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Todavía

hoy existe una clara reticencia, por parte de muchos estudiosos, a


reconocer el importante papel que las mujeres han jugado en el desarrollo
del género fantástico y de terror, bien como lectoras o como creadoras,
ignorando la larga tradición de escritoras especializadas en esta narrativa,
particularmente en la cultura anglosajona.
Aunque fueron dos hombres, Horace Walpole (1717-1797) y Matthew
Gregory Lewis (1775-1818) quienes «inventaron» la ficción gótica con sus
clásicas historias El castillo de Otranto y El monje —números 10 y 3 de la
colección Gótica—, el género no habría alcanzado la popularidad y difusión
necesarias en sus inicios sin la decisiva participación de las «escritoras
fantásticas». Fue una mujer, Ann Radcliffe (1764-1823), quien convertirá la
novela gótica en un fenómeno popular gracias a títulos como Los misterios
de Udolfo o El italiano o El confesonario de los penitentes negros —colección
El Club Diógenes nº 167 y Gótica nº 34.
Los veinte relatos que conforman esta antología, Venus en las tinieblas.
Relatos de horror escritos por mujeres, recorren la historia del género desde
la consolidación artística y comercial de la narrativa gótica con relatos como
El espectro o Las ruinas del Priorato Belfont, de Sarah Wilkinson hasta el
afianzamiento del «cuento de miedo realista» con historias como La casa
encantada, de Edith Nesbit, pasando por autoras emblemáticas del género
fantástico como Mary Shelley (La joven invisible,), Vernon Lee (Marsyas en
Flandes,), o Edith Wharton (Los ojos,). Venus en las tinieblas. Relatos de
horror escritos por mujeres, trata de acotar estilos y tendencias, y de exhibir
los logros artísticos de las mujeres dentro de la literatura fantástica como
parte integral y fundamental de la misma.

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AA. VV.

Venus en las tinieblas


Relatos de horror escritos por mujeres
Valdemar: Gótica - 68

ePub r1.0
orhi 30.03.2017

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Título original: Venus en las tinieblas
AA. VV., 2007
Traducción: Francisco Torres Oliver & José Luis Moreno Ruiz & Gonzalo Quesada & Rafael
Lassaletta
Ilustración de cubierta: Antoine Wiertz La belle Rosine (1847)

Editor digital: orhi


ePub base r1.2

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INTRODUCCIÓN

Venus en las tinieblas:


Las mujeres y la literatura fantástica

Antonio José Navarro

No creo en fantasmas, pero aun así me dan miedo.


Madame Du Deffand

1. Todavía hoy existe una clara reticencia, por parte de numerosos estudiosos de
la narrativa fantástica y/o terrorífica, en reconocer el importante papel que las
mujeres han jugado en el desarrollo del género, bien como lectoras o como creadoras,
pues, si se me permite la digresión, «escribir es ejercer, con especial intensidad y
emoción, el arte de la lectura», según afirmaba Sunsan Sontag. Se tiende a justificar
la existencia de antologías como la presente apelando a razones más o menos
peregrinas sobre el extraño maridaje entre lo fantástico, lo terrorífico, y la literatura
de mujeres. Incluso diferentes antólogos suelen disculpar su labor refiriéndose a una
cierta especificidad femenina en lo tocante a la narrativa de horror, muy alejada del
genio masculino de los grandes nombres del género. En cualquier caso, tales excusas
y argumentos únicamente responderían a un deseo, deplorable, de paliar en la medida
de lo posible la incomodidad o el recelo que semejante trabajo podría despertar en
aquellos aficionados y especialistas que todavía niegan la valiosa contribución de las
escritoras a la literatura fantástica y/o de terror.
No obstante, la norma generalizada continúa siendo una marginación más o
menos encubierta, más o menos descarada, de las mujeres que han escrito narrativa
fantástica y de terror. Por ejemplo, el crítico y escritor Douglas E. Winter —al que
sus editores llaman la conciencia del terror y la fantasía negra (sic)—, en su
celebérrimo libro Faces of Fear (1985), donde entrevistaba a diecisiete populares (y,
en algunos casos, mediocres) escritores especializados en literatura de horror —entre
ellos, Clive Barker, Robert Bloch, Ramsey Campbell, Charles L. Grant, Stephen
King, Richard Matheson y Peter Straub—, únicamente incluía a una escritora, V. C.
Andrews —obviando a personalidades tan interesantes y no menos conocidas como
Anne Rice o Chelsea Quinn Yarbro—, la cual, por cierto, no le merece un gran
respeto a Winter. En su antología Prime Evil: New Stories by the Masters of Modern
Horror (1988), aquél afirmaba, de modo un tanto despectivo, que el único y
despiadado tema de los best sellers de V. C. Andrews es «el maltrato de los niños»,
ignorando sus múltiples y modernas ramificaciones creativas con la literatura gótica
clásica. Douglas E. Winter no es más que uno de tantos eruditos (masculinos) que
ignora maliciosamente la obra de personalidades como Mary E. Wilkins-Freeman

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—“The Cloak” (1917)—, Greye La Spina —Invaiders From The Dark (1925)—,
Shirley Jackson —La casa encantada (The Haunting of Hill House, 1959)— o
Angela Carter —“La cámara sangrienta” (The Bloody Chamber, 1979)—, porque la
encuentran menos horripilante, menos sobrenatural, carente de elementos siniestros
y morbosos. Una idea que, de entrada, propone una visión del género muy pobre y
extremadamente discutible[1], además de ignorar la larga tradición, al menos en la
cultura anglosajona, de escritoras especializadas en lo fantástico. Por ello, la
ensayista norteamericana Jessica Amanda Salmonson, en la introducción de What
Did Miss Darrington See?: An Anthology of Feminist Supernatural Fiction, señalaba:
«Las mujeres siempre hemos escrito historias de terror. ¿Es que acaso nos olvidamos
de que la madre de Frankenstein, la madre de todas nosotras, es Mary Shelley?»[2]

2. A su vez, en el excelente ensayo de Richard Davenport-Hines, Gothic. Four


Hundred Years of Excess, Horror, Evil and Ruin (1999), elude «elegantemente» a
autoras tan importantes como Charlotte Smith, Edith Nesbit, Vernon Lee o Elizabeth
Gaskell, en beneficio de un análisis histórico y artístico que omite, de manera no
menos «sutil», circunstancias socio-culturales tan determinantes para el
afianzamiento comercial y creativo de la novela gótica, a lo largo del siglo XIX, como
el hecho de que una parte muy importante de sus lectores eran, precisamente,
lectoras… Aunque no existen, por supuesto, estadísticas o estudios al respecto, en
países como Inglaterra, Estados Unidos, Alemania o Francia, las esposas e hijas de la
burguesía disponían del tiempo y del dinero suficiente para poder entregarse al placer
de la lectura. A diferencia de la lectura erudita y útil de la tradición intelectual
europea, la nueva práctica tenía algo de indisciplinada, de salvaje. Estaba destinada a
excitar la imaginación de sus lectoras. Lo importante no era el tiempo dedicado a la
lectura, sino la intensidad de la experiencia emocional. Las mujeres, en concreto,
leían de modo no sistemático, disperso y no raras veces en secreto; se adaptaban a los
huecos de libertad que les quedaban y estaban condicionadas por sus estados de
ánimo, oportunidades y modas del mercado. Igualmente, las criadas y doncellas se
beneficiaron de semejante situación, pudiendo compartir el hobby de sus patronas en
su tiempo libre o al finalizar su jornada laboral, de noche, gracias a los nuevos y
caros sistemas de iluminación artificial[3], y a las ediciones baratas de novelas y
cuentos, como los «Bluebooks» o los «Penny Dreadful’s».
La literatura fantástica y de terror consiguió rápidamente un puesto destacado
entre los gustos literarios de las mujeres —junto a los melodramas románticos y las
novelas históricas— porque las trasladaba a lugares exóticos y misteriosos, les hacía
vivir aventuras increíbles sin correr peligro y, además, alimentaba su fascinación por
lo sobrenatural y lo macabro, oponiendo lo imposible a la razón. O, como señala Julia
Kristeva, las enfrentaba con aquellos elementos que se encuentran en el límite de los
inconscientes, nuestro lado tenebroso y primigenio no del todo reprimido u oculto[4].
Era una forma de vulnerar las rígidas estructuras patriarcales que habían delimitado

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sus funciones como esposas y madres. Las historias de horror en numerosas
ocasiones ilustraban, de forma alegórica, las tensiones creadas en la búsqueda de un
equilibrio entre su presunto rol social y sexual y los espacios físicos y mentales donde
debían realizarse[5]. También les sirvió para exorcizar sus peculiares miedos y
angustias, a veces marcados por su condición de mujeres, otras, muy similares a los
de los varones. Y es que el miedo, tal y como apuntaba H. P. Lovecraft, es la emoción
más antigua e intensa de la humanidad, y el más antiguo e intenso de los miedos es el
miedo a lo desconocido[6]. Y eso afecta por igual a hombres y mujeres.
3. La capacidad lectora de las mujeres propició en el plano íntimo y personal el
desarrollo de una nueva mentalidad, de nuevos modelos de comportamiento, que
laminaron la autoridad patriarcal tanto en el ámbito espiritual como temporal. Las
mujeres que leían eran peligrosas porque conquistaban un espacio de libertad al que
sólo ellas tenían acceso, fortaleciendo un sentimiento de autoestima que las llevó a
marcarse nuevas metas[7]. Clara Reeve (1729-1807), Anna Laetitia Barbauld (1743-
1825), Eliza Parsons (1748-1811), Sophia Lee (1750-1824), Ann Julia Kemble
Hatton, más conocida como «Anne of Swansea» (1764-1848), Mary W. Shelley
(1797-1851), Mary Louisa Molesworth (1839-1921) o Elizabeth Bowen (1899-1973),
entre otras muchas escritoras que cultivaron la literatura fantástica, fueron antes
lectoras que autoras, y el entusiasmo por su afición, por su arte, les hizo desafiar todo
tipo de contingencias y prohibiciones con éxito. No solamente escribieron para otras
mujeres, sino también para los varones, para todo ser humano que desea soñar,
aprender, sentir, vivir; en suma, experimentar la literatura.
Con todo, hoy en día estamos en disposición de afirmar que el género no habría
podido alcanzar la popularidad y difusión necesarias en sus inicios, a finales del siglo
XVIII y todo el XIX, sin la decisiva participación de las escritoras fantásticas. Así pues,
es verdad que fueron dos hombres, Horace Walpole (1917-1977) y Matthew Gregory
Lewis (1775-1818), quienes «inventaron» la ficción gótica gracias a El castillo de
Otranto (Castle of Otranto, 1764) y El monje (The Monk, 1796), respectivamente. La
primera, una novela breve, totalmente disparatada, surreal, supone una ruptura
agresiva con el racionalismo y las rígidas leyes literarias imperantes en la época, y
prefigura con contundencia el romanticismo[8], mientras que la segunda es un texto
atroz, mezcla de bóvedas góticas y lúgubres osarios, lujuria y pureza, cadáveres en
descomposición y amantes apasionados[9]. Sin embargo, será una mujer, Ann
Radcliffe (1764-1823), quien convertirá la novela gótica en un fenómeno popular por
mediación de títulos como Julia o Los subterráneos del castillo de Mazzini (A
Sicilian Romance, 1790), Los misterios de Udolpho (The Mysteries of Udolpho,
1794) o El italiano o El confesionario de los penitentes negros (The Italian, 1797).
Radcliffe sentó de manera tosca, pero efectiva, las bases del género en su primera
época, resumidas en tres puntos: una joven damisela en apuros, una densa atmósfera
de misterio y terror, y la constante amenaza de lo viejo contra lo nuevo. Su habilidad
para las texturas mórbidas y siniestras choca con su exasperante racionalismo. En

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efecto, sus espectros resultan ser ilusiones ópticas, trucos con espejos, personajes
disfrazados, y lo inexplicable recibe una explicación lógica. Una espectacular
tramoya escénica que perfila, admirablemente, varios de los artificios que emplearán
numerosos falsos espiritistas en sus fraudulentas sesiones de «contacto» a partir de
1848. La fórmula de Ann Radcliffe se explotó, con más o menos variaciones, hasta
finales del siglo XIX, cuando la irrupción del cuento de fantasmas denominado
«realista» —Sheridan Le Fanu, M. R. James, Margaret Oliphant, Catherine Crowe—
barrerá de un plumazo algunos artificios góticos decididamente démodés. Incluso en
la temprana fecha de 1803, se publica la primera parodia literaria «seria» de la
incipiente novela gótica y, en concreto, de las obras escritas por Ann Radcliffe: se
trata de La abadía de Northanger (Northanger Abbey), escrita en 1798 por una
jovencita llamada Jane Austen…

4. ¿Las mujeres escriben de modo diferente a los hombres? Delicada cuestión, y


más si la extrapolamos al ámbito de la narrativa fantástica y/o de terror[10]. Lo único
cierto es que, durante mucho tiempo, han escrito en condiciones muy diferentes. Las
escritoras se han visto obligadas a vencer los terribles prejuicios de padres, maridos,
compañeros de profesión e intelectuales de diverso calado, más allá de la estricta
calidad artística de sus trabajos. Por ejemplo, el poeta alemán Heinrich Heine (1797-
1856), inquieto por el talento de Madame de Staël (1766-1817) —revolucionaria y
una de las fundadoras del movimiento romántico, autora de la novela trágica Jane
Grey (1790) y del ensayo De la littérature considérée dans ses rapports avec les
institutions sociales (1800)—, dijo de sus colegas femeninas: «Las mujeres que
escriben tienen un ojo en el papel y otro en el hombre (…) sus textos se caracterizan
por un cierto tipo de malicioso chismorreo, de compadreo que trasladan a la
literatura»[11].
Bajo tales presiones —que suman la actitud moralista y desdeñosa de otras
mujeres que no quieren ni pueden entenderlas, víctimas de las normas sociales
imperantes—, la literatura fantástica hecha por mujeres ha sido tildada, además, con
excesiva frecuencia, de suave, frente a la dureza del trabajo desarrollado por sus
colegas masculinos. Si, como hemos señalado antes, el terror afecta por igual a
hombres y mujeres, su expresión literaria únicamente variará en función de las
técnicas creativas y gustos personales de cada autor, independientemente de su sexo.
Lo pavoroso, lo inquietante, puede expresarse por medio de detalles sutiles, poéticos,
livianos quizá, de una atmósfera mágica, de una trama unilineal y simple o, por el
contrario, a través de apuntes gráficos, grotescos, artificiosos en ocasiones, de
argumentos retorcidos, tortuosos, de un ambiente lúgubre y opresivo —o incluso una
combinación de ambas posibilidades estéticas—; la actitud y el lenguaje de un
personaje, la textura de la narración como organismo perturbador del equilibrio del
lector, la profundidad psicológica del relato en su conjunto… Son elementos que no
tienen que ver, en muchos casos, con la identidad sexual de los autores/las autoras.

