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Mafiosos de leyenda: Dutch Schultz

El crimen organizado es una actividad que ha dado para tanto que atesora todo tipo
de mitos. Existe el mito del mafioso listo y el del mafioso tonto, el del chico con
suerte y el del desgraciado. Y existe, cómo no, el mito del mafioso brutal, echado
para adelante. De entre este tipo de mafiosos, probablemente Arthur Flegenheimer,
más conocido como Dutch Shultz, es el más famoso. Schultz era sanguíneo,
impulsivo y falto de escrúpulos. Tenía muy claro lo que significaba ser un criminal y
el tipo de cosas que has de hacer cuando te apuntas a esa movida. Lo curioso de su
historia es que, finalmente, murió precisamente por sus actividades criminales, lo
cual no es nada anormal; pero a manos de otros criminales, lo cual, creo yo, sí que
merece una explicación.

En 1933, la estrella de Dutch Schultz parecía apagada para siempre. Meses atrás, el
Holandés (Dutch significa precisamente eso: holandés) había tenido que salir por
patas de Nueva York, perseguido por la más eficiente maquinaria antiMafia de los
Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX: el IRS, Internal Revenue
Service o, como lo llamamos aquí, la Agencia Tributaria. Ya sabemos bien que la
evasión de impuestos fue la inesperada puerta para trincar a muchos mafiosos; así
fue, por ejemplo, como los federales lograron meter en la trena a Alphonse Capone.
Además, por lógica, el delito fiscal era mayor cuanto más grande era el mafioso, y el
Holandés era un criminal king size.

Como todos los mafiosos de aquella época, Schultz había hecho mucho dinero con
el contrabando de alcohol. Sólo entre 1929 y 1931, la policía calculó que la venta de
cerveza le había dejado, después de gastos, 481.000 dólares limpios de la época,
cifra que hoy deberíamos multiplicar bastante. Además de eso, la banda de Schultz
se dedicaba al más viejo oficio mafioso, la protección, y a la lotería conocida como
de los números.

Flegenheimer nació en 1900 y era hijo de un hombre que poseía un saloon en el


Bronx. Su madre era extraordinariamente religiosa y, al parecer, nunca logró superar
que su querido hijo se dejase seducir por el lado oscuro de la Fuerza. A los diecisiete
años, Schultz ya dio con sus huesos en la cárcel durante quince meses a causa de un
robo. Fue al salir de aquella trena, fogueado en el hampa y convertido en un matón,
cuando la gente empezó a llamarle Dutch Schultz, que era asimismo el nombre de
un matón de una especie de banda del Bronx, la de Frog Hollow, a quien la gente
tenía por tipo especialmente cabrón.

Schultz formó su propia banda en compañía de un personaje muy parecido a él, Joey
Rao, quien acabó implicado en uno de los asesinatos más impresionantes que
recuerda la ciudad de Nueva York: el del comisario de elecciones Joseph
Scottoriggio, quien fue apaleado hasta la muerte en Harlem, en plena calle y a la luz
del día, en 1946. Preocupados por la cercanía del fin de la prohibición, que dejaba a
estos como a otros mafiosos sin negocio, el Holandés y Rao se aliaron con los
grandes magnates del juego en Nueva York, Dandy Phil Pastel y su jefe, el famoso
mafioso Frank Costello. Además del juego, Dutch se introdujo en el negocio de
extorsionar a los restaurantes y en la lotería de los números. Además, tenía un
equipo de lucha libre y caballos, además de poseer clubs nocturnos. Su banda de
matones era de lo mejorcito de Nueva York; podían partirle la cara a cualquiera sin
problemas. Y, por supuesto, con tanto dinero, al Holandés no le faltaban amigos en
los estamentos políticos.

Aún así, Schultz era famoso entre los mafiosos por ser un cabrón. Un cabrón entre
cabrones. Cualquiera que haya visto buenas pelis de la Mafia o haya leído libros
habrá descubierto que los mafiosos siempre quieren creer que propugnan un orden
propio, una especie de estado de cosas que en el fondo controlan (aunque ese estado
de cosas suponga cargarse de vez en cuando a alguien). En este terreno, Schultz
encajaba mal porque era un estafador nato. Sus licores eran todos de garrafón e,
incluso, hizo algo increíble como es tratar de manipular la lotería de los números.

