Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Venus en Las Tinieblas - AA VV PDF
Venus en Las Tinieblas - AA VV PDF
www.lectulandia.com - Página 2
AA. VV.
ePub r1.0
orhi 30.03.2017
www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Venus en las tinieblas
AA. VV., 2007
Traducción: Francisco Torres Oliver & José Luis Moreno Ruiz & Gonzalo Quesada & Rafael
Lassaletta
Ilustración de cubierta: Antoine Wiertz La belle Rosine (1847)
www.lectulandia.com - Página 4
INTRODUCCIÓN
1. Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de numerosos estudiosos de
la narrativa fantástica y/o terrorífica, en reconocer el importante papel que las
mujeres han jugado en el desarrollo del género, bien como lectoras o como creadoras,
pues, si se me permite la digresión, «escribir es ejercer, con especial intensidad y
emoción, el arte de la lectura», según afirmaba Sunsan Sontag. Se tiende a justificar
la existencia de antologías como la presente apelando a razones más o menos
peregrinas sobre el extraño maridaje entre lo fantástico, lo terrorífico, y la literatura
de mujeres. Incluso diferentes antólogos suelen disculpar su labor refiriéndose a una
cierta especificidad femenina en lo tocante a la narrativa de horror, muy alejada del
genio masculino de los grandes nombres del género. En cualquier caso, tales excusas
y argumentos únicamente responderían a un deseo, deplorable, de paliar en la medida
de lo posible la incomodidad o el recelo que semejante trabajo podría despertar en
aquellos aficionados y especialistas que todavía niegan la valiosa contribución de las
escritoras a la literatura fantástica y/o de terror.
No obstante, la norma generalizada continúa siendo una marginación más o
menos encubierta, más o menos descarada, de las mujeres que han escrito narrativa
fantástica y de terror. Por ejemplo, el crítico y escritor Douglas E. Winter —al que
sus editores llaman la conciencia del terror y la fantasía negra (sic)—, en su
celebérrimo libro Faces of Fear (1985), donde entrevistaba a diecisiete populares (y,
en algunos casos, mediocres) escritores especializados en literatura de horror —entre
ellos, Clive Barker, Robert Bloch, Ramsey Campbell, Charles L. Grant, Stephen
King, Richard Matheson y Peter Straub—, únicamente incluía a una escritora, V. C.
Andrews —obviando a personalidades tan interesantes y no menos conocidas como
Anne Rice o Chelsea Quinn Yarbro—, la cual, por cierto, no le merece un gran
respeto a Winter. En su antología Prime Evil: New Stories by the Masters of Modern
Horror (1988), aquél afirmaba, de modo un tanto despectivo, que el único y
despiadado tema de los best sellers de V. C. Andrews es «el maltrato de los niños»,
ignorando sus múltiples y modernas ramificaciones creativas con la literatura gótica
clásica. Douglas E. Winter no es más que uno de tantos eruditos (masculinos) que
ignora maliciosamente la obra de personalidades como Mary E. Wilkins-Freeman
www.lectulandia.com - Página 5
—“The Cloak” (1917)—, Greye La Spina —Invaiders From The Dark (1925)—,
Shirley Jackson —La casa encantada (The Haunting of Hill House, 1959)— o
Angela Carter —“La cámara sangrienta” (The Bloody Chamber, 1979)—, porque la
encuentran menos horripilante, menos sobrenatural, carente de elementos siniestros
y morbosos. Una idea que, de entrada, propone una visión del género muy pobre y
extremadamente discutible[1], además de ignorar la larga tradición, al menos en la
cultura anglosajona, de escritoras especializadas en lo fantástico. Por ello, la
ensayista norteamericana Jessica Amanda Salmonson, en la introducción de What
Did Miss Darrington See?: An Anthology of Feminist Supernatural Fiction, señalaba:
«Las mujeres siempre hemos escrito historias de terror. ¿Es que acaso nos olvidamos
de que la madre de Frankenstein, la madre de todas nosotras, es Mary Shelley?»[2]
www.lectulandia.com - Página 6
sus funciones como esposas y madres. Las historias de horror en numerosas
ocasiones ilustraban, de forma alegórica, las tensiones creadas en la búsqueda de un
equilibrio entre su presunto rol social y sexual y los espacios físicos y mentales donde
debían realizarse[5]. También les sirvió para exorcizar sus peculiares miedos y
angustias, a veces marcados por su condición de mujeres, otras, muy similares a los
de los varones. Y es que el miedo, tal y como apuntaba H. P. Lovecraft, es la emoción
más antigua e intensa de la humanidad, y el más antiguo e intenso de los miedos es el
miedo a lo desconocido[6]. Y eso afecta por igual a hombres y mujeres.
3. La capacidad lectora de las mujeres propició en el plano íntimo y personal el
desarrollo de una nueva mentalidad, de nuevos modelos de comportamiento, que
laminaron la autoridad patriarcal tanto en el ámbito espiritual como temporal. Las
mujeres que leían eran peligrosas porque conquistaban un espacio de libertad al que
sólo ellas tenían acceso, fortaleciendo un sentimiento de autoestima que las llevó a
marcarse nuevas metas[7]. Clara Reeve (1729-1807), Anna Laetitia Barbauld (1743-
1825), Eliza Parsons (1748-1811), Sophia Lee (1750-1824), Ann Julia Kemble
Hatton, más conocida como «Anne of Swansea» (1764-1848), Mary W. Shelley
(1797-1851), Mary Louisa Molesworth (1839-1921) o Elizabeth Bowen (1899-1973),
entre otras muchas escritoras que cultivaron la literatura fantástica, fueron antes
lectoras que autoras, y el entusiasmo por su afición, por su arte, les hizo desafiar todo
tipo de contingencias y prohibiciones con éxito. No solamente escribieron para otras
mujeres, sino también para los varones, para todo ser humano que desea soñar,
aprender, sentir, vivir; en suma, experimentar la literatura.
Con todo, hoy en día estamos en disposición de afirmar que el género no habría
podido alcanzar la popularidad y difusión necesarias en sus inicios, a finales del siglo
XVIII y todo el XIX, sin la decisiva participación de las escritoras fantásticas. Así pues,
es verdad que fueron dos hombres, Horace Walpole (1917-1977) y Matthew Gregory
Lewis (1775-1818), quienes «inventaron» la ficción gótica gracias a El castillo de
Otranto (Castle of Otranto, 1764) y El monje (The Monk, 1796), respectivamente. La
primera, una novela breve, totalmente disparatada, surreal, supone una ruptura
agresiva con el racionalismo y las rígidas leyes literarias imperantes en la época, y
prefigura con contundencia el romanticismo[8], mientras que la segunda es un texto
atroz, mezcla de bóvedas góticas y lúgubres osarios, lujuria y pureza, cadáveres en
descomposición y amantes apasionados[9]. Sin embargo, será una mujer, Ann
Radcliffe (1764-1823), quien convertirá la novela gótica en un fenómeno popular por
mediación de títulos como Julia o Los subterráneos del castillo de Mazzini (A
Sicilian Romance, 1790), Los misterios de Udolpho (The Mysteries of Udolpho,
1794) o El italiano o El confesionario de los penitentes negros (The Italian, 1797).
Radcliffe sentó de manera tosca, pero efectiva, las bases del género en su primera
época, resumidas en tres puntos: una joven damisela en apuros, una densa atmósfera
de misterio y terror, y la constante amenaza de lo viejo contra lo nuevo. Su habilidad
para las texturas mórbidas y siniestras choca con su exasperante racionalismo. En
www.lectulandia.com - Página 7
efecto, sus espectros resultan ser ilusiones ópticas, trucos con espejos, personajes
disfrazados, y lo inexplicable recibe una explicación lógica. Una espectacular
tramoya escénica que perfila, admirablemente, varios de los artificios que emplearán
numerosos falsos espiritistas en sus fraudulentas sesiones de «contacto» a partir de
1848. La fórmula de Ann Radcliffe se explotó, con más o menos variaciones, hasta
finales del siglo XIX, cuando la irrupción del cuento de fantasmas denominado
«realista» —Sheridan Le Fanu, M. R. James, Margaret Oliphant, Catherine Crowe—
barrerá de un plumazo algunos artificios góticos decididamente démodés. Incluso en
la temprana fecha de 1803, se publica la primera parodia literaria «seria» de la
incipiente novela gótica y, en concreto, de las obras escritas por Ann Radcliffe: se
trata de La abadía de Northanger (Northanger Abbey), escrita en 1798 por una
jovencita llamada Jane Austen…
www.lectulandia.com - Página 8
Mas urge reconocer que, si bien todos comprendemos el lenguaje del miedo —de ahí
la cohorte de admiradores (varones) que tiene, por ejemplo, Poppy Z. Brite o Tanith
Lee, o el enorme número de mujeres que leen las obras de Thomas Ligotti o Dean R.
Koontz—, la sociedad «habla» a hombres y mujeres en diferentes dialectos de ese
lenguaje[12]. Nuestros espantos más profundos, casi inconscientes, deben ser muy
similares: la expulsión del útero materno, lejos de su comodidad y seguridad, solos
frente a un entorno hostil, la sensación de indefensión, el hambre, el sueño, la
inquietud que provocan sonidos extraños, luces tenues, la oscuridad… Pero a medida
que crecemos y asumimos nuestros papeles sociales como niños/hombres,
niñas/mujeres, las cosas cambian, y las causas objetivas y subjetivas que generan
pavor, también. Aun así, pervive el unheimlich primigenio en el que los objetos más
familiares se transforman bruscamente en cosas extrañas y las personas más próximas
en desconocidas.
5. Los veinte relatos que conforman Venus en las tinieblas van desde la
consolidación artística y comercial de la narrativa gótica —“El espectro o Las ruinas
del Priorato Belfont” (The Castle Spectre, 1829), de Sarah Wilkinson—, hasta el
afianzamiento de «el cuento de miedo realista» —“La casa encantada” (The Haunted
House, 1913), de Edith Nesbit—, nacido al calor del impresionante desarrollo
económico, científico e industrial de la Inglaterra victoriana y de los Estados Unidos,
con sus grandes revoluciones artísticas, filosóficas y sociales, marcado por la
brevedad, ciertas dosis de ironía y, fundamentalmente, verosimilitud. Éstos
constituyen, de modo muy lacónico, una historia no solamente de la literatura
fantástica anglosajona del siglo XIX y primer decenio del XX —uno de sus máximos
periodos de esplendor—, sino una crónica muy precisa de su práctica a cargo de las
autoras más importantes que ha dado el género a lo largo de casi un siglo. Más que
ofrecer una especie de contrapeso, de alternativa cultural a un tipo de narrativa a
menudo dominado y definido por los hombres, Venus en las tinieblas trata de acotar
estilos y tendencias, de exhibir los logros artísticos de las mujeres dentro de la
literatura fantástica como parte integral y fundamental de la misma, por encima de
cuestiones de sexo, resaltando el papel revolucionario de su labor, sus aspectos
exorcísticos, íntimos, bajo las sombras de lo escalofriante y/o asombroso.
www.lectulandia.com - Página 9
VENUS EN LAS TINIEBLAS
Relatos de horror escritos por mujeres
www.lectulandia.com - Página 10
Sarah Wilkinson
(1779 - 1831)
Sarah Carr Wilkinson vivió por y para la escritura, al igual que otras creadoras de
su época, como Eliza Parsons (1748-1811) —autora de una célebre novela gótica,
The Castle of Wolfenbach (1793), de popularidad equiparable a los más elogiados
trabajos de Ann Radcliffe— o Charlotte Smith (1749-1806) —quien contribuyó en
grado sumo a la definición de lo «gótico» en la literatura con obras de la enjundia de
Emmeline: The Orphan of the Castle (1788)—. No obstante, a diferencia de éstas,
Wilkinson nunca saboreó el prestigio literario o el éxito económico. Su vida, en
ocasiones, parece extraída de un melodrama dickensiano, marcada por la pobreza, la
soledad y la enfermedad.
Poco sabemos sobre la infancia y adolescencia de Sarah Wilkinson, así como de
su educación. No obstante, la aparición entre 1805 y 1810 de tres libros escolares
sumamente cuidados —A Visit to a Farm-House (1805) y A Visit to London:
Containing a Description of the Principal Curiosities in the British Metropolis
(1810), ambos publicados en Juvenile and School Library by McMillan, además de
The Instructive Remembrancer: Being an Abstract of the Various Rites and
Ceremonies of the Four Quarters of the Globe. For the Use of Schools (1805) de
McKenzie Publishers— sugiere que su formación cultural era lo suficientemente
elevada como para ejercer de maestra o institutriz. Intuición confirmada cuando,
después de 1812, acuciada por la necesidad de dinero, empezó a trabajar como
profesora en la White Chapel Free School de Gower Walk, País de Gales. Quizá
influyó en su carrera docente el hecho de que fuese «una de las jóvenes seleccionadas
por la señora (Frances) Fielding para que leyeran a su madre, lady Charlotte Finch,
cuando empezó a mermar su vista», según una carta a la Royal Literary Foundation
(10 Feb. 1824). Charlotte Finch (1725-1813), hija de Thomas Fermor, lord de
Pomfret, fue preceptora de los hijos del rey Jorge III entre 1762 y 1792, y la relación
entre Wilkinson y los Fermor se prolongó, efectivamente, toda la vida; de ahí que
varias de sus obras estén dedicadas a los miembros de esa familia.
La carrera literaria de Sarah Wilkinson empezó en 1803, al publicar algunos
relatos cortos en Tell-Tale Magazine, un semanario especializado en narrativa breve
editado por Ann Lemoine, semanario que se vendía conjuntamente con «bluebooks».
Los «bluebooks» —llamados así por sus cubiertas azules de cartoné de mala calidad
— eran libros pequeños, baratos y, a menudo, no muy bien impresos, dedicados
íntegramente a lo que hoy llamaríamos literatura popular —aventuras históricas,
melodramas góticos y narraciones terroríficas—, pero eran de lectura relativamente
sencilla, tremendamente viscerales, directos, y durante las dos primeras décadas del
www.lectulandia.com - Página 11
siglo XIX gozaron de una magnífica distribución por las Islas Británicas, distribución
sustentada en una intrincada red de vendedores ambulantes. El buen oficio de Sarah
Wilkinson logró que su nombre pronto empezara a aparecer en las portadas de los
«bluebooks». Títulos como The Subterraneous Passage; or the Gothic Cell (1803),
Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St Mary (1804) y The Water Spectre; or, An
Bratach (1805) fueron algunas de las dieciséis novelas góticas que la escritora
publicó entre 1803 y 1806 bajo la tutela editorial de Ann Lemoine. Empero,
Wilkinson también colaboró con otros libreros / impresores interesados en el mismo
producto: por ejemplo, John Bull; or the Englishman’s Fire-side (1803) fue publicada
por Thomas Hughes, y Monkcliffe Abbey (1805) por Kaygill Publishers, mientras que
The Ghost of Golini; or, the Malignant Relative. A Domestic Tale (1820) lo hizo por
Simon Fisher.
Los beneficios de su primera novela al margen del ámbito de los «bluebooks»,
The Thatched Cottage; or, Sorrows of Eugenia, a Novel (1806), posibilitó que Sarah
Wilkinson abriera una librería en el nº 2 de Smith-Street, Westminster, cuya gestión
compaginó con la actividad literaria, publicando The Fugitive Countess; or, the
Convent of St Ursula, a Romance (1807), The Child of Mystery, a Novel (1808) y The
Convent of the Grey Penitents; or, the Apostate Nun, a Romance (1810). Un año
después, en 1808, nacía su hija Amelia Scadgell, hija de un misterioso Mr. Scadgell
del que se ignora si contrajo matrimonio con la escritora —probablemente no—,
aunque en esa época firmara algunos textos como Sarah Scudgell Wilkinson. En
1811, la librería quebró, y su propietaria se vio obligada a alquilar habitaciones en su
casa para saldar deudas y criar a su hija. Pero también este negocio resultó efímero,
ya que su quebradiza salud —que ya empezó a manifestarse durante su adolescencia
— y los problemas domésticos derivados de ella —es decir, una ineficaz prestación
de servicios— ahuyentaron a sus huéspedes. De manera trágica, los problemas de
dinero y de salud empeoraron: la Royal Literary Foundation —una especie de
«sindicato» destinado a ayudar económicamente a aquellos dramaturgos, poetas,
traductores, biógrafos, periodistas o críticos que estuvieran en apuros, sin distinción
de sexo, religión o ideas políticas, y al que han pertenecido Thomas Love Peacock,
James Hogg, Joseph Conrad, D. H. Lawrence, James Joyce, Ivy Compton-Burnett,
Mervyn Peake, G. K. Chesterton y Somerset Maugham, entre otros— no atendió a
sus peticiones de auxilio, hasta el extremo de que Sarah estuvo a punto de perder la
custodia de su hija en 1821. Pero la intervención del nuevo lord Pomfret, nieto de
Charlotte Finch, evitó en el último instante lo que parecía una inevitable separación.
En 1824 se le diagnosticó un cáncer de mama y fue intervenida quirúrgicamente en el
Westminster Hospital con los fondos facilitados, esta vez sí, por la Royal Literary
Foundation. La escritora siguió trabajando para sacar adelante a Amelia, pero algunos
de sus últimos textos, como The Baronet Widow (1825), una novela en tres
volúmenes, sufrió graves retrasos en su publicación a causa de la crisis editorial de
los «bluebooks». Crisis que coincidió con un agravamiento del estado físico de
www.lectulandia.com - Página 12
Wilkinson, sometida a dos operaciones más en el St. George’s Hospital. A fin de
procurarse una manutención básica, la autora se empleó como letrista para
compositores de música popular, tal y como explica en otra misiva dirigida a la Royal
Literary Foundation (8 En. 1828). Su última obra literaria, The Curator’s Son (1830),
es un drama moral muy alejado de sus queridas ficciones góticas. Sola y agotada,
pasó sus últimos meses de vida en el St. Margaret’s Workhouse, Westminster. Sarah
Wilkinson falleció el 19 de marzo de 1831, dejando tras de sí una vasta obra narrativa
y poética, hoy prácticamente olvidada.
The Spectre; or, The Ruins of Belfont Priory, publicado por primera vez por J. Ker
Publisher, es junto con Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St. Mary (1804) y The
Water Spectre; or, An Bratach (1805), el «bluebook» de Sarah Wilkinson que mejor
ha resistido el paso del tiempo. Se trata de una clásica historia de horror gótico según
los cánones estilísticos y dramáticos de los inicios del género, cuando sus tramas y
artificios estaban en fase de desarrollo. Su argumento se centra en las estremecedoras
vivencias de una joven pareja de aristócratas, Theodore Montgomery y Matilda
Maxwell, obligados a residir en un castillo embrujado cerca de los enmohecidos
restos del priorato de Belfont —un priorato es una especie de monasterio habitado
por unos pocos monjes, erigido en el antiguo reducto de un ermitaño o anacoreta…
—. Castillo, por supuesto, en el que hacen sus apariciones dos turbadores espectros
—de cuyas horribles heridas parece manar todavía sangre…—, y que esconden un
terrible secreto. Los vagos sobresaltos que provoca la noche, la soledad, el misterio
que segregan las cosas viejas, abandonadas, y el pavor concreto, profundo, de lo
sobrenatural, son tratados por la escritora con una mezcla de circunspecto respeto y
fina ironía.
www.lectulandia.com - Página 13
EL ESPECTRO
Durante el reinado de nuestro Enrique VIII, cuando las casas religiosas fueron
suprimidas y sus tesoros embargados por el monarca, el Priorato Belfont estaba entre
aquellos que se resistieron en vano a la orden, y que, apelando a Roma, buscaban
mantener la posesión de sus dominios, que eran extensos y generosamente dotados.
Esto no sirvió para otro propósito más que para hacer caer sobre sus cabezas la
venganza de su irritado soberano: fueron obligados a buscar refugio bajo otro techo, y
gran parte del Priorato fue reducido a escombros. Las tierras que poseían del
fundador de la orden fueron vendidas, pero el edificio permaneció como una solemne
ruina inadvertida por los ricos y evitada por los pueblerinos, quienes tenían la firme
creencia de que estaba encantada: ni siquiera se podía convencer de que pasaran cerca
de las ruinas después de la puesta del sol a los más valerosos de entre todos ellos. Así
permaneció hasta el reinado de Isabel, cuando ella ofreció el Priorato a Cecil lord
Burleigh, pero dado que Su Excelencia ya poseía otros terrenos magníficos, prefirió
no incurrir en el gasto de reconstruirlo para la mansión familiar.
Poco después, Theodore Montgomery dejó su país natal (Escocia) buscando en
Inglaterra protección de sus vengativos parientes. El osado joven era el heredero del
conde Gowen, un noble escocés de gran riqueza y poder. Su hijo, al casarse con
Matilda Maxwell, una joven dama dotada de excepcionales cualidades mentales y de
gran belleza, pero sin fortuna, incurrió en su desagrado, al igual que en el del resto de
sus parientes, pues la familia había confiado en que se casara con la heredera del
conde de Glencoe. El desgraciado Montgomery y su amada Matilda, perseguidos con
todos los actos que la crueldad podía inventar o la malicia sugerir y cansados de ser
expulsados de todas partes, decidieron buscar refugio en Inglaterra.
Con la venta de algunas posesiones valiosas, reunieron suficiente dinero para
ejecutar su plan, y prepararon el viaje con sólo dos sirvientes de cuya fidelidad
estaban seguros. Llegaron a la metrópolis sin que tuviese lugar ningún sucedido o
descubrimiento digno de mención. Inmediatamente, Montgomery se presentó ante
lord Burleigh, con cuya esposa su mujer tenía un parentesco lejano, y le habló de su
matrimonio y posteriores desgracias.
Lord Burleigh le aseguró su protección hasta que pudiese reconciliarse con su
familia, le dijo que mantendría un secreto absoluto acerca de su estancia y les habló
del arruinado Priorato. Aceptaron la propuesta alegremente y, a la mañana siguiente,
comenzaron su viaje a Cornwall. El hermoso paisaje del campo les subió el ánimo, y
se sintieron felices en su exilio. Cuando llegaron a Truro descargaron el carruaje y los
carros y siguieron a pie hasta llegar al Priorato. Eran cerca de las ocho de la noche
www.lectulandia.com - Página 14
cuando entraron en el camino que llevaba a las puertas; apenas podían distinguirse los
objetos de su alrededor entre la oscuridad que ahora los inundaba, y los altos árboles
que se movían sobre sus cabezas les insuflaron sensaciones melancólicas, que las
ruinas a las que se acercaban ni mucho menos disiparon. Theodore dirigía la marcha
hacia la parte habitable, según las instrucciones que había recibido de lord Burleigh, y
pasaron por un arco de madera de aspecto antiquísimo; llevaba a una puerta pequeña,
en cuya cerradura colocó la llave que le habían dado y la abrió con dificultad.
Encendieron una mecha y tras prender las antorchas se encontraron en un gran
recibidor de ventanas pintadas y techo abovedado. Desde este lugar se abrían varias
puertas y pasillos que llevaban al interior del edificio. Tras examinarlo, averiguaron
que esta parte que quedaba en pie eran las oficinas del Priorato que no estaban anejas
al resto del edificio y que habían escapado de la devastación, dado que los
saqueadores consideraron innecesario buscar tesoros en una parte dedicada a tareas
domésticas. Para su gran consuelo encontraron que aún permanecían los muebles,
aunque cubiertos de óxido y suciedad. Donald reunió tanto material como pudo y
encendió fuego en una de las salas, la que parecía más confortable que el resto, y allí
se sentaron para descansar de su fatiga y para airear la ropa de cama que pudieron
encontrar. Tras cenar provisiones frías que habían traído con ellos, decidieron reunir
varios colchones en la misma habitación y así estar cerca unos de otros. Agotados por
el viaje, se quedaron dormidos nada más cerrar los ojos, y su nueva situación no
impidió su reposo. Ya era tarde a la mañana siguiente cuando despertaron sin rastro
de cansancio. Emplearon el día en acomodar su estancia y lo lograron más allá de sus
expectativas: completaron tres dormitorios, un recibidor y una cocina en un estilo
pulcro aunque antiguo, y apilaron la leña en una sombría habitación que no querían
usar.
Acordaron que Donald debía ir todas las semanas al pueblo más cercano a
comprar provisiones al atardecer y volver lo más discretamente posible.
En cuanto hicieron todos los arreglos necesarios, dedicaron el tiempo a explorar
las ruinas. Aún quedaba el gran salón. Tenía veintiún metros de largo y diez de ancho
y una altura de cinco metros. En el lado norte había una escalera de unos dos metros
de ancho que subía directamente hasta el salón; el techo era abovedado y se apoyaba
sobre veinte arcos que se elevaban gradualmente uno sobre otro hasta entrar al salón.
En el otro extremo de la escalera, en el lado sur de la sala, había una chimenea de
unos tres metros y medio de ancho. A cada lado de la chimenea había dos ventanas de
estilo gótico adornadas con esculturas de frutas y hojas y a cada extremo del salón
había ocho pilares triangulares colocados equidistantemente y apoyados en tres
bustos. La grandeza de la arquitectura los llenaba de deleite. Las cámaras que partían
de este lugar estaban ahora a ras de suelo, o sólo quedaban en pie partes de sus
paredes. Bajaron por la noble escalera y cruzaron el patio de las ruinas entrando en la
capilla, pero sólo una parte permanecía en su estado anterior. Examinaron los
ornamentos que encontraron, y Theodore se sorprendió mucho de ver en una piedra,
www.lectulandia.com - Página 15
apenas legibles, los títulos del conde de Gowen unidos a los de Belfont, pero el resto
de la inscripción (que tenía muchas líneas) estaba demasiado perjudicada por el paso
del tiempo como para que pudiese descifrarla. Tras mucho estudio y esfuerzos, se vio
obligado con gran disgusto a abandonar la empresa y permanecer en la ignorancia.
Dejando la capilla y volviendo hacia la izquierda, llegaron a la biblioteca. Ya habían
desaparecido la mayoría de los libros y en las estanterías sólo quedaban algunos
volúmenes, pero para Theodore y Matilda ésta fue una dulce adquisición. Estaban por
retirarse cuando Blanche abrió una pequeña puerta de roble que había escapado de la
atención de su señora y, profiriendo un grito, ¡cayó desmayada! Donald corrió a
ayudarla, pero al mirar hacia el lugar que le había causado tal alarma a la muchacha,
se encontró en una posición no mucho mejor que la de la aterrada damisela. Todo su
cuerpo tembló como una hoja de álamo y en los ojos se le fijó una vidriosa mirada de
horror. La bella Matilda se aferró al brazo de Theodore, buscándolo para que la
protegiese. Él la llevó gentilmente hacia las estancias habitables y, tras sentarla en un
sillón, volvió con los sirvientes, a quienes encontró en la misma postura en que los
había dejado, pero para su asombro la puerta se había cerrado sin ayuda. Ayudó a
Donald a levantarse y éste, recuperando su habitual estado mental ante la presencia
de su señor, le ayudó a llevar a Blanche, aún inconsciente, con Matilda, que vio con
agrado su regreso. En cuanto los sirvientes se hubieron recuperado de su terror,
Theodore quiso que le relatasen la causa. Blanche dijo que nada más abrir la puerta
una figura alta y erguida la miró, se acercó a ella y movió una de sus manos; ¡que su
rostro era de un blanco mortal y tenía grandes y terribles ojos! Donald corroboró esta
historia, añadiendo que en su mano derecha la figura tenía una espada manchada de
sangre que blandía de modo amenazante.
—¡Por piedad! —confirmó Blanche—. Es cierto, pero el miedo me ha privado de
mis sentidos. ¡Oh, era un espectro terrible!
Theodore ordenó a Donald que le siguiera para escudriñar entre las ruinas y ver si
el objeto de su alarma aún permanecía. La temblorosa Blanche se arrojó de rodillas
ante Theodore:
—¡Oh, mi señor! —dijo la doncella—. Le suplico que no vaya. ¡Si el fantasma os
mata a vos y a Donald, qué será de mí y de mi querida señora!
Theodore sonrió ante la torpe simplicidad de la cariñosa muchacha, pero no
desistió de su propósito y le ordenó a Donald, que permanecía parado como una
estatua, que le acompañase al salón sin mayor retraso.
Matilda se levantó de su asiento y anunció su intención de ir con ellos diciendo
que su temor por el bienestar de su esposo no le permitiría permanecer allí.
Tras varias cariñosas protestas, su amado marido accedió a su petición y Blanche,
avergonzada de parecer menos heroica que su señora, se unió a la partida y se
dirigieron hacia la biblioteca. Donald exclamaba durante todo el trayecto que antes
preferiría enfrentarse a un regimiento de franceses que a un espectro:
—Nunca he sido un cobarde —dijo el hombre (y decía la verdad, pues había
www.lectulandia.com - Página 16
mostrado su valor en varias ocasiones)—, pero odio a estos seres sobrenaturales.
—Calla, mentecato —le dijo Theodore mientras se aproximaban a la puerta de
roble que él mismo abrió, mientras su dama y los sirvientes dieron un respingo
provocado por sus aprensiones, que estaban llegando a su punto más álgido. Nada
apareció, y todo estaba silencioso como una tumba.
El grupo entró y procedieron a investigar los muebles, que parecían más antiguos
que los otros que habían encontrado en el Priorato. Colgaban del techo ricos tapices
bordeados de preciosas cadenetas de flores donde se describían exquisitamente varios
paisajes de carácter histórico y las sillas habían sido construidas para armonizar con
el conjunto, pero las mesas eran de una hermosa madera tallada de curiosas formas. A
un extremo había un gran armario de ébano que Theodore abrió; se le heló la sangre
con horror ante la espantosa escena que se le presentó: ¡había colgados no menos de
tres cuerpos humanos descompuestos! Al fondo del armario había un puñal con
mango de oro macizo con varios caracteres en relieve. Por el aspecto de la hoja no
tuvo duda de que era el arma con la que se habían cometido los asesinatos.
Los muertos, según los restos de sus ropas que no habían sido consumidas por la
todopoderosa mano del tiempo, parecían ser de alto rango. Había un caballero, una
dama y un muchacho, aparentemente de unos siete años de edad. Los asesinos no
parecían ser de aquellos para quienes el pillaje era su objetivo principal, pues en los
cadáveres permanecían varios ornamentos de considerable valor. El más llamativo era
una cruz de diamantes suspendida de una cadena de oro del pecho de la dama. Tras
buscar unos instantes no vieron nada que pudiese solucionar el misterio de quién era
el asesino y regresaron a sus habitaciones abrumados por el horror. El espantoso
descubrimiento hizo que el refugio que les había parecido tan confortable se tornase
odioso e inquietase su descanso, pero la necesidad los obligó a permanecer allí.
Una noche, cuando Donald había acompañado a su señor al pueblo de al lado para
comprar algunos víveres, quedaron fascinados con las diferentes conversaciones que
habían oído sobre el Priorato encantado: se habían visto luces y figuras de hombres y
mujeres caminando entre las ruinas, todo lo cual se juzgaba como sobrenatural, y
todos los relatos habían sido grandemente exagerados. Algunos afirmaban que los
fantasmas no tenían cabeza y otros que había más de una docena en una fiesta
espectral. Theodore le preguntó a uno, que parecía el más locuaz, qué razón se daba
para la reaparición de aquellos quienes por las leyes divinas y naturales debían
descansar en su silencioso sepulcro. El hombre (que resultó ser el notario del pueblo)
le informó de que el Priorato no había sido construido hasta el reinado de Eduardo IV
en el año 1463 por Roben, conde de Belfont, un poderoso hombre que gozaba del
favor del monarca y de quien era fiel súbdito, vigilante en su causa contra la casa de
Lancaster y que había sido uno de los principales valedores para arrebatarle al
desgraciado Enrique VI la dignidad real. El edificio había sido construido
cumpliendo un voto que había hecho en el campo de batalla. Juró construirlo si Dios
le concedía la victoria sobre los enemigos de su soberano. Esta victoria resultó
www.lectulandia.com - Página 17
decisiva a favor de la dinastía de York y el conde cumplió su promesa religiosa. Fue
muy generoso, y el edificio debía convertirse en la estructura religiosa más hermosa
de todo el reino. El conde vivió hasta muy avanzada edad, pero en el momento en que
el vil duque de Gloucester subió al trono, se retiró del asqueado mundo y se hizo
hermano del Priorato de Belfont.
Allí vivió siguiendo con el mayor rigor las reglas prescritas hasta el fallecimiento
de Hugh de Burgh, el Prior, y fue elegido el nuevo Prior por consenso universal. Su
muerte fue fuente de gran desconsuelo para sus hermanos. Su hijo heredó el título.
Era el peor de los tiranos: arrogante, cruel y vengativo. Se casó con lady Margaret,
hija del conde de Gowen (Theodore no pudo evitar sobresaltarse). La dama expiró al
dar a luz a su primera hija, que recibió el nombre de Avisa. El conde estaba
disgustado por no tener un heredero masculino de sus títulos y hacienda, y lamentaba
más esa circunstancia que la pérdida de su encantadora esposa. Contrajo segundas
nupcias unos meses después del fatal suceso y no tuvo descendientes. El conde y la
condesa vivieron una vida desdichada y ella murió unos años antes que su esposo, no
sin que se sospechara que le dieron a beber vino envenenado.
La adorable Avisa se crió muy desatendida por su padre, y mucho antes de la
muerte de éste se retiró a un convento en Sheen, donde permaneció hasta su trigésimo
cumpleaños. El conde, informado por sus médicos de que no le quedaban muchas
horas de vida, nombró a un sobrino de su primera esposa Margaret como su heredero
si se casaba con Avisa y se podía conseguir de Roma una dispensa para anular los
votos de la muchacha. Así se hizo, pero ni el joven conde de Gowen ni Avisa veían el
matrimonio con buenos ojos. Ambos eran hermosos y agradables, pero no sentían
nada el uno por el otro. El conde había fijado sus afectos en otra parte, pero no podía
heredar sin cumplir con la voluntad de su difunto tío, de modo que prefirió rechazar
su amor y casarse con la heredera. Vivieron cerca de siete de años en completa
armonía. Dado que el conde poseía una mente noble y elevada, y detestaba
comportarse mal con la agradable condesa, luchó por olvidar a su primer amor y le
prestaba a Avisa grandísima atención, que ella pagaba cumpliendo su deber y
complaciéndolo. Más o menos durante este tiempo, Gowen alojó en su castillo a sir
Leopold de Courcy, que había llegado inesperadamente de Alemania. Al entrar en la
sala donde Avisa estaba sentada tejiendo un tapiz con sus doncellas, ella levantó la
vista y, al ver al apuesto caballero, se cayó de su asiento y se desmayó. El conde
estaba sorprendidísimo, pero la dama atribuyó su emoción a una repentina y violenta
indisposición. Él quedó satisfecho y ella se retiró a sus aposentos.
Tras un rato conversando de diferentes asuntos, la alarma de la condesa ante la
entrada de su amigo volvió al recuerdo del aún descreído marido.
—Decidme, sir Leopold —dijo el conde—, ¿alguna vez habíais visitado al
fallecido conde de Belfont la última vez que honrasteis nuestra patria con vuestra
presencia?
El caballero respondió afirmativamente:
www.lectulandia.com - Página 18
—¿Quizá —dijo su amigo— conocisteis entonces a lady Avisa, su hija?
Sir Leopold replicó que, por lo que recordaba, nunca la había visto.
—Pero ¿por qué lo preguntáis? —continuó el caballero.
—Por nada en particular —dijo el conde, dudando—. Se me ocurrió que vos y mi
dama ya os conocíais de antes.
La llegada de la cena interrumpió su conversación. Uno de los sirvientes
comunicó que la condesa estaba demasiado indispuesta para acompañarlos a la mesa
y, habiendo llegado el resto de los comensales, empezaron a dar cuenta de una
suntuosa cena. Ese mismo día el Priorato de Belfont fue destruido por un edicto de Su
Majestad, cuando sólo había permanecido en pie setenta y cuatro años. El conde, que
era un reformista apasionado, oyó las noticias sin lamentarlo en absoluto: además,
para su gran consuelo, ahora estaría exento de pagar las grandes sumas que le
cobraban anualmente según el testamento de Robert, el fundador del Priorato. Pero el
caso era muy distinto para lady Gowen. Ella veneraba ésta y todas las casas
religiosas, y durante un tiempo estuvo inconsolable. Aún quedaban en pie las oficinas
del Priorato, el salón principal y una habitación grande que había sido el aposento del
superior, y el lord apeló al rey para que le permitiese conservarlas como residencia
para la temporada de caza. Obtuvo el permiso, pues los Gowen siempre habían
gozado del favor de los Enriques por su estricta adherencia a la familia Lancaster.
