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Había un niño que tenía muy, pero que muy mal carácter. Un
día, su padre le dio una bolsa con clavos y le dijo que cada vez
que perdiera la calma, que él clavase un clavo en la cerca de
detrás de la casa.
El primer día, el niño clavó 37 clavos en la cerca. Al día
siguiente, menos, y así con los días posteriores. Él niño se iba
dando cuenta que era más fácil controlar su genio y su mal
carácter, que clavar los clavos en la cerca.
Finalmente llegó el día en que el niño no perdió la calma ni una
sola vez y se lo dijo a su padre que no tenía que clavar ni un
clavo en la cerca. Él había conseguido, por fin, controlar su mal
temperamento.
Su padre, muy contento y satisfecho, sugirió entonces a su hijo
que por cada día que controlase su carácter, que sacase un
clavo de la cerca.
Los días se pasaron y el niño pudo finalmente decir a su padre que ya había sacado todos
los clavos de la cerca. Entonces el padre llevó a su hijo, de la mano, hasta la cerca de
detrás de la casa y le dijo:
- Mira, hijo, has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta cerca, pero fíjate en
todos los agujeros que quedaron en la cerca. Jamás será la misma.
Lo que quiero decir es que cuando dices o haces cosas con mal genio, enfado y mal
carácter, dejas una cicatriz, como estos agujeros en la cerca. Ya no importa tanto que pidas
perdón. La herida estará siempre allí. Y una herida física es igual que una herida verbal.
Los amigos, así como los padres y toda la familia, son verdaderas joyas a quienes hay que
valorar. Ellos te sonríen y te animan a mejorar. Te escuchan, comparten una palabra de
aliento y siempre tienen su corazón abierto para recibirte.
Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los clavos, hicieron con que el
niño reflexionase sobre las consecuencias de su carácter. Y colorín colorado, este cuento se
ha acabado.
FIN
Uga la tortuga
Daniel juega muy contento en su habitación, monta y desmonta palabras sin cesar.
Hay veces que las letras se unen solas para formar palabras fantásticas, imaginarias, y es
que Daniel es mágico, es un mago de las palabras.
Lleva unos días preparando un regalo muy especial para aquellos que más quiere.
Es muy divertido ver la cara de mamá cuando descubre por la mañana un buenos días,
preciosa debajo de la almohada; o cuando papá encuentra en su coche un te quiero de color
azul.
Sus palabras son amables y bonitas, cortas, largas, que suenan bien y hacen sentir
bien: gracias, te quiero, buenos días, por favor, lo siento, me gustas.
Daniel sabe que las palabras son poderosas y a él le gusta jugar con ellas y ver la cara de
felicidad de la gente cuando las oye.
Sabe bien que las palabras amables son mágicas, son como llaves que te abren la puerta
de los demás.
Porque si tú eres amable, todo es amable contigo. Y Daniel te pregunta: ¿quieres intentarlo
tú y ser un mago de las palabras amables?
FIN
La liebre y la tortuga
En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa y vanidosa, que no cesaba de
pregonar que ella era la más veloz y se burlaba de ello ante la lentitud de la tortuga.
- ¡Eh, tortuga, no corras tanto que nunca vas a llegar a tu meta! Decía la liebre riéndose de
la tortuga.
Un día, a la tortuga se le ocurrió hacerle una inusual apuesta a la liebre:
- Estoy segura de poder ganarte una carrera.
- ¿A mí? Preguntó asombrada la liebre.
- Sí, sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy ingreída, aceptó la apuesta.
Así que todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho señaló los
puntos de partida y de llegada, y sin más preámbulos comenzó la carrera en medio de la
incredulidad de los asistentes.
Astuta y muy confiada en si misma, la liebre dejó coger ventaja a la tortuga y se quedó
haciendo burla de ella. Luego, empezó a correr velozmente y sobrepasó a la tortuga que
caminaba despacio, pero sin parar. Sólo se detuvo a mitad del camino ante un prado verde y
frondoso, donde se dispuso a descansar antes de concluir la carrera. Allí se quedó dormida,
mientras la tortuga siguió caminando, paso tras paso, lentamente, pero sin detenerse.
Cuando la liebre se despertó, vio con pavor que la tortuga se encontraba a una corta
distancia de la meta. En un sobresalto, salió corriendo con todas sus fuerzas, pero ya era
muy tarde: ¡la tortuga había alcanzado la meta y ganado la carrera!
