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El hombre y su territorio

William Ospina
Texto del prólogo del Atlas de Cundinamarca
A comienzos de los años 50 estuvo en Colombia el célebre arquitecto y urbanista Le Corbusier invitado por la
administración municipal para hacer recomendaciones que orientaran el proceso de reconstrucción de Bogotá
destruida por los incendios del 19 de abril (60 años). El arquitecto, que había participado en la reconstrucción
de las ciudades francesas después de la guerra, comprobó que el crecimiento de Bogotá era lento y profetizó
que la ciudad que tenía entonces algo mas de 700.000 habitantes, llegaría a tener un millón y medio en el año
2000 y que debía diseñarse previendo ese desarrollo. Habituado a los ritmos urbanos de Europa, no podía
saber Le Corbusier que los fenómenos políticos y sociales que entonces comenzaban harían que Bogotá
alcanzara el millón y medio de habitantes 10 años después, tres millones veinticinco años mas tarde y que
llegaría al año 2000 con más de 7 millones de seres humanos. O sea, su población no se multiplicó por 2
como él lo esperaba, sino por 10 en esos 50 años y su área pasó de tener 4.500 a 30.000 hectáreas. El
crecimiento paulatino sería diariamente acelerado por la violencia política, por el éxodo de millones de
campesinos de sus campos de irroguen y por unos esquemas mentales casi fantásticos que asociaban de un
modo mecánico, lo moderno con lo urbano.

Pero este es solo un ejemplo de cuán difícil es prever las cosas en un mundo como el nuestro, donde no solo
están definiéndose las estructuras sociales sino que el suelo mismo se encuentra todavía en proceso de
formación; un ejemplo de cómo es de difícil resolver los problemas si solo nos orientamos por miradas ajenas
a nuestra experiencia y a nuestras circunstancias. Y la verdad es que si algo ha caracterizado la historia de
estas regiones desde hace 5 siglos es precisamente la costumbre de medir, valorar y proyectar lo que somos
a la luz de esquemas y experiencias que no toman en cuenta la singularidad de esta tierra, los fenómenos de
su geografía y las dinámicas de su historia.

Un escritor inglés decía que la principal diferencia entre Europa y América consiste en que en Europa, por
perdido que alguien se encuentre, está a pocas horas de algún lugar habitado, en tanto que todo americano
ha visto con sus ojos comarcas prácticamente intocadas por la historia. Alrededor de la Sabana de Bogotá, la
región más poblada del país y una de las mas pobladas de Suramérica, se dilatan tierras misteriosas y
algunas casi inexploradas, altos páramos silenciosos, tierras de bosques primarios y de nieblas persistentes,
o regiones como la Cuenca del Río negro, que no pueden convertirse en tierras densamente pobladas por lo
inestable de suelo y del subsuelo, por el riesgo continuo de movimientos de masa, como el de San Cayetano.
Desde las tierras altas del Útica en cuyos barrancos proliferan guijarros con amonitas fósiles en su interior,
vestigios espirales de un mar primitivo, uno puede ver como los ríos cambian de cauce de un día a otro,
declinan por cañones de estruendo, arrastran los sembrados de las orillas, forman islas fugaces de
pedregales fantásticos y de areniscas que se borran con la creciente ulterior y el viajero tiene la sensación de
ser testigo de los que fue la tierra en tiempos remotos, cuando los continentes definían sus formas, los lechos
del mar ascendían para ser las montañas del futuro y las aguas incontenibles abrían la garganta de los
grandes cañones.

Hoy es más necesario que nunca mirar no solo la ciudad sino la vasta región en la que se inscribe, conocerla
en detalle desde todas las disciplinas, comprender sus avatares históricos y superar ese desconocimiento del
que nacen casi todos nuestros errores en relación con la naturaleza, la tendencia a la improvisación, la
capacidad de contaminar, de erosionar y de enrarecer el ámbito que hizo posible la vida y que sigue haciendo
posible nuestra supervivencia.

Cómo llegó a convertirse la Sabana de Bogotá en lo que hoy los geógrafos pueden describir como la región
más alta y más poblada del mundo? Hay ciudades más altas, pero menos pobladas, como La Paz, en Bolivia
y ciudades más pobladas, pero menos altas, como México; así que Bogotá representa un desafío singular en
términos urbanísticos, un aprendizaje específico de la humanidad. Qué hizo que a 2.600 metros de altura
creciera una ciudad como esta? Y cuáles son las ventajas y los peligros que la caracterizan? Se diría que es
urgente para todos sus habitantes y también para el país que Bogotá preside, responder a esas preguntas.

Los primeros pobladores de ese territorio no podían tener a la vista todas las ventajas que la Sabana llegaría
a ofrecer en los momentos más fecundos de su historia. Hace 11.000 años, cuando los primitivos ocupantes
cazaban venados, pero también enormes mastodontes, a los pies de Monserrate y de Guadalupe, estos
cerros, que tardarían mucho en llevar estos nombres europeos, estaban cubiertos por una vegetación de
páramo. Era el final de la última glaciación, todas las montañas en trono eran sierras heladas y la Sabana era
un inmenso lago de varios miles de kilómetros cuadrados de extensión.