Pero el destino había dispuesto que el conde nunca disfrutase del privilegio obtenido:
en menos de tres meses tras la llegada de Leopold, Gowen se vio obligado a asistir a
la boda de su monarca con Ann de Cleves. Invitado una noche a un espléndido
banquete durante su estancia en la Corte, hacia el final de la cena los caballeros
estaban algo ebrios de brindar a la salud de Sus Majestades. Lord Weston comenzó a
tomarle el pelo al conde amistosamente a cuenta de que estuviese alojando a quien
había sido amante de su esposa. Al día siguiente, lord Gowen le preguntó al noble,
declarando que ignoraba a qué se había referido la noche anterior y que deseaba una
explicación, que lord Weston le dio de la siguiente manera: durante cierto tiempo, sir
Leopold de Courcy había dedicado sus atenciones a la heredera de Belfont, pero el
conde se negó a dar su consentimiento diciendo que él tenía otros planes para su hija
y pidiéndole al caballero que dejase de visitarla. Esto les causó un gran desconsuelo a
Leopold y a Avisa, pero continuaron viéndose en secreto en la casa de la nodriza de la
dama durante un tiempo, hasta que uno de los pastores informó a lord Belfont del
asunto. Avisa fue encerrada en sus aposentos y poco después enviada al convento de
Sheen. Sir Leopold vio frustrados todos sus intentos por recuperar a su amante y se
retiró a su país, donde pronto conoció a una viuda rica con la que se desposó. Aquí el
conde de Gowen le interrumpió diciendo que conocía bien a la dama y que había
conocido por primera vez a sir Leopold durante la celebración de su matrimonio en el
Spa; y a esto añadió que el motivo del regreso del caballero a Inglaterra se debía a
que deseaba aliviar su dolor tras la muerte de lady de Courcy. Lord Weston continuó
su conversación diciéndole al conde que lady Avisa sólo estaba alojada en el
www.lectulandia.com - Página 19
convento, sin tomar los votos, pero que al recibir la noticia de la boda de Leopold
insistió en tomar el hábito, lo que hizo ignorando completamente las órdenes en
contra de Belfont, quien estaba tan exasperado por la conducta de su hija que nunca
fue a visitarla al convento los muchos años que ella sobrevivió a este estado de cosas.
—Pero nunca oí —dijo lord Weston— que se sospechase nada ilícito entre los
amantes, y espero que ahora sus actos estén dictados por el honor y la rectitud.
Se separaron los nobles, y el conde de Gowen volvió a su alojamiento con el
estado de ánimo más desdichado que concebirse pueda.
—Pero quizá sea necesario informarles —dijo el notario— de que lord Weston
era pariente de la segunda esposa del conde fallecido y estaba mejor enterado de los
asuntos de la familia que el sobrino conde Gowen, que había residido en Escocia
hasta su matrimonio con Avisa.
A estas alturas Theodore y su acompañante habían llegado a los límites del
pueblo, la noche se acercaba y alargar su estancia resultaría peligroso para sí mismos
e inquietante para lady Matilda, quien sin duda se alarmaría por el inusual retraso.
Por lo tanto, le dijo al notario que estaba ansioso por llegar a su morada, que quedaba
en un pueblo distante, pero que le había interesado tanto la historia que había sido tan
gentil de relatarle que le complacería volver a verle en la posada para escuchar el
resto en el momento que le conviniese. El notario mencionó la noche del día
siguiente, y partieron.
Theodore y Donald recorrieron la mayor parte de su camino a través del bosque
hasta que llegaron al Priorato, donde lady Matilda y su fiel Blanche los recibieron con
placer y Theodore les relató lo que el notario acababa de contarle.
—Ahora entiendo —dijo él— el motivo de la tumba de la capilla con los nombres
y los escudos de armas de las familias de Belfont y Gowen. Aunque estaban tan
íntimamente ligadas por dos matrimonios, las terribles escenas que sin duda
ocurrieron evitaron que mi padre mencionase ese parentesco, y yo noté a menudo que
no le gustaba hablar de sus ancestros.
A la noche siguiente Theodore reapareció en la posada y vio que el notario había
cumplido su palabra y retomaba el hilo de su narración del siguiente modo:
Tan pronto como pudo retirarse decorosamente de la corte, volvió al Castillo
Belfont, que estaba situado a varios kilómetros del Priorato, en el pueblo de
Launceston. En su viaje ponderó cómo debía actuar en consecuencia de las nuevas
que había oído. Negarle a sir Leopold que continuase su visita en el castillo sin
explicar las razones parecería quebrantar su deber de hospitalidad. Estaba seguro de
que las intenciones del caballero no eran honorables, o no habría negado que
conociera a lady Gowen. Pero disculpaba a Avisa de tener conocimiento de la llegada
de sir Leopold, y decidió desafiarlo a combate singular y borrar el manchón que había
sufrido su honor. El conde viajaba a tal velocidad que llegó al castillo mucho antes de
lo que lo esperaban sus habitantes, quienes parecieron agitados y sorprendidos. El
conde saltó de su orgulloso semental y pronto inquirió a los sirvientes la causa de la
www.lectulandia.com - Página 20
consternación tan visible en su comportamiento, pero no pudo obtener una respuesta
satisfactoria. Se dirigía a los aposentos de su dama cuando el mozo de cámara,
dubitativo, le informó de que lady Gowen había salido del castillo la noche anterior
en compañía de sir Leopold y el joven lord Montgomery con sólo dos sirvientes que
pertenecían al caballero. Al salir le dijeron que se dirigían a ver las minas. Cuando
vio que era de noche y que no habían vuelto, se intranquilizó y, acompañado de
varios sirvientes, partió en busca de ellos temeroso de que hubiese tenido lugar un
terrible accidente. Pero su búsqueda fue en vano y, aunque estaba seguro de que no
habían ido a las minas, no supo de su paradero.
El conde se entregó a los más violentos paroxismos de ira, jurando venganza
contra su pérfida esposa y su falso amigo. Despachó a sus vasallos por todos los
caminos que se le ocurrieron, montados en veloces corceles para darles alcance, pero
todos sus intentos resultaron infructuosos y le desesperaron.
Amargamente se reprochaba haberse casado con lady Avisa y haber abandonado a
lady Julia Malcolm, el verdadero objeto de sus afectos y a quien numerosas veces le
había hecho las más solemnes declaraciones de amor. Consideró sus desgracias como
una penitencia de los cielos como justo castigo por su perjurio y maldecía la herencia
Belfont por ser el medio de su caída.
Pasaron algunas semanas y nada se sabía de los fugitivos hasta que Roland, uno
de los cazadores del conde, trajo sorprendentes noticias: contó que siguiendo a un
gamo, el azar le había llevado cerca del Priorato, justo cuando comenzaba una
violenta granizada. Estaba solo y, aunque deseaba refugiarse de las inclemencias del
tiempo, no le convencía la idea de meterse en las ruinas, ya que se comentaba entre
los habitantes del pueblo que desde que el edificio fuese demolido se veía al fantasma
del fundador vagando entre ellas. Pero la tormenta continuaba cayendo con tal
violencia que no le quedó otra opción y se cobijó bajo un gran pórtico. No llevaba
mucho tiempo así guarecido cuando oyó las voces de varias personas conversando a
cierta distancia. Esto le sobresaltó, pero se le ocurrió que podían ser viajeros que,
como él, habían buscado refugio de la tormenta y se decidió a ir en su encuentro para
poder unirse a su grupo. Desmontó de su caballo y, atándolo a la estatua que quedaba
en la pared, escuchó atentamente de dónde procedía el sonido y subió por la escalera
noble. Al entrar al salón le pareció que las personas estaban en una habitación
cercana. Roland recordaba que se habían llevado muebles del castillo para que la sala
fuese apropiada para que su señor recibiese a sus visitantes durante la temporada de
caza y pensó que ésa era la razón por la que los viajeros habrían elegido esa sala que
con exquisito gusto había decorado lady Avisa. Estaba a punto de entrar por la puerta
cuando, para su gran horror y sorpresa, se dio cuenta de que una de las personas era
sir Leopold de Courcy. Reuniendo valor, miró por una rendija de la puerta y vio al
caballero, a lady Gowen y a su hijo con los dos sirvientes. Por su conversación,
comprendió que se habían ocultado allí desde que dejaron el Priorato Belfont, pero
que aquella noche tenían intención de comenzar su viaje. Pensaban partir a la
www.lectulandia.com - Página 21
medianoche y habían preparado un disfraz de hombre para la señora, que llevaría
hasta su llegada a Alemania. No sin dificultad, el hombre pudo salir sin ser visto,
pues sir Leopold entró en la sala en el momento en que Roland llegaba a las
escaleras. Montó en su caballo y tuvo que huir precipitadamente, pues no dudaba de
que lo asesinarían si lo encontraban en aquel lugar. El conde recompensó al cazador
por su fidelidad y le ordenó que mantuviera el asunto en secreto. Alrededor de las
nueve de la noche el conde Gowen salió discretamente del castillo y se dirigió hacia
el arruinado Priorato. Llegó allí justo cuando el reloj del pueblo vecino daba las once.
Entró cautelosamente al salón, la puerta de la habitación interior estaba abierta y
pudo ver perfectamente a su dama y al caballero traidor: éste la estaba convenciendo
para que se vistiese el disfraz que le había conseguido, a lo que ella parecía acceder
con reluctancia, diciéndole con aire afectuosísimo que sacrificaría su vida por él.
Sir Leopold la abrazó y le dijo que se acercaba la hora que esperaba que los
rescatase de su molesto escondite y del miedo de ser sorprendidos por sus enemigos.
Lady Gowen le respondió con tanto afecto que el conde ya no pudo contener sus
ansias de venganza. Se abalanzó en la habitación y hundió un puñal en su pecho. La
sorpresa había paralizado el brazo de sir Leopold, pero, recuperándose de su estupor,
desenvainó la espada y atacó furiosamente al desdichado esposo. Falló, y recibió una
herida mortal del arma del conde, aún manchada de la sangre de su amante.
Sir Leopold se tambaleó unos pasos y, exclamando que no caería sin ser vengado,
atravesó con su espada el corazón del niño, lord Montgomery, que estaba dormido en
un asiento vestido para el viaje. No pronunció una sola palabra, sino que al instante
su alma pura abandonó su alojamiento terrenal y voló a los reinos de la felicidad. El
conde cayó casi en estado de locura: su venganza le había costado un alto precio,
pues amaba muchísimo a su hijo y había contemplado el golpe fatal con un horror
que desafía toda descripción. Puso a la desdichada víctima en un armario de roble y,
cerrando la puerta, huyó frenéticamente de la escena de muerte. Volvió a su castillo
sin incidentes, aunque al cruzar uno de los patios oyó cascos de caballos en el camino
que llevaba al Priorato. Recordó qué propósito llevaban, y por un momento deseó no
haber evitado la huida. La agonía del dolor y los más desgarradores sentimientos por
la pérdida de su amado hijo pronto le afectaron al cerebro y se convirtió en un
maníaco afligido. En ese estado continuó cerca de tres años durante los cuales
murmuraba las expresiones más aterradoras. Roland era el único de sus sirvientes que
entendía sus delirios sobre asesinatos, pero mantuvo para sí el fatal secreto.
Alrededor de una semana antes de su muerte, el desdichado conde recuperó el
sentido y pidió un sacerdote para hacer una confesión pública. El caso fue
comunicado al rey de inmediato, quien ordenó que se le prestase a Gowen toda
atención considerando las desgraciadas y lamentables circunstancias del asunto y le
concedió el perdón total en caso de que alguna vez recuperase la salud. Pero la
corona embargó los bienes de la familia Belfont, aunque no interfirió con los de los
Gowen. El conde vivió lo justo para recibir el perdón, hizo una petición al Cielo y
www.lectulandia.com - Página 22
expiró. Fue enterrado entre las ruinas de la capilla del Priorato por su expreso deseo.
Su hermano Adolphus heredó sus bienes en Escocia. Desconozco la causa, pero el
monarca ordenó que los cuerpos de los asesinados no fuesen enterrados y a menudo
se ve a sus espíritus rondar por el lugar. Así terminó el notario su triste historia,
expresando el deseo de que hubiesen permitido llevar a cabo los ritos funerarios. Tras
los saludos mutuos de rigor, partieron, y Theodore pensó en los terribles
acontecimientos y sinceramente deploró el destino de sus ancestros.
El pequeño círculo que componía su familia estaba sentado alrededor de un
animado fuego, escuchando atentamente el relato de Theodore de lo que le había
contado el notario. Matilda se estremeció ante la horrorosa historia, mientras que a
los dos sirvientes se les puso el vello de punta. Acercaron sus sillas a las de sus
señores y mostraron todos los síntomas de estar aterrados. Acabó Theodore de
concluir su relato y le dijo a Donald que sacase una botella de vino del baúl, pues un
buen vaso podría levantarles el ánimo y dispersar la sombra que se cernía sobre sus
rostros. Donald se disponía a obedecer la orden de su señor cuando la puerta de su
habitación, que siempre cerraban con cuidado por dentro en cuanto estaban todos, se
abrió de repente, chirrió sobre sus goznes y se volvió a cerrar violentamente. Esto se
repitió tres veces y luego todo se quedó en silencio como antes. Theodore fue el
primero en recuperarse del susto y la confusión en que los había sumido el suceso y
se dedicó a calmar sus aprensiones asegurándoles que se les había olvidado echar el
cerrojo y que el viento había abierto la puerta. Se adelantó para examinar la puerta,
convencido de que encontraría los cerrojos sin echar, pero se quedó paralizado al
contemplar que estaban totalmente cerrados como de costumbre. Un grandísimo
terror se apoderó de todos los infelices fugitivos. Lady Matilda declaró que prefería
mendigar pan que permanecer en un lugar tan terrorífico. Pasaron la noche entre
tremendos miedos, escuchando cada sonido con profunda inquietud, pero no ocurrió
nada más que los inquietase. Se levantaron temprano a la mañana siguiente, agotados
y enfermos por falta de descanso y decidieron buscar un refugio más acogedor sin
pérdida de tiempo. Durante todo el día llovió a mares, lo que les impidió a Theodore
y a su sirviente llevar a cabo la búsqueda que pretendían.
No les fue posible salir del Priorato debido al clima desfavorable y, para calmar
las aprensiones de Matilda, Theodore decidió enterrar los restos de las víctimas
culpables y del niño inocente con la ayuda de Donald en uno de los pasillos de la
derruida capilla. Envió a su sirviente a por un pico y una pala y, metiendo los restos
en un viejo baúl, llevaron a cabo las exequias de los muertos.
Theodore se esforzó por convencer a su dama y a los sirvientes de que pasaran
algún tiempo más en su actual morada con la esperanza de que ahora que el terrible
espectáculo estaba enterrado, debían poder descansar en paz. Tras discutirlo,
accedieron a su proposición y se prepararon para armarse de valor.
La luna brillaba con fulgor resplandeciente y la noche era inusualmente cálida
para la estación. Theodore y Matilda paseaban a menudo por el lugar mientras sus
www.lectulandia.com - Página 23
fíeles sirvientes, que sentían un sincero afecto el uno por el otro, los seguían a cierta
distancia. En uno de esos paseos nocturnos se alejaron insensatamente de su morada
y las campanadas del reloj del pueblo les advirtieron de que había llegado la muy
temida medianoche, por lo que volvieron hacia el Priorato con toda la ligereza que
pudieron. Acababan de llegar a las ruinas cuando el espectro que habían visto Donald
y Blanche, la primera vez que entraron en el salón, se cruzó en su camino, profirió un
sombrío gemido y, tras observar a la partida con una mirada escrutadora, desapareció
de su vista. Continuaron andando lentamente sin decir una sola palabra, tan grande
era su miedo, un miedo que se acrecentó cuando al subir por las escaleras que
llevaban a la habitación donde habitualmente residían, la misma figura les impidió el
paso interponiéndose en el estrecho pasaje. Theodore se deshizo del abrazo de la
aterrada Matilda y, avanzando osadamente hacia el espectro utilizando todas las
imprecaciones sagradas, lo conjuró a que relatase el motivo de su irrupción del
mundo de los muertos y hechizar aquella morada del horror. El espectro, con una voz
solemne, le ordenó que le siguiese y bajó por la escalera de caracol mientras
Theodore le siguió con asombrado silencio aunque dispuesto a obedecerlo y
desentrañar, si era posible, el terrible misterio. Su fantasmal guía le llevó por una
estrecha escalera mientras una llama azul proyectaba una tenue luz en los objetos que
los rodeaban. Al final de la bajada entraron en una espaciosa cripta. En medio de la
sala había una amplia piedra cuadrada donde se detuvo el espectro y se dirigió al
joven:
—¡Observa, heredero de Gowen, el errante espíritu de Robert, señor de todos los
ricos dominios de Belfont, cuyos actos de benevolencia le ganaron el cariño de sus
vasallos, pero sabe que era un asesino!
Theodore profirió un profundo suspiro y el espectro continuó.
—Mi hermano mayor era un noble joven. Nos teníamos el más profundo afecto el
uno al otro y no nos ocultábamos ningún sentimiento; todo era sinceridad y amor
fraternal. Acababa yo de cumplir los dieciocho años cuando, desgraciadamente, caí
locamente enamorado de la hermosa Elizabeth, sobrina del duque de Somerset y
quien, sin yo saberlo, se había comprometido previamente con mi hermano. Pronto le
declaré mi afecto, que ella rechazó. Poco después supe que la causa de su rechazo era
que prefería a mi hermano. Desde aquel momento, los celos, un odio mortal y la
venganza tomaron posesión de mi alma. Contraté a cuatro rufianes que lo
emboscaron en un sendero privado. Se resistió valientemente, pero cayó cubierto de
heridas. Cavaron un hoyo profundo y ocultaron el cruel acto de los ojos de los
mortales. Nunca se descubrió el miserable asesinato, y yo se lo oculté incluso a mi
confesor. Pero en la conciencia me pesaba el pecado y me atormentaba. Algunos años
después conseguí la mano de Elizabeth, quien cedió reticentemente a los deseos del
duque, ansioso por una unión con nuestra familia. El Cielo no le podía ser propicio a
un matrimonio fundado en sangre. Elizabeth murió en el segundo año de nuestro
matrimonio al dar a luz a mi hijo. ¿Acaso los anales de mi familia no están
www.lectulandia.com - Página 24
manchados de asesinatos, deshonor y los actos más horrendos? En ti, noble Theodore,
reviven las virtudes de mi hermano. ¡Mueve esta piedra, cava algunos metros y
encontrarás el esqueleto del desdichado Edward! Hazle los honores funerarios, que se
digan misas por el descanso de mi alma y así mi perturbado espíritu conocerá el
reposo que durante tanto tiempo se le ha negado. Cumpliendo mi voto durante la
guerra, erigí este Priorato y elegí el lugar donde se había cometido el asesinato con la
esperanza de expiar mi falta… ¡un maldito fratricidio!
Aquí se desvaneció el conde Robert entre los más terroríficos gemidos y la llama
azul se apagó gradualmente. Theodore quedó en total oscuridad, palpando las paredes
con la esperanza de encontrar el pasaje por el que el espectro le había guiado hasta la
profunda cripta, pero sus esfuerzos fueron en balde: en vano dio grandes voces, sólo
le respondía el eco que rebotaba desde el techo y ya empezaba a sentir las más
terroríficas aprensiones acerca de su destino cuando una helada frialdad le agarró la
mano y este agente invisible le guió o más bien tiró de él con fuerza durante una
distancia considerable, hasta que el joven notó que se encontraba en el estrecho
pasaje por el que había entrado a la cripta. Esta circunstancia le levantó el alicaído
ánimo y pensó que el mismo espectro le guiaba, aunque oculto de su vista y sintió
una confianza total en su guía. Ahora sus pies tropezaban con la escalera de caracol y
para su gran alegría descubrió que estaba cerca de su propia habitación y de su amada
Matilda, cuya angustia ante su ausencia bien sabía que habría sido dolorosísima. La
fría mano le soltó y una voz doliente exclamó:
—No puedo ir más allá, éste es el último paso de mis límites; continúa y que
todos los ángeles te guarden.
El tono era muy distinto al del conde Robert. Theodore estaba asombrado. Ahora
una gran luz blanca brillaba tras él. Se giró, y vio una visión que lo llenó de piedad y
horror al mismo tiempo: ¡el fantasma del asesinado Edward (pues sin duda tal era)
estaba en pie a cierta distancia! Tenía el cuerpo cubierto de heridas y un gran corte en
la frente, del cual aún brotaba sangre copiosamente. Montgomery tenía los ojos
clavados en esta visión y con un débil suspiro exclamó:
—¡Theodore! Eres la única esperanza que les queda a dos nobles familias, cumple
la petición de mi asesino, el acto te recompensará grandemente.
Theodore se vio obligado a detenerse unos momentos para recuperarse de la
sorpresa y se apresuró a llegar a su habitación. Los dos sirvientes se esforzaban por
ocultar sus propios miedos y confortar a su afligida señora, aunque en vano, pues el
dolor había tomado posesión de su alma y declaraba que había perdido para siempre a
su Theodore. En ese instante, él apareció y cariñosamente tomó sus manos entre las
suyas. Abrumada por la agradable sorpresa, se desmayó, mientras Donald y Blanche
se arrodillaban y le daban las gracias al cielo con fervor por el regreso de su señor
sano y salvo. En cuanto lady Matilda recuperó el conocimiento y el grupo recuperó la
serenidad, Theodore respondió a sus vehementes preguntas y les narró todos los
detalles que habían tenido lugar durante su dolorosa ausencia. Concluyó su relato con
www.lectulandia.com - Página 25
el deseo de llevar a cabo las instrucciones que había recibido de los desdichados
espectros, pero temía acarrear con ello su ruina, pues dar ese paso significaba
necesariamente descubrirle a su cruel y despiadado padre dónde habían buscado
refugiarse por miedo a su poder y éste podría buscar algún modo de arrancarle del
lado de su amada Matilda, cuya situación exigía ahora más ternura que nunca.
Matilda le rogó que no permitiese que su preocupación por ella, aunque justa, le
impidiese llevar a cabo un acto que el cielo aprobaría y, a su tiempo, recompensaría.
—Por favor, mi señor —dijo el torpe Donald con una simplicidad que le arrancó
una sonrisa a Theodore—, ¡por favor, mi señor, enterrad al fantasma o puede que
busque venganza y os haga pedazos!
Tras varias disquisiciones al respecto, acordaron que no debían dar ningún paso
importante sin el consentimiento de lord Burleigh y decidieron hablarle del asunto.
Theodore se levantó temprano a la mañana siguiente y, disfrazándose de la guisa con
la que había viajado, se despidió cariñosamente de Matilda, montó sobre su caballo y
cabalgó hacia Launceston ayudado por Donald. Allí consiguió un vehículo apropiado
que le llevase a la metrópolis y envió a su fiel sirviente de regreso al Priorato,
dándole instrucciones estrictas de que cuidase de su dama y de Blanche durante su
ausencia, que haría tan corta como fuese posible.
Llegó a la residencia de lord Burleigh sin que le ocurriese por el camino ningún
incidente digno de mención. Fue recibido por el noble con muestras amistosas, pero
nada pudo igualar la sorpresa de Cecil cuando le informó del motivo de su visita. No
desconocía el asesinato de sir Leopold de Courcy y de la condesa de Gowen, pero el
resto lo ignoraba, y admiró los caminos inescrutables de la Providencia para traer a la
luz el asesinato.
—Ahora tengo —dijo el conde— una gran sorpresa para ti, tan grande como la
que tú me has comunicado. Permíteme que te felicite por tu acceso a la riqueza,
esplendor y un título.
—Explicaos, mi señor —dijo el aturdido Theodore.
Lord Burleigh le dijo que esa mañana había recibido la noticia del fallecimiento
del conde de Gowen, quien había expresado antes de su muerte el más sincero
arrepentimiento por el maltrato que le había dado a su hijo y a su encantadora dama, a
quien había escrito una carta de su propio puño y letra rogándole que no odiase su
memoria.
—Conozco tan bien las virtudes de tu Matilda —añadió lord Burleigh—, que
estoy seguro de que borrará de su pecho todo resentimiento. Tu padre te ha dejado
todo lo que poseía, aunque yo tampoco he estado ocioso. Le he implorado en tu favor
a nuestra amada reina y ha ratificado mi concesión de todas las tierras del Priorato y
el castillo de Belfont a tu dama, y lo considero un regalo de mi soberana. Tomaste a
Matilda renunciando a la rica heredera de Glencoe. Habéis soportado la pobreza y la
desgracia por vuestro amor y ahora sois recompensados. Nunca quise que una parte
de nuestra familia quedase sin herencia, pero decidí ocultar mis intenciones y poner a
www.lectulandia.com - Página 26
prueba vuestras virtudes y sentimientos. Han excedido mis mayores esperanzas, y ved
en mí a un sincero amigo que os ama como a sus propios hijos. Aquí tienes los títulos
de los bienes, tuyos son, y en cuanto a la visita sobrenatural que has recibido, eres
libre para actuar como tus deseos te guíen.
Theodore no tardó en expresar su gratitud. En cuanto fue a la corte y presentó sus
respetos a su soberana, regresó a Cornwall.
Matilda no pudo reprimir las lágrimas cuando le informó de la muerte del conde y
del cambio de sus sentimientos hacia ella, y lamentó sinceramente que no hubiese
sobrevivido para que los volviese a ver y les diese su bendición. Estas cariñosas
palabras enternecieron a su esposo, que también lamentaba como ella la muerte del
conde, a quien idolatraba a pesar del cruel tratamiento que había recibido de él. E
incluso aquello quedó olvidado cuando supo del amor que había expresado por él
antes de exhalar su último suspiro.
El notario fue la primera persona a la que Theodore reveló su rango. Al anciano
se le erizó el pelo de terror cuando le habló de los espectros que se le habían
aparecido al conde, y Theodore se vio obligado a hacer uso de toda su elocuencia
para persuadirlo de que volviese con él al Priorato. Al fin accedió y acompañó al
conde, disculpándose efusivamente por la familiaridad con que antes le había tratado.
—Continúa así, te lo ruego —dijo Theodore—, la sinceridad es lo que más
estimo.
Donald había conseguido dos hombres y con la ayuda de antorchas descendieron
por la escalera de caracol llegando a la cripta por el mismo camino que el espectro le
había mostrado a Theodore.
El conde los llevó hasta la piedra, la movieron y cavaron hasta cierta profundidad
antes de llegar hasta el objeto de su búsqueda. El esqueleto estaba muy corrompido,
pero la cabeza estaba en perfecto estado. El conde la examinó concienzudamente y
pudo percibir claramente que tenía una herida profunda en la frente que correspondía
al segundo espectro que había visto.
Cuidadosamente colocaron los restos en un ataúd que habían llevado con ellos y,
mientras llevaban a cabo esta tarea, oyeron la música más dulce y solemne, lo que les
demostró cuánto complacía este servicio a los espíritus errantes.
Al día siguiente tuvo lugar el funeral en Launceston con gran pompa y
magnificencia, y se erigió un monumento en la iglesia de Launceston a la memoria de
lord Edward sobre el que se grabó la melancólica historia de los dos hermanos.
Theodore, al despejar las ruinas del Priorato, descubrió un cofre de hierro que
contenía una cantidad inmensa de oro y joyas. Dentro había un pergamino que lo
declaraba propiedad de Hugh de Burgh, el primer Prior de la casa, quien al renunciar
al mundo, ofendido por sus familiares, enterró el tesoro y lo dejó para quien fuese tan
afortunado de descubrirlo. Así, por un singular capricho del Prior, Theodore se hizo
con la posesión de un valioso tesoro, que dedicó a propósitos caritativos. Construyó
una noble mansión en el lugar del Priorato Belfont donde residía varios meses al año
www.lectulandia.com - Página 27
y nunca sufrió el más mínimo incomodo por parte de visitantes sobrenaturales. Todo
fue paz y tranquilidad, y los desgraciados espíritus dejaron de vagar e inquietar el
reposo de los mortales.
Theodore y Matilda fueron bendecidos con una descendencia encantadora y
obediente. Sus arrendatarios y sirvientes los adoraban y vivieron respetados y felices
hasta edad provecta. Murieron con pocos días de diferencia e incluso ese corto
espacio de tiempo le resultó doloroso a quien había sobrevivido.
Donald y Blanche se casaron poco después de que Theodore se convirtiese en
conde, y éste les regaló una valiosa granja en Escocia y siempre conservó, junto con
su Matilda, un sincero aprecio por esos fieles sirvientes.
www.lectulandia.com - Página 28
Mary W. Shelley
(1797 - 1851)
www.lectulandia.com - Página 29
siendo porque estoy marcada. Nunca podré ser feliz, y por eso mismo continuaré
siendo herida cruelmente, desamparada en este abismo sin fondo que es mi vida.
Cuando estoy sola, apenas puedo soportar el peso de la aflicción, pero en compañía
de otros es casi peor», escribió en su diario. En cierto modo, se consideraba la última
superviviente de toda una estirpe de hombres y mujeres mimados por los dioses
apasionados y turbulentos, honestos y contradictorios, fascinantes y siniestros,
adoradores de la belleza, del amor y de lo siniestro. Percy B. Shelley, Lord Byron,
John William Polidori, la madre a la que admiró sobrecogida por la frialdad del
cementerio de Old St. Pancras Church, Mary Wollstonecraft, su hierático padre
William Godwin, su hermanastra Claire, y los amigos fallecidos o casi perdidos en la
distancia, como Leigh y Marianne Hunt, Matthew Gregory Lewis, la condesa
Potocka, Edward Trelawny o Thomas Jefferson Hogg y su esposa Jane Williams,
todos, sin excepción, forman parte de los capítulos que componen la biografía de
Mary Shelley. Y cada uno de ellos, entre la imaginación y la realidad, encierran una
historia más romántica que cualquier posible relato. Así pues, deambular una vez más
a través de la senda literaria y vital trazada por Frankenstein o el moderno Prometeo
suponía para Mary Shelley enfrentarse a sus particulares monstruos, reviviendo, en
suma, tiempos felices que transformaban su actual existencia en algo más doloroso
aún. No en vano, el prefacio que empezaba a redactar con pulso firme y seguro
concluía de la siguiente manera: «Y ahora, una vez más, invito a mi espantosa
progenie a que avance y prospere. Siento afecto por ella, porque fue el producto de
días felices, cuando la muerte y la aflicción eran tan sólo palabras que no encontraban
auténtico eco en mi corazón. Sus páginas hablan de paseos, de viajes y de
conversaciones de cuando no estaba sola; y mi compañero era alguien que no volveré
a ver en este mundo. Pero esto es sólo para mí; mis lectores no tienen nada que ver
con estos recuerdos».
Desde aquella lejana reedición de 1831, Mary Shelley ha sido, es y será la autora
de Frankenstein o el moderno Prometeo. Como explica Chris Baldick en su ensayo In
Frankenstein’s Shadow. Myth, Monstruosity, and the 19th Century Imagination
(1987), la pervivencia de la leyenda de Frankenstein ha sido posible porque Shelley
desarrolló imaginativamente varios de los problemas más acuciantes y esenciales de
la modernidad. El tipo de problemas aludidos por su novela son aquellos que,
históricamente, se fraguaron alrededor de los éxitos y los fracasos, las aspiraciones y
las frustraciones, del proyecto revolucionario de finales del siglo XVIII que Mary
Shelley —tanto por sí misma como por su herencia familiar y relaciones personales
— vivió muy de cerca. Sus dudas son las de una época en la que se mezclan el legado
de la Ilustración y los ímpetus del liberalismo radical junto al idealismo romántico,
preocupados por los efectos del progreso científico y tecnológico. Todo ello despertó
en la escritora un intenso sentimiento de ansiedad frente a las fuerzas conjuradas que
sustentaban este proyecto de progreso, cuya emancipación podía devenir en un hecho
monstruoso, incontrolable e impredecible, hasta el extremo de poner en peligro el
www.lectulandia.com - Página 30
proyecto mismo. Ansiedad que, a lo largo de todo el siglo XX, ha adquirido
proporciones universales. Así pues, Frankenstein o el moderno Prometeo puede ser
leída a distintos niveles, extrayéndose significados ideológicos, temáticos y
metafóricos muy heterogéneos. De ahí que el inconsciente colectivo, gracias a la
narrativa, al teatro, la radio, el cine, el cómic y la televisión, hayan convertido a
Frankenstein y a su Criatura no sólo en un tótem de la cultura popular, sino en un
producto de consumo capaz de conectar, todavía hoy, de manera visceral, con
inquietudes muy propias del siglo XXI: ciencia vs. ética.
Eclipsada por Frankenstein o el moderno Prometeo, la interesantísima obra
literaria de Mary Shelley ha ido emergiendo poco a poco de las tinieblas del olvido.
Por ejemplo, una de las mayores estudiosas de su trabajo, Elisabeth Nitchie —a quien
se debe el mérito de haber efectuado los primeros ensayos rigurosos de Frankenstein
o el moderno Prometeo—, descubrió una excelente novela inédita, Mathilda
(¿1819?), editada por primera vez, a título póstumo, en 1959, editada en el nº 3 de
Studies in Philology, University of North Carolina Press, y publicada en España en
1985 por Montesinos Editor (Barcelona). Una historia de incesto padre-hija, amores
desgraciados, miseria y muerte, salpicada de elementos autobiográficos, monstruosas
sugerencias de la imaginación y testimonios de las tensas relaciones hombre/mujer de
la época. Merece recordarse también The Last Man (1826), novela inédita en nuestro
país y, como Frankenstein o el moderno Prometeo, precursora de la ciencia-ficción
moderna. Se trata de la apocalíptica crónica del fin de la raza humana, en las
postrimerías del siglo XXI (¡!), a causa de una mortal plaga vírica —llamada negro, en
español en el original— descrita por un joven aristócrata —especie de alter ego de
quien fue su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley (1792-1822)—, inmune a la
enfermedad, y que se refugia en las vacías, fantasmagóricas calles de Roma.
No menos importantes son los cuentos que Mary Shelley publicó entre 1928 y
1857, más de una veintena, la mayoría de ellos aparecidos en la revista The Keepsake,
prestigioso anuario literario de prosa y poesía que se editó entre 1828 y 1857,
lujosamente ilustrado, que abordaba también temas políticos y sociales, y en el que
colaboraron, entre otros, William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge, sir Walter
Scott, Percy Bysshe Shelley, Thomas Moore, Robert Southey, L. E. L. (Letitia
Elizabeth Landon) y Felicia Hemans. Gracias a la antología preparada por Charles E.
Robinson, Mary Shelley: Collected Tales and Stories with original engravings (The
John Hopkins University Press, Baltimore, 1976 y 1990), se ha podido recuperar este
precioso patrimonio cultural, parte del cual fue dado a conocer al lector de habla
hispana por la propia Editorial Valdemar en su volumen Cuentos góticos (Col. Gótica
nº 8). Tal y como explicaba Agustín Izquierdo en el prólogo de la mencionada obra,
«todas estas historias están envueltas en un ambiente romántico y tratan de describir
caracteres cuyo elemento más conspicuo es el estar sometido a la influencia de
fuertes pasiones, que a veces dan pie a sucesos sobrenaturales o extraordinarios en
extremo, o son el producto de este tipo de acontecimientos». Publicada en la revista
www.lectulandia.com - Página 31
The Keepsake, “The Invisible Girl” (1833) es un relato fantástico muy en la línea de
su autora, con paisajes típicos del romanticismo más oscuro y agitado —cf. la torre
en ruinas en lo alto de un promontorio—, el evocativo lienzo de una hermosa
muchacha, la chica invisible, marinos supersticiosos, y una historia macabra,
espectral, que en el fondo no deja de ser un triste y sombrío melodrama rodeado de
una aureola mística. El tono melancólico y ligeramente siniestro del relato es
característico del arte de Mary Shelley como narradora breve. “The Invisible Girl”
trata de romper y, de hecho, rompe, las barreras de los cinco sentidos, explorando la
relación entre los mundos de la psique y de la soma, de la percepción visionaria,
subjetiva, y de la pura realidad física. Una pequeña obra maestra.
www.lectulandia.com - Página 32
LA JOVEN INVISIBLE
Esta breve narración no tiene la pretensión de lograr el nivel de un relato ni el
desarrollo de situaciones y sentimientos; no es sino un pequeño esbozo que transmito
casi tal como me fue contado por uno de los más humildes de los protagonistas
implicados; tampoco voy a prolongar una circunstancia que interesa, ante todo, por su
singularidad y su verdad, limitándome a narrar, con la mayor concisión que pueda, la
sorpresa que me produjo la visita a lo que parecía ser una torre en ruinas que
coronaba un inhóspito promontorio que colgaba sobre el mar que fluye entre Gales e
Irlanda, descubriendo que aunque el exterior conservaba la salvaje tosquedad, señal
de muchas guerras con los elementos, el interior se encontraba acondicionado a la
manera de un cenador, pues era demasiado pequeño para merecer otro nombre.
