanidad, aquejado de un testarudo reacciona-
rismo», encontraba la postura de Sacco totalmente errada y de
una gran estrechez de miras.

| 247
Thompson, que tampoco se encontraba feliz con la conducta
de Sacco, informó a Fuller de que la negativa de este se debía a
su estado mental, desarrollado durante su reclusión. El aboga-
do encomendó al doctor Myerson, el médico que había exami-
nado a Sacco después del colapso nervioso sufrido en 1923, que
corroborara sus conclusiones con un pequeño informe médico.
El doctor Myerson habló con Sacco, que, entretanto, recha-
zaba cualquier contacto con las autoridades y se mostraba muy
reservado ante los amigos, en la austeridad de su celda. El mé-
dico le escribió al colaborador de Thompson: «Señor Ehrmann,
en mi opinión él no muestra ningún síntoma de enfermedad
mental». Ante el doctor Myerson Sacco había repetido que
deseaba la libertad o la muerte. Que no era culpable de haber
cometido delito alguno y que por ello no deseaba ser indultado
para tener que pasar el resto de su vida en prisión. Al final co-
mentó: «Vanzetti es un buen amigo y compañero, pero tiene
una noción del mundo diferente a la mía».
El 1 de junio de 1927, el gobernador Fuller dio a conocer la
nominación de un comité que le debía asesorar en su investi-
gación del caso. Intentando demostrar que carecía de prejui-
cios y deseando hacer olvidar su odio encarnizado contra los
rojos, invitó a la defensa para que expusiera personalmente su
investigación sobre la banda Morelli. Cuando Thompson pidió
a Fuller que interrogara a los testigos de cargo en presencia de
los acusados, este lo desestimó rotundamente. Deseaba basar
su decisión en los resultados del comité nombrado por él. «No
pretendo tomar esta decisión a la ligera», les dijo a Thompson
y a Ehrmann cuando estos abandonaban su oficina en el pala-
cio de Gobierno de Boston.
¿Había algún motivo para ser optimista? ¿Se había trans-
formado Fuller, un diputado anticomunista, en gobernador
carente de prejuicios?
Fuller había escogido a tres hombres para formar «su con-
sejo de sabios»; al juez Robert Grant, al presidente de la Uni-
| 248
versidad de Harvard, Abbott Lawrence Lowell, y al presidente
del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Ellos constituyeron
la llamada Comisión Lowell. Los tres eran totalmente inexper-
tos en temas delictivos. De Grant, un ex juez del Tribunal Su-
cesorio, se sospechaba que tenía un prejuicio contra los inmi-
grantes italianos. Después de que le robaran todo su equipaje
en un viaje por Italia, cuando se encontraba entre amigos, solía
llamar a los italianos «pícaros y granujas».
Pero lo más manifiesto era que los tres miembros de la co-
misión representaban exactamente la clase social estadouni-
dense ajena a la vida de gente como Sacco y Vanzetti. Sin em-
bargo, no solo los ciudadanos liberales, que se preocupaban de
la suerte de los condenados, habían puesto sus esperanzas en
la Comisión Lowell y en la decisión que esta tomara, sino tam-
bién los miembros del Comité de Defensa. Gardener Jackson,
como siempre uno de los líderes organizadores, convenció a los
demás miembros de este comité para que renunciaran a reali-
zar protestas de apoyo durante el tiempo en que la Comisión
Lowell se encontrara deliberando. Esta acción llevaría a evitar
posibles repercusiones negativas. Refiriéndose a dicha comisión
dijo: «Había escuchado constantemente cosas buenas sobre
esta comisión y estaba seguro de que recibiríamos un dictamen
totalmente objetivo».
La Comisión Lowell comenzó su trabajo el 11 de julio. Las
consultas se prolongaron hasta el 21 de ese mes. Diversos tes-
tigos fueron escuchados, entre ellos el profesor Guadagni y
Albert Bosco, quienes habían confirmado la coartada de Sacco
para el día 15 de abril con sus declaraciones, que la comisión
pretendía poder demostrar como contradictorias. Pero esto no
dio resultado, sus declaraciones levantadas en acta afirmando
haberse encontrado en Boston el día de autos con Sacco, que-
daron imperturbables.
El juez Thayer, así como también Katzmann y los abogados
defensores, tuvieron que someterse a las preguntas de la comi-
| 249
sión. Incluso se le permitió a Thompson someter a Katzmann a
un interrogatorio; como era de esperar, este difería de los inte-
rrogatorios comunes: Thompson no debía escuchar las respues-
tas, estas solo podrían ser escuchadas por los miembros de la
comisión. La consecuencia fue clara: Thompson no pudo desa-
rrollar una estrategia referente a las preguntas y tampoco pudo
crear una táctica que le permitiera aproximarse a Katzmann.
El juez Thayer tuvo que hacer frente a las recriminaciones
de la defensa, que le acusaba de haber estado desde un princi-
pio en contra de ambos acusados. Thompson y Ehrmann in-
tentaron confirmar, por medio de declaraciones juradas, que
había marcado con su comportamiento el proceso de Dedham
y que también había influido en las decisiones concernientes a
las apelaciones en perjuicio de Sacco y Vanzetti.
Tres periodistas que habían seguido de cerca el proceso y
las vistas posteriores se expresaron con relación a la actitud de
rechazo de Thayer y al odio que tenía a los acusados y sus de-
fensores. Una de ellos fue la reportera del International News
Service, Elisabeth Bernhopf, que continuamente viajaba junto
a Thayer en el tren de la mañana a Dedham. «Se comportaba
de una manera como no debería hacerlo ningún juez. Se refería
al abogado Moore como un anarquista de pelo largo venido del
oeste que no le iba a intimidar…», dijo.
John Beffel, reportero de Federated Press, entregó una des-
cripción adicional de la hostilidad de Thayer. «Espere hasta
que presente mi acusación a los miembros del jurado. Ya se la
voy a presentar», dijo Thayer en su presencia. Frank P. Silbey,
del Boston Globe, uno de los más respetados periodistas de
Massachusetts, informó sobre unos comentarios durante una
pausa procesal, en los que Thayer había llamado a los aboga-
dos defensores «malditos idiotas». Otros testigos también con-
firmaron su rudo y hostil rechazo.
George V. Crocker, miembro del Club Universitario de Bos-
ton y antiguo concejal, declaró que, durante el proceso, Thayer
| 250
le había dicho en repetidas ocasiones que Sacco y Vanzetti «son
anarquistas y desertores, por lo tanto, no se merecen ninguna
deferencia». También declaró que Thayer se expresó en su pre-
sencia diciendo que, de todos modos, había demasiados rojos
en el país.
Robert Benchley, redactor de la revista Life, confirmó de
igual manera las agresiones de Thayer contra los inculpados.
En 1921 visitó a un matrimonio amigo, el señor y la señora
Coes, en Worcester. Ellos cultivaban la amistad con Thayer,
que era miembro de su club de golf. Los Coes le participaron
algunos comentarios de Thayer. Había insultado a Sacco y
Vanzetti llamándoles «bastardos y bolcheviques que pretenden
intimidarme». Pero les iba «a hacer sudar fuertemente».
Mientras la Comisión Lowell se ocupaba de estas declara-
ciones juradas entregadas por la defensa, el gobernador Fuller
invitaba a su despacho a gente heterogénea para escuchar su
opinión sobre el caso. Aldino Felicani y Gardener Jackson fue-
ron dos de los invitados para hablar con Fuller.
Más tarde recordó Jackson esta reunión de la siguiente ma-
nera:

Al final de nuestra conversación, en la que se nos hizo un sin-


fín de preguntas detalladas e insistentes, nos participó: señores
míos, si todos los testigos fueran tan abiertos y honestos como
ustedes, no tendría ningún problema para tomar una decisión
sobre este caso. No dudo que han dicho toda la verdad o cuanto
de esta conocen. Nos estrechó la mano, nos levantamos y aban-
donamos su oficina con la impresión de haber logrado algo.
Cuando estábamos saliendo me llamó desde su escritorio: señor
Jackson, tengo una última pregunta sobre una cuestión que no
me ha quedado clara. Como soy un hombre de negocios, deseo
siempre tener para todo una prueba escrita. La coartada que te-
nía Vanzetti para el anterior delito, por el que fue llevado a la cor-
te y condenado... como decía, esta coartada nunca fue apoyada
por alguna prueba escrita.

| 251
Volvimos Felicani y yo a entrar en la oficina y allí le pudimos
demostrar que Vanzetti había vendido anguilas ese día, que había
21 familias italianas que aquella mañana le habían comprado an-
guilas, exactamente en el momento en que supuestamente se en-
contraba participando en el asalto de Bridgewater. ¡No me diga
nada más, señor Jackson!, dijo Fuller, así que se trata de italia-
nos. A esa gente no se le puede creer.

Fuller corroboró lo que en el proceso de Dedham había sido


obvio: los testigos de descargo de Sacco y Vanzetti eran, ante
los ojos del fiscal de distrito, de los miembros del jurado y par-
ticularmente ante los del juez Thayer, testigos con testimonios
carentes de importancia. Eran italianos, amigos, inmigrantes
indeseados. La infame discriminación de esos engreídos domi-
nadores les había golpeado con toda su dureza.
Felicani y Jackson salieron de la oficina de Fuller con un de-
jo de insatisfacción e intranquilidad. ¿Cómo podían procurar
pruebas irrefutables, aparte de las declaraciones testimoniales
existentes, que aseguraran realmente que Vanzetti vendía an-
guilas mientras se realizaba el asalto en Bridgewater?
Pero la cabeza de Vanzetti estaba en juego. Felicani logró
encontrar, después de días de búsqueda, una prueba que hasta
el momento no había sido considerada: en la buhardilla de un
comerciante de pescados encontró una caja con facturas de
acuse de recibo de American Express: en una de ellas constaba
que el 20 de diciembre de 1919 se había recogido en la compa-
ñía Corso un barril de anguilas para ser llevado al vendedor de
pescados Bartolomeo Vanzetti en Plymouth. Las anguilas de-
bían ser transportadas a Plymouth el 22 o el 23 de diciembre
para que Vanzetti las pudiese vender en Navidad.
Las facturas de acuse de recibo fueron entregadas, de acuerdo
con Thompson y Ehrmann, al Gobernador. Allí tenía la prueba
que deseaba. Pero se engañaban con Fuller, que ante un secre-
tario habría comentado:

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Desde Plymouth a Bridgewater hay solamente veinte millas.
Un truco bastante inteligente, se comienza en Plymouth con las
anguilas, se corre de prisa a Bridgewater para realizar el asalto y
luego, ¡se vuelve a Plymouth para continuar vendiendo anguilas!
¿Puede existir una mejor coartada?

