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LECCIÓN: LA TEORÍA GENERAL DE LOS DERECHOS

FUNDAMENTALES.

Autor. Marcos Francisco Masso Garrote, Prof. Dr. Titular de Derecho


Constitucional de la Universidad de Castilla La Mancha.

SUMARIO: I.EL ORIGEN Y LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS DERECHOS. II.LA TIPOLOGÍA DE


LOS DERECHOS. III.EL CONCEPTO Y LA EFICACIA JURÍDICA DE LOS DERECHOS
FUNDAMENTALES. IV.LOS SUJETOS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES: 1.Los sujetos activos
de los derechos fundamentales: 1.1.La titularidad de los derechos fundamentales de la persona física. 1.2.La
titularidad de los derechos fundamentales de la persona jurídica. 2.Los sujetos pasivos de los derechos
fundamentales. V.LOS LÍMITES A LOS DERECHOS FUNDAMENTALES: 1.Los límites internos. 2.Los
límites externos. 3.La limitación de los límites (la garantía del contenido esencial). VI.LA
INTERPRETACIÓN DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES. ¿VII.LAS GARANTÍAS DE LOS
DERECHOS FUNDAMENTALES?

I.EL ORIGEN Y LA FUNDAMENTACIÓN DE LOS DERECHOS.

El reconocimiento de los derechos es un elemento estructural en la teoría


constitucional desde sus inicios, aunque el origen de su fundamentación haya sido
explicado atendiendo a diversas teorías: la teoría historicista, la teoría iusracionalista –que
es la que finalmente impregna los momentos iniciales del constitucionalismo, tanto
americano como europeo- y la teoría positivista, actualmente dominante, que fundamenta
la validez y eficacia de los derechos en virtud del reconocimiento que de los mismos realiza
un ordenamiento jurídico concreto.

Pues bien, frente a la fundamentación historicista de los derechos, en la que la


titularidad de los mismos aparecía condicionada por la pertenencia del individuo a un
status o grupo social determinado y cuyo objetivo consistía, no en suprimir, sino en adaptar
el esquema del Antiguo Régimen a determinadas pretensiones del pensamiento liberal
ilustrado, la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 se
asienta sin embargo sobre un modelo diferente de fundamentación de los derechos, más
coherente con la crítica que se estaba produciendo en ese momento de todo el entramado de
absolutismo y aristocracia precedentes, y con la defensa del derecho común frente al
privilegio y el necesario reconocimiento universal de los derechos. Nos estamos refiriendo,

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en concreto, al modelo propio de la filosofía iusracionalista (iusnaturalista) en virtud del
cual se ponía el acento en el sujeto en sí mismo considerado con independencia de su grupo
social de pertenencia. En efecto, una vez que se reconoce que “los hombres nacen libres e
iguales en Derecho” (artículo primero de la Declaración francesa de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano), la titularidad de los derechos se desprende de la propia
condición humana y de ahí, señala BASTIDA FREIJEDO, la propia pretensión de
universalidad, que en realidad no fue tal, de estas primeras declaraciones de derechos
humanos.

Conforme a esta teoría iusracionalista (iusnaturalista), el origen de los derechos no


se encuentra en la historia, tal y como defendía la vertiente historicista, sino en un Derecho
natural suprapositivo que se desprende de la propia condición humana y que un concreto
ordenamiento jurídico reconoce (no crea en tanto en cuanto preexiste al mismo) cuando los
individuos, conscientes de la necesidad de poner solución a los conflictos que produce la
titularidad universal y sin limitaciones de los derechos del hombre en el estado de
naturaleza, deciden constituir, a través del pacto social, una sociedad y un Estado con su
correspondiente ordenamiento jurídico, renunciando, por consiguiente, a la existencia
absoluta de sus derechos naturales que ahora devienen derechos civiles, esto es, derechos
preexistentes y universales pero limitados, bien horizontalmente (en sus relaciones con
otros particulares), bien verticalmente (en sus relaciones con el poder público). Como
señalara CRUZ VILLALÓN, los derechos naturales, inherentes a la persona humana, “no
pasan por el pacto social como un rayo de luz por un espejo”; no son los mismos que los
del hombre en el estado de naturaleza porque, tras el pacto, aunque continúan siendo
universales y preexistentes, ya no son absolutos sino que se encuentran limitados. Desde
este punto de vista, el artículo 4 de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano establece que “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique
a otro: de esta forma, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más
límites que aquellos que aseguran a los restantes miembros de la sociedad el disfrute de
estos mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley”, es decir, “la
ley concreta la renuncia de derechos que en abstracto realiza el pacto social” (BASTIDA
FREIJEDO).

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La tesis iusracionalista de los derechos, cuya fuerza originaria se pone de manifiesto
a través de ciertas reminiscencias que encontramos todavía de la misma en los
ordenamientos jurídicos actuales (véase, al respeto, BASTIDA FREIJEDO), fue cediendo
paso a la explicación mayoritariamente positivista del origen y fundamentación de los
derechos, un modelo éste que, aunque continúa poniendo el acento en el individuo, tal y
como en su día hiciera el modelo iusnaturalista, considera, sin embargo, que sus derechos
valen –y pueden ser por tanto alegados ante el poder público- sólo en tanto en cuanto
aparecen y en la manera en la que aparecen recogidos (positivados) y garantizados por un
ordenamiento jurídico concreto. Esto es, para la tesis positivista los derechos no se
entienden sin el Estado y se configuran como auténticos derechos públicos subjetivos
(JELLINEK) que vienen a poner de manifiesto, en definitiva, que las libertades se
construyen a partir de las relaciones jurídicas entre el Estado y los individuos. En cualquier
caso, la defensa de una tesis como ésta en un momento en el que los principios
constitucionales en Europa continuaban asentándose en unos documentos que sólo tenían
un valor programático y que, por tanto, eran incapaces de vincular jurídicamente al poder
público en general y al poder legislativo en particular, que podía así configurarlos de una
forma absolutamente libre, provocó inicialmente fuertes críticas contra la fundamentación
positivista de los derechos que sirvieron, por otra parte, para incentivar la búsqueda de
mecanismos que pudieran solucionar sus evidentes deficiencias en este sentido.

La solución ya había sido apuntada en América, donde se estaban utilizando unos


instrumentos apropiados (el poder constituyente-constituido –poder de reforma-, y, sobre
todo, el judicial review o control de constitucionalidad de la ley) para permitir la
configuración de sus Constituciones (téngase en cuenta que el Estado americano es un
Estado compuesto desde el punto de vista territorial) como verdaderas normas jurídicas de
rango supremo, por tanto, de obligado cumplimiento para el poder público, limitando,
desde el primer momento y a diferencia de lo acaecido en Europa, el poder de disposición
del poder público constituido, entre otras cosas, su facultad de configuración de unos
derechos que pasaban así a articularse como verdaderos “derechos fundamentales”.

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En efecto, en Francia, frente a la solución adoptada por el constitucionalismo
americano, donde la desconfianza existente hacia el legislativo concluirá con la aceptación
de un control constitucional de las leyes por parte del Poder Judicial, se aplica una
concepción jerárquica en la estructura de los poderes del Estado que concluye afirmando la
primacía absoluta del legislativo y que termina cerrando todo espacio a una Administración
de Justicia cuyos miembros eran considerados enemigos de los ideales revolucionarios. El
Viejo Continente exalta un Estado de Derecho que afirma la supremacía del legislativo y de
una ley que, soberana y expresión de la voluntad general, queda exenta del control judicial
de su constitucionalidad. El Decreto de 16 de agosto de 1790 estableció que los tribunales
no podrían “tomar parte alguna, ni directa ni indirectamente, en el ejercicio del poder
legislativo sancionado por el Rey, so pena de prevaricación. Se limitarán a transcribir pura
y simplemente en un registro particular y a publicar en el término de ocho días las leyes que
les sean enviadas”, un precepto éste que resultó finalmente invocado para excluir cualquier
conato que pretendiera introducir algún tipo de control judicial sobre la obra del legislador
aunque en realidad estaba pensado para impedir la facultad de veto que habían ejercido los
antiguos Parlamentos franceses, los cuales llegaron a desempeñar tareas propiamente
normativas a través de los arrêts de règlement y resultaron competentes, también, para
registrar las disposiciones generales u ordenanzas reales del soberano a través del droit
d’enregistrement como trámite previo a su publicación, registro al que incluso se podían
negar (droit de remontrance) cuando el Parlamento entendiera que con ellas se estaba
contraviniendo las leyes fundamentales del Reino.

No es que Francia no tratara, a través de sus Constituciones de 1791, 1793 y 1795,


tal y como ya se había hecho en América algunos años antes, de constitucionalizar desde el
primer momento los derechos contenidos en sus Declaraciones, esto es, de limitar la
facultad de disposición del poder público legislativo en este ámbito; destaquemos, por
ejemplo, el artículo 1 de la Constitución francesa de 1791, que señalaba que el poder
legislativo no podía hacer ley alguna que atentara u obstaculizara el ejercicio de los
derechos naturales y civiles consignados en su Título I (“Disposiciones fundamentales
garantizadas por la Constitución”), y lo dispuesto en su texto constitucional de 1795
cuando señalaba que la declaración de los derechos contenía las obligaciones del legislador.

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Lo que ocurrió es que dicho intento fracasó debido a la ausencia de instrumento alguno de
tutela judicial del texto constitucional (CRUZ VILLALÓN).

Habrá que esperar hasta la primera mitad del siglo XX para que se produzcan en
Europa nuevos intentos destinados a limitar la facultad de disposición de la que disfrutaba
el legislador sobre los principios constitucionales. Estos intentos se concretaron, en primer
lugar, en la aprobación de la Constitución de la primera República austriaca de 1 de octubre
de 1920, que desarrollaba un sistema concentrado de control de la constitucionalidad de la
ley y un mecanismo de amparo muy limitado, pero, sobre todo, en el intenso debate que se
produjo sobre la eficacia jurídica de los principios recogidos en la Constitución alemana de
Weimar, en particular, con relación a un grupo de preceptos que se encontraban contenidos
en la Segunda parte de este texto constitucional (“Derechos fundamentales y deberes
fundamentales de los alemanes”) y que recogían las denominadas garantías institucionales.

Este término, el de garantía institucional (garantía institucional jurídico-pública y


garantía institucional jurídico-privada o garantía de instituto), fue acuñado por la doctrina
alemana (SCHMITT) en la época de la República de Weimar –si bien sus antecedentes se
remontan a la Constitución de Prusia de 1859, vigente hasta el año 1918, pero,
fundamentalmente, a la Paulskircheverfassung de 28 de marzo de 1849- para referirse a la
protección constitucional conferida a determinadas instituciones que se consideraban
necesarias de la organización político-administrativa y con respecto a las cuales se afirmaba
la existencia de una imagen maestra (contenido esencial) indisponible para el legislador,
limitando así la capacidad de configuración –hasta entonces ilimitada- de este último, al
menos, sobre ciertos contenidos constitucionales. La idea matriz de la teoría de la garantía
institucional era así “la de `hacer resistentes’ una serie de regulaciones que, por deficiencias
de la norma fundamental en la época weimariana y la ausencia en ésta de técnicas de
protección de su orden básico, corrían el riesgo de verse desvirtuadas en cuanto entregadas
–a través de la reserva de ley- a la disponibilidad del legislador ordinario” (PAREJO
ALFONSO). Se pretendía así consagrar un núcleo insoslayable (contenido esencial) que
vinculara al legislador cuando regulara determinadas instituciones, frente a unos derechos
fundamentales con respecto a los cuales no se consideraba preciso garantizar dicho

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contenido esencial, básicamente, porque todavía eran considerados, fundamentalmente,
como derechos de libertad o de defensa frente al Estado, lo cual implicaba que la actividad
normadora del legislador sobre los mismos debía ser meramente tuteladora y marginal pero
no definidora de su régimen sustancial.

Fuera como fuera, y a pesar del debate en torno a la eficacia jurídica del texto
constitucional, lo cierto es que también en este momento los derechos constituían meras
enunciaciones programáticas sin un contenido directamente vinculante que los dejaba al
descubierto frente a cualquier regulación que quisiera hacer el poder legislativo al respecto.
Sólo el movimiento constitucional acaecido tras la II Guerra Mundial da lugar a unas
Constituciones que, ahora sí, no sólo son auténticas fuentes del Derecho y tienen, por tanto,
eficacia jurídica directa, sino que, además, son fuentes supremas del Derecho. Es decir, los
nuevos textos constitucionales se apartan del contenido programático de los textos
constitucionales precedentes y se convierten en normas jurídicas supremas cuyo contenido
vincula al poder constituido, también al legislativo, estableciendo mecanismos de garantía
para ello, especialmente, los procedimientos de control de constitucionalidad de las leyes.
En definitiva, y tal y como señala BASTIDA FREIJEDO, el peligro de la tesis positivista,
que había dejado la configuración de los derechos a la disponibilidad del poder público, se
solventa con su fundamentalización, esto es, con su inclusión en unos textos
constitucionales que constituyen verdaderas normas de rango supremo con eficacia jurídica
directa, y, por tanto, de obligado cumplimiento para un poder público constituido que ahora
aparece claramente limitado por el poder constituyente.