Los números era, en aquellos años difíciles de la depresión, la gran distracción, y al


mismo tiempo la gran ilusión, de la gente pobre de Nueva York. Para muchos
desheredados, blancos y negros, aquella era la única oportunidad de dejar de ser una
puta mierda. La lotería de los números funcionaba con las apuestas de las carreras de
caballos. De esta manera, el boleto premiado salía de un hecho aleatorio, como era
la dinámica de apuestas a caballo ganador, segundo y tercero de determinadas
carreras.

Pues bien: Flegenheimer, no contento con ganar la parte normal de la banca, se puso
a pensar sobre cómo conseguir que dicha parte fuese mayor. Dado que no era un tipo
exento de inteligencia, dio en pensar que alguien que fuese una fiera en las
matemáticas podría calcular de qué forma conseguir que el número final ganador
resultase ser el que la gente había jugado menos. Así que contrató a un matemático,
Abbadabba Berman, que era capaz, minutos antes de cerrarse las apuestas, de
calcular a qué caballos había que meterle dinero para que las combinaciones de las
apuestas se moviesen de forma que los números resultantes fuesen los menos
frecuentes. Era, pues, una lotería amañada en la que el Holandés estafaba millones
de dólares a un ejército de obreros y parados.

En eso llegó Hacienda.

A los señores de los impuestos los sufrimientos de los desempleados se la traían


floja. Decidieron empurar a Schultz por la pastizara que había cobrado sin pagar un
níquel al Tío Sam. Schultz se vio repentinamente obligado a huir. Contrató a un
ejército de abogados cuyo principal objetivo sería conseguir que su cliente no fuese
juzgado en la ciudad de Nueva York, donde mucha gente le conocía y se sabía de las
palizas que tenía a bien regalar de cuando en cuando a todo aquél que no se avenía a
sus deseos. Finalmente, los leguleyos consiguieron su objetivo, y la vista del caso el
Pueblo contra Flegenheimer se trasladó a Siracusa. Una vez conseguido esto, y tras
año y medio debajo de la tierra, Schultz reapareció en el mundo de los vivos, se fue
a Siracusa, y se convirtió en una especie de ONG con sombrero. Si en Siracusa
había un niño con muy buenas notas que no podía ir a la universidad, el Holandés le
pagaba una beca; si había una farola rota, él la reparaba; si una iglesia que no tenía
dinero para reparar la techumbre, por ahí aparecía el mafioso y apiolaba los dólares
que hiciesen falta. Y los periódicos, también convenientemente enervados, lo
publicaban todo. Corolario: cuando se vio el juicio, el jurado fue incapaz de alcanzar
un veredicto.

Los abogados de Schultz, envalentonados, lograron enviar la revisión del proceso a


donde Cristo perdió los palos de golf: a la pequeña localidad de Malona, en Nueva
Jersey, en el límite del Estado. Lógicamente, Schultz repitió la jugada, gastó dinero a
manos llenas, visitó hospitales, besó bebés y lo que hizo falta.

Y salió absuelto, claro.

Una vez libre como un pajarillo, Flegenheimer se estableció en Newark, cogió el


teléfono y llamó a Bo Weimberg. Weimberg era uno de sus lugartenientes y la
persona a la que el Holandés había dejado al cargo de la banda en su ausencia. Con
voz temblona, Weimberg le informó de la verdad: su banda ya no existía. El
Sindicato se la había quedado.

Ya hemos dicho que Schultz no era muy respetado entre los mafiosos. Esto es tan así
que cuando los jefes mafiosos crearon el Sindicato del Crimen, es decir la
organización dentro de la cual las bandas se repartían territorios y montaban un
sistema para no matarse entre ellas, él no fue llamado a la reunión: lo consideraban
demasiado impulsivo y rompehuevos como para formar parte de esa partida. Cuando
Schultz tuvo que salir de Nueva York cagando virutas, todo el mundo pensó que no
lograría volver. Así pues, los distintos mafiosos se repartieron su banda. Los
hombres del Sindicato fueron a ver a Weimberg y le ofrecieron repartir todos los
pistoleros de Schultz entre las bandas existentes, y éste aceptó. Los dos principales
beneficiarios del reparto fueron Lepke, que quedó con el negocio de la extorsión; y
el famosísimo Charles Lucky Luciano, que se quedó con las tiendas de apuestas en la
lotería de los números.