En ese momento ni Felicani ni los abogados sospechaban


las palabras de Fuller. Se fiaban aún de su honradez y de la pro-
mesa «de tomar en cuenta todos los hechos y datos nuevos».
Hasta Vanzetti se hallaba convencido del trabajo correcto
de los tres sabios de Fuller. Optimista, le escribió a su hermana
Luigia el 14 de julio sobre su interrogatorio ante la comisión
gubernamental y caracterizó a sus miembros como «hombres
de corazón y espíritu que solo decidirían en nuestra contra si
estuviesen seguros de nuestra culpabilidad. Ya puedo dejar de
temer».
En una visita realizada a la penitenciaría de Dedham, a don-
de había sido trasladado Vanzetti temporalmente, Thompson y
Ehrmann explicaron a los dos acusados que las perspectivas de
salvación eran mínimas. Ya en las secciones de la comisión se
habían dado cuenta de que sus miembros «se consideraban
como fiscales que tenían el deber de desvalorizar o debilitar
todo lo que hablaba a favor de la inocencia de ambos acusados».
El gobernador Fuller postergó la ejecución del 10 de julio al
10 de agosto a causa del trabajo de la comisión. Solo un plazo
piadoso, nada más que eso. El optimismo ingenuo de Vanzetti
se volatizó después de la conversación con los abogados. El 17
de julio ambos comenzaron una huelga de hambre. «No po-
demos impedir que nos asesinen, pero podemos hacer saber al
mundo que ellos son unos asesinos», dijo Sacco.
En incontables ciudades estadounidenses y europeas salie-
ron a la calle miles de personas para mostrar su solidaridad
con Sacco y Vanzetti. Ellos no exigían el indulto, exigían una
sentencia absolutoria. El caso se había transformado definiti-
vamente en internacional y Fuller ya empezaba a sentir la pre-
| 253
sión de la opinión pública. Todo el mundo estaba esperando su
decisión. Especialmente Sacco y Vanzetti, que en las celdas de
Charlestown, a donde habían vuelto a ser trasladados, conti-
nuaban con su huelga de hambre.
Fuller se dirigió a Charlestown el 22 de julio para entrevis-
tarse con ellos. Expuso a la prensa que antes de tomar su deci-
sión deseaba hacerse su propia imagen del caso. De hecho,
parecía preocupado por la huelga de hambre que llevaban los
condenados a muerte pues esta podía llegar a poner en peligro
su salud por agotamiento. Era la lógica perversa del verdugo la
que llevaba a Fuller hasta la cárcel: si han de morir que sea por
medio de las descargas eléctricas de la ley.
Sacco rehusó la conversación. «Pues, vea usted señor Go-
bernador ─contestó Sacco cuando Fuller le preguntó sobre las
razones de su rechazo─, usted es millonario; a decir verdad,
multimillonario, y no puede creer sencillamente que un pobre
hombre como yo pueda tener algún tipo de derechos. Sería
para usted una pérdida de tiempo tener que escuchar mi histo-
ria, mi visión de los hechos. No deseo ser descortés... pero,
¿por qué debería intentar engañarle diciéndole que creo en
usted y por qué tendría usted que probar engañarme?». Fuller
estuvo un largo momento irritado por la franqueza de Sacco.
Luego se dirigió a la oficina del director del penal para entre-
vistarse con Vanzetti.
En comparación con Sacco, este había aceptado la entrevis-
ta sin titubear. Creía, como de costumbre, que con su brillante
retórica podía Influir en el Gobernador. Fuller quedo impre-
sionado después de la hora y media de conversación que man-
tuvo con el condenado. Saliendo de su celda le comentó al di-
rector del penal: «una persona muy interesante». Vanzetti
también sintió un cierto respeto por el Gobernador. En una
carta escrita el 28 de julio a su familia comentó: «Parece ser, a
su manera, un hombre sincero y bien intencionado». Pero el
optimismo no se dejó ver en estas líneas:
| 254
No puedo entender cómo nos puede considerar culpables con
todas las pruebas que tenemos a nuestro favor. Temo que no da
crédito a nuestros testigos, en su mayoría italianos, y que se deja
persuadir por el hecho de creer que los miembros del jurado aún
están convencidos de nuestra culpa.

Fuller permitió a Vanzetti que presentara su opinión sobre


el proceso nuevamente, pero esta vez por escrito. En una am-
plia y extensa carta, que envió a Fuller el 27 de julio, describió
sus experiencias como radical y extranjero:

Supongo que usted sabe que la gente sencilla en Italia siempre


ha sentido temor de la policía. Es difícil sobreponerse y vencer
ese modo de pensar, especialmente cuando se sabe qué ha suce-
dido con nuestros compañeros de causa en ese país...
Pareciese que la gente aún no ha comprendido que los italia-
nos son de cualquier forma mal vistos, particularmente cuando se
trata de gente pobre de la clase trabajadora. Sus hábitos no son
los hábitos del estadounidense normal y corriente y por eso se
convierten en sospechosos. No tienen ante los miembros de un
jurado las mismas oportunidades que un estadounidense. El ju-
rado actúa forzosamente con prejuicios contra ellos y cuando se
pone de relieve que son italianos radicales, ya no hay manera de
impedirlo... Antes de que un estadounidense esté dispuesto a co-
locar a un italiano en el mismo lugar que él ocupa y admita que
probablemente pueda decir la verdad, el italiano debe hacer dine-
ro y poseer una fortuna...
Soy italiano, un extranjero en un país extranjero, y mis testi-
gos son gente de la misma naturaleza. Fui acusado y condenado
por los testimonios realizados en su mayoría por testigos esta-
dounidenses. Todo está en mi contra; mi origen, mis conviccio-
nes y mi modesto oficio.

Este era el último intento para hacerle comprender a ese


poderoso hombre sus sentimientos e ideas; a ese hombre que

| 255
debía decidir sobre su cabeza y la de Sacco. El día que Vanzetti
estaba escribiendo en su celda esta carta para Fuller, ese mis-
mo día, la Comisión Lowell entregó al Gobernador su informe.
Fuller comunicó a través de su secretario que quería hacer pú-
blica su decisión el 3 de agosto.
Mientras Sacco y Vanzetti continuaban con su huelga de
hambre, muchos esperaban. Esperaban cientos de periodistas
de todo el mundo que habían llegado a Boston y que sitiaban el
palacio de Gobierno, esperaban miles de manifestantes que
habían salido a la calle para mostrar su solidaridad con los dos
condenados a muerte, esperaban los miembros del Comité de
Defensa, los abogados Thompson y Ehrmann, la hermana de
Vanzetti, su hermano y su padre, Rosina y sus dos hijos, Sacco
y Vanzetti, todos estaban esperando la última decisión sobre la
vida o la muerte.
Cuando Fuller se encaminó, un poco después de las veinte
horas, hacia su despacho, les comentó a los representantes de
la prensa: «se ve que pasa algo ¿no?». Con gran tensión y exci-
tada expectativa habían tomado asiento por todos lados en los
pasillos, en las escaleras, al lado de las ventanas. El palacio de
Gobierno se asemejaba a una fortaleza para periodistas. Una
hora más tarde apareció Fuller para lamentar, bajo los deste-
llos de luz de las cámaras fotográficas, que por encontrarse con
demasiado trabajo y, por ende, extenuado, no le era posible
ofrecer una conferencia de prensa. Pero que estaba seguro de
que el informe hablaba por sí mismo... «¿Cuál es la decisión?»,
le preguntaron impacientemente los periodistas. Fuller negó
con la cabeza: «Ustedes van a ser informados pronto...», y des-
apareció apresuradamente tras la puerta de su oficina.
Un poco antes de la medianoche se presentó el secretario
del Gobernador con un montón de sobres sellados, cada uno
de ellos llevaba escrito el nombre de un periódico. La multitud
de periodistas se convulsionó en agitados movimientos Uno de

| 256
ellos rasgó el sobre que se le había entregado, repasó rápida-
mente su contenido y lanzó una mirada a la última frase.
«Deben morir…, gritó con voz entrecortada, ¡ellos deben
morir!».

| 257
14
El último intento de salvación

EN NUEVA YORK, la comisión ejecutiva de la huelga exhortó a los


quinientos mil afiliados a organizaciones laborales representadas
en la comisión, para que tomaran parte en la huelga de protesta y
para que participasen en las asambleas de repudio y protesta. En
Boston, durante el desarrollo de una manifestación, aproxima-
damente diez mil trabajadores intentaron tomar por asalto la pe-
nitenciaría estatal. Para reforzar a la policía se tuvo que movilizar
a una unidad de Infantería de marina. La policía fue pertrechada
con fusiles y munición de guerra. Se teme que el jueves, día de la
ejecución, haya tumultos e inestabilidad social.