Pero si nos remontamos en el tiempo, a una distancia de más de 70 millones de años, lo que encontraríamos
en esta región de Colombia sería un océano primitivo del que lentamente empezaron a emerger en el
Cretáceo, grandes espesores de rocas basálticas en el occidente, sedimentos que traían en su entraña lavas
volcánicas, conectados con el fuego profundo de la corteza terrestre en la zona central y mas tarde materiales
del fondo cenagoso del mar en la región oriental. Del lento y poderoso choque de las placas tectónicas del
Pacífico y del primitivo macizo Guayanés, emergió toda la cordillera de los Andes, pero en esta región del
Norte por la presión de la placa del Caribe, las tierras que emergían se ordenaron en esas tres cordilleras que
tenemos ante nuestros ojos y de las que no siempre sabemos decir por qué son tan distintas.

Es un buen motivo de asombro descubrir que la cordillera occidental está compuesta de rocas submarinas,
pertenecientes a la placa del Pacífico, que saltaron al choque, cantiles superpuestos que se resolvieron en
esos farallones verticales tras los cuales se amontona el océano; descubrir que por estar en la línea de la
colisión formidable de las 2 placas, la central es sobretodo una cordillera volcánica, conectada con el fuego
subterráneo y que a la cordillera oriental, la mas joven, la forman materias provenientes de antiguos litorales,
que fueron largo tiempo las playas de las primeras tierras emergidas y que ascendiendo por la presión de las
dos moles planetarias, lentamente formaron también en lo alto esa gran copa llena de agua que con el paso
de los milenios llegaría a ser la Sabana.

Cuántos siglos de sedimentos resbalando por las vertientes rocosas de los cerros, cuantos milenios de fango
acumulándose en el agua de la laguna, cuánto tiempo de materias vegetales adensándose y formando esos
barro cada vez más espeso, la superficie blanda de lodos y de arcillas sobre cíclicamente llovían las cenizas
volcánicas de la cordillera central, que muchas veces oscurecieron el cielo con sus erupciones. Cuando a las
capas vegetales se añaden esas cenizas inorgánicas, la materia orgánica se fija y se amalgama, ya que las
cenizas son verdaderas esponjas de agua con un gran poder enriquecedor y fue esto lo que convirtió la
superficie ya seca de la inmensa Sabana en una tierra de notable fertilidad.

Mientras por las paredes inclinadas de las montañas, las lluvias van arrastrando por igual la materia vegetal y
la ceniza volcánica, dejando las laderas mucho mas pobres e infecundas, la superficie horizontal recibe y
acumula sus dones y así la Sabana llegó a convertirse en la fértil llanura que todavía tenemos ante nosotros.
Pero también ascendieron con las rocas antiguos mares evaporativos, convirtiéndose en grandes minas de
sal ocultas en la dureza de las montañas.

De modo que mucho antes de que los seres humanos escogieran esta llanura aérea como su morada, ya la
naturaleza, las aguas y los elementos, la habían escogido y la habían privilegiado con sus riquezas. Cinco
razones poderosos convergieron para que los humanos terminaran descubriendo esta región y escogiéndola
como escenario para sus poblaciones: la extraordinaria fertilidad, la abundante provisión de aguas
provenientes de los páramos vecinos al norte y al suroriente, la disponibilidad de la sal, la moderación del
clima, comparado con los rigores del páramo y de los valles ardientes (ya que los riscos que bordean la
Sabana detienen a los vientos cálidos que vienen por el oriente desde los llanos del Orinoco y por el
occidente desde los valles del magdalena y producen la condensación de las nubes en las vertientes
exteriores, impidiendo que se formen en la Sabana grandes tormentas como las que se desencadenan sobre
las tierras bajas) y finalmente la ausencia de la vida exuberante de tierra caliente, las nubes de mosquitos y
demás insectos que abundan en las regiones equinocciales.

Trozos de rudimentarios instrumentos de piedra de hace más de 15.000 años encontrados en la región de
Zipaquirá, revelan la presencia de seres humanos desde la edad Tardiglacial, huesos de venado de hace
10.000 años revelan qué cazaban y de qué se alimentaban aquellos antepasados: huesos abundantes de
curíes hablan de la posible explotación temprana y masiva de estos roedores. Al vaivén de los climas los
bosques de robles avanzaban y retrocedían, los humanos desarrollaban sus primeros instrumentos para la
elaboración. De flechas y de lanzas, raspaban y pulían las pieles. Era algo excepcional encontrar en una
región de montañas una suerte de planicie paradisíaca con los suelos fertilizados por cenizas volcánicas.

En las últimos décadas han avanzado los arqueólogos encontrando vestigios de los primeros cazadores y
recolectores que buscaron el abrigo rocoso de los cerros, y de los primeros sembradores que abandonaron
las peñas para ubicarse en las colinas bajas y formar terrazas de cultivo. Esos vestigios relatan los orígenes
vulnerables de nuestra cultura urbana, esos entierros dispuestos en círculo en el yacimiento de Aguazaque,
en Soacha, hace unos 4.000 años, esos huesos cortados y pintados de blanco, esas paredes craneales
decoradas con trazos de nácar sobre negro, las primeras expresiones estéticas de un mundo abolido.

