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Los límites de la libertad

Rodolfo Terragno

La madrugada de Año Nuevo, grupos de vándalos quemaron en Francia 1.031 automóviles. 1.031.
Quienes veían televisión no se enteraron. En la pantalla no apareció ningún auto incendiándose, y
los noticieros no hicieron siquiera referencia al hecho.

Al día siguiente, ni Le Monde ni Le Figaro lo mencionaron en primera página, y ninguno de los dos
publicó fotos de vehículos en llamas o ya destruidos.

El Ministro del Interior emitió, por su parte, un comunicado afirmando que las fiestas de fin de año
habían “transcurrido serenamente”, aunque se había “constatado un cierto número de
desórdenes”. Los “desórdenes” eran la quema de los 1.031 automóviles y la detención de 510
personas.

El ocultamiento de un hecho semejante obedece a un acuerdo de las autoridades con los grandes
medios. El director del canal de noticias LCI, Jean-Claude Dassier, sostiene que la difusión de los
atentados “apantallaría las llamas” de la violencia, estimulando la competencia entre bandas
delictivas.

Hasta ahora, la estrategia no parece tener resultados. El número de autos quemados en Año
Nuevo --un infeliz hábito que comenzó en los años 90 -- oscila en el millar desde hace años. La idea
de suprimir la publicidad de ciertos actos se ha impuesto en varios países. En Gran Bretaña, la
Secretaría de Defensa tiene la facultad de ordenar a los medios (a través de las llamadas D-
notices) que, por razones de seguridad, se abstengan de publicar determinadas noticias sobre las
fuerzas armadas o el servicio de inteligencia.

Durante la guerra de Malvinas, la única información que recibieron los británicos fue la provista
por los comunicados oficiales. La censura o autocensura rige también en otros campos. Cuando un
sospechoso es sometido al interrogatorio policial, la prensa británica dirá: “Un hombre está
ayudando a la policía en sus investigaciones”.

Muchos critican este modo de proteger la seguridad nacional o prevenir el linchamiento mediático
de un detenido.

Organizaciones internacionales como Reporteros sin Fronteras o Freedom House hacen campañas
contra los países que no garantizan una libertad de prensa ilimitada.

Cuando las restricciones tienen propósitos políticos o económicos, esas campañas resultan
indiscutibles. Pero aun los más firmes defensores de la prensa libre aceptan que ciertas
aberraciones no deben tener publicidad. Pocos defenderían, en nombre de la libertad de
expresión, la incitación a una matanza religiosa o a la prostitución infantil.

El dilema es fijar el límite. ¿Dónde la protección del bien común se transforma en abuso del poder
estatal? En cuanto a actos criminales, la competencia entre medios hace difícil que, como en el
caso de los autos quemados en Francia, un pacto de autocensura sea observado por todos. Entre
los delincuentes hay ambición de fama, y en ese mundo se hace famoso quien, por ejemplo, bate
récords de muerte o protagoniza un asalto que conmueve a toda la sociedad.

A la vez, la curiosidad (y en algunos casos la morbosidad) del mercado convierte a la difusión de


actos macabros o aciagos en un negocio editorial. La combinación de morbosidad pública y
rentabilidad de los medios había formado un círculo vicioso en la Colombia de los años ‘70, cuando
dí en Cali una conferencia, precisamente, sobre libertad de prensa y responsabilidad social.

Conocí allí la historia del Mico Isaza: un cruento forajido a quien, años antes, había abatido la
policía. La fotografía del cadáver ametrallado, publicada en primera página, hizo que un diario
batiera el récord de ventas en Colombia. Al mismo tiempo, convirtió al forajido en héroe.

El Mico había robado y asesinado sin piedad, pero el día que mató a un conocido industrial,
alcanzó gran fama, y allí se inició su “canonización” popular. Su muerte fue, para muchos
colombianos, el asesinato de un Robin Hood, cometido por los poderosos. La tumba del Mico
Isaza, en el cementerio de Cúcuta, es hoy un lugar de peregrinación. Como el “santuario” de la
Difunta Correa, atrae la devoción y superstición masivas. Se va al sepulcro del criminal Mico a
pedir la cura de un hijo desahuciado o a poner una placa de agradecimiento por un supuesto
milagro.

Esta es, si se quiere, una consecuencia inofensiva de esa combinación de morbosidad, fama y
negocio editorial, que en otros casos puede ser funesta. Pero no se puede dejar que sean los
gobiernos los que pongan límites a la libertad de prensa. Los editores de un país (o tantos de ellos
como se posible) pueden sancionar, junto con las asociaciones de periodistas, un Código de Ética
para impedir que crimen y prensa formen un círculo vicioso.

Organizaciones no gubernamentales pueden ser invitadas a participar de esa regulación. Sin


embargo, hoy gran parte de esos esfuerzos podría ser inútil si no se lograra neutralizar, a la vez,
una nueva forma de difundir odio racial, inspirar el terrorismo religioso, exaltar el femicidio.

La disyuntiva no es hoy libertad de prensa vs. responsabilidad de los editores. Internet nos pone a
resolver el conflicto entre la libertad de expresión y la responsabilidad de seres anónimos. Las
redes sociales permiten que alguien clame por otro Hitler o exhiba fotos de una niña violada.

La censura de aquello que circula por Internet es técnicamente muy difícil, y es peligroso que el
control quede en manos de los gobiernos. Las normas deberían ser fijadas por ley y la aplicación
quedar a cargo de órganos autónomos, en los cuales estuvieran representados distintos sectores
de la sociedad. Las libertades tienen límites. La cuestión es decidir quiénes los fijan.

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