Ese día la liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que burlarse jamás
de los demás. También aprendió que el exceso de confianza es un obstáculo para alcanzar
nuestros objetivos. Y que nadie, absolutamente nadie, es mejor que nadie
Carrera de zapatillas
Había llegado por fin el gran día. Todos los animales del bosque se levantaron temprano
porque ¡era el día de la gran carrera de zapatillas! A las nueve ya estaban todos reunidos
junto al lago.
También estaba la jirafa, la más alta y hermosa del bosque. Pero era tan presumida que no
quería ser amiga de los demás animales.
La jiraba comenzó a burlarse de sus amigos:
- Ja, ja, ja, ja, se reía de la tortuga que era tan bajita y tan lenta.
- Jo, jo, jo, jo, se reía del rinoceronte que era tan gordo.
- Je, je, je, je, se reía del elefante por su trompa tan larga.
Y entonces, llegó la hora de la largada.
El zorro llevaba unas zapatillas a rayas amarillas y rojas. La cebra, unas rosadas con moños
muy grandes. El mono llevaba unas zapatillas verdes con lunares anaranjados.
La tortuga se puso unas zapatillas blancas como las nubes. Y cuando estaban a punto de
comenzar la carrera, la jirafa se puso a llorar desesperada.
Es que era tan alta, que ¡no podía atarse los cordones de sus zapatillas!
- Ahhh, ahhhh, ¡qué alguien me ayude! - gritó la jirafa.
Y todos los animales se quedaron mirándola. Pero el zorro fue a hablar con ella y le dijo:
- Tú te reías de los demás animales porque eran diferentes. Es cierto, todos somos
diferentes, pero todos tenemos algo bueno y todos podemos ser amigos y ayudarnos
cuando lo necesitamos.
Entonces la jirafa pidió perdón a todos por haberse reído de ellos. Y vinieron las hormigas,
que rápidamente treparon por sus zapatillas para atarle los cordones.
Y por fin se pusieron todos los animales en la línea de partida. En sus marcas, preparados,
listos, ¡YA!
Cuando terminó la carrera, todos festejaron porque habían ganado una nueva amiga que
además había aprendido lo que significaba la amistad.
Colorín, colorón, si quieres tener muchos amigos, acéptalos como son.
FIN
Sara y Lucía
Entonces Sara se sintió ofendida y se marchó llorando de la tienda, dejando allí a su amiga.
Lucía se quedó muy triste y apenada por la reacción de su amiga.
No entendía su enfado ya que ella sólo le había dicho la verdad.
Al llegar a casa, Sara le contó a su madre lo sucedido y su madre le hizo ver que su amiga
sólo había sido sincera con ella y no tenía que molestarse por ello.
Sara reflexionó y se dio cuenta de que su madre tenía razón.
Al día siguiente fue corriendo a disculparse con Lucía, que la perdonó de inmediato con una
gran sonrisa.
Desde entonces, las dos amigas entendieron que la verdadera amistad se basa en la
sinceridad.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado, y el que se enfade se quedará sentado.
FIN
Un conejo en la vía
Daniel se reía dentro del auto por las gracias que hacía su hermano menor, Carlos. Iban de
paseo con sus padres al Lago Rosado. Allí irían a nadar en sus tibias aguas y elevarían sus
nuevas cometas. Sería un día de paseo inolvidable. De pronto el coche se detuvo con un
brusco frenazo. Daniel oyó a su padre exclamar con voz ronca:
- ¡Oh, mi Dios, lo he atropellado!
- ¿A quién, a quién?, le preguntó Daniel.
- No se preocupen, respondió su padre-. No es nada.
El auto inició su marcha de nuevo y la madre de los chicos encendió la radio, empezó a
sonar una canción de moda en los altavoces.
- Cantemos esta canción, dijo mirando a los niños en el asiento de atrás. La mamá comenzó
a tararear una canción. Pero Daniel miró por la ventana trasera y vio tendido sobre la
carretera el cuerpo de un conejo.
- Para el coche papi, gritó Daniel. Por favor, detente.
- ¿Para qué?, responde su padre.
- ¡El conejo, le dice, el conejo allí en la carretera, herido!
- Dejémoslo, dice la madre, es sólo un animal.
- No, no, para, para.
- Sí papi, no sigas - añade Carlitos-. Debemos recogerlo y llevarlo al hospital de
animales. Los dos niños estaban muy preocupados y tristes.