Estaba formado por la planta baja, que servía de vestíbulo, y de una habitación arriba
a la que se llegaba por unas escaleras que salían de la pared. Esta cámara estaba
solada, alfombrada y decorada con muebles elegantes. Pero por encima de todo, para
atraer la atención y excitar la curiosidad, colgaba sobre la repisa de la chimenea —
pues para defender el apartamento de la humedad se había construido una chimenea
que asumía un aspecto tan diferente del objeto de su construcción— una imagen
pintada sencillamente con acuarela que, más que cualquier otra parte de los adornos
de la habitación, parecía enfrentada a la tosquedad del edificio, la soledad en la que
estaba situado y la desolación del lugar que lo rodeaba. Representaba a una hermosa
joven en lo mejor de la flor de la juventud; vestía con sencillez, a la manera de los
tiempos (recuerde el lector que escribo esto a principios del siglo dieciocho) y
embellecía su semblante una mirada que unía inocencia e inteligencia, a lo que había
que añadir la huella de la serenidad del alma y una alegría natural. Estaba leyendo
una de esas novelas en folio que durante tanto tiempo fueron la delicia de los
entusiastas y de los jóvenes; la mandolina estaba a sus pies; su periquito estaba
posado sobre un enorme espejo que tenía ella al lado; los muebles y colgaduras eran
prueba de un lugar lujoso, y su atuendo transmitía idea de hogar e intimidad, aunque
añadía una apariencia de relajación y de ornamentación juvenil, como si ella deseara
complacer. En la parte inferior del cuadro, en letras doradas, estaba inscrito «La
Joven Invisible».
Recorriendo una extensión casi deshabitada, tras haberme perdido y haber sido
sorprendido por un aguacero, di con esta casa de lóbrego aspecto que parecía oscilar
en la tempestad y colgaba allí como el símbolo mismo de la desolación. La
contemplaba nostálgico y maldecía mi suerte por haberme conducido a una ruina que
no podía ofrecer abrigo alguno, ahora que la tormenta descargaba más todavía que
antes, cuando vi la cabeza de una anciana que emergía de una especie de tronera y
con la misma rapidez se retiraba: un minuto después, una voz femenina me llamaba
desde el interior y, cruzando un laberinto de zarzas que ocultaba una puerta que no
había visto antes, tan habilidosamente había conseguido el constructor ocultar el arte
www.lectulandia.com - Página 33
con la naturaleza, encontré a la bondadosa dama en el umbral, invitándome a que me
refugiara en el interior.
—Acababa de subir desde la casita que tenemos ahí al lado, para ocuparme de las
cosas, como todos los días —dijo—, cuando llegó la lluvia. ¿Entra hasta que pase?
Iba a comentar que la casita de al lado, incluso corriendo el riesgo de unas gotas
de lluvia, era mejor que una torre arruinada; iba a preguntar a mi amable anfitriona si
«las cosas» que cuidaba eran palomas o cuervos, cuando sorprendieron mi vista las
esteras del suelo y el alfombrado de la escalera. Más me sorprendió todavía la
habitación de arriba; pero lo que más de todo, el cuadro con su singular inscripción,
que llamaba invisible a quien el pintor había coloreado con una muy agradable
visibilidad, que despertó mi más viva curiosidad: como consecuencia de esto, de mi
cortesía extremada hacia la anciana y de la verborrea natural en ella, salió una especie
de relato embrollado que mi imaginación estiró y las investigaciones posteriores
rectificaron, hasta que asumió la forma siguiente.
Hace unos años, antes de la tarde de un día de septiembre, que aunque tolerable
daba muestras abundantes de que la noche sería tempestuosa, llegó un caballero a una
ciudad costera situada a unas diez millas de aquí; expresó el deseo de contratar una
barca que le llevara a otra ciudad de la costa situada a unas quince millas. Por las
amenazas que presentaba el cielo, los pescadores no parecían dispuestos a
aventurarse, hasta que finalmente dos aceptaron; uno de ellos padre de familia
numerosa, fue comprado por la dadivosa recompensa que ofrecía el extranjero,
mientras que el otro, el hijo de mi anfitriona, aceptó el viaje inducido por la osadía
juvenil. El viento estaba a favor, por lo que esperaban haber avanzado mucho antes
de que anocheciera y que podrían entrar en puerto antes de que se levantara la
tormenta. Partieron animosos, al menos los pescadores; en cuanto al extranjero, el
luto riguroso que vestía no era ni la mitad de negro que la melancolía que envolvía su
mente. Daba la apariencia de que nunca hubiera sonreído: como si un pensamiento
impronunciable, oscuro como la noche y amargo como la muerte, hubiera anidado en
su pecho y se hubiera quedado allí para la eternidad. No mencionó su nombre, pero
uno de los aldeanos lo reconoció como Henry Vernon, hijo de un baronet que poseía
una mansión a unas tres millas de distancia de la ciudad a la que se dirigía. La
mansión había sido casi abandonada por la familia, pero en un arrebato de
romanticismo Henry la había visitado tres años antes, mientras que sir Peter había
residido allí un par de meses durante la primavera anterior.
La barca no avanzaba como habían esperado; les falló la brisa en cuanto salieron
al mar y de buen grado se ayudaron de los remos como de la vela, en un intento de
capear el promontorio que se interponía entre ellos y el punto que deseaban alcanzar.
Ya se habían alejado bastante cuando el cambio de dirección del viento empezó a
ejercer su fuerza y a soplar con ráfagas violentas, aunque desiguales. Llegó la noche
oscura y las olas huracanadas se elevaban y rompían con una violencia temible que
amenazaba con aplastar la diminuta barquilla que osaba resistirse a su furia. Se vieron
www.lectulandia.com - Página 34
obligados a arriar todas las velas y ponerse a los remos; un hombre tuvo que
dedicarse a achicar agua y el propio Vernon hubo de sujetar un remo para remar con
energía desesperada que igualara en fuerza a la de los remeros de más práctica.
Habían hablado mucho entre los marineros antes de que la tempestad llegara; pero
ahora, salvo alguna orden de mando, guardaban silencio. Uno pensaba en su esposa y
sus hijos, y maldecía en silencio el capricho del extranjero, que había puesto en
peligro así no sólo su vida, sino el bienestar de los suyos; el otro, que era un joven
osado, temía menos, pero se esforzaba duramente y no tenía tiempo para charlar;
Vernon lamentaba amargamente su irreflexión, que le había impulsado a que otros
compartieran un peligro que por lo que a él concernía era poco importante, por lo que
trataba ahora de darles ánimo con una voz que infundiera valor y manejaba con más
fuerza todavía su remo. La única persona que no parecía totalmente concentrada en
su trabajo era el hombre que achicaba el agua; de vez en cuando miraba fijamente a
su alrededor, como si el mar sostuviera lejos, en su derroche tumultuoso, algunos
objetos que se esforzaba por discernir con su mirada. Pero todo estaba vacío, salvo
cuando se mostraban las crestas de las altas olas, o cuando lejos, al borde del
horizonte, una elevación de las nubes presagiaba mayor violencia en la descarga.
—¡Lo veo! ¡A babor ahora!… Si podemos ir hacia aquella luz, estamos salvados.
Los dos remeros giraron instintivamente la cabeza, pero como respuesta a su
mirada obtuvieron una oscuridad poco alentadora.
—No la podéis ver —les gritó el compañero—, pero nos estamos aproximando. Y
si Dios lo quiere sobreviviremos a esta noche.
Inmediatamente tomó el remo de las manos de Vernon, quien, agotado, iba
fallando en sus remadas. Se levantó y buscó el faro que les prometía seguridad. Brilló
como un rayo apenas visible que le hizo exclamar que lo veía, para añadir a
continuación que no era nada. Sin embargo, conforme fueron avanzando se le hizo
visible, haciéndose cada vez más firme y claro su brillo sobre las escabrosas aguas,
que se iban volviendo ellas mismas más calmas, como si esa seguridad surgiera del
fondo mismo del océano por la influencia de aquel faro parpadeante.
—¿Qué faro es ese que nos socorre en nuestra necesidad? —preguntó Vernon, y
ahora los hombres, como ya podían manejar los remos con mayor facilidad,
encontraron aliento para responderle.
—El de un hada, creo —respondió el marinero mayor—, aunque no por ello
menos cierto: arde desde una vieja torre en ruinas, construida sobre una roca desde la
que se domina el mar. Nunca lo vimos antes de este verano, aunque ahora puede
verse todas las noches, al menos cuando se busca, pues desde el pueblo no se ve; es
un lugar tan apartado que nadie tiene necesidad de acercarse, salvo en un caso de
peligro como éste. Hay quienes dicen que son brujas las que lo encienden; otros, que
son contrabandistas; lo que sé es que dos partidas han ido a buscar sin encontrar más
que los muros desnudos de la torre. Todo está desierto por el día y oscuro por la
noche; pues no se veía luz alguna mientras estábamos allí, pero ardía con viveza
www.lectulandia.com - Página 35
suficiente cuando estábamos en el mar.
—He oído decir —comentó el marinero más joven— que lo enciende el fantasma
de una doncella que por estos lugares perdió a su enamorado; naufragó y encontraron
su cuerpo al pie de la torre. Entre nosotros, le hemos dado el nombre de la «Joven
Invisible».
Los viajeros habían llegado ya al embarcadero que estaba al pie de la torre.
Vernon miró hacia arriba, donde la luz brillaba todavía. Con algo de dificultad, pues
luchaban contra grandes olas y estaban cegados por la noche, consiguieron llevar a la
orilla la pequeña barca y subirla sobre la playa; ascendieron penosamente la
pendiente, cubierta de hierbas y matorrales, y guiados por los pescadores más
expertos encontraron la entrada a la torre, aunque puerta no había ninguna y todo
estaba tan oscuro como una tumba y tan silencioso, y casi tan frío, como la muerte.
—No lo haríamos solos —dijo Vernon—. Pero seguramente nuestra anfitriona
nos mostrará su luz, si no a sí misma, y guiará nuestros pasos oscuros con alguna
señal de vida y consuelo.
—Iremos a la cámara superior —dijo el marinero— si puedo dar con los
escalones; pero le aseguro que no encontrará rastro ni de la Joven Invisible ni de su
luz.
—Verdaderamente es ésta una aventura romántica de lo más desagradable —
murmuró Vernon mientras andaba a trompicones por el suelo desigual—. La de la luz
del faro debe ser espantosa y vieja, pues en otro caso no habría sido tan desagradable
y poco hospitalaria.
Con considerable dificultad y tras diversos golpes y magulladuras, los aventureros
lograron por fin llegar al piso superior; pero todo estaba vacío y desnudo, por lo que
de buen grado se tendieron sobre el duro suelo cuando la fatiga, de la mente y del
cuerpo, condujo sus sentidos al sueño.
Largo y profundo fue el sueño de los marineros. Vernon se olvidó de sí mismo
durante una hora; después, sacudiéndose el sopor y viendo que el áspero colchón no
congeniaba con el reposo, se levantó y se colocó en el agujero que servía de ventana,
pues allí no había cristal alguno, y como no hubiera ni un basto banco, apoyó la
espalda en la jamba como el único apoyo que pudo encontrar. Había olvidado el
peligro, el faro misterioso y a su invisible guardiana: ocupaban el pensamiento los
horrores de su destino y la indescriptible desdicha que se asentaba como una pesadilla
sobre su corazón.
Haría falta un volumen de buen tamaño para relatar las causas que habían
cambiado al en otro tiempo feliz Vernon en el doliente más desconsolado que se ha
aferrado nunca a los símbolos externos de la pena, como símbolos ligeros pero
preciados de la desdicha interior. Henry era el hijo único de sir Peter Vernon y había
sido tan malcriado tanto por la idolatría del padre como lo permitía el temperamento
tiránico y violento del viejo baronet. Una joven huérfana era educada en la casa de su
padre y, al tiempo que era tratada con generosidad y amabilidad, vivía en un temor
www.lectulandia.com - Página 36
profundo a la autoridad de su padre, que era viudo. Aquellos dos niños eran lo único
sobre lo que podía hacer llegar su poder o extender su afecto. Rosina era una niña de
temperamento alegre, un poco tímida, que evitaba cuidadosamente desagradar a su
protector; pero era tan dócil, tan bondadosa, tan afectuosa, que percibía todavía
menos que Henry el espíritu discordante de su padre. Esta historia se ha contado
muchas veces: amigos y compañeros de juegos en la infancia, se amaron
posteriormente. A Rosina le atemorizaba imaginar que ese afecto secreto, y los votos
que se hicieron el uno al otro, pudieran ser desaprobados por sir Peter. Pero se
consolaba a veces pensando que quizás fuera en realidad la novia que le había
destinado a Henry, quien la había educado junto a él pensando en esa futura unión;
Henry sentía que no era así, pero decidió esperar hasta tener la edad de declarar y
cumplir su deseo de convertir a la dulce Rosina en su esposa. Procuró entretanto
evitar que sus intenciones se conocieran prematuramente, para que su amada no fuera
acosada por la persecución y el insulto. Convenientemente, el anciano vivía a ciegas;
vivía siempre en el campo, por lo que los amantes pasaban la vida juntos, sin ser
reprendidos ni controlados. Bastaba que Rosina tocara la mandolina y cantara para
que sir Henry se durmiera todos los días después de la cena; era la única mujer de la
casa que estaba por encima del rango de criada y podía disponer como quisiera de su
tiempo. Incluso cuando sir Henry torcía el gesto, sus inocentes caricias y su dulce voz
bastaban para suavizar el temperamento duro de él. Si alguna vez un espíritu humano
ha vivido en un paraíso terrestre, Rosina lo pudo hacer en aquella época: su amor
puro era feliz por la presencia constante de Henry; la confianza que sentían el uno por
el otro, y la seguridad con la que contemplaban el futuro, hacían que el suyo fuera un
camino de rosas bajo un cielo sin nubes. Sir Peter era el contratiempo ligero que
servía para que su tête-à-tête fuera más delicioso y aumentara el valor de la simpatía
que sentían el uno por el otro. De repente, un personaje siniestro hizo su aparición en
Vernon-Place: una hermana viuda de sir Peter que, tras haber logrado matar a su
esposo e hijos con los efectos de su temperamento repugnante, como una arpía
codiciosa de nuevas presas llegó bajo el techo de su hermano. Pronto detectó lo que
unía a aquella pareja, que nada sospechaba. Actuó velozmente para dar a conocer ese
descubrimiento a su hermano y, al mismo tiempo, frenar e inflamar la rabia de éste.
Gracias a sus artimañas, Henry fue enviado repentinamente en viaje al extranjero,
para que quedara libre el camino de la persecución a Rosina. Entonces, de los
numerosos admiradores de Rosina, a quienes cuando sir Peter ostentaba el mando
único a ella se le permitía despreciar, o casi se la obligaba a ello, tan deseoso estaba
él de conservarla para su propio consuelo, fue seleccionado el más rico de ellos y se
le ordenó a ella que lo aceptara en matrimonio. Las escenas de violencia a las que ella
se vio expuesta ahora, el amargo hostigamiento de la odiosa Mrs. Bainbridge y la
furia implacable de sir Peter resultaban más temibles y sobrecogedores todavía por lo
que tenían de novedoso. A todo ello solamente podía oponer una firmeza de propósito
silenciosa, bañada en lágrimas pero inmutable: ninguna amenaza ni rabia podían
www.lectulandia.com - Página 37
arrancar de ella más que la conmovedora súplica de que no la odiaran por el hecho de
que no pudiera ella obedecer.
—En todo esto debe haber algo que no vemos —dijo Mrs. Bainbridge—, créeme
lo que te digo, hermano: ella mantiene una correspondencia secreta con Henry.
Llevémosla a tu lugar de Gales, donde no tendrá desvalidos pagados que la ayuden;
veremos entonces si no se inclina su espíritu a nuestros fines.
Consintió sir Peter y los tres fueron a shire y los tres moraron en la solitaria casa
de temible aspecto a la que poco antes se había aludido como una pertenencia de la
familia. Allí se hicieron intolerables los sufrimientos de la pobre Rosina: antes,
rodeada por escenarios bien conocidos y en relación constante con rostros amables y
familiares, no había desesperado de vencer finalmente con su paciencia la crueldad de
quienes la perseguían; tampoco había escrito a Henry, pues el nombre de éste no
había sido mencionado por sus parientes, ni se había hecho alusión a la relación que
tenían, y ella sentía un deseo instintivo de escapar de sus peligros sin que él fuera
molestado; sin que el secreto sagrado de su amor quedara al descubierto y fuera
juzgado mal con los insultos vulgares de su tía o las maldiciones amargas de su
padre.
Mas cuando la llevaron a Gales y la convirtieron en prisionera en sus aposentos,
cuando las montañas silíceas que la rodeaban parecían una débil imitación de los
corazones de piedra a los que debía de enfrentarse, su valor comenzó a fallar. La
única asistente que tenía permiso para acercarse a ella era la doncella de Mrs.
Bainbridge. Bajo la tutela de esta desalmada dueña de la casa, aquella mujer era
usada como cebo para ganar la confianza de la pobre prisionera, para traicionarla
después. Con su corazón simple y amable, Rosina era una víctima fácil, por lo que
finalmente, en un exceso de desesperación, escribió a Henry y dio la carta a esta
mujer para que fuera entregada. La carta habría bastado para ablandar el mármol: no
le hablaba de sus votos mutuos, pero le pedía que intercediera ante su padre, que la
volviera a poner en el lugar amable en el que hasta entonces la había tenido en su
afecto y que dejara de tratarla con una crueldad que la destruiría. «Pues moriría antes
de casarme con otro. ¡Jamás!», escribía la desventurada joven. Esa sola palabra
hubiera bastado para traicionar su secreto, de no haber sido ya descubierto; pero para
lo que sirvió fue para aumentar la furia de sir Peter en cuanto su hermana, triunfante,
se la señaló, pues no es necesario decir que todavía estaba húmeda la tinta, y caliente
todavía el sello, cuando la carta fue entregada a esa dama. La culpable fue citada ante
ellos; lo que sucedió después nadie lo sabría decir, pues pensando en ellos mismos,
aquella pareja cruel trató de paliar su papel. Las voces eran altas y el suave murmullo
de la voz de Rosina se perdía en el clamor de sir Peter y en los gruñidos de su
hermana.
—Cruzarás esas puertas —rugió el anciano—. No pasarás otra noche más bajo mi
techo.
Las palabras «seductora infame», y otras tanto peores que nunca habían entrado
www.lectulandia.com - Página 38
en el oído de la pobre joven, fueron recogidas por los criados que escuchaban; y a
cada discurso colérico del baronet, Mrs. Bainbridge añadía una punta envenenada
que era todavía peor.
Más muerta que viva, Rosina fue finalmente despedida de su presencia. Bien
porque lo hizo guiada por la desesperación, o porque se tomó literalmente las
amenazas de sir Peter o porque las órdenes de la hermana de éste eran más
contundentes, nadie lo sabe, el caso es que Rosina abandonó la casa; una criada la vio
cruzar el parque llorando y retorciéndose las manos al irse. Nadie sabe lo que fue de
ella; su desaparición no le fue comunicada a sir Peter hasta la mañana siguiente,
cuando él demostró, en su ansiedad por seguirla y encontrarla, que sus palabras no
habían sido sino amenazas vanas. La verdad era que, aunque sir Peter llegó muy lejos
para impedir el matrimonio del heredero de su casa con la huérfana sin fortuna,
objeto de su caridad, en su corazón amaba a Rosina y la mitad de su violencia contra
ella se debía a la cólera contra sí mismo por tratarla tan mal. Ahora, los
remordimientos empezaron a herirle, cuando un mensajero tras otro llegaba sin
noticias de ella; no se atrevió a confesarse a sí mismo sus peores miedos. Por eso
cuando su inhumana hermana, intentando endurecer su conciencia con coléricas
palabras gritó: «La muy fresca y vil se ha ido para vengarse de nosotros», un
juramento, el más tremendo, y una mirada bastaron para hacerla callar incluso a ella,
ordenando su silencio. Su conjetura, sin embargo, pareció ser cierta: un riachuelo
oscuro y vivo que fluía en un extremo del parque había recibido sin duda su hermoso
cuerpo y había apagado la vida de la infortunada joven.
Cuando los esfuerzos por encontrarla resultaron inútiles, sir Peter regresó a la
ciudad, acosado por la imagen de su víctima y para sí reconoció en su corazón que
daría su propia vida si pudiera verla de nuevo, aunque fuera como novia de su hijo.
Su hijo, ante cuyas preguntas tembló como el mayor de los cobardes; pues cuando
Henry supo de la muerte de Rosina, volvió inmediatamente del extranjero para
averiguar la causa, para visitar su tumba, para llorar su pérdida por las arboledas y los
valles que habían sido el escenario de su mutua felicidad. Hizo mil preguntas que
tuvieron como respuesta solamente un silencio que no presagiaba nada bueno. Cada
vez más ansioso y decidido, llegó finalmente a conocer toda la verdad por medio de
los criados y los familiares de éstos, así como de su odiosa tía. La desesperación
golpeó su corazón desde ese momento y el sufrimiento lo convirtió en uno de los
suyos. Huyó de la presencia de su padre; el recuerdo de que aquel a quien debería
reverenciar era culpable de tan oscuro crimen le acosaba, como en la antigüedad las
Euménides atormentaban el alma de los hombres entregados a sus torturas. Su primer
y único deseo era visitar Gales para saber si se había descubierto algo nuevo y si era
posible recuperar los restos mortales de la perdida Rosina, para satisfacer el
turbulento deseo de su desgraciado corazón. Ahí se dirigía cuando apareció en el
pueblo antes nombrado; ahora, en la torre desértica, ocupaban su pensamiento
imágenes de desesperación y muerte, así como todo lo que su amada habría sufrido
www.lectulandia.com - Página 39
antes de que su naturaleza amable fuera empujada a tan triste hecho.
Aunque inmerso en una lúgubre ensoñación, a la que el monótono estruendo del
mar acompañaba adecuadamente, las horas pasaron volando y, finalmente, Vernon se
dio cuenta de que la luz de la mañana salía de su refugio del este y amanecía sobre el
océano, que todavía rompía tumultuosamente en la playa rocosa. Despertaron sus
compañeros y se dispusieron a partir. El agua del mar había estropeado los alimentos
que habían llevado y su hambre, tras el duro trabajo y las muchas horas de ayuno, era
voraz. Era imposible hacerse a la mar con la barca en ese estado, pero había una
cabaña de un pescador a unas dos millas, en una entrada de la bahía, de la que el
promontorio en la que estaba la torre formaba un lado, y allí se apresuraron a ir para
reponerse; no dedicaron ni un segundo a pensar en la luz que los había salvado, ni en
su causa, sino que abandonaron las ruinas en busca de un asilo más hospitalario.
Vernon miró a su alrededor al irse, pero sus ojos no encontraron vestigio alguno de
que estuviera habitado, por lo que empezó a sospechar que el faro había sido una
creación de la fantasía. Al llegar a la cabaña, que estaba habitada por un pescador y
su familia, tomaron un desayuno casero y se dispusieron a volver a la torre para
reacondicionar la barca y recuperarla si era posible. Vernon los acompañó, junto con
el anfitrión y su hijo. Se hicieron varias preguntas sobre la Joven Invisible y su luz,
aceptando todos que la aparición era nueva, sin que nadie pudiera dar ni la menor
explicación de cómo se había unido el nombre a la causa desconocida de aquella
singular aparición; aunque ambos hombres afirmaron que una o dos veces habían
visto una figura femenina en el bosque de al lado y que una joven extraña aparecía de
vez en cuando en otra cabaña que estaba en el lado contrario del promontorio y
compraba pan; sospechaban que ambas debían ser la misma joven, pero no podían
asegurarlo. No obstante, los habitantes de esa cabaña parecían demasiado estúpidos
incluso para sentir curiosidad y ni siquiera habían intentado descubrir nada. Los
marineros dedicaron todo el día a reparar la barca; el sonido de los martillos y las
voces de los hombres que trabajaban resonaron por la costa mezclándose con el
embate de las olas. No había tiempo para explorar las ruinas buscando a alguien que,
ya fuera natural o sobrenatural, era evidente que evitaba cualquier relación con un ser
vivo. Sin embargo, Vernon fue a la torre y buscó en vano por todos los rincones; las
paredes vacías y deprimentes no incluían signo alguno de que sirvieran de abrigo; e
incluso un pequeño hueco en la pared de la escalera, que no había visto antes, estaba
igualmente vacío y desolado.
Se fue de la torre y deambuló por el pinar que lo rodeaba; abandonando toda
esperanza de resolver el misterio, se vio pronto absorbido por los misterios que más
de cerca tocaban a su corazón cuando de pronto vio en el suelo, junto a sus pies, una
zapatilla. Desde Cenicienta no se había visto jamás una zapatilla tan pequeña; por
poco que un zapato pudiera decir, contaba una historia de elegancia, encanto y
juventud. Vernon la recogió; había admirado a menudo el pie singularmente pequeño
de Rosina y lo primero que se preguntó fue si esa pequeña zapatilla le habría entrado.
www.lectulandia.com - Página 40
¡Todo era muy extraño! Debía pertenecer a la Joven Invisible. Así que había una
forma de hada que despertaba esa idea, una forma de sustancia material, que indicaba
que su pie necesitaba ser calzado. ¡Y qué manera de ser calzado! De una piel de
cabritilla tan fina, y de una forma tan exquisita, que se asemejaba exactamente al
modo de vestir de Rosina. De nuevo se le repitió la imagen de su adorada fallecida; y
mil asociaciones domésticas, infantiles pero dulces, amorosas pero nimias, llenaron
de tal modo el corazón de Vernon que se recostó en el suelo y lloró con más amargura
que nunca el destino desgraciado de la dulce huérfana.
Por la tarde, los hombres abandonaron el trabajo y Vernon regresó con ellos a la
cabaña en donde iban a dormir, con la intención de proseguir su viaje, si el tiempo lo
permitía, a la mañana siguiente. Nada dijo de la zapatilla cuando volvió con sus
toscos compañeros. Miró hacia atrás a menudo, pero la torre se elevaba oscuramente
sobre las olas sin que apareciera luz alguna. En la cabaña habían preparado su
acomodo, ofreciéndosele a Vernon la única cama; pero se negó a privar de ella a su
anfitriona y, extendiendo su capa sobre un montón de hojas secas, se esforzó por
entregarse al reposo. Durmió varias horas y al despertar todo estaba en calma, pues
únicamente la fuerte respiración de quienes dormían en la misma habitación que él
interrumpía el silencio. Se levantó y se acercó a la ventana, mirando por encima del
mar, plácido ahora, hacia la torre mística; ardía en ella la luz, enviando sus esbeltos
rayos por encima de las olas. Felicitándose de una circunstancia que no había
anticipado, Vernon salió silenciosamente de la cabaña, se envolvió en la capa y
caminó a paso vivo, rodeando la bahía, hacia la torre. Al llegar allí, la luz estaba
todavía encendida; entrar para devolverle el zapato a la doncella no sería sino un acto
de cortesía; y trató de hacerlo con sumo cuidado, sin ser percibido, para que ella, con
sus artes habituales, no pudiera hurtarse a sus ojos; pero desafortunadamente, cuando
todavía estaba subiendo por el estrecho sendero, desplazó con el pie un ligero
fragmento que cayó sonando por el precipicio. Se abalanzó entonces, para recuperar
con la velocidad la ventaja que había perdido con el desafortunado accidente. Llegó a
la puerta y entró: todo estaba en silencio, pero también oscuro. Se detuvo en la
habitación de abajo, seguro de que su oído captaría hasta el sonido más ligero. Subió
los escalones y entró en la cámara superior, pero su mirada penetrante encontró la
oscuridad, pues la noche sin estrellas no admitía el menor brillo por la única abertura.
Cerró los ojos, para abrirlos de nuevo e intentar que su nervio visual captara algún
débil rayo; pero fue en vano. Recorrió a tientas la habitación: se quedó quieto,
manteniendo la respiración; de pronto, escuchando intensamente, estuvo seguro de
que había alguien más en la habitación y que la atmósfera era ligeramente agitada por
otra respiración. Recordó el hueco de la escalera, pero habló antes de acercarse;
dudando por un momento lo que iba a decir.
—Debo creer que sólo el infortunio os mantiene en el encierro; y si la ayuda de
un hombre, de un caballero…
Fue interrumpido por una exclamación: una voz como de tumba pronunció su
www.lectulandia.com - Página 41
nombre y el acento de Rosina prosiguió silabeando.
—¡Henry! ¿Es cierto que es a Henry a quien oigo?
Él se precipitó, dirigido por el sonido, y tomó entre sus brazos la forma viva de la
joven por la que se había lamentado: su Joven Invisible la llamó, pues aunque sentía
que el corazón de ella latía junto al suyo, y la tomaba de la cintura con su brazo,
sujetándola como si ella fuera a hundirse en el suelo por la agitación; y aunque los
sollozos de ella le impedían hablar articuladamente, el instinto que llenaba de
tumultuosa alegría el corazón de Vernon le decía que la forma esbelta y debilitada
que apretaba cariñosamente era la sombra viva de la bella Hebe que él había adorado.
La mañana contempló a esa pareja que tan extrañamente se había reencontrado
navegando sobre un mar tranquilo hacia L, desde donde se dirigirían a la residencia
de sir Peter, que tres meses antes había abandonado Rosina con tanto dolor y terror.
La luz de la mañana despejó las sombras que la habían ocultado y reveló a la bella
persona que era la Joven Invisible. Alterada, claro, por el sufrimiento y la aflicción,
pero todavía con la misma dulce sonrisa en sus labios y con la luz tierna de sus ojos
azul claro. Vernon sacó la zapatilla y presentó la causa de lo que le había llamado a
tomar la resolución de descubrir a la guardiana del faro místico; pero ni siquiera
ahora se atrevía a preguntar cómo había existido en aquel desolado lugar, o por qué
había conseguido evitar que la vieran, cuando lo correcto habría sido buscarlo a él
inmediatamente, pues bajo su cuidado y protegida por su amor, no tendría que haber
temido ningún peligro. Pero Rosina se apartó de él al escuchar eso y una palidez
mortal cubrió su rostro al hablar.
—Por la maldición de tu padre. ¡Por sus temibles amenazas!
Pues parece ser que la violencia de sir Peter y la crueldad de su hermana habían
conseguido introducir en ella un terror salvaje e invencible. Había huido de la casa
sin tener pensado un plan: impulsada por un horror desesperado y un miedo
abrumador, se había ido sin apenas dinero, sin posibilidad de retroceder ni de seguir
avanzando. En todo el mundo no tenía otro amigo que Henry; ¿adónde podía ir? De
haber buscado a Henry, habría sellado la desgracia del destino de ambos; pues, con
un juramento, sir Peter había afirmado que antes los vería a ambos en un ataúd que
casados. Tras deambular por ahí, ocultándose durante el día y atreviéndose a salir
solamente por la noche, había llegado a esa torre desértica que le había parecido un
refugio. Apenas podía decir cómo había vivido desde entonces: había permanecido en
el bosque durante el día o dormido en el sótano de la torre cuando no había
encontrado refugio: por la noche quemaba piñas recogidas en el bosque; y era la
noche su momento más querido, pues le parecía que con la oscuridad llegaba la
seguridad. No sabía que sir Peter hubiera abandonado esa parte, por lo que a ella le
aterrorizaba que su escondite fuera descubierto. Su única esperanza era que regresara
Henry: que Henry no descansara nunca hasta que la encontrara. Confesó que el largo
intervalo y la proximidad del invierno la habían llenado de consternación; temía que,
como las fuerzas le estaban fallando y el cuerpo convirtiéndose en esqueleto, podría
www.lectulandia.com - Página 42
morir y no volver a ver nunca a su Henry.
A pesar de todas las atenciones de él, una enfermedad siguió a su recuperación de
la seguridad y las comodidades de la vida; pasaron muchos meses hasta que sus
mejillas florecieron, sus miembros recuperaron la redondez y se volviera a parecer a
la imagen que se había hecho de ella en sus días dichosos, antes de que la pena la
visitara. Una copia de ese retrato decoraba la torre, escenario de su sufrimiento, en la
que había encontrado abrigo. Sir Peter, gozoso de verse liberado de las punzadas del
remordimiento y encantado de ver nuevamente a su pupila huérfana, a quien amaba
realmente, ya no se oponía como antes a bendecir la unión con su hijo: a Mrs.
Bainbridge no la volvieron a ver. Todos los años pasaban algunos meses en la
mansión galesa, escenario de su primera felicidad conyugal, donde la pobre Rosina
despertó de nuevo a la vida y el gozo después de haber sido perseguida cruelmente.
Henry había amueblado con cariño la torre, decorándola tal como yo la vi: y venía a
menudo, con su «Joven Invisible», a renovar, en el escenario mismo en donde había
sucedido, el recuerdo de todos los incidentes que los habían llevado a encontrarse de
nuevo, en las sombras de la noche, en esa ruina aislada.
www.lectulandia.com - Página 43
Charlotte Brontë
(1816 - 1855)
www.lectulandia.com - Página 44
enloquecida, de Edward, mientras que, por otro, acoge el romance interclasista entre
una joven huérfana y un aristócrata víctima de un destino aciago—. También sus
excelentes retratos de personajes, adornados por valores humanos como la lealtad, el
altruismo o el amor puro y sincero, sus verdaderas riquezas —cf. Jane Eyre decide
casarse con Rochester aunque el hombre pierda la vista—. Asimismo, resulta
sumamente transgresora la manera de pensar y de actuar de Jane, su forma de ver el
mundo, sin sentirse jamás coartada o intimidada por la sociedad puritana y machista
que la rodea. De ahí que Jane Eyre sea considerada por muchos críticos y ensayistas
como una de las novelas precursoras del feminismo —si bien en su primera edición,
su autoría se encubrió bajo el pseudónimo «masculino» de Currer Bell—, cualidad
que en su tiempo desató furibundas polémicas. Aun así, fue un éxito instantáneo,
tanto para los lectores como para la crítica, encontrando en el escritor William M.
Thackeray (1811-1863) —célebre autor de Barry Lyndon (1844)— uno de sus más
acérrimos defensores.
“Napoleon and the Spectre” es un pequeño relato fantástico, originalmente
contenido en el primer manuscrito de The Green Dwarf (10 de julio-2 de septiembre
de 1833) y popularizado por la antología The Twelve Adventurers and other stories
(C. K. Shorter & E. W, Hatfield Editors, Londres, 1925). Hoy se revela como una
pequeña pieza de artesanía en la que Charlotte Brontë pone de relieve la profunda
antipatía que el pueblo inglés sentía por el emperador francés aun después de su
muerte —Napoleón falleció el 5 de mayo de 1821—, pues las largas y costosas
campañas que Gran Bretaña había emprendido contra el corso habían dejado al país
exhausto económicamente. Charlotte ironiza sobre la salud mental de Napoleón,
juega descaradamente con los efectos terroríficos al estilo de Ann Radcliffe, y los
rodea de un fino humorismo.
Charlotte Brontë nació en Thornton, Yorkshire, Inglaterra, el 21 de abril de 1816.