Y, nutrido por las ventajas geográficas y climáticas de la Sabana, aquí floreció hace mucho tiempo lo que
sería para los europeos del siglo XVI el tercer gran reino indígena de América. La fertilidad de la Sabana les
había permitido a los muiscas sembrar calabaza, pepino, ñame, hibias y cubios; a partir del año 3.500 los
campos se cubrieron de maíz, y la existencia de las minas de sal no solo permitió el auge de las poblaciones,
sino un próspero comercio con civilizaciones lejanas. La lengua chibcha alcanzó hasta la América Central, y
objetos de diversas culturas indígenas de la región que hoy es Colombia, fueron llevados por los
comerciantes de sal hasta las montañas de lis incas, al sur. La de los muiscas fue una cultura basada en el
culto del sol y de la luna, que guardaba la conciencia de la vieja laguna bajo el recuerdo colectivo de un
diluvio antiguo, que elaboró míticamente la memoria del gran desagüe de las extensiones líquidas por el
Tequendama en la leyenda del fundador Bochica, quien abrió las gargantas de piedra para que las aguas se
despeñaran hacia el occidente. Un pueblo para quien el oro fue una manifestación material de los poderes
vivificantes del sol y que hizo de los ritos aúreos en las altas lagunas su principal expresión religiosa. Un
pueblo de gran refinamiento estético que se manifestó en la orfebrería, pero también en los tejidos, ya que el
clima de la Sabana impuso a los habitantes la obligación de cubrirse.

Después de la llegada de los españoles se dio el cultivo extenso del trigo y la cebada y las ventajas de la
región fueron advertidas enseguida por los conquistadores. Tal vez también aquellas mismas condiciones
favorables para la vida: fertilidad, agua, sal, pocas plagas y benévolos climas, unidas a la vastedad del paisaje
y al vértigo de las alturas, nutrieron esa vocación de centro y de mando que la ciudad ya nunca perdió, y que
muchas veces fue dañina para el país, porque permitió que Bogotá embelesada consigo misma, descuidara y
olvidara las vastas y ricas regiones que dependías de ella. Ya en los límites que le fijó Jiménez de Quesada al
territorio se advirtieron a la vez la ambición y la vaguedad: “Por el Occidente hasta los nevados, por el Oriente
hasta donde asoma el sol, por le Norte hasta la Mesa de los Santos y por el Sur hasta el Valle de las
Tristezas”. Ese territorio prácticamente incluía cuanto abarcaba la vista desde las zonas eminentes de la
Sabana, pero a la vez tenía la inmensidad y la hermosura vaguedad de un sueño.

También hay que decir que son esas mismas características las que han convertido a la Sabana de Bogotá
en una región en peligro. Con el paso de los siglos y con las ventajas de su crecimiento urbano, la fertilidad
dejó de ser el principal atractivo del territorio, y hoy podemos ver como un a de las llanuras más fértiles del
continente va siendo cubierta aceleradamente por construcciones y avenidas, y que ya no se alternan cultivos
de alimentos, sino flores de exportación, en terrenos fuertemente saturados de fertilizantes y pesticidas, bajo
los sucesivos techos de plástico. Resulta paradójico que tantos barrios pobres se dilaten sobre tierras que
podrían alimentar a muchas regiones.
Convertida Bogotá en una metrópoli de más de 7 millones de habitantes, una de las evidencias más
alarmantes de nuestro presente, es el mínimo conocimiento que tiene cada ciudadano del espacio natural que
lo rodea y del que continuamente se sirve. Toda ciudad vive la ilusión de haberse desprendido de la
naturaleza y de depender solamente del universo urbano y cultural que ha creado, pero entre nosotros esa
ilusión permitió que en menos de un siglo convirtiéramos un paraíso natural en una región intranquila y
amenazada, y la verdadera salvación para una urbe que sigue creciendo de manera irrestricta, que está a
punto de agotar sus recursos hídricos, que persiste en erosionar los suelos, en contaminar los ríos, en inundar
de basuras sus orillas, en llenar de estruendo y de humo el espacio que ocupa, está en que sus pobladores
tomen conciencia del mundo en que habitan, conozcan ese pródigo entrono natural del que continuamente se
benefician y se conviertan en sus protectores y en sus salvadores.

Todo ser humano necesita saber quiénes son sus padres,cuál es su familia, a qué nación pertenece, cuál es
su lengua, su cultura, desde que punto de vista se relaciona con el universo. Del mismo modo, todo habitante
de una ciudad debería saber cómo es el ámbito en que esa ciudad ha crecido, desde que realidad está
relacionándose con el mundo. No parece que fuera necesario saber cómo es la composición de suelos en que
asienta la ciudad, pero esa información podría decirnos muchas cosas, desde las virtudes agrícolas de las
regiones vecinas hasta los riesgos que hay que saber prevenir ante la eventualidad de fenómenos sísmicos.
La autopista a Medellín fue construida unas 10 veces, pero siempre se hundía, porque sus constructores no
lograban advertir que estaba pasando por zonas de aprovechamiento de agua subterránea y que la pérdida
de esos yacimientos muy a menudo deja al suelo sin su soporte de siglos.