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Mas urge reconocer que, si bien todos comprendemos el lenguaje del miedo —de ahí
la cohorte de admiradores (varones) que tiene, por ejemplo, Poppy Z. Brite o Tanith
Lee, o el enorme número de mujeres que leen las obras de Thomas Ligotti o Dean R.
Koontz—, la sociedad «habla» a hombres y mujeres en diferentes dialectos de ese
lenguaje[12]. Nuestros espantos más profundos, casi inconscientes, deben ser muy
similares: la expulsión del útero materno, lejos de su comodidad y seguridad, solos
frente a un entorno hostil, la sensación de indefensión, el hambre, el sueño, la
inquietud que provocan sonidos extraños, luces tenues, la oscuridad… Pero a medida
que crecemos y asumimos nuestros papeles sociales como niños/hombres,
niñas/mujeres, las cosas cambian, y las causas objetivas y subjetivas que generan
pavor, también. Aun así, pervive el unheimlich primigenio en el que los objetos más
familiares se transforman bruscamente en cosas extrañas y las personas más próximas
en desconocidas.

5. Los veinte relatos que conforman Venus en las tinieblas van desde la
consolidación artística y comercial de la narrativa gótica —“El espectro o Las ruinas
del Priorato Belfont” (The Castle Spectre, 1829), de Sarah Wilkinson—, hasta el
afianzamiento de «el cuento de miedo realista» —“La casa encantada” (The Haunted
House, 1913), de Edith Nesbit—, nacido al calor del impresionante desarrollo
económico, científico e industrial de la Inglaterra victoriana y de los Estados Unidos,
con sus grandes revoluciones artísticas, filosóficas y sociales, marcado por la
brevedad, ciertas dosis de ironía y, fundamentalmente, verosimilitud. Éstos
constituyen, de modo muy lacónico, una historia no solamente de la literatura
fantástica anglosajona del siglo XIX y primer decenio del XX —uno de sus máximos
periodos de esplendor—, sino una crónica muy precisa de su práctica a cargo de las
autoras más importantes que ha dado el género a lo largo de casi un siglo. Más que
ofrecer una especie de contrapeso, de alternativa cultural a un tipo de narrativa a
menudo dominado y definido por los hombres, Venus en las tinieblas trata de acotar
estilos y tendencias, de exhibir los logros artísticos de las mujeres dentro de la
literatura fantástica como parte integral y fundamental de la misma, por encima de
cuestiones de sexo, resaltando el papel revolucionario de su labor, sus aspectos
exorcísticos, íntimos, bajo las sombras de lo escalofriante y/o asombroso.

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VENUS EN LAS TINIEBLAS
Relatos de horror escritos por mujeres

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Sarah Wilkinson
(1779 - 1831)

Sarah Carr Wilkinson vivió por y para la escritura, al igual que otras creadoras de
su época, como Eliza Parsons (1748-1811) —autora de una célebre novela gótica,
The Castle of Wolfenbach (1793), de popularidad equiparable a los más elogiados
trabajos de Ann Radcliffe— o Charlotte Smith (1749-1806) —quien contribuyó en
grado sumo a la definición de lo «gótico» en la literatura con obras de la enjundia de
Emmeline: The Orphan of the Castle (1788)—. No obstante, a diferencia de éstas,
Wilkinson nunca saboreó el prestigio literario o el éxito económico. Su vida, en
ocasiones, parece extraída de un melodrama dickensiano, marcada por la pobreza, la
soledad y la enfermedad.
Poco sabemos sobre la infancia y adolescencia de Sarah Wilkinson, así como de
su educación. No obstante, la aparición entre 1805 y 1810 de tres libros escolares
sumamente cuidados —A Visit to a Farm-House (1805) y A Visit to London:
Containing a Description of the Principal Curiosities in the British Metropolis
(1810), ambos publicados en Juvenile and School Library by McMillan, además de
The Instructive Remembrancer: Being an Abstract of the Various Rites and
Ceremonies of the Four Quarters of the Globe. For the Use of Schools (1805) de
McKenzie Publishers— sugiere que su formación cultural era lo suficientemente
elevada como para ejercer de maestra o institutriz. Intuición confirmada cuando,
después de 1812, acuciada por la necesidad de dinero, empezó a trabajar como
profesora en la White Chapel Free School de Gower Walk, País de Gales. Quizá
influyó en su carrera docente el hecho de que fuese «una de las jóvenes seleccionadas
por la señora (Frances) Fielding para que leyeran a su madre, lady Charlotte Finch,
cuando empezó a mermar su vista», según una carta a la Royal Literary Foundation
(10 Feb. 1824). Charlotte Finch (1725-1813), hija de Thomas Fermor, lord de
Pomfret, fue preceptora de los hijos del rey Jorge III entre 1762 y 1792, y la relación
entre Wilkinson y los Fermor se prolongó, efectivamente, toda la vida; de ahí que
varias de sus obras estén dedicadas a los miembros de esa familia.
La carrera literaria de Sarah Wilkinson empezó en 1803, al publicar algunos
relatos cortos en Tell-Tale Magazine, un semanario especializado en narrativa breve
editado por Ann Lemoine, semanario que se vendía conjuntamente con «bluebooks».
Los «bluebooks» —llamados así por sus cubiertas azules de cartoné de mala calidad
— eran libros pequeños, baratos y, a menudo, no muy bien impresos, dedicados
íntegramente a lo que hoy llamaríamos literatura popular —aventuras históricas,
melodramas góticos y narraciones terroríficas—, pero eran de lectura relativamente
sencilla, tremendamente viscerales, directos, y durante las dos primeras décadas del

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siglo XIX gozaron de una magnífica distribución por las Islas Británicas, distribución
sustentada en una intrincada red de vendedores ambulantes. El buen oficio de Sarah
Wilkinson logró que su nombre pronto empezara a aparecer en las portadas de los
«bluebooks». Títulos como The Subterraneous Passage; or the Gothic Cell (1803),
Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St Mary (1804) y The Water Spectre; or, An
Bratach (1805) fueron algunas de las dieciséis novelas góticas que la escritora
publicó entre 1803 y 1806 bajo la tutela editorial de Ann Lemoine. Empero,
Wilkinson también colaboró con otros libreros / impresores interesados en el mismo
producto: por ejemplo, John Bull; or the Englishman’s Fire-side (1803) fue publicada
por Thomas Hughes, y Monkcliffe Abbey (1805) por Kaygill Publishers, mientras que
The Ghost of Golini; or, the Malignant Relative. A Domestic Tale (1820) lo hizo por
Simon Fisher.
Los beneficios de su primera novela al margen del ámbito de los «bluebooks»,
The Thatched Cottage; or, Sorrows of Eugenia, a Novel (1806), posibilitó que Sarah
Wilkinson abriera una librería en el nº 2 de Smith-Street, Westminster, cuya gestión
compaginó con la actividad literaria, publicando The Fugitive Countess; or, the
Convent of St Ursula, a Romance (1807), The Child of Mystery, a Novel (1808) y The
Convent of the Grey Penitents; or, the Apostate Nun, a Romance (1810). Un año
después, en 1808, nacía su hija Amelia Scadgell, hija de un misterioso Mr. Scadgell
del que se ignora si contrajo matrimonio con la escritora —probablemente no—,
aunque en esa época firmara algunos textos como Sarah Scudgell Wilkinson. En
1811, la librería quebró, y su propietaria se vio obligada a alquilar habitaciones en su
casa para saldar deudas y criar a su hija. Pero también este negocio resultó efímero,
ya que su quebradiza salud —que ya empezó a manifestarse durante su adolescencia
— y los problemas domésticos derivados de ella —es decir, una ineficaz prestación
de servicios— ahuyentaron a sus huéspedes. De manera trágica, los problemas de
dinero y de salud empeoraron: la Royal Literary Foundation —una especie de
«sindicato» destinado a ayudar económicamente a aquellos dramaturgos, poetas,
traductores, biógrafos, periodistas o críticos que estuvieran en apuros, sin distinción
de sexo, religión o ideas políticas, y al que han pertenecido Thomas Love Peacock,
James Hogg, Joseph Conrad, D. H. Lawrence, James Joyce, Ivy Compton-Burnett,
Mervyn Peake, G. K. Chesterton y Somerset Maugham, entre otros— no atendió a
sus peticiones de auxilio, hasta el extremo de que Sarah estuvo a punto de perder la
custodia de su hija en 1821. Pero la intervención del nuevo lord Pomfret, nieto de
Charlotte Finch, evitó en el último instante lo que parecía una inevitable separación.
En 1824 se le diagnosticó un cáncer de mama y fue intervenida quirúrgicamente en el
Westminster Hospital con los fondos facilitados, esta vez sí, por la Royal Literary
Foundation. La escritora siguió trabajando para sacar adelante a Amelia, pero algunos
de sus últimos textos, como The Baronet Widow (1825), una novela en tres
volúmenes, sufrió graves retrasos en su publicación a causa de la crisis editorial de
los «bluebooks». Crisis que coincidió con un agravamiento del estado físico de

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Wilkinson, sometida a dos operaciones más en el St. George’s Hospital. A fin de
procurarse una manutención básica, la autora se empleó como letrista para
compositores de música popular, tal y como explica en otra misiva dirigida a la Royal
Literary Foundation (8 En. 1828). Su última obra literaria, The Curator’s Son (1830),
es un drama moral muy alejado de sus queridas ficciones góticas. Sola y agotada,
pasó sus últimos meses de vida en el St. Margaret’s Workhouse, Westminster. Sarah
Wilkinson falleció el 19 de marzo de 1831, dejando tras de sí una vasta obra narrativa
y poética, hoy prácticamente olvidada.
The Spectre; or, The Ruins of Belfont Priory, publicado por primera vez por J. Ker
Publisher, es junto con Horatio and Camilla: Or, the Nuns of St. Mary (1804) y The
Water Spectre; or, An Bratach (1805), el «bluebook» de Sarah Wilkinson que mejor
ha resistido el paso del tiempo. Se trata de una clásica historia de horror gótico según
los cánones estilísticos y dramáticos de los inicios del género, cuando sus tramas y
artificios estaban en fase de desarrollo. Su argumento se centra en las estremecedoras
vivencias de una joven pareja de aristócratas, Theodore Montgomery y Matilda
Maxwell, obligados a residir en un castillo embrujado cerca de los enmohecidos
restos del priorato de Belfont —un priorato es una especie de monasterio habitado
por unos pocos monjes, erigido en el antiguo reducto de un ermitaño o anacoreta…
—. Castillo, por supuesto, en el que hacen sus apariciones dos turbadores espectros
—de cuyas horribles heridas parece manar todavía sangre…—, y que esconden un
terrible secreto. Los vagos sobresaltos que provoca la noche, la soledad, el misterio
que segregan las cosas viejas, abandonadas, y el pavor concreto, profundo, de lo
sobrenatural, son tratados por la escritora con una mezcla de circunspecto respeto y
fina ironía.