Era la tercera de seis hermanos, Maria (1814-1825), Elizabeth (1815-1825), Patrick
Branwell (1817-1848), Emily (1818-1848) y Anne (1820-1849), todos ellos muy
unidos. En 1820, su padre, Patrick Brontë, fue nombrado rector de Haworth, un
pueblo situado en los páramos de Yorkshire, lugar al que desde entonces quedó
vinculada toda su familia. Patrick Brontë, quien en realidad se llamaba Patrick
Brunty, era un irlandés de grandes inquietudes vitales e intelectuales que trabajó
como herrero, aprendiz de tejedor, maestro de escuela de su localidad natal,
Drumballerony, y, finalmente, clérigo. Patrick también demostró sus aptitudes
literarias publicando dos libros, The Cottage in the Woods (1815) y The Maid of
Killarney, or Albion and Flora (1818), así como poesías, folletos y sermones.
Charlotte y sus hermanos, pues, crecieron en un ambiente donde la imaginación
desbordada de su progenitor —durante sus estudios de teología, Brunty cambió su
apellido por Brontë, palabra derivada del griego y que significa «trueno»—, unida a
su notable sed de conocimientos, convirtió su hogar en un sitio maravilloso poblado
por libros, arte, leyendas y juegos, por medio de los cuales la niña se evadía de la
www.lectulandia.com - Página 45
realidad cotidiana.
Al morir su madre, Mary Branwell, en 1824, a causa de un cáncer de estómago,
Charlotte y Emily fueron enviadas junto con sus hermanas mayores, Maria y
Elizabeth, a un colegio en Cowan Bridge (Lancashire, noroeste de Inglaterra), un
centro especial para hijas de clérigos, cuyo fundador, el reverendo William Carus
Wilson, gozaba de gran respeto y admiración entre todos los cristianos británicos de
la época. Sin embargo, sus ideas docentes eran bastante turbias: para salvar el alma
de sus alumnos y extirpar de ellos cualquier tentación pecaminosa, en Cowan Bridge
se castigaba sus cuerpos haciéndoles pasar hambre y frío, aplicándoles además
severos castigos físicos. Debido a las infames condiciones de vida del internado,
Maria y Elisabeth enfermaron de tuberculosis y, tras regresar a Haworth con
pronóstico de extrema gravedad, fallecieron meses después, Maria, en mayo, y
Elizabeth, en junio. Emily y Charlotte resistieron los rigores de la educación
impartida por el Carus Wilson, pero su estancia en el colegio se cobró un alto precio:
Emily tuvo siempre una salud frágil, hostigada por una latente tuberculosis que, al
final, acabaría también con su vida. Buena parte de la espantosa experiencia que las
hermanas Brontë vivieron en Cowan Bridge fue recogida por Charlotte en su novela
Jane Eyre, a la hora de retratar Lowood y su pavoroso propietario, Mr. Blocklehurst,
alter ego literario del reverendo.
Rescatadas por su padre, Charlotte y Emily regresaron a Haworth, junto a Anne y
P. Branwell, lo cual estrechó aún más sus lazos afectivos. Para divertirse —«Por
residir en una región apartada en la que la cultura no estaba muy extendida y en la
que, en consecuencia, no teníamos ningún estímulo que nos hiciera relacionarnos
fuera de nuestro círculo doméstico», escribió Charlotte, «lo cual nos hacía depender
de nuestra propia compañía, de los libros y del estudio, a la hora de buscar distracción
y ocupación para nuestras vidas»—, los hermanos Brontë leían revistas de contenido
político y literario como Blackwood Magazine, Edimburgh Review o Fraser’s
Magazine, publicaciones donde igualmente podían leerse relatos de terror y misterio,
además de poemas e historias sobre casas encantadas. Los Brontë también escribieron
una serie de relatos sobre el reino imaginario de Anglia —propiedad de Charlotte y P.
Branwell, gobernado por el duque de Zamorna y su malvado padrastro
Northangerland—, y el de Gondal —tutelado por Emily y Anne, sobre el que reinaba
una heroína irresistible por su belleza y virtud llamada Augusta Geraldine Almeda—.
Todavía se conservan cerca de un centenar de cuadernos —iniciados en 1829— de las
crónicas de Anglia, pero ninguno de la saga de Gondal, iniciados en 1834, a
excepción de algunos poemas de Emily.
Entre 1831 y 1833 Charlotte cursó estudios en la escuela local de Roe Head y,
acto seguido, se convirtió en la tutora de sus hermanas menores, ayudada por su tía
Miss Elizabeth Branwell. Decididas a abrir una escuela privada, en febrero de 1842,
Charlotte y Emily viajaron a Bélgica con el propósito de perfeccionar en el
Pensionnat Heger de Bruselas sus conocimientos de francés y alemán. Pero al morir
www.lectulandia.com - Página 46
su tía en octubre de ese mismo año, se vieron obligadas a volver. Tras el funeral,
Charlotte regresó al Pensionnat Heger como maestra, mientras que Emily se quedó
como administradora de la casa junto a Anne y P. Branwell, quien había fracasado
primero como retratista y después como empleado del ferrocarril. Las experiencias
que Charlotte vivió en Bruselas le sirvieron a su regreso para plasmar la soledad,
nostalgia y aislamiento de Lucy Snow, la protagonista de Villete.
Charlotte, Anne y Emily Brontë asumieron un nuevo reto: la escritura de una
novela. Aunque las tres hermanas publicaron sus respectivos manuscritos en 1847, el
primero en llegar a las librerías fue el de Charlotte, Jane Eyre, un melodrama gótico
que obtuvo un éxito inmediato —fue considerada la mejor novela de la temporada en
los selectos círculos literarios londinenses—. Agnes Grey, escrita por Anne, y
Cumbres borrascosas, por Emily, se editaron unos meses más tarde, pero la crítica no
les dispensó una acogida tan favorable. Al regresar a Haworth después de haberse ido
un tiempo a ver a sus editores, las hermanas Brontë se enfrentan a la agonía de P.
Branwell, cuya salud se había deteriorado irreversiblemente, tras años de adicción al
opio y a la bebida; su muerte precoz traerá consigo nuevas desgracias para la familia.
En el entierro de su hermano, Emily coge frío y enferma de gravedad. Al principio se
niega a recibir ayuda médica y se obstina en proseguir con sus ocupaciones
domésticas, pero la tisis merma sus fuerzas y, finalmente, causa su muerte la mañana
del 19 de diciembre de 1848, mientras Charlotte recogía en los páramos de Haworth
las ramitas de brezo que tanto agradaban a su hermana. Cinco meses más tarde, el 28
de mayo de 1849, un año después de publicar su segunda novela, La dama de Wildfell
Hall, Anne fallecía en Scarborough —donde se desplazó voluntariamente para pasar
sus últimos días, acompañada de Charlotte y de una amiga de ésta, Ellen Nussey, ya
que Anne guardaba un grato recuerdo de allí desde la época en que trabajó como
institutriz—. Charlotte murió, también víctima de la tuberculosis, en el invierno de
1855. Estando embarazada, la escritora había enfermado a raíz de un enfriamiento,
contraído mientras paseaba por los páramos. Solamente un año antes, Charlotte había
logrado superar la soledad de Haworth casándose en junio de 1854 con el coadjutor
del reverendo Patrick Brontë, el clérigo Arthur Bell Nicholls.
www.lectulandia.com - Página 47
NAPOLEÓN Y EL ESPECTRO
Bueno, como iba diciendo, el emperador se metió en la cama.
—Chevalier —le dijo a su ayuda de cámara—, corre esas cortinas y cierra la
ventana antes de salir de la habitación.
Chevalier hizo lo que se le había dicho, y después, tomando su palmatoria, salió.
Pocos minutos después, al emperador le pareció que su almohada estaba
demasiado dura, y se incorporó para sacudirla. Mientras lo hacía, se oyó un ligero
crujido cerca de la cabecera. Su Majestad escuchó, pero todo estaba en silencio
cuando volvió a acostarse.
Apenas había adquirido una pacífica postura de reposo, la sed le importunó.
Incorporándose sobre el hombro, tomó un vaso de limonada del pequeño velador que
estaba a su lado. Se refrescó con un largo trago. Mientras devolvía la copa a su sitio,
resonó un profundo lamento en el armario del rincón de la habitación.
—¿Quién está ahí? —gritó el emperador, agarrando sus armas—. Habla, o te
volaré los sesos.
Esta amenaza no surtió otro efecto que una risotada breve y cortante a la que
siguió un silencio sepulcral.
El emperador se levantó de su lecho y, poniéndose precipitadamente su robe-de-
chambre, que colgaba sobre el respaldo de una silla, se dirigió valerosamente al
armario encantado. Mientras abría la puerta, algo crujió. Saltó hacia delante con el
sable en la mano. No apareció alma ni espectro alguno, y el crujido, era evidente,
procedía de una capa caída que había estado colgada de un clavo de la puerta.
Medio avergonzado de sí mismo volvió a la cama.
Cuando estaba de nuevo a punto de cerrar los ojos, la luz de tres velas que ardían
en un candelabro de plata que había sobre la chimenea se oscureció repentinamente.
Miró. Una sombra negra y opaca la eclipsaba. Sudando de terror, el emperador estiró
el brazo para agarrar el llamador, pero un ser invisible se lo arrebató de la mano y, en
ese mismo instante, la ominosa tiniebla desapareció.
—¡Bah! —exclamó Napoleón—. Sólo era una ilusión óptica.
—¿Lo era? —susurró una voz hueca cerca de su oído en tono misterioso—. ¿Fue
una ilusión, emperador de Francia? ¡No! Todo cuanto habéis oído y visto es un triste
augurio de la realidad. ¡Alzaos, portador del Estandarte del Águila! ¡Levantaos,
adalid del Cetro de la Flor de Lis! Seguidme, Napoleón, y veréis más.
Cuando la voz calló, una forma apareció ante su mirada atónita. Era la de un
hombre alto y delgado, vestido con un sobretodo azul de bordes dorados. Llevaba un
pañuelo negro muy ajustado en torno al cuello y prendido por dos pequeños palillos
detrás de cada oreja. Su semblante era lívido; la lengua le asomaba de entre los
dientes y de sus cuencas unos ojos vidriosos e inyectados en sangre sobresalían
aterradoramente.
—Mon Dieu! —exclamó el emperador—. ¿Qué veo? Espectro, ¿de dónde vienes?
www.lectulandia.com - Página 48
El aparecido no habló, pero se deslizó hacia delante y, levantando un dedo, le hizo
señas a Napoleón para que le siguiera.
Controlado por una misteriosa influencia, que le arrebató la capacidad de pensar o
actuar por propia voluntad, obedeció en silencio.
La pared de la estancia se abrió cuando se aproximaron y, cuando ambos la
hubieron atravesado, se cerró tras ellos con un sonido atronador.
Habrían caminado en total oscuridad de no ser por una tenue luz que rodeaba al
fantasma y mostraba los húmedos muros de un largo pasillo abovedado. Lo
recorrieron con silenciosa rapidez. Poco después, una fría y refrescante brisa que
aullaba en la bóveda, que hizo que el emperador se arrebujase más en su camisón, les
anunció que se acercaban al aire libre.
Pronto salieron, y Napoleón se encontró en una de las principales calles de París.
—Digno Espíritu —dijo, temblando ante el frío aire nocturno—, permíteme
volver y ponerme algo más de ropa. Volveré contigo enseguida.
—Caminad —replicó severamente su compañero.
Se sintió obligado, a pesar de la creciente indignación que casi le sofocaba, a
obedecer.
Y caminaron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa señorial
construida a orillas del Sena. Aquí el Espectro se detuvo, las puertas se abrieron para
recibirlos y entraron a un gran salón de mármol, parcialmente oculto por un telón
atravesado, a través de cuyos pliegues traslúcidos se veía brillar una luz que ardía con
deslumbrante fulgor. Una hilera de hermosas figuras femeninas, ricamente vestidas,
estaban en pie delante de la cortina. Llevaban en la cabeza guirnaldas de las más
hermosas flores, pero sus rostros estaban ocultos por macilentas máscaras que
representaban calaveras.
—¿Qué es esta farsa? —gritó el emperador, haciendo un esfuerzo por sacudirse
las cadenas mentales que le mantenían involuntariamente preso—. ¿Dónde estoy y
por qué me has traído aquí?
—Silencio —dijo su guía, dejando colgar aún más su lengua negra y
sanguinolenta—. Silencio, si queréis evitar una muerte instantánea.
El emperador habría respondido, pues su coraje natural había vencido al temporal
asombro al que había sido sometido, pero justo entonces una música salvaje y
sobrenatural atronó tras el enorme telón, que ondeaba adelante y atrás y se
encampanaba como si le agitase una contienda o batalla interna entre vientos. En ese
mismo momento una abrumadora mezcla del olor a carne corrupta, combinado con el
de las más ricas fragancias del Oriente, llenó sigilosamente el salón encantado.
Un murmullo de muchas voces se oía ahora a lo lejos y algo le agarró el brazo
ansiosamente desde atrás.
Se volvió frenéticamente. Sus ojos se encontraron con el conocido semblante de
María Luisa.
—¡Cómo! ¿También tú estás en este lugar infernal? —dijo—. ¿Qué te ha traído
www.lectulandia.com - Página 49
aquí?
—¿Vuestra Majestad me permitirá haceros la misma pregunta a vos? —dijo la
emperatriz, sonriendo.
Él no respondió; el asombro se lo impidió.
Ahora ningún telón se interponía entre él y la luz. Había desaparecido como por
arte de magia y un espléndido candelabro apareció suspendido sobre su cabeza.
Multitud de damas, ricamente vestidas, pero sin máscaras de calavera, estaban a su
alrededor, y unos alegres caballeros se mezclaban entre ellas en adecuada proporción.
La música aún sonaba, pero ahora se veía que procedía de una orquesta de músicos
mortales emplazados en una tarima cercana. En el aire aún se olía el incienso, pero
era un incienso ya no mezclado con hedor.
—Mon Dieu! —gritó el emperador—. ¿Qué es todo esto? ¿Dónde diablos está
Piche?
—¿Piche? —replicó la emperatriz—. ¿Qué quiere decir Vuestra Majestad? ¿No
preferís salir de la habitación y retiraros a descansar?
—¿Salir de la habitación? Pues, ¿dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado de unos pocos miembros de la Corte a quienes yo
había invitado esta noche a un baile. Habéis entrado hace unos minutos en camisón y
con los ojos fijos y abiertos. Por la sorpresa que ahora demostráis, supongo que
estabais andando en sueños.
El emperador cayó inmediatamente en un ataque de catalepsia, en el que continuó
durante toda la noche y la mayor parte del día siguiente.
www.lectulandia.com - Página 50
Catherine Crowe
(1800 - 1876)
The Night-Side of Nature es, sin lugar a dudas, uno de los grandes clásicos de la
literatura esotérica del mundo anglosajón. Publicado en 1848, en dos volúmenes, por
George Routledge & Sons, a lo largo de más de 500 páginas su autora, Catherine
Crowe, conjuga elementos estilísticos propios de la narrativa gótica, tan popular en la
época, con reflexiones de corte científico, Filosófico y espiritista; recopila los
elementos más misteriosos e inquietantes del folclore popular en torno a sucesos
terroríficos y/o extraños, y los contrasta con fenómenos paranormales auténticos,
extrayendo en la operación interesantes conclusiones sobre la existencia real de un
mundo espiritual, trascendente, no físico, capaz de dar un nuevo sentido a la vida
humana. Por todo ello, no es nada gratuito afirmar que The Night-Side of Nature es
uno de los textos más influyentes en el nacimiento de la moderna parapsicología. Sus
páginas recogen, con afán enciclopedista, numerosos casos de clarividencia, telepatía,
premoniciones, poltergeist, apariciones espectrales, casas encantadas,
Doppelgängers, sueños premonitorios y telequinesis, sin olvidar los poderes mentales
que intervienen en las sorprendentes prácticas de un faquir —describe cómo fue
hallado, en perfecto estado físico, un santón hindú después de permanecer diez meses
enterrado vivo…, sin trucos—, y subraya el importante papel que desempeña la
autosugestión en la aparición de estigmas, sin intervención sobrenatural alguna, como
en el caso de la monja alemana Anna Katharina Emmerick (1774-1824) —cuyas
visiones «místicas» sobre la crucifixión de Jesús, recogidas en el libro The Dolorous
Passion of Our Lord Jesus Christ according to the Meditations of Anne Catherine
Emmerich (1833), merece la pena reseñarlo, fueron una de las bases dramáticas del
film de Mel Gibson La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004)—. La
fascinación de The Night-Side of Nature en sucesivas generaciones de espiritistas,
teósofos y ocultistas fue tremenda, de ahí la admiración que le profesaron personajes
como Arthur Conan Doyle, Madame Blavatsky, C. W. Leadbeater, Camille
Flammarion, Elizabeth Stuart Phelps y Eusapia Palladino.
Catherine Crowe (Stevens), mujer de brillante intelecto que se codeó sin
complejos con los mejores sabios europeos de todas las disciplinas a la hora de
cotejar experiencias y conocimientos, escribió: «… ¿cuándo admitirán nuestros
científicos que sus intelectos no pueden abarcar en toda su medida los diseños del
Todopoderoso?» Sus creencias ocultistas no excluían ni la razón ni a Dios, como
tampoco el sentido de la oportunidad comercial. The Night-Side of Nature apareció en
el momento de máxima popularidad de la ghost story victoriana —cf. las obras de
Sheridan Le Fanu, Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Charles Dickens, Walter
Scott…—, cuyo auge coincidió, por un lado, con el desarrollo tecnológico y
www.lectulandia.com - Página 51
científico propio de la Revolución Industrial, mientras que, por otro, con la
proliferación de asociaciones ocupadas en la investigación psíquica —la prestigiosa
The Society for Psychical Research (SPR), fundada en 1882— y sociedades
ocultistas y espiritistas —cf. la Hermetic Order of the Golden Dawn, fraternidad de
magia ceremonial, fundada en Londres en 1888 por William Wynn Westcott y
Samuel MacGregor Mathers, o la Spiritualists National Union (SNU), fundada en
1901, bajo el lema Light, Nature, Truth (Luz, Naturaleza, Verdad)—, acentuando
cierto declive de la religión tradicional. Catherine Crowe, por medio de Che Night-
Side of Nature, dio carácter «hermenéutico» a incidentes considerados hasta ese
momento como pura fantasía.
Nacida en Borough Green, Kent (Inglaterra), Catherine Crowe (Stevens) pasó
casi toda su vida en Edimburgo, en Escocia. Autora de obras teatrales, de libros de
cuentos infantiles, fue una infatigable defensora del acceso a la educación
universitaria de la mujer, y manifestó en diversas ocasiones su simpatía por el
Movimiento Sufragista, apoyó públicamente al filósofo y político John Stuart Mill
(1806-1873) cuando presentó a la Cámara de los Comunes en 1866 la primera
petición oficial del Comité por el Sufragio Femenino, Crowe también publicó dos
novelas no muy exitosas, Susan Hopley (1841) y Lilly Dawson (1847), eclipsadas por
el éxito de The Night-Side of Nature. En esta misma línea hallamos la recopilación de
relatos de fantasmas Ghost Stories and Family Legends (1859), en cuya preparación
intervinieron de manera indirecta los amigos de la escritora, quienes le contaron
historias espectrales «verídicas» —lo que hoy llamaríamos leyendas urbanas— y
sucesos folclóricos relacionados con el retorno de los muertos al mundo de los vivos.
La calidad de la selección atrajo a Montague Summers (1880-1948), clérigo
especializado en el estudio de lo fantástico y lo sobrenatural en la literatura y el
folclore —cf. The History of Witchcrafi (1926), The Vampire in Europe (1929), The
Physical Phenomena of Mysticism (1947)—, quien incluyó en su peculiar antología
Victorian Ghost Stories (1936) las narraciones “The Italian’s Story” y “Round the
Fire”.
«No puedo sino pensar que sería un gran paso para la humanidad si pudiéramos
familiarizarnos con la idea de que somos espíritus agregados durante un tiempo a la
carne de un cuerpo (…). Pero al disolverse la conexión entre el alma y el cuerpo,
aunque cambia la condición externa del anterior, su estado moral permanece intacto.
Lo que el hombre ha hecho de sí mismo así será en la otra vida; su estado es el
resultado de su última vida; su cielo o el infierno está en él mismo», apuntó Catherine
Crowe en The Night-Side of Nature. Así pues, su aproximación al fenómeno de las
posesiones diabólicas en su capítulo “Possessed by Demons” oscila entre su abierta
fascinación por tal fenómeno como síntoma de la presencia de lo espiritual en el ser
humano —aunque sea desde una óptica negativa…—, y el deseo de arrojar algo de
luz, desde la medicina y una rudimentaria psiquiatría (estamos en 1848), a situaciones
que rozan a menudo lo grotesco, cuando no caen estrepitosamente en ello. Con una
www.lectulandia.com - Página 52
ligereza indigna de cualquier postura teológica, la posesión diabólica había sido en
épocas pretéritas la excusa perfecta para cometer todo tipo de tropelías, impidiendo el
avance de la ciencia para un correcto diagnóstico de enfermedades como la epilepsia,
la esquizofrenia o la paranoia. Recordemos que en la Inglaterra de la época en que se
publicó The Night-Side of Nature todavía estaban muy presentes los excesos
cometidos en el siglo XVII por Matthew Hopkins, The Witch-finder General,
inquisidor puritano facultado por Oliver Cromwell y el Parlamento inglés a limpiar
los condados Suffolk y Essex, en East Anglia, entre 1644 y 1646, de toda clase de
brujas, brujos, herejes y posesos, sin reparar en los medios. Por ello, el valor
documental de “Possessed by Demons” es inmenso. Con todo el detalle que le es
posible, Catherine Crowe describe los casos, por ejemplo, de Rosina Wildin y
Barbara Rieger, muchachas que mostraban varios de los síntomas de posesión no
solamente reconocidos por la iglesia católica en su Ritual de Exorcismos y otras
súplicas (1998) —poliglosia (capacidad de hablar lenguas desconocidas para el
poseso), fuerza extraordinaria…—, sino presentes en el exorcismo, documentado de
manera mucho más fiable, de Annelise Michel, acaecido en Klingenberg (Alemania),
entre 1968 y 1976 —Annelise murió a consecuencia de las terribles secuelas físicas
que los cuarenta y dos exorcismos (¡) practicados por los sacerdotes Ernst Alt y
Arnold Renz dejaron en su cuerpo; tenía 23 años…—, o el de Robert Mannheim, en
Mount Rainer, Maryland (USA), ocurrido en 1949, y que sirvió de inspiración a un
estudiante católico de la Universidad de Georgetown llamado William Peter Blatty,
para escribir, años después, el libro más famoso sobre el Demonio de la era moderna,
El Exorcista (The Exorcist, 1971), del cual vendió más de trece millones de copias
sólo en inglés.
www.lectulandia.com - Página 53
POSEÍDOS POR DEMONIOS
De todos los aspectos de la brujería y lo sobrenatural a los que he prestado mi
atención, es el de la posesión demoníaca el que muy probablemente más me haya
fascinado. Muchos médicos alemanes sostienen que es posible que se den esas
instancias genuinas de la posesión, y hay a este respecto numerosos trabajos
publicados en alemán. Por lo demás, para este mal concreto que es la posesión,
ofrecen el magnetismo como único remedio, toda vez que es a través de su práctica
cuando el sujeto puede acceder a una comunicación más directa y efectiva con los
espíritus malignos y conseguir así su neutralización. Dicen dichos médicos que, no
obstante ser los de la posesión supuestos aislados, e incluso raros de verse, sus
víctimas pueden ser de uno u otro sexo, y de una u otra edad, de manera que nadie
queda a salvo de la desgracia que supone caer en la posesión demoníaca. Es un grave
error, en consecuencia, suponer que la posesión demoníaca concluyó con la
resurrección de Cristo, o que esa alusión de las Escrituras al sujeto poseído por un
demonio alude únicamente al que sufre de convulsiones o de insania mental.
El mal de la posesión, que no es contagioso, sin embargo, fue bien conocido por
los griegos; y en tiempos más recientes Hoffmann nos ha recordado varios y muy
señalados casos. Entre los síntomas más claros de la posesión demoníaca se cuentan
el hablar del paciente con una voz que no es la suya, las convulsiones aterradoras y
los movimientos descontrolados del cuerpo, todo lo cual se manifiesta de súbito, sin
una sintomatología previa, además de la proclamación de blasfemias, el uso de un
lenguaje obsceno, el conocimiento de lo que permanece en secreto y la visión del
futuro, además de los vómitos de cosas extraordinariamente raras como pelos, clavos,
agujas, etcétera, etcétera… He podido observar, sin embargo, que las opiniones al
respecto que se dan en Alemania no son coincidentes, ni siquiera entre quienes han
tenido la ocasión de observar oportunamente casos de posesión demoníaca.
El doctor Bardili tuvo un caso en 1830, considerado como uno de los más
decididamente claros de cuantos haya presentado la posesión demoníaca. La paciente
era una campesina de treinta y cuatro años, que nunca había padecido ninguna
enfermedad y cuyo cuerpo mostraba gran corrección en todas sus funciones, incluso
cuando la mujer daba muestras del extraño fenómeno. Debo observar que la paciente
estaba felizmente casada, que tenía tres hijos y que no era una fanática religiosa; tenía
además un carácter afable y era persona muy bien dispuesta para el trabajo y el
cumplimiento de todas sus obligaciones. Pues bien, no obstante todo eso, y sin que se
dieran en ella síntomas previos de trastorno, ni causas perceptibles de su
comportamiento sorprendente, un mal día se vio atacada de convulsiones
violentísimas mientras del fondo de su pecho le salía una voz extraña y aterradora, la
voz propia de un espíritu maligno que habitara en la forma humana de la buena
mujer.
Cuando tal fenómeno se daba en ella, la campesina no parecía la misma pues
www.lectulandia.com - Página 54
perdía su individualidad; sin embargo, una vez superó el acceso, volvió a ser la de
siempre, la mujer afable y cumplidora de sus obligaciones que todos conocían. Pero
nadie pudo olvidar las blasfemias que dijo con aquella voz extraña, ni las maldiciones
que profirió incluso en contra de sus seres más queridos. Es más, una vez recuperada,
su cuerpo mostraba heridas y magulladuras que ella misma se había causado en el
curso de aquellos ataques, pues en medio de las terribles convulsiones que sufriera
rodaba por el suelo y se golpeaba con innumerables objetos, presa de una furia
indescriptible. Ya recobrada, no era capaz de recordar nada de lo ocurrido; sólo podía
lamentarse de lo que le contaban que había hecho, llorando entonces
desconsoladamente.
Los hechos se repitieron con alguna frecuencia, cada vez mayor, durante tres
años. En ese tiempo fue perdiendo su vitalidad hasta parecer casi un esqueleto, pues
en medio de los accesos, que eran de una violencia variable, no podía ni comer, ya
que cuando iba a llevarse la cuchara a la boca se le volvía ésta, como guiada por otra
mano, y el alimento se derramaba por el suelo. Una afección que, como ya se ha
dicho, duró tres años. No había remedio contra aquellas manifestaciones de insania;
sólo hallaba la mujer un poco de alivio en las oraciones que hacía acompañada de los
suyos, aunque en ocasiones, cuando la buena mujer oraba, el demonio que la poseía
reaccionaba violentamente y hacía que se levantase cuando ya se había arrodillado, y
en vez de las palabras santas de la oración le salía a la campesina por la boca una
retahíla de blasfemias acompañada de una risa espantosa, todo lo cual cesaba
únicamente por la insistencia en el rezo de quienes la acompañaban. Cabe señalar, sin
embargo, que no obstante todo lo anterior, la mujer pudo engendrar un nuevo hijo en
ese tiempo, y que cuando nació le mostró el cariño debido y le procuró los cuidados
necesarios, sin que su condición de madre se resintiese en todo ello. Pero el demonio
aguardaba.
Finalmente, y debido al magnetismo, la paciente cayó en una especie de
sonambulismo en el que se dejó sentir una voz procedente de sí misma, que no era
empero la suya, sino la de su espíritu protector, que la llamaba a ser paciente y a tener
esperanza, y que le hizo la promesa de que el diabólico huésped que albergaba a su
pesar sería obligado a abandonar sus cuarteles muy pronto. Curiosamente, la
campesina caía a menudo en un estado de magnetismo sin la ayuda de un
magnetizador. Y pasados aquellos tres años, quedó enteramente liberada del demonio
que la poseyera, recobrando por completo la salud y mostrándose tan afable y digna
como siempre lo había sido.
En otro caso, el de la niña de diez años Rosina Wildin, un caso que se dio en
Pleidelsheim en 1834, el demonio anunció la posesión que hiciera de la criatura
proclamando desde el interior de la pequeña: «¡Aquí estoy!» Fue de veras
sorprendente oír aquel grito de voz hosca y masculina en la niña, que yacía como
muerta pero convulsa, moviéndose brutalmente, hasta que de nuevo se dejó sentir
desde su interior la voz del demonio, que decía: «¡Y ahora me voy otra vez!», con lo
www.lectulandia.com - Página 55
que la pequeña recuperó la paz. Aquel demonio a veces se expresaba en plural, pues
como dijo en una ocasión estaba acompañado de otro maligno, un diablo mudo, por
el que tenía que hablar: «El mudo es quien hace que la niña se contorsione y gire
sobre sí misma, el que le distorsiona los gestos, el que le vuelve los ojos, el que hace
que le rechinen los dientes y todo lo demás… Yo sólo proclamo lo que él me
ordena», decía el demonio que hablaba. Pero también aquella niña se curó mediante
el uso del magnetismo.
Barbara Rieger, otra niña de diez años, natural de Steinbach, fue igualmente
poseída por dos espíritus malignos en 1834, los cuales, además de hablar con dos
tonos de voz y al tiempo, voces masculinas ambas, se expresaban también en
diferentes dialectos. Uno decía haber sido albañil en otro tiempo, y el segundo
proclamaba su antigua condición de verdugo. Éste era el peor de los dos. Cuando
hablaban, la niña cerraba los ojos; cuando los abría, no recordaba nada. El demonio
que fuera albañil confesaba haber sido un gran pecador, y hasta parecía mostrar cierto
grado de arrepentimiento, pero el que fue verdugo no hablaba de su vida anterior. A
menudo pedían de comer, por lo que la niña recibía grandes cantidades de alimento
mientras se hallaba en trance, con lo cual, cuando volvía en sí tenía hambre, pues
ellos se lo habían comido todo. El albañil trasegaba además grandes cantidades de
licor, y si no se lo daban hacía gala de un lenguaje muy procaz y causaba fuertes
convulsiones a la niña, que una vez recobrado el sentido mostraba gran aversión
hacia el alcohol. No paraban, con sus exigencias, de causar daño a la pequeña, que
finalmente pudo ser curada mediante el magnetismo… El demonio que había sido
albañil resultó prontamente expulsado de su cuerpo, pero el verdugo fue mucho más
tenaz y resistente. En cualquier caso, al cabo fue derrotado, lo que quiere decir que se
consiguió que saliera del cuerpo de la niña, con lo que ésta recuperó por completo la
paz y la salud.
En 1835, un ciudadano de lo más respetable, cuyo nombre no ha sido facilitado
por los médicos, acudió a la consulta del doctor Kerner. Tenía treinta y siete años, y a
partir de los treinta había comenzado a mostrar un carácter atrabiliario, sumamente
raro, por lo que llevaba siete años de posesión demoníaca. Eso había llenado de
infelicidad a su familia, tanto como a sí mismo. Ya no era el hombre cordial y
morigerado que fue siempre, sino grosero y despectivo, con frecuentes arrebatos de
cólera. Un día, para colmo, salió de él una voz extraña e insolente que dijo ser la de
un demonio que en otro tiempo fue el magistrado S., y que llevaba todos esos años,
entonces seis, poseyendo el cuerpo del infortunado. Al cabo, cuando se obtuvo
mediante magnetismo su expulsión, la víctima, aquel hombre a quien tanto le había
cambiado el carácter en siete años, cayó al suelo entre violentas convulsiones que
parecieron a punto de quebrar todo su cuerpo. Mas luego de una larga pausa en la que
pareció muerto, recobró por completo la salud y volvió a ser el hombre digno y
educado que siempre fuera.
En otro caso, una joven de Gruppenbach, aun hallándose en disfrute pleno de
www.lectulandia.com - Página 56
todos sus sentidos, oyó un mal día la voz del demonio que la tenía posesa (y que era
el alma de una persona ya fallecida), y no pudo evitar que salieran de sí tantas malas
palabras como aquel demonio decía.
En resumen, que no son tan extraños los casos de posesión demoníaca, ni
carecemos de descripciones prolijas de los mismos… Eso supone, ni más ni menos,
que el fenómeno de la posesión existe, aunque no me atreva a señalar hasta cuándo
seguirán siendo así las cosas, pues realmente sabemos muy poco de su génesis, que es
lo importante. Todo lo más, y en contra de cierta tendencia actual a negar la
existencia del fenómeno, podemos afirmar que tales casos son ciertos, pues están
perfectamente comprobados, y no es cosa de continuar diciendo que dichos supuestos
son imposibles.
Cabe esperar, igualmente, que en la medida en que dichas evidencias de la
posesión demoníaca se han dado en otros países, el nuestro no tiene por qué ser una
excepción. Por mi parte, puedo dar cuenta de un suceso al respecto, en el que sin
embargo se perciben otros influjos muy diferentes debidos a la posesión por parte de
los espíritus.
Ocurrió en Bishopwearmouth[13], cerca de Sunderland, en 1840; y aunque los
hechos fueron recogidos y publicados por dos médicos y dos cirujanos, además de
vistos por muchas otras personas, son poco conocidos. En cualquier caso, me parece
que son elocuentes en sí mismos tales hechos, cualquiera que sea la interpretación
que pretenda dárseles.
La paciente, Mary Jobson, estaba entre sus doce y trece años; sus padres,
personas muy respetables, la llevaban siempre a la escuela dominical. Mary cayó
enferma en noviembre de 1839, sufriendo de inmediato horribles convulsiones en
medio de las cuales se desgarraba los vestidos hasta quedar completamente desnuda.
Fue así durante varias semanas. Y fue en ese tiempo cuando sus padres observaron
que de Mary salía el sonido de unos golpes extraños, como si alguien golpeara una
puerta que hubiese en el interior de la niña. Ocurría en distintos lugares y a horas
diferentes, pero sobre todo cuando Mary ya se había acostado y dormido con las
manos fuera del abrigo de la cama.
Una noche, atentos sus padres a tales fenómenos, escucharon una voz en vez de
aquellos golpes, algo que los sorprendió extraordinariamente, algo que no acertaron a
explicarse salvo pasado mucho tiempo, cuando el caso ya quedó explicado por los
médicos. Primero fue un ruido metálico, como de choque de armas, y después una
especie de temblor, harto ruidoso igualmente, que pareció ir a derrumbar la casa;
siguieron pasos de alguien a quien no veían, mientras el suelo de la casa se llenaba de
agua de cuya procedencia no era posible dar cuenta, y más sonidos: el de las
cerraduras de las puertas que se abrían y, por encima de todos, una música muy dulce.
Los médicos y el padre de la niña sospecharon de algo sobrenatural y procedieron a
adoptar las precauciones oportunas; pero nadie supo en un principio interpretar
correctamente aquel misterio.
www.lectulandia.com - Página 57
Se trataba, sin embargo, de un espíritu benéfico, que al fin se manifestó para dar a
la familia muy buenos consejos. Muchos fueron los que acudían a contemplar tan
asombroso fenómeno, y no pocos de entre ellos hubieran querido escuchar aquella
voz tan sabia en sus propias casas. Deseos que se cumplieron en algunos casos. Así,
Elizabeth Gauntlett, mientras atendía a sus tareas domésticas un buen día, oyó una
voz que le decía: «Ten fe y escucharás la palabra de Dios, que habrás de oír
atentamente, con tu más entregado oído». Elizabeth, asombrada, no pudo evitar una
exclamación: «¡Qué es esto, Dios mío!» Y apenas lo dijo vio ante sí una pequeña
nube muy blanca. Aquella misma noche volvió a dejarse sentir tan dulce voz, que le
dijo: «Mary Jobson, una de tus alumnas de la escuela dominical está muy enferma;
acude a verla, pues si lo haces ayudarás a que se ponga bien». Elizabeth no sabía
dónde vivía Mary, pero después de enterarse allá que fue; y ya ante la puerta de la
casa oyó la misma voz, que la invitaba a entrar. Lo hizo y se dirigió a la habitación de
la niña, donde escuchó otra voz, tan dulce y bonita como la que antes oyese, que la
llamaba a tener fe y que además le dijo: «Soy la Virgen María». La voz de la Virgen
le prometió una señal cuando volviese a casa y, en efecto, aquella misma noche, tras
visitar a su alumna, y mientras leía la Biblia antes de acostarse, oyó la misma voz que
le decía: «Jemina[14], no temas, que soy yo… Si obedeces a lo que te diga, la paz será
siempre contigo, nunca padecerás males». Lo mismo ocurrió en otras visitas de la
Virgen, mas dejándose sentir en ellas, junto con su voz, una música celestial, la más
exquisita música.