La noticia, publicada por el periódico Neuen Zürcher el 9 de


agosto de 1927, podría haber provenido de cualquier ciudad del
mundo occidental. En todas partes, tanto en Berlín como en
París, Estocolmo o Londres, en Ámsterdam, Roma, Hamburgo,
Bruselas, hasta en el lejano Sídney y en las ciudades sudameri-
canas de Buenos Aires y Montevideo, se produjeron grandes
manifestaciones y asambleas de protesta después de que llega-
ra a sus oídos la decisión de Fuller que dejaba ejecutar a Sacco
y Vanzetti en la silla eléctrica. El papa Pío XI, seguramente
nada amigo del anarquismo, encomendó al nuncio apostólico
en Washington, junto con los cardenales estadounidenses, que
intervinieran a favor de ambos condenados ante las autorida-
des judiciales.
Una tormenta de protestas recorrió el mundo entero. Abar-
caba mayoritariamente a obreros, a sus organizaciones labora-
les y sindicales y a sus partidos políticos, pero también a mu-
| 258
chos liberales destacados de todo el mundo. Artistas, científi-
cos y publicistas tomaron parte en las protestas: Albert Einstein,
H. G. Wells, Georg Bernard Shaw y otros prohombres firmaron
una resolución en la que criticaban tajantemente la planeada
ejecución.
Sin embargo, se formó un «frente patriótico» que intercedió
por unanimidad a favor del Gobernador y su comisión elogiando
el coraje de este. También el Boston Herald, que previamente
había golpeado con un editorial en tono crítico, se ponía nue-
vamente de parte de Fuller. Un hombre llamado Alvin Owsley,
antiguo líder del reaccionario movimiento cívico-patriótico
Legión Americana, envió un telegrama a Fuller: «Me alegra
que su penosa actividad haya terminado. El país entero está
con usted...».
No eran, de ninguna manera, solamente las frases de un fa-
nático en particular. En miles de telegramas, cartas y editoria-
les, el Gobernador fue felicitado por su decisión, decisión que
fue comunicada la noche del 3 de agosto mediante una escueta
aclaración de apenas cinco páginas. «Hombres cuya repu-
tación —por su inteligencia, franqueza, honestidad intelectual
y competencia para dirimir— está por encima de toda duda,»
así estaba escrito y continuaba: «han llegado unánimemente a
una conclusión final que concuerda totalmente con la mía».
Luego explicó sucintamente que la finalidad de la Comisión
Lowell había sido dar respuesta a tres interrogantes:
—¿El jurado había sido imparcial?
—¿Tenían los acusados derecho a exigir la revisión de la vista?
—¿Los acusados son culpables o inocentes?
En el informe se podía leer:

Respecto a la primera pregunta hubo reclamaciones, se dijo


que los acusados habían sido llevados a juicio y condenados per
ser anarquistas. La cuestión del anarquismo fue mencionada por
los acusados, como si hubiesen querido entregar una explicación
por su sospechoso comportamiento. Contrariando el consejo del
| 259
juez, su abogado defensor tomó la resolución de centrar sus ac-
ciones y su conducta en el hecho de que eran anarquistas. Men-
cionó que andaban armados para defenderse, que tenían la idea
de comenzar esa noche, a las diez, a recolectar literatura radical y
que por estas razones habían mentido, para no traicionar a sus
amigos.
Hablé con los once miembros del jurado que aún viven. En-
cuentran que el juez es imparcial ya que él no les dijo nada sobre
su opinión.
Fueron presentadas diferentes declaraciones en las que se sos-
tenía que el juez estaba predispuesto en contra de los acusados.
No pude descubrir ningún indicio de predisposición en las actas
del proceso. Que el juez Thayer se haya formado una opinión so-
bre la inocencia o culpabilidad de los acusados, después de haber
sido presentados los medios probatorios, es natural e inevitable.
Se sostuvo que distintos sucesos ocurridos en la sala de au-
diencias habrían afectado desfavorablemente a los acusados. Tras
haber sometido a un interrogatorio cuidadoso a los miembros del
jurado y a otras personas, no hallé ninguna prueba que corrobo-
rara esa afirmación. Los miembros del jurado son personas dig-
nas que llegaron a su veredicto con extrema vacilación, pero for-
zados por los medios probatorios.
La formulación de la acusación realizada por el juez Thayer no
fue objetada por la defensa y tampoco se levantó moción alguna
en su contra. El Tribunal Supremo de la ciudad de Massachusetts
examinó y calificó más de 250 recursos de queja que fueron pre-
sentados durante el transcurso del proceso, comprobando que el
proceso se condujo de manera completamente correcta y sin nin-
guna clase de errores jurídicos.

Tampoco encontró en las nuevas pruebas de descargo, pre-


sentadas por la defensa junto a la petición de revisión, ninguna
razón para corregir su sentencia. Desestimó todas las pruebas,
exceptuando la declaración de Madeiros:

No le doy ningún peso jurídico a la declaración del señor Ma-


deiros. Se admite en forma general que Madeiros se confiesa au-
| 260
tor del crimen. Cuando le interrogué no pudo ni dar detalles del
delito ni describir el ambiente en que este se realizó. Madeiros
opina que la Fiscalía de Distrito ha obrado injustamente con él
porque le condenó a muerte mientras que dos de sus cómplices
fueron condenados a cadena perpetua, a pesar de haber perpe-
trado juntos el asesinato. No estoy convencido de su afirmación,
de que haya sido cómplice en el delito de South Braintree.

Fuller se dedicó luego a la cuestión de la culpabilidad. No


descubrió «en ese caso nada fuera de lo común... amén de que
Vanzetti no declaró», al que consideraba culpable porque «ha-
bía sido reconocido por testigos oculares del delito».
Más adelante afirmó:

En el primer interrogatorio realizado por la policía, los acusa-


dos hicieron declaraciones en las que más tarde admitieron haber
mentido. Sacco sostuvo que el 15 de abril, el día de autos en
South Braintree, había estado trabajando en la fábrica de calza-
dos de Kelley. Verificaciones posteriores dieron como resultado
que esto no correspondía a la verdad. Luego sostuvo que ese día
había estado en el consulado italiano en Boston. Esto habría de
ser confirmado solo por un empleado del consulado. Este em-
pleado no tenía más prueba que su memoria.

Fuller resumió:

Como resultado de mis investigaciones, no puedo reconocer


ninguna justificación lo bastante grande para una intervención
del poder ejecutivo. Comparto el modo de ver del jurado, esos
hombres son culpables y tuvieron un proceso correcto y justo.

El día de la declaración de Fuller, Thompson, Felicani y Ro-


sina transmitieron la aplastante noticia a ambos condenados.
Vanzetti estuvo balbuceando constantemente: «No, no, no...
no lo puedo creer». Sacco solo dijo: «Lo sabía». Luego Thom-
pson les participó que dimitía de su cargo ya que no veía posi-
| 261
bilidad ninguna de hacer nada más como abogado defensor. Lo
único que le había quedado era ese demostrativo último acto.
Pero su afecto personal por ambos no cambió. «Hice todo lo
posible, todo...», dijo extendiéndoles la mano. Sacco y Vanzetti
le abrazaron notoriamente emocionados.
Sacco le dijo: «Le damos las gracias por todo, usted hizo
mucho por nosotros, todo lo que era posible».
Después le dictaron a Thompson dos mensajes, suplicándo-
le que los diera a conocer.
Vanzetti escribió:

Compañeros: el gobernador Alvan T. Fuller es como Thayer,


Katzmann, como los testigos falsos y todos los otros, un asesino.
Me extendió la mano como a un hermano, me hizo creer en sus
honestas intenciones e hizo alusión a casos precedentes que ha-
rían posible nuestra salvación. A pesar de ello menospreció y re-
chazó todas las pruebas a nuestro favor, nos humilló y nos asesi-
nó.
Somos inocentes.
Así lucha la plutocracia contra la libertad, contra el pueblo.
¡Morimos para la Anarquía! ¡Viva la Anarquía!

Bartolomeo Vanzetti.

Sacco escribió:

Mis queridos amigos y compañeros,


En nuestra celda de la muerte hemos escuchado en este mo-
mento que el gobernador Fuller ha decidido matarnos el 10 de
agosto. No estamos asombrados por esta noticia, pues sabemos
que la clase capitalista es dura e inmisericorde con los soldados
de la Revolución. Estamos orgullosos de nuestra muerte y vamos a
caer como han caído todos los anarquistas.
Hermanos, compañeros, vosotros sois los únicos que nos po-
déis salvar.

| 262
Nunca tuvimos confianza en el gobernador. Siempre supimos
que Fuller, como Thayer y Katzmann, era un asesino.
Calurosamente les saludamos fraternalmente a todos,

Nicola Sacco.