II.LA TIPOLOGÍA DE LOS DERECHOS.

En las Declaraciones de Derechos y textos constitucionales del Estado liberal de


Derecho europeo de finales del siglo XVIII y principios del XIX se recogen los
denominados derechos de libertad (también conocidos como derechos de autonomía o de
defensa), unos derechos que se articulan como límite frente a un Estado cuyo aparato
orgánico es considerado una amenaza para la libertad del individuo que se pretende
preservar en este momento y al que, por ello y frente al intervencionismo y proteccionismo

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propio de épocas precedentes, se reclama una actitud fundamentalmente abstencionista
(laissez-faire) que implica, entre otras, cosas, que la actividad normadora que pudiera
realizarse sobre los mismos, de existir, consistiría en una actuación normadora de
naturaleza meramente tuteladora y marginal pero no definidora ni sustancial de su régimen
(SOLOZÁBAL ECHAVARRÍA). La naturaleza de los derechos que se consagran en ese
momento –aunque como veremos en documentos con un valor meramente programático-
responde así a una concepción claramente negativa del Estado y del poder público que no
es la que está presente sin embargo en los textos constitucionales actuales que responden a
la existencia de un Estado democrático y social de Derecho.

Este tránsito del Estado liberal de Derecho a un Estado democrático y social de


Derecho produce, entre otras cosas, un nuevo entendimiento del poder público que deja de
ser considerado como una amenaza para la libertad del individuo para pasar a ser
considerado su garante. Este cambio decisivo de percepción del papel del Estado viene
acompañado del paulatino reconocimiento de nuevos tipos de derechos: en primer lugar, los
derechos de participación política (derechos en el Estado), a cuyo auge contribuyeron de
forma decisiva los movimientos obreros de la segunda mitad del siglo XIX y a través de los
cuales se pretendía la conversión universal de todos los individuos en ciudadanos. Su
ejercicio exigía, por otra parte, la mediación de una configuración legal previa, esto es, de
una actuación normadora por parte del poder público, ahora sí, de alcance verdaderamente
delimitador o sustantivo (SOLOZÁBAL ECHAVARRÍA). Aparecen, en segundo lugar, los
denominados derechos sociales o derechos de prestación, unos derechos éstos que inciden
más en la necesidad de la intervención del poder público para garantizarlos, una
intervención decisiva, no sólo de naturaleza normadora sino también y fundamentalmente
de naturaleza administrativa.

El texto constitucional español es un ejemplo de superación de los planteamientos


liberales clásicos en este ámbito, en virtud de los cuales los derechos constituían una esfera
reservada a la autonomía del individuo consagrándose frente al Estado y constituyendo un
límite para su actuación. En efecto, la Constitución Española de 1978 recoge, junto a los
tradicionales derechos de autonomía, los derechos que garantizan la participación del

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ciudadano en los asuntos públicos –reunión, asociación, huelga, pero, fundamentalmente
sufragio universal- e introduce un Capítulo III en su Título I que desarrolla derechos de
naturaleza propiamente prestacional, los denominados principios rectores de la política
económica y social.

Resulta preciso, en cualquier caso, captar la interrelación existente entre estos tipos
clasificatorios y así, por ejemplo, podemos concluir que el reconocimiento separado de
estos tipos de derechos puede conducir a la ineficacia de los derechos de autonomía cuando
no se goza de derechos de participación. Tampoco debemos olvidar la conexión existente
entre los derechos de libertad y los derechos de crédito porque, por un lado, las prestaciones
estatales se reclaman a través del ejercicio de las libertades individuales, y, por otro, el
aseguramiento de libertades individuales requiere, en muchas ocasiones, la intervención del
propio Estado. Tal y como propone el profesor GARCÍA DE ENTERRÍA, hay que
renunciar a adscribir cada libertad concreta a un concreto tipo de derechos; es preferible
intentar diferenciar en ella los diversos planos que la integran (individual, de participación
o de prestación), de los que quizá pueda predominar uno pero sin destruir a los demás.

III.EL CONCEPTO Y LA EFICACIA JURÍDICA DE LOS DERECHOS


FUNDAMENTALES.

El origen del término derechos fundamentales arranca de la Constitución del Reich


de 28 de marzo de 1849 (Paulskircheverfassung), cuyo Título VI se refiere a “Los derechos
fundamentales del pueblo alemán”, y, desde ese momento, comienza a ser utilizado
profusamente por la doctrina alemana, y, en otros países, a partir de la aprobación de la Ley
Fundamental de Bonn de 1949 (CRUZ VILLALÓN). En cualquier caso, y más allá de cuál
sea el origen de dicha expresión, lo realmente importante es determinar a qué nos estamos
refiriendo con ella, esto es, cuál o cuáles son los elementos requeridos para poder afirmar
que nos encontramos en presencia de un derecho fundamental.

Pues bien, aunque en la actualidad existen determinados autores que defienden la


utilización de un criterio material para determinar cuáles son los derechos fundamentales

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que recogen los textos constitucionales, esto es, que consideran que al derecho fundamental
no lo define su protección institucional o procesal, ni, más allá, su nivel de eficacia, sino,
antes bien, la relación que mantiene con la dignidad de la persona humana (SOLOZÁBAL
ECHAVARRÍA), lo cierto es que la tesis mayoritaria, con una concepción positivista del
ordenamiento jurídico, se apoya en un criterio formal para definir el derecho fundamental
entendiendo que son derechos fundamentales aquellos que participan de la posición de
supremacía de la propia norma constitucional en la que se hallan insertos, un elemento éste
que se pone de manifiesto, no por el grado de protección normativa, institucional o procesal
del derecho en sí mismo considerado, sino, antes bien, por haberles sido atribuida una
eficacia directa que hace que los mismos resulten disponibles de forma inmediata por sus
titulares –al menos en su contenido esencial constitucionalmente reconocido- sin necesidad
de que medie la correspondiente interpositio legislatoris, y, a su vez, que resulten
indisponibles para el legislador, también, como mínimo, en la parte atinente a su contenido
esencial. Para esta corriente doctrinal, por consiguiente, sólo puede haber derechos
fundamentales en el marco de unas Constituciones que, como las actuales, son verdaderas
normas jurídicas supremas y resultan eficaces y de aplicación directa para el poder público,
y sólo en tanto en cuanto se halla predicado para ellos ese mismo nivel de eficacia
(BASTIDA FREIJEDO, CRUZ VILLALÓN).

En cualquier caso, las Constituciones no se pueden definir exclusivamente desde un


punto de vista formal por su posición jurídica suprema; también constituye un elemento
estructural en la definición de lo que sea una Constitución la presencia de un determinado
contenido material en la misma: el reconocimiento de derechos. Desde este punto de vista,
el constituyente deberá, necesariamente, seleccionar las expectativas individuales y sociales
para transformarlas en derechos, que, según la tesis positivista dominante, sólo serán
fundamentales cuando aparezcan revestidos de una eficacia jurídica directa. Al
constituyente corresponde, en definitiva, determinar qué expectativas sociales, por ser
consideradas claves para la organización y el funcionamiento constitucional que se trata de
establecer, van a quedar configuradas como derechos fundamentales en el texto
constitucional y su distinto grado de protección (BASTIDA FREIJEDO). Por otra parte, y
en la medida en que se mantenga una posición positivista de la existencia de los derechos

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fundamentales, afirmando que no son derechos preexistentes e inherentes a la condición
humana sino que nacen y se acaban con la Constitución, la teoría general de los derechos
fundamentales sólo puede resultar inferible del propio texto constitucional en el que éstos
se encuentran reconocidos, pues, en efecto, todos los problemas que susciten los derechos
fundamentales aparecerán específicamente relacionados con su Constitución, es decir, con
la norma de la que derivan su eficacia (CRUZ VILLALÓN).

En el caso español, la utilización anfibológica del término “derechos


fundamentales” por la Constitución de 1978 y por el propio Tribunal Constitucional ha
dificultado la tarea consistente en determinar cuáles son los derechos fundamentales en
nuestro ordenamiento jurídico. De cualquier modo, y siguiendo la tesis mayoritaria en la
doctrina jurídica española al respecto, para discernir cuáles son estos derechos
fundamentales tendremos que clarificar cuáles de ellos respetan el criterio en virtud del cual
se desprende su fundamentalidad, esto, el criterio de la eficacia jurídica directa.

Pues bien, desde este punto de vista, el Título I de la Constitución Española de 1978
(“De los derechos y deberes fundamentales”) recoge una serie de preceptos que se
distinguen claramente por lo que hace a su eficacia jurídica. Concretamente, sólo los
derechos recogidos en el Capítulo II del Título I (“Derechos y libertades”) tienen eficacia
jurídica directa, es decir, sólo estos preceptos se configuran como “normas de potencial
autodisposición por el titular del derecho y, a la vez, de existencia indisponible para el
legislador” (BASTIDA FREIJEDO) y son, por tanto, derechos fundamentales. En este
sentido hay que entender el artículo 53.1 de nuestra norma fundamental cuando dispone que
“Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del presente Título vinculan a
todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido
esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de
acuerdo con lo previsto en el artículo 161.1.a)”. El Tribunal Constitucional también
entiende que los derechos fundamentales (salvo cuando utiliza el significado estricto de
derecho fundamental que considera que emplea el artículo 81.1 de la Constitución Española
refiriéndose sólo a los derechos recogidos en el Título I, Capítulo II, Sección 1ª) son todos
los contenidos en el Capítulo II del texto constitucional (artículos 14 a 38).

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Por el contrario, no serían derechos fundamentales los principios rectores de la
política social y económica desarrollados en el Capítulo III del Título I de la norma
fundamental (artículos 39 a 52, ambos inclusive). No estamos, en efecto, en este supuesto,
ante auténticos derechos subjetivos porque, a tenor de lo dispuesto en el artículo 53.3 del
texto constitucional, sus titulares sólo podrán requerir su protección ante el poder público
cuando y en la medida en que se encuentren desarrollados por el legislador (interpositio
legislatoris) que, a su vez, no se encuentra limitado por la garantía del contenido esencial
en este ámbito. Señala, en concreto, este artículo 53.3 de la Constitución Española que “El
reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo III,
informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes
públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que
dispongan las leyes que los desarrollen”.

Evidentemente, esta conclusión no implica la negación de la relevancia


constitucional que sin duda alguna tienen los principios rectores de la política económica
social; simplemente pone de manifiesto que su dimensión constitucional no es la de un
derecho fundamental (BASTIDA FREIJEDO). El valor constitucional de estos principios
rectores de la política económica y social se manifiesta fundamentalmente a través de su
configuración como normas de naturaleza programática y como criterios hermenéuticos o
de interpretación jurídica que deben orientar la actuación de todos los poderes públicos.
Esto es, aunque no es posible que los ciudadanos puedan exigir su satisfacción a los
poderes públicos en ausencia de la correspondiente interpositio legislatoris, lo cierto es que
dichos principios deben inspirar la actuación de dichos poderes públicos. En cualquier caso,
el problema fundamental que se plantea con relación a los mismos es el relativo al alcance
del control de constitucionalidad de la Ley que finalmente los ha desarrollado, si bien nada
parece impedir, a pesar del evidente peligro de que esta vía pueda convertirse en estos casos
en un instrumento que conduzca a un activismo judicial intolerable por parte del Tribunal
Constitucional, que el mandato que el artículo 53.3 de la Constitución Española da al
legislador para que desarrolle los principios rectores permita declarar inconstitucional una

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legislación de desarrollo que violente gravemente, cuando no desconozca, alguno de los
principios rectores del Título I Capítulo II de la Constitución Española.

Por otra parte, y dentro ya de las normas que regulan los derechos fundamentales en
todos los textos constitucionales aprobados en Europa tras la II Guerra Mundial, resulta
preciso constatar el triunfo de un enfoque institucional que se desarrolló originariamente en
Alemania a través de las tesis de HÄBERLE y HESSE y que vino a complementar la
consideración de los derechos como derechos subjetivos exigibles por el ciudadano
individualmente considerado y a atribuir una doble dimensión –jurídico-objetiva y jurídico-
subjetiva- a las normas que desarrollan los derechos fundamentales que, a partir de este
momento, ya no van a ser únicamente normas atributivas de derechos subjetivos que
permiten a los individuos reaccionar frente a actuaciones del poder público (eficacia
vertical) o de los particulares (eficacia horizontal) que supongan una merma para los
mismos (dimensión subjetiva), sino que, al mismo tiempo, se convierten en elementos
esenciales del ordenamiento jurídico condicionando, de esta forma, toda la actividad de los
poderes públicos (dimensión objetiva). Es preciso señalar, en cualquier caso, que esta
dimensión institucional va a impregnar todas las normas atributivas de derechos, sean éstos
fundamentales o no. Y no sólo eso; además es posible afirmar que dicha dimensión objetiva
va a estar infinitamente más presente que la dimensión subjetiva precisamente en las
normas que desarrollan, como es el caso de la Constitución Española, los principios
rectores de la política económica y social (PRIETO SANCHÍS).