El mismo fenómeno pudo observarse por parte de muchos, algunos de los cuales
recibieron reproches de la voz por sus muy humanas quejas, aunque la voz los
llamaba a ser corajudos y esperanzados. Otros oyeron también las voces de familiares
que ya habían muerto, y tuvieron con ellas muchas revelaciones.
Una vez dijo la voz a Mary Jobson: «Alza los ojos y verás en el techo el sol y la
luna». Y de inmediato se vieron en el techo un sol hermoso y una luna bellísima, que
todo lo llenaban de tonalidades anaranjadas, verdes, amarillas, plateadas… Pero el
padre de la niña, que no obstante el milagro obrado en su hija seguía siendo un
hombre escéptico, quiso limpiar el techo de la habitación, y lo hizo con denuedo,
hasta quedar agotado, pero fue en vano: allá siguieron el sol hermoso y la luna
bellísima.
Entre otras muchas cosas, a cada cual más prodigiosa, la voz dijo en otra ocasión
a la niña que parecía sufrir por algo; la niña dijo que no, pero también que no sabía
dónde tenía su cuerpo, y que temía que su espíritu la hubiese abandonado para tomar
posesión del cuerpo de otra persona; y que el cuerpo de esta persona, por ello, acaso
hablara con el grito de una trompeta. La voz le dio el consuelo que precisaba la niña,
llenándola de tranquilidad. Y también habló a la familia y a quienes acudían a la casa
para presenciar los milagros, de muchas cosas referidas a familiares y amigos
distantes, para probar que decía la verdad.
La niña vio en dos ocasiones a la divina forma junto a la cabecera de su cama, y
www.lectulandia.com - Página 58
Joseph Ragg, uno de los vecinos que habían acudido a la casa para contemplar los
prodigios, ya de regreso a su casa, vio una figura alta y luminosa, muy bella, que se
acercaba a su cama a las once en punto de la noche del 17 de enero. La figura vestía
ropas de hombre, no obstante lo cual dimanaba de ella una gran delicadeza. Aquella
misma noche volvería a verla de nuevo, horas más tarde. En esta segunda ocasión la
figura luminosa descorrió las cortinas de la ventana del cuarto y lo miró
bondadosamente, quedando así, contemplándole, durante un cuarto de hora. Cuando
se esfumó, las cortinas, por sí solas, volvieron a cerrarse en la ventana. Y un día,
hallándose de visita en la habitación de la niña enferma, Margaret Watson vio un
cordero que, después de entrar tranquilamente por la puerta del cuarto, fue a sentarse
junto al padre de la niña, John Jobson, sin que él lo viera.
Pero uno de los hechos más reseñables de este caso es, sin duda, el de la bellísima
música celestial que tantos escucharon, incluso el escéptico padre de la pobre niña
enferma. Eso, desde luego, fue lo que acabó obrando su conversión. Aquella música
se había dejado sentir ininterrumpidamente durante dieciséis semanas; unas veces
parecía la de un órgano, pero mucho más bonita; otras, la de un coro de voces que
cantara canciones sagradas cuyas palabras se escuchaban claramente; y a veces
también parecía el rumor apacible del agua de un arroyo. Y cuando la voz deseaba
que corriese el agua, sin que cesaran aquellos cánticos, el agua corría. Entonces
comprendió el escéptico padre de la niña que el agua derramada en el suelo de la casa
en aquella ocasión se debía a cosa tan concreta. Y que podía darse el prodigio, no una
vez, sino veinte veces, como él mismo proclamaba entusiasmado.
En todo el tiempo que se dio este caso las voces decían a la familia y allegados
que aún faltaba por obrarse un milagro definitivo en la niña Mary Jobson. Y así,
finalmente, el 22 de junio, cuando estaba más enferma que nunca, y su familia y
amigos rezaban ardorosamente para pedir por su vida, se dejó sentir la voz de la
Virgen a las cinco en punto de la tarde para ordenar que le fueran cambiadas las
sábanas de la cama, y que le fueran igualmente cambiadas la ropas a la niña, y que
todos abandonasen la habitación, salvo un niño que allí estaba, de dos años y medio
de edad… Obedecieron. Y cuando al rato volvieron a entrar en el cuarto de la
enferma les fue dado observar que Mary estaba completamente repuesta, sentada en
una silla con el niño en sus rodillas. Y desde aquel día jamás volvió a ponerse
enferma. El informe en el que se da cuenta de estos hechos data del 30 de enero de
1841.
Claro está, muchos se reirán de todo esto, asegurando que tales hechos nunca se
dieron porque son, no ya imposibles, sino absurdos; pero fueron muchos, gentes
honestas e inteligentes, los que pudieron comprobarlos por sí mismos. Yo misma, he
de confesarlo, me resistí a creer en todo ello, por mucho que los hechos concordasen
con mis propias creencias. Pero es que no fue una casualidad, no fue un fenómeno
que durase un día, ni siquiera una hora, sino muchos meses; y no es menos evidente
que el padre de Mary, un hombre escéptico donde los hubiera, acabó convencido del
www.lectulandia.com - Página 59
prodigio, lamentando en lo sucesivo haber sido blasfemo e intolerante, además de
incrédulo.
El doctor Reid Clanny, que elaboró un informe sobre el caso, con la ayuda de los
innumerables testigos del mismo, es un médico con muchos años de experiencia, y es
también, según me parece, el inventor de la lámpara de aceite con protección de
cristal[15], y declaró su convicción de que los hechos eran ciertos y demostrables,
asegurando a sus lectores que «mucha gente que detenta cargos en la jerarquía
eclesiástica, así como varios ministros de otras confesiones, además de miembros
notables de la sociedad, respetados por su sabiduría y piadosos sentimientos, se
muestran complacidos con las explicaciones dadas a propósito de estos prodigios».
Cuando vio por primera vez a la niña en su lecho del dolor, aparentemente insensible,
con los ojos fijos e inyectados en sangre, supuso que Mary padecía algún mal en su
cerebro, no creyendo que hubiera en su enfermedad ningún misterio de tipo
sobrenatural. No obstante, los exámenes a que sometió a la infeliz paciente lo
llevaron muy pronto a creer lo contrario[16].
También dio cuenta el médico en su informe de cómo, mientras duró la
enfermedad de la niña, tanto sus familiares como el mentado Joseph Ragg oyeron la
misma música celestial casi sin interrupción; y escribió igualmente que Mr. Torbock,
un cirujano que se mostró asombrado al conocer todo lo concerniente a la enfermedad
y posterior curación de Mary Jobson, le refirió a su vez otro suceso en el que, cuando
murió una persona a la que había asistido, se dejó sentir igualmente una música
celestial, muy deliciosa, que a todos los presentes llenó de paz.
No son casos aislados, sin embargo. Se ha referido con frecuencia el hecho,
comprobado por muchas personas, de que cuando alguien muere se deja sentir una
música celestial. Tengo innumerables testimonios al respecto.
Mas, volviendo a las investigaciones hechas sobre el caso de Mary Jobson, el
doctor Clanny llegó a la convicción de que el mundo espiritual se identifica a menudo
con nuestros problemas humanos a tal extremo que, como dice el doctor Drury, otro
sabio, no queda más remedio que aceptar el hecho de que vivimos en un mundo
espiritual, por lo que él mismo, cuando atendió a Mary, se vio inmerso en instancias
no precisamente terrenales, esas que, según sus propias palabras, «consiguen llegar
desde esos confines de los que, como suele decirse, no regresan los viajeros».
www.lectulandia.com - Página 60
Dinah Mulock
(1826 - 1887)
www.lectulandia.com - Página 61
House in C——— Street” uno tiene la sensación de que su autora, Dinah Mulock,
tenía en mente, en todo instante, una de las más célebres y angustiosas frases de
Hamlet. Aquella en la que el protagonista, tras contemplar estremecido la sombra del
difunto monarca, exclama: «Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo
que ha soñado tu filosofía» (acto I, escena V). Una manera muy poética de dejar clara
su postura frente a lo oculto y de homenajear a sus maestros: en “The Last House in
C——— Street” encontramos el fantasma de una mujer, de una madre, aunque no
murió asesinada, como el rey de Dinamarca, sino durante un parto que se complicó
dramáticamente…
“The Last House in C——— Street” puede también leerse como una especie de
cuento de hadas para adultos. Si tomamos como modelo a Bruno Bettelheim,
podríamos decir que la ghost story revela la vida humana vista, sentida o vislumbrada
desde las zonas más sombrías de su interior, enfrentando al lector a su miedo a la
muerte, al dolor físico y psíquico, a sus pavores más absurdos y primitivos. Quizá en
ello haya jugado un importante papel la carrera de Dinah Mulock como narradora
infantil y juvenil —peculiaridad que comparte con algunas escritoras presentes en
esta antología como, por ejemplo, Edith Nesbit—, con obras de la categoría de The
Little Lychetts (1855), The Fairy Book (1863), The Adventures of a Brownie (1872) o
The Little Lame Prince and His Travelling Cloak (1875).
Hija del pastor evangelista Thomas Mulock, hombre de rígidas costumbres
morales a quien, sin embargo, le gustaban la literatura y la poesía —sus sermones, a
decir de quienes le conocieron, poseían un vibrante estilo literario—, Dinah María
Mulock nació en Stoke-on-Trent, Staffordshire —aunque casi toda su niñez la pasó
en Newcastle-under-Lyme, lugar que siempre evocaba con cariño—, y se educó en
Brampton House Academy, escuela situada muy cerca de su casa, donde pudo leer y
disfrutar por primera vez —atraída por sus ilustraciones— novelas como Simbad el
marino o Robinson Crusoe. Luego, ya llegada a la adolescencia, Jane Austen,
Edward Bulwer-Lytton, sir Walter Scott y Charles Dickens, además de Shakespeare y
Chaucer, se convirtieron en sus lecturas predilectas. Le servían para escapar
mentalmente de la monótona rutina cotidiana, de una educación orientada a
convertirla en buena esposa, buena cristiana y, como mucho, una buena maestra o
institutriz. En el verano de 1839, Dinah se traslada con su familia a Londres, donde
estudió italiano, griego y latín y aprendió a dibujar en la Government School of
Design at Somerset House. Atendiendo a los requerimientos de su hija, Thomas
Mulock incluso utilizó sus influencias para emplearla como profesora de literatura
inglesa. Por entonces ya había decidido que se dedicaría a escribir, la única profesión
en la cual las mujeres podían competir con los hombres «… y batirlos en su propio
terreno» (A Woman’s Thoughts about Women, cap. 3). Un proyecto que se retrasó a
causa de la muerte de su madre en 1845, lo cual la obligó a ocupar su puesto a la hora
de administrar la casa y cuidar de sus hermanos Tom y Benjamín. No será, pues,
hasta 1847 cuando arrancará definitivamente su proyecto literario —espoleada por el
www.lectulandia.com - Página 62
tremendo éxito, según reconoció, de Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë—, y
después de ocuparse un tiempo, por cuestiones puramente económicas, a la literatura
infantil, publicó su primera novela, The Ogilvies (1849) —emotivo y peculiar análisis
de las relaciones sentimentales y maritales (ergo sociales) de la Inglaterra victoriana
—, a la que siguieron Olive (1850) —curiosa variación, en el sentido musical del
término, de la novela de Charlotte Brontë con la que guarda estrechas similitudes—,
The Head of the Family (1852) y Agatha’s Husband (1853), hasta que consiguió un
tremendo éxito de crítica y público con John Halifax, Gentleman (1857). Éxito que se
confirmó con A Life for a Life (1859), extraordinaria novela epistolar que contrasta
las dramáticas vivencias de un hombre y una mujer, Max Urquhart y Dora Johnston
—él ha cometido un crimen pasional; ella, madre soltera—, cuyos particulares
periplos de sufrimiento y redención demuestran que, emocionalmente, no son nada
distintos.
Considerada una excelente y ocurrente conversadora por todos aquellos que la
conocieron y admiraron, interesada por el espiritismo, muchos destacan su atractivo
personal por encima del meramente físico —las fotografías que de ella se conservan
desvelan que su rostro guardaba un parecido inaudito con la reina Victoria—. Soltera
durante muchos años, celosa de su independencia personal y profesional, ante la
sorpresa de todos acabó casándose, a los treinta y nueve años, el 29 de abril de 1865,
con Alexander Macmillan (1818-1896), co-fundador junto a su hermano Daniel de la
editorial Macmillan & Company. Cuatro años después adoptaron a una niña
abandonada, Dorothy, a la que sus padres se referían como el regalo del cielo. A
pesar de convertirse en una notable ama de casa y madre, Dinah Mulock jamás
descuidó su prestigiosa y lucrativa carrera literaria —salvo durante los primeros años
de vida de Dorothy, pese a la tibia oposición de su esposo—, como demuestran sus
novelas A Brave Lady (1869-70), Hannah (1871), Young Mrs. Jardine (1879) y King
Arthur: Not a Love Story (1886). Inmersa en los preparativos de la boda de su hija, el
12 de octubre de 1887, un infarto acabó con su vida. Sus últimas palabras fueron:
«¡Si pudiera vivir un poco más!; pero no importa, no importa…» Enterrada en la
abadía de Tewkesbury, entre los amigos que le rindieron su postrer homenaje
figuraban lord Tennyson, Matthew Arnold, Robert Browning, Mrs. Oliphant, sir John
E. Millais, el profesor T. H. Huxley y James Russell Lowell.
www.lectulandia.com - Página 63
LA ÚLTIMA CASA EN LA CALLE C…
No suelo creer en fantasmas; no veo para qué sirven. Aparecen, esto es, dicen que
aparecen, tan irrelevantes, tan sin propósito, tan ridículos en suma, que tanto el
sentido común sobre las cosas de este mundo como el sentido sobrenatural sobre los
asuntos del otro se rebelan del mismo modo. Además, nueve de cada diez
«importantes historias de fantasmas» se explican fácilmente, y en la décima, cuando
fallan todas las explicaciones naturales, una se inclina, habiendo descubierto la
extraordinaria dificultad que existe en esta sociedad en entender ese asunto tan
resbaladizo que llamamos hechos, a sacudir la cabeza incrédulamente, diciendo:
«¡Pruebas! ¡Es una cuestión de pruebas!»
Pero mi incredulidad no surge de un escepticismo tozudo o de desprecio sobre la
posibilidad, por improbable que sea, de que existan las impresiones o comunicaciones
provenientes de un espíritu totalmente inmaterial, lo que vulgarmente se llama un
«fantasma». No hay credulidad más ciega ni ignorancia más infantil que la del sabio
que intenta medir «el cielo y la tierra y todo lo que hay bajo ella» con la limitada vara
de medir de su cerebro. ¿Acaso nos atrevemos a discutir sobre cualquier misterio del
universo diciendo: «Es inexplicable, y por lo tanto imposible»?
Asumiendo estas opiniones, aunque sólo como opiniones, estoy a punto de relatar
lo que debo confesar que a mí me parece una auténtica historia de fantasmas; sus
pruebas externas y circunstanciales son indisputables, mientras que sus causas y
resultados psicológicos, aunque no son fáciles de narrar, son más difíciles de explicar.
El fantasma, como el de Hamlet, era un «espíritu honesto». De su hija, una anciana
dama quien, ¡bendita sea su buena y gentil memoria!, ha aprendido desde entonces
los secretos de todas las cosas, oí esta historia auténtica.
—Querida —me dijo la señora MacArthur (era en los primeros días que las mesas
se movían, cuando los jóvenes se burlaban y los mayores se escandalizaban ante la
idea de invocar a la mesa del salón a los ancestros fallecidos y descubrir las
maravillas del mundo angélico por los movimientos de un sombrero o los giros de un
plato)—, querida —continuó la anciana—, no me gusta jugar con fantasmas.
—¿Por qué no? ¿Cree en ellos?
—Un poco.
—¿Alguna vez ha visto alguno?
—Nunca. Pero una vez oí…
Parecía hablar en serio, como si no le hubiese gustado hablar de ello, tanto por
una sensación de respeto como por miedo al ridículo; pero nadie podría haberse reído
de las ilusiones de una gentil anciana que nunca le había dirigido una palabra
desagradable o satírica ni a un alma. Y su evidente respeto era extraordinario en una
persona que poseía tantísimo sentido común, tan poca fantasía y ninguna
imaginación.
Sentí mucha curiosidad por oír la historia de fantasmas de MacArthur.
www.lectulandia.com - Página 64
—Querida, fue hace mucho tiempo, tanto que quizá crea usted que olvido y
confundo las circunstancias, pero no es así. A veces creo que una recuerda más
claramente sucesos ocurridos en la juventud (aquel año tenía yo dieciocho años) que
muchos eventos más cercanos. Y además, tenía otros motivos para recordar
vívidamente todo lo que tuvo que ver con aquellos años, pues debe saber que estaba
enamorada.
Me miró con una sonrisa apacible y de reproche, como esperando que mi
juventud no lo considerase algo tan imposible o ridículo. No, estaba muy interesada.
—Enamorada del señor MacArthur —dije, sin que fuese una pregunta, pues era
aquel momento arcádico de la vida en que una toma como necesidad natural, como
verdad indiscutible, que todo el mundo se casa con su primer amor.
—No, querida; no del señor MacArthur.
Yo me quedé tan pasmada, tan completamente asombrada, pues había tejido un
cierto ideal alrededor de mi buena y vieja amiga, que me quedé cinco largos minutos
mirando tejer en silencio a Mrs. MacArthur. Mi sorpresa no fue a menos cuando dijo
con una sonrisa:
—Era un joven caballero de posibles y me tenía mucho cariño; más bien, estaba
orgulloso. Pues aunque no lo crea, querida, en aquellos tiempos yo era una belleza.
No lo dudé. El cuerpo pequeño, las manos y pies diminutos; de verla por la
espalda, uno hubiese tomado a Mrs. MacArthur por una jovencita aún. Ciertamente,
los miembros de la generación anterior vivían más calmada y tranquilamente que
nosotros.
—Sí, era la belleza de Bath. El señor Everest se enamoró de mí allí. Yo estaba
encantada, porque justo había terminado de leer Cecilia, de la señorita Burnett, y
pensé que él era igual que Mortimer Delvil. Una historia preciosa, Cecilia, ¿la ha
leído?
—No —y, para que empezase su historia, salté a la única conclusión que podía
reconciliar el hecho de que hubiese tenido un amante apellidado Everest y ahora
fuese la señora MacArthur—. ¿Ése fue el fantasma que vio?
—No, querida, no; gracias a Dios, sigue vivo. Me llama a veces; ha sido un buen
amigo de nuestra familia. ¡Ah! —con un lento movimiento de cabeza, medio
complacida, medio pensativa—, no se creería, querida, lo buen mozo que era.
No pude sonreír ante la extraña frase, que hablaba de novelas del siglo pasado y
de los amores de nuestras bisabuelas. Escuché pacientemente los distraídos recuerdos
que seguían retrasando el comienzo de la historia de fantasmas.
—Pero, señora MacArthur, ¿fue en Bath donde usted vio o escuchó lo que creo
que va a contarme? Ya sabe, donde vio el fantasma.
—No lo llame así; parece que se estuviese burlando de ello. Y no debe hacerlo,
pues es muy real, tan real como que ahora estoy aquí sentada, una anciana de setenta
y cinco años, y que entonces era una jovencita de dieciocho. No, querida, se lo voy a
contar.
www.lectulandia.com - Página 65
»—Estábamos en Londres mis padres, el señor Everest y yo. Él los había
convencido para que me llevasen; quería enseñarme el mundo, aunque no era más
que un mundo estrecho, querida (pues él era un estudiante de Derecho, que vivía con
poco y trabajaba mucho). Alquiló un alojamiento para nosotros cerca del Colegio de
Abogados; en la calle C…, la última casa, cerca del río. Le gustaba mucho el río, y
algunas noches, cuando tenía demasiado trabajo y no podía permitirse llevarnos a
Ranalegh o al teatro, solía pasear con mis padres y conmigo, arriba y abajo, por los
Jardines del Colegio. ¿Has estado alguna vez en los Jardines del Colegio de
Abogados? Ahora es un lugar muy bonito, un rincón silencioso y gris en medio del
ruido y el alboroto; las estrellas se ven maravillosas a través de aquellos grandes
árboles, pero ya no es como era antes, cuando yo era niña.
—¡Ah! No, imposible.
—Fue en los Jardines del Colegio de Abogados, querida, donde dimos nuestro
último paseo (mi madre, el señor Everest y yo) antes de que ella volviese a casa, a
Bath. Estaba muy impaciente e inquieta por irse, siendo como era tan delicada para
las diversiones de Londres. Además, tenía varios hijos en casa, de los cuales yo era la
mayor, y esperábamos con ansia al más joven en un mes o dos. Sin embargo, mi
querida madre había viajado conmigo, me había llevado a todos los espectáculos y
monumentos que yo, una niña vigorosa y feliz, anhelaba ver, y los disfrutó casi tanto
como yo.
»Pero aquella noche estaba pálida, bastante seria y muy decidida a volver a casa.
»Hicimos cuanto pudimos por persuadirla de lo contrario, pues la noche siguiente
iba a tener lugar la guinda de todas nuestras diversiones en Londres: ¡íbamos a ver
Hamlet a Drury Lane, con John Kemble y Sarah Siddons! Piénselo, querida. ¡Ah!
Ahora no se ven cosas así. Incluso mi serio padre ansiaba ir, e insistió, a su tímida
manera, en que deberíamos posponer nuestra partida. Pero mi madre estaba decidida.
»Al fin el señor Everest dijo —y podría mostrarle el sitio exacto en que se
encontraba, el río (la marea estaba alta) lamía los muros y el sol de la tarde se
reflejaba en las casas de Southwark enfrente—, dijo (estaba equivocado,
naturalmente, pero estaba enamorado, y podía perdonársele): “Señora” dijo, “es la
primera vez que veo que sólo piensa en usted misma”.
»—¿En mí misma, Edmond?
»—Discúlpeme, pero ¿no le sería posible regresar a su casa dejando atrás, sólo
por dos días, al señor White y a la Señorita Dorothy?
»—Dejarlos aquí… ¡dejarlos aquí! —meditó sus palabras—. ¿Tú qué dices,
Dorothy?
»Yo no dije nada. La verdad es que no me había separado de ella en mi vida.
Nunca se me había pasado por la cabeza querer separarme de ella, o disfrutar de
ningún placer sin ella, hasta… hasta los últimos tres meses. “Madre, no creo que
yo…”
»Pero entonces vi al señor Everest, y me detuve.
www.lectulandia.com - Página 66
»—Por favor, continúe, señorita Dorothy.
»No, no podía. Parecía tan afligido, tan dolido, y habíamos sido tan felices juntos.
Además, quizá no volviésemos a vernos en años, pues el viaje entre Londres y Bath
era largo, incluso para los amantes, y él trabajaba mucho… tenía pocos placeres en la
vida. Ciertamente parecía egoísta por parte de mi madre.
»Aunque mis labios no dijeron nada, quizá mi mirada triste dijo demasiado, y mi
madre se dio cuenta.
»Anduvo con nosotros unos pocos metros, lenta y pensativamente. Podía verla,
con su rostro pálido y cansado bajo los lazos color cereza de su capucha. De joven
había sido muy hermosa, y aún lo era… ¡mi querida y buena madre!
»—Dorothy, no hablemos más de esto. Lo siento mucho, pero debo volver a casa.
Sin embargo, persuadiré a tu padre de que se quede contigo hasta el fin de semana.
¿Te parece bien?
»—No —fue el primer impulso filial de mi corazón; pero el señor Everest me
apretó el brazo con una mirada tan suplicante que casi contra mi voluntad respondí:
“Sí”.
»El señor Everest abrumó a mi madre con su felicidad y gratitud. Ella paseó un
rato más, apoyándose en su brazo, pues le apreciaba mucho; luego quedó parada
mirando el río, a un lado y a otro.
»—Supongo que éste es mi último día en Londres. Gracias por haber cuidado tan
bien de mí. Y cuando haya regresado a casa… por favor, oh, Edmond, cuide muy
bien de Dorothy.
»Esas palabras y el tono en el que las pronunció se grabaron en mi mente.
Primero, por gratitud, no exenta de remordimiento, como si yo no hubiese sido tan
considerada con ella como ella lo había sido conmigo; después… pero a menudo
erramos, querida, al insistir demasiado en esa palabra. Nosotros, criaturas mortales,
sólo tenemos que enfrentarnos al “ahora”. Nada que ver con “después”. En este caso,
he cesado de culparme a mí o a otros. Fuese lo que fuese, siendo pasado, debía
ocurrir así, y no podría haber sido de otro modo.
»Mi madre se volvió a casa a la mañana siguiente, sola. Nosotros la seguiríamos
unos días después, aunque ella no nos permitió decidir ningún día concreto. Su
partida fue tan precipitada que no recuerdo nada sobre ella, excepto su respuesta al
urgente deseo de mi padre, casi una orden, de que si ocurría algo se lo hiciese saber
inmediatamente.
»—Bajo cualquier circunstancia, esposa —reiteró—, ¿lo prometes?
»—Lo prometo.
»Aunque cuando se fue, mi padre declaró que no habría hecho falta que mi madre
lo dijese, dado que casi habríamos llegado a casa para cuando el lento coche de Bath
pudiese traernos una carta. Pero estaba bastante inquieto al no estar acostumbrado a
la ausencia de mi madre en toda su feliz vida de casados. Le complacía, como a la
mayoría de los hombres, culpar a cualquiera excepto a sí mismo, y durante todo el día
www.lectulandia.com - Página 67
y el siguiente, estuvo malhumorado a ratos tanto con Edmond como conmigo; pero lo
soportó, y pacientemente.
»—Todo se arreglará cuando le llevemos al teatro. No tiene ningún motivo para
sentirse inquieto por ella. Tu madre, Dorothy… ¡qué mujer tan adorable y hermosa!
»Me alegré de oír hablar así a mi amor, y pensé que difícilmente podría haber una
joven tan afortunada como yo.
»Fuimos al teatro. Ah, ahora ya no saben lo que es una obra. Nunca han visto a
John Kemble ni a la señora Siddons. Aunque en vestuario y aspecto era muy inferior
al Hamlet que me llevó a ver la semana pasada, querida, y recuerdo perfectamente
haber estado a punto de reírme durante la escena más solemne, porque se hacía muy
evidente que el Fantasma había bebido. Curiosamente, nada de lo que sucedió a
continuación, ningún suceso posterior, me borró de la mente la vívida impresión de
mi primera obra de teatro. Resulta llamativo que la obra fuese Hamlet. ¿Cree que
Shakespeare creía en… en lo que la gente llama “fantasmas"?
No supe contestarle, pero sí pensé que el fantasma de la señora MacArthur estaba
tardando mucho en hacer su aparición.
—No, querida… no; haga lo que quiera excepto reírse de ello.
Estaba visiblemente emocionada, y no sin esfuerzo pudo continuar su historia.
—Ojalá entendiese usted con exactitud mi posición aquella noche: una jovencita
con la cabeza llena del hechizo de la escena, con su corazón no menos absorbido. El
señor Everest había cenado con nosotros, dejándonos a ambos del mejor humor; de
hecho mi padre se había ido a la cama, riéndose con ganas recordando las payasadas
del señor Grimaldi, que casi habían borrado de su recuerdo a la Reina y a Hamlet,
pues lo ridículo siempre deja una huella mucho más profunda que lo horroroso o lo
sublime.
»Estaba sentada… déjeme pensar… en la ventana, hablando con mi doncella
Patty, que me estaba cepillando el pelo. La ventana estaba medio abierta y tenía vistas
al Támesis; y, como la noche de verano era muy cálida y estrellada, era casi como
estar sentada al aire libre. Nada del sobrecogimiento que da la soledad de una
habitación cerrada a medianoche, cuando todos los ruidos se magnifican, y todas las
Sombras parecen estar vivas.
»Como decía, habíamos estado charlando y riendo, pues Patty y yo éramos muy
jóvenes y ella también estaba enamorada. Ella, como todos en nuestra casa, admiraba
al señor Everest. Yo acababa de reñirla, medio en broma, ante sus elogios al señor
Everest, cuando el reloj de San Pablo tronó sobre el silencioso río.
»—Las once —dijo Patty—. Es terriblemente tarde, señorita Dorothy: no son
horas propias en Bath.
»—Madre se habrá metido en la cama hace una hora —dije yo, con un cierto
autorreproche por no haber pensado en ella hasta entonces.
»Al minuto siguiente, mi doncella y yo nos incorporamos de un salto exclamando
simultáneamente.
www.lectulandia.com - Página 68
»—¿Ha oído eso?
»—Sí, un murciélago chocando contra la ventana.
»—Pero el enrejado está abierto, señorita Dorothy.
»Y estaba abierto, y no había cerca pájaro ni murciélago alguno… sólo la
silenciosa noche de verano, el río y las estrellas.
»—Estoy segura de haberlo oído. Y creo que era como… al menos un poco
como… si alguien llamara.
»—¡Tonterías, Patty! —pero también me lo había parecido a mí, aunque había
dicho que era un murciélago. Sonó exactamente como unos dedos contra un vidrio:
dedos suaves y gentiles como cuando, al ir de paso hacia su jardín, mi madre solía
golpear en la ventana del cuarto de estudio en casa.
»—Me pregunto si padre habrá oído algo. El… el pájaro, ya sabes, Patty…
¿Habrá volado también hasta su ventana?
»—¡Oh, señorita Dorothy! —Patty no se dejaba engañar. Le di el cepillo para que
terminase con mi pelo, pero la mano le temblaba demasiado. Cerré la ventana y
ambas nos quedamos sentadas mirando hacia ella.
«En ese momento, distinta, clara e inconfundiblemente, como una persona que
llama al pasar, oímos de nuevo el repiqueteo en el cristal. Pero no se veía nada; ni una
sola sombra se interpuso entre nosotras y el aire nocturno, la brillante luz de las
estrellas.
«Estaba inquieta, y sobrecogida, pero no asustada. El ruido me proporcionó un
inexplicable deleite. Pero apenas había tenido tiempo de reconocer mis sentimientos,
y menos aún de analizarlos, cuando un sonoro grito llegó de la habitación de mi
padre.
«Dolly… ¡Dolly!
«Mi madre y yo teníamos el mismo nombre, pero él siempre la llamaba por ese
mote cariñoso; yo era invariablemente Dorothy. Aun así, no me paré a pensar y corrí
a su puerta cerrada y llamé.
«Pasó mucho tiempo antes de que él se diese cuenta, aunque le podía oír hablando
solo y gimiendo. Solía sufrir de pesadillas, especialmente antes de sus ataques de
gota. Así mi primera causa de alarma se tranquilizó. Me quedé escuchando,
golpeando la puerta a intervalos, hasta que al fin contestó:
»—¿Qué quieres, niña?
»—¿Te ocurre algo, padre?
»—Nada. Vuelve a tu cama, Dorothy.
»—¿No me has llamado? ¿No quieres que venga nadie?
»—A ti no. ¡Oh, Dolly, mi pobre Dolly! —y parecía estar casi sollozando—. ¿Por
qué te he permitido dejarme?
»—Padre, ¿no irás a ponerte enfermo? No será la gota, ¿verdad? (pues ésos eran
los momentos en que más llamaba a mi madre y, ciertamente, era totalmente
imposible de tratar por nadie más que ella).
www.lectulandia.com - Página 69
»—Vete. Vuelve a tu cama, niña; no te he llamado.
»Creí que estaría enfadado conmigo por haber sido en cierto modo el motivo de
nuestro retraso y me retiré sintiéndome miserable. Patty y yo nos quedamos
despiertas un buen rato, hablando de la terrible perspectiva de mi padre sufriendo un
ataque de gota en nuestro alojamiento en Londres, con sólo nosotras para cuidarlo y
mi madre lejos. Nuestra alarma era tan grande que prácticamente olvidamos la
curiosa circunstancia que nos había reunido hasta que Patty habló desde su cama en
el suelo.
»—Creo que el señor va a ponerse muy enfermo y eso, ya sabe, fue un aviso.
¿Cree que fue un pájaro, señorita Dorothy?
»—Muy probablemente. Venga, Patty, vámonos a dormir.
»Pero yo no dormí, pues durante toda la noche oía a mi padre gemir a intervalos.
Estaba segura de que era la gota, y deseé con todo mi corazón que nos hubiésemos
ido a casa con mamá.
»¡Imagine mi sorpresa cuando, muy temprano, le oí levantarse y bajar, como si
nada le afligiese! Lo encontré sentado a la mesa con su abrigo de viaje, muy ojeroso y
cansado, pero evidentemente decidido a viajar.
»—Padre, ¿no pretenderá irse a Bath?
»—Pues sí.
»—Pero el coche no sale hasta la noche —grité, alarmada—. No podemos.
»—Entonces tomaré el coche correo. Debemos irnos dentro de una hora.
»¡Una hora! El cruel dolor de partir (querida, me temo que solía sentir las cosas
agudamente cuando era joven) me traspasó completamente. Una sola hora, y tenía
que decirle adiós a Edmond… una de esas despedidas que rompen el corazón cuando
parece que dejamos atrás la mitad de nuestra joven vida, olvidando que la verdadera
partida es cuando ya no queda amor del que separarse. Unos años, y me preguntaba
cómo podía haberme arrastrado y llorado en tan intolerable agonía ante la mera
despedida de Edmond… Edmond, quien me amaba.
»Cada minuto se me hizo un día hasta que llegó, como de costumbre, a desayunar.
Mis ojos rojos y el baúl atado de mi padre se lo explicaron todo.
»—Doctor Thwaite, ¿no pensará irse?
»—Pues sí —repitió mi padre. Estaba sentado, entristecido, apoyándose en la
mesa. Ni siquiera había probado su desayuno.
»—Bueno, no hasta el coche nocturno, ¿cierto? Quería llevarles a usted y a la
señorita Dorothy a ver al señor Benjamin West, el pintor del rey.
»—Deja tranquilos a los pintores y a los reyes, muchacho; yo me voy a casa con
mi Dolly.
»El señor Everest usó muchos argumentos, alegres y tristes, a los que yo me
aferraba con total convicción y esperanza. Siempre decía las cosas muy claramente;
era un hombre de muchos más recursos intelectuales que mi padre, y tenía una gran
influencia sobre él.
www.lectulandia.com - Página 70
»—Dorothy —me susurró—, ayúdame a persuadir al doctor. Es tan poco el
tiempo que le ruego, sólo unas pocas horas, y antes de una separación tan larga.
»Ay, más larga que la que él o yo creíamos.
»—Niños —gritó mi padre al fin—, sois un par de necios. Esperad a haber estado
casados veinte años. Debo ir con mi Dolly. Sé que algo ocurre en casa.
»Debería haberme alarmado, pero vi sonreír al señor Everest; y, además, yo aún
me sentía arrebolada por su cariñosa mirada cuando mi padre habló de que
estuviésemos “casados veinte años”.
»—Padre, sin duda no tienes razón para creer eso. Si la tienes, dínosla.
»Mi padre levantó la cabeza y me miró a la cara apesadumbrado.
»—Dorothy, anoche, tan claramente como te veo a ti ahora, vi a tu madre.
»—¿Es eso todo? —exclamó el señor Everest, riendo—. Bueno, mi buen señor,
claro que lo hizo: estaba soñando.
»—No me había dormido.
»—¿Cómo la vio?
»—Entrar en la habitación como solía entrar en el dormitorio de casa, con la vela
en la mano y el bebé dormido en sus brazos.
»—¿Dijo algo? —preguntó el señor Everest, con otra sonrisa bastante irónica—.
Recuerde, había visto Hamlet anoche. Sin duda, señor… sin duda, Dorothy, fue un
simple sueño. Yo no creo en fantasmas; sería un insulto al sentido común, a la
sabiduría humana… no, incluso a la misma Divinidad.