- Bueno, está bien- dijo el padre dándose cuenta de su error. Y dando vuelta recogieron al
conejo herido.
Pero al reiniciar su viaje fueron detenidos un poco más adelante por una patrulla de la
policía, que les informó de que una gran roca había caído sobre la carretera por donde iban,
cerrando el paso. Al enterarse de la emergencia, todos ayudaron a los policías a retirar la
roca.
Gracias a la solidaridad de todos pudieron dejar el camino libre y llegar a tiempo al
veterinario, que curó la pata al conejo. Los papás de Daniel y carlos aceptaron a llevarlo a
su casa hasta que se curara
Unas semanas después toda la familia fue a dejar al conejito de nuevo en el bosque. Carlos
y Daniel le dijeron adiós con pena, pero sabiendo que sería más feliz en libertad.
Santilín.
Un día, la mamá coneja se tuvo que ir de viaje, y Rufo se quedó solito. Tenía hambre, y no
sabía dónde buscar comida. Tenía sed, pero no sabía dónde estaba el agua. Un poco triste,
se acostó a dormir porque al otro día tenía que ir muy temprano a la
escuela. Durmió mucho, y en un momento, mientras soñaba, se despertó porque sentía que
los rayos del sol iluminaban su cara. Cuando miró el reloj “ ¡eran las once de la mañana!” .
Tenía que ir temprano a la escuela, y se había quedado dormido porque su mamá no estaba
en casa para despertarlo. Tampoco nadie le había preparado el desayuno.
Rufo se puso a llorar. Se sentía muy triste, porque si no estaba su mamá, él no sabía hacer
nada. Lloró un largo rato, y luego pensó: “ Esto me pasa por dejar que mi mamá siempre
haga las cosas que yo, a mi edad, puedo hacer solito. Cuando venga mamá, le voy a decir
que me enseñe a hacer lo que ella hace, para que yo sepa hacerlo la próxima vez que tenga
que irse de viaje.”
A la siesta, la mamá coneja llegó de su viaje, y Rufo se puso muy contento. Fue corriendo a
saludarla y a darle un beso.
Durante la semana, Rufo empezó a investigar y a aprender las cosas que hacía su mamá, y
que él también podía hacer. Cuando tenía hambre y su mamá le traía la zanahoria, le
preguntaba de dónde la sacaba,cómo había que hacer para conseguir una. Cuando tenía
sed y la madre le traía el agua, le pedía que le enseñara a él cómo conseguirla.
Así, un día, cuando la mamá coneja iba a ir a buscar la zanahoria para su hijo, el conejito
Rufo le dijo:
-“ No, mamá. Yo sé hacerlo solo. Dejame que sea yo el que vaya a buscar mi propia
zanahoria.”
Entonces, Rufo hizo lo que la madre le había enseñado y consiguió su zanahoria. Al llegar
a casa, mamá coneja se puso muy contenta, y le dijo:
-“ Felicitaciones, hijo. Ya eres grande y puedes hacer tus cosas solito. Has crecido, y no
hace falta que sea yo la que tenga que hacer lo que tu tienes que hacer.”
Rufo se puso muy contento. Sabía que la próxima vez que su madre se fuera de viaje, no
iba a pasar ni hambre ni sed. Él sabía hacer sus cosas solito, y no necesitaba depender de
nadie para poder vivir.
FIN
Las tres Marías, cuento infantil sobre la familia
Sentada en el corredor de la casa,Carmen Palacios observa a sus tres hijas jugar con las
muñecas...
La mayor de cuatro años es María Luisa siempre callada y muy ordenada, la segunda es
María Victoria, extrovertida y con una sonrisa a flor de labios y por último esta María
Magdalena pensativa y calculadora: la más inteligente de todas.
Aquellas niñas eran la alegría de la casa tal y como lo expresaba con orgullo Luis
Aristimuño, el padre de las menores y quien al regresar del trabajo acostumbraba pararse en
la puerta y a plena voz preguntaba:
-¿Dónde esta María.....?. Y ellas corrían a su encuentro ya que siempre les traía regalos en
sus bolsillos.
Los amiguitos del colegio las llamaban cariñosamente las tres Marías, ya que siempre se
les veía juntas en todas partes.
Estas inseparables hermanas acordaron un día hacer un pacto o juramento el cual
cumplirían cuando fueran grandes y se casaran, les pondrían el nombre de María a sus hijas
para mantener la tradición.