Volviendo a las normas que desarrollan los derechos fundamentales, la doble


dimensión de estos enunciados normativos supone, por una parte, concretar derechos de los
individuos, y, por otra, constituirlos como elementos esenciales del ordenamiento jurídico.
Desde este último punto de vista, dichas normas pasan a conformar, en primer lugar, un
sistema de valores que ha de informar el conjunto de la organización jurídica y política (lo
que el profesor PRESNO LINERA denomina efecto irradiante de la dimensión objetiva de
los derechos fundamentales), e implican, por otro lado, un nuevo entendimiento de la
actividad que va a desarrollar el poder público en tanto en cuanto éste, a diferencia de
épocas precedentes, ya no es considerado una amenaza para la libertad del individuo cuanto

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un garante de la misma, y, desde este punto de vista, el poder público –del tipo que sea-
tiene la obligación de actuar positivamente para garantizar la plena efectividad de las
normas de derechos fundamentales. Es decir, los derechos fundamentales no incluyen ya
sólo derechos subjetivos de defensa de los individuos frente al Estado, sino también deberes
positivos por parte de éste.

Nuestro Tribunal Constitucional también ha reconocido, desde sus primeras


decisiones, esta doble dimensión de las normas que desarrollan, en la Constitución
Española de 1978, los derechos fundamentales. Además, y por otra parte, ha utilizado este
criterio de la doble dimensión para afirmar, de una forma implícita, que la relación que
existe en la actualidad entre derecho fundamental y garantía institucional no es una relación
de contraposición.

La sentencia del Tribunal Constitucional 32/1981, de 28 de julio, en un conflicto


planteado en torno a un tema relativo a la autonomía local ensaya, por vez primera, una
definición de lo que ha de ser entendido por garantía institucional y afirma que ésta consiste
en un núcleo o reducto indisponible para el legislador. “Las instituciones garantizadas son
elementos arquitecturales indispensables del orden constitucional y las normaciones que así
protegen son, sin duda, normaciones organizativas, pero a diferencia de lo que sucede con
las instituciones supremas del Estado, cuya regulación orgánica se hace en el propio texto
constitucional, en éstas la configuración institucional concreta se difiere al legislador
ordinario al que no se fija más límite que el reducto indisponible o núcleo esencial de la
institución que la Constitución garantiza. Por definición, en consecuencia, la garantía
institucional no asegura un contenido concreto o un ámbito competencial determinado y
fijado de una vez por todas, sino la preservación de una institución en términos
recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social de cada tiempo y
lugar. Dicha garantía es desconocida cuando la institución es limitada de tal modo que se la
priva prácticamente de sus posibilidades de existencia real como institución para
convertirse en un simple nombre”. En definitiva, la aplicación de una garantía institucional
para ciertas instituciones recogidas en la Constitución va a permitir imponer límites a la
regulación que el legislador pueda hacer de las mismas en tanto en cuanto éste no podrá

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proceder a desarrollar esta categoría de una forma tal que la haga irreconocible en cuanto a
los objetivos y contenidos a cuya satisfacción la destinó el legislador constituyente.

Posteriormente, el Tribunal Constitucional afirma que “derecho fundamental y


garantía institucional no son categorías jurídicas incompatibles o que necesariamente se
excluyan, sino que buena parte de los derechos fundamentales que nuestra Constitución
reconoce constituyen también garantías institucionales, aunque, ciertamente, existan
garantías institucionales que, como por ejemplo la autonomía local, no están configuradas
como derechos fundamentales” (STC 26/1987, de 27 de febrero, FJ 4º). Esto es, se refiere a
la garantía institucional como elemento integrante del derecho fundamental, en concreto,
constituyendo su contenido objetivo o institucional pero, al mismo tiempo, no puede
renunciar a calificar como garantía institucional a determinados institutos jurídicos que no
están en relación alguna con los derechos fundamentales y que, de no recibir tal
calificación, quedarían sometidos a la libre –más bien a un marco de disposición más libre-
del legislador. Del mismo modo, aunque con sus matices, la doctrina mayoritaria en España
no renuncia, en el ámbito del derecho fundamental, a la utilización de la categoría de la
garantía institucional que ha sido importada por la jurisprudencia de nuestro Tribunal
Constitucional. Como ejemplo, se ha dicho que la consecuencia del tránsito de una
concepción estricta a otra amplia de derecho fundamental es que “la idea de garantía
institucional puede contrastarse con la de derecho subjetivo, no con la de derecho
fundamental”, considerándose, según esta tesis, que los derechos fundamentales son un
supraconcepto comprensivo tanto de los derechos subjetivos como de las garantías
institucionales (BAÑO LEÓN).
Ahora bien, precisamente el triunfo del enfoque institucional de los derechos
fundamentales, en virtud del cual el Estado ya no será un enemigo de la libertad sino un
colaborador del titular de los derechos en su definición y protección, hará innecesario el
mantenimiento del concepto de garantía institucional en el ámbito del derecho fundamental,
excepto para el caso de instituciones sin relación alguna con derechos fundamentales pero
dotadas de protección constitucional. Aquellas instituciones que aparezcan relacionadas con
los derechos fundamentales no serán sino una concreción del contenido objetivo de tales
derechos (en esta línea véase, igualmente, GALLEGO ANABITARTE). La garantía

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institucional, por consiguiente, debe continuar siendo aquella categoría que se creó para
imponer límites a la actuación del legislador en el momento en el que éste procede a regular
extremos de ciertas instituciones recogidas en el texto constitucional, no relacionadas con
derechos fundamentales, para impedir que pueda afectar a su contenido esencial
haciéndolas irreconocibles.

IV.LOS SUJETOS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES.

1.Los sujetos activos de los derechos fundamentales.

Los sujetos activos de los derechos fundamentales son sus titulares, esto es, aquellos
sujetos a los cuales el ordenamiento constitucional atribuye el derecho fundamental.

Pues bien, si se admite la tesis positivista conforme a la cual los derechos no reciben
la condición jurídica de fundamentales por ser inherentes a la persona humana sino por
haber sido recogidos por un ordenamiento jurídico concreto con un determinado nivel de
eficacia, entonces podrá concluirse que no será preciso que su titular sea el ser humano
siempre y en todo caso. Será así posible que la titularidad de los derechos –dependiendo de
su naturaleza- corresponda a una persona física o/y a una persona jurídica o que incluso se
predique, como ocurre en otros ordenamientos jurídicos pero no en el español, del
nasciturus (SSTC 53/1985, FJ 6º y 7º; 212/1996, FJ 3º; 116/1999, FJ 5º) o de las personas
fallecidas (STC 231/1988, FJ 3º y 4º).

1.1.La titularidad de los derechos fundamentales de la persona física.

La titularidad de los derechos fundamentales de la persona física puede venir


condicionada por el cumplimiento de determinados requisitos (nacionalidad, edad,
capacidad).

En ocasiones, estos requisitos afectan a la propia titularidad del derecho y así, por
ejemplo, sólo se es titular del derecho de sufragio cuando se adquiere la mayoría de edad o,

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con carácter general, la condición de nacional, o, por otra parte, cuando el individuo no
incurre en alguna de las causas de incapacidad previstas en la Ley Orgánica de Régimen
Electoral General. Sin embargo, en otros casos, dichos requisitos sólo condicionan el
ejercicio del derecho, y, desde este punto de vista, es posible afirmar que existen supuestos
–los relativos a la minoría de edad y a la incapacidad- en los que se puede ser titular del
derecho pero sufrir ciertas limitaciones, incluso exclusiones con relación al ejercicio del
mismo (en este último supuesto el ejercicio del derecho es suplido por un tercero). En
cualquier caso, la mera condición de menor o incapaz no es causa suficiente para presumir
la limitación del ejercicio de un derecho o la necesidad de que dicho derecho se ejerza a
través de un tercero, pues, en efecto, el legislador solamente podrá decidir la restricción en
el ejercicio del derecho por estos motivos cuando falten los presupuestos de madurez
necesarios para ser titular o ejercer el derecho de una forma autónoma; es decir, la
limitación en el ejercicio del derecho o la atribución de su ejercicio a un tercero que no es
su titular sólo es posible cuando no hay un grado suficiente de autonomía volitiva para
ejercer los derechos por parte del que sí es su titular. Por otro lado, la intervención de
terceros en este ámbito sólo será posible con respecto a aquellos contenidos del derecho
fundamental que permitan que, a través de dicha intervención, se produzca la satisfacción
del interés del titular del derecho representado (la voluntad paterna emitida en nombre de
un menor autorizando a un centro médico la práctica de una intervención quirúrgica para
salvaguardar su vida), pero no, por el contrario, cuando el contenido del derecho
fundamental de que se trate exija la realización de una conducta de autodeterminación
volitiva que resulta insustituible como podría ocurrir, por ejemplo, en los casos de la
libertad de expresión, de la libertad de circulación, del derecho de reunión... (ALÁEZ
CORRAL). En este sentido hay que entender los artículos 162 y 267 del Código Civil
cuando excluyen la representación civil del menor o incapaz respecto de los actos que
puedan realizar por sí mismos. En concreto, el artículo 162 del Código Civil dispone que
los padres que ostentan la patria potestad tienen la representación legal de sus hijos
menores no emancipados, exceptuándose dicha representación con respecto a: 1.Los actos
relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con
sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo. 2.Los actos en los que exista
conflicto de intereses entre los padres y el hijo. 3.Los actos relativos a bienes que estén

16
excluidos de la administración de los padres. Por su parte, el artículo 267 del mismo texto
establece que el tutor es el representante del menor o incapacitado salvo para aquellos actos
que pueda realizar por sí solo, ya sea por disposición expresa de la Ley o de la sentencia de
incapacitación.

Otro elemento personal que condiciona de una forma decisiva la titularidad y el


goce y disfrute de los derechos fundamentales por parte de los individuos es la
nacionalidad.

El artículo 13.1 de la Constitución Española de 1978 delimita (junto al artículo 14


del mismo texto) la posición jurídico-constitucional del extranjero en España como sujeto
de derechos, asumiendo que la nacionalidad constituye una de las condiciones necesarias
para acceder a la titularidad o al pleno goce y disfrute de los mismos. El precepto establece
que los extranjeros van a gozar en España de las libertades públicas que garantiza el Título
primero de la norma normarum en los términos establecidos por los Tratados y las leyes, lo
cual no implica, en modo alguno, que se haya producido una desconstitucionalización del
tema de los derechos de los extranjeros en España, ya que, tal y como ha señalado la
sentencia 99/1985 del Tribunal Constitucional, “El párrafo 1 del art. 13 no significa que los
extranjeros gozarán sólo de aquellos derechos y libertades que establezcan los tratados y las
leyes... Significa, sin embargo, que el disfrute de derechos por los extranjeros ... podrá
atemperarse en cuanto a su contenido en lo que determinen los tratados internacionales y la
ley interna española” que, en cualquier caso, y según otra resolución del Alto Tribunal, la
115/1987, de 7 de julio, que supuso un cambio sustancial con respecto a la jurisprudencia
que había perfilado con anterioridad, siempre deberán respetar las prescripciones
constitucionales.

Pues bien, teniendo en cuenta la posibilidad que la Constitución establece de


condicionar la titularidad y modular el goce y disfrute de los derechos atendiendo al criterio
de la nacionalidad, su máximo intérprete ha realizado una clasificación tripartita de los
derechos fundamentales en función del grado de disfrute que de los mismos corresponde a
los extranjeros, un disfrute que responde, a su vez, al grado de vinculación del derecho

17
fundamental con la dignidad de la persona. Esto es, de una mayor o menor vinculación del
derecho con la dignidad personal se derivarán diversas consecuencias jurídicas en este
ámbito.

De este modo, el Tribunal Constitucional considera que mientras podemos


encontrarnos con un grupo de derechos que, por su inmediata o directa conexión con la
propia esencia de la persona son predicables de todo individuo, nacional o extranjero, sin
ningún tipo de diferenciación (vida, integridad física y moral, intimidad, libertad
ideológica, libertad personal, tutela judicial efectiva), existe otro grupo de derechos
(aquellos a los que hace referencia el artículo 13.2 CE en conexión con el artículo 23 del
mismo texto, esto es, voto y acceso a la función pública) cuya titularidad no corresponde a
los extranjeros, a excepción de lo dispuesto para las elecciones locales. El tercer haz de
derechos estaría constituido por aquellos en los que el grado de vinculación con la dignidad
de la persona no resulta ser tan inmediato, ofreciendo así al legislador nacional e
internacional un margen de disponibilidad que le permite modular su ejercicio
diferenciando entre nacionales y extranjeros (libertad de residencia y circulación, reunión,
asociación, derecho al trabajo). Es decir, aquí la nacionalidad constituye un dato relevante
para modular, que no para excluir (como ocurría en el segundo supuesto mencionado), el
ejercicio de ciertos derechos aunque sea siempre preciso, ya lo hemos señalado, que esas
regulaciones respeten las prescripciones constitucionales que configuran el contenido
esencial del derecho, y, por supuesto, también el principio de igualdad, consistente en la
razonabilidad de la diferenciación practicada que implica: a)Que la diferenciación tenga por
objeto la consecución de un fin constitucionalmente lícito; b)Que el medio utilizado (la
limitación del derecho fundamental en este supuesto) sea adecuado para conseguir el fin
perseguido, es decir, que exista una relación causal medio-fin; c)Que se respete la
proporcionalidad, esto es, que la restricción del derecho sea la mínima posible para la
consecución de la finalidad perseguida.