Mientras Sacco y Vanzetti se encontraban con Thompson en


la celda que estaba reservada para los candidatos al patíbulo,
Felicani hablaba con Madeiros, que también se encontraba a la
espera de ser ejecutado por el asesinato del banco en Wrent-
ham. Este le dijo: «Qué mala suerte para ellos. Yo soy un cri-
minal, tengo un extenso historial delictivo, pero ellos... esto es
vergonzoso e infame».
El informe de la Comisión Lowell fue publicado el 7 de agos-
to, cuatro días después de que Fuller hubiese hecho pública su
decisión. A partir de este escrito, los nuevos abogados contra-
tados por Thompson, Arthur D. Hill y Michael A. Musmanno,
emprendieron una última acción jurídica, una última carrera
contra el tiempo y el verdugo.
Musmanno, un joven abogado de Pittsburgh que solamente
había tramitado una petición de indulto para la organización
de emigrantes Sons of Haly, se entregó a la misión de salvar a
ambos condenados. Presentó ante el Tribunal Supremo una
séptima y última petición de revisión de la causa con el argu-
mento de que los prejuicios de Thayer contradecían el decimo-
cuarto artículo de la Constitución en que consta que «se debe
garantizar un proceso regular y la igualdad ante la ley».
Ningún juez del Tribunal Supremo estaba facultado para
tramitar una petición de revisión después de haber sido fallada
una sentencia. Por eso el juez Hall transfirió la solicitud a su
colega Thayer que, paradójicamente, tuvo que decidir por sí
mismo si su juicio había estado libre de prejuicios o no.
Thayer denegó la petición. El argumento: «En lo que se re-
fiere a la cuestión de la parcialidad, ahora no existe y nunca
existió».
| 263
¿No había declaraciones juradas y actas que demostraban lo
contrario? Pero la conspiración judicial había descartado, en-
tretanto, cada reserva. El mecanismo de la maquinaria legal
fijaba rígidamente a sus víctimas. Aquellos que la mantenían
en marcha, se refugiaban en formulismos jurídicos.
Los abogados Hill y Musmanno habían contado con la de-
negación de Thayer en su propia causa y por eso habían hecho
llegar una petición a los jueces federales, Holmes y Stoney,
para que comprobaran el comportamiento parcial de Thayer.
Esta petición fue denegada de la misma forma.
De manera privada, el juez federal Holmes le dijo a Thompson
que estaba convencido de «que no se actuó legítimamente con
esos hombres». Pero Holmes no era un hombre que pudiese
romper con la desdichada alianza entre la política y la justicia,
alianza que se había generado para destruir la vida de dos in-
migrantes italianos. «No podemos permitir ninguna intromi-
sión del Gobierno de Estados Unidos en los asuntos de los es-
tados miembros pues socavaría el principio fundamental de la
soberanía independiente de los regímenes de los estados
miembros y del Gobierno federal», le dijo a Thompson y de
esta forma se reveló como un esbirro condescendiente de un
sistema que daba más valor a la conservación de sus rígidos
principios que a la salvación de dos seres humanos inocentes.
Después de que el juez federal denegara la solicitud de revi-
sión, esta fue presentada al juez de la corte del Distrito Federal
George W. Anderson. Basándose en que no tenía «ninguna atri-
bución para actuar sobre el proceso judicial de la corte de Mas-
sachusetts», lo denegó.
Pero aún no se había decidido sobre la petición de aplaza-
miento de la ejecución que Hill había entregado el 8 de agosto
al juez George A. Sanderson.
La mañana del 10 de agosto, el día en que Sacco y Vanzetti
debían ser ejecutados, el juez Thayer se ocupaba de jugar al
golf en su lugar de veraneo. No escuchó los gritos amargos de
| 264
hombres y mujeres que protestaban ante el palacio de Go-
bierno en Boston. Agentes de policía con las bayonetas desen-
vainadas custodiaban la prisión de Charlestown, donde los dos
italianos esperaban en sus celdas a ser ejecutados. También
Madeiros padecía su propio calvario. Las horas pasaban una
tras otra. Al otro lado, donde se encontraba la silla eléctrica, el
verdugo revisaba el buen funcionamiento de la máquina ani-
quiladora. Los testigos de oficio también esperaban; había un
sacerdote para recibir de Sacco, Vanzetti y Madeiros una últi-
ma confesión y darles un consuelo. Pero los tres habían rehu-
sado este ofrecimiento.
Rosina Sacco estaba con sus hijos en la oficina del Comité
de Defensa inmersa en un gran silencio. Las autoridades judi-
ciales le habían exigido que recibiera el cuerpo de su marido.
Felicani, Jackson y una docena de otros miembros del comité
le procuraban asistencia. La situación de Rosina era angustio-
sa. Si Fuller no actuaba en este momento, habrían de morir esa
noche dos inocentes, a pesar de que la solicitud de la defensa
aún no había sido resuelta por el juez Sanderson.
Fuller se encontraba en una situación delicada. La turba
enardecida, que se manifestaba desde hacía horas frente a su
despacho, no podía hacerle desistir para que evitara que ambos
tuvieran que morir en la silla eléctrica. Su decisión de poster-
gar la ejecución dependía absolutamente de la determinación
del juez Sanderson. Fuller había penetrado en un círculo re-
glamentario. El último acto de ese drama debía mantener las
apariencias de justicia. Los golpes de electricidad del verdugo
tenían que recorrer el cuerpo del condenado en forma correcta
y formal. El Gobernador estuvo hasta altas horas de la noche
reunido junto a un grupo de colaboradores.
Finalmente, eran las once y veintitrés de la noche, se pre-
sentó un portavoz ante los periodistas que esperaban y les co-
municó la determinación alcanzada por Fuller:

| 265
Para que las deliberaciones del Tribunal Supremo puedan lle-
gar a su fin, el Gobernador ha ordenado aplazar la ejecución doce
días. La ejecución se aplaza hasta el 22 de agosto de 1927.

Sacco y Vanzetti supieron la noticia por medio del vigilante


William Hendry, que corrió a su celda y les gritó: «¡muchachos,
muchachos, todo ha sido suspendido!» Sacco guardó silencio.
Vanzetti respondió: «Estoy inmensamente feliz, me gustaría ver
a mi hermana antes de morir».

| 266
15
El fin de la tragedia

AGOSTO DE 1927 fue un mes de apelaciones, manifestaciones,


huelgas y atentados dinamiteros. Se produjeron explosiones en
el metro neoyorquino, en una iglesia de Baltimore y en un tea-
tro de Sacramento. También en la casa de uno de los miembros
del jurado de Dedham se perpetró un atentado con un artefac-
to explosivo.
La gente del Comité de Defensa no se sentía muy feliz con
esta forma de protesta. Felicani veía en esto la mano de radica-
les desesperados «tan indignados como para no poder actuar
con cordura».
El comité llamó a manifestarse ante el palacio de Gobierno
y la prisión de Charlestown. Miles de personas respondieron a
esta llamada y tomaron parte en estas acciones que resultaban
especialmente peligrosas para los extranjeros. Las autoridades
de inmigración les habían advertido que no participaran en las
protestas a favor de Sacco y Vanzetti, pues «esto echaría por
tierra sus posibilidades de nacionalizarse». El director de la
Oficina de Inmigración anunció que todas estas manifestacio-
nes iban a ser observadas atentamente. Pero casi nadie se dejó
amedrentar por esta clase de amenazas. Manifestaciones masi-
vas se convirtieron en impresionantes expresiones de solidari-
dad para ambos condenados que esperaban en la celda de la
muerte de Charlestown. Pero esta ola de protestas públicas
dejaba vislumbrar que la mayoría de los estadounidenses veía
| 267
en Sacco y Vanzetti a dos criminales y esperaba impaciente que
finalmente fueran ejecutados.
El indulto les habría parecido una capitulación, una derrota
estratégica en la lucha por la defensa del orden establecido. Ne-
cesitaban dos víctimas para ver confirmados sus miedos más
hondos e intensos, miedo ante aquellos que denunciaban públi-
camente este orden. Sacco y Vanzetti se habían convertido en
las víctimas ideales.
Esto lo sabían sus abogados y no claudicaban en su intento
por salvarles. Tenían claro que la batalla jurídica que desarro-
llaban era una lucha desesperanzada, pero renunciar a ella
estaba en contradicción con la concepción que tenían del oficio
de abogado.
Cuando el juez Sanderson decidió que la defensa tenía dere-
cho a ser escuchada, Hill expuso, el 16 de agosto, una nueva
petición de revisión ante el pleno del Tribunal Superior de Mas-
sachusetts. Pero el informe de Hill fue en vano. El fiscal gene-
ral, Reading, le explicó que después de haber sido pronunciada
una sentencia de muerte no se podía cursar una petición de
revisión. Dos días después el juez hizo pública su decisión.
Ese 18 de agosto, Sacco se despidió de su hijo Dante, que
entonces tenía catorce años. Sabía que ya no existía ninguna
posibilidad de salvación. Con lágrimas en los ojos abrazó a su
hijo y le dijo: «Somos inocentes, tu padre no es ningún crimi-
nal». Luego le besó. Cuando su esposa Rosina, que le visitaba
diariamente desde que se había confirmado la pena de muerte,
abandonó la sala de visitas en compañía de sus hijos, Sacco
supo que no vería nunca más a Dante y a su hija de siete años,
Inés. Este pensamiento le produjo un nudo en la garganta.
Sollozando fuertemente fue llevado nuevamente a su celda
por dos vigilantes. Ambos trataron de consolarle, aunque difí-
cilmente podían contener sus propios sentimientos. Ese mis-
mo día Sacco escribió una última carta a su hijo:

| 268
18 de agosto de 1927, Penitenciaria Estatal de Charlestown.