Es útil y grato también saber de qué modo los grandes movimientos geológicos formaron esta región cuya
belleza ya pasmaba hace dos siglos al barón Humboldt, uno de los fundadores de la geografía
contemporánea e instaurador del sentido moderno del paisaje. Es sorprendente ver como los geólogos, allí
donde nosotros solo percibimos montañas inmóviles y rocas inertes, saben leer la novela de las edades, los
movimientos imperceptibles de las grandes masas de tierra y de rocas, el modo como se alzaron las
montañas, como se acomodaron los sedimentos, como se retorcieron los peñascos, como se abrieron los
grandes cañones al paso de las avalanchas. Uando pasamos por Chinauta y vemos esos inmensos planos
inclinados, no sabemos que el aspecto actual de esa tierra es el resultado de avalanchas producidas por el
deshielo de grandes casquetes de las cumbres del Sumapaz, que produjeron esos hondos declives de
fangos, piedras y arcilla. Los técnicos las llaman avalanchas por descongelamiento catastrófico, y nos
permiten imaginar esos enormes flujos de lodos que al avanzar se iban secando.

Se diría que aunque la tierra está siempre en transformación, normalmente esa transformación es tan lenta
que no logra ser percibida por los ojos fugaces de las generaciones. Nuestros ojos solo pueden percibir los
sacudimientos bruscos, pero si bien los accidentes y las catástrofes son los movimientos perceptibles de esos
procesos, los paisajes son sus resultados, y en ellos una mirada curiosa sabe ver el trabajo de los siglos y la
labor paciente de los elementos.

En este libro (El Atlas de Cundinamarca) podemos entender como corren y con qué magnitud por sus
vertientes las aguas las aguas que destilan sin tregua los páramos y los manantiales, como es el régimen de
los climas y de las temperaturas, cuáles son los corredores del viento y como afectan y determinan la
vegetación de estas montañas. En la sabana de Bogotá y en toda la región que este Atlas estudia, el clima
asociado con la altura produce condiciones muy variables para la vida. A diferencia de Europa, tenemos
registros muy cortos del régimen de climas y de temperaturas a lo largo de la historia y también eso hace que
vivamos en un mundo a medias desconocido, donde solo es posible descifrar cómo fueron los ciclos de los
climas, mediante cortes geológicos en los que se detecta la presencia del polen de la vegetación en las
distintas capas del suelo, y se deducen de ello los veranos y los inviernos de los tiempos perdidos.

A veces los hechos del presente nos permiten arrojar por analogía una mirada sobre fenómenos de un
pasado ya inaccesible. Se sabe, por ejemplo que el casquete total del Nevado del Ruiz es equivalente al
volumen del Lago de Tota. En 1985, cuando se produjo el calentamiento del volcán, el 10% de esa mole se
descongeló y formó las avalanchas más poderosas de los tiempos recientes. Estamos en un territorio
inestable, solo la conciencia colectiva de estos procesos y fenómenos nos puede ayudar a diseñar estrategias
que resuelvan los problemas y minimicen los riesgos. Hace poco alguien preguntaba por que la extensión del
Valle del Río Magdalena es mucho más ancha en la zona del Tolima que en la zona de Cundinamarca, donde
más bien se aprecia al río orillando la cordillera oriental. Cualquiera diría que es por un capricho de la
naturaleza, pero la mirada de los expertos, y el estudio de los procesos, reflejan que los flujos volcánicos de la
cordillera central, semejantes a la avalancha de Armero, a la vez arrinconaron al río contra el piedemonte de
la cordillera oriental e hicieron más fértiles las llanuras. Los mapas permiten advertir que también el río Coello
empujó al Magdalena hacia el Oriente.

De la primitiva launa que fue la Sabana, todavía quedan grandes vestigios hace cinco siglos, a la llegada de
los españoles. Se sabe que Gonzalo Jiménez de Quesada alcanzó a ver la laguna de Fúquene con una
extensión de mil kilómetros cuadrados, y se asombraría de saber que esta misma laguna, cuyo nombre
significa “el lecho de la zorra”, hoy abarca una extensión de solo 30 kilómetros cuadrados y ha perdido buena
parte de su transparencia por la proliferación de plantas acuáticas debido a la contaminación. Hace apenas
setenta años esa laguna era un centro de atracción turística, se iba hasta ella por ferrocarril, se celebraban
regatas y era un hábitat riquísimo de patos hoy extinguidos, de garsas y hasta de gaviotas marinas, que
todavía hoy llegan a la laguna en busca de peses. Hasta hace pocas décadas la desecación de las lagunas
para la obtención y el apoderamiento de tierras cultivables era una práctica común, como lo era la cacería, y
solo en los últimos tiempos una alarmada reacción de la humanidad ha convertido esas viejas prácticas es
hechos escandalosos y reprobables.