El Holandés, sabiendo a quien se enfrentaba, apretó los dientes y empezó de nuevo.


Pero, claro, como no le importaba rifar hostias, finalmente acabó saliendo adelante.
Y así llegamos a los principios de 1935, cuando un escándalo sacude los juzgados de
Manhattan. En los mismos, una investigación relativa a la lotería de los números
parece llegar a acusaciones gordas para gente importante. Automáticamente el fiscal
del distrito, William C. Dodge, retira del caso al fiscal que estaba obteniendo las
pruebas y comienza a dedicarse a esa actividad que en España denominamos marear
la perdiz. En un movimiento bastante poco habitual, el jurado reaccionó solicitando
que Dodge fuese apartado del caso. Y así fue como llegó a su primer caso contra el
crimen organizado un joven fiscal de prometedora carrera, tan prometedora que
acabaría siendo nada menos que candidato a ocupar la Casa Blanca: Thomas E.
Dewey.

Dewey y Schultz ya se conocían. El abogado había participado en el caso por


evasión fiscal que casi escalabra al mafioso, y éste lo sabía. Ahora, Dewey quería
meter la zarpa en el asunto de los números, que era, después del expolio que le había
hecho el Sindicato, su gran fuente de pasta.

Otros criminales más sutiles habían pensado soluciones más sutiles. Pero no
Flegenheimer. El Holandés era lo que era, así pues llegó a la conclusión más directa.
¿Me molesta Dewey? Pues, vale: me lo cargo.

Fue entonces cuando Schultz se acabó por enterar de que existía el Sindicato del
Crimen. Porque una de las reglas del Sindicato era que nadie podía matar a nadie
(entiéndase personas importantes y tal) sin permiso del Sindicato. Enterados los
mafiosos de las intenciones del Holandés, se convocó una reunión en Nueva York
para decidir si Schultz se podría cargar a Dewey. Al Holandés le sentó tan mal
aquella historia que se presentó en la reunión, a pesar de que se celebró en
Manhattan, un lugar que no podía pisar por orden judicial.

En el meeting no hubo fumata blanca. Algunos mafiosos querían cargarse al fiscal,


otros no. Así pues, el consejo hizo lo que hacen todos los consejos cuando se
empantanan: dar una patada a seguir, declarar que hace falta pensar más
profundamente la cosa, y quedar para una semana después. Schultz estaba fuera de
sí. Pero algo consiguió. Consiguió convencer al Sindicato de que, caso de que una
semana después la decisión fuese matar a Dewey, deberían haberlo vigilado antes
para apreciar la mejor ocasión para ello. Así pues, los mafiosos aprobaron que el
fiscal fuese vigilado durante esos siete días.

La tarea le fue encomendada a Albert Anastasia, rey de los docks de Brooklyn.


Anastasia colocó un hombre frente a la casa de Dewey paseando con un niño
prestado. De esta manera, los mafiosos pudieron saber que el fiscal era hombre de
costumbres muy fijas, de forma que salía de su casa todos los días a la misma hora,
acompañado por dos guardaespaldas, y paraba dos manzanas más allá en un
drugstore, donde se metía unos minutos en la cabina telefónica para llamar al
despacho. No lo hacía desde casa porque sospechaba que, a causa del caso que
llevaba, su teléfono podría estar pinchado por los mafiosos. Dado que entraba solo
en la tienda, se decidió que ése sería el momento de matarle. El asesinato iba a
cometerse con una pistola con silenciador, y el dependiente entraba en el lote. Una
vez hecho el trabajo, el asesino tendría mogollón de tiempo para huir
tranquilamente, antes de que los guardaespaldas comenzasen a mosquearse o entrase
otro cliente.