No podemos olvidar, por otra parte y tal y como acertadamente señala el profesor
ALÁEZ CORRAL, que podemos hablar de un cuarto tipo de derechos de los que, como el
asilo y refugio del artículo 13.4 de la Constitución Española, sólo pueden disfrutar los

18
extranjeros en tanto en cuanto la naturaleza de su objeto, no permite que correspondan
también a los españoles.

En la actualidad, los derechos y libertades de los extranjeros en España se


desarrollan en la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre Derechos y Libertades de los
Extranjeros en España y su Integración Social. Inicialmente, la norma, con el objetivo de
favorecer la integración del inmigrante en España, incorporaba el principio de plena
equiparación de derechos entre españoles y extranjeros, independientemente de la situación
administrativa de estos últimos y con el límite, evidentemente, de los derechos del artículo
23 de la Constitución Española a los que el extranjero –salvada la participación en
elecciones municipales bajo el cumplimiento de determinados requisitos- no puede acceder
por mandato constitucional. Ahora bien, la norma mantuvo su vigencia en estos términos
durante muy poco tiempo ya que en diciembre de ese mismo año 2000 se produjo su
reforma. En concreto, la reforma introducida por la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de
diciembre, justificada por la necesidad de adecuar la normativa nacional a la normativa
comunitaria y terminar con el denominado “efecto llamada” que según el Gobierno en
aquel momento la norma estaba produciendo, afectó a la cuestión relativa a los derechos de
los extranjeros en España, ya que, a partir de su entrada en vigor, el disfrute de los derechos
(salvo la asistencia sanitaria –previo empadronamiento salvo supuestos excepcionales- y la
educación básica –obligatoria y gratuita-) corresponde solamente al extranjero que se
encuentra en situación legal en España, una condición de legalidad ligada, en el caso de los
inmigrantes pobres, al hecho de ser portador de una autorización de residencia y trabajo, de
cuyas renovaciones periódicas depende por otra parte su situación como sujeto portador de
derechos. Esto es, el legislador orgánico español, partiendo de la categoría constitucional
del ciudadano-nacional que le permite tratar de forma desigual al no nacional en materia de
derechos, los vincula a la situación administrativa en la que se encuentre el inmigrante.

La legitimidad de la reforma realizada en esta materia –atribuyendo derechos sólo


en función de la contribución que los individuos realizan al mercado del Estado nacional-
ha sido fuertemente cuestionada por importantes sectores de la doctrina, y, en la actualidad,
se encuentra recurrida por inconstitucionalidad ante el Alto Tribunal argumentando, entre

19
otras cosas, que la regulación realizada por el legislador orgánico sobre determinados
derechos del extranjero irregular (reunión, asociación, sindicación, huelga) vulnera el
contenido esencial que el constituyente español estableció de los mismos, pues, tal y como
señala la sentencia del Tribunal Constitucional 115/1987, de 7 de julio, si bien el artículo
13.1 de la Constitución Española reconoce al legislador la posibilidad de establecer
condicionamientos adicionales para extranjeros en el ejercicio de determinados derechos
fundamentales, tendrá que respetar en todo caso las prescripciones constitucionales y no se
puede permitir, por consiguiente, que configure libremente el contenido mismo del derecho
cuando éste ha sido reconocido a los extranjeros (regulares e irregulares) por el texto
fundamental.

Otro de los problemas que plantea el ejercicio de los derechos fundamentales se


desprende de la existencia de relaciones de sujeción especial que, en tanto implican una
sujeción del individuo a una potestad administrativa de autoorganización más intensa de lo
normal (funcionarios, reclusos, militares...) destinada a garantizar ciertos bienes
constitucionales, ha conducido a admitir que, en este ámbito de relaciones especiales, es
posible limitar en mayor medida las normas de derechos fundamentales que en el ámbito de
las relaciones de sujeción general, especialmente por lo que se refiere al principio de
legalidad o a la prohibición de duplicidad de sanciones (ALÁEZ CORRAL). En cualquier
caso, la especial intensidad de la sujeción, y, por tanto, la limitación del ejercicio de los
derechos fundamentales que comporta, sólo se encuentra justificada en la medida en que
sea adecuada, necesaria y proporcionada para el logro de aquellas finalidades
constitucionales que comporta una determinada relación de sujeción especial (STC
21/1981, FJ 15º).

1.2.La titularidad de los derechos fundamentales de la persona jurídica.

La Constitución Española de 1978 no contempla expresamente y con carácter


general, tal y como sí hace el artículo 19.3 de la Ley Fundamental de Bonn, que las
personas jurídicas o los sujetos colectivos sin personalidad jurídica puedan ser titulares de
los derechos fundamentales. Hace falta una lectura detenida del texto constitucional español

20
para seleccionar las normas de derechos fundamentales que atribuyen, expresa o
implícitamente, la titularidad de ciertos derechos a estos entes. Por otra parte, el artículo
162.1.b) de la norma fundamental nos puede servir como argumento de naturaleza procesal
–a pesar de los términos en los que viene redactado- para admitir su titularidad de derechos
fundamentales en tanto en cuanto legitima, para interponer el recurso de amparo
constitucional, entre otros, a las personas jurídicas que invoquen un interés legítimo.

En cualquier caso, y al margen de estos argumentos en favor de la titularidad de los


derechos fundamentales de las personas jurídicas o los sujetos colectivos sin personalidad
jurídica, que, como mucho, sólo servirían para fundamentar dicha atribución en los casos
concretos en los que la Constitución se refiriera a ella, lo cierto es que la sentencia del
Tribunal Constitucional 23/1989 ha atribuido a las personas jurídicas, siguiendo a su vez
tesis alemanas, la titularidad general de aquellos derechos que por su naturaleza sean
susceptibles de ser ejercidos por éstas, lo cual plantea, a su vez, el debate de cuáles son esos
derechos cuya titularidad, por su naturaleza, resulta atribuible a las personas jurídicas,
cuestión ésta que no resulta, por otra parte, fácilmente discernible (ALÁEZ CORRAL).

También resulta discutible, por otra parte, qué tipo de personas jurídicas son
titulares de determinados derechos fundamentales, si sólo las privadas o también las
públicas, e, incluso, más allá, si el sujeto colectivo precisa de la personalidad jurídica para
disfrutar de la titularidad de un derecho fundamental en concreto. Pues bien, el Tribunal
Constitucional, con carácter general y salvo contadas excepciones (tutela judicial efectiva,
igualdad en conexión con la tutela judicial efectiva y ocasionalmente libertad de
información), niega la titularidad de los derechos fundamentales a las personas jurídicos-
públicas apoyándose en una concepción clásica de los derechos fundamentales como
derechos públicos subjetivos, cuyo beneficiario es el individuo y cuyo principal obligado es
el poder público (ALÁEZ CORRAL).

2.Los sujetos pasivos de los derechos fundamentales.

Los sujetos pasivos de los derechos fundamentales son los obligados por el ámbito
de libertad que garantiza la norma fundamental (ALÁEZ CORRAL) y son tanto los poderes

21
públicos (eficacia vertical) como los particulares (eficacia horizontal). En nuestro caso, el
artículo 9.1 de la Constitución Española recoge esta doble eficacia –vertical y horizontal-
de los derechos fundamentales cuando establece que “Los ciudadanos y los poderes
públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.

La eficacia vertical de los derechos fundamentales se concreta, por otro lado, a


través de lo que dispone el artículo 53.1 de la norma fundamental cuando señala que los
derechos y libertades del Título I, Capítulo II, vinculan a todos los poderes públicos. En
este ámbito, la tendencia ha consistido en ir aumentando la fiscalización de los actos de los
poderes públicos para garantizar que, efectivamente, éstos respeten las normas de derechos
fundamentales. En este sentido, por ejemplo, el artículo 2 de la Ley 29/1998, de 13 de julio,
de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, permite el control de los actos de los
Ejecutivos –central y autonómicos-, incluso los de naturaleza política, que deben respetar
en todo caso las normas de derechos fundamentales. En concreto, el precepto dispone que
el orden jurisdiccional contencioso-administrativo resulta competente para conocer las
cuestiones que se susciten con relación a la protección jurisdiccional de los derechos
fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que
fueran procedentes, todo ello en relación con los actos del Gobierno o de los Consejos de
Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera que fuese la naturaleza de dichos
actos. Por otra parte, la utilización de un concepto material-funcional de Administración
frente a un concepto formal de la misma, pone también de manifiesto esta tendencia
dirigida a garantizar el respeto de las normas de los derechos fundamentales por parte de
los poderes públicos que no pueden así soslayarlas a través del empleo de técnicas de
derecho privado en la organización de un servicio de naturaleza pública.

Del mismo modo, y más allá de las actuaciones con fuerza de ley de nuestros
Parlamentos, que como sabemos resultan fiscalizables a través de los procesos de
inconstitucionalidad, es posible también controlar otras actuaciones no legislativas que se
producen en el interior de las propias Cámaras, lo cual ha supuesto, como señala ALÁEZ
CORRAL, eliminar parcialmente la inmunidad de los denominados interna corporis. Desde
este punto de vista, la actividad parlamentaria dimanada del ejercicio de la autonomía

22
administrativa de la Cámara se encuentra sujeta a determinados límites y es susceptible de
fiscalización. Así, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo conocerá
en única instancia de los recursos contencioso-administrativos contra actos y disposiciones
de los órganos competentes del Congreso de los Diputados y del Senado (artículo 58.1
LOPJ). Por otra parte, las decisiones o actos sin valor de Ley, emanados de las Cortes o de
cualquiera de sus órganos, o de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas,
o de sus órganos, que violen los derechos y libertades susceptibles de amparo
constitucional, podrán ser recurridos dentro del plazo de tres meses desde que, con arreglo a
las normas internas de las Cámaras o Asambleas, sean firmes (artículo 42 LOTC). Además,
la sentencia del Tribunal Constitucional 44/1995, de 13 de febrero, ha establecido que las
resoluciones interpretativas del texto reglamentario parlamentario dimanadas del Presidente
de la Cámara correspondiente también están sujetas a determinados límites en tanto en
cuanto pueden ser recurridas en amparo constitucional cuando vulneran derechos
fundamentales.

Por otra parte, la cuestión relativa al reconocimiento de la eficacia horizontal de


unos derechos que, según la concepción liberal, sólo podían resultar mermados por
actuaciones procedentes del poder público (amenaza para la libertad del individuo) pero no,
por el contrario, por actuaciones procedentes de los particulares, ha suscitado un intenso
debate, si bien resulta evidente que, en la actualidad, la concepción del derecho
fundamental como un derecho público subjetivo que pone en relación, exclusivamente, al
particular beneficiario de los mismos con el poder público que venía obligado por los
mismos, ha cedido paso a una concepción más amplia de las normas de derechos
fundamentales que ahora también obligan a los propios particulares (eficacia horizontal).
Este cambio de perspectiva obedece, a su vez, al reconocimiento de la existencia de
lesiones de origen privado de las normas de derechos fundamentales. El sujeto pasivo del
ámbito de libertad que reconoce la norma de derecho fundamental ya no es así
exclusivamente el poder público sino también los particulares, sean estos personas físicas o
jurídicas, y ello con independencia de que el artículo 53.1 de la Constitución Española –no
así su artículo 9.1- se refiera exclusivamente a los poderes públicos. Como señala el
profesor ALÁEZ CORRAL, el artículo 53.1 de la norma fundamental sólo sirve para poner

23
de manifiesto la diferencia existente entre la vinculación de los poderes públicos y de los
particulares al ordenamiento jurídico pues, en efecto, mientras que a los particulares no les
incumbe la obligación de maximizar el ámbito de libertad protegido por las normas de
derechos fundamentales sino que, simplemente, no deben atentar contra los mismos, el
poder público, no sólo no debe atentar contra ellos sino que, además y una vez reconocida
la dimensión objetiva de las normas de derechos fundamentales, tiene el deber de
maximizar el ámbito de libertad que reconocen y de protegerlo.

Naturalmente, el grado de vigencia de las normas de derechos fundamentales en las


relaciones entre particulares (Drittwirkung) dependerá de su contenido, pues, en efecto,
habrá normas de derechos fundamentales cuyo destinatario-obligado sea claramente el
poder público –como por ejemplo los derechos de participación política (sufragio) y el
acceso a cargos y funciones públicas y el principio de legalidad penal- mientras que la
naturaleza de otras permitirá que el círculo de los destinatarios-obligados se amplíe a los
sujetos particulares, que incluso pueden llegar a aparecer obligados con el mismo grado de
intensidad con el que aparece obligado el aparato orgánico del Estado (pensemos, por
ejemplo, en la libertad ideológica, la libertad de expresión, el derecho a la intimidad). Es
decir, el propio objeto de la norma del derecho fundamental determina si ésta resulta –en
todo o en parte- oponible a los particulares.