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EL ESPECTRO

o las ruinas del priorato belfont

Durante el reinado de nuestro Enrique VIII, cuando las casas religiosas fueron
suprimidas y sus tesoros embargados por el monarca, el Priorato Belfont estaba entre
aquellos que se resistieron en vano a la orden, y que, apelando a Roma, buscaban
mantener la posesión de sus dominios, que eran extensos y generosamente dotados.
Esto no sirvió para otro propósito más que para hacer caer sobre sus cabezas la
venganza de su irritado soberano: fueron obligados a buscar refugio bajo otro techo, y
gran parte del Priorato fue reducido a escombros. Las tierras que poseían del
fundador de la orden fueron vendidas, pero el edificio permaneció como una solemne
ruina inadvertida por los ricos y evitada por los pueblerinos, quienes tenían la firme
creencia de que estaba encantada: ni siquiera se podía convencer de que pasaran cerca
de las ruinas después de la puesta del sol a los más valerosos de entre todos ellos. Así
permaneció hasta el reinado de Isabel, cuando ella ofreció el Priorato a Cecil lord
Burleigh, pero dado que Su Excelencia ya poseía otros terrenos magníficos, prefirió
no incurrir en el gasto de reconstruirlo para la mansión familiar.
Poco después, Theodore Montgomery dejó su país natal (Escocia) buscando en
Inglaterra protección de sus vengativos parientes. El osado joven era el heredero del
conde Gowen, un noble escocés de gran riqueza y poder. Su hijo, al casarse con
Matilda Maxwell, una joven dama dotada de excepcionales cualidades mentales y de
gran belleza, pero sin fortuna, incurrió en su desagrado, al igual que en el del resto de
sus parientes, pues la familia había confiado en que se casara con la heredera del
conde de Glencoe. El desgraciado Montgomery y su amada Matilda, perseguidos con
todos los actos que la crueldad podía inventar o la malicia sugerir y cansados de ser
expulsados de todas partes, decidieron buscar refugio en Inglaterra.
Con la venta de algunas posesiones valiosas, reunieron suficiente dinero para
ejecutar su plan, y prepararon el viaje con sólo dos sirvientes de cuya fidelidad
estaban seguros. Llegaron a la metrópolis sin que tuviese lugar ningún sucedido o
descubrimiento digno de mención. Inmediatamente, Montgomery se presentó ante
lord Burleigh, con cuya esposa su mujer tenía un parentesco lejano, y le habló de su
matrimonio y posteriores desgracias.
Lord Burleigh le aseguró su protección hasta que pudiese reconciliarse con su
familia, le dijo que mantendría un secreto absoluto acerca de su estancia y les habló
del arruinado Priorato. Aceptaron la propuesta alegremente y, a la mañana siguiente,
comenzaron su viaje a Cornwall. El hermoso paisaje del campo les subió el ánimo, y
se sintieron felices en su exilio. Cuando llegaron a Truro descargaron el carruaje y los
carros y siguieron a pie hasta llegar al Priorato. Eran cerca de las ocho de la noche

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cuando entraron en el camino que llevaba a las puertas; apenas podían distinguirse los
objetos de su alrededor entre la oscuridad que ahora los inundaba, y los altos árboles
que se movían sobre sus cabezas les insuflaron sensaciones melancólicas, que las
ruinas a las que se acercaban ni mucho menos disiparon. Theodore dirigía la marcha
hacia la parte habitable, según las instrucciones que había recibido de lord Burleigh, y
pasaron por un arco de madera de aspecto antiquísimo; llevaba a una puerta pequeña,
en cuya cerradura colocó la llave que le habían dado y la abrió con dificultad.
Encendieron una mecha y tras prender las antorchas se encontraron en un gran
recibidor de ventanas pintadas y techo abovedado. Desde este lugar se abrían varias
puertas y pasillos que llevaban al interior del edificio. Tras examinarlo, averiguaron
que esta parte que quedaba en pie eran las oficinas del Priorato que no estaban anejas
al resto del edificio y que habían escapado de la devastación, dado que los
saqueadores consideraron innecesario buscar tesoros en una parte dedicada a tareas
domésticas. Para su gran consuelo encontraron que aún permanecían los muebles,
aunque cubiertos de óxido y suciedad. Donald reunió tanto material como pudo y
encendió fuego en una de las salas, la que parecía más confortable que el resto, y allí
se sentaron para descansar de su fatiga y para airear la ropa de cama que pudieron
encontrar. Tras cenar provisiones frías que habían traído con ellos, decidieron reunir
varios colchones en la misma habitación y así estar cerca unos de otros. Agotados por
el viaje, se quedaron dormidos nada más cerrar los ojos, y su nueva situación no
impidió su reposo. Ya era tarde a la mañana siguiente cuando despertaron sin rastro
de cansancio. Emplearon el día en acomodar su estancia y lo lograron más allá de sus
expectativas: completaron tres dormitorios, un recibidor y una cocina en un estilo
pulcro aunque antiguo, y apilaron la leña en una sombría habitación que no querían
usar.
Acordaron que Donald debía ir todas las semanas al pueblo más cercano a
comprar provisiones al atardecer y volver lo más discretamente posible.
En cuanto hicieron todos los arreglos necesarios, dedicaron el tiempo a explorar
las ruinas. Aún quedaba el gran salón. Tenía veintiún metros de largo y diez de ancho
y una altura de cinco metros. En el lado norte había una escalera de unos dos metros
de ancho que subía directamente hasta el salón; el techo era abovedado y se apoyaba
sobre veinte arcos que se elevaban gradualmente uno sobre otro hasta entrar al salón.
En el otro extremo de la escalera, en el lado sur de la sala, había una chimenea de
unos tres metros y medio de ancho. A cada lado de la chimenea había dos ventanas de
estilo gótico adornadas con esculturas de frutas y hojas y a cada extremo del salón
había ocho pilares triangulares colocados equidistantemente y apoyados en tres
bustos. La grandeza de la arquitectura los llenaba de deleite. Las cámaras que partían
de este lugar estaban ahora a ras de suelo, o sólo quedaban en pie partes de sus
paredes. Bajaron por la noble escalera y cruzaron el patio de las ruinas entrando en la
capilla, pero sólo una parte permanecía en su estado anterior. Examinaron los
ornamentos que encontraron, y Theodore se sorprendió mucho de ver en una piedra,

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apenas legibles, los títulos del conde de Gowen unidos a los de Belfont, pero el resto
de la inscripción (que tenía muchas líneas) estaba demasiado perjudicada por el paso
del tiempo como para que pudiese descifrarla. Tras mucho estudio y esfuerzos, se vio
obligado con gran disgusto a abandonar la empresa y permanecer en la ignorancia.
Dejando la capilla y volviendo hacia la izquierda, llegaron a la biblioteca. Ya habían
desaparecido la mayoría de los libros y en las estanterías sólo quedaban algunos
volúmenes, pero para Theodore y Matilda ésta fue una dulce adquisición. Estaban por
retirarse cuando Blanche abrió una pequeña puerta de roble que había escapado de la
atención de su señora y, profiriendo un grito, ¡cayó desmayada! Donald corrió a
ayudarla, pero al mirar hacia el lugar que le había causado tal alarma a la muchacha,
se encontró en una posición no mucho mejor que la de la aterrada damisela. Todo su
cuerpo tembló como una hoja de álamo y en los ojos se le fijó una vidriosa mirada de
horror. La bella Matilda se aferró al brazo de Theodore, buscándolo para que la
protegiese. Él la llevó gentilmente hacia las estancias habitables y, tras sentarla en un
sillón, volvió con los sirvientes, a quienes encontró en la misma postura en que los
había dejado, pero para su asombro la puerta se había cerrado sin ayuda. Ayudó a
Donald a levantarse y éste, recuperando su habitual estado mental ante la presencia
de su señor, le ayudó a llevar a Blanche, aún inconsciente, con Matilda, que vio con
agrado su regreso. En cuanto los sirvientes se hubieron recuperado de su terror,
Theodore quiso que le relatasen la causa. Blanche dijo que nada más abrir la puerta
una figura alta y erguida la miró, se acercó a ella y movió una de sus manos; ¡que su
rostro era de un blanco mortal y tenía grandes y terribles ojos! Donald corroboró esta
historia, añadiendo que en su mano derecha la figura tenía una espada manchada de
sangre que blandía de modo amenazante.
—¡Por piedad! —confirmó Blanche—. Es cierto, pero el miedo me ha privado de
mis sentidos. ¡Oh, era un espectro terrible!
Theodore ordenó a Donald que le siguiera para escudriñar entre las ruinas y ver si
el objeto de su alarma aún permanecía. La temblorosa Blanche se arrojó de rodillas
ante Theodore:
—¡Oh, mi señor! —dijo la doncella—. Le suplico que no vaya. ¡Si el fantasma os
mata a vos y a Donald, qué será de mí y de mi querida señora!
Theodore sonrió ante la torpe simplicidad de la cariñosa muchacha, pero no
desistió de su propósito y le ordenó a Donald, que permanecía parado como una
estatua, que le acompañase al salón sin mayor retraso.
Matilda se levantó de su asiento y anunció su intención de ir con ellos diciendo
que su temor por el bienestar de su esposo no le permitiría permanecer allí.
Tras varias cariñosas protestas, su amado marido accedió a su petición y Blanche,
avergonzada de parecer menos heroica que su señora, se unió a la partida y se
dirigieron hacia la biblioteca. Donald exclamaba durante todo el trayecto que antes
preferiría enfrentarse a un regimiento de franceses que a un espectro:
—Nunca he sido un cobarde —dijo el hombre (y decía la verdad, pues había

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mostrado su valor en varias ocasiones)—, pero odio a estos seres sobrenaturales.
—Calla, mentecato —le dijo Theodore mientras se aproximaban a la puerta de
roble que él mismo abrió, mientras su dama y los sirvientes dieron un respingo
provocado por sus aprensiones, que estaban llegando a su punto más álgido. Nada
apareció, y todo estaba silencioso como una tumba.
El grupo entró y procedieron a investigar los muebles, que parecían más antiguos
que los otros que habían encontrado en el Priorato. Colgaban del techo ricos tapices
bordeados de preciosas cadenetas de flores donde se describían exquisitamente varios
paisajes de carácter histórico y las sillas habían sido construidas para armonizar con
el conjunto, pero las mesas eran de una hermosa madera tallada de curiosas formas. A
un extremo había un gran armario de ébano que Theodore abrió; se le heló la sangre
con horror ante la espantosa escena que se le presentó: ¡había colgados no menos de
tres cuerpos humanos descompuestos! Al fondo del armario había un puñal con
mango de oro macizo con varios caracteres en relieve. Por el aspecto de la hoja no
tuvo duda de que era el arma con la que se habían cometido los asesinatos.
Los muertos, según los restos de sus ropas que no habían sido consumidas por la
todopoderosa mano del tiempo, parecían ser de alto rango. Había un caballero, una
dama y un muchacho, aparentemente de unos siete años de edad. Los asesinos no
parecían ser de aquellos para quienes el pillaje era su objetivo principal, pues en los
cadáveres permanecían varios ornamentos de considerable valor. El más llamativo era
una cruz de diamantes suspendida de una cadena de oro del pecho de la dama. Tras
buscar unos instantes no vieron nada que pudiese solucionar el misterio de quién era
el asesino y regresaron a sus habitaciones abrumados por el horror. El espantoso
descubrimiento hizo que el refugio que les había parecido tan confortable se tornase
odioso e inquietase su descanso, pero la necesidad los obligó a permanecer allí.
Una noche, cuando Donald había acompañado a su señor al pueblo de al lado para
comprar algunos víveres, quedaron fascinados con las diferentes conversaciones que
habían oído sobre el Priorato encantado: se habían visto luces y figuras de hombres y
mujeres caminando entre las ruinas, todo lo cual se juzgaba como sobrenatural, y
todos los relatos habían sido grandemente exagerados. Algunos afirmaban que los
fantasmas no tenían cabeza y otros que había más de una docena en una fiesta
espectral. Theodore le preguntó a uno, que parecía el más locuaz, qué razón se daba
para la reaparición de aquellos quienes por las leyes divinas y naturales debían
descansar en su silencioso sepulcro. El hombre (que resultó ser el notario del pueblo)
le informó de que el Priorato no había sido construido hasta el reinado de Eduardo IV
en el año 1463 por Roben, conde de Belfont, un poderoso hombre que gozaba del
favor del monarca y de quien era fiel súbdito, vigilante en su causa contra la casa de
Lancaster y que había sido uno de los principales valedores para arrebatarle al
desgraciado Enrique VI la dignidad real. El edificio había sido construido
cumpliendo un voto que había hecho en el campo de batalla. Juró construirlo si Dios
le concedía la victoria sobre los enemigos de su soberano. Esta victoria resultó

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decisiva a favor de la dinastía de York y el conde cumplió su promesa religiosa. Fue
muy generoso, y el edificio debía convertirse en la estructura religiosa más hermosa
de todo el reino. El conde vivió hasta muy avanzada edad, pero en el momento en que
el vil duque de Gloucester subió al trono, se retiró del asqueado mundo y se hizo
hermano del Priorato de Belfont.
Allí vivió siguiendo con el mayor rigor las reglas prescritas hasta el fallecimiento
de Hugh de Burgh, el Prior, y fue elegido el nuevo Prior por consenso universal. Su
muerte fue fuente de gran desconsuelo para sus hermanos. Su hijo heredó el título.
Era el peor de los tiranos: arrogante, cruel y vengativo. Se casó con lady Margaret,
hija del conde de Gowen (Theodore no pudo evitar sobresaltarse). La dama expiró al
dar a luz a su primera hija, que recibió el nombre de Avisa. El conde estaba
disgustado por no tener un heredero masculino de sus títulos y hacienda, y lamentaba
más esa circunstancia que la pérdida de su encantadora esposa. Contrajo segundas
nupcias unos meses después del fatal suceso y no tuvo descendientes. El conde y la
condesa vivieron una vida desdichada y ella murió unos años antes que su esposo, no
sin que se sospechara que le dieron a beber vino envenenado.
La adorable Avisa se crió muy desatendida por su padre, y mucho antes de la
muerte de éste se retiró a un convento en Sheen, donde permaneció hasta su trigésimo
cumpleaños. El conde, informado por sus médicos de que no le quedaban muchas
horas de vida, nombró a un sobrino de su primera esposa Margaret como su heredero
si se casaba con Avisa y se podía conseguir de Roma una dispensa para anular los
votos de la muchacha. Así se hizo, pero ni el joven conde de Gowen ni Avisa veían el
matrimonio con buenos ojos. Ambos eran hermosos y agradables, pero no sentían
nada el uno por el otro. El conde había fijado sus afectos en otra parte, pero no podía
heredar sin cumplir con la voluntad de su difunto tío, de modo que prefirió rechazar
su amor y casarse con la heredera. Vivieron cerca de siete de años en completa
armonía. Dado que el conde poseía una mente noble y elevada, y detestaba
comportarse mal con la agradable condesa, luchó por olvidar a su primer amor y le
prestaba a Avisa grandísima atención, que ella pagaba cumpliendo su deber y
complaciéndolo. Más o menos durante este tiempo, Gowen alojó en su castillo a sir
Leopold de Courcy, que había llegado inesperadamente de Alemania. Al entrar en la
sala donde Avisa estaba sentada tejiendo un tapiz con sus doncellas, ella levantó la
vista y, al ver al apuesto caballero, se cayó de su asiento y se desmayó. El conde
estaba sorprendidísimo, pero la dama atribuyó su emoción a una repentina y violenta
indisposición. Él quedó satisfecho y ella se retiró a sus aposentos.
Tras un rato conversando de diferentes asuntos, la alarma de la condesa ante la
entrada de su amigo volvió al recuerdo del aún descreído marido.
—Decidme, sir Leopold —dijo el conde—, ¿alguna vez habíais visitado al
fallecido conde de Belfont la última vez que honrasteis nuestra patria con vuestra
presencia?
El caballero respondió afirmativamente:

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—¿Quizá —dijo su amigo— conocisteis entonces a lady Avisa, su hija?
Sir Leopold replicó que, por lo que recordaba, nunca la había visto.
—Pero ¿por qué lo preguntáis? —continuó el caballero.
—Por nada en particular —dijo el conde, dudando—. Se me ocurrió que vos y mi
dama ya os conocíais de antes.
La llegada de la cena interrumpió su conversación. Uno de los sirvientes
comunicó que la condesa estaba demasiado indispuesta para acompañarlos a la mesa
y, habiendo llegado el resto de los comensales, empezaron a dar cuenta de una
suntuosa cena. Ese mismo día el Priorato de Belfont fue destruido por un edicto de Su
Majestad, cuando sólo había permanecido en pie setenta y cuatro años. El conde, que
era un reformista apasionado, oyó las noticias sin lamentarlo en absoluto: además,
para su gran consuelo, ahora estaría exento de pagar las grandes sumas que le
cobraban anualmente según el testamento de Robert, el fundador del Priorato. Pero el
caso era muy distinto para lady Gowen. Ella veneraba ésta y todas las casas
religiosas, y durante un tiempo estuvo inconsolable. Aún quedaban en pie las oficinas
del Priorato, el salón principal y una habitación grande que había sido el aposento del
superior, y el lord apeló al rey para que le permitiese conservarlas como residencia
para la temporada de caza. Obtuvo el permiso, pues los Gowen siempre habían
gozado del favor de los Enriques por su estricta adherencia a la familia Lancaster.
Pero el destino había dispuesto que el conde nunca disfrutase del privilegio obtenido:
en menos de tres meses tras la llegada de Leopold, Gowen se vio obligado a asistir a
la boda de su monarca con Ann de Cleves. Invitado una noche a un espléndido
banquete durante su estancia en la Corte, hacia el final de la cena los caballeros
estaban algo ebrios de brindar a la salud de Sus Majestades. Lord Weston comenzó a
tomarle el pelo al conde amistosamente a cuenta de que estuviese alojando a quien
había sido amante de su esposa. Al día siguiente, lord Gowen le preguntó al noble,
declarando que ignoraba a qué se había referido la noche anterior y que deseaba una
explicación, que lord Weston le dio de la siguiente manera: durante cierto tiempo, sir
Leopold de Courcy había dedicado sus atenciones a la heredera de Belfont, pero el
conde se negó a dar su consentimiento diciendo que él tenía otros planes para su hija
y pidiéndole al caballero que dejase de visitarla. Esto les causó un gran desconsuelo a
Leopold y a Avisa, pero continuaron viéndose en secreto en la casa de la nodriza de la
dama durante un tiempo, hasta que uno de los pastores informó a lord Belfont del
asunto. Avisa fue encerrada en sus aposentos y poco después enviada al convento de
Sheen. Sir Leopold vio frustrados todos sus intentos por recuperar a su amante y se
retiró a su país, donde pronto conoció a una viuda rica con la que se desposó. Aquí el
conde de Gowen le interrumpió diciendo que conocía bien a la dama y que había
conocido por primera vez a sir Leopold durante la celebración de su matrimonio en el
Spa; y a esto añadió que el motivo del regreso del caballero a Inglaterra se debía a
que deseaba aliviar su dolor tras la muerte de lady de Courcy. Lord Weston continuó
su conversación diciéndole al conde que lady Avisa sólo estaba alojada en el

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convento, sin tomar los votos, pero que al recibir la noticia de la boda de Leopold
insistió en tomar el hábito, lo que hizo ignorando completamente las órdenes en
contra de Belfont, quien estaba tan exasperado por la conducta de su hija que nunca
fue a visitarla al convento los muchos años que ella sobrevivió a este estado de cosas.
—Pero nunca oí —dijo lord Weston— que se sospechase nada ilícito entre los
amantes, y espero que ahora sus actos estén dictados por el honor y la rectitud.
Se separaron los nobles, y el conde de Gowen volvió a su alojamiento con el
estado de ánimo más desdichado que concebirse pueda.
—Pero quizá sea necesario informarles —dijo el notario— de que lord Weston
era pariente de la segunda esposa del conde fallecido y estaba mejor enterado de los
asuntos de la familia que el sobrino conde Gowen, que había residido en Escocia
hasta su matrimonio con Avisa.
A estas alturas Theodore y su acompañante habían llegado a los límites del
pueblo, la noche se acercaba y alargar su estancia resultaría peligroso para sí mismos
e inquietante para lady Matilda, quien sin duda se alarmaría por el inusual retraso.
Por lo tanto, le dijo al notario que estaba ansioso por llegar a su morada, que quedaba
en un pueblo distante, pero que le había interesado tanto la historia que había sido tan
gentil de relatarle que le complacería volver a verle en la posada para escuchar el
resto en el momento que le conviniese. El notario mencionó la noche del día
siguiente, y partieron.
Theodore y Donald recorrieron la mayor parte de su camino a través del bosque
hasta que llegaron al Priorato, donde lady Matilda y su fiel Blanche los recibieron con
placer y Theodore les relató lo que el notario acababa de contarle.
—Ahora entiendo —dijo él— el motivo de la tumba de la capilla con los nombres
y los escudos de armas de las familias de Belfont y Gowen. Aunque estaban tan
íntimamente ligadas por dos matrimonios, las terribles escenas que sin duda
ocurrieron evitaron que mi padre mencionase ese parentesco, y yo noté a menudo que
no le gustaba hablar de sus ancestros.
A la noche siguiente Theodore reapareció en la posada y vio que el notario había
cumplido su palabra y retomaba el hilo de su narración del siguiente modo:
Tan pronto como pudo retirarse decorosamente de la corte, volvió al Castillo
Belfont, que estaba situado a varios kilómetros del Priorato, en el pueblo de
Launceston. En su viaje ponderó cómo debía actuar en consecuencia de las nuevas
que había oído. Negarle a sir Leopold que continuase su visita en el castillo sin
explicar las razones parecería quebrantar su deber de hospitalidad. Estaba seguro de
que las intenciones del caballero no eran honorables, o no habría negado que
conociera a lady Gowen. Pero disculpaba a Avisa de tener conocimiento de la llegada
de sir Leopold, y decidió desafiarlo a combate singular y borrar el manchón que había
sufrido su honor. El conde viajaba a tal velocidad que llegó al castillo mucho antes de
lo que lo esperaban sus habitantes, quienes parecieron agitados y sorprendidos. El
conde saltó de su orgulloso semental y pronto inquirió a los sirvientes la causa de la

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consternación tan visible en su comportamiento, pero no pudo obtener una respuesta
satisfactoria. Se dirigía a los aposentos de su dama cuando el mozo de cámara,
dubitativo, le informó de que lady Gowen había salido del castillo la noche anterior
en compañía de sir Leopold y el joven lord Montgomery con sólo dos sirvientes que
pertenecían al caballero. Al salir le dijeron que se dirigían a ver las minas. Cuando
vio que era de noche y que no habían vuelto, se intranquilizó y, acompañado de
varios sirvientes, partió en busca de ellos temeroso de que hubiese tenido lugar un
terrible accidente. Pero su búsqueda fue en vano y, aunque estaba seguro de que no
habían ido a las minas, no supo de su paradero.
El conde se entregó a los más violentos paroxismos de ira, jurando venganza
contra su pérfida esposa y su falso amigo. Despachó a sus vasallos por todos los
caminos que se le ocurrieron, montados en veloces corceles para darles alcance, pero
todos sus intentos resultaron infructuosos y le desesperaron.
Amargamente se reprochaba haberse casado con lady Avisa y haber abandonado a
lady Julia Malcolm, el verdadero objeto de sus afectos y a quien numerosas veces le
había hecho las más solemnes declaraciones de amor. Consideró sus desgracias como
una penitencia de los cielos como justo castigo por su perjurio y maldecía la herencia
Belfont por ser el medio de su caída.
Pasaron algunas semanas y nada se sabía de los fugitivos hasta que Roland, uno
de los cazadores del conde, trajo sorprendentes noticias: contó que siguiendo a un
gamo, el azar le había llevado cerca del Priorato, justo cuando comenzaba una
violenta granizada. Estaba solo y, aunque deseaba refugiarse de las inclemencias del
tiempo, no le convencía la idea de meterse en las ruinas, ya que se comentaba entre
los habitantes del pueblo que desde que el edificio fuese demolido se veía al fantasma
del fundador vagando entre ellas. Pero la tormenta continuaba cayendo con tal
violencia que no le quedó otra opción y se cobijó bajo un gran pórtico. No llevaba
mucho tiempo así guarecido cuando oyó las voces de varias personas conversando a
cierta distancia. Esto le sobresaltó, pero se le ocurrió que podían ser viajeros que,
como él, habían buscado refugio de la tormenta y se decidió a ir en su encuentro para
poder unirse a su grupo. Desmontó de su caballo y, atándolo a la estatua que quedaba
en la pared, escuchó atentamente de dónde procedía el sonido y subió por la escalera
noble. Al entrar al salón le pareció que las personas estaban en una habitación
cercana. Roland recordaba que se habían llevado muebles del castillo para que la sala
fuese apropiada para que su señor recibiese a sus visitantes durante la temporada de
caza y pensó que ésa era la razón por la que los viajeros habrían elegido esa sala que
con exquisito gusto había decorado lady Avisa. Estaba a punto de entrar por la puerta
cuando, para su gran horror y sorpresa, se dio cuenta de que una de las personas era
sir Leopold de Courcy. Reuniendo valor, miró por una rendija de la puerta y vio al
caballero, a lady Gowen y a su hijo con los dos sirvientes. Por su conversación,
comprendió que se habían ocultado allí desde que dejaron el Priorato Belfont, pero
que aquella noche tenían intención de comenzar su viaje. Pensaban partir a la

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medianoche y habían preparado un disfraz de hombre para la señora, que llevaría
hasta su llegada a Alemania. No sin dificultad, el hombre pudo salir sin ser visto,
pues sir Leopold entró en la sala en el momento en que Roland llegaba a las
escaleras. Montó en su caballo y tuvo que huir precipitadamente, pues no dudaba de
que lo asesinarían si lo encontraban en aquel lugar. El conde recompensó al cazador
por su fidelidad y le ordenó que mantuviera el asunto en secreto. Alrededor de las
nueve de la noche el conde Gowen salió discretamente del castillo y se dirigió hacia
el arruinado Priorato. Llegó allí justo cuando el reloj del pueblo vecino daba las once.
Entró cautelosamente al salón, la puerta de la habitación interior estaba abierta y
pudo ver perfectamente a su dama y al caballero traidor: éste la estaba convenciendo
para que se vistiese el disfraz que le había conseguido, a lo que ella parecía acceder
con reluctancia, diciéndole con aire afectuosísimo que sacrificaría su vida por él.
Sir Leopold la abrazó y le dijo que se acercaba la hora que esperaba que los
rescatase de su molesto escondite y del miedo de ser sorprendidos por sus enemigos.
Lady Gowen le respondió con tanto afecto que el conde ya no pudo contener sus
ansias de venganza. Se abalanzó en la habitación y hundió un puñal en su pecho. La
sorpresa había paralizado el brazo de sir Leopold, pero, recuperándose de su estupor,
desenvainó la espada y atacó furiosamente al desdichado esposo. Falló, y recibió una
herida mortal del arma del conde, aún manchada de la sangre de su amante.
Sir Leopold se tambaleó unos pasos y, exclamando que no caería sin ser vengado,
atravesó con su espada el corazón del niño, lord Montgomery, que estaba dormido en
un asiento vestido para el viaje. No pronunció una sola palabra, sino que al instante
su alma pura abandonó su alojamiento terrenal y voló a los reinos de la felicidad. El
conde cayó casi en estado de locura: su venganza le había costado un alto precio,
pues amaba muchísimo a su hijo y había contemplado el golpe fatal con un horror
que desafía toda descripción. Puso a la desdichada víctima en un armario de roble y,
cerrando la puerta, huyó frenéticamente de la escena de muerte. Volvió a su castillo
sin incidentes, aunque al cruzar uno de los patios oyó cascos de caballos en el camino
que llevaba al Priorato. Recordó qué propósito llevaban, y por un momento deseó no
haber evitado la huida. La agonía del dolor y los más desgarradores sentimientos por
la pérdida de su amado hijo pronto le afectaron al cerebro y se convirtió en un
maníaco afligido. En ese estado continuó cerca de tres años durante los cuales
murmuraba las expresiones más aterradoras. Roland era el único de sus sirvientes que
entendía sus delirios sobre asesinatos, pero mantuvo para sí el fatal secreto.
Alrededor de una semana antes de su muerte, el desdichado conde recuperó el
sentido y pidió un sacerdote para hacer una confesión pública. El caso fue
comunicado al rey de inmediato, quien ordenó que se le prestase a Gowen toda
atención considerando las desgraciadas y lamentables circunstancias del asunto y le
concedió el perdón total en caso de que alguna vez recuperase la salud. Pero la
corona embargó los bienes de la familia Belfont, aunque no interfirió con los de los
Gowen. El conde vivió lo justo para recibir el perdón, hizo una petición al Cielo y