Como en tantos lugares del mundo, en la Sabana se han cavado innumerables pozos para el
aprovechamiento de las aguas subterráneas. Incluso se ha vuelto grato para nuestra imaginación que ciertas
aguas minerales que nos provee la industria son obtenidos de manantiales purísimos y de yacimientos
profundos; pero también es conveniente saber que los sistemas de aguas profundas se cargan lentamente,
durante miles de años y pueden descargarse en décadas. Los aljibes y pozos empezaron a utilizarse como
una solución pata el riego de los campos de siembra, pero la verdad es que los niveles de los acuíferos van
lentamente descendiendo, y esto puede advertirse de varias maneras. Antes, cuando se encontraba un pozo
cerca de los cerros, era frecuente que, por su presión natural, se alzara un chorro de agua. Ahora se siente
que disminuye incluso la presión de los manantiales y esto porque la explotación rebaja los niveles de las
aguas ocultas y es mentira que éstas estén encapsuladas y aisladas. Todo está conectado y dado que en los
últimos 20 o 30 años se ha cavado cada vez más profundamente, se ha producido un desbalance en el ciclo
hidrológico, un desbalance que agota las fuentes. Así entendemos por qué al pasar por los campos vemos a
veces secos los viejos cauces de las quebradas y donde antes corrían las aguas ahora hay lechos de arena
que sirven sólo como linderos entre predios.

Como habitantes de la ciudad, solemos tener una relación negligente con sus recursos y un gran
desconocimiento de su entorno. Abrimos el grifo y esperamos que un chorro vigoroso de agua cristalina calme
en seguida nuestra sed o nuestra necesidad. Nos indignamos de que un corte inesperado nos haya suprimido
el servicio, o vivamos la satisfacción de que todo fluya normalmente. Pero ¿de dónde vienen esas aguas?
¿Cuánto espacio han recorrido antes de llegar a nuestras manos? ¿Cuánto tiempo más podremos contar con
ellas? En la novela Ulises, que como alguien ha dicho es también un minucioso poema sobre la complejidad y
el misterio de la ciudad moderna, James Joyce hace que alguien abra en algún momento de la noche el grifo
del agua, y cuando la ve brotar el narrador no nos cuenta que simplemente el agua cayó, sino que nos dice:
“Desde el depósito de Roundwood, condado de Wicklow, de una capacidad cúbica de 2-400 millones de
galones, pasando por acueducto subterráneo de tuberías maestras y dobles construidas a un costo inicial de
5 libras por yarda lineal en la instalación, pasando por Dargle, Rathdown, Glen of the Downs y Callowhill hasta
el depósito de 26 acres de Stillorganm una distancia de 22 millas comprobadas y, desde allí, atravesando un
sistema de tanques de contención y un pendiente de 250 pies, a la cintura de la ciudad, al puente de Eustace,
Leeson Street Superior…” y se alarga en una descripción minuciosa del sistema de aguas de Dublin para
hacernos sentir que toda reconstrucción mental de la ciudad tiene que incluir ese tejido secreto de canales y
cauces, de fuentes de suministro y depósitos sin el cual una ciudad sería un sueño desierto en un mundo
imposible.

La capacidad natural de acogida de seres humanos que tiene Bogotá hizo pensar durante mucho tiempo a
sus habitantes que no había nada de qué preocuparse, que bastaba dejar en manos de las administraciones
municipales el manejo de esos recursos. Algo similar a lo que hemos hecho durante siglos con el mundo.
Pero en las últimas décadas en todos los países la humanidad ha cobrado conciencia de que los recursos son
escasos y han de ser cuidados, de que para ser ciudadano ya no basta con pagar los impuestos y con elegir a
unos gobernantes, porque la ciudadanía exige conocimiento, información, criterio y profundos cambios de
actitud con respecto al entrono natural.

Cuando posamos nuestros ojos sobre espacios naturales que nos rodean, no somos conscientes de los
muchos fenómenos que ocurren ante nosotros, ni del hondo pasado acumulado que les dio forma. Pero en
cualquier lugar de la tierra están presentes las capas profundas, los suelos, las montañas y las llanuras, la
vegetación que las cubre, las aguas que resbalan por sus declives, los vientos que ruedan sobre la tierra, el
aire seco o cargado de humedad, las nubes y las lluvias, las temperaturas y los climas, la multitud de seres
vivos que los ocupan, y las muchas cosas que el ser humano ha añadido al mundo, los cultivos, las
construcciones, las aglomeraciones urbanas, las excavaciones, las carreteras y los puentes, los diques y las
presas, las redes eléctricas que cubren de fosforescencia las noches.

Mapa sobre mapa y especialidad sobre especialidad, este Atlas que la CAR pone en manos de los lectores
logra ser un minucioso proveedor de información sobre esas realidades acumuladas en las que todos vivimos.
Sería un error creer que estos datos asombrosos y minuciosos solo les competen a los especialistas y a los
técnicos. La apasionante historia que describen, desde los cataclismos geológicos que produjeron los
paisajes del presente, hasta el lento y paciente avance de los vientos que traen la humedad o la sequía, de
las aguas que llueven y que después resbalan sobre las tierras saturadas, de los tipos de cultivos que se
suceden en las llanuras y en los montes, o del modo como avanzan los campesinos pobres, expulsados de
las tierras mejores, extenuando los páramos y prodigando los abonos, los fertilizantes y los pesticidas que
después derivan a los ríos, es algo más que una descripción técnica, es el drama vivo de nuestro presente, y
de su lectura y de su correcta asimilación, bien podría surgir una generación de ciudadanos capaces de ser
dignos del mundo en que habitan y de transformar no solo las instituciones, sino también su propia manera de
concebir la política, la vida en comunidad y la vida íntima.