Mi querido hijo y compañero,

Nunca creí que nuestras vidas hubiesen podido ser desgarra-


das, que nos hubiesen podido separar. Sin embargo, después de
estos siete penosos años, creo que sí se llegó a ello. Separaron
nuestras vidas, pero no alteraron verdaderamente la inquietud y
el palpitar de nuestro amor. Aún más, pienso que nuestro amor,
indescriptible, es más grande que nunca. Esto es maravilloso
porque el amor fraterno no solo se ve en la alegría, sino que se re-
salta, especialmente, en el agobio del pesar. Dante, ten presente
que lo hemos probado y estamos orgullosos de ello. Hemos pade-
cido mucho durante este martirio. Abogamos hoy por lo que
siempre hemos abogado, por nuestra libertad. Si recientemente
puse fin a mi huelga de hambre fue solo porque en mí ya no que-
daba ni un destello de vida. Porque con mi huelga de hambre
pugné, y así lo voy a seguir haciendo, por la vida y no por la
muerte. Renuncié al sacrificio porque quería volver a los brazos
de tu querida hermana Inés, a los de tu madre, a los de todos mis
queridos amigos y compañeros de vida y no de muerte. Por con-
siguiente, hijo mío, la vida comienza a retornar hoy lenta y tran-
quilamente pero aún sin horizontes y con la melancolía que nos
da la visión de la muerte.
Después de todo lo que tu madre me contó de ti, después de
haber soñado tantas veces contigo, qué bello fue haberte podido ver,
haberte podido tener, al fin, entre mis brazos, haber podido
hablar contigo como lo hacíamos antes. Te conté muchas cosas
aquella vez y hubiese querido contarte muchas más, pero vi que
eras el mismo joven cariñoso, el mismo que se quedaría lealmen-
te al lado de la madre que tanto lo ama. No quise cargar por más
tiempo tus sentimientos porque estoy convencido de que sigues
siendo el mismo joven y que recuerdas lo que te dije. Lo que te
estoy contando ahora va a afectar tus sentimientos, pero no vayas
a llorar, mi pequeño, pues ya fueron derramadas muchas lágri-
mas, tu madre derramó tantas en estos siete años y todo fue en
vano. Sé fuerte y no llores para que puedas consolar a tu madre.
Cuando la quieras distraer de la desalentadora soledad voy a re-
| 269
velarte cómo lo puedes hacer. Llévala a dar un largo paseo por un
apacible campo, recoge flores silvestres y siéntate a descansar ba-
jo la sombra de los árboles, en medio de la armonía del susurro
del río y el suave silencio de la naturaleza. Ten por seguro que es-
to le alegrará y además te va a hacer feliz a ti. Pero piensa siem-
pre que en el juego de la felicidad no puedes tomar todo para ti,
da un paso hacia atrás y asiste al desamparado que clama por
ayuda, tiéndele la mano al perseguido y socorre a la víctima, ya
que estos son tus mejores amigos; son los compañeros que lu-
chan y caen, así como tu padre y Bartolo lucharon y cayeron en el
pasado para alcanzar la dicha de la libertad de todos los oprimi-
dos, de todos los pobres trabajadores. En esa vida de lucha vas a
encontrar más amor y vas a ser amado.
Estoy seguro, por todo lo que me ha contado tu madre, por
todo lo que has dicho en estos últimos días, de que vas a ser el hi-
jo amado que siempre vi en mis sueños. Por eso, hijo mío, en el
caso de que nos maten, nunca se sabe lo que nos depara el maña-
na, no debes olvidar mirar a tus amigos y compañeros con ese
mismo gesto de agradecimiento con que miras a tus seres queri-
dos ya que ellos te aman como aman a cada uno de los compañe-
ros que han sido perseguidos y han caído. Te lo digo como tu pa-
dre, para quien significas toda la vida, como el padre que siempre
te amó, como el hombre que los conoce y sabe de sus nobles
creencias (también mías), de su gran sacrificio por nuestra liber-
tad, porque luché junto a ellos, porque son ellos los que represen-
tan nuestra última esperanza, los que nos pueden salvar de la
muerte. Hijo mío, cuando seas mayor vas a entender esta lucha
entre ricos y pobres, esta batalla por la seguridad y la libertad, es-
tos años de insurrección interna y de lucha a vida o muerte.
Pensé mucho en ti cuando me encontraba en el Corredor de la
Muerte. Los cantos y las dulces voces de los niños en el parque
infantil, donde había vida y alegría de libertad, estaban separados
tan solo por unos pasos de la muralla que rodeaba a estas tres se-
pultadas almas en escondida agonía. Te recordé a ti y a tu her-
mana Inés y deseé poder veros siempre. Pero preferí que no vi-
nieses a este Corredor de la Muerte, que no tuvieses que ver el
horrible cuadro que componen tres almas agónicas que esperan
la muerte, muerte que iba a llegar en la silla eléctrica, porque no
| 270
sé qué efecto hubiese podido producir en tu corazón de niño. Si
no fueras tan sensible, entonces sería de gran utilidad para ti usar
en el futuro este terrible recuerdo para mostrar a todo el mundo
la deshonra alcanzada por este país a través de la vileza de esta
cruel persecución y la injusticia de esta muerte. Sí, mi adorado
Dante, ellos pueden martirizar nuestros cuerpos como lo hacen
hoy, pero no pueden acabar con nuestras ideas, que serán con-
servadas para las generaciones venideras.
Dante, cuando te hablé de tres sepultadas almas, quise men-
cionar también a otro joven, a uno que se llama Celestino Madei-
ros, que debía ser ejecutado en la silla eléctrica al mismo tiempo
que nosotros. Él había estado ya dos veces en ese horrible Corre-
dor de la Muerte, lugar siniestro que debería ser destruido con
los martillos del verdadero progreso y que le va a causar deshon-
ra eterna a los ciudadanos de Massachusetts. Ese horrible sitio
debería ser devastado y en su lugar se tendría que edificar una
fábrica o una escuela para enseñar a los miles de huérfanos del
mundo entero.
Mi querido Dante, te pido nuevamente que sigas amando a tu
madre y a tus seres queridos, que les acompañes en estos días de
aflicción, ya que tu valiente corazón y tu complaciente bondad
van a mitigar su dolor. No te olvides de amarme un poco puesto
que yo te amo tanto. ¡Oh!, mi pequeño hijo, pienso tanto en ti.
Mis más sinceros saludos a todos nuestros seres queridos,
amor y besos para Inés y tu madre. Te besa y abraza con todo el
corazón.

Tu padre y amigo

P.D.

Bartolo te envía un cariñoso saludo. Espero que tu madre te


ayude a entender esta carta. Podría haberla escrito más fácil y
mejor si me hubiese encontrado con otro ánimo. Pero estoy tan
débil.

| 271
El abogado Musmanno se había acercado esa tarde a la cár-
cel para comunicarles personalmente la decisión del Tribunal
Superior. En un primer momento, Vanzetti escuchó las pala-
bras serenamente, pero repentinamente comenzó a enfurecer-
se. Todas las desilusiones, la impotencia y la rabia estallaron
en su interior. Gritó: «¡Id a buscar a los millones de personas,
id a buscarles!». Musmanno estaba impresionado de la irrupción
sentimental de Vanzetti que no se atrevía a tratar de calmarle.
Luego, Vanzetti se sentó y comenzó a escribir una confusa car-
ta a Thompson, su anterior abogado. En ella le ordenaba que
movilizara «a todas las naciones del mundo para que agredan
a Estados Unidos». Era el documento de un desesperado.
Aproximadamente al mismo tiempo, Luigia Vanzetti llegaba
al puerto de Nueva York en el vapor con el que había atravesa-
do el Atlántico. Luigia, que había intercambiado un sinfín de
correspondencia con su hermano durante esos siete años de pre-
sidio, que había vivido y padecido todas las etapas del drama,
era una mujer melancólica de 36 años que aparentaba muchos
más. Fue catapultada desde su idilio campestre al penetrante
mundo de los destellos fotográficos. «Mi misión es traer paz y
consuelo», les dijo a los periodistas que la estaban esperando.
Era una mujer devota que quería inducir a su hermano a que
volviera al refugio de la iglesia. Antes de que desapareciera
junto a los miembros del Comité de Defensa dijo:

Espero en lo más profundo de mi corazón que este gran país,


en donde millones de personas han encontrado la libertad y la fe-
licidad, no permita que mueran mi hermano y Sacco.

Al día siguiente, los hermanos se encontraron en la prisión


de Charlestown. Vanzetti, bastante más tranquilo y controlado,
estaba impaciente por abrazar a su hermana, por estrechar en
sus brazos a la hermana de la que se había despedido hacía ya
19 años en Villafalletto. Previamente, la esposa de Sacco, «mi

| 272
hermana en la desgracia», como la llamaba Luigia, le había
preguntado al director de la prisión, por encargo de su esposo,
si era posible que durante la visita Vanzetti pudiese abandonar
su celda para no tener que saludar a su hermana a través de los
gruesos barrotes de acero. El director Hendry dio su consenti-
miento a pesar de que con esto estaba infringiendo las reglas
del penal.
Se abrazaron envueltos en lágrimas, se besaron repetidas
veces y sentados, llorando, recordaron su niñez. No dijeron ni
una palabra sobre religión o política.
Sacco, que también fue saludado cordialmente por Luigia,
se encontraba, como siempre, junto a su Rosina. Estaban to-
mados de la mano y él le acariciaba lentamente la mejilla. Aquel
día le entregó una carta para la pequeña Inés, una carta en
respuesta a la que ella le había enviado, una respuesta a todos
esos dibujos realizados con tanto cariño.

19 de julio de 1927

Mi amada Inés,

Me gustaría que pudieras entender lo que deseo decirte, con el


amor más profundo y el alma llena de amargura. Llevo siempre
conmigo la carta que me enviaste y la llevaré junto a mi desaso-
segado corazón hasta el último día de mi vida. Voy a pedir que la
dejen conmigo cuando esté en el sepulcro.
Mi mayor anhelo fue haber podido vivir contigo, tu hermano
Dante y tu mamá en una pequeña casa en las lindes de un bos-
que, haberme podido arrodillar contigo, un domingo por la ma-
ñana, unidos por la misma devoción y el mismo amor y haber
podido sentarme bajo un gran roble para enseñarte a leer, a es-
cribir, a creer y a amar. Pero esto no pudo ser. La maldad huma-
na no lo quiso así. Un destino contrario nos separó. Esta vieja so-
ciedad agónica me arrancó cruelmente de los brazos de tu madre
y de vuestro profundo amor...

| 273
Sé que vais a ser gente buena y honrada. Estoy seguro de que
sabéis que en cada minuto de mi vida os llevo dentro de mi alma
y que si os digo tantas cosas es porque estoy lleno de apasionada
inquietud.
Agradéceles en mi nombre a los amigos que lucharon por mi
liberación y déjame abrazaros, a ti, a tu hermano y a tu madre.

Tu padre.