Finalmente, y a pesar del reconocimiento de la eficacia horizontal de las normas de


derechos fundamentales en los ordenamientos constitucionales actuales, lo cierto es que
todavía encontramos en su interior, fruto de la fuerza originaria de la concepción clásica de
los derechos fundamentales que los consideraba, exclusivamente, como derechos públicos
subjetivos, ciertas deficiencias para garantizar la protección de las normas de derechos
fundamentales frente a las lesiones de origen privado. En el caso español, estas deficiencias
han conducido a una reinterpretación de las normas que desarrollan dichos mecanismos de
protección. En concreto, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional prevé la interposición
del amparo constitucional, exclusivamente, contra las actuaciones lesivas de las normas de
derechos fundamentales procedentes del poder público (artículos 41.2, 42, 43 y 44 LOTC)
sin recoger, por tanto, y, en principio, la posibilidad de que se pueden corregir, a través de
este mecanismo, las lesiones de origen privado que pudieran afectar a normas de derechos

24
fundamentales. Pues bien, el Tribunal Constitucional, consciente de que la lesión de las
mismas puede, efectivamente, proceder de una actuación de origen privado, y a través de
una interpretación flexible del artículo 44 de su Ley Orgánica, ha resuelto sobre lesiones de
derechos fundamentales procedentes de actuaciones de los particulares permitiendo la
entrada de recursos de amparo frente a actos de los órganos judiciales que no han lesionado
directamente los derechos tutelables por el amparo tal y como sin embargo reclama
inicialmente el art. 44.1.b) LOTC, sino porque entiende que dichas actuaciones judiciales
no han puesto remedio a la lesión de un derecho fundamental que traía su causa en una
actuación particular. Es decir, aunque en este caso se está recurriendo la sentencia del
órgano judicial, en realidad la violación impugnada trae su causa en el acto atentatorio que
contra una determinada norma de derechos fundamentales ha realizado un particular.

V.LOS LÍMITES A LOS DERECHOS FUNDAMENTALES.

Los derechos fundamentales no son –salvo quizás el derecho fundamental a no ser


torturado del artículo 15 del texto constitucional (STC 151/1997)- derechos absolutos; es
decir, todos ellos se encuentran sometidos a límites y estos límites nos sirvan para conocer
qué expectativas de su ámbito normativo han sido privadas de garantía constitucional. Estos
límites se desprenden, por otra parte, bien del propio texto constitucional (límites internos),
bien de la decisión del poder público que resulta habilitado constitucionalmente para
imponer límites y decide hacer uso de dicha facultad (límites externos o límites en sentido
propio).

1.Los límites internos.

El Tribunal Constitucional ha afirmado que los límites internos pueden ser de dos
tipos; por un lado, aquellos, denominados límites internos positivos, que se desprenden de
forma directa del propio texto constitucional cuando éste se refiere a los mismos de forma
explícita (la Constitución prohíbe las asociaciones secretas y las de carácter paramilitar –
art. 22.5 CE- y prohíbe las reuniones violentas y con armas –art. 21.1 CE), y, por otro lado,
aquellos –denominados límites internos inmanentes o lógicos- que sólo se desprenden de

25
una forma indirecta o mediata de la norma fundamental y que responden a la necesidad de
garantizar la coexistencia de todas las normas de derechos fundamentales entre sí o con
otros bienes constitucionalmente protegidos que no están jerarquizados y presentan el
mismo rango (SSTC 2/1982; 120/1990). Como ha señalado el profesor VILLAVERDE
MENÉNDEZ, aún cuando la Constitución no previera límites internos explícitos o externos
para alguna de las normas de derechos fundamentales, lo cierto es que éstas siempre
quedarían sometidas, en cualquier caso, a los límites internos inmanentes derivados de su
coexistencia con otras normas de derechos fundamentales o con otras normas
constitucionales que protegieran otros bienes constitucionales.

Tal y como señala este mismo autor, los límites internos, más que límites, son
criterios de delimitación del objeto o ámbito de protección del derecho fundamental en
cuestión y se limitan a poner de manifiesto qué tipo de conducta no forma parte de su
objeto, y, por consiguiente, no resulta susceptible de protección constitucional ni puede ser
solicitada su tutela a través del recurso de amparo. Siguiendo al autor, los recursos de
amparo que se plantearan para defender unas conductas que realmente no constituyen parte
del objeto o ámbito de protección del derecho fundamental deberían ser inadmitidos, bien
por carecer manifiestamente de contenido (artículo 50.1.c) LOTC), bien por no ser objeto
de ningún derecho fundamental de los protegidos en amparo (artículo 50.1.c) LOTC).

Precisamente por ello, estos límites internos –en realidad parte integrante del objeto
del derecho fundamental- tienen una existencia necesaria que los poderes públicos
constituidos no pueden desconocer cuando realizan la labor de concreción e interpretación
de los mismos. Dicha labor de concreción corresponde, en cualquier caso y del mismo
modo que ocurrirá con respecto a la creación de límites externos, al poder público
legislativo. Por otra parte, el acto aplicativo del límite del derecho fundamental que debe
haber concretado el legislador previamente debe ser un acto motivado que exprese que se
trata de una actuación secundum legem, cuál es la finalidad que persigue (que también
deberá haber concretado el poder público legislativo) y que respeta el juicio de
proporcionalidad. Dicho plus de motivación que la sentencia del Tribunal Constitucional

26
196/2002 exige al acto aplicativo del derecho del juez resulta aplicable, según
VILLAVERDE MENÉNDEZ, a las resoluciones administrativas.

2.Los límites externos.

Los límites externos a las normas de derechos fundamentales o límites en sentido


propio se diferencian de los límites internos: 1.Por su naturaleza externa: que implica que
su creación no la decide el poder constituyente –explícita o implícitamente como
consecuencia de la necesidad de garantizar la coexistencia entre las diversas normas de
derechos fundamentales y la de estas normas con otro tipo de normas constitucionales- sino
que dicho poder constituyente se limita a habilitar a un poder público constituido para que
decida en su caso crearlos. Esto es, difiere al poder público constituido la creación de
límites, si bien, en ocasiones, es la propia Constitución la que establece ciertas pautas que
deben ser respetadas en el caso de que decidiera crearse una limitación externa al ejercicio
de un derecho fundamental (por ejemplo, las restricciones a la libertad de residencia y
circulación que se desarrolla en el artículo 19 de la Constitución Española no se pueden
fundamentar en motivos políticos o ideológicos). 2.Por su carácter contigente: que implica
que la existencia necesaria que cualifica a los límites internos no resulta aplicable a los
límites externos en tanto en cuanto, en efecto, éstos sólo existirán si el poder público
habilitado por la Constitución hace uso de dicho apoderamiento y los crea. 3.Por su fuerza
constitutiva: que supone que mientras que al poder público constituido sólo le queda
realizar una concreción de los límites internos que resultan explícita o implícitamente del
texto constitucional, realmente realiza una creación ex novo de los límites externos (sobre
todo ello véase VILLAVERDE MENÉNDEZ).

Por otra parte, corresponde a los diversos ordenamientos jurídicos constitucionales


determinar cuál o cuáles van a ser los poderes públicos constituidos competentes para
imponer límites externos a las normas de derechos fundamentales. El ordenamiento jurídico
constitucional, en concreto, ha atribuido dicha competencia, con carácter casi exclusivo
(salvando el caso del artículo 25.2 CE que señala que los límites de los derechos del
condenado pueden venir impuestos “por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la

27
penal y la ley penitenciaria”), al poder público legislativo y lo habitual es que la
habilitación se sirva de la técnica de la reserva de ley para lograr su propósito. En este
sentido, la sentencia del Tribunal Constitucional 191/2000 señala que “la Constitución ha
querido que la Ley, y sólo la Ley, pueda fijar los límites a un derecho fundamental” y, desde
este punto de vista, el poder público legislativo no podrá jamás delegar, ni la facultad de
concreción de los límites que la Constitución ya establece, ni la facultad de creación de
límites en los supuestos en los que la Constitución le habilita para ello, a otro poder público
constituido.

La cuestión es, en nuestro caso, determinar si el ordenamiento jurídico


constitucional establece una cláusula de alcance general que habilita al legislador para crear
límites externos con respecto a cualquier derecho fundamental del texto constitucional –en
ese caso se entendería recogida en los artículos 81.1 y 53.1 de la Constitución Española- o
si, por el contrario, no existe tal cláusula general en nuestro ordenamiento sino, antes bien
determinadas cláusulas específicas que habilitan al poder legislativo para imponer límites
sólo a aquellos derechos fundamentales que se ven afectados por alguna de esas cláusulas
específicas. Esta última tesis es la que sostiene el profesor VILLAVERDE MENÉNDEZ
para el cual el legislador sólo podrá fijar mediante ley los límites que estime oportunos en
los términos de la reserva de limitación establecida en el enunciado iusfundamental en
concreto en el que se prevea dicha posibilidad –los menos-. En el caso de los derechos
fundamentales sin reserva específica de limitación, que serían la mayoría, que no habilitan
para fijar límites externos, el legislador sólo podrá desarrollar lo que ya esté contenido en el
derecho fundamental, pero sin introducir límites; esto es, sólo podría concretar sus límites
internos sin crear otros distintos.

El respeto del principio de seguridad jurídica exige, por otro lado, que la creación
del límite externo sea expresa, cierta y previsible y que, en todo caso, su creación aparezca
justificada en la necesidad de proteger otro derecho, bien o interés constitucional (en este
sentido véase las SSTC 191/2000; 292/2000). Esta doctrina del Tribunal Constitucional
resulta, en cualquier caso, discutida por autores como VILLAVERDE MENÉNDEZ, que
consideran que las habilitaciones que pudiera contener la Constitución Española con

28
respecto a la actuación limitativa de los derechos fundamentales por parte del poder público
legislativo deben permitir que éste cree límites con fundamento en otros derechos o bienes
distintos a los que la propia Constitución ampare, sin que, evidentemente, el límite externo
pueda fundarse en la genérica garantía de un “interés público” o “general” (STC 37/1989) o
en “intereses superiores de terceros” (STC 292/2000). Bastaría para considerar el límite
externo como legítimo, según este autor, con que no contrariara la definición constitucional
abstracta recogida en la norma del derecho fundamental.

3.La limitación de los límites (la garantía del contenido esencial).

En cualquier caso, la fundamentalidad de los derechos fundamentales, esto es, la


eficacia jurídica directa de los mismos, genera diversas consecuencias con respecto a la
actuación de los poderes públicos en el ámbito de sus límites en tanto en cuanto, en efecto,
si bien los derechos fundamentales no son derechos absolutos, tampoco pueden serlo sus
límites (STC 254/1988, FJ 3º). De esta forma, tanto la actividad de concreción de los
límites internos, como la actividad de creación de los límites externos que lleve a cabo el
poder constituido habilitado al efecto para ello, debe respetar el contenido esencial recogido
en las normas sobre derechos fundamentales pues, en efecto, si ello no sucediera de este
modo, entonces no se estaría limitando realmente el derecho, sino, simplemente,
suprimiéndolo o privando al titular de forma inconstitucional de su disfrute (STC 227/1988;
FJ 11º). En efecto, y tal y como dispone el artículo 53.1 de la fons fontium, que es un
precepto que se inspira directamente en el artículo 19.2 de la Ley Fundamental de Bonn,
“Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del presente Título vinculan a
todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido
esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de
acuerdo con lo previsto en el artículo 161.1.a)”.

En concreto, la sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981 ha definido el


contenido esencial del derecho fundamental de dos diversas formas. Por una parte entiende
que “constituyen el contenido esencial de un derecho subjetivos aquellas facultades o
posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como

29
perteneciente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar
a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al
momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las
sociedades democráticos, cuando se trate de derechos constitucionales”. Considera, en
segundo lugar, que para definir el contenido esencial del derecho fundamental hay que
“tratar de buscar lo que una importante tradición ha llamado los intereses jurídicamente
protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos. Se puede entonces hablar de
una esencialidad del contenido del derecho para hacer referencia a aquella parte del
contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente
protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De
este modo se rebasa o desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a
limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan
de la necesaria protección”. Termina el Tribunal Constitucional afirmando que estos dos
caminos propuestos para tratar de definir lo que sea el contenido esencial de un derecho
subjetivo “no son alternativos, ni menos todavía antitéticos, sino que, por el contrario, se
pueden considerar como complementarios, de modo que, al enfrentarse con la
determinación del contenido esencial de cada concreto derecho pueden ser conjuntamente
utilizados para contrastar los resultados a los que por una u otra vía pueda llegarse”.

La pregunta es cómo opera esta cláusula de limitación de los límites de las normas
de derechos fundamentales. Pues bien, el Tribunal Constitucional ha ido abandonando
paulatinamente la teoría de los círculos concéntricos que había venido utilizando y en
virtud de la cual el contenido esencial se identificaría con un mínimo irrenunciable e
ilimitable de toda norma de derechos fundamentales. Así, inicialmente, el Tribunal
Constitucional identificaba el contenido esencial con el contenido necesario de todo
derecho fundamental para ser recognoscible como tal y/o para cumplir su función de
garante de ciertos derechos, bienes o intereses constitucionales (SSTC 13/1984; 161/1987;
196/1987; 185/1999). Posteriormente parece abandonar esta postura para acercarse a lo que
hoy parece la doctrina mayoritaria en España, según la cual el contenido esencial de un
derecho fundamental consiste en cómo define en abstracto la norma constitucional la
titularidad, el objeto, el contenido y los límites del derecho fundamental (STC 292/2000).