El territorio que aquí se describe comprende fundamentalmente las cuencas de algunos ríos que nacen en los
páramos sobre la Sabana, y que se precipitan hacia el occidente sobre el Río Magdalena, y una fracción de
las cuencas de los ríos que descienden hacia el Orinoco. La cuenca del río Bogotá, de la que participan 42
municipios de Cundinamarca, el río que lleva por las comarcas el mensaje del tipo de relación que la capital
de la República tiene con la naturaleza; la cuenca del río Teusacá; la cuenca del río Ubaté, que desemboca
en la hermosa y amenazada laguna de Fúqueme, y la del río Suarez que nace en esta laguna y desciende
hacia el norte; la cuenca del río Negro, que recibe por el noroccidente el tributo de los incontables caudales de
una zona extensa, bastante inestable y despoblada, y que se precipita al Magdalena; una parte de la cuenca
del río Minero, que desciende hacia Boyacá; una parte de páramos y bosques de la cuenca del río Machetá,
que alimenta el embalse de Chivor, y desciende por el oriente hacia el Orinoc; El río Sumapaz que baja de los
páramos del sur y declana bordeando el departamento del Tolima hasta precipitarse al río Magdalena, y por
supuesto, la zona central de la gran cuenca del Magdalena, de la que casi todas las aguas son tributarias.

Claro que estas enumeraciones geográficas generales no alcanzan a abarcar la minuciosidad y la vastedad
de elementos que cada territorio comprende: esos páramos de frailejones y de chusques, donde nacen las
aguas; esas numerosas lagunas de las tierras altas; los bosques, los peñascos, las aguas que desgastan y
arrastran las tierras inestables, los sembrados, los pueblos, y los grandes tejidos urbanos que le dan su
dinámica a la vez modernizadora y extenuante a toda la región. Pero si bien el espacio y los accidentes
geográficos que abarca son reducidos, este estudio puede servir de ejemplo de cosas que ocurren en el país
entero, de desafíos que se repiten en muchas regiones; de tareas que debemos cumplir en todas partes y nos
demuestra cómo una nueva concepción de la democracia tiene que partir de las regiones, de los individuos, e
ir construyendo el tejido de un nuevo país responsable de su naturaleza y solo así comprometido de verdad
con su futuro.

En el mapa que muestra el proceso de población primitiva del territorio es posible advertir que para los
pueblos indígenas el curso de las aguas trazaba una suerte de espacio sagrado, en torno al cual se
dispusieron las poblaciones, se dejaron los vestigios culturales, se realizaron los ritos colectivos. Si algo
caracteriza a los pueblos nativos y a las civilizaciones antiguas en todas las regiones del mundo, es lo que
podríamos llamar su universalidad. Nuestra civilización moderna se envanece de ser universal porque ha
desarrollado algunos medios de transporte y algunos medios de comunicación, pero cada vez consulta menos
el entorno para la ejecución de sus empresas transformadoras. Se cuenta que el emperador Moctezuma
mandó a demoler cierta vez un templo, porque no se ajustaba a las pautas astronómicas correctas. Para
construir sus pirámides y sus ciudades, los antiguos consultaban la posición del sol y las estrellas, el régimen
de los vientos, de las lluvias, de la calidad del suelo y la idoneidad de los materiales. Hay un templo en Tikal
donde en el último día de verano la luz del sol entra por una determinada puerta, y recorre siguiendo las
pautas de un mito preciso el cuerpo de un rey relievado en la piedra, de tal modo que la luz del presente
enlaza los fenómenos celestes con las escrituras de la tradición. Estos pueblos tan despreciados por algunos
voceros de la cultura occidental, no solo construían su civilización teniendo en cuenta el curso del río y el
ritmo de sus aguas, y construían canales para la agricultura aprovechando el régimen de las inundaciones,
sino que no se habrían permitido jamás profanar las aguas de un río ni atentar contra él.

Esto hay que decirlo, porque el río Bogotá, cuyo trazo define el espacio que poblaron y honraron los pueblos
indígenas de la Sabana, es hoy uno de los primeros ejemplos en el planeta de un río completamente muerto.
Seguir su trayecto es asomarse a uno de los episodios más escandalosos de nuestra cultura, y a la evidencia
de que nuestra relación con la naturaleza parece haber renunciado a toda sabiduría. El río Bogotá nace en el
páramo de Villapinzón y recorre 26 municipios antes de llegar a la ciudad. Durante sus primeros diez
kilómetros desciende como un río normal, cristalino y vivo, por las montañas, pero ya a la altura de Villapinzón
se encuentra con una larga sucesión de empresas de curtiembres, que utilizan sus aguas para procesar los
cueros, y que en ese proceso utilizan elementos pesados como el cromo, que no se disuelve en el agua, y
que acaba con el oxigeno. Después de pasar por esas doscientas procesadoras que lo utilizan, el río viene
completamente enrarecido y contaminado.