El sábado 20 de agosto, Aldino Felicani se dirigió, junto a


Luigia y Rosina, hacia la residencia de verano del cardenal Wi-
lliam O’Connel, la máxima autoridad eclesiástica de los católi-
cos de Boston. Felicani esperaba encontrar su apoyo para in-
tentar hacer llegar al presidente de la nación, Calvin Coolidge,
una última petición de gracia. El cardenal les ofreció a ambas
mujeres té y su compasión, más no podía hacer...
Musmanno se encontraba ese día en Washington para pre-
sentar una apelación ante el Tribunal Supremo de Estados Uni-
dos. Esta apelación se basaba en la transgresión del artículo 14
de la Carta Magna. Luego fue al Ministerio de Justicia para ob-
tener el desbloqueo de las actas sobre el caso Sacco y Vanzetti.
Pero todos sus afanosos esfuerzos se malograron ante la arro-
gancia del poder. Sin haber logrado nada volvió a Boston.
Al día siguiente le envió al presidente Calvin Coolidge, que
pasaba sus vacaciones en South Dakota, tres telegramas con
intervalos de tiempo de algunas horas. En ellos le solicitaba
que hiciera uso de su derecho para indultar a Sacco y Vanzetti.
Era una carrera contra el tiempo, una lucha a vida o muerte.
No quedaban más que treinta horas para llegar al momento
fatal.
Por la noche llamó al domicilio de verano del presidente y
habló con su secretario. Este le participó, lacónicamente, que
el presidente se encontraba descansando, que aún estaba fati-
gado de pescar...

| 274
Así transcurrieron las últimas horas. El día de la ejecución,
el 22 de agosto de 1927, había llegado.
Ya desde la mañana habían marchado hacia la prisión de
Charlestown unidades policiales que se encontraban destacadas
por todas partes y pertrechadas con fusiles y vehículos blinda-
dos. El barrio donde estaba situada la prisión parecía un cam-
pamento militar. Sin embargo, por varios lugares surgieron
miles de manifestantes. Sacco y Vanzetti se hallaban detrás de
las gruesas murallas, en su celda de la muerte, de la que les
separaban solo unas pocas horas.
Musmanno los visitó muy temprano por la mañana; llevaba
consigo una solicitud de aplazamiento de ejecución redactada
por un grupo de juristas prominentes. Como quería hacer lle-
gar la petición a la corte del Distrito Federal, les entregó los
documentos para que los firmaran. Vanzetti los firmó y le pidió
poder hablar con su ex abogado, Thompson. Sacco se negó
rotundamente a firmarlos.
Mientras Vanzetti esperaba a Thompson, escribió una de
sus cartas más impresionante. Estaba dirigida a Dante.

22 de agosto de 1927, desde la Celda de la Muerte de la Prisión


Estatal de Massachusetts.

Mi querido Dante,

Aún sigo en esta espera. Vamos a luchar hasta el último mo-


mento para poder recuperar nuestro derecho a la vida y a la liber-
tad, pero todos los que tienen dinero y poder en esta ciudad, toda
la reacción, está a favor de nuestra muerte únicamente porque
somos anarquistas. Te voy a escribir aquí poco sobre este tema
porque aún eres muy joven para entender aquellas cosas que tan-
to me gustaría hablar contigo.
Te transformarás en un hombre y espero que logres entender
lo que ha pasado con tu padre y conmigo, que comprendas nues-
tros principios, por los que nos van a matar. Te puedo decir ahora
que, por todo lo que conozco a tu padre, sé que no es ningún de-
| 275
lincuente, sino que es el hombre más valiente que he conocido.
Algún día entenderás lo que quiero decir con esto. Tu padre sa-
crificó todo, todo lo que es amado y valioso para el alma humana,
por su principio de libertad y justicia para todos. Ese día te vas a
enorgullecer de tu padre; si eres valiente, vas a tomar su puesto
en la lucha entre la tiranía y la libertad y vas a vengar su nombre,
mi nombre y nuestra sangre. Si ahora debemos morir es por ello.
Cuando hayas podido comprender esta tragedia en toda su
trascendencia, sabrás cuán bondadoso y valiente fue tu padre
contigo durante estos ocho años de lucha, aflicción, fervor, tor-
mento y angustia.
Deseo pedirte que me retengas en tu memoria como tu com-
pañero, como tu amigo y como el amigo de tu padre, de tu madre,
de Inés y de Susi. Te aseguro que no soy un delincuente, que no
cometí ningún robo y que no asesiné a nadie, sino todo lo contra-
rio, luché modestamente contra el crimen que se comete mutua-
mente entre las personas y combatí por la libertad de todos.
Piensa que cualquiera que sostenga de nosotros lo contario es
un mentiroso, un embustero que ofende a dos difuntos inocentes
que en vida siempre fueron valerosos. Piensa que, si hubiésemos
sido cobardes e hipócritas, si hubiésemos desertado de nuestras
convicciones, no seríamos ejecutados hoy. Basándome en las
pruebas de cargo presentadas en nuestra contra, no hubiesen po-
dido ni condenar a un perro leproso, ni siquiera hubiesen ejecu-
tado a un escorpión venenoso mortal. Con estas pruebas de car-
go, habrían concedido una revisión a un parricida o un asesino
habitual.
Dante, piensa en esto, no dejes nunca de pensar en esto: no
somos criminales; ellos nos condenaron en virtud de falsos tes-
timonios; ellos rehusaron abrir un nuevo proceso y, si después de
siete años, cuatro meses y siete días de indescriptible angustia e
injusticia nos ejecutan, sucederá por lo que te he descrito; porque
éramos pobres y estábamos contra la explotación y opresión del
hombre por el hombre.
Los documentos sobre nuestro caso, que están siendo reuni-
dos y conservados por ti y por otros compañeros, te demostrarán
que tu padre, tu madre, tu hermana Inés, mi familia, tú y yo he-

| 276
mos sido sacrificados como razón de Estado de la reacción de es-
te país, de la reacción de la plutocracia estadounidense.
Llegará el día en que entiendas en toda su gravedad las atro-
ces causas arriba descritas, ese día nos vas a honrar.

Mi querido Dante, sé valiente y siempre un hombre de bien.

Te abraza con todo el corazón,

Bartolomeo.

Musmanno retornó por la tarde a la cárcel de Charlestown


para decirles adiós a Sacco y Vanzetti. La última despedida, el
doloroso adiós a dos hombres de cuya inocencia estaba total-
mente convencido. «Le agradecemos de corazón todos sus es-
fuerzos», le dijo Sacco. Luego se abrazaron por última vez.
Ellos se habían despedido horas antes de Rosina y Luigia.
«¡Ah Luigia!, por qué tuviste que venir hasta aquí», le dijo afe-
rrándose a la mano de su hermana. Vanzetti lloraba y ella no
dejaba de orar.
En la celda vecina, Sacco abrazaba entre sollozos a su mu-
jer: «Rosina, te amo, siempre te voy a amar». «Nick, estoy mu-
riendo contigo».
Thompson llegó al anochecer a Boston, desde New Hampshi-
re, para dirigirse de inmediato a Charlestown. En una estrecha
habitación, contigua a la sala de ejecución, se encontró con Van-
zetti, que le saludó sonriente al verle entrar. Ese encuentro se
iba a convertir en una larga conversación, en una reconstruc-
ción estremecedora de su trágica historia. Esa conversación fue
hecha pública por Thompson seis meses más tarde en un ar-
tículo que apareció en la revista Atlantic Monthly.

Comencé nuestro diálogo pidiéndole a uno de los guardias que


se encontraba al otro lado de la habitación, que se acercara a mí
para que escuchara mis preguntas a Vanzetti y sus respuestas.

| 277
Le pregunté a Vanzetti si había hecho algún comentario en
presencia del señor Graham o del señor Vahey, en el que se pu-
diese deducir algo así como un reconocimiento de culpa en algu-
nos de los dos delitos. Con gran énfasis y total sinceridad respon-
dió que no. Luego dijo lo que muchas veces ya me había
comentado: los señores Graham y Vahey nunca fueron los abo-
gados de su elección. Los había aceptado como abogados defen-
sores por petición de sus amigos, que habían reunido el dinero
para pagarles. Posteriormente se refirió a su relación con ellos, a
su conducta en el caso de Bridgewater y, seguidamente, a lo que
les había dicho al respecto. Esto lo pude comprobar al día si-
guiente pero no deseo repetirlo en estas líneas…
El vigilante volvió a su lugar. Le dije a Vanzetti que mi fe en su
inocencia había crecido continuamente, primero a través del co-
nocimiento de los hechos y luego por la impresión que me había
causado su personalidad. Pero naturalmente... siempre existía la
posibilidad de que me estuviese equivocando. Le pedí por eso que
me asegurara nuevamente, en esa hora de su vida, en la que no
los podía salvar, que Sacco y él eran inocentes.
Vanzetti me respondió reposadamente, con una franqueza que
no dejaba espacio para dudas, que en ese punto no debía preocu-
parme, tanto él como Sacco eran totalmente inocentes del delito
de South Braintree, lo mismo valía para él en el caso de Bridge-
water. Estaba más convencido que nunca de que la raíz de la sos-
pecha sobre él y Sacco se encontraba en la profunda desconfianza
de los estadounidenses ante la presencia de otras formas de vida,
de otras maneras de razonar y en la idea de que todos los radica-
les eran criminales. No hubiese sido nunca condenado si no hu-
biese sido un anarquista; tomado de esta manera, moría por su
modo de pensar. Dijo que su modo de pensar comprendía la fe en
el desarrollo de la humanidad y la extinción de la violencia sobre
la tierra. Llevó la conversación con serenidad, reflexivo y con un
convencimiento profundo. Me pidió que hiciera todo lo que estu-
viese en mi poder para limpiar su nombre de esta mancha que
había caído sobre el…
Me pidió que pensara en estos siete años de encierro y en el
continuo cambio entre la esperanza y el temor. Me hizo recordar
comentarios que había hecho el juez Thayer en presencia de cier-
| 278
tos testigos, especialmente ante el profesor Richardson. Quiso
saber qué estado mental podría ser capaz de crear dichos comen-
tarios. Me preguntó cómo una persona honesta podía aceptar que
un juez fuese capaz de ser imparcial cuando llamaba a los acusa-
dos «bastardos anarquistas». Si pensaba que toda la crueldad
que había sido ejercida sobre Sacco y él debía quedar impune...
Enseguida volvió al principio de la conversación, las luchas de
tiempos pasados y el progreso de los grandes movimientos por la
mejora de la humanidad. Dijo que todos los movimientos altruis-
tas se habían originado en la mente de algún genio, más tarde
malentendido y pervertido por la necedad popular y el lúgubre
egoísmo. Acotó que todos los grandes movimientos que habían
querido cambiar las normas convencionales, las opiniones tradi-
cionales y las antiguas instituciones, se habían encontrado con la
violencia y la persecución. Mencionó a Sócrates, a Galilei, a Gior-
dano Bruno y a muchos otros que ahora no recuerdo, unos eran
italianos, otros rusos. Refiriéndose al cristianismo dijo que había
comenzado de forma sencilla y franca, que había sido expuesto a
la represión y a la persecución y que mucho más tarde, bajo el
dominio eclesiástico, había degenerado en tiranía.
Le dije que no pensaba que el progreso del cristianismo estu-
viera estrangulado por las convenciones y el domino de la Iglesia,
muy por el contrario, ofrecía a miles de personas sencillas un ali-
ciente. La esencia de ese aliciente se encontraba en la confianza
todopoderosa que Jesús había puesto en la verdad de sus ideas
sobre el perdón, después de que sus enemigos, perseguidores y
difamadores le crucificaran.
Esta no fue la primera ni la última vez, durante esta conversa-
ción, que Vanzetti mostró el rencor que sentía por sus enemigos.
Habló elocuentemente de sus sufrimientos y me preguntó si sería
capaz de perdonar a una persona que me hubiese causado duran-
te siete años tanto sufrimiento y angustia. Le participé cuánto le
entendía y le pedí que reflexionara sobre la influencia que un ser
supremo ejercía sobre él y sobre mí, sobre un poder incompara-
blemente más grande que el odio y la venganza. Le manifesté
que, a largo plazo, el mundo iba a reaccionar al amor y no al odio,
que deseaba que él pudiera perdonar a sus enemigos no por ellos
sino para que pudiera alcanzar su propia paz interior, ya que un
| 279
acto de esta naturaleza iba a producir más efecto para su causa
que cualquier otra cosa y que sería el argumento más convincente
para su inocencia.
Nuevamente se produjo una pausa en nuestra conversación.
Me levanté y nos quedamos mirándonos durante dos largos mi-
nutos sin decir palabra. Finalmente dijo que quería pensar sobre
lo que le había dicho. Le mencioné algo sobre la posibilidad de
alcanzar la inmortalidad personal. Le dije que era consciente de
que para él era difícil creer en la inmortalidad; pero que, si esta
existía, podría tener la seguridad de que ya era partícipe de ella.
Esto le hizo guardar silencio...
Todo el tiempo, aparte de los pocos momentos que he men-
cionado, se mantuvo en su conciencia la fe en una superioridad
que conduciría a la humanidad a una existencia mejor. Me sentí
fascinado por la fuerza de su convencimiento y por la dimensión
de su conocimiento. No hablaba como un fanático. Aunque esta-
ba totalmente convencido de la verdad de sus puntos de vista,
cuando alguien le explicaba una idea que no compartía en abso-
luto, le podía escuchar tranquilamente y con gran entendimiento.
En ese último momento, la impresión que en los últimos tres
años me había formado de él se profundizó, era un hombre con
un poderoso convencimiento, un altruista devoto de grandes
ideales. No había ninguna señal de derrumbe o de terror ante la
muerte que se acercaba...
Al despedirse de mí me dio un gran apretón de mano y me mi-
ró con enorme firmeza. Una mirada que revelaba la profundidad
de sus sentimientos y la fuerza del dominio de sí mismo.