La reunión aplazada, sin embargo, no salió como Schultz esperaba. Con gran
pericia, Lepke y Luciano convencieron a sus correligionarios que de Dewey, al ser
un fiscal con competencias en Manhattan, apenas podría tocar una pequeña parte de
su negocio; así pues, era ilógico exponerse a un gran peligro matando a un fiscal de
los Estados Unidos cuando lo que estaba en peligro no era tanto.

El Holandés era demasiado impulsivo para aceptar una decisión como ésta. Así pues,
decidió matar a Dewey él solo, en cualquier caso. Y no sólo hizo eso, sino que fue
por ahí contando lo que iba a hacer. Sí, era un chulo. A los chulos siempre les pierde
lo larga que tienen la lengua.
Así las cosas, el Sindicato decidió que tenía que cargarse a Schultz, para con ello
salvar al fiscal que estaba intentando empurarlos. Verdaderamente, el mundo al
revés.

El trabajo fue encargado a dos pistoleros de Lepke, Charlie Bug Workman y Mendy
Weis. El trabajo no era fácil porque Schultz se dejaba ver poco y casi siempre era en
un lugar de Newark llamado Palace Chophouse, donde despachaba sus asuntos en
una habitación con una sola entrada, muy sencilla de proteger. En la operación actuó
un tercer hombre, que hizo de chófer, que al parecer tenía el mote de Piggy.

Schultz había decidido matar a Dewey en la mañana del 25 de octubre de 1935. La


noche del 23, en un sedán negro, los tres asesinos del Sindicato se dirigieron a
Newark en un sedán negro, que aparcaron delante del Palace Chophouse a eso de las
diez de la noche.

Quien entró en el bar fue Bug Workman, un experimentado y frío pistolero. Recorrió
el bar tranquilamente, espiando los lugares desde donde podría ser atacado una vez
que comenzase la tangana. Dentro de sus comprobaciones, hizo algo que un asesino
a sueldo siempre hace: entrar en los baños, para ver si hay alguien dentro (cuando
empiezan los disparos, lo más difícil es controlar a alguien que salga del baño
disparando, así que lo mejor es cerciorarse de que está vacío).

Dentro del baño, Workman encontró a un hombre meando. Se miraron. A Workman


le pareció levemente familiar. Se mosqueó. Sabía que aquel bar estaba lleno de
asesinos como él. En esas circunstancias, la mejor garantía era disparar primero. Así
que Bug aprovechó que el otro tipo tenía aún prácticamente la chorra en la mano y le
disparó.

Cuando salió del baño, el bar estaba vacío. El personal se había hecho agua al oír los
disparos, con la excepción del barman, que se había metido debajo del mostrador.
Tranquilamente, avanzó hacia la habitación de Schultz y abrió la puerta. Dentro
encontró a tres personas. Le estaban esperando, y empezaron a disparar. Lo que
distingue a un pistolero experimentado del resto de las personas es su sangre fría. A
los demás, si nos disparan nos vamos de bareta; sólo alguien que ha matado mucho
sabe conservar la calma, dar un paso atrás, apuntar tranquilamente. Y matar.

Por increíble que parezca, Workman mató a sus tres agresores. Eran Lulu
Rosenkranz, chófer de Schultz; Ab Landau, matón de la banda; y Abbadabba
Berman, el genio matemático.

Sólo cuando salía del bar, preocupado por no haber cumplido la orden, cayó
Workman en la cuenta de que sí lo había hecho. De eso le sonaba el tipo del baño. El
primer agredido era, efectivamente, Dutch Schultz.

Schultz vivió aún 24 horas tras los disparos. A lo largo de ese tiempo, en una
ocasión, mientras era interrogado por la policía sobre quién le había disparado,
informó, enigmáticamente: «el amo en persona». Todo parece indicar que murió sin
tener ni puñetera idea de quién le había disparado.

Cosas curiosas que tiene la vida. Lepke fue uno de los mafiosos del Sindicato del
Crimen que más porfió por conservar la vida de Thomas E. Dewey. Y, años después,
sería en las manos de Dewey, como gobernador, donde estaría la vida de Lepke,
condenado a muerte.

Pero la historia de aquel juicio, y de la decisión final de Dewey, es otra historia. Por
hoy, basta de rollo.

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