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expiró. Fue enterrado entre las ruinas de la capilla del Priorato por su expreso deseo.
Su hermano Adolphus heredó sus bienes en Escocia. Desconozco la causa, pero el
monarca ordenó que los cuerpos de los asesinados no fuesen enterrados y a menudo
se ve a sus espíritus rondar por el lugar. Así terminó el notario su triste historia,
expresando el deseo de que hubiesen permitido llevar a cabo los ritos funerarios. Tras
los saludos mutuos de rigor, partieron, y Theodore pensó en los terribles
acontecimientos y sinceramente deploró el destino de sus ancestros.
El pequeño círculo que componía su familia estaba sentado alrededor de un
animado fuego, escuchando atentamente el relato de Theodore de lo que le había
contado el notario. Matilda se estremeció ante la horrorosa historia, mientras que a
los dos sirvientes se les puso el vello de punta. Acercaron sus sillas a las de sus
señores y mostraron todos los síntomas de estar aterrados. Acabó Theodore de
concluir su relato y le dijo a Donald que sacase una botella de vino del baúl, pues un
buen vaso podría levantarles el ánimo y dispersar la sombra que se cernía sobre sus
rostros. Donald se disponía a obedecer la orden de su señor cuando la puerta de su
habitación, que siempre cerraban con cuidado por dentro en cuanto estaban todos, se
abrió de repente, chirrió sobre sus goznes y se volvió a cerrar violentamente. Esto se
repitió tres veces y luego todo se quedó en silencio como antes. Theodore fue el
primero en recuperarse del susto y la confusión en que los había sumido el suceso y
se dedicó a calmar sus aprensiones asegurándoles que se les había olvidado echar el
cerrojo y que el viento había abierto la puerta. Se adelantó para examinar la puerta,
convencido de que encontraría los cerrojos sin echar, pero se quedó paralizado al
contemplar que estaban totalmente cerrados como de costumbre. Un grandísimo
terror se apoderó de todos los infelices fugitivos. Lady Matilda declaró que prefería
mendigar pan que permanecer en un lugar tan terrorífico. Pasaron la noche entre
tremendos miedos, escuchando cada sonido con profunda inquietud, pero no ocurrió
nada más que los inquietase. Se levantaron temprano a la mañana siguiente, agotados
y enfermos por falta de descanso y decidieron buscar un refugio más acogedor sin
pérdida de tiempo. Durante todo el día llovió a mares, lo que les impidió a Theodore
y a su sirviente llevar a cabo la búsqueda que pretendían.
No les fue posible salir del Priorato debido al clima desfavorable y, para calmar
las aprensiones de Matilda, Theodore decidió enterrar los restos de las víctimas
culpables y del niño inocente con la ayuda de Donald en uno de los pasillos de la
derruida capilla. Envió a su sirviente a por un pico y una pala y, metiendo los restos
en un viejo baúl, llevaron a cabo las exequias de los muertos.
Theodore se esforzó por convencer a su dama y a los sirvientes de que pasaran
algún tiempo más en su actual morada con la esperanza de que ahora que el terrible
espectáculo estaba enterrado, debían poder descansar en paz. Tras discutirlo,
accedieron a su proposición y se prepararon para armarse de valor.
La luna brillaba con fulgor resplandeciente y la noche era inusualmente cálida
para la estación. Theodore y Matilda paseaban a menudo por el lugar mientras sus

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fíeles sirvientes, que sentían un sincero afecto el uno por el otro, los seguían a cierta
distancia. En uno de esos paseos nocturnos se alejaron insensatamente de su morada
y las campanadas del reloj del pueblo les advirtieron de que había llegado la muy
temida medianoche, por lo que volvieron hacia el Priorato con toda la ligereza que
pudieron. Acababan de llegar a las ruinas cuando el espectro que habían visto Donald
y Blanche, la primera vez que entraron en el salón, se cruzó en su camino, profirió un
sombrío gemido y, tras observar a la partida con una mirada escrutadora, desapareció
de su vista. Continuaron andando lentamente sin decir una sola palabra, tan grande
era su miedo, un miedo que se acrecentó cuando al subir por las escaleras que
llevaban a la habitación donde habitualmente residían, la misma figura les impidió el
paso interponiéndose en el estrecho pasaje. Theodore se deshizo del abrazo de la
aterrada Matilda y, avanzando osadamente hacia el espectro utilizando todas las
imprecaciones sagradas, lo conjuró a que relatase el motivo de su irrupción del
mundo de los muertos y hechizar aquella morada del horror. El espectro, con una voz
solemne, le ordenó que le siguiese y bajó por la escalera de caracol mientras
Theodore le siguió con asombrado silencio aunque dispuesto a obedecerlo y
desentrañar, si era posible, el terrible misterio. Su fantasmal guía le llevó por una
estrecha escalera mientras una llama azul proyectaba una tenue luz en los objetos que
los rodeaban. Al final de la bajada entraron en una espaciosa cripta. En medio de la
sala había una amplia piedra cuadrada donde se detuvo el espectro y se dirigió al
joven:
—¡Observa, heredero de Gowen, el errante espíritu de Robert, señor de todos los
ricos dominios de Belfont, cuyos actos de benevolencia le ganaron el cariño de sus
vasallos, pero sabe que era un asesino!
Theodore profirió un profundo suspiro y el espectro continuó.
—Mi hermano mayor era un noble joven. Nos teníamos el más profundo afecto el
uno al otro y no nos ocultábamos ningún sentimiento; todo era sinceridad y amor
fraternal. Acababa yo de cumplir los dieciocho años cuando, desgraciadamente, caí
locamente enamorado de la hermosa Elizabeth, sobrina del duque de Somerset y
quien, sin yo saberlo, se había comprometido previamente con mi hermano. Pronto le
declaré mi afecto, que ella rechazó. Poco después supe que la causa de su rechazo era
que prefería a mi hermano. Desde aquel momento, los celos, un odio mortal y la
venganza tomaron posesión de mi alma. Contraté a cuatro rufianes que lo
emboscaron en un sendero privado. Se resistió valientemente, pero cayó cubierto de
heridas. Cavaron un hoyo profundo y ocultaron el cruel acto de los ojos de los
mortales. Nunca se descubrió el miserable asesinato, y yo se lo oculté incluso a mi
confesor. Pero en la conciencia me pesaba el pecado y me atormentaba. Algunos años
después conseguí la mano de Elizabeth, quien cedió reticentemente a los deseos del
duque, ansioso por una unión con nuestra familia. El Cielo no le podía ser propicio a
un matrimonio fundado en sangre. Elizabeth murió en el segundo año de nuestro
matrimonio al dar a luz a mi hijo. ¿Acaso los anales de mi familia no están

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manchados de asesinatos, deshonor y los actos más horrendos? En ti, noble Theodore,
reviven las virtudes de mi hermano. ¡Mueve esta piedra, cava algunos metros y
encontrarás el esqueleto del desdichado Edward! Hazle los honores funerarios, que se
digan misas por el descanso de mi alma y así mi perturbado espíritu conocerá el
reposo que durante tanto tiempo se le ha negado. Cumpliendo mi voto durante la
guerra, erigí este Priorato y elegí el lugar donde se había cometido el asesinato con la
esperanza de expiar mi falta… ¡un maldito fratricidio!
Aquí se desvaneció el conde Robert entre los más terroríficos gemidos y la llama
azul se apagó gradualmente. Theodore quedó en total oscuridad, palpando las paredes
con la esperanza de encontrar el pasaje por el que el espectro le había guiado hasta la
profunda cripta, pero sus esfuerzos fueron en balde: en vano dio grandes voces, sólo
le respondía el eco que rebotaba desde el techo y ya empezaba a sentir las más
terroríficas aprensiones acerca de su destino cuando una helada frialdad le agarró la
mano y este agente invisible le guió o más bien tiró de él con fuerza durante una
distancia considerable, hasta que el joven notó que se encontraba en el estrecho
pasaje por el que había entrado a la cripta. Esta circunstancia le levantó el alicaído
ánimo y pensó que el mismo espectro le guiaba, aunque oculto de su vista y sintió
una confianza total en su guía. Ahora sus pies tropezaban con la escalera de caracol y
para su gran alegría descubrió que estaba cerca de su propia habitación y de su amada
Matilda, cuya angustia ante su ausencia bien sabía que habría sido dolorosísima. La
fría mano le soltó y una voz doliente exclamó:
—No puedo ir más allá, éste es el último paso de mis límites; continúa y que
todos los ángeles te guarden.
El tono era muy distinto al del conde Robert. Theodore estaba asombrado. Ahora
una gran luz blanca brillaba tras él. Se giró, y vio una visión que lo llenó de piedad y
horror al mismo tiempo: ¡el fantasma del asesinado Edward (pues sin duda tal era)
estaba en pie a cierta distancia! Tenía el cuerpo cubierto de heridas y un gran corte en
la frente, del cual aún brotaba sangre copiosamente. Montgomery tenía los ojos
clavados en esta visión y con un débil suspiro exclamó:
—¡Theodore! Eres la única esperanza que les queda a dos nobles familias, cumple
la petición de mi asesino, el acto te recompensará grandemente.
Theodore se vio obligado a detenerse unos momentos para recuperarse de la
sorpresa y se apresuró a llegar a su habitación. Los dos sirvientes se esforzaban por
ocultar sus propios miedos y confortar a su afligida señora, aunque en vano, pues el
dolor había tomado posesión de su alma y declaraba que había perdido para siempre a
su Theodore. En ese instante, él apareció y cariñosamente tomó sus manos entre las
suyas. Abrumada por la agradable sorpresa, se desmayó, mientras Donald y Blanche
se arrodillaban y le daban las gracias al cielo con fervor por el regreso de su señor
sano y salvo. En cuanto lady Matilda recuperó el conocimiento y el grupo recuperó la
serenidad, Theodore respondió a sus vehementes preguntas y les narró todos los
detalles que habían tenido lugar durante su dolorosa ausencia. Concluyó su relato con

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el deseo de llevar a cabo las instrucciones que había recibido de los desdichados
espectros, pero temía acarrear con ello su ruina, pues dar ese paso significaba
necesariamente descubrirle a su cruel y despiadado padre dónde habían buscado
refugiarse por miedo a su poder y éste podría buscar algún modo de arrancarle del
lado de su amada Matilda, cuya situación exigía ahora más ternura que nunca.
Matilda le rogó que no permitiese que su preocupación por ella, aunque justa, le
impidiese llevar a cabo un acto que el cielo aprobaría y, a su tiempo, recompensaría.
—Por favor, mi señor —dijo el torpe Donald con una simplicidad que le arrancó
una sonrisa a Theodore—, ¡por favor, mi señor, enterrad al fantasma o puede que
busque venganza y os haga pedazos!
Tras varias disquisiciones al respecto, acordaron que no debían dar ningún paso
importante sin el consentimiento de lord Burleigh y decidieron hablarle del asunto.
Theodore se levantó temprano a la mañana siguiente y, disfrazándose de la guisa con
la que había viajado, se despidió cariñosamente de Matilda, montó sobre su caballo y
cabalgó hacia Launceston ayudado por Donald. Allí consiguió un vehículo apropiado
que le llevase a la metrópolis y envió a su fiel sirviente de regreso al Priorato,
dándole instrucciones estrictas de que cuidase de su dama y de Blanche durante su
ausencia, que haría tan corta como fuese posible.
Llegó a la residencia de lord Burleigh sin que le ocurriese por el camino ningún
incidente digno de mención. Fue recibido por el noble con muestras amistosas, pero
nada pudo igualar la sorpresa de Cecil cuando le informó del motivo de su visita. No
desconocía el asesinato de sir Leopold de Courcy y de la condesa de Gowen, pero el
resto lo ignoraba, y admiró los caminos inescrutables de la Providencia para traer a la
luz el asesinato.
—Ahora tengo —dijo el conde— una gran sorpresa para ti, tan grande como la
que tú me has comunicado. Permíteme que te felicite por tu acceso a la riqueza,
esplendor y un título.
—Explicaos, mi señor —dijo el aturdido Theodore.
Lord Burleigh le dijo que esa mañana había recibido la noticia del fallecimiento
del conde de Gowen, quien había expresado antes de su muerte el más sincero
arrepentimiento por el maltrato que le había dado a su hijo y a su encantadora dama, a
quien había escrito una carta de su propio puño y letra rogándole que no odiase su
memoria.
—Conozco tan bien las virtudes de tu Matilda —añadió lord Burleigh—, que
estoy seguro de que borrará de su pecho todo resentimiento. Tu padre te ha dejado
todo lo que poseía, aunque yo tampoco he estado ocioso. Le he implorado en tu favor
a nuestra amada reina y ha ratificado mi concesión de todas las tierras del Priorato y
el castillo de Belfont a tu dama, y lo considero un regalo de mi soberana. Tomaste a
Matilda renunciando a la rica heredera de Glencoe. Habéis soportado la pobreza y la
desgracia por vuestro amor y ahora sois recompensados. Nunca quise que una parte
de nuestra familia quedase sin herencia, pero decidí ocultar mis intenciones y poner a