30
Los poderes públicos deben así respetar de forma escrupulosa la definición en abstracto de
todos los elementos que configuran la norma que regula el derecho fundamental. En
definitiva, el contenido esencial del derecho no es sino el resultado de su delimitación
(véase, sobre todo ello, VILLAVERDE MENÉNDEZ). Todo ello constituye el contenido
esencial, que resulta disponible por el particular, con independencia de la existencia de una
interpositio legislatoris, e indisponible para el poder público, que debe respetar ese
contenido del derecho que define de manera abstracta la Constitución cuando lo regule o
desarrolle realizando una interpretación constitucionalmente adecuada, aunque esta
conclusión, evidentemente y tal y como apunta VILLAVERDE MENÉNDEZ, nos conduce
a un Tribunal Constitucional omnipotente en su condición de intérprete supremo de la
Constitución que será, en último término, el que defina el contenido esencial y concrete el
contenido abstracto del derecho fundamental que incluyó en su día el constituyente.

VI.LA INTERPRETACIÓN DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES.

Las cuestiones sobre la interpretación jurídica no solamente se refieren a la


necesidad de atribuir sentido a la norma discerniendo cuál es la conducta mandada,
prohibida o permitida y a los diferentes métodos que podrían utilizarse para desarrollar
dicha actividad hermenéutica, sino que, del mismo modo, implican discernir a quién o
quiénes corresponde realizar esta actividad interpretativa y con qué alcance. “La
interpretación es, así, un asunto que tiene mucho que ver también con la organización de
los poderes del Estado y con la relación entre ellos, o sea, con su posición constitucional”
(BASTIDA FREIJEDO).

En la actualidad, la teoría de la interpretación jurídica ha tenido que afrontar nuevos


retos respondiendo a la decisiva transformación del Estado liberal de Derecho en Estado
constitucional de Derecho, con unas Constituciones, ahora sí fuentes supremas del Derecho,
que se diferencian desde un punto de vista cualitativo del resto de normas del ordenamiento
jurídico al que confieren validez, lo cual ha conducido, por una parte, a concluir que los
métodos clásicos de la interpretación jurídica (interpretación literal o gramatical, lógico-
sistemática, teleológica o finalista, histórica), pensados para resolver la colisión entre

31
reglas, resultan insuficientes para solucionar el problema particular de la interpretación
constitucional, también cuando ésta se refiere a las normas sobre derechos fundamentales.

En cualquier caso, los enunciados normativos sobre derechos fundamentales no


ofrecen siempre la misma estructura. Ahora bien, parece evidente que la mayoría de este
tipo de enunciados están configurados, en el texto constitucional español, como normas de
principio, esto es, mandatos de optimización dirigido al poder público al que se reclama que
realice algo en la mayor medida posible o en su grado máximo, siempre dentro de las
posibilidades jurídicas y reales existentes (véase, sobre este tema, RONALD DWORKYN
y ROBERT ALEXY). Sin embargo, en otras ocasiones, los enunciados normativos de las
normas de derechos fundamentales se configuran como reglas, esto es, no como un
mandato de optimización que puede realizarse en mayor o menor medida en función de las
posibilidades reales y jurídicas existentes para ello, sino, realmente, como un mandato
preciso y claro que prevé comportamientos precisos de lo que puede o no hacerse (así, el
artículo 18.2 de la Constitución Española establece una serie de causas para considerar
legítima desde el punto de vista constitucional la entrada y registro del domicilio al que se
refiere dicho precepto). Pues bien, la diferente estructura de las normas de derechos
fundamentales como enunciados de principios o de reglas condiciona su propia
interpretación. Pongamos un ejemplo: mientras que el principio en virtud del cual el juez
debe buscar la interpretación más favorable para la efectiva realización del derecho tiene
pleno sentido cuando nos encontramos con un derecho fundamental formulado en término
de principio, dicho criterio hermenéutico no resulta aplicable cuando la norma que regula el
derecho fundamental aparece formulada como una regla que no deja margen alguno de
maniobra para la actuación del poder público. Parece evidente, por otra parte, que la
aplicación de los criterios hermenéuticos clásicos no resultan suficientes para resolver los
problemas interpretativos que plantean las normas de derechos fundamentales principiales
mientras que, sin embargo, probablemente no plantearía ningún problema su aplicación
cuando el derecho fundamental, o determinados ámbitos del mismo, aparecieran
formulados como una regla. En cualquier caso, y como señala el profesor PRESNO
LINERA, si bien es cierto que la Constitución Española no asume, ni un modelo puro de

32
principios, ni un modelo puro de reglas, también lo es que, en especial las normas de
derechos fundamentales, responden básicamente al modelo de las normas de principio.

Este último modelo mencionado, predominante como ya hemos visto cuando de las
normas de derechos fundamentales se trata, no sólo nos lleva a negar la suficiencia de la
aplicación de los métodos clásicos interpretación para la resolución de los problemas
hermenéuticos que planteen, sino que, además, y desde el punto de vista la importancia de
la actividad desarrollada por los diversos poderes del Estado, ha conducido a un incremento
considerable del protagonismo judicial. En cualquier caso, la actividad hermenéutica, tal y
como vamos a ver a continuación, no corresponde exclusivamente a los miembros
integrantes del Poder Judicial.

Tampoco el legislador es un mero ejecutor de la Constitución; éste también actúa


como uno de sus intérpretes, en tanto en cuanto debe concretar sus enunciados a través del
ejercicio de su potestad legislativa, evidentemente, respetando los límites derivados de la
propia eficacia directa del texto constitucional (BASTIDA FREIJEDO). Es decir, la
actividad interpretativa, tal y como se ha encargado de señalar nuestro Alto Tribunal en
sucesivas resoluciones, no forma parte del ejercicio exclusivo de la función jurisdiccional
que el artículo 117 de la Constitución Española ha atribuido a Jueces y Magistrados. La
cuestión de la interpretación de la Constitución –o de cualquier otra norma- es una cuestión
de teoría general que no constituye una función monopolizada por ninguna instancia, sino
que es una tarea ejercida de ordinario por múltiples operadores. El problema no se ha
planteado jamás, pues, con relación a la función interpretativa que el legislador puede
realizar de los enunciados constitucionales sino, antes bien, con relación al fenómeno de las
denominadas Leyes meramente interpretativas, esto es, leyes en las que el legislador reduce
las distintas posibilidades o alternativas del texto constitucional a una sola (véanse, al
respecto, las SSTC 76/1983, de 5 de agosto y 341/1993, de 18 de noviembre).

Pues bien, el problema de las Leyes meramente interpretativas, que ya se había


planteado a comienzos del siglo XX en Francia e Italia, se retoma cuando se inicia el debate
de la actualmente vigente Constitución Italiana, esto es, tras la II Guerra Mundial, en tanto

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en cuanto se sospecha, en estos momentos, que este tipo de textos puede vulnerar la norma
fundamental al interferir en el ejercicio de la función jurisdiccional, atribuida
exclusivamente al Poder Judicial. El tema queda resuelto tras la tras la sentencia de la Corte
Constitucional italiana núm. 18, de 8 de julio de 1957, que admite la licitud de las Leyes
meramente interpretativas, esto es, de las leyes en las que el legislador reduce las distintas
posibilidades o alternativas del texto constitucional a una sola. No obstante, y si bien resulta
evidente que el legislador puede también interpretar la Constitución de esta forma, también
se es concluyente cuando se afirma que, en cualquier caso, la interpretación que realice el
legislador de la Constitución no puede valer como interpretación auténtica (la única
posible).

Es decir, la validez de la Ley interpretativa no dependerá del alcance de la


interpretación que incluya, “sino del contenido de esa interpretación, que estará fuera o
dentro de los márgenes de significado que el Tribunal Constitucional atribuye al precepto
constitucional examinado” (PRIETO SANCHÍS). Habrá que suponer, por tanto, la plena
capacidad el legislador –estatal o autonómico, en los ámbitos competenciales que les son
propios- para interpretar el bloque de la constitucionalidad aún sin una habilitación expresa
al respecto, respetando siempre, naturalmente, la límites establecidos por dicho bloque de la
constitucionalidad. Si no ha sido éste el caso, entonces la regulación estatal, o, en su caso,
la autonómica, no serán constitucionalmente legítimas y podrán ser expulsadas del
ordenamiento jurídico por el órgano que en nuestro sistema ostenta el monopolio para
declarar inconstitucionales las normas con rango de ley.

En definitiva: la validez de la interpretación realizada por las normas con rango de


ley no se desprende del alcance de la interpretación –que sea o no meramente
interpretativa-, sino de su resultado –si se trata de un resultado constitucionalmente
admisible o no-. Por ello resulta posible referirse a la licitud de las Leyes interpretativas
(sean o no sean meramente interpretativas), y, desde este punto de vista, cualquier
interpretación realizada por el legislador vinculará a los órganos aplicadores del Derecho en
tanto en cuanto la norma no haya sido expulsada del ordenamiento jurídico por el Tribunal
Constitucional que es, en definitiva, el órgano al que corresponde la interpretación

34
suprema, la última e indiscutible, pero no la única, de la Constitución. La decisión del
legislador, aún siendo interpretativa, debe respetar los límites que desde el punto de vista
material y formal la impone la Constitución y garantiza el Tribunal Constitucional.

Por otra parte, y aunque, evidentemente, resultan acertadas aquellas posiciones


doctrinales en virtud de las cuales se apuesta por una revalorización del papel de la Ley, por
ejemplo a través de una mejora de su calidad técnica, con el objeto de intentar frenar un
excesivo activismo judicial contrario al principio democrático (ELÍAS DÍAZ, ARAGÓN
REYES, DÍEZ-PICAZO), lo cierto es que tampoco se puede ignorar que el actual Estado
constitucional de Derecho ha supuesto un fortalecimiento del papel del juzgador. Su papel
como sujeto intérprete del Derecho, una vez superada la tesis decimonónica que se
introdujo en Europa con la Revolución francesa y en virtud de la cual el juez se limitaba a
pronunciar las palabras de Ley sin poder participar –porque no era necesario al ser
considerado el ordenamiento jurídico cerrado, completo y coherente- en el proceso de
interpretación de la misma, resulta fortalecido cuando se le atribuye la competencia de
controlar la constitucionalidad de la Ley, ya que dicha función se ejecuta, ya lo hemos
señalado, con referencia a una serie de enunciados normativos sumamente abiertos y a una
serie de principios contradictorios que requieren de la utilización de “razonamientos
compositivos”, muy alejados de los razonamientos exclusivamente deductivos aplicados
hasta ese momento.

Además, hoy ya nadie discute el ámbito de discrecionalidad que se encuentra


presente en cualquier proceso interpretativo del Derecho, un ámbito de discrecionalidad
éste que se amplía considerablemente cuanto más abiertos son los enunciados normativos
que van a ser objeto de la actividad interpretativa. En este sentido, podemos afirmar que los
márgenes de discrecionalidad en la interpretación del texto constitucional, por la propia
naturaleza de sus contenidos (contradictorios) y de su estructura (normas abiertas) son
mucho mayores que los existentes cuando se trata de interpretar la obra del legislador, por
definición mucho más concreta. Hoy ya no se discute la presencia de parcelas abiertas (por
mínimas que sean éstas) a la subjetividad del intérprete. Esto es, superada la tesis del
dogmatismo positivista teórico que niega la falibilidad técnica del Derecho, no se puede

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seguir concibiendo “la interpretación como una tarea meramente intelectiva y descubridora
de un significado propio e independiente de los enunciados normativos”, lo cual equivale a
sostener que la interpretación incorpora una dimensión volitiva, esto es, propiamente
normativa, si bien es cierto que, “en efecto, el principio de la vinculación a la ley y a las
reglas de argumentación jurídica proporcionan muchas veces la respuesta adecuada al caso
contemplado y, en las demás ocasiones, limitan fuertemente el posible ámbito de
discrecionalidad interpretativa” (GASCÓN ABELLÁN).

El sistema jurídico nunca ha sido, y, especialmente, no lo es en estos momentos de


relativismo ideológico, un sistema jurídico completo y cerrado en el que todas las premisas
ya se contienen en él y sólo necesitan ser descubiertas. El acto de aplicación del Derecho no
aparece predeterminado en todos sus extremos y el juez, ante el deber inexcusable de
resolver en todo caso, introduce elementos volitivos externos al ordenamiento jurídico. Al
final siempre hay un margen de discrecionalidad en la actividad judicial que supone la
negación de la tesis meramente declarativa de la aplicación del Derecho. Sin embargo, “la
tesis de la discrecionalidad judicial no legitima la arbitrariedad judicial sino que reconoce
limitaciones al derecho y abre paso a una teoría de la argumentación jurídica” (GARCÍA
FIGUEROA), con el fin de aplicar pautas de racionalidad a la resolución del conflicto
eliminando así el puro arbitrio del aplicador. La imposibilidad de mantener el modelo
cognoscitivista/mecanicista de la actuación judicial no implica, pues, que sea posible
mantener el modelo de juez activista e incontrolado. Precisamente, el abandono “de los
planteamientos simplistas mantenidos por un cierto sector del positivismo teórico, explica
la necesidad y la urgencia de afinar los instrumentos de justificación de las decisiones”
(PRIETO SANCHÍS), para, primero, proporcionar al juez una legitimación democrática
que por conducto representativo no posee, y, segundo, garantizar una previsibilidad en la
aplicación del Derecho que permita la realización del principio fundamental de seguridad
jurídica irrenunciable en cualquier Estado de Derecho. Resulta así preciso trabajar en una
teoría de la argumentación que garantice que el margen de discrecionalidad hermenéutica
del juzgador no se transforme en un puro subjetivismo arbitrario que no se adecue a
determinados cánones de racionalidad capaces de legitimar la función que desempeña.