Con el transcurrir de los años la primera de las hermanas que se caso fue María Luisa y al
tener a su hija le puso por nombre María Esperanza.
Paso el tiempo y se caso María Victoria y como al año siguiente tuvo una hija y le puso por
nombre María Consuelo.
Continuaron pasando los años y al fin se caso María Magdalena, pero sucedió un problema
ya que su primer hijo le nació varón y no podía ponerle por nombre María para continuar la
tradición, por lo que decidió esperar, al siguiente año nació su otro hijo, el cual resulto ser
otro varón.
María Magdalena lloraba desesperada al punto que decidió llamar a su segundo hijo José
María, al enterarse su anciana madre Carmen Palacios le reprocho su actitud diciéndole las
siguientes palabras:
-¡Consuélate hija, mira que tienes la esperanza de que uno de tus hijos te dé una nieta y
puedes si ellos aceptan, ponerle el nombre de María!.
La pobre María Magdalena vivió hasta los noventa años de edad y casi al final de su vida, a
uno de sus hijos le nació una preciosa niña, a la cual decidieron ponerle por nombre María
Magdalena, para complacer a la anciana madre y abuela.
FIN
LOS TRES PEREZOSOS, CUENTO INFANTIL CON MORALEJA
Érase una vez un padre que tenía tres hijos muy perezosos.
Se puso enfermo y mandó llamar al notario para hacer testamento:
- Señor notario -le dijo- lo único que tengo es un burro y quisiera que fuera para el más
perezoso de mis hijos.
Al poco tiempo el hombre murió y el notario viendo que pasaban los días sin que ninguno de
los hijos le preguntara por el testamento, los mandó llamar para decirles:
- Sabéis que vuestro padre hizo testamento poco antes de morir. ¿Es que no tenéis ninguna
curiosidad por saber lo que os ha dejado?
Lupita era una mariquita, que soñaba con volar sola hasta lo más alto, para distinguirse de las
demás. Tras la suculenta herencia de su padre Epafrodito, que en paz descanse, Lupita se
convirtió en la mariquita más rica de Pueblobichito, su humilde ciudad.
Al verse con tanto dinero, Lupita se volvió tan caprichosa, que incluso se cansó de andar, y
decidió invertir su fortuna en viajes para al fin conseguir volar, como ninguna otra mariquita
lo había hecho jamás.
Subió en helicópteros, viajó en avión, y hasta surcando el cielo en globo a Lupita (que todo se
le hacía poco) se la vio. Viajaba Lupita siempre maquillada con enormes pestañas, y ataviada
con largos guantes de seda y un sombrero tan grande que se la veía a cien pies.
Pero pronto, Lupita empezó a necesitar a alguien con quien poder compartir todas las
maravillas que había visto a lo largo de tanto viaje. Empezó a imaginar, mientras
contemplaba el mundo, como sería la vida con otro bichito que la susurrara canciones a la
orilla del mar o celebrase con ella la Navidad. Recordaba con tristeza a sus amigas Críspula y
Cristeta, con las cuales se pasaba horas enteras jugando y sobrevolando los arbustos espesos
y radiantes en primavera. O a Serapio y su brillante mirada, posándose sobre sus pequeñas
alas en los días más espléndidos de la florida estación. Y Lupita sintió de repente una
profunda tristeza que con su dinero no podía arreglar.
Decidió entonces poner sus patitas en tierra para ordenar todas aquellas ideas. Y vagando de
un lado a otro, llegó a un extraño lugar al que se dirigían muchas mariquitas de su ciudad.
La Cueva del Suplicio, como se llamaba, era un sitio a donde acudían la mayoría de
mariquitas que no tenían nada, para empeñar lo poco que les quedaba y así dárselo a los
demás el día de Navidad.
Viendo a aquellas mariquitas luchar por no perder la sonrisa de los suyos, con su propio
esfuerzo y sin ayuda de los demás, comprendió Lupita que no eran ellos los pobres y se
avergonzó de su codicia y su vanidad.
Decidió en aquel momento Lupita, depositar en aquel lugar todo su capital, incluidos sus
guantes de seda y su gigante sombrero. ¡Quería ser como las demás!
Lupita había comprendido al fin que, en volar hasta lo más alto, no se encontraba la felicidad.
