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El asunto empezó en marzo.

Entré a trabajar en un hotel de un


pueblo cercano a Oxford. No había nadie en el escalafón por debajo de
mí. Una ventaja. El inglés que exigían era muy básico. Otra ventaja: como
era un extranjero, sin apenas conocimiento del idioma, deambulando por
la cocina del hotel, no molestaba a nadie, ni nadie me molestaba a mí.
Sucede que tengo un recuerdo muy vago de todo aquello, a veces
me esfuerzo; sin embargo, sólo retengo en la memoria una frase suelta,
una sonrisa nocturna, un olor, quizás vaguedades.
Jonas dormitaba en el sofá. Había platos sucios y botellas llenas de
colillas esparcidas por la moqueta, un calcetín colgado de la alarma de
incendios y un rostro sonrosado haciendo muecas en el televisor. La
cabeza de Stephan emergió de entre las sábanas que cubrían el sofá,
eructó y dijo algo en francés; a su lado, Jenny escribía en su pequeño
diario de hojas amarillas con una letra picuda e inglesa como ella. Me
senté tan lejos de ellos como la vergüenza me permitió y deposité el plato
de pasta ya vacío sobre la mesita diminuta, pegajosa y hostil del “living-
room” de Spring Terrace. Había que guardar las apariencias.
A fuerza de no entender nada de lo que allí ocurría, olvidaba
concentrarme en los mensajes de la televisión inglesa. Los anuncios
publicitarios y los videos musicales eran como otra amenaza más en la
cadena de grandes amenazas que me perseguían por Abingdon. Durante
horas no podía mirar a otro lado, contemplaba el televisor como quien
atraviesa con la mirada y quiere descubrir el otro lado de las cosas.
Miraba compulsivamente la hora y esperaba a que Mireia acabara su
turno; o acudía raudo al lado del teléfono a contestar llamadas que nunca
preguntaban por mí, o lavaba mi plato enseguida, no fuera a ocurrir que
se secara la salsa y se quedara mi plato reseco como todos los que
cubrían la moqueta.
Otro eructo de Stephan: “That´s better”. En su sórdido modo de
eructar había como una rendición última, su diente partido le llenaba el
rostro de ternura animal; aún añadía orgulloso alguna provocación más
mientras Jenny le sonreía. Subí a mi habitación a rebuscar una pieza de
fruta en los cajones del armario.

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Cuando Jonas propuso fumarse alguna de las pastillas de Jenny,
me había instalado otra vez en la esquinada humareda de la sala de estar
y miraba con expectación el panorama. Como de costumbre, un segundo
antes de trocear la pastilla, me advertían de que aquello era ilegal hasta el
escándalo; entonces parecían tres niños desvalidos en lugar de los
jóvenes desnortados que es adonde irían a parar. No había excitación en
la fumada si no había un testigo asombrado; porque uno habría con
esmero los ojos y preguntaba el nombre de tal o cual pastilla y Jenny, con
sus ojillos de niña en camisón, me releía en inglés el prospecto. Fumaron
los barbitúricos machacados y alguno se convirtió en Dios como cada
anochecer después de dejar atrás la cocina del hotel.
Salí, de nuevo, al pasillo y me senté al lado del teléfono. Aquel
corto pasillo enmoquetado podía tragarte si no existía la esperanza de
que, en cualquier momento, el teléfono sonaría y, desde el otro lado, te
llegaría un susurro en un idioma reconocible. Al menos, en los días libres,
en Londres, te esperaban las calles interminables, el aire frío en la cara y
los rostros de la gente desconocida. En ocasiones, me dejaba invadir por
el impulso de agarrar el paraguas y enfrentarme al viento, a la lluvia, a las
calles vacías con olor a aceite quemado.
En una hora Ibon acabaría su jornada de trabajo. Con que decidí
esperarle en la esquina de Victoria con Oack Street sin despedirme de las
tres almas solitarias que fumaban en el salón. Estaba harto de esperar.
Salí a la calle. Spring Terrace era una estrecha casa de madera,
tres pisos de moqueta y suciedad de la cual se podía escapar uno sin
mirar atrás por un sendero irregular de tierra rojiza, mal iluminado, que
daba a una calle principal. Había que virar a la izquierda y tomar Spring
Street, huyendo de “The White Horse”, el pub donde se dejaban caer los
empleados del hotel. Huir, por ejemplo, del bajito y bizco y cejijunto que te
miraba desde arriba de su engreimiento, cuando tú, doblado sobre la
empinada empalizada de ollas, apretabas los dientes. O de la encargada
veinteañera que te mostraba las sartenes que no habían quedado
impolutas, que resultó ser amante del bajito cejijunto. O de Alf, el
encantador anciano escocés, “nunca coloques los vasos de cristal en el