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prueba vuestras virtudes y sentimientos. Han excedido mis mayores esperanzas, y ved
en mí a un sincero amigo que os ama como a sus propios hijos. Aquí tienes los títulos
de los bienes, tuyos son, y en cuanto a la visita sobrenatural que has recibido, eres
libre para actuar como tus deseos te guíen.
Theodore no tardó en expresar su gratitud. En cuanto fue a la corte y presentó sus
respetos a su soberana, regresó a Cornwall.
Matilda no pudo reprimir las lágrimas cuando le informó de la muerte del conde y
del cambio de sus sentimientos hacia ella, y lamentó sinceramente que no hubiese
sobrevivido para que los volviese a ver y les diese su bendición. Estas cariñosas
palabras enternecieron a su esposo, que también lamentaba como ella la muerte del
conde, a quien idolatraba a pesar del cruel tratamiento que había recibido de él. E
incluso aquello quedó olvidado cuando supo del amor que había expresado por él
antes de exhalar su último suspiro.
El notario fue la primera persona a la que Theodore reveló su rango. Al anciano
se le erizó el pelo de terror cuando le habló de los espectros que se le habían
aparecido al conde, y Theodore se vio obligado a hacer uso de toda su elocuencia
para persuadirlo de que volviese con él al Priorato. Al fin accedió y acompañó al
conde, disculpándose efusivamente por la familiaridad con que antes le había tratado.
—Continúa así, te lo ruego —dijo Theodore—, la sinceridad es lo que más
estimo.
Donald había conseguido dos hombres y con la ayuda de antorchas descendieron
por la escalera de caracol llegando a la cripta por el mismo camino que el espectro le
había mostrado a Theodore.
El conde los llevó hasta la piedra, la movieron y cavaron hasta cierta profundidad
antes de llegar hasta el objeto de su búsqueda. El esqueleto estaba muy corrompido,
pero la cabeza estaba en perfecto estado. El conde la examinó concienzudamente y
pudo percibir claramente que tenía una herida profunda en la frente que correspondía
al segundo espectro que había visto.
Cuidadosamente colocaron los restos en un ataúd que habían llevado con ellos y,
mientras llevaban a cabo esta tarea, oyeron la música más dulce y solemne, lo que les
demostró cuánto complacía este servicio a los espíritus errantes.
Al día siguiente tuvo lugar el funeral en Launceston con gran pompa y
magnificencia, y se erigió un monumento en la iglesia de Launceston a la memoria de
lord Edward sobre el que se grabó la melancólica historia de los dos hermanos.
Theodore, al despejar las ruinas del Priorato, descubrió un cofre de hierro que
contenía una cantidad inmensa de oro y joyas. Dentro había un pergamino que lo
declaraba propiedad de Hugh de Burgh, el primer Prior de la casa, quien al renunciar
al mundo, ofendido por sus familiares, enterró el tesoro y lo dejó para quien fuese tan
afortunado de descubrirlo. Así, por un singular capricho del Prior, Theodore se hizo
con la posesión de un valioso tesoro, que dedicó a propósitos caritativos. Construyó
una noble mansión en el lugar del Priorato Belfont donde residía varios meses al año

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y nunca sufrió el más mínimo incomodo por parte de visitantes sobrenaturales. Todo
fue paz y tranquilidad, y los desgraciados espíritus dejaron de vagar e inquietar el
reposo de los mortales.
Theodore y Matilda fueron bendecidos con una descendencia encantadora y
obediente. Sus arrendatarios y sirvientes los adoraban y vivieron respetados y felices
hasta edad provecta. Murieron con pocos días de diferencia e incluso ese corto
espacio de tiempo le resultó doloroso a quien había sobrevivido.
Donald y Blanche se casaron poco después de que Theodore se convirtiese en
conde, y éste les regaló una valiosa granja en Escocia y siempre conservó, junto con
su Matilda, un sincero aprecio por esos fieles sirvientes.

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Mary W. Shelley
(1797 - 1851)

La mañana del 20 de marzo de 1831, en los albores de la primavera londinense,


Mary Shelley se hallaba sumida en sus pensamientos, arropada por la tibia luz de la
mañana que se filtraba por los ventanales de su biblioteca. Días atrás, Henry Colburn
y su socio, Richard Bentley, propietarios de Standard Novel Series —popular
colección de ficción a precios populares, de amplia difusión y prestigio—, le habían
propuesto una reedición de Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein; or
the Modern Prometheus, 1818), «revisada y corregida, con una nueva introducción de
su autora, en un lujoso volumen de tapa dura, ilustrado con grabados del francés
Chevalier…»
La posibilidad en 1831 de insuflar una segunda vida artística y comercial a
Frankenstein o el moderno Prometeo sedujo a Mary Shelley por dos motivos. Por un
lado, las posibles ganancias que obtendría con la operación le ayudarían a sobrellevar
su precaria situación económica; por otro, la reedición de su obra más importante
hasta entonces quizá serviría para consolidar el incipiente prestigio literario que poco
a poco se estaba labrando. Al fin y al cabo, ella era una escritora profesional que
vivía de su trabajo. Publicaba regularmente relatos fantásticos como “El sueño” (The
Dream) o los frankenstenianos “El mortal inmortal” (The Mortal Inmortal: A Tale),
“Roger Dodsworth, el inglés reanimado” (Roger Dodsworth: The Reanimated
Englishman) y “La transformación” (The Transformation), en la revista The
Keepsake. No olvidemos tampoco sus novelas: Valperga: or, The Life and Adventures
of Castruccio, Prince of Lucca [Valperga, o la vida y aventuras de Castruccio,
príncipe de Lucca] (1823), The Last Man [El último hombre] (1826), The Fortunes of
Perkin Warbeck, A Romance [La suerte de Perkin Warbeck: una novela] (1830), e
incluso algunas piezas dramáticas como Proserpine: A Mythological Drama, in Two
Acts, en The Winter’s Wreath of MDCCCXXXI, a punto de publicarse por esas fechas.
Pero, sin duda, la gran obsesión de Mary Shelley fue la recopilación y divulgación de
la obra de su marido, el gran poeta Percy Bysshe Shelley, tarea iniciada con
Posthumous Poems of Percy Bysshe Shelley (1824).
Pero existía otra razón muy íntima para revisar las páginas de Frankenstein o el
moderno Prometeo. Mientras el cálido sol de primavera se enseñoreaba de la pequeña
biblioteca, Mary Shelley se sumía en la nostalgia y el desaliento. Era viuda, con
tendencia a la melancolía, y apenas hacía vida social, si exceptuamos a un reducido y
muy selecto grupo de amigos; vivía en un austero apartamento en Somerset Street
junto a su criada suiza Millie y su hijo Percy Florence, y se consideraba víctima de un
destino fatal, trágico. «El conjunto de toda mi vida ha sido la desgracia y lo seguirá

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siendo porque estoy marcada. Nunca podré ser feliz, y por eso mismo continuaré
siendo herida cruelmente, desamparada en este abismo sin fondo que es mi vida.
Cuando estoy sola, apenas puedo soportar el peso de la aflicción, pero en compañía
de otros es casi peor», escribió en su diario. En cierto modo, se consideraba la última
superviviente de toda una estirpe de hombres y mujeres mimados por los dioses
apasionados y turbulentos, honestos y contradictorios, fascinantes y siniestros,
adoradores de la belleza, del amor y de lo siniestro. Percy B. Shelley, Lord Byron,
John William Polidori, la madre a la que admiró sobrecogida por la frialdad del
cementerio de Old St. Pancras Church, Mary Wollstonecraft, su hierático padre
William Godwin, su hermanastra Claire, y los amigos fallecidos o casi perdidos en la
distancia, como Leigh y Marianne Hunt, Matthew Gregory Lewis, la condesa
Potocka, Edward Trelawny o Thomas Jefferson Hogg y su esposa Jane Williams,
todos, sin excepción, forman parte de los capítulos que componen la biografía de
Mary Shelley. Y cada uno de ellos, entre la imaginación y la realidad, encierran una
historia más romántica que cualquier posible relato. Así pues, deambular una vez más
a través de la senda literaria y vital trazada por Frankenstein o el moderno Prometeo
suponía para Mary Shelley enfrentarse a sus particulares monstruos, reviviendo, en
suma, tiempos felices que transformaban su actual existencia en algo más doloroso
aún. No en vano, el prefacio que empezaba a redactar con pulso firme y seguro
concluía de la siguiente manera: «Y ahora, una vez más, invito a mi espantosa
progenie a que avance y prospere. Siento afecto por ella, porque fue el producto de
días felices, cuando la muerte y la aflicción eran tan sólo palabras que no encontraban
auténtico eco en mi corazón. Sus páginas hablan de paseos, de viajes y de
conversaciones de cuando no estaba sola; y mi compañero era alguien que no volveré
a ver en este mundo. Pero esto es sólo para mí; mis lectores no tienen nada que ver
con estos recuerdos».
Desde aquella lejana reedición de 1831, Mary Shelley ha sido, es y será la autora
de Frankenstein o el moderno Prometeo. Como explica Chris Baldick en su ensayo In
Frankenstein’s Shadow. Myth, Monstruosity, and the 19th Century Imagination
(1987), la pervivencia de la leyenda de Frankenstein ha sido posible porque Shelley
desarrolló imaginativamente varios de los problemas más acuciantes y esenciales de
la modernidad. El tipo de problemas aludidos por su novela son aquellos que,
históricamente, se fraguaron alrededor de los éxitos y los fracasos, las aspiraciones y
las frustraciones, del proyecto revolucionario de finales del siglo XVIII que Mary
Shelley —tanto por sí misma como por su herencia familiar y relaciones personales
— vivió muy de cerca. Sus dudas son las de una época en la que se mezclan el legado
de la Ilustración y los ímpetus del liberalismo radical junto al idealismo romántico,
preocupados por los efectos del progreso científico y tecnológico. Todo ello despertó
en la escritora un intenso sentimiento de ansiedad frente a las fuerzas conjuradas que
sustentaban este proyecto de progreso, cuya emancipación podía devenir en un hecho
monstruoso, incontrolable e impredecible, hasta el extremo de poner en peligro el

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proyecto mismo. Ansiedad que, a lo largo de todo el siglo XX, ha adquirido
proporciones universales. Así pues, Frankenstein o el moderno Prometeo puede ser
leída a distintos niveles, extrayéndose significados ideológicos, temáticos y
metafóricos muy heterogéneos. De ahí que el inconsciente colectivo, gracias a la
narrativa, al teatro, la radio, el cine, el cómic y la televisión, hayan convertido a
Frankenstein y a su Criatura no sólo en un tótem de la cultura popular, sino en un
producto de consumo capaz de conectar, todavía hoy, de manera visceral, con
inquietudes muy propias del siglo XXI: ciencia vs. ética.
Eclipsada por Frankenstein o el moderno Prometeo, la interesantísima obra
literaria de Mary Shelley ha ido emergiendo poco a poco de las tinieblas del olvido.
Por ejemplo, una de las mayores estudiosas de su trabajo, Elisabeth Nitchie —a quien
se debe el mérito de haber efectuado los primeros ensayos rigurosos de Frankenstein
o el moderno Prometeo—, descubrió una excelente novela inédita, Mathilda
(¿1819?), editada por primera vez, a título póstumo, en 1959, editada en el nº 3 de
Studies in Philology, University of North Carolina Press, y publicada en España en
1985 por Montesinos Editor (Barcelona). Una historia de incesto padre-hija, amores
desgraciados, miseria y muerte, salpicada de elementos autobiográficos, monstruosas
sugerencias de la imaginación y testimonios de las tensas relaciones hombre/mujer de
la época. Merece recordarse también The Last Man (1826), novela inédita en nuestro
país y, como Frankenstein o el moderno Prometeo, precursora de la ciencia-ficción
moderna. Se trata de la apocalíptica crónica del fin de la raza humana, en las
postrimerías del siglo XXI (¡!), a causa de una mortal plaga vírica —llamada negro, en
español en el original— descrita por un joven aristócrata —especie de alter ego de
quien fue su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley (1792-1822)—, inmune a la
enfermedad, y que se refugia en las vacías, fantasmagóricas calles de Roma.
No menos importantes son los cuentos que Mary Shelley publicó entre 1928 y
1857, más de una veintena, la mayoría de ellos aparecidos en la revista The Keepsake,
prestigioso anuario literario de prosa y poesía que se editó entre 1828 y 1857,
lujosamente ilustrado, que abordaba también temas políticos y sociales, y en el que
colaboraron, entre otros, William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge, sir Walter
Scott, Percy Bysshe Shelley, Thomas Moore, Robert Southey, L. E. L. (Letitia
Elizabeth Landon) y Felicia Hemans. Gracias a la antología preparada por Charles E.
Robinson, Mary Shelley: Collected Tales and Stories with original engravings (The
John Hopkins University Press, Baltimore, 1976 y 1990), se ha podido recuperar este
precioso patrimonio cultural, parte del cual fue dado a conocer al lector de habla
hispana por la propia Editorial Valdemar en su volumen Cuentos góticos (Col. Gótica
nº 8). Tal y como explicaba Agustín Izquierdo en el prólogo de la mencionada obra,
«todas estas historias están envueltas en un ambiente romántico y tratan de describir
caracteres cuyo elemento más conspicuo es el estar sometido a la influencia de
fuertes pasiones, que a veces dan pie a sucesos sobrenaturales o extraordinarios en
extremo, o son el producto de este tipo de acontecimientos». Publicada en la revista

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The Keepsake, “The Invisible Girl” (1833) es un relato fantástico muy en la línea de
su autora, con paisajes típicos del romanticismo más oscuro y agitado —cf. la torre
en ruinas en lo alto de un promontorio—, el evocativo lienzo de una hermosa
muchacha, la chica invisible, marinos supersticiosos, y una historia macabra,
espectral, que en el fondo no deja de ser un triste y sombrío melodrama rodeado de
una aureola mística. El tono melancólico y ligeramente siniestro del relato es
característico del arte de Mary Shelley como narradora breve. “The Invisible Girl”
trata de romper y, de hecho, rompe, las barreras de los cinco sentidos, explorando la
relación entre los mundos de la psique y de la soma, de la percepción visionaria,
subjetiva, y de la pura realidad física. Una pequeña obra maestra.