»Edmond hablaba tan seria, tan justa, tan cariñosamente, que por fuerza le creí; e
incluso mi padre comenzó a sentirse bastante avergonzado de su propia debilidad.
¡Él, un médico, cabeza de familia, rendirse a una simple superstición, brotada
probablemente de una cena caliente y un cerebro demasiado excitado! A la misma
causa atribuyó el señor Everest el otro incidente, que le conté reluctante.
»—Querida, fue un pájaro, tan sólo un pájaro. Uno voló hasta mi ventana la
primavera pasada; se había herido y lo cogí, lo alimenté y lo cuidé. Era una cosita tan
preciosa y gentil que me recordó a Dorothy.
»—¿De verdad? —dije yo.
»—Y al fin se curó y salió volando.
»—¡Ah! Entonces no era como Dorothy.
»Así, una vez convencido mi padre, no resultó difícil convencerme a mí.
Resolvimos quedarnos hasta la noche. Edmond y yo, con mi doncella Patty, paseamos
juntos, sobre todo por la Galería del señor West, y por la silenciosa sombra de los
Jardines del Colegio de Abogados. Y si por aquellas cuatro horas robadas y su
dulzura, sufrí posteriormente indecibles remordimientos y amarguras, me he
perdonado completamente, porque sé que mi querida madre me habría perdonado
hace mucho tiempo.
La señora MacArthur se detuvo, se limpió los ojos y continuó hablando más
flemáticamente, como hablan los ancianos, de lo que lo había venido haciendo.
www.lectulandia.com - Página 71
—Bueno, querida, ¿por dónde iba?
—Por los Jardines del Colegio de Abogados.
—Sí, sí. Bueno, volvimos a casa a cenar. Mi padre siempre disfrutaba de su cena,
y de su siesta posterior; ya casi se había recuperado por completo; sólo parecía
cansado por la falta de reposo. Edmond y yo nos sentamos en la ventana, mirando las
gabarras y las barcas en el Támesis; entonces no había barcos a vapor.
»Alguien llamó a la puerta con un mensaje para mi padre, pero él dormía tan
profundamente que no lo oyó. El señor Everest fue a ver qué era; yo me quedé ante la
ventana. Recuerdo mecánicamente ver la vela roja de una barcaza que bajaba por el
río, pensando con súbita angustia lo vacía que parecía la habitación ahora que
Edmond no estaba allí.
»Al regresar, tras una ausencia curiosamente larga, no me miró, sino que fue
directo a mi padre.
»—Señor, es casi la hora de salir (¡oh, Edmond!). Hay un coche en la puerta y,
discúlpeme, pero creo que debería irse deprisa.
»Mi padre se puso en pie de un salto.
»—Señor, no hay necesidad de angustiarse, pero he recibido noticias. Ha tenido
otra hija, señor, y…
»—¡Dolly, mi Dolly!
»Sin otra palabra, mi padre salió corriendo sin su sombrero, saltó al coche correo
que le esperaba y partió.
»—¡Edmond! —jadeé.
»—Pobrecita mía… ¡mi Dorothy!
»Por la ternura de su abrazo, no como de amado, sino de hermano… por sus
lágrimas, pues las podía sentir en mi cuello, supe, como si me lo hubiese dicho, que
nunca volvería a ver a mi querida madre.
—Había muerto en el parto —continuó la anciana tras una larga pausa—. Murió
por la noche, en el mismo instante en que yo había oído los golpes en la ventana, y mi
padre había creído verla entrar en su habitación con un bebé en los brazos.
—¿El bebé también había muerto?
—Eso creyeron entonces, pero después revivió.
—¡Qué historia tan extraña!
—No le pido que la crea. Cómo y por qué y qué fue no sabría decírselo; sólo sé
que fue así.
—¿Y el señor Everest? —pregunté, no sin dudarlo.
La anciana sacudió la cabeza:
—Ah, querida, pronto aprenderá que muy, muy raramente, se casa una con su
primer amor. Desde aquel día, no volví a ver al señor Everest en veinte años.
—Qué error… cómo…
—No le censure; no fue culpa suya. Verá, después de aquello, mi padre le cogió
www.lectulandia.com - Página 72
inquina. No sin razón, quizá; y ella no estaba allí para poner las cosas en su sitio.
Además, mi propia conciencia me recriminaba, y había seis niños en casa, y la recién
nacida no tenía madre, así que al fin me hice a la idea. Le hubiese amado igual si
hubiésemos esperado veinte años, pero él no veía las cosas así. No le culpe, querida,
no le culpe. Quizá fuese para bien, tal como salieron las cosas.
—¿Se casó?
—Sí, unos años después; y quiso mucho a su esposa. Cuando yo tenía unos treinta
y uno, me casé con el señor MacArthur. Así que ninguno fuimos desgraciados, ya ve.
Al menos, no más que la mayoría de la gente; y después nos convertimos en sinceros
amigos. El señor y la señora Everest vienen a verme casi todos los sábados. Pero,
chiquilla atontada, ¿pues no está llorando?
Sí, lloraba. Pero no por la historia de fantasmas.
www.lectulandia.com - Página 73
Rhoda Broughton
(1840 - 1920)
www.lectulandia.com - Página 74
fantástica de Rhoda Broughton es un prodigio de atmósfera; para ella, lo
sobrenatural, lo inquietante, se encuentra solapado en nuestra vida cotidiana sin que
apenas nos demos cuenta. En abierto contraste con su minuciosa descripción del
mundo real, está la sutileza con que el horror, lo fantástico, se apoderan del universo
de los personajes y de la imaginación del lector. Al principio sólo existe un malestar
que, posteriormente, se extiende como una mancha de aceite, apoderándose de todo y
de todos, contaminándolo, corrompiéndolo.
“The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” es un excepcional
ejemplo de técnica. La estructura epistolar del relato —típica de la narrativa gótica
tardía, como demuestran Wilkie Collins (1824-1889) o Bram Stoker (1847-1912)—
da mayor fuerza y verosimilitud a las estremecedoras vivencias de la protagonista,
Cecilia Montresor, atrapada en una casa embrujada que se resiste a ser limpiada. La
subjetividad de su historia puede empujarnos a pensar que todo es producto de una
imaginación delirante, pero Rhoda Broughton se las ingenia, y de qué manera, para
mantener ese difícil equilibrio entre nuestro lógico escepticismo y nuestra retorcida
necesidad de creer… ¿Es realmente “The Truth, the Whole Truth, and Nothing But
the Truth” una historia real, tal y como lapidariamente se nos sugiere al final? No,
desde luego, pero la angustiosa hipótesis de que podría serlo resulta más efectiva que
el ominoso canto de un ave nocturna o la fugaz visión de una figura en medio de un
oscuro pasadizo.
Al reivindicar la valía y genio de Rhoda Broughton en un género tan difícil como
los cuentos de fantasmas, no podemos evitar pensar que, tal vez, su talento fue
heredado. Su tío, por parte de madre, fue Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873),
según Rafael Llopis «el verdadero iniciador de la ghost story contemporánea»
(Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Jucar, col. La Vela Latina,
Madrid, 1974) gracias a obras maestras de la envergadura de “Schalken el pintor”
(Schalken the Painter, 1839), “Té verde” (Green Tea, 1869), Tío Silas (Uncle Silas,
1864) y Carmilla (id., 1872). Debido a la estrecha relación personal que ambos
mantuvieron, Le Fanu ayudó a su sobrina a dar sus primeros pasos como escritora,
animándola primero a escribir en secreto, asesorándola desde una perspectiva técnica
y, luego, publicándole por entregas sus dos primeras novelas, Not wisely, but too well
(1867) y Cometh up as a flower (1867), en la Dublin University Magazine, de la cual
era propietario.
Rhoda Broughton nació en Denbigh, País de Gales. Era hija del reverendo Delves
Broughton, miembro de un rico linaje de terratenientes de Staffordshire. Cuando
Rhoda era apenas una niña —era la más joven de cuatro hermanos, tres niñas y un
niño—, su familia se trasladó precisamente a Staffordshire, donde su padre tomó las
riendas de la iglesia local. Su hogar, Broughton Hall, una bella mansión isabelina, se
convirtió años más tarde en una notable fuente de inspiración de sus novelas y
cuentos. Su gusto por la literatura y, especialmente, por la poesía, se debió a la
influencia del reverendo Broughton, lector voraz y una figura hacia la que la escritora
www.lectulandia.com - Página 75
profesaba un gran afecto. En 1863, el clérigo fallece y Rhoda se traslada a vivir con
sus dos hermanas a Surbiton, Surrey, y posteriormente a Londres, donde disfrutó del
aprecio y admiración de sus colegas masculinos, como Matthew Arnold, Thomas
Hardy, Oscar Wilde y Henry James. Por recomendación de este último, se instaló en
Oxford, pero el bullicioso ambiente de la universidad no agradó a Rhoda, quien tenía
fama de ser algo introvertida. Murió en su casa de Headlington Hill, cerca de Oxford.
www.lectulandia.com - Página 76
LA VERDAD, TODA LA VERDAD Y NADA MÁS QUE
LA VERDAD
De la señora De Wynt a la señora Montresor
18, Eccleston Square
5 de mayo
Mi queridísima Celia:
Hablan de las amistades de Orestes y Pílades, de Julie y Claire[17], ¿qué son
comparadas con la nuestra? ¿Alguna vez estuvo Pílades ventre a terre[18], por medio
Londres en un día tan caluroso que sólo podría haber imaginado una ame damnée[19]
para que Orestes pudiese estar confortablemente alojado? ¿Alguna vez Claire tuvo
que mantener conversaciones con unos cincuenta o cien agentes inmobiliarios para
que Julie pudiese tener tres ventanas en su salón y una bonita portière[20]? Ya ves que
estoy decidida a pagar mi deuda de gratitud entera.
Bueno, querida amiga, hasta ayer no tenía ni idea de lo apretados que vivimos en
esta gran colmena humeante, prácticamente como sardinas en un barril. Pero no te
asustes. A fuerza de apretarnos y amontonarnos, nos las hemos arreglado para hacer
sitio para otras dos sardinas en nuestro barril, y esas dos sois tú y tu otro yo, esto es,
tu marido. Deja que empiece por el principio. Después de haber visto, y lo creo
firmemente, cada residencia indeseable en la zona oeste de Londres, tras no haber
visto nada intermedio entre lo que le convendría a un duque y lo que necesitaría un
deshollinador, después de probar colchones rayados y explorar cocinas hasta que el
cerebro me cedió con el peso del conocimiento, llegué ayer a eso de las cinco y media
de la tarde al 32 de la calle ——— en May Fair.
«Fallo número 253, sin duda», me dije a mí misma, mientras me esforzaba por los
escalones con el alma anhelando el té de la tarde, y sintiéndome de tan mal genio
como puedas imaginarte. Ahí acabó mi talento para la profecía. He reparado en que el
destino suele complacerse en contradecirnos, y convertir en mentiras nuestras
pequeñas predicciones. Una vez dentro, creí haber entrado por error en un pequeño
reservado del Cielo. Fresco como una margarita, limpio como una patena, brillante
como el rostro de un Serafín, es todo eso y mucho más, pero he agotado mi limitado
repertorio de símiles. Dos salones tan amplios como pudiese desear una mujer a la
que se le llene la casa de gente a la que no conoce, cortinas blancas con otras de color
rosa debajo; maravilloso, inmoralmente adecuado, querida, y me he asegurado de ello
por tu bienestar, gracias a los espejos, de los que hay como docena y media, las
alfombras persas, las mecedoras y los sofás perfectos para toda clase de cuerpos y
dimensiones, desde el Apolo del Belvedere a la señorita Biffin[21] y mil de las
pequeñas trivialidades importantes que conforman la vida de una mujer: puertas de
jardín con adornos de bronce dorado, tazas sin asa, muchachitos desnudos y
www.lectulandia.com - Página 77
pastorcillas con escote, por no hablar de una familia de perrillos de porcelana con
lazos azules alrededor del cuello que por sí mismos deberían añadirle al alquiler
cincuenta libras más al año. Por cierto, pregunté, asustada y temblando, cuánto sería
el alquiler: «Trescientas libras al año». Me podrían haber derribado de un soplido.
Apenas podía dar crédito a lo que oía, e hice que la mujer me lo repitiese varias
veces, no fuera a haber un tremendo error. Aún sigue siendo un misterio para mí.
Con esa sospecha que es tan característica de ti, inmediatamente empezarás a
creer que debe haber un terrible olor inexplicable, o un ruido incomprensible que
acecha en los salones. Nada de eso, me aseguró la mujer, y no me parecía que me
estuviese mintiendo. Luego sugerirás, recordando las cortinas de color rosa, que su
última ocupante fue alguna mantenida. Nada de eso, su último ocupante fue un
anciano e irreprochable oficial del ejército de la India, sin mal genio, y una esposa
muy legal. Es cierto que no se quedaron mucho tiempo, pero claro, como me dijo la
casera, él era un deplorable viejo hipocondríaco que no soportaba vivir más de una
quincena en el mismo lugar. Así que aparta tu escepticismo, que es tu pecado
constante, y dale gracias sinceras a Santa Brígida, a Santa Gengulfa, a Santa Catalina
de Siena, o a quien sea tu Santa tutelar, por haberte proporcionado un palacio por el
precio de una cabaña, y por haberte enviado a una amiga tan valiosa como
Tu apreciada,
Elizabeth De Wynt
PD. Sintiéndolo mucho, no podré estar en la ciudad para ser testigo de tu alegría,
pero el querido Artie parece tan pálido, delgado y desgarbado después de esa terrible
tos ferina que le envío a la costa enseguida, y como no soporto perder al niño de
vista, también yo me dirijo al destierro.
Queridísima Bessy:
¿Por qué no ha podido el querido Artie postergar su convalecencia de esa terrible
tos ferina, etc., hasta agosto? Me resulta muy curioso el modo perverso en el que los
niños siempre escogen para sus enfermedades los momentos más inconvenientes.
Aquí estamos, instalados en nuestro Paraíso, y hemos buscado por todas partes, en
cada agujero y rincón, la serpiente, sin lograr ver ni rastro de su cola moteada. La
mayor parte de las cosas de este mundo defraudan, pero el 32 de la Calle——— en
May Fair no. El misterio del alquiler sigue siendo un misterio. Esta mañana he dado
mi primer paseo a caballo, que estaba algo caprichoso. Me temo que mi nervio no es
el que era. Vi a montones de personas que conozco. ¿Te acuerdas de Florence
www.lectulandia.com - Página 78
Watson? ¡Qué melena de pelo rojo tenía el año pasado! ¡Bien, pues esa misma
melena es ahora negra como ala de cuervo este año! Me pregunto cómo pueden
algunas convertirse en una mentira andante, ¿tú no? Adela vendrá a vernos la semana
que viene, y me alegra mucho. Es aburrido pasear sola por la tarde, y siempre he
creído que una joven paseando sola en un coche de caballos, o con sólo un perro a su
lado, no es de buen tono. Enviamos las tarjetas dos semanas antes de venir aquí, y ya
nos han inundado las llamadas. Considerando que hemos estado dos años exiliados
de la vida civilizada y que Londres no suele tener buena memoria, yo diría que nos va
bastante bien. Ralph Gordon vino a verme el domingo: ahora está en los Húsares. ¡Se
ha convertido en todo un caballero, y tan apuesto! ¡Justo de mi estilo, grande, rubio y
sin patillas! Hoy en día, la mayoría de los hombres se empeñan en parecer monos o
terriers escoceses. Yo intento ser una madre para él. Cortan los vestidos hasta
extremos indecentes; las faldas cortas están por todas partes. Lo siento, las detesto.
Hacen a las mujeres altas desaliñadas e insignificantes a las bajas. ¡Qué horror! «Paz»
es una palabra que debería ser eliminada del diccionario de Londres.
Afectuosamente tuya,
Cecilia Montresor
Queridísima Cecilia:
Te habrás dado cuenta de que sólo te dedico una pequeña página de un libro de
notas. ¡Sabe Dios que no es por falta de tiempo!, que aquí el tiempo sobra, sino por
falta de ideas. Cualquier idea que he tenido me ha venido siempre de cosas externas,
no soy lo bastante inteligente para generar ninguna dentro de mí. Mi vida aquí no es
terriblemente sugerente. Me paso el tiempo cavando con una espada de madera y
comiendo gambas. Al menos, ésos son mis trabajos; en mi tiempo libre me acerco al
muelle a ver llegar el barco de Calais. Cuando una se siente miserable, sin duda es un
consuelo ver a alguien aún más miserable. Y por muy malvada, aburrida y vegetativa
que sea, al menos yo no me mareo en el mar. Siempre siento que se me eleva el
espíritu después de haber visto pasar ante mí esa procesión amargada y renqueante de
otros cristianos azules, verdes y amarillos. Aquí siempre hay tal viento que, en
comparación, aquel que soplaba tan violentamente en casa de Job era un simple
céfiro. Hay alturas a las que subir que requieren más osada perseverancia de la que
nunca demostró Wolfe, con sus irrisorias alturas de Abraham[22]. Hay casas blancas
brillantes, carreteras blancas brillantes, acantilados blancos brillantes. ¡Si supieran lo
antipatrióticamente que detesto los acantilados color tiza de Albión! Ahora que ya me
www.lectulandia.com - Página 79
he quejado durante mis dos paginitas (hasta me he rebajado a escribir en letra grande
para poder llenarlas), enviaré mi odiosa carta. Cómo me gustaría poder meterme yo
misma en el sobre y aparecer dentro de él en la hermosa y sucia Londres. No podría
haber suspirado con más sentimiento Madame de Staël por París entre las sombras de
Coppet.
Tu desconsolada Bessy
¡Oh, mi queridísima Bessy, cómo desearía salir de esta terrible, terrible casa! Por
favor, no me consideres desagradecida por decirlo, después de que te tomases tantas
molestias para encontrarnos un Cielo en la Tierra, como creíste.
Lo que ha ocurrido, naturalmente, ningún ser humano podría haberlo previsto ni
habernos protegido contra ello. Hace unos diez días, Benson, mi doncella, vino a
verme con la cara muy larga y me dijo: «Disculpe, señora, pero ¿sabe que esta casa
está encantada?» Me sobresalté tanto, ya sabes lo miedosa que soy. Le dije: «¡Santo
Cielo! ¡No! ¿Lo está?» «Bueno, señora, estoy bastante segura de que sí», dijo, y su
expresión era tan alegre como la de un enterrador. Entonces me contó que la cocinera
había ido esa mañana a comprar alimentos a una tienda del vecindario, y al darle al
hombre la dirección donde debía enviarlos le había dicho con una sonrisa muy
peculiar: «No el 32 de la calle ———, ¿eh, hmm? Me pregunto cuánto tiempo
durarán allí. El último que estuvo sólo aguantó quince días». A la cocinera le pareció
tan extraño que le preguntó a qué se refería, pero él sólo dijo: «¡Oh! Nada, sólo que la
gente nunca se queda mucho tiempo en el 32». Sabía de algunos que habían llegado
un día y se habían marchado al siguiente, y en los últimos cuatro años nunca había
conocido a nadie que hubiese estado más de un mes. Sintiéndose bastante alarmada
por esta información, naturalmente preguntó por la causa, pero él rechazó dársela,
diciendo que si no lo había averiguado ya por sí sola, sería mucho mejor no hablar del
tema, porque sólo la aterraría. Cuando ella le insistió y le urgió, sólo pudo extraerle
que la casa tenía muy mala fama y que los dueños se habían conformado con
deshacerse de ella por un precio ridículo. Ya sabes lo firmemente que creo en
apariciones, y el pánico cerval que les tengo. Podría enfrentarme, creo, a cualquier
cosa material, tangible, a lo que pueda tocar. Algo de la misma fibra, carne y hueso
como yo; pero la mera idea de vérmelas con un «muerto sin cuerpo» me altera el
cerebro. En cuanto llegó Henry, corrí hacia él y se lo conté, pero él desdeñó toda la
historia, se rió de mí y me preguntó si deberíamos irnos de la casa más bonita de
Londres, en plena temporada, porque un tendero había dicho que tenía mala fama. La
mayoría de las cosas que ha habido en el mundo habían tenido mala prensa en su
www.lectulandia.com - Página 80
momento, y, además, el hombre probablemente tenía algún motivo para deshacerse
de los que estaban en la casa; tendría algún amigo para quien quería la fabulosa
situación y el alquiler barato. Se burló de mis «miedos infantiles», como él los llamó,
y hasta me sentí medio avergonzada y sin embargo tampoco totalmente tranquila. Y
entonces llegó el habitual desfile de compromisos londinenses, durante los cuales una
no tiene tiempo de pensar nada más que en cómo hablar, actuar y comportarse en el
momento presente. Adela iba a venir ayer, y por la mañana llegó nuestra cesta
semanal de flores, fruta y verduras de casa. Yo misma arreglo siempre los floreros
porque los sirvientes no tienen gusto, y mientras colocaba las flores, se me ocurrió, ya
conoces la pasión de Adela por las flores, montar un arreglo de rosas y resedas para
su mesita, como sorpresa. Al bajar por las escaleras había visto a la doncella, una
chica de campo de cara redonda, entrar en la habitación que estaba preparada para
Adela llevando bajo el brazo unas sábanas que había estado aireando. Subí las
escaleras muy despacio, porque el arreglo tenía agua, y tenía miedo de derramarla.
Giré el pomo de la puerta de la habitación y entré, con los ojos fijos en las flores, para
ver si se habían movido durante el tránsito y si se había caído alguna. De repente,
sentí un escalofrío y con miedo, no sé por qué, levanté la vista deprisa. La muchacha
estaba en pie al lado de la cama, algo inclinada apretando las manos, rígida,
totalmente tensa. Sus ojos, abiertos de par en par, se le salían de las órbitas con una
mirada de horror inenarrable. Tenía las mejillas y los labios no ya pálidos, sino
lívidos como los de alguien que hubiese muerto hacía rato entre dolores mortales.
Mientras la miraba, sus labios se movieron un poco, y en una voz terriblemente
ronca, nada parecida a la suya, dijo: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y entonces se
derrumbó de repente, como un tronco, con un ruido pesado. Al oír el ruido,
perfectamente audible a través de las finas paredes y suelos de una casa de Londres,
Benson vino corriendo, y entre las dos conseguimos subirla a la cama, e intentamos
devolverle la consciencia frotándole pies y manos y poniéndole sales bajo la nariz. Y
todo el rato mirábamos por encima de nuestros hombros, con el vago miedo de ver
alguna horrible aparición informe. Mientras, Harry, que había ido a su club, regresó.
Al cabo de dos horas pudimos devolverla a la vida, pero sólo para hacer el terrible
descubrimiento de que se había vuelto completamente loca. Se puso tan violenta que
necesitamos la fuerza combinada de Harry y Phillips, nuestro mayordomo, para
mantenerla en la cama. Naturalmente, llamamos inmediatamente al doctor, quien,
después de que ella se hubiese calmado algo más hacia la noche, se la llevó en un
coche a su propia casa. Acaba de venir para decirme que ahora está bastante
tranquila, pero no porque le haya regresado la cordura, sino de puro agotamiento.
Lógicamente, estamos totalmente a oscuras sobre qué vio, y sus delirios eran
demasiado inconexos e ininteligibles como para darnos la más mínima pista. Me
siento tan totalmente destrozada y disgustada por este horrible suceso que, estoy
totalmente segura, me disculparás si escribo incoherencias. Una cosa que no necesito
decirte es que nada en el mundo me obligaría a permitir que Adela ocupase ese
www.lectulandia.com - Página 81
horroroso dormitorio. Tiemblo y echo a correr cada vez que paso por la puerta.
Tuya, y muy agitada,
Cecilia
Queridísima Cecilia:
Acaba de llegar tu carta, ¡qué horror! Pero no acabo de estar convencida de que
sea cosa de la casa. Sabes que me siento como si fuera la madrastra de la casa, y
responsable de su buen comportamiento. ¿No crees que a la muchacha pudo darle un
ataque? ¿Por qué no? Yo misma tengo un primo que sufre de esta clase de accesos, e
inmediatamente después de haberlos sufrido, todo el cuerpo se le vuelve rígido, los
ojos fijos y vidriosos, la complexión lívida, exactamente como en el caso que
describes. O si no un ataque, ¿estás segura de que nunca ha sufrido arrebatos de
locura? Por favor, asegúrate de que no hay antecedentes de locura en su familia. Hoy
en día es tan común y aumenta tanto, que es bastante probable. Ya sabes que no creo
en absoluto en fantasmas. Estoy convencida de que la mayoría, si bajasen a la tierra,
resultarían tan genuinos como el famoso de Cock Lane[23]. Pero incluso admitiendo
la posibilidad, no, la existencia incuestionable de los fantasmas en abstracto, ¿es
posible que haya algo que pueda ser tan pavoroso como para volver a una persona
perfectamente cuerda completamente loca en un instante, cuando tú, después de
residir en esa casa durante tres semanas, no lo has visto nunca? Según tu hipótesis, la
casa entera debería estar a estas alturas completamente insana. Permíteme implorarte
que no cedas al pánico que, posiblemente, se demostrará totalmente sin base. ¡Oh,
ojalá pudiese estar contigo para hacerte atender a razones! Artie va a tener que ser el
mejor apoyo que pueda desear una anciana para resarcirme por todo lo que me están
haciendo sufrir él y su tos ferina. Por favor, escríbeme inmediatamente, y cuéntame
los progresos de la pobre paciente. ¡Oh, si tuviese las alas de una paloma! Estaré
inquieta hasta que vuelva a saber de ti.
Tuya,
Bessy
Queridísima Bessy:
www.lectulandia.com - Página 82
Ya ves que hemos dejado aquella casa terrible, odiosa y funesta. ¡Ojalá
hubiésemos escapado de ella antes! Oh, mi querida Bessy, no volveré a ser la misma
mujer aunque viva cien años. Permíteme intentar ser coherente y relatarte con sentido
lo que ha pasado. Y primero, en cuanto a la doncella, la han llevado a un asilo de
lunáticos, donde permanece en el mismo estado. Ha tenido varios intervalos de
lucidez, y durante ellos, se le ha cuestionado rigurosa y acuciantemente acerca de lo
que vio, pero ha mantenido un silencio absoluto y desesperanzado, y sólo tiembla,
gime y se tapa la cara con las manos cuando se menciona el tema. Hace tres días fui a
verla, y a mi vuelta me quedé descansando en el salón antes de vestirme para cenar,
hablando con Adela acerca de mi visita, cuando entró Ralph Gordon, Ha estado
visitándonos los últimos diez días, y Adela siempre enrojecía y parecía contenta,
pobrecilla, cada vez que él aparecía. Estaba muy apuesto y galante y acababa de
llegar del parque en un abrigo que le sentaba como una segunda piel, guantes lavanda
y una gardenia. Parecía muy contento, y era tan escéptico como tú acerca del
fantasmal origen del arrebato de Sarah. «Permítame venir esta noche y dormir en esa
habitación, por favor, señora Montresor», dijo, con aspecto deseoso y emocionado,
«con el gas encendido y un atizador, me dedicaré a exorcizar a todo demonio que
muestre su fea cara, incluso si me encuentro
www.lectulandia.com - Página 83
Adela, y tomando su mano con una mirada medio risueña, medio sentimental:
son mis últimas palabras y mi confesión. Una cosa», continuó, de pie junto a la
mesa, dirigiéndose a todos nosotros, «si llamo una vez, no vengan; podría estar
confuso, y coger la campanilla sin pensar. Si llamo dos veces, vengan». Y salió,
subiendo las escaleras de tres en tres y canturreando una canción. En cuanto a
nosotros, nos sentamos en diferentes posturas de expectación en el salón, escuchando.
Al principio intentamos hablar un poco, pero no servía de nada; parecía que nuestras
mismas almas se habían concentrado en nuestros oídos. El tic-tac del reloj sonaba tan
fuerte como la campana de una gran iglesia pegada al oído. Addy estaba en el sofá,
con su carita pálida oculta entre los cojines. Así estuvimos sentados exactamente una
hora, pero parecieron dos años, y justo cuando el reloj empezaba a dar las once, un
nítido «tin, tin, tin» repicó claramente por toda la casa. «Subamos», dijo Addy,
saliendo la primera por la puerta. «Subamos», grité yo también, siguiéndola. Pero el
capitán Burton se puso en medio e interrumpió nuestra carrera. «No», dijo decidido,
«no deben subir, recuerden que Gordon nos dijo claramente que no subiéramos si
tocaba una vez. Sé la clase de persona que es, y nada le molestaría más que el que se
ignoren sus instrucciones».
«¡Oh, tonterías!», gritó Addy, apasionadamente, «nunca habría llamado si no
hubiese visto algo espeluznante, venga, ¡vamos!», terminó, juntando las manos. Pero
se decidió en su contra, y todos volvimos a nuestros asientos. Diez minutos más de
suspense, prácticamente insoportables. Sentía un nudo en la garganta, me faltaba el
aire. Diez minutos en el reloj, pero mil siglos en nuestros corazones. ¡Luego, de
nuevo sonó la campana, alta, repentina, violentamente! Nos apresuramos
simultáneamente a la puerta. No creo que ninguno nos quedásemos atrás subiendo
por las escaleras. Addy llegó la primera. Casi simultáneamente, ella y yo irrumpimos
en la habitación. Allí estaba, de pie en medio del dormitorio, rígido, petrificado, con
la misma mirada, esa misma mirada que tengo grabada en mi corazón con letras de
fuego, de pavoroso, inenarrable terror en su valeroso y joven rostro. Por un instante
se quedó así, luego, estirando los brazos rígidos ante él, gimió en una horrible voz
ronca: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y cayó al suelo muerto. Sí, muerto. No
desmayado o con un ataque, sino muerto. En vano intentamos devolverle la vida a ese
joven corazón valeroso, no volverá hasta el día en que la tierra y el mar entreguen a
sus muertos. No veo la página por las lágrimas que me ciegan, ¡lo apreciaba tanto!
Hoy no puedo escribir más.
Con el corazón roto, Cecilia
www.lectulandia.com - Página 84
Charlotte Perkins Gilman
(1860 - 1935)
Las profesoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar —dos de las más célebres
representantes de la llamada Second-wave feminism (1960— 1980)— explicaban, en
su ensayo The Madwoman in the Attic: The Woman Writer and the Nineteenth-
Century Literary Imagination (Yale University Press, Connecticut, 1979), que en los
relatos góticos femeninos la peculiar agorafobia de sus protagonistas era, en líneas
generales, una metáfora del confinamiento vital al que eran condenadas las mujeres
por la sociedad patriarcal de su tiempo. Según ellas, «presentan heroínas encerradas
“in the house of fiction” (…) logrando escapar de semejante reclusión por medio de
una enajenación mental, de la locura». Una reflexión que describe a la perfección no
sólo el argumento de “El empapelado amarillo” (The Yellow Wall-Paper), publicado
por primera vez en 1892, en The New England Magazine, sino también una de las
experiencias más estremecedoras de su autora, Charlotte Perkins Gilman.
Nacida en Hartford (Connecticut), la joven Charlotte se crió en un ambiente
cultural muy liberal: su padre era Frederic Beecher Perkins (1828-1899), conocido
político demócrata, bibliotecario y director del Harper’s Magazine; sus tías, con
quien la muchacha mantuvo una estrecha relación durante su infancia y juventud,
fueron Harriet Beecher Stowe (1811-1896), abolicionista y autora de La cabaña del
Tío Tom (1852), Catharine Beecher (1800-1878), maestra feminista que logró
incorporar los parvularios al sistema educativo estadounidense, e Isabella Beecher
Hooker (1822-1907), escritora y sufragista, fundadora de la New England Women’s
Suffrage Association y pionera del «amor libre» sin ataduras maritales (¡). Con
semejantes influencias, podemos hacernos una idea muy precisa del trauma que
supuso para Charlotte su matrimonio, en 1884, con el pintor Charles Walter Stetson
(1858-1911) —después de haber mantenido una apasionada relación lésbica con una
desconocida escritora llamada Martha Luther—, un hombre que no veía con buenos
ojos las aficiones literarias de su esposa. Pero la relación naufragó tras el nacimiento
ese mismo año de su única hija, Katharine Beecher Stetson. Tras el alumbramiento de
la pequeña, Charlotte Perkins Gilman empezó a sufrir cuadros de ansiedad y
depresión, lo cual le impidió cumplir con normalidad su papel de esposa y madre.
Abrumada, en abril de 1886, Charlotte, y por indicación de su marido, pone su caso
en manos del doctor Silas Weir Mitchell (1829-1914), especialista en neurología,
quien le diagnostica agotamiento nervioso. El remedio indicado por el Dr. Mitchell, el
«Tratamiento del reposo», constaba de cinco elementos: inmovilidad absoluta en la
cama, sin levantarse salvo para hacer sus necesidades; aislamiento total de su familia;
sobrenutrición para aumentar peso; masajes y uso ocasional de la electricidad para
evitar la atrofia de los músculos; y nada de lectura y/o escritura. Pero la paciente
www.lectulandia.com - Página 85
empeora: no habla, no se alimenta, ni tan siquiera cose, tal y como le había
«recomendado» el Dr. Mitchell…, y empieza a sufrir alucinaciones. Un par de meses
después, al borde de la locura, abandona el «tratamiento» y halla su cura,
paradójicamente, en la escritura y en la lectura. En 1888 se separa de su poco atento
esposo, responsable en gran medida del lamentable estado psíquico en que se
encuentra, divorciándose seis años después, en 1894. Desde entonces, su obra
empieza a crecer, publicando diversos volúmenes de poesía —In This Our World
(1895), Suffrage Songs and Verses (1911)— y ensayo —Women and Economics: A
Study of the Economic Relativa Between Men and Women as a Factor in Social
Evolution (1898), His Religion and Hers: A Study of the Faith of Our Fathers and the
Work of Our Mothers (1923)—, así como decenas de relatos breves y novelas —The
Twilight (1894), Three Women (1911)—.
Basado en su terrible vivencia personal, “El empapelado amarillo” es uno de los
relatos más modernos de esta antología, si entendemos como tal su radical abandono
del folclore, de la leyenda, del goticismo más estricto, para adentrarse en los umbríos
mundos de la patología mental. La protagonista del cuento, al igual que su autora,
padece el aterrador «Tratamiento del reposo» que acaba por convertir su mundo en
pura alucinación mórbida, casi impenetrable para quien no lo experimenta, e incluso,
para ella misma, sorprendida por lo que siente. La maestría de Perkins Gilman reside,
precisamente, en el equilibrio existente entre la belleza y sencillez de su prosa, e
intensa angustia cósmica de su mirada enferma. «Este papel amarillo me mira como
si supiera del influjo terrible que ejerce sobre mí (…) Es como si dos ojos bulbosos,
sobre un cuello roto, salieran de una parte donde el dibujo se repite hasta la saciedad
y te mirasen al revés (…) Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del
papel, sino ante su sola presencia (…) Bajo el empapelado crece día a día una forma
oscura (…) Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la
pared, bajo el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad», escribe,
haciendo de la experiencia fantástica algo opaco, profundo y único. Tanto es así que,
cuando se publicó “El empapelado amarillo”, la escritora le envió una copia al Dr.
Mitchell quien, impresionado por la historia, le escribió asegurándole que le había
convencido de la pertinencia de cambiar dicho tratamiento. «Si fue así —comentaba
en su autobiografía, The Living of Charlotte Perkins Gilman: An Autobiography
(1935)—, tal vez mi vida haya tenido algún sentido».
www.lectulandia.com - Página 86
EL EMPAPELADO AMARILLO
Es muy raro que la gente común, como John y yo, alquile casonas antiguas en las
que pasar el verano.
Bien me atrevo a decir que una casona colonial, recibida en herencia, sería poco
menos que una casa encantada, lo justo para alcanzar la más romántica felicidad, lo
cual es, por otra parte, mucho pedir al destino.
No obstante, declararé muy orgullosamente que hay algo raro en relación con
todo esto.
Más aún, ¿por qué será de alquiler tan barato esta casa? ¿Y por qué llevaría tanto
tiempo sin alquilar?
John se ríe de mí, claro, pero una siempre espera que pase eso en su matrimonio.
John es un hombre harto pragmático. No es precisamente paciente, ni un hombre
de fe; siente verdadero espanto por la superstición, y se burla inmisericorde y
abiertamente de cualquier conversación en la que se contemplen aspectos que sólo
pueden sentirse, que no pueden verse, que no pueden expresarse de manera concreta.