36
Esto resulta especialmente importante en el campo de la interpretación
constitucional, donde el margen de discrecionalidad del acto aplicativo del Derecho es
notable, y donde la gran preocupación procesal es, como señala el profesor BASTIDA
FREIJEDO, resolver la incertidumbre de la abstracción constitucional y crear certeza, y,
con ello, seguridad jurídica. La cuestión decisiva en este caso dónde debe centrarse el
proceso argumentativo, si en el problema a resolver o en la norma constitucional que debe
interpretarse.

Pues bien, de las diferentes tesis formuladas al respecto y considerando inviable la


exclusiva aplicación de la hermenéutica clásica a este ámbito, que implicaría interpretar la
Constitución como si de una Ley se tratara, existe la posibilidad de aplicar diversos
procesos argumentativos en la interpretación constitucional que, esta vez sí, parte de la
diferencia estructural existente en la Constitución y la Ley. Uno de estos métodos, que
encuentra sus más acérrimos defensores dentro de la doctrina constitucional
norteamericana, es el método tópico, el cual pone el acento y sitúa en el eje de la actividad
interpretativa el problema a resolver y no la norma constitucional aplicable al caso
necesitada de concreción. Este método ha sido fuertemente cuestionado en tanto en cuanto,
al buscar en primer lugar la solución al problema para después completar la norma
abstractamente formulada, da lugar a un proceso argumentativo extraordinariamente abierto
en el que la norma constitucional no opera necesariamente como límite y pierde por
consiguiente su fuerza normativa. Otro de estos métodos es el método científico-espiritual,
un método que considera que la actividad interpretativa debe aparecer orientada a descubrir
el sentido de la Constitución y que, desde este punto de vista, trata de rellenar la
Constitución, vaciándola de sus contenidos normativos, a través de una serie de valores,
principios e ideas suprapositivos. Los dos últimos métodos de interpretación constitucional,
la hermenéutica de la concreción y la interpretación teórico-sistemática, desarrollados
ambos por la dogmática alemana de los derechos fundamentales contemporánea, son los
que aparecen como más congruentes con una concepción positivista del Derecho en la que
la Constitución se configura como una auténtica fuente suprema del Derecho.

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El primero de ellos, aunque comparte con la tópica la utilización de un proceso
argumentativo orientado al problema, considera que la labor del intérprete debe tener como
punto de partida y límite el propio texto constitucional, reivindicándose así el valor
normativo de la Constitución. El segundo de ellos considera que la interpretación-
concreción constitucional debe aparecer preceptivamente orientada por una teoría de la
Constitución que resulta a su vez extraíble del propio ordenamiento constitucional en
concreto del que se trate. Esto es, cada orden constitucional ofrece su propia teoría, la cual
se extrae de sus propios contenidos, y que resulta a su vez el marco a partir del cual
construir los diferentes principios de la interpretación constitucional. Es decir, el proceso
argumentativo debe tener en primer lugar por objeto el esclarecimiento de qué teoría de la
Constitución es la que encierran las decisiones fundamentales recogidas en el texto
constitucional (sobre todo ello véase BASTIDA FREIJEDO). Evidentemente, la teoría de la
Constitución condiciona la propia teoría sobre los derechos fundamentales, ya que, por
ejemplo, “a una teoría liberal de la Constitución le corresponde una determinada
concepción de la libertad y de las libertades, de la posición del titular respecto a los demás
individuos y el Estado, del papel del Estado en la configuración y limitación de los
derechos...”, una teoría ésta evidentemente diferente a una teoría democrática y/o social de
la Constitución que da lugar a una teoría de los derechos fundamentales bien diversa
(BASTIDA FREIJEDO).

Pues bien, la regulación de los principios constitucionales y del Título I de la


Constitución Española nos ofrece material suficiente para discernir cuál sea la teoría que la
fundamenta y que debe en todo caso vincular la labor hermenéutica del intérprete para que,
efectivamente, dicha interpretación produzca finalmente un resultado coherente con la
concreta teoría de la Constitución que debe fundamentar dicha interpretación.

En primer lugar, la teoría de la Constitución Española implica afirmar la


participación de las normas sobre derechos fundamentales (en la Constitución Española los
del Título I, Capítulos I y II) de la fuerza normativa de la norma normarum.

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En segundo lugar, y habida cuenta de que nuestra Constitución define al Estado
español como un Estado Social y Democrático de Derecho, parece evidente que consagra
un Estado constitucional de Derecho que aparece –sin constituir sin embargo su antítesis-
como una superación del Estado liberal de Derecho. En este sentido, el profesor BASTIDA
FREIJEDO afirma que de la Constitución Española de 1978 se puede desprender una
mixtura de los paradigmas liberal y social y que ello se refleja en la concreción que se
produce de las normas sobre derechos fundamentales. Siguiendo la sentencia del Tribunal
Constitucional 77/1982, FJ 1º, afirma que del artículo 1.1 de la norma fundamental se
desprende, si bien matizada, una concepción liberal de los derechos que los configura, ante
todo, como derechos de libertad, de autonomía o de defensa, con todo lo que ello implica
desde el punto de vista de la interpretación de las normas de los derechos fundamentales.
Según afirma la STC 83/1984, FJ 3º, y pese a que no menciona al Estado liberal, hay que
entender que éste se encuentra subsumido en la referencia que se hace al Estado
democrático, y, desde este punto de vista, resulta significativo que el primer valor
proclamado sea el de libertad. Dicha configuración de la teoría de la Constitución permite
desprender determinados principios para la interpretación constitucional de las normas que
regulan los derechos fundamentales, como aquél que se refiere a la fuerza expansiva de
dichas normas que restringe el alcance de las normas limitadoras (STC 254/1988, FJ 8º) y
el hecho de que los límites se hayan de someter al juicio de proporcionalidad (STC
178/1985, FJ 3º). Es decir, se desprende que hay que tener mucho cuidado con los límites
que el poder público del Estado pueda imponer a las normas de derechos fundamentales,
algo propio, como sabemos, de una teoría liberal de la Constitución. Ahora bien, el
paradigma liberal se completa, hoy día, con un paradigma democrático y social que matizan
la teoría originaria de la Constitución y que implica, en definitiva, el reconocimiento de una
doble dimensión –subjetiva y objetiva- en las normas que regulan los derechos
fundamentales. En concreto, la dimensión jurídico-objetiva de las normas de derechos
fundamentales, que los configura como elementos esenciales del ordenamiento de una
comunidad, implica el reconocimiento de una obligación positiva para los poderes públicos,
prevista en el artículo 9.2 de la norma normarum, de dar efectividad a tales derechos
removiendo los obstáculos que impidan sus ejercicio (STC 19/1981, FJ 6º).

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Por otra parte, la nueva teoría de la Constitución supone un cambio decisivo del
concepto formal de justicia que impregnó el periodo liberal, del que se desprendía una idea
de igualdad jurídico-formal que no permitía establecer distinciones en la situación jurídica
–especialmente en materia de derechos- de los ciudadanos sometidos a un mismo
ordenamiento jurídico atendiendo a su clase y dignidad social porque, en definitiva, y una
vez asumida la concepción ficticia sobre la existencia de una estructura social homogénea –
aún hoy día inexistente-, cualquier distinción en el régimen jurídico de los sometidos al
mismo ordenamiento sería arbitraria. Sin embargo, la trasformación del Estado liberal de
Derecho en Estado social democrático de Derecho, que responde a una sociedad con una
composición compleja, no homogénea, pone de manifiesto la insuficiencia de la vertiente
formal de la igualdad para lograr un tratamiento justo de los consociados y así se comienza
a poner el acento en la igualdad material, esto es, en aquella vertiente de la igualdad que no
sólo permite al poder público sino que, más allá, le exige un tratamiento desigual de los
supuestos de hecho sustancialmente desiguales que no implica discriminación alguna, sino
que constituye una diferenciación justificada que responde a las exigencias propias de unas
sociedades no homogéneas en las que la igualdad no constituye un punto de partida sino un
punto de llegada (RUBIO LLORENTE). En este sentido, la Constitución Española de 1978,
como todas aquellas Constituciones que consagran la existencia de un Estado social y
democrático de Derecho, no puede contentarse –y no lo hace-, con garantizar la igualdad
ante la ley (art. 14 CE), sino que, más allá, complementa dicho principio cuando
encomienda a los poderes públicos, también al legislador, la tarea de intervenir
positivamente en un concreto contexto social para acabar con las desigualdades existentes
preservando de esta forma también la igualdad en la ley (art. 9.2 CE) (todo esto en
BASTIDA FREIJEDO).

En definitiva, el Estado social y democrático de Derecho implica la doble dimensión


de las normas que desarrollan los derechos fundamentales que, de esta forma, plantean las
cuestiones relacionadas con los derechos de forma diferente a como se plantearon en el
marco de la teoría exclusivamente liberal de la Constitución, si bien es cierto que nuestra
norma fundamental no señala nada a cerca de la prevalencia de una de las dimensiones
sobre la otra o del sacrificio de una dimensión a favor de la otra. Esto es, del texto

40
constitucional no se puede desprender una prevalencia de la dimensión institucional sobre
la subjetiva y menos aún el sacrificio de esta última, ni siquiera allí donde la dimensión
institucional del derecho sea la más relevante (BASTIDA FREIJEDO).
Además, la teoría democrática que se acuña en la Constitución Española de 1978 no
solamente ha supuesto el reconocimiento universal de los derechos de participación
política, sino que, de igual manera, incide en la teoría propia de los derechos fundamentales
que, por lo que a su titularidad de refiere, ha de atribuirse de forma también universal, esto
es, y salvo lo pueda haber dispuesto el propio constituyente al respecto, a todas las personas
con independencia de su nacionalidad (STC 107/1984, FJ 4º). Es decir, la nueva teoría
democrática de la Constitución ha supuesto una ampliación considerable en la titularidad de
las normas que regulan los derechos fundamentales. Esta misma expansividad de los
derechos fundamentales implica que su titularidad no se niegue tampoco a las personas
jurídicas, las cuales van a ser titulares del derecho, por otra parte, en la medida en la que la
naturaleza del derecho así lo permita. Junto a ello, el principio democrático y su
manifestación, el pluralismo político, apuntan hacia una concepción procedimental de la
democracia y no hacia una visión democrática-funcional o democrática-valorativa, tipo
democracia militante (STC 48/2003, FJ 7º) (sobre todo ello véase BASTIDA FREIJEDO).

Por otra parte, el Tribunal Constitucional ha acuñado determinados principios de


interpretación constitucional –que ya venían recogidos explícitamente por el texto
constitucional como el principio de interpretación de los derechos fundamentales conforme
a los Tratados Internacionales o bien que se desprenden del mismo de manera implícita-
que aportan racionalidad y seguridad jurídica a la actividad hermenéutica y que, en
definitiva, presentan un alto contenido de naturaleza procedimental. Entre los más
significativos en el marco de la teoría de la Constitución Española podemos mencionar:

1.Principio de unidad de la Constitución: que implica interpretar los preceptos


constitucionales atendiendo a ese todo coherente que constituye el texto constitucional en el
que se inserta y que no ofrece contradicciones entre sus partes (STC 16/2003, FJ 5º).

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2.Principio de concordancia práctica: que implica que los diferentes bienes
protegidos por la Constitución aplicables a un supuesto práctico deben ser armonizados de
tal forma que la protección de unos no entrañe el desconocimiento o sacrificios de otros
(STC 154/2000, FJ 12). Esta concordancia, por otro lado, debe hacerse entre bienes
amparados por la Constitución y no, por consiguiente, con relación a bienes calificados
como “superiores” o “básicos” sin aval constitucional (STC 215/1994, FJ 2º). Según
BASTIDA FREIJEDO, esta afirmación tiene particular relevancia en tanto en cuanto dicha
conclusión pretende evitar el peligro de que se instale una racionalidad moral o política
sustitutiva de la jurídico-constitucional.

3.Principio de proporcionalidad: en virtud del cual, sin ser ningún derecho


ilimitado, sus límites han de estar sometidos a un control de proporcionalidad que implica
la necesidad de introducir el juicio de razonabilidad, según el cual la medida limitativa debe
perseguir un fin constitucionalmente lícito. Por otra parte, el fin razonable no es suficiente;
además, es preciso que se respete el juicio de racionalidad, según el cual la medida debe ser
adecuada, necesaria y proporcional en sentido estricto al fin pretendido (STC 70/2002, FJ
7º). La adecuación de la medida se refiere a si, efectivamente, dicha medida resulta eficaz
para conseguir el objetivo propuesto (juicio de idoneidad); la necesidad hace referencia a la
necesaria inexistencia de otro medio más moderado para la consecución del fin perseguido
(juicio de necesidad); y la proporcionalidad en sentido estricto se refiere a si de dicha
medida derivan más beneficios o ventajas que perjuicios. Se trata, en definitiva, de que
exista una conexión efectiva, necesaria y proporcional entre el medio o medida limitativa
del derecho fundamental y la finalidad perseguida. Si dicha medida limitativa no supera el
test de razonabilidad y/o racionalidad (adecuación, necesidad y proporcionalidad), entonces
dicha medida será inconstitucional y no podrá superar en su caso el juicio que sobre su
constitucionalidad tuviera que realizar el Tribunal Constitucional.