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LA JOVEN INVISIBLE
Esta breve narración no tiene la pretensión de lograr el nivel de un relato ni el
desarrollo de situaciones y sentimientos; no es sino un pequeño esbozo que transmito
casi tal como me fue contado por uno de los más humildes de los protagonistas
implicados; tampoco voy a prolongar una circunstancia que interesa, ante todo, por su
singularidad y su verdad, limitándome a narrar, con la mayor concisión que pueda, la
sorpresa que me produjo la visita a lo que parecía ser una torre en ruinas que
coronaba un inhóspito promontorio que colgaba sobre el mar que fluye entre Gales e
Irlanda, descubriendo que aunque el exterior conservaba la salvaje tosquedad, señal
de muchas guerras con los elementos, el interior se encontraba acondicionado a la
manera de un cenador, pues era demasiado pequeño para merecer otro nombre.
Estaba formado por la planta baja, que servía de vestíbulo, y de una habitación arriba
a la que se llegaba por unas escaleras que salían de la pared. Esta cámara estaba
solada, alfombrada y decorada con muebles elegantes. Pero por encima de todo, para
atraer la atención y excitar la curiosidad, colgaba sobre la repisa de la chimenea —
pues para defender el apartamento de la humedad se había construido una chimenea
que asumía un aspecto tan diferente del objeto de su construcción— una imagen
pintada sencillamente con acuarela que, más que cualquier otra parte de los adornos
de la habitación, parecía enfrentada a la tosquedad del edificio, la soledad en la que
estaba situado y la desolación del lugar que lo rodeaba. Representaba a una hermosa
joven en lo mejor de la flor de la juventud; vestía con sencillez, a la manera de los
tiempos (recuerde el lector que escribo esto a principios del siglo dieciocho) y
embellecía su semblante una mirada que unía inocencia e inteligencia, a lo que había
que añadir la huella de la serenidad del alma y una alegría natural. Estaba leyendo
una de esas novelas en folio que durante tanto tiempo fueron la delicia de los
entusiastas y de los jóvenes; la mandolina estaba a sus pies; su periquito estaba
posado sobre un enorme espejo que tenía ella al lado; los muebles y colgaduras eran
prueba de un lugar lujoso, y su atuendo transmitía idea de hogar e intimidad, aunque
añadía una apariencia de relajación y de ornamentación juvenil, como si ella deseara
complacer. En la parte inferior del cuadro, en letras doradas, estaba inscrito «La
Joven Invisible».
Recorriendo una extensión casi deshabitada, tras haberme perdido y haber sido
sorprendido por un aguacero, di con esta casa de lóbrego aspecto que parecía oscilar
en la tempestad y colgaba allí como el símbolo mismo de la desolación. La
contemplaba nostálgico y maldecía mi suerte por haberme conducido a una ruina que
no podía ofrecer abrigo alguno, ahora que la tormenta descargaba más todavía que
antes, cuando vi la cabeza de una anciana que emergía de una especie de tronera y
con la misma rapidez se retiraba: un minuto después, una voz femenina me llamaba
desde el interior y, cruzando un laberinto de zarzas que ocultaba una puerta que no
había visto antes, tan habilidosamente había conseguido el constructor ocultar el arte

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con la naturaleza, encontré a la bondadosa dama en el umbral, invitándome a que me
refugiara en el interior.
—Acababa de subir desde la casita que tenemos ahí al lado, para ocuparme de las
cosas, como todos los días —dijo—, cuando llegó la lluvia. ¿Entra hasta que pase?
Iba a comentar que la casita de al lado, incluso corriendo el riesgo de unas gotas
de lluvia, era mejor que una torre arruinada; iba a preguntar a mi amable anfitriona si
«las cosas» que cuidaba eran palomas o cuervos, cuando sorprendieron mi vista las
esteras del suelo y el alfombrado de la escalera. Más me sorprendió todavía la
habitación de arriba; pero lo que más de todo, el cuadro con su singular inscripción,
que llamaba invisible a quien el pintor había coloreado con una muy agradable
visibilidad, que despertó mi más viva curiosidad: como consecuencia de esto, de mi
cortesía extremada hacia la anciana y de la verborrea natural en ella, salió una especie
de relato embrollado que mi imaginación estiró y las investigaciones posteriores
rectificaron, hasta que asumió la forma siguiente.
Hace unos años, antes de la tarde de un día de septiembre, que aunque tolerable
daba muestras abundantes de que la noche sería tempestuosa, llegó un caballero a una
ciudad costera situada a unas diez millas de aquí; expresó el deseo de contratar una
barca que le llevara a otra ciudad de la costa situada a unas quince millas. Por las
amenazas que presentaba el cielo, los pescadores no parecían dispuestos a
aventurarse, hasta que finalmente dos aceptaron; uno de ellos padre de familia
numerosa, fue comprado por la dadivosa recompensa que ofrecía el extranjero,
mientras que el otro, el hijo de mi anfitriona, aceptó el viaje inducido por la osadía
juvenil. El viento estaba a favor, por lo que esperaban haber avanzado mucho antes
de que anocheciera y que podrían entrar en puerto antes de que se levantara la
tormenta. Partieron animosos, al menos los pescadores; en cuanto al extranjero, el
luto riguroso que vestía no era ni la mitad de negro que la melancolía que envolvía su
mente. Daba la apariencia de que nunca hubiera sonreído: como si un pensamiento
impronunciable, oscuro como la noche y amargo como la muerte, hubiera anidado en
su pecho y se hubiera quedado allí para la eternidad. No mencionó su nombre, pero
uno de los aldeanos lo reconoció como Henry Vernon, hijo de un baronet que poseía
una mansión a unas tres millas de distancia de la ciudad a la que se dirigía. La
mansión había sido casi abandonada por la familia, pero en un arrebato de
romanticismo Henry la había visitado tres años antes, mientras que sir Peter había
residido allí un par de meses durante la primavera anterior.
La barca no avanzaba como habían esperado; les falló la brisa en cuanto salieron
al mar y de buen grado se ayudaron de los remos como de la vela, en un intento de
capear el promontorio que se interponía entre ellos y el punto que deseaban alcanzar.
Ya se habían alejado bastante cuando el cambio de dirección del viento empezó a
ejercer su fuerza y a soplar con ráfagas violentas, aunque desiguales. Llegó la noche
oscura y las olas huracanadas se elevaban y rompían con una violencia temible que
amenazaba con aplastar la diminuta barquilla que osaba resistirse a su furia. Se vieron

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obligados a arriar todas las velas y ponerse a los remos; un hombre tuvo que
dedicarse a achicar agua y el propio Vernon hubo de sujetar un remo para remar con
energía desesperada que igualara en fuerza a la de los remeros de más práctica.
Habían hablado mucho entre los marineros antes de que la tempestad llegara; pero
ahora, salvo alguna orden de mando, guardaban silencio. Uno pensaba en su esposa y
sus hijos, y maldecía en silencio el capricho del extranjero, que había puesto en
peligro así no sólo su vida, sino el bienestar de los suyos; el otro, que era un joven
osado, temía menos, pero se esforzaba duramente y no tenía tiempo para charlar;
Vernon lamentaba amargamente su irreflexión, que le había impulsado a que otros
compartieran un peligro que por lo que a él concernía era poco importante, por lo que
trataba ahora de darles ánimo con una voz que infundiera valor y manejaba con más
fuerza todavía su remo. La única persona que no parecía totalmente concentrada en
su trabajo era el hombre que achicaba el agua; de vez en cuando miraba fijamente a
su alrededor, como si el mar sostuviera lejos, en su derroche tumultuoso, algunos
objetos que se esforzaba por discernir con su mirada. Pero todo estaba vacío, salvo
cuando se mostraban las crestas de las altas olas, o cuando lejos, al borde del
horizonte, una elevación de las nubes presagiaba mayor violencia en la descarga.
—¡Lo veo! ¡A babor ahora!… Si podemos ir hacia aquella luz, estamos salvados.
Los dos remeros giraron instintivamente la cabeza, pero como respuesta a su
mirada obtuvieron una oscuridad poco alentadora.
—No la podéis ver —les gritó el compañero—, pero nos estamos aproximando. Y
si Dios lo quiere sobreviviremos a esta noche.
Inmediatamente tomó el remo de las manos de Vernon, quien, agotado, iba
fallando en sus remadas. Se levantó y buscó el faro que les prometía seguridad. Brilló
como un rayo apenas visible que le hizo exclamar que lo veía, para añadir a
continuación que no era nada. Sin embargo, conforme fueron avanzando se le hizo
visible, haciéndose cada vez más firme y claro su brillo sobre las escabrosas aguas,
que se iban volviendo ellas mismas más calmas, como si esa seguridad surgiera del
fondo mismo del océano por la influencia de aquel faro parpadeante.
—¿Qué faro es ese que nos socorre en nuestra necesidad? —preguntó Vernon, y
ahora los hombres, como ya podían manejar los remos con mayor facilidad,
encontraron aliento para responderle.
—El de un hada, creo —respondió el marinero mayor—, aunque no por ello
menos cierto: arde desde una vieja torre en ruinas, construida sobre una roca desde la
que se domina el mar. Nunca lo vimos antes de este verano, aunque ahora puede
verse todas las noches, al menos cuando se busca, pues desde el pueblo no se ve; es
un lugar tan apartado que nadie tiene necesidad de acercarse, salvo en un caso de
peligro como éste. Hay quienes dicen que son brujas las que lo encienden; otros, que
son contrabandistas; lo que sé es que dos partidas han ido a buscar sin encontrar más
que los muros desnudos de la torre. Todo está desierto por el día y oscuro por la
noche; pues no se veía luz alguna mientras estábamos allí, pero ardía con viveza

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suficiente cuando estábamos en el mar.
—He oído decir —comentó el marinero más joven— que lo enciende el fantasma
de una doncella que por estos lugares perdió a su enamorado; naufragó y encontraron
su cuerpo al pie de la torre. Entre nosotros, le hemos dado el nombre de la «Joven
Invisible».
Los viajeros habían llegado ya al embarcadero que estaba al pie de la torre.
Vernon miró hacia arriba, donde la luz brillaba todavía. Con algo de dificultad, pues
luchaban contra grandes olas y estaban cegados por la noche, consiguieron llevar a la
orilla la pequeña barca y subirla sobre la playa; ascendieron penosamente la
pendiente, cubierta de hierbas y matorrales, y guiados por los pescadores más
expertos encontraron la entrada a la torre, aunque puerta no había ninguna y todo
estaba tan oscuro como una tumba y tan silencioso, y casi tan frío, como la muerte.
—No lo haríamos solos —dijo Vernon—. Pero seguramente nuestra anfitriona
nos mostrará su luz, si no a sí misma, y guiará nuestros pasos oscuros con alguna
señal de vida y consuelo.
—Iremos a la cámara superior —dijo el marinero— si puedo dar con los
escalones; pero le aseguro que no encontrará rastro ni de la Joven Invisible ni de su
luz.
—Verdaderamente es ésta una aventura romántica de lo más desagradable —
murmuró Vernon mientras andaba a trompicones por el suelo desigual—. La de la luz
del faro debe ser espantosa y vieja, pues en otro caso no habría sido tan desagradable
y poco hospitalaria.
Con considerable dificultad y tras diversos golpes y magulladuras, los aventureros
lograron por fin llegar al piso superior; pero todo estaba vacío y desnudo, por lo que
de buen grado se tendieron sobre el duro suelo cuando la fatiga, de la mente y del
cuerpo, condujo sus sentidos al sueño.
Largo y profundo fue el sueño de los marineros. Vernon se olvidó de sí mismo
durante una hora; después, sacudiéndose el sopor y viendo que el áspero colchón no
congeniaba con el reposo, se levantó y se colocó en el agujero que servía de ventana,
pues allí no había cristal alguno, y como no hubiera ni un basto banco, apoyó la
espalda en la jamba como el único apoyo que pudo encontrar. Había olvidado el
peligro, el faro misterioso y a su invisible guardiana: ocupaban el pensamiento los
horrores de su destino y la indescriptible desdicha que se asentaba como una pesadilla
sobre su corazón.
Haría falta un volumen de buen tamaño para relatar las causas que habían
cambiado al en otro tiempo feliz Vernon en el doliente más desconsolado que se ha
aferrado nunca a los símbolos externos de la pena, como símbolos ligeros pero
preciados de la desdicha interior. Henry era el hijo único de sir Peter Vernon y había
sido tan malcriado tanto por la idolatría del padre como lo permitía el temperamento
tiránico y violento del viejo baronet. Una joven huérfana era educada en la casa de su
padre y, al tiempo que era tratada con generosidad y amabilidad, vivía en un temor