John es médico, y acaso por ello (no se lo diría nunca a un mortal, por supuesto,
pero esto no es más que papel, un objeto inanimado, un gran alivio para mi mente),
acaso por ello haya una razón que se me escape acerca del porqué mi estado no
mejora.
Verán: John no cree que esté enferma.
¿Qué puede hacer una ante eso?
Si un médico muy reconocido, que además es tu esposo, asegura a familiares y
amigos que no hay nada de lo que hablar, salvo de una depresión nerviosa transitoria,
una cierta tendencia a la histeria, ¿qué puede hacer una?
Mi hermano también es médico, igualmente muy reconocido como tal, y dice lo
mismo.
Así que tomo fosfatos o fosfatina —o lo que quiera que sea—; y tónicos, y hago
viajes, y tomo el aire, y hago ejercicio, y por supuesto tengo completamente
prohibido «trabajar» hasta que esté recuperada.
Personalmente, estoy en total desacuerdo con sus ideas.
Personalmente, creo que me sentaría bien el trabajo; que los cambios y la
excitación que produce me harían mucho bien.
Pero ¿qué puede hacer una?
Escribí durante un tiempo, a despecho de ellos; pero hacerlo me dejaba exhausta,
por cuanto era a hurtadillas, por cuanto no había la menor posibilidad de llegar a un
acuerdo con ambos, ya que se oponían rotundamente.
A veces, incluso fantaseo con la posibilidad de que mi estado mejore si cuento
con menos oposición, con más relaciones sociales y estímulos, pero John dice que lo
peor que podría hacer es pensar precisamente en mi estado, cosa que me hace sentir
muy mal, he de confesarlo.
www.lectulandia.com - Página 87
Así que dejémoslo correr y hablemos de la casa.
¡Un lugar realmente hermoso! Una casa tranquila, alejada de la carretera, a unas
tres millas del pueblo. Una casa que me hace pensar en ésas de Inglaterra de las que
tanto se lee, con muros y setos en el jardín, y portones con sus cerraduras, y más allá
casitas para los jardineros y el resto del servicio.
¡Y una delicia de jardín! Nunca había visto un jardín igual, grande y con tanta
sombra, pleno de senderos entre los bojes y cubierto de pérgolas emparradas bajo las
que tomar asiento.
También hubo invernaderos, pero ahora están arruinados.
Y había, por lo demás, algún problema legal, según creo; algo relacionado con los
herederos y con los coherederos. En cualquier caso, la casa llevaba vacía muchos
años.
Todo eso resta hálito a mis fantasmas, supongo, pero no me preocupa; hay algo
extraño en esta casa, no obstante; algo que puedo sentir claramente.
Llegué a decírselo a John una noche de luna, pero me respondió que simplemente
me afectaba la corriente de aire, y cerró la ventana.
A veces experimento una cólera irracional hacia John. Estoy segura de que nunca
había estado tan sensible. Creo que es cosa de mis nervios.
Pero John dice que, si experimento esos sentimientos, se debe a la merma de mi
autocontrol; así que me esfuerzo dolorosamente en auto-controlarme, sobre todo si
estoy con él, cosa que al final me deja agotada.
No me gusta nada nuestra habitación. Hubiese preferido una de la planta baja que
se abría a la piazza del jardín y a cuya ventana se asomaban las rosas entre las
cortinas de algodón estampado. Pero John no quiso ni oír hablar de eso.
Dijo que la habitación que me gustaba tenía sólo una ventana, y que no cabían allí
dos camas, ni había otro cuarto próximo en el que pudiera dormir él.
Es muy cuidadoso conmigo, muy amoroso; nunca me deja dar un paso sin
instruirme antes acerca de lo que hacer.
Tengo un programa que cumplir para cada hora del día; él se cuida de todo lo que
me concierne, aunque no por ello se lo agradezco suficientemente, ni lo aprecio en
todo lo que vale.
Dice que si hemos venido solos ha sido por mi bien, pues aquí puedo descansar y
tomar el aire más que de sobra. «El ejercicio depende de la fuerza que tengas, cariño
—me dice—, y la comida, del apetito que tengas; pero puedes tomar el aire todo el
tiempo». Así que tomamos por alcoba la buhardilla que evidentemente fuera en otro
tiempo el cuarto de los niños de la casa.
Es una habitación grande, bien aireada y soleada, que ocupa casi toda la planta, y
tiene ventanas desde las que se contempla todo. Me parece que debió de ser gimnasio
en un tiempo y después el cuarto de juego de los niños, porque las ventanas tienen
esos barrotes para los niños y hay argollas y cosas por el estilo en la pared.
El empapelado parece haber sido víctima de los juegos de un colegio entero. Está
www.lectulandia.com - Página 88
desgarrado en varias partes, especialmente sobre y alrededor del cabecero de mi
cama, llegando los jirones casi hasta el techo, y en la pared frontal casi hasta el suelo.
Por lo demás, nunca he visto un empapelado más horrible.
Es uno de esos empapelados que de tan extravagantes resultan un auténtico
pecado artístico.
Es tan aburrido que acaba por confundir al ojo que lo mira, no obstante provocar
irritación así como un detallado estudio. Cuando llevas un rato siguiéndolo con la
vista a lo largo de la pared, ves que acaba perdiéndose en algún vericueto, como si
cometiese suicidio, pues se destruye su uniformidad en ángulos que son puras
contradicciones.
El color es repelente, incluso nauseabundo; es de un amarillo apagado y sucio;
marchito incluso a la luz del sol.
En algunos puntos llega a ser anaranjado; en otros, de color sulfúrico.
¡No me extraña que los niños lo detestaran! Yo misma lo haría si tuviese que vivir
aquí mucho tiempo.
Pero cuidado, que viene John y tengo que esconder esto. Odia que escriba una
sola palabra.
Llevamos aquí dos semanas y no había vuelto a escribir desde el día de nuestra
llegada.
Estoy sentada junto a la ventana de este atroz cuarto para los niños, y no hay nada
que me impida escribir, bien que a mi pesar, salvo mi falta de ganas para hacerlo.
John se pasa todo el día fuera, e incluso algunas noches, si tiene que atender algún
caso grave.
¡Tengo que alegrarme de que el mío no lo sea!
Pero mis problemas nerviosos me causan una depresión terrible.
John no sabe realmente cuánto sufro. Sólo sabe que no hay ninguna razón para
que sufra, cosa que lo deja muy satisfecho.
Claro que lo mío no es más que una cosa de nervios. Pero a veces me pesan tanto
que me impiden hacer cualquier cosa.
Me gustaría ayudar en algo a John, por ejemplo haciendo que pudiera descansar
bien, rodeándole de confort, pero aquí estoy, convertida más bien en una carga.
Nadie podría creer cuánto me cuesta hacer un esfuerzo, por mínimo que sea,
como vestirme, atender a las visitas y cualquier otra cosa.
Por fortuna Mary se encarga bien del niño. ¡Mi adorable niño!
Pero ahora no puedo atenderlo, hacerlo me pone mucho más nerviosa.
Supongo que John no ha estado nervioso en su vida. Se ríe de mí a propósito de
mi rechazo de este empapelado amarillo de la habitación.
Al principio habló de empapelarla de nuevo, pero después dijo que me vendría
mucho mejor dejarlo como estaba, pues nada peor para un paciente de los nervios que
atender a sus fantasías.
Dijo que tras cambiar el papel habría que hacer lo mismo con el pesado cabecero
www.lectulandia.com - Página 89
de la cama, y después con las rejas de la ventana, y luego con la puerta del final de la
escalera, y así sucesivamente.
«Sabes que estar aquí te viene muy bien —me decía—, y realmente, querida, creo
que no merece la pena hacer arreglos en la casa para tres meses que la tenemos
alquilada».
«Pues instalémonos en la planta baja, que las habitaciones son mejores», sugerí.
Entonces me tomó entre sus brazos y me llamó bendita y pequeña gansa, y dijo
que bajaría al sótano, si yo se lo pedía, para darle una mano de cal él mismo.
Pero tenía razón en lo de las camas, y la ventana y todo lo demás.
La verdad es que la habitación es confortable y está muy aireada, todo lo que una
necesita, por lo que no iba a ser yo tan estúpida de incomodarlo con mis caprichos.
No tengo nada que objetar a la habitación, salvo su horrible empapelado.
Por una de las ventanas puedo ver el jardín, y esas pérgolas emparradas que dan
una sombra tan profunda y misteriosa, y las gloriosas flores tan al viejo estilo, y los
arbustos y los viejos árboles de corteza nudosa.
Otra ventana me ofrece una vista adorable de la bahía y el embarcadero privado,
que pertenece a la casa. De la casa arranca un precioso camino vecinal a la sombra,
que conduce al embarcadero. Siempre fantaseo con que veo pasar gente por el
camino y los senderos, y bajo las pérgolas, pero ya me ha avisado John de que no
debo albergar fantasías… Dice que con mi poderosa imaginación y la costumbre que
tengo de urdir historias, una constitución nerviosa tan débil como la mía
forzosamente ha de conducirme a fantasear exageradamente, por lo que es mejor que
haga uso de mi voluntad y buen sentido para controlar esa tendencia. Y lo intento.
A veces pienso que si me encontrase lo suficientemente bien como para escribir
un poco, podría liberar así la presión de las ideas y hallar descanso,
Pero cuando lo intento me canso aún mucho más.
Es muy descorazonador no tener quien me aconseje ni haga siquiera un poco de
compañía interesándose por mi trabajo. Cuando esté recuperada del todo, John, según
me ha dicho, pedirá al primo Henry y a Julia que vengan a pasar unos días con
nosotros; ahora, sin embargo, dice que hacer eso sería como ponerme fuegos
artificiales en la almohada, que no me sentaría bien la compañía de personas de trato
tan estimulante.
Me gustaría recuperarme pronto.
Pero será mejor no pensar en eso. Este papel amarillo me mira como si supiera
del influjo terrible que ejerce sobre mí.
Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran de una parte donde el
dibujo se repite hasta la saciedad y te mirasen al revés.
Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su sola
presencia. Arriba y abajo, y a los lados, como si se arrastrasen, esos ojos absurdos,
impávidos, están por doquier. Hay un lugar donde la banda de papel no corre en
paralelo, y los ojos se ven obligados, uno más alto que otro, a seguir una línea
www.lectulandia.com - Página 90
imposible.
Nunca antes había visto tal expresión en un objeto inanimado, y bien sabemos
que hasta las cosas más simples pueden tenerla. De niña solía fantasear tumbada,
hallando más entretenimiento y miedo en una pared en blanco y en unos simples
muebles del que puedan encontrar los niños en una juguetería.
Recuerdo los guiños que me hacían los nudos de la madera de nuestro viejo
escritorio, y recuerdo también una silla que era como un amigo muy fuerte.
Si cualquier otro objeto se me antojaba entonces de mirada fiera, bastaba con
sentarme en aquella silla para sentirme a salvo.
El mobiliario de esta habitación, sin embargo, no es peor ni menos armónico que
el del resto de la casa, pues en realidad hubimos de subirlo de la planta baja. Supongo
que el cuarto, al ser utilizado para que los niños jugaran, quedó vacío de sus cosas, lo
que no es para asombrarse. Nunca había visto tantos estragos como los que los niños
hicieron aquí.
El empapelado, como ya he dicho, está levantado, arrancado minuciosamente en
varios puntos de la pared, por muy bien pegado que estuviese, lo que demostraba que
aquellos niños habían mostrado tanta perseverancia como odio hacia el papel.
El suelo denota que fue rayado y astillado violentamente; los artesonados de
escayola de la habitación muestran mellas aquí y allá; y la cama grande y pesada, el
único mueble que encontramos en la habitación al llegar, parece haber sobrevivido a
varias guerras.
Pero no quiero pensar en eso, sólo en el papel.
Ahí viene la hermana de John. ¡Es una chica encantadora que cuida mucho de mí!
Será mejor que no me vea escribiendo.
Es una auténtica ama de casa, una perfecta ama de casa que no cree que pueda
haber otra cosa mejor a la que dedicarse. Estoy completamente segura de que piensa
que escribir es lo que me ha hecho enfermar.
Pero puedo escribir cuando está fuera, y además la veo a través de la ventana
cuando regresa.
Hay una ventana desde la que se domina la carretera, que en realidad es un
amplio camino en sombra, lleno de vericuetos y revueltas, y otra que impera sobre
toda la campiña. Es una región maravillosa, realmente; llena de grandes olmos y de
praderas aterciopeladas.
El empapelado de la pared posee una rara cualidad, como lo es la de ofrecer la
visión de un dibujo subyacente, y de tono distinto, particularmente irritante pues sólo
puede verse bajo ciertas luces, y aun así tampoco de forma clara.
Pero allá donde no está descolorido, y cuando le da la luz del sol de lleno, puedo
observar una suerte de figura extraña, incluso provocadora e informe, que parece una
protuberancia que se ocultase bajo el conspicuo dibujo principal del papel.
Pero la hermana de John ya sube por la escalera.
Bien, ya ha pasado el 4 de julio. La gente se ha ido y estoy cansada. John supuso
www.lectulandia.com - Página 91
que me haría bien tener algo de compañía, así que han estado con nosotros durante
una semana mi madre, y Nellie y los niños.
No he hecho nada en ese tiempo, por supuesto. Y ahora se encarga Jennie de todo.
Pero eso me cansa lo mismo.
John dice que si para el otoño no he mejorado me enviará a la consulta de Weir
Mitchell.
Pero no quiero ir allí en ningún caso. Una amiga mía cayó en sus manos en cierta
ocasión y dice que es un médico como John y como mi hermano, si no peor.
Además, me resultaría agotador tener que viajar tan lejos.
No puedo ni alargar el brazo para hacer lo que sea, creo que no merece la pena
hacer el menor esfuerzo; me estoy volviendo muy temerosa y quejica.
Lloro por nada, y lloro la mayor parte del tiempo.
Claro que no lo hago cuando John está conmigo, ni cuando hay alguien delante.
Sólo cuando me quedo sola.
Y precisamente ahora estoy sola. John tiene muchos casos urgentes que atender
en la ciudad y se pasa allí gran parte del tiempo. Pero Jennie es tan buena que me deja
sola cuando se lo pido.
Entonces salgo a pasear un poco por el jardín, y voy por el camino del
embarcadero, o me siento en el porche al amparo de las rosas, y me siento realmente
a gusto.
Pero nunca tardo mucho en volver a la habitación, a pesar del empapelado
amarillo. O quizá precisamente por el empapelado amarillo.
¡Ese empapelado ocupa por completo mis pensamientos!
Estoy tumbada en esta gran cama inamovible —que se me antoja clavada al suelo
—, siguiendo el dibujo del empapelado durante horas. Puedo dar fe de que hacerlo es
tan bueno como la gimnasia. Comienzo, podríamos decirlo así, por la parte baja de un
extremo de la pared donde el papel parece intacto, y decido por vez mil que puedo
seguir desde allí el resto del trazo para obtener una suerte de conclusión.
Algo sé de los principios del arte del dibujo, y sé por ello que el papel no es algo
que parta de una ley de la radiación, o de la alteración, o de la repetición, o de la
simetría, o de cualesquiera cosas de las que antes haya oído hablar.
La repetición se da por la anchura de la banda de papel, naturalmente y sin más.
Vistas por separado, cada una de las bandas de papel, en su anchura, parece
efectivamente aislada, diferente, abombada y hasta florida en curvaturas —una suerte
de románico degenerado que sufriera de delirium tremens— que van de arriba abajo
en aisladas columnas de fatuosidad.
Pero, de otra parte, se conectan diagonalmente; y los contornos desbordados
corren en olas de terror óptico como algas marinas regodeadas en su amontonamiento
a pesar de sufrir una persecución.
Todo se dispone igualmente en horizontal, de forma tal que al cabo semeja una
mera horizontalidad que me agota en el intento de discernir su orden horizontal.
www.lectulandia.com - Página 92
Debieron disponer, para colmo, de una anchura horizontal para el friso, lo que
abunda extraordinariamente en la confusión.
Hay un confín de la habitación donde el empapelado se halla prácticamente
intacto, y allí, cuando la luz del ocaso da directamente, veo, fantaseo con una
radiación fantástica, con formas grotescas que parecen expandirse a partir de un
centro común para acabar zambullidas, sin embargo, en una misma dispersión.
Seguir todo eso me agota. Creo que debo echar una cabezada.
No sé por qué escribo sobre todo esto.
No quiero hacerlo, además.
No me siento capaz de hacerlo.
Bien sé que John encontraría absurdo todo esto. Pero he de decir lo que pienso y
lo que siento, porque hacerlo me procura un gran alivio.
Pero el esfuerzo me resulta mayor que ese alivio.
Estoy muy perezosa; me paso tumbada la mayor parte del tiempo.
John dice que no debo malgastar mis fuerzas, y me da aceite de hígado de
bacalao, y distintos tónicos, por no hablar del vino y la cerveza, además de la carne
poco hecha.
¡Mi querido John! Realmente me ama, por lo que odia verme enferma. El otro día
intenté mantener con él una conversación tranquila y abierta, y le dije lo mucho que
deseaba ir a visitar al primo Henry y a Julia.
Pero me respondió que no podría ir y que, si lo conseguía, una vez allí no sabría
qué hacer. No pude argumentar nada a favor de mi deseo, porque me eché a llorar
nada más intentarlo.
Me cuesta mucho pensar lo que voy a decir. Seguramente será por la debilidad de
mis nervios.
Pero mi querido John me tomó de inmediato en sus brazos, y me llevó escalera
arriba, y me echó en la cama, y se sentó a mi lado y estuvo leyendo un buen rato para
mí, hasta que me agoté.
Dijo que yo era su amada, todo lo que tenía, su mayor contento; y que por eso,
por él, tenía que cuidarme y ponerme bien.
Dijo también que nadie, salvo yo misma, podía ayudarme realmente, para lo cual
tendría que hacer uso de mi mayor voluntad a fin de conseguir el autocontrol
necesario, y que para eso era preciso que me quitara de encima tantas fantasías.
Tengo, en medio de todo, la tranquilidad de que el niño está bien, muy feliz,
seguramente porque no ocupa la habitación del empapelado amarillo.
Si no la hubiésemos ocupado nosotros, habría ido a parar allí la bendita criatura.
¡Qué suerte ha tenido! Pero yo nunca hubiera consentido en que mi niño, una
criaturita tan impresionable, ocupase una habitación semejante.
Nunca había pensado en ello, pero es una gran suerte que John me tenga aquí
aislada, después de todo, pues lo soporto mejor de lo que lo hubiera soportado la
criatura.
www.lectulandia.com - Página 93
Por supuesto que nunca hago mención de lo que pienso, soy demasiado
inteligente para hacerlo, pero sigo vigilando atentamente el empapelado del cuarto.
Hay cosas en ese empapelado que nadie ve, salvo yo; cosas que nadie más que yo
vería.
Bajo el empapelado crece día a día una forma oscura.
Es siempre la misma forma única, aunque parezca multiplicada.
Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la pared, bajo
el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad. Me gustaría —comienzo a
pensar—, desearía que John me sacara de aquí.
Pero es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es muy inteligente y me ama
por encima de todas las cosas.
No obstante, lo intenté anoche.
Ya era noche cerrada. Brillaba la luna, llenando el cuarto con tanta fuerza como el
sol.
Odio a veces esa luna tan brillante que parece arrastrase por el cielo y va de una
ventana a otra.
John dormía y yo no quería que se despertase, así que me puse a contemplar el
reflejo de la luna en el ondulante empapelado amarillo de la pared de nuestra
habitación hasta que me sentí aterrorizada.
La figura agazapada tras el empapelado parecía agitar las bandas de papel, como
si quisiera escapar de allí.
Me levanté despacio y fui a observar si el papel se movía realmente. Cuando
volví a la cama John estaba despierto.
—¿Qué haces, pequeña? —me preguntó—. No tendrías que haberte levantado,
vas a coger frío.
Me pareció un buen momento para hablar, así que le dije que no me encontraba
nada cómoda en aquella habitación, por lo que le pedía que ocupásemos otra, o que
nos fuésemos definitivamente de allí.
—¿Por qué, cariño? Ya sólo nos quedan tres semanas de alquiler, no veo razón
para que nos cambiemos —me dijo—. Además, aún no han terminado las obras de
arreglo en nuestra casa, por lo que no podemos regresar a la ciudad. Si estuvieses en
peligro, o se hubiera agravado tu estado, claro que nos iríamos, recuerda que soy
médico… Pero estás mucho mejor, has ganado color y peso, comes más que antes…
Me siento mucho más tranquilo.
—No he ganado peso —repliqué—, y mi apetito no ha mejorado; ocurre que
como un poco más por la noche, cuando llegas, pero se me quita el hambre por la
mañana, en cuanto te vas.
—¡Que Dios bendiga tu corazón tan tierno! —dijo abrazándome—. ¡Puedes estar
tan enferma como te plazca, cariño! Pero aprovechemos la noche para dormir y así
estaremos mejor de día; ya hablaremos mañana.
—¿Entonces no quieres que nos vayamos?
www.lectulandia.com - Página 94
—¿Y por qué habría de quererlo? Sólo nos quedan tres semanas de alquiler.
Después haremos un viaje corto mientras Jennie se encarga de preparar la casa…
Además has mejorado mucho, querida.
—Quizá esté mejor de aspecto, pero… —me callé, sin embargo, porque vi que
me miraba con severidad, como si me reprochase algo, así que no dije una sola
palabra más.
—Cariño —siguió él—, te ruego por mí y por nuestro hijo, y también por ti
misma, que no permitas que esa idea te vuelva a rondar en la cabeza. No hay cosa tan
peligrosa, aunque fascinante, como un temperamento como el tuyo. Pero cuídate de
las tontas fantasías. ¿Es que acaso no confías en mí como médico, cuando te lo digo?
Claro está, no dije nada al respecto y al cabo nos quedamos dormidos. O mejor
dicho, él creyó que me dormía, pero no; estuve en vela horas, tratando de discernir si
el empapelado amarillo y la forma que se adivinaba bajo él se movían o no al
unísono.
En un empapelado con un dibujo como el que tiene éste, apenas se perciben
secuencias a la luz del día, y las que se dan suponen todo un desafío a las leyes del
movimiento, algo que irrita a una mente normal.
El color resulta suficientemente dañino, poco fiable, exasperante; pero el dibujo
del papel es una auténtica tortura.
Puedes pensar que lo dominas, pero cuando más crees conocer cada tramo, cada
recoveco, de repente cambia en un punto abruptamente y ahí te quedas. Es como si
recibieras una bofetada en pleno rostro, como si cayeras al suelo y se te viniese
encima para pisotearte. Es como una pesadilla.
Aparentemente no se trata más que de un florido arabesco que remedase un
hongo. Si puedes imaginar una seta venenosa, una hilera interminable de setas
venenosas convulsas… pues ahí lo tienes, es algo así.
¡Y a veces es justo eso!
Este papel tiene una particularidad concreta, además… Algo que nadie parece
percibir, salvo yo. Y es que cambia en tanto lo hace la luz.
Cuando el sol se cuela por la venta que da al este —siempre aguardo esos
primeros rayos rectilíneos—, el papel cambia de manera insólita, tan rápido que
apenas puedo creerlo.
Por eso lo espero siempre.
Bajo la luz de la luna —aquí la luna lo llena todo de noche, cuando luce fuerte en
el cielo— me resultaría difícil decir que se trata del mismo empapelado.
Por la noche, o bajo cualquier luz, al atardecer, con la luz de una vela o de una
lámpara, pero mucho peor si es con la luz de la luna, el dibujo del papel amarillo se
torna barrado; y bajo esas barras que forma el trazo se percibe perfectamente a la
mujer que hay tras las bandas del papel.
Hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, para que me diese cuenta de que
aquello que se percibía bajo el empapelado de la pared, aquello que había tomado por
www.lectulandia.com - Página 95
un oscuro dibujo secundario, era una mujer. Pero ahora estoy completamente segura.
A la luz del día se muestra en calma, como sometida. Fantaseo con que es el
dibujo más evidente lo que la somete a su peso. Todo esto me resulta turbador. Me
tiene contemplándolo durante horas.
Cada vez estoy más tiempo tumbada. John dice que eso es bueno para mí, y que
duerma todo lo que pueda.
Es más, fue él quien me habituó a echarme al menos durante una hora después de
comer.
Pero estoy convencida de que no es un buen hábito, porque, verán, no consigo
dormirme.
Eso hace que mi engaño sea mayor, pues no digo a nadie que en realidad
permanezco despierta todo ese tiempo, por supuesto que no lo digo.
Lo cierto es que tengo un poco de miedo a John.
A veces su aspecto me parece raro; también Jennie se me antoja
inexplicablemente extraña a menudo.
De vez en cuando me golpea la idea, una mera hipótesis científica, de que esa
percepción mía se deba precisamente al papel.
Observo mucho a John cuando no se da cuenta de que lo hago; suele entrar a la
habitación frecuentemente con las más variadas y banales excusas. Y lo he visto un
montón de veces mirando el empapelado. Jennie también lo hace. Una vez incluso
pasó una mano por encima.
Jennie no se había percatado de mi presencia, y cuando le pregunté suavemente,
con harta contención por mi parte, por qué tocaba el papel de la pared, se volvió
rauda, como si la hubiese sorprendido cometiendo un robo, y mirándome con
bastante enojo me preguntó por qué la había asustado.
Después me dijo que aquel papel lo ensuciaba todo, que había descubierto
manchas amarillas en mi ropa y en la de John, y prefería que fuésemos, por ello, más
cuidadosos.
¿No parece todo esto de lo más inocente? Pero yo supe que en realidad Jennie
estudiaba el papel, que repasaba con su mano el dibujo, y he decidido que nadie,
salvo yo, habrá de descubrir qué hay de oculto en todo esto.
La vida es ahora mucho más excitante de lo que solía. Verán… Tengo una
expectativa, algo por lo que aguardar, algo a lo que atender… También es cierto que
como mejor y que estoy más tranquila.
John está muy contento de mi mejoría. Hasta se rió un poco el otro día, diciendo
que me veía más rozagante… a pesar de mi papel amarillo.
Yo le respondí echándome a reír igualmente. No tenía la menor intención de
confesarle que era por el papel, pues se hubiese burlado. Puede que hasta me hubiese
sacado de aquí.
Ahora no quiero irme de aquí, al menos hasta que haya descubierto el secreto que
alberga el empapelado amarillo. Creo que en una semana lo habré hecho.
www.lectulandia.com - Página 96
Me siento mucho mejor. No duermo mucho por la noche debido al gran interés
que me procura ver lo que va sucediendo. Sí duermo bastante, en cualquier caso,
durante el día.
De día el empapelado me resulta agotador y desconcertante.
De continuo aparecen brotes nuevos en los hongos, en esos bultos que hace el
papel, y se multiplican las tonalidades del amarillo a lo largo y ancho de la pared. No
he podido contar cuántos son los brotes nuevos de cada día, aunque lo he intentado
denodadamente.
El amarillo de este papel de pared es realmente extraño. Me obliga a recordar
todas las cosas amarillas que he visto a lo largo de mi vida, y no hablo de cosas
bonitas como unos botones de oro, sino de cosas repugnantes, y amarillas, por
supuesto.
Pero en este papel hay algo más… Su olor… Ya lo noté la primera vez que
entramos en la habitación, pero como está muy soleada y aireada apenas te afecta.
Ahora que llevamos una semana de lluvias y nieblas, sin embargo, ahí está ese olor,
al margen de que tengas las ventanas abiertas o de que las hayas cerrado.
El olor se extiende por toda la casa.
El olor cae sobre el comedor, se embosca en el salón, se agazapa en el vestíbulo,
me espera en la escalera.
El olor ha tomado mis cabellos.
Incluso cuando monto a caballo, ahí está si vuelvo la cabeza de repente.
Es, por lo demás, un olor muy especial. Me he pasado horas intentando analizarlo,
tratando de recordar qué huele igual.
No es precisamente un mal olor; incluso te parece un olor muy rico al principio,
pero acaba siendo pesado, el olor más persistente que jamás haya sentido.
Llega a ser terrible, sin embargo, con este tiempo tan húmedo. A veces me
despierto en mitad de la noche y ahí lo tengo, suspendido sobre mí.
Al principio me molestaba mucho. Hasta se me pasó por la cabeza pegarle fuego
a la casa, con tal de llegar al fondo de ese olor.
Pero ya me he acostumbrado. Sólo se me ocurre pensar que ese olor es del color
del empapelado de la pared. Un olor amarillo.
Hay una extraña señal en la pared, muy abajo, pegada casi al rodapié. Es un
rayajo que corre por toda la pared, a lo largo y ancho de la habitación, a espaldas de
los muebles, pero que se interrumpe donde está mi cama. Un rayajo largo, como una
mancha rectilínea, inalterable, como hecha por algo que se hubiese deslizado
regularmente por la pared.
Me pregunto qué fue lo que hizo eso, quién lo haría y para qué… Una vuelta, y
otra y otra… ¡Me mareo!
Pero al fin he descubierto algo.
De tanto mirarlo por la noche, de tanto observar sus cambios, he dado con el
asunto.
www.lectulandia.com - Página 97
El dibujo principal del papel se mueve, cosa que no tiene nada de extraño pues es
la mujer allí agazapada quien lo hace.
A veces llego a tener la impresión de que hay más mujeres ocultas tras el
empapelado de la pared; pero luego me digo que no, que sólo hay una, la de siempre,
la que repta velozmente alrededor de la pared, haciendo que se ondulen las bandas del
papel.
Después se queda quieta, allá donde los puntos del papel quedan más a la luz, y
luego, en los más oscuros, se aferra a los barrotes del dibujo y los sacude
violentamente.
Es como si quisiera atravesar el papel, aunque nadie podría hacerlo porque su
dibujo resulta muy tupido. Quizá por eso me parece a veces que hay más cabezas.
Es como si cuando las cabezas comienzan a emerger el tupido dibujo se lo
impide, invirtiéndolas hasta dejarlas de tal modo que sólo se les perciben los ojos en
blanco.
No sería menos terrible que las cabezas quedasen cubiertas por completo, o que
las arrancaran.
Estoy segura de que la mujer oculta bajo el empapelado amarillo logra escaparse
durante el día.
Y diré confidencialmente por qué lo creo así… ¡Porque la he visto!
Y la sigo viendo a través de las ventanas.
Sé que es ella porque se arrastra, y la mayor parte de las mujeres no lo hacen, al
menos a la luz del día.
La veo por el camino entre los árboles, siempre arrastrada; y cuando llega por ahí
algún coche, corre a esconderse entre las zarzamoras.
No la maldigo por hacerlo. Sería tan humillante que la sorprendieran
arrastrándose a plena luz del día…
Yo me arrastro durante el día siempre a puerta cerrada. Si lo hiciera por la noche,
está claro que John sospecharía algo.
No quiero irritarle ahora, está muy raro. Preferiría que tomara otra habitación…
Al fin y al cabo, no quiero que nadie pueda ver a esa mujer una noche, salvo yo
misma.
A menudo me pregunto si podría verla a través de todas las ventanas a la vez.
Aunque, por muy rápido que vaya entonces de una a otra ventana, sólo puedo
verla a través de una sola.
Siempre la veo, eso sí, pero jamás podría pasar tan rápido ante las ventanas como
se desliza ella.
En ocasiones la veo a lo lejos, en campo abierto, arrastrándose a tal velocidad que
parece la sombra de una nube batida por un viento fuerte.
¡Si pudiera separar el dibujo subyacente del superficial! Trataré de hacerlo poco a
poco.
He descubierto otra cosa interesante. Pero no hablaré de ello, al menos por ahora.
www.lectulandia.com - Página 98
No hay que fiarse demasiado de los otros.
Faltan dos días para quitar el papel y me parece que John comienza a darse cuenta
de todo. No me gusta la mirada que observo en sus ojos.
He oído cómo le pedía a Jennie informes sobre mí, en tono muy profesional, y
que Jennie se los daba muy propiamente.
Le dijo que yo dormía mucho durante el día.
John sabe que apenas duermo de noche, aunque permanezca en calma.
Me ha preguntado igualmente muchas cosas, pretendiéndose cálido y amoroso.
Se cree que no sé qué intenciones oculta.
Pero no me extraña que se muestre como lo hace, después de casi tres meses
durmiendo en la habitación del empapelado amarillo.
Estoy segura de que tanto a John como a Jennie el empapelado también les afecta,
aunque sólo yo me interese por su influjo.
¡Hurra! Hemos llegado al último día. Pero aún dispongo de tiempo suficiente.
John pasó la noche en la ciudad y no estará de regreso hasta el atardecer.
Jennie pretendió dormir conmigo, la muy artera… Pero respondí diciéndole que,
por una noche, estaría mejor sola.
La verdad es que ha sido una buena añagaza; no he estado sola en ningún
momento. Nada más salir la luna y comenzar a moverse bajo el papel amarillo esa
criatura infeliz, salté del lecho para correr en su auxilio.
Yo tiraba de las bandas del papel mientras ella las movía, o las movía yo mientras
ella tiraba… Antes del amanecer habíamos arrancado ya una buena cantidad de papel.
Despegamos más de una banda a lo largo de la mitad de la habitación, desde el
rodapié a la altura de mi cabeza.
Cuando salió el sol y el dibujo espantoso del papel comenzó a burlarse de mí con
su guiño risueño, me hice el firme propósito de que acabaría hoy mismo mi tarea.
Partiremos mañana. Han comenzado a bajar los muebles del cuarto, para que todo
quede como antes de que llegásemos.
Jennie se ha quedado de una pieza al mirar la pared, pero le he contado
tranquilamente por qué faltaba tanto papel; le he dicho que no soportaba por más
tiempo algo tan horrible como ese empapelado amarillo.
Se ha echado a reír diciendo que no le hubiese importado hacerlo ella misma para
que yo no me cansara.
Así se ha traicionado, la muy canalla.
Pero estoy resuelta a que nadie más que yo ponga sus manos en este papel, al
menos mientras viva.
Después ha tratado de sacarme de la habitación… ¡Todo está ya tan claro! Pero le
he dicho que el cuarto estaba tan vacío, limpio y tranquilo que prefería echarme a
dormir un rato; es más, que prefería dormir largamente, por lo que le rogué que no
me despertase siquiera para la cena, y que en todo caso la llamaría al despertar, si
precisaba de ella para algo.
www.lectulandia.com - Página 99
Ya no hay nada. También se han ido los criados. Sólo queda en el cuarto el gran
cabecero de la cama, con el somier y el colchón de lana.
Esta noche dormiremos en la planta baja. Mañana regresaremos en barco.
La habitación, ahora vacía, me gusta mucho.
Pero hay que ver los destrozos que hicieron en ella aquellos niños…
¡Pero si hasta el cabecero de la cama y el somier presentan un montón de mellas!
Tengo que poner manos a la obra, en cualquier caso.
He cerrado con llave la puerta, y luego he tirado la llave al sendero que arranca de
la casa.
No saldré, ni permitiré que entre nadie, al menos hasta que regrese John.
Quiero verlo realmente asombrado.
Tengo bien escondida una cuerda que ni siquiera Jennie ha sido capaz de
descubrir. Si esa mujer intenta escaparse, la ataré con mi cuerda.
Pero no me había dado cuenta de que no puedo llegar muy alto si no tengo algo
en lo que subirme.
¡Es imposible mover la cama!
Me he hecho daño intentando desplazarla. Y me he enojado tanto que me he
puesto a morder un trozo de madera de una esquina, hasta arrancarlo, con lo que
también me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el papel que me ha sido posible, hasta donde me
alcanzaban los brazos a lo alto. Cuesta hacerlo, porque está muy pegado; el dibujo
parecía seguir burlándose de mí al verme tan esforzada. ¡Y esas cabezas cercenadas,
y sus ojos bulbosos, y esas minoraciones como hongos! Todo eso contoneándose ante
mí, burlándose entre alaridos.
Ahora estoy tan enojada que se me ocurre hacer algo desesperado. Saltar por la
ventana sería un ejercicio admirable, pero los barrotes son tan gruesos que ni lo
intento.
Y tampoco lo haría aunque pudiese, la verdad. Nada de eso. Hacer algo así no
estaría nada bien, y además sería un gesto que los demás podrían malinterpretar.
Ya no quiero ni mirar por las ventanas. Hay demasiadas mujeres arrastrándose por
ahí a gran velocidad.