4.Principio de efectividad de derechos: del que se desprende la obligación de los


poderes públicos de interpretar la normativa aplicable en el sentido más favorable para la
efectividad del derecho fundamental (STC 17/1985, FJ 4º).

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5.Principio de interpretación conforme a la Constitución: supone la obligación de
interpretar todo el ordenamiento jurídico conforme a la Constitución, lo cual entraña dar la
máxima efectividad a la pretensión de vigencia de la norma constitucional. La consecuencia
que se desprende de todo ello es que de entre las distintas interpretaciones posibles de las
normas cuestionadas, debe prevalecer al que permita en más alto grado aquella efectividad,
sobre todo cuando se trata de derechos fundamentales (STC 77/1985, FJ 4º).

6.Principio de interpretación de los derechos fundamentales conforme a los


Tratados Internacionales ratificados por España: se desprende del artículo 10.2 CE y de él
hay que incluir el principio de interpretación del derecho interno de conformidad con el
derecho comunitario, un principio reforzado por el efecto de primacía que los Tratados
constitutivos de la Unión Europea dan al derecho comunitario y en cuya aplicación el juez
español actúa como juez comunitario (STC 130/1995, FJ 4º). Como sabemos, el grueso del
control de la actuación conforme a la legalidad comunitaria corresponde a las jurisdicciones
nacionales que, sujetas al sistema comunitario de fuentes, que forman parte del
ordenamiento jurídico español, están obligadas a aplicar con preferencia las normas
comunitarias frente a las normas internas en caso de contradicción entre las mismas. Así, en
virtud de este principio, el conflicto entre el Derecho estatal y el Derecho comunitario se
debe resolver a favor de este último, esto es, los operadores jurídicos han de aplicar siempre
de forma preferente la norma comunitaria y ello con independencia del rango que ostente la
norma estatal (por tanto, este principio también se aplica cuando la contradicción se plantea
entre la norma comunitaria y una Ley estatal). Así pues, la primacía “es predicable de todas
las fuentes del Derecho Comunitario respecto de todas las fuentes del Derecho interno, con
la única salvedad (...) de la Constitución” (PÉREZ ROYO). Pero, en cualquier caso, “el
término “primacía” no tiene en este contexto el mismo alcance que el que tienen en el
ámbito del Derecho interno, ya que el Derecho comunitario que “prima” o “prevalece”
sobre el Derecho nacional no deroga o quiebra este último, sino simplemente tiene
preferencia en la aplicación, produciendo por lo tanto un desplazamiento pero no una
aniquilación del Derecho nacional” (PÉREZ ROYO). Por otra parte, parece aconsejable
que, por razones de seguridad jurídica, los Estados miembros adopten las medidas
necesarias para derogar las normas internas que se oponen al Derecho comunitario (sobre

43
todo ello véase BASTIDA FREIJEDO). “La remisión del 10.2 no da rango constitucional a
los derechos reconocidos en los tratados en cuanto no estén también consagrados por la CE
(STC 38/1985, FJ 5º), ni tales tratados pueden ser considerados como fuentes adicionales
de límites junto a los que ponga el legislador orgánico (aunque la STC 62/1982 parece
apuntar lo contrario). Pero sí está claro que el precepto obliga a los poderes públicos a
interpretar los derechos fundamentales de la Constitución Española de conformidad con
esos tratados, lo cual tiene una extraordinaria importancia, sobre todo para el legislador.
Éste ya no tiene sólo como límite la Constitución Española; en su tarea previa de
comprender (interpretar) cuál es el campo de lo constitucionalmente posible, para poder
luego desarrollar (concreción política) el derecho o libertad en cuestión, ha de tener
presente además aquellos tratados y acuerdos. Las opciones políticas del legislador se ven
así reducidas o al menos mediatizadas por los mentados tratados y por la interpretación que
a su vez hacen de ellos los tribunales internacionales que los aplican” (BASTIDA
FREIJEDO).

44
BIBLIOGRAFÍA:

a)Obras generales:

ALEXY, R., Teoría de los Derechos Fundamentales, CEC, Madrid 1997.


BASTIDA FREIJEDO, F. J. y otros, Teoría General de los Derechos
Fundamentales en la Constitución Española de 1978, ed. Tecnos, Madrid 2004.
BÖCKENFÖRDE, E.W., Escritos sobre Derechos Fundamentales, Nomos
Verlagsgesellschaft, Baden-Baden 1993.
CRUZ VILLALÓN, P., “Formación y evolución de los derechos fundamentales”,
Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 25, 1989.
DÍAZ-PICAZO, L.M., Sistema de derechos fundamentales, ed. Thomson/Cívitas,
Madrid 2003.
FERRAJOLI, L., Derechos y garantías. La ley del más fuerte, ed. Trotta, Madrid
1999.
JIMÉNEZ CAMPO, J., Derechos fundamentales. Concepto y garantías, ed. Trotta,
Madrid 1999.
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PECES-BARBA MARTÍNEZ, G., Curso de Derechos Fundamentales, Madrid
1995.
PÉREZ LUÑO, A., Los derechos fundamentales, ed. Tecnos, Madrid 1991.
PRIETO SANCHÍS, L., Estudios sobre derechos fundamentales, ed. Debate, Madrid
1994.

b)Eficacia jurídica de los derechos fundamentales:

GARCÍA TORRES, J., “Reflexiones sobre la eficacia jurídica vinculante de los


derechos fundamentales”, Poder Judicial, núm. 10, 1988.

c)Derechos fundamentales y relaciones entre particulares:

45
BILBAO UBILLOS, J.M., La eficacia de los derechos fundamentales frente a
particulares. Análisis de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, ed. CEC, Madrid
1997.
GARCÍA TORRES, J. y JIMÉNEZ BLANCO, A., Derechos fundamentales y
relaciones entre particulares, ed. Cívitas, Madrid 1986.
JIMÉNEZ BLANCO, A. y GARCÍA TORRES, J., Derechos fundamentales y
relaciones entre particulares, ed. Cívitas, Madrid 1986.

d)Garantía institucional:

BAÑO LEÓN, J.M., “La distinción entre derecho fundamental y garantía


institucional en la Constitución española”, Revista Española de Derecho Constitucional,
núm. 24, septiembre-diciembre 1988.
GALLEGO ANABITARTE, A., Derechos fundamentales y garantías
institucionales: análisis doctrinal y jurisprudencial. (Derecho a la educación; autonomía
local; opinión pública), ed. Cívitas, Madrid 1994.
JIMÉNEZ BLANCO, A., “Garantías institucionales y derechos fundamentales en la
Constitución”, Estudios sobre la Constitución Española. Homenaje al profesor Eduardo
García de Enterría, Tomo II: De los derechos y deberes fundamentales, ed. Cívitas, Madrid
1991.
PAREJO ALFONSO, L., Garantía institucional y autonomías locales, Instituto de
Estudios de Administración Local, Madrid 1981.

e)La titularidad de los derechos fundamentales:

ALÁEZ CORRAL, B., Minoría de edad y derechos fundamentales, ed. Tecnos,


Madrid 2003.
CRUZ VILLALÓN, P., “Dos cuestiones de titularidad de los derechos
fundamentales: los extranjeros y las personas jurídicas”, Revista Española de Derecho
Constitucional, núm. 35, 1992.
ROSADO IGLESIAS, G., La titularidad de derechos fundamentales por la persona
jurídica, ed. Tirant lo Blanch, Valencia 2004.

d)Los límites de los derechos fundamentales:

ABA CATOIRA, A., La limitación de los derechos en la jurisprudencia del


Tribunal Constitucional, ed. Tirant lo Blanch, Valencia 1999.
BACIGALUPO, M. y VELASCO, F., “La aplicación de la doctrina de los “límites
inmanentes” a los derechos fundamentales sometidos a reserva de limitación legal”, Revista
Española de Derecho Constitucional, núm. 38, 1993.
BOROWSKI, M., “Las restricciones de los derechos fundamentales”, Revista
Española de Derecho Constitucional, núm. 59, 2000.
MARTÍNEZ PUJALTE, A.L., La garantía del contenido esencial de los derechos
fundamentales, CEC, Madrid 1997.

f)La interpretación constitucional:

46
ALONSO GARCÍA, E., La interpretación de la Constitución, CEC, Madrid 1984.
SAIZ ARNAIZ, A., La apertura constitucional al Derecho Internacional y Europeo
de los Derechos Humanos. El art. 10.2 de la Constitución española, ed. CGPJ, Madrid
1999.

LEGISLACIÓN:

a)Internacional:

-Declaración Universal de los Derechos Humanos, hecha en París el 10 de


diciembre de 1948. (Poner Instrumento de ratificación).
-Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades
Fundamentales, adoptado en Roma el 4 de noviembre de 1959. (Poner Instrumento de
ratificación).
-Carta Social Europea, hecha en Turín el 18 de octubre de 1961. (Poner Instrumento
de ratificación).
-Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, hecho en Nueva York el 19 de
diciembre de 1966. (Poner Instrumento de ratificación).
-Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, hecho en
Nueva York el 19 de diciembre de 1966. (Poner Instrumento de ratificación).

b)Nacional:

-Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre Derechos y Libertades de los


Extranjeros en España y su Integración Social (B.O.E. núm. 10, de 12 de enero).
Sucesivamente reformada por la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre (B.O.E. núm.
307, de 23 de diciembre); por la Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre (B.O.E. núm.
234, de 30 de septiembre; y por la Ley Orgánica 14/2003, de 20 de noviembre (B.O.E.
núm. 174, de 21 de julio):
-Las normas de desarrollo de los derechos fundamentales se recogen en los temas
que respectivamente los tratan.

JURISPRUDENCIA (hay que revisar):

-Sobre el valor del artículo 10.2 CE: STC 245/1991, de 16 de diciembre (B.O.E. de
15 de enero de 1992).
-Doble dimensión derechos fundamentales y efecto de irradiación: con relación a la
actuación del legislador véase la STC 53/1985, FJ 4º; con relación a la actuación del Poder
Judicial véase la STC 18/1984, FJ 6º.
-Titularidad de derechos fundamentales: SSTC 19/83; 107/1984, FJ 3º y 4º;
53/1985, FJ 6º y 7º; 115/1987, FJ 2º y 3º; 23/1989, FJ 2º; 231/1988, FJ 3º y 4º; 197/1994;
215/1994; 212/1996, FJ 3º; 116/1999, FJ 5º; 141/2000.
-Derechos fundamentales y personas jurídicas: SSTC 19/1983, de 14 de marzo
(B.O.E. de 12 de abril de 1983); 197/1988, de 24 de octubre (B.O.E. de 26 de noviembre de

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1988); 139/1995, de 26 de septiembre (B.O.E. núm. 246, de 14 de octubre); 69/1999, de 26
de abril (B.O.E. núm. 130, de 1 de junio).
-Derechos fundamentales y extranjeros: SSTC 115/1987, de 7 de julio (B.O.E. de 29
de julio de 1987; 107/1984, de 23 de noviembre (B.O.E. de 21 de diciembre de 1984);
99/1985, de 30 de octubre (B.O.E. de 5 de noviembre de 1985); 94/1993, de 26 de abril
(B.O.E de 27 de abril de 1993).
-Límites de los derechos: SSTC 11/1981; 2/1982; 159/1986, FJ 6º; 178/1985;
196/1987; 254/1988, FJ 3º; 120/1990; 142/1993; 341/1993; 58/1998; 177/1998; 292/2000;
219/2001; 196/2002.
-Eficacia de los derechos: SSTC 80/1982, de 20 de diciembre (B.O.E. de 15 de
enero de 1983) y 19/1982, de 5 de mayo (B.O.E. de 18 de mayo de 1982).
-Garantía institucional: SSTC 32/1981, de 28 de julio (B.O.E. de 13 de agosto de
1981 y 26/1987, de 27 de febrero (B.O.E. de 24 de marzo de 1987).
-Contenido esencial: SSTC 11/1981, de 8 de abril (B.O.E. de 25 de abril de 1981);
32/1981, de 28 de julio, FJ 31º; 15/1982, FJ 8º; 38/1983, FJ 6º; 31/1994; 27/1987, de 27 de
febrero, FJ 4º.
-Doble dimensión, subjetiva y objetiva, de los derechos fundamentales: SSTC
25/1981, de 14 de julio, FJ 5º; 22/1981, de 2 de julio, FJ 8º; 25/1981, de 14 de julio, FJ 5º;
12/1982, de 31 de marzo, FJ 3º; 111/1984, de 28 de noviembre, FJ 7º; 53/1985, FJ 4º;
104/1986, de 17 de julio, FJ 5º; 163/1986, de 17 de diciembre, FJ 2º.
-Sobre la interpretación constitucional: SSTC 341/1993, de 18 de noviembre y
76/1983, de 5 de agosto (con relación a la interpretación constitucional legislativa que
realiza el legislador).

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