EL PIRATA ESCACHARRADO
Érase una vez un pirata, al que la mala suerte (sin saber por qué), le había venido a ver…
El pirata tenía un ojo de palo, una pata llena de ojos y hasta una larga melena, que se le
había mudado de la cabeza a los pies. ¡Parecía que le hubieran vuelto del revés!
Aquel corsario destartalado ya no tenía cuchillos, ni garfios, ni parche en el ojo… ni cara de
malo. Pero tenía unas uñas tan largas, que le servían de ancla cuando frenaba su barco,
para poder hacer pie. Y es que hasta las anclas se habían alejado de él.
Descansaba el pirata siempre en islas desiertas, puesto que todo desaparecía nada más
posarse en ellas. Y así vivía asustando al miedo, con su ojo de palo, su pata llena de ojos y
sus pies llenos de pelo.
La Tierra y el Mar me han olvidado…– se lamentaba el escacharrado pirata– ¡A pesar de
haber robado cien barcos, navegado mil horas y haber sido un pirata tan malo!
No le quedaban fuerzas ya a aquel pirata, para seguir intentando lo del ser un pirata malo. Y
decidió, tras mucho pensar, abandonar sus galones (cuatro jirones mal remendados sobre la
solapa de una chaqueta vieja y tiesa) en alta mar.
Y a partir de entonces, la mala suerte ya no vino a visitarle nunca más…
La Jirafa Dromedaria
Érase una vez una Jirafa Dromedaria que habitaba en la sabana africana…
Esta curiosa jirafa vivía al margen de su manada porque… ¡apenas se le parecía en nada!.
Su lomo asemejábase más al de un camello, o a un dromedario (o a un tobogán), y ni siquiera
gozaba del cuello largo y rectilíneo del que disfrutaban el resto de las jirafas de aquella
sabana. Ninguna de sus parientes jirafas podía ver en ella ni a una tía, ni a una hermana, ni
siquiera a una prima lejana; ni contemplaban tampoco al verla, a alguien con quien compartir
el agua o las sabrosas acacias. Recelosas, observaban muy erguidas en las alturas a aquel
extraño animal, cuasi jorobado, que tanto se les acercaba.
La Jirafa Dromedaria cansada, con el tiempo, de agazaparse y correr siempre al rebufo del
resto de la manada, decidió vagar sola por la sabana en busca de más jirafas dromedarias, en
busca de una auténtica familia que en apenas algo se le asemejara.
Tras un tiempo observando y buscando su nuevo hogar, la Jirafa Dromedaria creyó haberlo
encontrado al ver el pelaje de un leopardo, intentando camuflarse entre el pastizal.
Acercóse la insensata jirafa hacia el fiero animal, hasta que sus finos y largos bigotes pudo
casi palpar. Pero el leopardo (creyendo ver al mismísimo demonio en la piel de un camello
con sarampión) se quedó tan congelado cuando la llegó a observar, que concedió a la jirafa el
tiempo justo para lograr escapar. Y emprendiendo como pudo una carrera, al trote de un
paso muy vacilante y torpón, la Jirafa Dromedaria de nuevo retomó la búsqueda de su familia
de verdad.
Harta de trotar para escapar del leopardo y de un posible ataque fatal, creyó divisar a lo lejos
un paraíso de antílopes colosal. En la distancia, pudo olisquear el aroma de las hojas y de las
vainas frescas que cubrían parte de los terrenos de aquel esbelto y bello animal, y cansada y
apurada por el hambre, pensó haber llegado al hogar.
A su llegada, los antílopes no dudaron en dar la bienvenida a aquella invitada curiosa y
particular. Agasajaron a la jirafa con hierbas frescas de temporada y, al anochecer, la
acomodaron en un humilde rincón fresco de pasto para que pudiese reposar. Al día siguiente,
ya descansada, la Jirafa Dromedaria se divirtió de lo lindo con las pequeñas y juguetonas
crías del grácil antílope, las cuales se deslizaban por su espalda jorobada, como si recorriesen
mil rampas a lomos de un tobogán. Qué gracia en sus saltos y movimientos… ¡qué cariño en
cada uno de sus gestos!
La Jirafa Dromedaria, por primera vez, parecía formar parte de un grupo, de una manada; y
nunca más se puso en marcha en busca de familiares por la sabana.
Qué extraño resultaba verla en medio de aquella tribu africana. ¡Qué familia tan disparatada
formaban! Y qué felices los niños junto a su nueva amiga del alma.