Me pregunto si todas ellas, como yo, habrán salido del empapelado amarillo de la
pared.
Nadie podrá arrastrarme hasta el sendero, porque estoy bien amarrada con mi
cuerda.
Aunque en cuanto se haga de noche me veré obligada a esconderme otra vez tras
ese espantoso dibujo del empapelado… Se me hace tan duro…
Es muy agradable poder salir a la habitación, porque es muy grande y puedo
arrastrarme por ella a mis anchas, cuanto quiera.
No deseo abandonarla. No saldré de aquí, por mucho que Jennie me pida que lo
haga.
Según apunta el Dr. Angelo S. Rappoport, «se dice, y con razón, que los
marineros son una de las razas de hombres más extrañas que existen; tienen
costumbres, sentimientos e incluso un lenguaje propio. Las nobles virtudes y los
sentimientos exaltados se mezclan con hábitos vulgares y vicios degradantes. Héroes
en los momentos de peligro, los marineros a menudo no son más que niños patéticos
(…) los cuales creen firmemente en apariciones y fantasmas y se aterrorizan ante
ellos» (Superstitions of Sailors, Stanley Paul & Co., Ltd., Londres, 1928. Pág. 196).
Y mucho de esto, sin duda verídico en la época que fue escrito, se halla presente
en “El fantasma de Kentucky” (Kentucky’s Ghost), cuento de Elizabeth Stuart Phelps
publicado en la revista estadounidense Atlantic Monthly (diciembre, 1868). Obra
ciertamente especial, su singularidad, en este caso, no está vinculada a su estilo
literario, ebrio de un naturalismo ágil, minucioso, pero nada recargado, a la hora de
describir la vida marinera a bordo del Madonna, el navío mercante donde acontece la
acción. Su fuerza tampoco reside en el tono melodramático, áspero, hiriente incluso,
dickensiano ocasionalmente, del relato. Lo que distingue a “El fantasma de
Kentucky” de otras historias fantásticas escritas por mujeres es su creíble ambiente
marinero, tremendamente masculino, que nos trae a la memoria alguna de las mejores
fábulas y novelas terroríficas de William Hope Hodgson o Emilio Salgari. Habida
cuenta que era un territorio laboral y vital vedado a las mujeres —solamente podían
embarcar en calidad de pasajeras—, llama la atención que este inquietante
divertimento se adentre en un mundo extraño, plagado de misterios, como el de los
hombres del mar.
Pero la diferencia de sensibilidades se percibe en la manera de abordar las tristes
aventuras del polizón Kentucky a bordo del Madonna, marcadas por los constantes
abusos físicos (y psicológicos) que soporta a manos del cruel oficial de cubierta, el
señor Whitmarsh. Una situación que desembocará en una experiencia sobrenatural
más turbadora que macabra, más moral que visceral. El paternalista modo de
proceder del narrador, el detalle de la madre del muchacho, que aguarda con gesto
compungido el regreso de la nave, y por tanto de su hijo, diluyen en los vahos de la
tragedia el miedo que el cuento haya podido provocarnos en algunos pasajes. Hay en
“El fantasma de Kentucky” una curiosa subtrama centrada en las relaciones materno-
filiales, en los lazos de amor y, por qué no, de camaradería existentes en el
matrimonio, en la influencia que tener una familia puede ejercer en una persona a la
hora de percibir el mundo y a sus moradores.
Sin desdeñar, ni mucho menos, la sinceridad de los intereses «fantásticos» de
Elizabeth Stuart Phelps, cabría señalar que su aproximación al género se emparenta
Cómo se inclinaba
aquel día
¡en el Golfo de Vizcaya!
Parece ser que, a finales del siglo XIX, hubo un consenso unánime en torno a la
calidad literaria de las historias sobre crime, violence, romance and mystery escritas
por la británica Ellen Price Wood, y protagonizadas por su más popular criatura de
ficción, Johnny Ludlow. Por ejemplo, en el número correspondiente al 2 de mayo de
1874, la revista The Academy afirmaba que «cualquiera que todavía no las haya leído
seguro que no tenía nada mejor que hacer». A su vez, la entrada de Wood (Ellen) en
Dictionary of National Biography (1885), indica que las aventuras de Johnny Ludlow
«son, desde un punto de vista literario, el mejor trabajo de su autora; extremadamente
agradables de leer». Pero este aprecio incondicional, desgraciadamente, forma parte
del pasado. En la actualidad, muy pocos aficionados a la literatura fantástica y de
misterio conocen la existencia de Johnny Ludlow, excepto por la ocasional
reimpresión de alguna de sus historias en antologías más o menos especializadas —
cf. The Virago Book of Victorian Ghost Stories, selección de Richard Dalby (1988) o
Victorian Ghost Stories: An Oxford Anthology, de Michael Cox & R. A. Gilbert
(1991)—, donde casi siempre aparece el excelente relato que aquí presentamos,
“¿Realidad o Ilusión?” (Reality or Delusion), publicado por primera vez en The
Argosy (diciembre de 1868) —revista mensual que nada tiene que ver, conviene
aclararlo, con el célebre pulp magazine estadounidense publicado por Frank Munsey
—. “¿Realidad o Ilusión?” es, en palabras de su narrador, «… una historia de
fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa confesar que durante mucho
tiempo después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a pasar por aquel lugar de
noche; algunos no se atreven a pasar aún». Un ejemplo del estilo con que Ellen Price
Wood abordaba el género, extendiendo un poder tenebroso por toda la ficción,
inasible, indescriptible, afín a los presentimientos de horror y fatalidad que los
personajes perciben, los cuales estallaban, al final, con gélida gravedad.
Ellen Price Wood publicó el primer relato de Johnny Ludlow, titulado “Shaving
the Ponies Tails”, en enero de 1868, también en la revista The Argosy. Como
curiosidad, señalar que el citado relato pretendía haber sido escrito por el mismísimo
Ludlow. Este pseudónimo, que acabó convirtiéndose en el mismo personaje (¡), le fue
útil a la escritora para ocultar el hecho de que era la autora de gran parte del
contenido de la revista, por motivos que luego veremos. Con todo, la ocultación de la
verdadera identidad de Johnny Ludlow se reveló como una astuta táctica comercial, y
permaneció en secreto durante doce años, hasta mediados de 1880. Wood escribió
más de ciento veinte entregas mensuales, entre novelettes y cuentos, de las peripecias
de Ludlow. Incluso después de su muerte, se publicaron dos nuevas novelas y un
Lejos, en la llanura
gime una voz dolorida:
¿dónde yacerá mi niño?
En mi pecho blanco
¡que descanse la dulce vida!
¡Que descanse donde yace mejor!
Y los reyes
se inclinarán a tus rodillas
adorando tu vida.
Mía, y no tuya,
¡cómo brillan sus joyas!
La paz te envuelve a ti, no a mí».
* * *
Con el gris despertar del día, Sweyn se topó con las huellas de un hombre, de un
corredor, según vio en la nieve, y la dirección que habían seguido despertó su
curiosidad, pues un poco más adelante el trayecto no tenía más remedio que cruzarse
con el borde de un gran precipicio. Se volvió a rastrearlas. Y, al hacerlo, la longitud
de los pasos le llamó la atención: era un paso largo, como el suyo propio si echase a
correr. Sabía que estaba siguiendo a Christian.
En su ira, había endurecido su corazón a la ausencia de su hermano; pero ahora,
viendo hacia dónde se dirigían las pisadas, se sintió víctima del remordimiento y el
temor. No había pensado ni se había preocupado por su pobre y agitado gemelo,
quien podría (¿sería posible?) haberse precipitado a una frenética muerte.
Se le paró el corazón al llegar al lugar donde había tenido lugar el salto. También
había caído un montoncillo de nieve, y al asomarse no vio abajo más que nieve.
Corrió por el borde del abismo unos doscientos metros, hasta llegar a una bajada por
la que pudo resbalar y bajar, y llegar al fondo donde se encontraba la nieve apilada.
Allí vio que la vigorosa carrera había vuelto a empezar.
Se quedó pensando, perplejo de que un hombre hubiese dado aquel salto al que él
no se había atrevido, perplejo de haberse engañado al extremo de sentir emociones
tan dolorosas, intentando infructuosamente adivinar el motivo de Christian para
seguir tan alocada carrera. Y así llegó al lugar donde las pisadas se doblaban.
Estas otras eran pisadas pequeñas, como las de una mujer, aunque la distancia de
una a otra era mucho mayor de la que permitiría una falda.
¿No serían las pisadas de Piel Blanca?
Una espeluznante suposición lo asaltó; tan espeluznante que retrocedió incrédulo.
Pero el rostro se le volvió gris ceniza, y dio un grito sofocado para recuperar el
movimiento de su corazón roto. ¿Increíble? Una investigación más atenta mostró
cómo las pisadas más pequeñas habían cogido velocidad, golpeando la nieve con
mayor profundidad, ejerciendo una presión más débil en los talones. ¿Increíble?
“The Haunted Organist of Hurly Burly” (1891) es una ghost story de fuerte sabor
folclórico, un cuento de hadas «para adultos», ligero pero tenebroso, inquietante, al
estilo de los escritos por E. T. A. Hoffman. Pero también posee un vago acento
malsano, enrarecido, como el de una habitación cerrada durante largo tiempo sin
ventilar, lo cual nos evoca a Sheridan le Fanu. Tan singular mezcolanza de texturas se
debe a la curiosa personalidad creativa de su autora, Rosa Mulholland, escritora
irlandesa casada con el prestigioso anticuario Victoriano sir John Gilbert, quien,
además, era un experto en el folclore de Irlanda e Inglaterra. La denominada «ciencia
del folclore», una combinación de términos aparentemente paradójicos, arrancó
cuando los catedráticos de filología alemana Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm
(1786-1859) empezaron a datar los cuentos populares de su país, registrando sus
fuentes y analizando sus contenidos. Gilbert, atraído por sus trabajos, hizo
exactamente lo mismo, tarea en la que colaboró activamente su esposa.
De ahí que “The Haunted Organist of Hurly Burly” sea un relato de fantasmas y
casas encantadas alejado del tono mítico, legendario o sencillamente macabro, gótico,
que menudeaba entonces en el género. Hay sutiles pinceladas de todo ello, de
acuerdo, pero su agazapado «Érase una vez» impregna la narración de un hálito
mágico, oscilante entre la fascinación y lo terrorífico. Por otra parte, Rosa
Mulholland, ferviente católica —y nacionalista irlandesa—, concibe “The Haunted
Organist of Hurly Burly” como un cuento «moral», en el que la virtud y el pecado,
Dios y el Diablo, se enfrentan para abordar supuestas verdades intemporales y
universales a través del prisma de la fe. Las preguntas a las que, según Bruno
Bettelheim, responden los cuentos de hadas —«¿Cómo es el mundo en realidad?»
«¿Cómo tengo que vivir mi vida en él?»—, se vehiculan por medio de la
protagonista, una dama llamada Margaret Calderwood —que se enfrenta a una
maldición demoníaca con la entereza y ese punto de inocencia, por pura ignorancia,
típico de las heroínas de cuentos de hadas—, y de Lisa, una jovencita invitada por un
espectro a tocar el órgano que permanece silencioso en su casa natal de Inglaterra.
Rosa Mulholland estaba fascinada por los relatos terroríficos de su compatriota
Sheridan le Fanu, por lo que confirió a “The Haunted Organist of Hurly Burly” un
matiz trágico y, al mismo tiempo, escalofriante, digno de relatos como “El huésped
misterioso” (The Mysterious Lodger, 1850) o “Relación de unas extrañas
anormalidades en Augier Street” (An Account of Some Strange Disturbances in
Aungier Street, 1853), haciendo hincapié en la naturaleza corrupta del alma humana.
Para ello, Mulholland inventa el personaje de Lewis Hurly, una especie de sosias
literario de sir Francis Dashwood (1708-1781), fundador en 1751 del Hellfire Club
Sobre Hurly Burly[28] caía una gran tormenta con truenos y relámpagos. Todas las
puertas estaban cerradas; los perros de la casa permanecían en sus casetas; el río
cercano, crecido por el diluvio que caía, estaba a punto de desbordarse anegándolo
todo, y ni los canalones ni las alcantarillas daban abasto. A una milla del pueblo,
sobre la gran mansión, los grajos se llamaban los unos a los otros con sus graznidos,
presos del terror que sentían, y los cervatillos del bosque oscuro asomaban
tímidamente sus cabezas tras los troncos de los árboles, mientras una mujer ya de
edad, tras la puerta cerrada de la casa, se ponía de pie después de haber rezado unas
oraciones, y depositaba el misal en una estantería mientras lamentaba el estado
lamentable en que la lluvia iba dejando las rosas de julio de su jardín, las cuales,
ciertamente, perdían paulatinamente su belleza poco antes exquisita. Muchas de ellas
caían definitivamente muertas en los charcos; a otras, irremediablemente laceradas,
se les iban cayendo poco a poco los pétalos, al tiempo que los tallos, que a duras
penas habían resistido el ataque de la lluvia, parecían a punto de quebrarse allá donde
aquella misma mañana Bess, la criada de la señora de la casa, había recogido un
magnífico ramo. También las hileras de blancas azucenas, que bajo el sol anterior
alcanzaran una perfección y gracia superlativas, perecían lenta e inexorablemente en
el barro y los charcos. Las ciruelas que crecían junto al muro del lado sur de la finca
exhalaban al caer el último hálito de su esencia, que antes de la tormenta había
llenado el aire. El cielo seguía oscuro; apenas prometía una tregua próxima, por
encima de las altas copas de los robles, y los pájaros se zambullían en la hiedra que
cubría los muros de la finca y la fachada principal de Hurly Burly.
Aquello ocurrió hace más de medio siglo, mas sabemos que la señora de Hurly
Burly vestía como era de rigor en aquel tiempo, y que tras los cristales de la ventana,
sentada en su mecedora, muy cerca del sillón donde estaba su marido, contemplaba la
lluvia incesante, al tiempo que observaba la tetera en el fuego y los panecillos
tostándose, mientras la luz del día declinaba por momentos. Podemos imaginarla con
su tocado impoluto, con la blanca blusa bordada, con la negra falda bien planchada
hasta los tobillos, sin arrugas las medias y unos pompones en sus zapatos brillantes;
pero hay que decir, más allá de toda suposición, que aquella mujer tenía los ojos del
color de las lilas, satinada la piel, que a despecho de su edad mantenía muy tersa y
delicada, y pálidos los labios de línea muy fina y expresión dulce, todo lo cual le daba
una prestancia angelical que la protegía de las heridas que el paso del tiempo inflinge
a la belleza.
Su esposo, un caballero, el señor de la casa, era un hombre apuesto y de carácter
tan afable como ella; de piel mucho más morena que la de su esposa, tenía grises los
cabellos pero tan brillantes como los de la dama; los años le habían llenado el rostro
de arrugas, que no obstante le daban una prestancia mayor, un aire infinitamente
Es más que probable que jamás se reconozca la calidad artística del exiguo legado
narrativo de Madame Blavatsky. Su controvertida figura no suele abordarse en los
estudios sobre literatura fantástica y/o terrorífica; sus cuentos no gozan de ninguna
reputación, ni buena ni mala, no se han reeditado adecuadamente —el teósofo
español Mario Roso de Luna (1872-1931) los tradujo y prologó en el libro Páginas
ocultistas y cuentos macabros (Ed. Pueyo, Madrid, 1919), dentro de la colección
Biblioteca de las Maravillas—, ni tampoco se incluyen en ninguna de las numerosas
antologías dedicadas al género. Sin embargo, los nueve relatos que escribió la célebre
ocultista, “Can the Double Murder?” (1876-77), “An Unsolved Mystery” (1876-77),
“Karmic Visions” (1888), “The Legend of the Blue Lotus” (1890), “A Bewitched
Life” (1890— 91), “The Luminous Shield” (1890-91), “The Cave of the Echoes”
(1890-1891), “From the Polar Lands” (1890-91) y “The Ensouled Violin” (1890-91)
—recopilados en 1892 por la Theosophical University Press en el volumen titulado
Nightmare Tales—, son una prueba fehaciente de su talento como escritora de
ficción.
Madame Blavatsky no habría desentonado dentro de cualquier revista pulp
americana de los años treinta, pues poseía un estilo elaborado pero muy directo, y una
desasosegante tendencia a lo macabro. En su prólogo, Roso de Luna comparó sus
narraciones con los pinceles hiperfísicos del Greco y de Goya, calificándolos de
fábulas «bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus selectos,
las enseñanzas más fundamentales del ocultismo». Empero, se percibe un matiz
sumamente tortuoso en dichas historias. Por ejemplo, en “The Cave of the Echoes”
un espíritu vengativo retorna a la vida encarnado en el cuerpo de quien más ama su
enemigo; en “The Ensouled Violin” un ambicioso músico, en pos de la perfección
absoluta, fabrica unas cuerdas de violín con intestinos humanos, creyendo que el
alma humana pervive en la carne… En “The Luminous Shield”, mitología y
ocultismo, una densa atmósfera de misterio y decrepitud, un objeto mágico maldito y
la ambición humana, se dan la mano para crear una pequeña obra maestra
salpimentada con elementos autobiográficos —la localización en Constantinopla— y
congojas muy íntimas. Madame Blavatsky temía/odiaba la fealdad, pues su hijo Yuri
(1861-1866), al que adoraba, había nacido con graves anormalidades físicas —
cuando nació, su madre padeció un terrible colapso nervioso—. De ahí la inquietante
descripción de Tatmos, el Oráculo de Damasco, en “The Luminous Shield”: «En la
esquina vi algo que erróneamente tomé por un montón de harapos. Pero el montón se
movió y se puso en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se detuvo frente a
nosotros; el ser de apariencia más extraordinaria que yo había contemplado. Era del
II
Al día siguiente compré un libro que hablaba de una de las milagrosas historias
que se atribuían al crucifijo legendario y a la iglesia; y al otro día, mi amigo el
anticuario tuvo a bien referirme todo lo que sabía al respecto… Gracias a esas dos
informaciones pude elaborar lo que se ofrece a continuación, que bien puede ser
tenido por la historia más cierta sobre este asunto.
En el otoño de 1195, tras una noche de tempestad aterradora, se halló a la deriva,
junto a la costa de Dunes, villa de pescadores en la bahía de Nys, un bote
perteneciente a un barco hundido entre los arrecifes.
El bote hacía aguas, y muy cerca, pero en la orilla, yacía la figura en piedra del
Salvador crucificado, pero sin la cruz, y sin sus brazos, que aparentemente formaban
parte de otro bloque ahora separado del conjunto. Pronto acudió la gente a
contemplar el prodigio; la pequeña iglesia de Dunes, entre cuya gleba había sido
fundada por los Barones de Cröy, dueños y señores de la costa, y regida por la Abadía
de San Loup d’Arras, tenía que ser el destino de la imagen misteriosa, pero un santo
varón que vivía en retiro junto a los acantilados tuvo una visión que desató las
disputas… Se le apareció San Lucas en persona para decirle que él, y sólo él, era
quien había tallado la imagen del crucificado, que formaba parte de un grupo de tres
imágenes, la cual fue rescatada junto a las otras por tres caballeros, un normando, un
toscano y otro de d’Arras, del Santo Sepulcro de Jerusalén, siempre con el
consentimiento del cielo, para ponerlas a salvo de los infieles y hacerlas a la mar con
dicho propósito, yendo a parar la una a la costa normanda de Salenelles, la otra hasta
no muy lejos de la ciudad italiana de Lucca, y la tercera, la aparecida en Dunes, que
fue embarcada por un caballero de Artois. San Lucas, aun considerando que la
pequeña ermita de los acantilados, donde moraba aquel santo varón al que se había
aparecido, habría de ser el lugar donde descansara para el resto de los días el
crucifijo, decidió que debería de ser la imagen quien decidiese dónde hacerlo. Así, el
crucificado fue solemnemente arrojado de nuevo al mar, pero a la mañana siguiente
apareció en el mismo sitio, en las márgenes de la bahía de Nys. Los notables de la
Ítem. No se pudo obtener más información del testigo, pues cayó de bruces al
suelo, como un poseso, y hubo de ser apartado de la presencia de Su Señoría el abad,
y de la presencia del reverendo prior de Dunes.
III
Edith Newbold Jones nació en el seno de una familia rica de Nueva York, durante
la Guerra de Secesión o Guerra Civil estadounidense (1861-1865). La fortuna de sus
padres, George Frederic Jones y Lucretia Rhinelander, se debía a las habilidades
financieras del progenitor de Edith, un hombre distante y severo, que aprovechó la
guerra para hacerse aún más rico. Su pertenencia a la alta sociedad neoyorquina hizo
que la pequeña Edith disfrutara de una sólida educación privada, combinada con
viajes y experiencias personales muy enriquecedoras. Sin ir más lejos, antes de
cumplir los cinco años, viajó con sus padres y hermanos —Frederic y Henry «Harry»
Edward— por diversos países europeos, como Italia, España, Alemania o Francia, a
lo largo de seis años; en el curso de esos viajes aprendió a leer en alemán y francés
con fluidez, y adquirió grandes conocimientos en filosofía, arte y ciencia. No
obstante, según confesó luego a sus íntimos, fue una niña muy solitaria debido a las
tibias atenciones de su madre y de su padre, así que pronto desarrolló un gusto por la
literatura que asombró a su familia y a su círculo de amigos nada intelectuales o
imaginativos. De regreso a los Estados Unidos, empezó a publicar sus primeros
cuentos y poemas: Fast and Loose aparece en 1877 y Verses, una recopilación de
Nos había dispuesto el ánimo para los fantasmas, aquella noche, tras una
excelente cena en casa de nuestro viejo amigo Culwin, uno de los cuentos de Fred
Murchard, que relataba una extraña visita personal.
Vista a través del humo de nuestros cigarros y el resplandor soñoliento de un
fuego de carbón, la biblioteca de Cilwin, con sus paredes de roble y sus viejas
encuadernaciones oscuras, proporcionaba una buena atmósfera a nuestras
evocaciones; y como —tras el comienzo de Murchard— las únicas experiencias
espectrales aceptables para nosotros eran las de primera mano, seguimos haciendo el
inventario de nuestro grupo y exigiendo a cada miembro una contribución. Éramos
ocho, y siete discurrimos de manera más o menos adecuada el modo de cumplir la
condición impuesta. A todos nos sorprendió descubrir que casi podíamos reunir una
lista de impresiones sobrenaturales, pues ninguno de nosotros, aparte de Murchard y
el joven Phil Frenham —cuya historia fue la más breve del lote—, solía enviar su
alma a lo invisible. De modo que, en general, teníamos motivos de sobra para estar
orgullosos de nuestras siete «aportaciones», y a ninguno se le había ocurrido esperar
una octava de nuestro anfitrión.
Nuestro viejo amigo Mr. Andrew Culwin, que había permanecido aparte en su
butaca, escuchando y parpadeando en medio de los círculos de humo, con la
complaciente tolerancia de un ídolo sabio y antiguo, no era el tipo de hombre que
suele verse favorecido con semejantes contactos, aunque tenía la suficiente
imaginación como para gozar, sin envidia, de los superiores privilegios de sus
invitados. Por edad y educación, pertenecía a la sólida tradición positivista, y su
hábito de pensamiento se había formado en los tiempos de la lucha heroica entre la
física y la metafísica. Pero había sido entonces y siempre esencialmente un
espectador, un divertido y apartado observador de la inmensa, confusa diversidad del
espectáculo de la vida, que de cuando en cuando abandonaba calladamente su butaca
para sumergirse en alegres celebraciones en la parte de atrás de la casa, pero sin
manifestar jamás, que nosotros supiéramos, el menor deseo de saltar a escena y hacer
un «número».
Entre sus coetáneos perduraba la vaga leyenda de que, en época remota, y en un
clima romántico, había sido herido en un duelo; pero esta leyenda cuadraba tanto a lo
que los jóvenes sabíamos de su carácter como la afirmación de mi madre de que en
otro tiempo había sido «un hombrecito encantador de ojos preciosos» respondía a
cualquier posible reconstrucción de su fisonomía.
«Jamás ha debido de parecer otra cosa que una gavilla de sarmientos», había
dicho Murchard una vez de él. «Un leño fosforescente, más bien», corrigió alguien, y
II
III
IV
Con la barbilla reposando en sus manos, y los codos apoyados en sus rodillas,
Yolanda miraba el fuego de la chimenea como si quisiera extraer de allí los
fragmentos de su memoria que más necesarios le eran para recomponer un recuerdo,
antes de iniciar el relato de su historia. Y sin cambiar de posición comenzó a decir al
cabo de un largo silencio:
—Ahora que me doy cuenta, Léonie, es la primera vez que te hablaré de mi vida
de antes de que nos conociéramos, hace ya cinco años… ¿Cómo es que nunca me has
preguntado nada acerca de mi vida?
—¿Y por qué habría de hacerlo, Yolanda? ¿Con qué derecho? Tampoco tú me has
preguntado nada sobre la mía, jamás. Me sentí muy próxima a ti ya la noche en que
nos conocimos en aquella maldita casa de Roma, cuando fuimos las únicas personas
que abandonamos apresuradamente la reunión, porque tuvimos miedo de ellos… Yo
te dije mi nombre cuando salíamos, ¿recuerdas? Pero no me preguntaste ni por qué
estaba allí, ni cómo los había conocido, por lo que yo jamás osé preguntarte algo
parecido… Me bastaba con saber que ambas habíamos sufrido esa noche la misma
vergüenza.
Yolanda puso una mano en la rodilla de su amiga, como si de pronto se sintiese
liberada, feliz.
—Gracias por todo, por lo mucho que has significado para mí desde entonces —
dijo—. Y gracias también por no haberme preguntado, como no te lo pregunté yo,
qué hacía allí aquella noche… Pero, ahora, Léonie, ha llegado el momento de que me
sincere contigo. Sólo te pido que, si es posible, observes cuanto te diga con tu
habitual compasión… aunque lo que oigas pueda hacerte pensar que merezco ser
condenada… Al fin y al cabo, bien sabe Dios que sólo aspiro a reconciliarme con él,
algún día… Bien, todo comenzó el mismo día en que vine al mundo —siguió
diciendo—. Esperaban que fuese un niño, y no, fui hembra… Una niña… Así que
todo se me puso en contra desde el comienzo. El hecho de que no tuviese ni
hermanos ni hermanas no alivió en nada mi situación.
»A veces pienso que si quitáramos los hijos a sus padres, en ciertos casos, y
fuesen entregados a gente que no tuviese la menor expectativa de obtener provecho
de ellos, crecerían sin una armazón moral perversa al menos hasta que ellos mismos
quisieran dársela, lo que redundaría a favor tanto de los padres como de los hijos…
Nunca te presenté a mi madre por eso… Temí que, incluso en sus últimos días de
vida, te dijese que tuvieras cuidado conmigo, que no me tocaras sin ponerte guantes,
para no mancharte…
—Pero, Yolanda… ¿cómo puedes hablar así de tu propia madre?
—Sí, conozco esos versos —dijo Léonie—. ¡Pobre Yolanda! ¡Por qué trance
tuviste que pasar!
—Yo había visto una vez a Carducci, hallándome con papá, que le conocía; les oí
hablar de la humanidad, el progreso y la fraternidad universal; papá estaba de acuerdo
con él en esas cosas y, por eso, su libro me pareció en principio lleno de autoridad, no
tan abominable como lo es realmente… Leí aquel himno una y otra vez, aunque en el
fondo no dejaban de horrorizarme las blasfemias que leía; creía por otra parte, sin
embargo, que en efecto allí estaba mi oportunidad, que si suscribía aquellas palabras
y rompía definitivamente con el cristianismo encontraría la libertad… El caso fue
que, viéndome dudar, Rosina se enojó conmigo y me arrancó violentamente de las
manos aquel maldito libro.
»—Si temes a los sacerdotes —me dijo—, olvídate de esto y corre hasta ellos…
Si eres tan cobarde como para permitir que te castiguen como si fueras un animal,
olvídate de mí… Lamento mucho haber intentado ayudarte.
»Y salió de mi habitación, dejándome sumida en mis pensamientos, y sobre todo
Mrs. Barlow, la más bella y elegante entre las jóvenes esposas de Summerfield, se
dirigía al templo católico. Iba a consultar con el viejo sacerdote acerca de sus
problemas con una sirvienta cuyo comportamiento en nada le placía. Agnes Barlow
era, además de inteligente y bella, una mujer feliz.
Los más tontos, generalmente, suelen decir a modo de sentencia esa tontería
según la cual «si eres bueno serás feliz, pero no disfrutarás de la vida». Quien es
inteligente, sin embargo, va comprendiendo poco a poco, y a lo largo de toda una
vida, que la bondad va siempre acompañada de la felicidad, con lo cual se acaba
disfrutando realmente de la vida.
Así era, en suma, Agnes Barlow; una mujer feliz en su aún joven vida. Sus
buenos padres la criaron en una de las casas más nuevas y excelentes de la antañona
villa de Summerfield, a unas quince millas de distancia de Londres. Allí había
nacido; allí habían transcurrido sus deliciosos años de infancia, en la escuela del
convento de la colina; allí había ido creciendo alegre y feliz hasta convertirse en una
muchacha excepcionalmente hermosa; y allí, finalmente —y nada más lógico que tal
fuera su final—, había conocido al muy distinguido, inteligente y fascinante abogado
Frank Barlow.
Frank y ella se comprometieron muy pronto, por lo que todas las demás jóvenes
envidiaron a Agnes, y no mucho después contrajeron matrimonio en una de las
ceremonias más felices que se recuerdan en la villa; el suyo fue, pues, uno de los
matrimonios en los que era más evidente el amor que se puedan profesar un hombre y
una mujer. Vivían en una encantadora casita llamada The Haven[37], progenitores
muy orgullosos de un pequeño llamado Francis, como su padre, que nunca les daba
los quebraderos de cabeza que suelen dar los niños a muchos padres, pues se criaba
sano.
Mas, inopinadamente, comenzaron a suceder cosas extrañas —no de manera
frecuente, sin embargo, pero sí con cierta reiteración—, lo que no dejaba de resultar
extraño en aquel ambiente delicioso, en el feliz mundo de la familia… En todo eso
No, no podía ser; Agnes estaba segura de que el sacerdote no había dicho la
palabra ventana, aunque por otra parte creía que era la única palabra que le había
II
III
El tren llegó a la brumosa estación de Londres; Agnes Barlow bajó lentamente del
vagón. Sintió cierta aprensión al sentirse sola. En las últimas semanas Ferrier siempre
había ido a recibirla, y la esperaba en el andén, tomando luego un taxi junto a ella
para llevarla a una galería de arte, a un concierto, o a uno de esos grandes jardines
que la ciudad aún puede ofrecer a los que se aman.
Pero en esta ocasión Ferrier no la esperaba. Ferrier estaba enfermo, solo, en
aquellas habitaciones vacías a las que llamaba su casa.
Agnes Barlow salió de la estación.
El corazón le latía como un martillo. Para Agnes, aquello era una sensación
nueva; temió que quizá le latiera así el corazón por la posibilidad de encontrarse con
algún conocido, y que éste le preguntase qué hacía allí sola. Temía no poder
En el transcurso de una de sus agotadoras giras promocionales, allá por 2006, con
motivo de la publicación de Harry Potter y el misterio del príncipe, la popular
escritora inglesa J. K. Rowling confesó: «La autora con la que más me identifico es
Edith Nesbit. Es genial; creó extraordinarias y graciosas historias de fantasía. Sus
niños, sus personajes, son muy reales, y fue muy innovadora para su época». De
pronto, gran parte de los incondicionales de J. K. Rowling se sintieron
desconcertados. ¿Quién era Edith Nesbit? Desconcierto que aumentó con motivo de
la reedición en Gran Bretaña y Estados Unidos de algunos de los mejores textos de
Nesbit —cf. Los buscadores de tesoros (Story of the Treasure-Seekers, 1899), The
Railway Children (1906), El castillo encantado (The Enchanted Castle, 1907)—, ya
que la prensa especializada se apresuró en presentar a la novelista, en un requiebro
publicitario ciertamente hábil, como «la abuela de Harry Potter».
Pero el poderoso influjo de Edith Nesbit en la narrativa infantil y juvenil del
mundo anglosajón viene de lejos. Sus cuarenta libros comprendidos dentro de este
género —algunos tan inolvidables como Historias de dragones (The Book of
Dragons, 1901)— inspiraron a Pamela Lyndon Travers (1899-1996) —creadora de la
saga Mary Poppins—, Diana Wynne Jones (n. 1934) —Howl’s Moving Castle (1986)
—, Edward McMaken Eager (1911-1964) —quien, por influencia de Nesbit, hizo de
la magia uno de los ejes dramáticos fundamentales de su obra, como prueba Magic
By the Lake (1957) o Magic Or Not? (1959)— y C. S. Lewis (1898-1963) —cuyas
famosas Crónicas de Narnia rindieron un homenaje personal a la obra de Edith
Nesbit—. Uno de sus más rendidos admiradores, el estadounidense Gore Vidal,
escribió en un artículo titulado “The Writing of E. Nesbit”, en la revista The New
York Review of Books (vol. 3, nº 8, 3 de diciembre de 1964): «Después de Lewis
Carroll, Edith Nesbit fue la mejor fabuladora inglesa que escribió sobre los niños
(ninguno de los dos lo hizo para los niños) y, como Carroll, creó un mundo de la
magia y de la lógica invertida que era enteramente propio». Tal vez la clave de su
éxito cualitativo radicaba en su honestidad. Ella misma explicó su método en una
carta a su amiga Berta Ruck: «Es una cuestión de honor para mí no subestimar jamás
a los chicos. Algunas veces, a propósito, pongo una palabra que sé que no van a
entender para que le pregunten a un adulto el significado y, de paso, aprendan algo».
Edith Nesbit publicó en vida dos recopilatorios de cuentos de fantasmas y de
horror, Grim Tales (1893) —que incluye “The Ebony Frame”, “John Charrington’s
Wedding”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Mystery of the Semi-Detached”,
“From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “The Mass for the Dead”— y Fear (1910)
—que contiene “The Head”, “In the Dark”, “The Ebony Frame”, “Hurst of
«¡Esto suena bien!», se dijo. Conocía a Wildon Prior, era el tipo más bromista y
zascandil de su club. Tenía que ser él, no era un nombre común. Además, no perdía
nada con intentarlo, así que le envió un telegrama:
Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. ¿Puedo pasar uno o dos días en
su casa y ver al fantasma? WILLIAM DESMOND.
Cuando al día siguiente regresó de dar un paseo, había un sobre amarillo sobre la
amplia mesa Pembroke del salón.
—Ya ha pasado todo —fue lo siguiente que escuchó; era la voz de Verney, que le
boca, mejor que La boca del obispo. (N. del T.) <<
para éstos en 1813, perfeccionada por él mismo en 1816. No consta, sin embargo, que
escribiese obra alguna sobre lo que sugiere la autora, ni que inventase cualquier otro
tipo de lámpara. Constan sólo varios trabajos suyos que contienen la explicación de
su invento, así como otros acerca de las prevenciones que, en aras de su seguridad,
habrían de observar los mineros en su trabajo. (N. del T.) <<
presente una joven muy bien educada y respetable. (N. del A.) <<
epistolar de Jean-Jacques Rosseau Julie ou la nouvelle Héloïse (1791). (N. del T.) <<
todo Londres la historia de Fanny Lynes, antigua residente en una habitación de este
callejón, que dos años antes había muerto de viruela cuando convivía con su amante,
quien había enviudado de su hermana y con el que se había fugado. Supuestamente,
Fanny empezó a aparecerse a los dueños de la casa de huéspedes acusando a su ex
amante de haberla asesinado, manifestándose mediante arañazos en las maderas (de
ahí el nombre) y golpes. En todo Londres, el escándalo (y el entretenimiento)
consiguiente fue considerable. Está generalmente considerado como un fraude. (N.
del T.) <<
<<
de los primeros milagros del profeta Eliseo el Calvo, discípulo de Elías: «De allí
subió a Betel, y según subía por el camino salieron unos muchachos y se burlaron de
él, diciéndole: ¡Calvo, sube! Se volvió Eliseo a mirarlos, y los maldijo en nombre del
Señor, y salieron del bosque dos osos que destrozaron a cuarenta y dos de los
muchachos». (N. del T.) <<
que con su incienso y sus votos / Fumiga y vence al Jehová de los sacerdotes. (N. del
T.) <<