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fregadero” y te muestra sus muñecas decoradas con serpenteantes
hileras rosáceas.
En la esquina de Victoria con Oack, entre altas casas de ladrillo
rojo, aguardé a que llegara Ibón. El paraguas se humillaba contra el viento
y a mí, me dio por pensar en gente que no estaba a mi lado. Renuncié a
encontrármelo en el pub, donde los empleados. Iría directamente a su
encuentro en Cemetery Road, la otra casa destinada a los empleados
externos del hotel, frente al cementerio inglés con sus lápidas como
muñones plateados surgiendo de un rizado césped negro. Recordé el día
en que Mireia pisó una rana en aquella misma calle.
De camino, me preguntaba, aburrido, si merecía le pena ir a verle.
Algo había que hacer, una excusa como cualquier otra para salir de
Spring Terrace, subir a su habitación y encontrarle tumbado en la cama o
en el suelo, cruzadas las piernas imitando posturas de yoga.
Utilizaba en las conversaciones términos vagos, citaba
equivocando la fuente, plagiando sin decoro o mistificando frases de aquí
y de allá; como si sólo le importara una idea última, que era insinuar una
puerta a otro lugar. Había nacido en San Sebastián, había viajado a
Marruecos sin una moneda en los bolsillos, había intentado ser futbolista
profesional, go-go de discoteca, camarero. Espigado y con el cabello
rizoso; sólo un año menor que yo, pero como si fuera la persona a la que
habría que acudir si me encontrara perdido en un pequeño agujero de
Inglaterra. Fui feliz en el momento de hacer sonar el timbre de Cemetery
Terrace. De algún modo presentía el momento álgido de lo que había
decidido en Spring Terrace. Entonces se abriría la puerta de la casa
donde vivía Ibón y lo que me llevó allí dejaría de tener sentido.
En Cemetery Road convivían otros ocho empleados del hotel; Ibón
era mi compañero lavaplatos. Él y yo disponíamos de unos metros
cuadrados en la cocina, aquella era nuestra jurisdicción y uno se sentía
pletórico, un potentado con delantal, cuando a las once –los cocineros,
siempre con prisas, abandonaban la cocina una hora antes- el mostrador
de hierro, donde las camareras depositaban los utensilios sucios,
quedaba pulido como un espejo festejante. Salías a la calle con el dolor
punzante al final de la espalda y rodajas de zanahoria hervida en la suela