Poco después se vierte en el río Neusa, que recoge aguas del Checua, cuyas orillas fueron severamente
deforestadas, de modo que no tienen raíces que retengan los sedimentos, y que por ello viene cargado de
arenas que enturbian su caudal. Pero además, allá arriba, por la presión de la pobreza y de la necesidad, los
campesinos ascienden por tierras frías y por los páramos sembrando papa, ya no de acuerdo a los viejos
ciclos agrícolas, que garantizaban la conservación de los suelos, sino atendiendo a la lógica urgente del
mercado, que requiere utilizar cada vez más abonos y pesticidas, de modo que al verterse las aguas del río
Checua en el Bogotá, el caudal de éste acaba de enrarecerse , y entra en la llanura metropolitana convertido
en un cauce de aguas muertas, solo para recibir, a distintas alturas de su recorrido bordeando el área urbana
por el occidente, el caudal de los tres ríos que recogen los desechos de la ciudad dilatada por la llanura.

El río Juan Amarillo, el Fucha y el Tunjuelo, recogen los residuos orgánicos de siete millones de personas, los
aportes de jabones, detergentes y materiales contaminantes que provienen de unos dos millones de hogares
y todos los desechos industriales de la ciudad, y los arrojan por añadidura sobre el río muerto, de modo que al
llegar al salto del Tequendama, el sitio mítico donde los indígenas situaban la boca por donde se vertieron en
el abismo los extendidos lagos antiguos, el río es ya un miasma descompuesto, recubierto de espumas
lóbregas, que declina por ese antiguo escenario de belleza, llevando entre los peñascos y las tierras
quebradas toda la pesadumbre de la ciudad y lesionando irreparablemente con ella, a la altura de Girardot, el
caudal del Río Magdalena.
Lo primero que habría que responder es por qué una comunidad tan grande no está en condiciones de hacer
valer sus derechos colectivos, frente a los derechos de unas cuantas empresas contaminantes. Todos los
ribereños tienen derecho a utilizar las aguas de un río, pero su principal deber es devolverle limpias las aguas
que utilizan. Cuando una empresa no está en condiciones de costear la purificación del agua que usa, con el
argumento de que sus productos tendrían que encarecerse enormemente y perderían toda rentabilidad, eso
solo significa que no están pagando los costos reales de la elaboración de los productos. Así, en vez de
cargar tales costos al consumidor final, se los cargan a una dilatada comunidad ribereña bajo la forma de una
degradación del agua común. Esta reflexión es importante, sin necesidad de especificar responsabilidades
particulares. Cada vez más, hacia el futuro, será necesario que se diriman con rigor los conflictos entre los
intereses particulares y los de toda una comunidad. Hasta cuando tendrán que padecer los habitantes de 26
municipios de la cuenca alta del río Bogotá, y la población urbana del distrito y todos los municipios de la
cuenca baja, hasta Girardot, y medio país que orilla el río Magdalena, las consecuencias de un tipo de
explotación económica irracional? Tarde o temprano, la ciudad y la región tendrán que asumir el desafío
democrático de hacer valer los derechos de la comunidad, y también el respeto sagrado por el río como base
del equilibrio ambiental de una comarca y como símbolo de su particular valoración de la vida. Tarde o
temprano la ciudad como un todo debería plantearse la hermosa tarea histórica de hacer renacer al río, y
preparar entre todos el momento conmovedor en que vuelva a aparecer la vida en sus aguas.

Pero es claro que no son sólo unas empresas ubicadas en la cabecera del río las responsables de su
degradación y de su muerte, aunque ese aporte temprano sea más evidente y esté en la raíz del problema.
También es necesario que la gran ciudad se replantee el modo como arroja sus desechos al río, y no
descargue toda la responsabilidad de la descontaminación sólo en costosas plantas de tratamiento. Por su
propia dinámica el río es capaz de limpiarse a sí mismo; un río es una fuerza purificadora. Lo que reclama,
más que nuestra tardía labor de limpiarlo, es la decisión de dejar de contaminarlo o de mantener la
contaminación inevitable que obra una gran concentración humana en unos niveles estrictos. Millones de
personas no pueden dejar de producir desechos orgánicos, pero si pueden dejar de consumir detergentes y
jabones no biodegradables, y es allí donde la educación cumplirá un insustituible papel transformador de
nuestra relación con la naturaleza. Tenemos la insensata creencia de que los gobiernos existen para corregir
continuamente los problemas que generamos, pero el futuro exigirá comunidades más responsables, más
capaces de prevenir los males de una relación irracional con el medio. El río es un reflejo de nuestro modelo
de vida, finalmente el río somos todos, y un río degradado es un símbolo del tipo de sociedad que
sostenemos. Pero sobre todo es alrededor del agua que tenemos que construir nuestro futuro.