Luego Thompson se dirigió a visitar a Sacco, que se encon-


traba acostado sobre el catre de su celda. En el mismo artículo
reseñó este encuentro:

Nuestra conversación fue más bien corta. Se levantó. Se refirió


en pocas palabras a unas diferencias de opiniones que habíamos
tenido en el pasado y me dijo que esperaba que esas diferencias
no nos hubiesen afectado en nuestra relación personal. Me agra-

| 280
deció lo que había hecho por él. No mostraba temor alguno, me
estrechó la mano firmemente y se despidió de mí.
Su conducta fue completamente franca como también fue de
una bondad infinita el que no hubiera profundizado sobre nues-
tra diferencia de opiniones. Defendía la idea de que cualquier es-
fuerzo ante el tribunal o ante la opinión pública era absurdo,
porque la sociedad capitalista no se podía permitir concederle
justicia a un hombre como él. Yo tenía una opinión diferente, pe-
ro en ese último encuentro no quise mencionar nada de ello, ya
que los resultados confirmaban su propia tesis.

Aquella tarde, cuando Thompson salió de la prisión y se en-


contraba atravesando la zona acordonada por la policía, en la
que solo se podía encontrar gente con un permiso extraordina-
rio, le inundó una profunda depresión. Las últimas horas le
habían dejado pensativo. Esos hombres, cuyas opiniones no
compartía pero respetaba, habían sido aniquilados porque
eran unos críticos indeseados. Hombres que creían aún, ideal-
mente, en una sociedad enteramente perfecta, ideales que este
país predicaba con mucho orgullo y por los que habían dejado,
hacía años, su patria italiana. Thompson se sentía derrotado
como nunca antes en su vida.
Musmanno se encontraba en ese momento, por segunda
vez, en la oficina del Gobernador, esperando la decisión defini-
tiva de Fuller, aguardando saber si Sacco y Vanzetti debían
morir en las horas siguientes. Al mediodía le había descrito el
caso una vez más para pedirle encarecidamente un nuevo apla-
zamiento. «Solo usted lo puede hacer», le dijo. Más tarde se
presentaron Rosina Sacco y Luigia ante el Gobernador para
pedirle piedad por ellos. Musmanno asumió el papel de traduc-
tor ya que Luigia hablaba solo italiano.

Excelencia, mi hermano cree en usted. Cuando usted le estre-


chó la mano, sintió el apretón de manos de un hermano, un her-
mano muy comprensivo. Su inocencia está clara. De esto no cabe

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la menor duda, Dios le ha abierto su libro. El único problema de
este largo caso es que los que poseen el poder no han leído la le-
tra de nuestro señor… por favor, por amor a Dios, por piedad se-
ñor Gobernador, salve a mi hermano. Es muy joven para morir.
Tenga misericordia señor Gobernador, salve también a Sacco que
es un hombre de inmensa bondad.

Rosina Sacco le hizo notar que él también era padre de fa-


milia, que tenía una esposa e hijos.

Mi marido también tiene una mujer y dos hijos, por favor,


considere este caso como padre de familia. ¿Cómo puede permi-
tir que mi esposo, padre de familia, a causa de la declaración de
una mujer como Lola Andrews, tenga que morir? Mi marido fue
siempre, conmigo, bueno y fiel. Siempre estuvo unido a su hogar.
¿Se comporta así un bandido?

Fuller les respondió que no podía hacer nada, que el Tribu-


nal Supremo había tomado una decisión y que él tenía que
respetarla. A lo que Luigia le dijo:

Pero, señor Gobernador, he escuchado que usted sí puede ha-


cer algo. Usted tiene plenos poderes para ayudar a mi hermano y
a Sacco. Usted es el Gobernador. Deje llevarme a mi Barto a Ita-
lia. Las últimas palabras dichas por mi padre a mi partida fueron:
trae a Barto de vuelta a casa.

Fuller se levantó de su silla y se dirigió a la ventana, que le


permitía tener una gran visión de la entrada del palacio de Go-
bierno. Todo estaba tomado por unidades policiales.
«Lo siento, dijo lacónicamente, lo siento de corazón, pero
no hay nada, absolutamente nada, que pueda hacer sin tener
que infringir las atribuciones de mi cargo».
Ambas mujeres comenzaron a llorar mientras que Mus-
manno las llevaba al vestíbulo en donde las esperaban algunos
amigos del Comité de Defensa, entre ellos Felicani y Jackson.
| 282
Era un poco antes de la medianoche. Musmanno estaba
sentado en el vestíbulo y esperaba. Tras unos minutos Fuller le
llamó. «Señor Musmanno, me es imposible interceder en favor
de un aplazamiento de la ejecución», le dijo con frialdad.
«¿Y esto es irrevocable señor Gobernador, son sus últimas
palabras?»
«Sí, hasta el fin de mis días», respondió Fuller concisamente.
En la oficina del director de la prisión William Hendry, se
habían reunido los siete testigos que iban a presenciar la ejecu-
ción, entre ellos el capitán del distrito de Norfolk, un represen-
tante de la Fiscalía y un médico. Ya que el reglamento prescri-
bía la presencia de un representante de la prensa, solamente se
invitó al periodista de Associated Press, W.E. Playfair.
El párroco de la prisión había propuesto con anterioridad a
Madeiros, a Sacco y a Vanzetti darles los sacramentos, pero ellos
respondieron como aquella vez, cuando días antes del primer
plazo para ejecutar la sentencia les había ofrecido asistencia
espiritual; no aceptaron.
Después de un par de instrucciones, los testigos dejaron la
oficina de Hendry en dirección a la sala de ejecuciones Allí
tomaron asiento en silencio. La silla eléctrica estaba ubicada
en el centro de la habitación pintada de blanco: era una cons-
trucción de metal masivo a la que estaban adheridas una gran
cantidad de fajas metálicas y correas. Al lado de esta mons-
truosa máquina de aniquilamiento se hallaba un biombo y,
detrás de este, tres camillas verdes, reservadas para los cadá-
veres.
Madeiros fue el primero al que fueron a buscar los funcio-
narios de prisiones. En su compañía subió las pocas escaleras
que le llevaban de su celda a la sala de ejecución, donde su jo-
ven vida debía encontrar un temprano fin. Se sentó sin decir
palabra en la silla eléctrica, le ajustaron las correas y dieron la
señal para conectar la electricidad. Celestino Madeiros fue de-

| 283
clarado muerto nueve minutos después de la medianoche. Ha-
bía alcanzado a cumplir 25 años.
Los funcionarios de la cárcel volvieron para buscar a Sacco.
A las doce y once minutos de la noche apareció entre la res-
plandeciente luz de la sala de ejecución. Sacco se veía fatigado
y pálido. Los treinta días de huelga de hambre, que poco antes
había tenido que abandonar, le habían marcado Se sentó en la
silla y los funcionarios le abrocharon las frías fajas metálicas a
sus extremidades.
«¡Viva la Anarquía!», gritó en italiano inundando con su
voz toda la habitación. Sabiendo que le quedaban solo unos
pocos alientos de vida, dijo en inglés entrecortado: «Hasta
siempre mi esposa, todos mis amigos». Sacco miró a los testi-
gos que contribuían con su presencia a este ritual de asesinato
judicial. Cuando los funcionarios le terminaron de abrochar la
última faja, dijo cortésmente: «Buenas noches, señores…».
Luego movió una mano y gritó: «¡Adiós, madre adorada…!».
Sus últimas palabras se fueron perdiendo entre la muerte.
Diecinueve minutos después de la medianoche, Nicola Sacco
fue declarado muerto. Solo había podido llegar a los 36 años.
Vanzetti esperaba que le fueran a buscar. Cuando ingresó en
la sala de ejecución, a las doce y veinte de la noche, parecía
resignado y tranquilo. Le estrechó la mano al guardia y a Hen-
dry, director de la cárcel, y les dio las gracias «por todo lo que
habían hecho por él». Luego tomó asiento en la silla eléctrica.
Mientras los funcionarios le ajustaban las correas, observó a
los testigos y les habló lentamente:

Solo deseo decirles que soy inocente, que nunca cometí un


crimen a pesar de que algunas veces incurrí en errores… Soy inocen-
te de todos los crímenes, no solo de este, sino de todos. Soy un
ser humano inocente.

| 284
Luego de una pequeña pausa acotó: «Perdono a la gente
que me está haciendo esto».
Por tercera vez fue dada la señal de la muerte para que los
golpes de electricidad quemaran el cuerpo de Vanzetti. El di-
rector, Hendry, luchaba por contener las lágrimas. Susurran-
do, apenas perceptiblemente, pronunció la fórmula prescrita
por la ley: «Basándome en la ley... le declaro muerto. La sen-
tencia ha sido ejecutada».
Pasaban veintiséis minutos de la medianoche. El cadáver de
Vanzetti fue puesto sobre la camilla que estaba detrás del
biombo, al lado de los cuerpos sin vida de Madeiros y Sacco.
Solo había cumplido 39 años.
Los testigos abandonaron en silencio el cuarto. Ellos ya no
tenían nada más que hacer allí. Solo el reportero W.E. Playfair
tenía la triste tarea de comunicarle al mundo que una tragedia
había llegado a su fin.

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Epílogo

EL 19 DE JULIO DE 1977, exactamente cincuenta años después


de que Sacco y Vanzetti fueran ejecutados, Michael Dukakis,
Gobernador de Massachusetts, creyó poder poner un punto
final a esta gran tragedia. Se presentó ante los micrófonos de la
State House de Beacon Hill para leer la siguiente declaración:

Porque Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, ambos ejecutados


poco después de la medianoche del 23 de agosto de 1927, no tu-
vieron un proceso justo, porque tanto el juez como el fiscal tenían
prejuicios contra los extranjeros y los disidentes, porque en el pro-
ceso dominó un clima de histeria política, se debe limpiar de man-
chas e injurias, para siempre, el nombre de sus familias y el de
sus descendientes. El Gobernador de Massachusetts declara el 23
de agosto de 1927 como el Día Conmemorativo de Sacco y Vanzetti.

La rehabilitación pública llegó tarde para los descendientes,


demasiado tarde. Ni el padre de Vanzetti, ni su hermana Lui-
gia, que después de la ejecución regresó inmediatamente a
Italia donde vivió retirada del mundo hasta su muerte, pudie-
ron encontrar consuelo en estas palabras. Rosina se quedó en
Estados Unidos a pesar de su gran dolor. Dieciséis años más
tarde, en 1943, se casó con un anarquista italiano. Dante e Inés
crecieron en ese país y llegaron a convertirse en padres.
Durante los años que transcurrieron hasta su propia muerte,
Rosina, Dante (muerto en 1971), e Inés, casi ni se expresaron
públicamente sobre los hechos ocurridos en su pasado. No
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quisieron jugar el papel de deudos de un mártir, papel que
constantemente les fue tratado de imponer por los grupos polí-
ticos. El silencio de la familia Sacco fue la respuesta al dolor
infinito que les infligieron.
La reparación de Dukakis fue, provisionalmente, el último
acto de una tragedia que podría ser la historia de cualquier
inmigrante indeseado o disidente. Solo que, en el caso de Sacco
y Vanzetti, llegó a haber demasiadas cosas en su contra. Eran
extranjeros, ateos, agitadores y anarquistas. Rechazaban el
nacionalismo, la guerra y cualquier tipo de autoridad. Tenían
una escala de valores diferente a la de los doce miembros de
jurado, jurado blanco, que, contagiados por el temor ante los
rojos, creía defender la libertad de occidente con estas ejecu-
ciones.
Sacco y Vanzetti fueron unas víctimas ejemplares.

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Fuentes e indicaciones literarias

PARA RECONSTRUIR EL CASO DE SACCO Y VANZETTI utilicé gran


cantidad de libros y ensayos. Aun cuando las diferentes infor-
maciones, especialmente datos y nombres, generaron frecuen-
temente confusión, fueron indispensables para mi trabajo.
Mi intención fue describir, de la manera más auténtica, la
vida y el caso de Sacco y Vanzetti de forma documental y na-
rrativa. Aquellos pasajes donde se usan diálogos o descripcio-
nes de pensamientos, frecuentemente se generaron en la fan-
tasía del autor.
A continuación, deseo mencionar los libros que me fueron
de especial ayuda:

Strauss-Feuerlicht, Roberta, Justice Crucified, The Story of


Sacco and Vanzetti, New York, 1977 (versión en alemán, Wien
1979).

Souchy, Augustin, Sacco and Vanzetti - Dokumentation, Ber-


lín, 1927, Frankfurt am Main, 1977, edición actualizada.

Lyons, Eugene, The Life and Death of Sacco and Vanzetti, Ber-
lín, 1928.

Fast, Howard, Sacco und Vanzetti - Eine Legende aus Neu


England, Berlín, 1956.

| 288
Sinclair, Upton, Boston, New York, 1928.

Hetmann, Frederik, Freispruch für Sacco und Vanzetti, Ba-


den-Baden, 1978.

Frankfurter, Felix, The Case of Sacco and Vanzetti, New York,


1927.

Karasek, Horst, 1886 - Haymarket. Die deutschen Anar-


chisten von Chicago, Berlín, 1975.

En diferentes pasajes tomé citas o me orienté en descrip-


ciones de las siguientes fuentes:
Los informes de la vida de Vanzetti, así como también las
cartas de despedida escritas por él a Dante e Inés, fueron cita-
dos de la documentación de Augustin Souchy publicada por
primera vez en Boston en 1923 bajo el título The Story of a Pro-
letarien Life.
Los pasajes de Philip S. Foner y las noticias del New York
Herald, en el tercer capítulo, fueron extraídas del libro Hay-
market.
De especial ayuda fue el trabajo detallado de Roberta
Strauss-Feuerlicht, uno de los más concienzudos sobre el caso
de Sacco y Vanzetti. Todas las cartas de Vanzetti a su padre y a
su hermana Luigia fueron extraídas, resumidamente, de allí.
Lo mismo aconteció con las declaraciones, en la medida que
fueron reproducidas literalmente, de abogados, peritos y testi-
gos como también de documentos sobre las batidas de Palmer.
De la misma forma el texto de Lauriston Bullard (aparecido en
el Boston Herald) proviene de este trabajo.
La carta del escritor Anatole France fue sacada del libro de
Frederik Hetmann, trabajo digno de ser leído, de cuyas líneas
también fueron extraídos los recuerdos de Thompson sobre su
última conversación con Vanzetti, publicada por primera vez
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en 1928 en el periódico Atlantic Monthly, y en forma resumida
los textos legales del capítulo tercero: Ley contra la exhibición
de la bandera roja. El título original de la obra en alemán se
basa en el título de un capítulo del libro de Hetmann.
Los resultados alcanzados por la Comisión Lowell y las no-
ticias del Boston Herald en el capítulo decimocuarto están
citados del libro de Eugene Lyon.
Los protocolos del proceso están citados resumidamente del
libro: The Sacco-Vanzetti Case: Transcript of the Record of
the Trial of Nicola Sacco and Bartolomeo Vanzetti in the Courts
of Massachusetts and Subsequent Proceedings, 1920-1927, 5º
volumen, New York, 1928, reeditada en Nueva York en 1969.
La carta de despedida de Vanzetti a Dante me fue confiada
gentilmente por Katja Behrens, que también se encargó de la
traducción. Fue publicada por primera vez en su volumen Car-
tas de despedida, Düsseldorf, 1987.
Deseo agradecer a Roswitha Klein las traducciones realiza-
das; a Richard Grübling y a Gabriele Gottmann su cuidadoso
trabajo del manuscrito.

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ÁLBUM
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco.
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco.
Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco durante el juicio.

Manifestantes apoyando a los condenados, algo que sucedió en todo el mundo.


Una de las primeras publicaciones sobre el caso.
Tapa del periódico «Industrial Worker» sobre la fecha dictaminada de la
ejecución de ambos acusados: Jueves 11 de Agosto.

Tapa de periódico con el titular «Cuerpos de Sacco y Vanzetti descaran


en el Estado hasta el domingo». El gobierno los retuvo varios días para
realizar fotografías y máscaras mortuorias luego de su ejecución.
Tapa del periódico «The Boston Daily Globe» en el día de la ejecución de
Sacco y Vanzetti junto con Madeiros (un inmigrante condenado a muerte
por otro caso).
Folletín sobre el caso.
Manifestación en apoyo a Sacco y Vanzetti (Massachusetts).
Bartolomeo Vanzetti, Nicola Sacco y Rossa (esposa de Sacco).

Webster Thayer, juez de la Corte Suprema de Massachusetts que condenó


a los acusados.
Rossa Sacco (esposa) y Luigia Vanzetti (hermana) luego de una visita a los
condenados.
Nicola Sacco junto a su esposa y compañera Rossa Sacco y su hijo Dante.
Ambos acompañaron al condenado hasta sus últimos días.
«Cierren la puerta». Viñeta de Orr para el Chicago Tribune. La mirada
de los extranjeros relacionadas a los anarquistas “ponebombas” fue muy
común en la época.

«Sáquenlos y dejenlos afuera». Viñeta para el New York Tribune. La


imagen del extranjero inculto e ignorante (y anarquista) contra la “civi-
lización” estadounidense. Un claro apoyo a las leyes anti–inmigración que
fueron creciendo con los años.

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