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de los zapatos, aún con la nostalgia del mostrador bruñido. Así, todos los
días. Quizás fuera a preguntarle qué sentido tenía para él todo aquello,
por qué no deseaba regresar al lugar de donde procedía. Mireia no podía
ser el motivo o, al menos, era su motivo inminente, había algo anterior; un
hueco entre San Sebastián y Abingdon, algún opaco significado detrás de
las palabras sencillas, del gesto displicente, del discurso sobrio como de
asceta hindú.
Me abre la puerta Isabelle y se me echa encima con el torpe
castellano aprendido en Barcelona, no advierte el fastidio en mi saludo, la
desilusión de no poder charlar con Ibón a solas. “Está en la cocina,
íbamos a cenar” me dice mientras voy siguiéndola, como a una fatalidad,
por un corto pasillo enmoquetado, mucho más limpio que el de Spring
Terrace. Si le pido un libro en español y ella va a su habitación, o puede
que se tenga que marchar a trabajar al hotel; quizás si saliera a la luz
negra y a la lluvia, pero es todo tan improbable que pienso en un relato
que leí una vez y es como si Isabelle ya no estuviera con nosotros, y
llegara Ibón con su plato de pasta fría y un té de manzana o de cereza o
de mandarina, solamente para charlar conmigo. En Marruecos le clavaron
una navaja en la pierna derecha.
Isabelle despotrica contra el hosco acento de todos los franceses
de nuestro hotel. No hay manera de reconducir la conversación, porque
cada palabra llegará como para alejarme del centro de lo que he venido a
hablar con Ibón y, supongo, me replegaré hacia dentro; y alguien, por mí,
mantendrá la sumisión con Ibón e Isabelle, acomodados frente a sus
respectivas cenas en la sala de estar de Cemetery Terrace. Alcanzo
inevitablemente un estado de capitulación total, como si no pudiera
aguantar un segundo más en ese lugar; y no fuera a salvarme poder salir
a la calle a buscar a Mireia – ya habrá llegado del trabajo, o tampoco me
apaciguara el reposo de vagabundear por las calles de Abingdon; entrar
en Smarts y pedirle al camarero portugués un gran kebab como el que se
te cayó sobre la moqueta la mañana en que comenzaste a trabajar en el
hotel. Y, aún así, no habría consuelo posible. Un círculo que se inició
fallidamente en Londres quedaba sin cerrar.

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Comprendo que ellos continúen la conversación y se desentiendan
de mi mirada perdida, al fin y al cabo, Isabelle tan sólo desea cumplir sus
tres meses de prácticas y regresar junto a su novio inglés a Bournemouth;
pero, qué quiere Ibón. ¿Puedes imaginarlo un día más con el delantal y
los guantes azules al otro lado de la cocina?, ¿daría el paso definitivo
hacia la India de sus sueños? Puede que Mireia haya descolgado el
auricular y hable con su familia; la estupidez de huir de Spring Terrace me
ha hurtado lo único real que me quedaba en Abingdon, miro el reloj y es
un fastidio, otro pequeño pozo de amargura, no poder llegar a tiempo,
como ansiar estar en muchos lugares a la vez porque uno se siente
asqueado en todos.
La noche anterior a mi regreso Mireia propone ir al pub a tomar
unas cervezas. Evita decir “la última cerveza”, sólo dice “podríamos ir a
tomar algo”, me sonríe y por su mirada creo que nos estamos
despidiendo. Quedamos en mi habitación Isabelle y Mireia vestidas como
para una fiesta, Ibón llegó más tarde, parecía nervioso. En esto entró
Stephan y nos dijo “qué elegantes” y tuvimos que decirle que viniera con
nosotros, aunque supongo que no nos hacía demasiada gracia. Pero, aún
así, fuimos al pub, no al que frecuentaban los empleados del hotel, sino a
uno en el mismo centro del pueblo, cerca del río.
De camino al pub íbamos Stephan, Isabelle y yo delante; Ibón y
Mireia, se descolgaron de nuestras bromas y de reojo pude contemplar
cómo les sobraba paraguas por todos lados de tan juntos que caminaban.
Isabelle, frente al museo de Abingdon, dijo algo nada más que para
burlarse. La lluvia era como una atmósfera, estaba con nosotros siempre;
y se veía incluso a través de las ventanas en la esquina del pub donde
nos acomodamos.
Conversaciones cruzadas. Me asomaba a sus vidas con la
paciencia de un entomólogo porque daba miedo confiarse a su amistad.
En aquellos días ni imaginé que, de tanta ansiedad, pudiera sobrevenir un
relato; sin embardo, de que caerían en mi diario estaba completamente
seguro, e intentaba evocar cualquier recuerdo, cualquier detalle, cualquier
verano en Córcega, cualquier aeropuerto en una ciudad de Oriente Medio,
o Waterloo con sus trenes directos a Bruselas. A nuestro lado se