Si bien la política y el buen gobierno deben garantizar que los intereses colectivos primen sobre los intereses
privados, también es necesaria una política nueva, que proponga altas tareas éticas y estéticas a manera de
vivir, que enriquezca nuestra relación con las cosas que consumimos y utilizamos, que reinvente el estilo de
nuestra vida cotidiana. Este modelo actual del ciudadano que se sirve del entorno natural pero al mismo
tiempo lo olvida o lo desconoce, necesariamente deberá transformarse, si no queremos que lleguen al
colapso la ciudad y la civilización. Utilizar las aguas sin pensar de donde vienen ni a donde van, arrojar
basuras pensando que cuando las perdemos de vista desaparecen para siempre, es prueba de una
inquietante falta de amor por el mundo, pero también una falta asombrosa de sentido común. Esta agua
contaminadas de la Sabana, antes de llegar a la ciudad, se utilizan en algunas zonas para el riego de
hortalizas, pero nadie está impidiendo que estas hortalizas contaminadas lleguen a nuestra mesa. Y ¿qué
pasará con las zonas de riego más allá de donde la ciudad tributa sus aguas deletéreas? Y ¿hasta cuándo
serán consumibles los peces nutridos con desechos industriales, con elementos pesados y con espumas
sintéticas?

Toda pregunta sobre las relaciones entre los seres humanos y el territorio que habitamos nos lleva a una
convicción: ninguno de los problemas de la sociedad urbana contemporánea se resolverá sin un compromiso
de cada ciudadano. Las banderas del futuro tendrán la pureza del agua, la transparencia del aire, el verde
trenzado de los bosques. Pero cada quien aislado, encerrado en un círculo de tiza de su vida personal, no
sabrá como hacerlas ondear en el viento. La solución para el mundo solo puede nacer de una combinación
creadora de conocimiento, solidaridad y creatividad, y toda política del futuro tendrá que fundarse en esta
triple alianza.

Para esa primera tarea de conocimiento, una información como la que este Atlas ofrece es un paso decisivo.
Los estudios del pasado solían ser temáticos, pero ahora es más necesario que ofrezcan un conocimiento
copiosos sobre múltiples temas, y que nos permitan superpones a la información geológica, la biológica, a la
biológica la antropológica, a las potencialidades los riesgos, a las convergencias obradas por el azar las
dispersiones producidas por la voluntad. No hay duda de que en otras regiones del país se estarán realizando
esfuerzos paralelos de acopio de información sobre el territorio, reflexiones sobre cómo lo tratan sus
habitantes. Tal vez pronto alcancemos el mismo grado de conocimiento sobre todo el territorio, y con él una
mayor conciencia de los fenómenos geográficos, humanos y ambientales, de los apasionantes desafíos que
nos arrojan estas primeras luces del siglo XXI.

Es más fácil una descripción del pasado y del presente que una previsión de los que se sigue, pero hoy por fin
es claro que una visión de conjunto es mucho más útil que los datos aislados de otro tiempo. Por lo tanto, la
región más poblada del país está llegando a límites de insostenibilidad que exigen cambios en su dinámica de
urbanización, en la educación de las comunidades, en el estilo de la administración y en el modo de entender
la política y el gobierno. Las corporaciones regionales creadas hace varias décadas con un criterio demasiado
sesgado hacia el tema del desarrollo agrícola e industrial, hacia tareas de electrificación y de productividad,
han llegado a una nueva etapa que valora profundamente la investigación, la previsión, el esfuerzo de
conservación del medio ambiente. Su visión de largo plazo no siempre es compatible con la de políticos y
administradores, movidos a menudo por una urgencia de resultados que satisfagan a sus electores, y que
prefieren ejecuciones vistosas a soluciones profundas.

Un alcalde demasiado encerrado en su responsabilidad municipal, puede ver como algo suntuario el
tratamiento de las aguas residuales de un río que se aleja de su territorio, llevando sus aguas hacia valles
lejanos, peo entonces ¡donde habrá quien piense el territorio como un todo, y asuma las responsabilidades
compartidas? Como humanos ya debería unirnos la conciencia del planeta como nuestra morada común.
Bogotá, una capital que está a mil kilómetros de sus puertos, aunque todavía procura satisfacer a su
población, no podrá seguir proyectándose como un foco de desarrollo urbano. Hoy necesita que un verdadero
plan nacional le ayude a compartir con otras regiones esa dinámica, y no permitir que la inercia social o
política la multiplique de un modo irracional, a expensas del país y de las posibilidades de otras regiones.

Hemos abandonado, por ejemplo, los ciclos del cultivo de maíz, de trigo y de cebada que respondían a las
necesidades de nuestro mercado interno y nos hemos especializado en la producción de flores de
exportación. Pero un día será necesario redefinir nuestros horizontes de productividad y preguntarnos si de
verdad podemos seguir en la lógica de vender al mundo sus lujos ocasionales para comprarle las cosas que
diariamente nos son indispensables. Porque si no nos esforzamos por marcar alguna pauta, no seremos
nunca los beneficiarios en ninguna forma de intercambio. Después de siglos de pacientes trabajos de la tierra,
de los elementos y de los climas, hoy el factor determinante de los cambios en una región como la nuestra
parece ser el ser humano. Pero curiosamente, cuando sólo trabaja el ciego azar, todo tendía a la riqueza y a
la fertilidad, ahora, cuando trabajan nuestra razón y nuestra experiencia, todo tiende al deterioro y al
desgaste. ¡No es esta una suficiente advertencia de que necesitamos más conocimiento, más solidaridad y
más creatividad? ¿No es una prueba de que necesitamos un compromiso más activo, una relación más
generosa con el mundo?

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