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desarrollaba una partida de dados eterna, llevarían allí una semana según
el rastro de pintas de cerveza que rebosaban la mesa.
También recuerdo que una noche me serví una bola amorfa de
helado de limón que rebusqué en la cámara frigorífica de la cocina del
hotel. Isabelle rehusó acostarse con Stephan ante la mirada perdida de
Ibon. El de la melena lacia y la barriga inabarcable perdió, de nuevo, a los
dardos. Por qué la inquietud de que alguien me sorprendiera en la cámara
frigorífica, si allí todas las camareras acudían con bolsos vacíos a asaltar
los armarios y se marchaban por la puerta trasera con los bolsos repletos
de yogures, zumos y galletas.
Trasegué la cerveza oliendo la madera de la mesa del pub,
momentáneamente feliz porque sonó la campanilla que me echaba del
lugar en el que no deseaba estar. A ratos, regresaba a la reunión: parece
ser que Stephan es un atleta sexual, se levanta y le pide a una chica
inglesa que nos haga una foto. Foto que nunca veré, foto que irá de mano
en mano y la gente preguntará: “¿quién es este?”, foto que guardará
Mireia en su álbum –la cámara es suya- y que enseñará a su novio en el
futuro; su novio no será Ibon, entonces romperá la foto que nos hicimos y
que yo jamás habré visto. Fuera continuaba lloviendo.
Creo que fue un comentario de Isabelle, una broma obscena o algo
así, que lo precipitó todo. En la mesa de enfrente tres inglesas planeaban
una excursión para el fin de semana siguiente, cuando yo ya estuviera
lejos de allí. Debería habérmelo imaginado, Ibon ya no estaba con
nosotros. Increpó: “pues muy bien, me voy de aquí”.
A continuación, un silencio culpable, Isabelle se disculpó aunque
desconocía el motivo de la afrenta. Stephan no entendía nada y se
frotaba los ojos. Se acabó la fiesta, de repente, como un apagón. Yo
estaba cansado de la única manera en que uno puede estar cansado a
los veinticinco años.
-Dejadle que se vaya. Hace rato que se marchó- sentencié por mi
parte. Para la estupidez, en ocasiones, también se necesita tener
iniciativa. Qué gesto simple.
Mireia, Stephan, Isabelle y yo nos quedamos perplejos
contemplando la puerta por donde desaparecía con su paraguas negro

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inmenso, y los balanceos de un joven futbolista retirado. Salió del pub y
caminaría entre la lluvia sin pensar en nosotros; no lo imaginaba
pendiente de nuestras reacciones. Un inglés que se hubiera cruzado con
él frente a la oficina postal de Abingdon no hubiera advertido las gotas
calientes como lágrimas que se confundieron en su rostro con el agua frío
de la lluvia.
Resolví que se nos quedaría pendiente una conversación; una
conversación suspendida en el aire por el resto de nuestros días. Porque
me despediré de Mireia esa misma madrugada y le entregaré a ella una
carta. Porque estuvo buscándole, desguarnecida entre la lluvia, por las
calle vacías y lo encontró hecho un ovillo en el sofá de la sala de estar de
Cemetery Terrace. Porque “me siento mal, ¿voy a buscarlo?”, qué le
podía decir yo, emocionado por la afinidad de ciertos sentimientos, sino
que saliera corriendo tras él. Antes de la despedida habrá intentado
transmitirme algo de parte de Ibon.
-Seguir un camino…se le amontonaron las emociones, bueno, no
sé explicarte, ya vas conociendo cómo es Ibon.-
Como si me hubiera convertido en un viejo, como si hubiera
acumulado toda la experiencia de la vida y hubiera asumido que la
existencia que me esperaba estaba toda envuelta en una angustia a
punto de desbordarse; y lo que me separase de la locura estuviera
relacionado con construir un dique que soportara aquel desbordamiento.
Poco importa, pasarán años. Cuando baje del avión los habré olvidado, y
en un par der semanas, instalado entonces en otro lugar, me compraré un
cuaderno de tapas de hule negro y escribiré sobre ellos, como a
borbotones.

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