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profundo a la autoridad de su padre, que era viudo. Aquellos dos niños eran lo único
sobre lo que podía hacer llegar su poder o extender su afecto. Rosina era una niña de
temperamento alegre, un poco tímida, que evitaba cuidadosamente desagradar a su
protector; pero era tan dócil, tan bondadosa, tan afectuosa, que percibía todavía
menos que Henry el espíritu discordante de su padre. Esta historia se ha contado
muchas veces: amigos y compañeros de juegos en la infancia, se amaron
posteriormente. A Rosina le atemorizaba imaginar que ese afecto secreto, y los votos
que se hicieron el uno al otro, pudieran ser desaprobados por sir Peter. Pero se
consolaba a veces pensando que quizás fuera en realidad la novia que le había
destinado a Henry, quien la había educado junto a él pensando en esa futura unión;
Henry sentía que no era así, pero decidió esperar hasta tener la edad de declarar y
cumplir su deseo de convertir a la dulce Rosina en su esposa. Procuró entretanto
evitar que sus intenciones se conocieran prematuramente, para que su amada no fuera
acosada por la persecución y el insulto. Convenientemente, el anciano vivía a ciegas;
vivía siempre en el campo, por lo que los amantes pasaban la vida juntos, sin ser
reprendidos ni controlados. Bastaba que Rosina tocara la mandolina y cantara para
que sir Henry se durmiera todos los días después de la cena; era la única mujer de la
casa que estaba por encima del rango de criada y podía disponer como quisiera de su
tiempo. Incluso cuando sir Henry torcía el gesto, sus inocentes caricias y su dulce voz
bastaban para suavizar el temperamento duro de él. Si alguna vez un espíritu humano
ha vivido en un paraíso terrestre, Rosina lo pudo hacer en aquella época: su amor
puro era feliz por la presencia constante de Henry; la confianza que sentían el uno por
el otro, y la seguridad con la que contemplaban el futuro, hacían que el suyo fuera un
camino de rosas bajo un cielo sin nubes. Sir Peter era el contratiempo ligero que
servía para que su tête-à-tête fuera más delicioso y aumentara el valor de la simpatía
que sentían el uno por el otro. De repente, un personaje siniestro hizo su aparición en
Vernon-Place: una hermana viuda de sir Peter que, tras haber logrado matar a su
esposo e hijos con los efectos de su temperamento repugnante, como una arpía
codiciosa de nuevas presas llegó bajo el techo de su hermano. Pronto detectó lo que
unía a aquella pareja, que nada sospechaba. Actuó velozmente para dar a conocer ese
descubrimiento a su hermano y, al mismo tiempo, frenar e inflamar la rabia de éste.
Gracias a sus artimañas, Henry fue enviado repentinamente en viaje al extranjero,
para que quedara libre el camino de la persecución a Rosina. Entonces, de los
numerosos admiradores de Rosina, a quienes cuando sir Peter ostentaba el mando
único a ella se le permitía despreciar, o casi se la obligaba a ello, tan deseoso estaba
él de conservarla para su propio consuelo, fue seleccionado el más rico de ellos y se
le ordenó a ella que lo aceptara en matrimonio. Las escenas de violencia a las que ella
se vio expuesta ahora, el amargo hostigamiento de la odiosa Mrs. Bainbridge y la
furia implacable de sir Peter resultaban más temibles y sobrecogedores todavía por lo
que tenían de novedoso. A todo ello solamente podía oponer una firmeza de propósito
silenciosa, bañada en lágrimas pero inmutable: ninguna amenaza ni rabia podían

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arrancar de ella más que la conmovedora súplica de que no la odiaran por el hecho de
que no pudiera ella obedecer.
—En todo esto debe haber algo que no vemos —dijo Mrs. Bainbridge—, créeme
lo que te digo, hermano: ella mantiene una correspondencia secreta con Henry.
Llevémosla a tu lugar de Gales, donde no tendrá desvalidos pagados que la ayuden;
veremos entonces si no se inclina su espíritu a nuestros fines.
Consintió sir Peter y los tres fueron a shire y los tres moraron en la solitaria casa
de temible aspecto a la que poco antes se había aludido como una pertenencia de la
familia. Allí se hicieron intolerables los sufrimientos de la pobre Rosina: antes,
rodeada por escenarios bien conocidos y en relación constante con rostros amables y
familiares, no había desesperado de vencer finalmente con su paciencia la crueldad de
quienes la perseguían; tampoco había escrito a Henry, pues el nombre de éste no
había sido mencionado por sus parientes, ni se había hecho alusión a la relación que
tenían, y ella sentía un deseo instintivo de escapar de sus peligros sin que él fuera
molestado; sin que el secreto sagrado de su amor quedara al descubierto y fuera
juzgado mal con los insultos vulgares de su tía o las maldiciones amargas de su
padre.
Mas cuando la llevaron a Gales y la convirtieron en prisionera en sus aposentos,
cuando las montañas silíceas que la rodeaban parecían una débil imitación de los
corazones de piedra a los que debía de enfrentarse, su valor comenzó a fallar. La
única asistente que tenía permiso para acercarse a ella era la doncella de Mrs.
Bainbridge. Bajo la tutela de esta desalmada dueña de la casa, aquella mujer era
usada como cebo para ganar la confianza de la pobre prisionera, para traicionarla
después. Con su corazón simple y amable, Rosina era una víctima fácil, por lo que
finalmente, en un exceso de desesperación, escribió a Henry y dio la carta a esta
mujer para que fuera entregada. La carta habría bastado para ablandar el mármol: no
le hablaba de sus votos mutuos, pero le pedía que intercediera ante su padre, que la
volviera a poner en el lugar amable en el que hasta entonces la había tenido en su
afecto y que dejara de tratarla con una crueldad que la destruiría. «Pues moriría antes
de casarme con otro. ¡Jamás!», escribía la desventurada joven. Esa sola palabra
hubiera bastado para traicionar su secreto, de no haber sido ya descubierto; pero para
lo que sirvió fue para aumentar la furia de sir Peter en cuanto su hermana, triunfante,
se la señaló, pues no es necesario decir que todavía estaba húmeda la tinta, y caliente
todavía el sello, cuando la carta fue entregada a esa dama. La culpable fue citada ante
ellos; lo que sucedió después nadie lo sabría decir, pues pensando en ellos mismos,
aquella pareja cruel trató de paliar su papel. Las voces eran altas y el suave murmullo
de la voz de Rosina se perdía en el clamor de sir Peter y en los gruñidos de su
hermana.
—Cruzarás esas puertas —rugió el anciano—. No pasarás otra noche más bajo mi
techo.
Las palabras «seductora infame», y otras tanto peores que nunca habían entrado

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en el oído de la pobre joven, fueron recogidas por los criados que escuchaban; y a
cada discurso colérico del baronet, Mrs. Bainbridge añadía una punta envenenada
que era todavía peor.
Más muerta que viva, Rosina fue finalmente despedida de su presencia. Bien
porque lo hizo guiada por la desesperación, o porque se tomó literalmente las
amenazas de sir Peter o porque las órdenes de la hermana de éste eran más
contundentes, nadie lo sabe, el caso es que Rosina abandonó la casa; una criada la vio
cruzar el parque llorando y retorciéndose las manos al irse. Nadie sabe lo que fue de
ella; su desaparición no le fue comunicada a sir Peter hasta la mañana siguiente,
cuando él demostró, en su ansiedad por seguirla y encontrarla, que sus palabras no
habían sido sino amenazas vanas. La verdad era que, aunque sir Peter llegó muy lejos
para impedir el matrimonio del heredero de su casa con la huérfana sin fortuna,
objeto de su caridad, en su corazón amaba a Rosina y la mitad de su violencia contra
ella se debía a la cólera contra sí mismo por tratarla tan mal. Ahora, los
remordimientos empezaron a herirle, cuando un mensajero tras otro llegaba sin
noticias de ella; no se atrevió a confesarse a sí mismo sus peores miedos. Por eso
cuando su inhumana hermana, intentando endurecer su conciencia con coléricas
palabras gritó: «La muy fresca y vil se ha ido para vengarse de nosotros», un
juramento, el más tremendo, y una mirada bastaron para hacerla callar incluso a ella,
ordenando su silencio. Su conjetura, sin embargo, pareció ser cierta: un riachuelo
oscuro y vivo que fluía en un extremo del parque había recibido sin duda su hermoso
cuerpo y había apagado la vida de la infortunada joven.
Cuando los esfuerzos por encontrarla resultaron inútiles, sir Peter regresó a la
ciudad, acosado por la imagen de su víctima y para sí reconoció en su corazón que
daría su propia vida si pudiera verla de nuevo, aunque fuera como novia de su hijo.
Su hijo, ante cuyas preguntas tembló como el mayor de los cobardes; pues cuando
Henry supo de la muerte de Rosina, volvió inmediatamente del extranjero para
averiguar la causa, para visitar su tumba, para llorar su pérdida por las arboledas y los
valles que habían sido el escenario de su mutua felicidad. Hizo mil preguntas que
tuvieron como respuesta solamente un silencio que no presagiaba nada bueno. Cada
vez más ansioso y decidido, llegó finalmente a conocer toda la verdad por medio de
los criados y los familiares de éstos, así como de su odiosa tía. La desesperación
golpeó su corazón desde ese momento y el sufrimiento lo convirtió en uno de los
suyos. Huyó de la presencia de su padre; el recuerdo de que aquel a quien debería
reverenciar era culpable de tan oscuro crimen le acosaba, como en la antigüedad las
Euménides atormentaban el alma de los hombres entregados a sus torturas. Su primer
y único deseo era visitar Gales para saber si se había descubierto algo nuevo y si era
posible recuperar los restos mortales de la perdida Rosina, para satisfacer el
turbulento deseo de su desgraciado corazón. Ahí se dirigía cuando apareció en el
pueblo antes nombrado; ahora, en la torre desértica, ocupaban su pensamiento
imágenes de desesperación y muerte, así como todo lo que su amada habría sufrido

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antes de que su naturaleza amable fuera empujada a tan triste hecho.
Aunque inmerso en una lúgubre ensoñación, a la que el monótono estruendo del
mar acompañaba adecuadamente, las horas pasaron volando y, finalmente, Vernon se
dio cuenta de que la luz de la mañana salía de su refugio del este y amanecía sobre el
océano, que todavía rompía tumultuosamente en la playa rocosa. Despertaron sus
compañeros y se dispusieron a partir. El agua del mar había estropeado los alimentos
que habían llevado y su hambre, tras el duro trabajo y las muchas horas de ayuno, era
voraz. Era imposible hacerse a la mar con la barca en ese estado, pero había una
cabaña de un pescador a unas dos millas, en una entrada de la bahía, de la que el
promontorio en la que estaba la torre formaba un lado, y allí se apresuraron a ir para
reponerse; no dedicaron ni un segundo a pensar en la luz que los había salvado, ni en
su causa, sino que abandonaron las ruinas en busca de un asilo más hospitalario.
Vernon miró a su alrededor al irse, pero sus ojos no encontraron vestigio alguno de
que estuviera habitado, por lo que empezó a sospechar que el faro había sido una
creación de la fantasía. Al llegar a la cabaña, que estaba habitada por un pescador y
su familia, tomaron un desayuno casero y se dispusieron a volver a la torre para
reacondicionar la barca y recuperarla si era posible. Vernon los acompañó, junto con
el anfitrión y su hijo. Se hicieron varias preguntas sobre la Joven Invisible y su luz,
aceptando todos que la aparición era nueva, sin que nadie pudiera dar ni la menor
explicación de cómo se había unido el nombre a la causa desconocida de aquella
singular aparición; aunque ambos hombres afirmaron que una o dos veces habían
visto una figura femenina en el bosque de al lado y que una joven extraña aparecía de
vez en cuando en otra cabaña que estaba en el lado contrario del promontorio y
compraba pan; sospechaban que ambas debían ser la misma joven, pero no podían
asegurarlo. No obstante, los habitantes de esa cabaña parecían demasiado estúpidos
incluso para sentir curiosidad y ni siquiera habían intentado descubrir nada. Los
marineros dedicaron todo el día a reparar la barca; el sonido de los martillos y las
voces de los hombres que trabajaban resonaron por la costa mezclándose con el
embate de las olas. No había tiempo para explorar las ruinas buscando a alguien que,
ya fuera natural o sobrenatural, era evidente que evitaba cualquier relación con un ser
vivo. Sin embargo, Vernon fue a la torre y buscó en vano por todos los rincones; las
paredes vacías y deprimentes no incluían signo alguno de que sirvieran de abrigo; e
incluso un pequeño hueco en la pared de la escalera, que no había visto antes, estaba
igualmente vacío y desolado.
Se fue de la torre y deambuló por el pinar que lo rodeaba; abandonando toda
esperanza de resolver el misterio, se vio pronto absorbido por los misterios que más
de cerca tocaban a su corazón cuando de pronto vio en el suelo, junto a sus pies, una
zapatilla. Desde Cenicienta no se había visto jamás una zapatilla tan pequeña; por
poco que un zapato pudiera decir, contaba una historia de elegancia, encanto y
juventud. Vernon la recogió; había admirado a menudo el pie singularmente pequeño
de Rosina y lo primero que se preguntó fue si esa pequeña zapatilla le habría entrado.

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¡Todo era muy extraño! Debía pertenecer a la Joven Invisible. Así que había una
forma de hada que despertaba esa idea, una forma de sustancia material, que indicaba
que su pie necesitaba ser calzado. ¡Y qué manera de ser calzado! De una piel de
cabritilla tan fina, y de una forma tan exquisita, que se asemejaba exactamente al
modo de vestir de Rosina. De nuevo se le repitió la imagen de su adorada fallecida; y
mil asociaciones domésticas, infantiles pero dulces, amorosas pero nimias, llenaron
de tal modo el corazón de Vernon que se recostó en el suelo y lloró con más amargura
que nunca el destino desgraciado de la dulce huérfana.
Por la tarde, los hombres abandonaron el trabajo y Vernon regresó con ellos a la
cabaña en donde iban a dormir, con la intención de proseguir su viaje, si el tiempo lo
permitía, a la mañana siguiente. Nada dijo de la zapatilla cuando volvió con sus
toscos compañeros. Miró hacia atrás a menudo, pero la torre se elevaba oscuramente
sobre las olas sin que apareciera luz alguna. En la cabaña habían preparado su
acomodo, ofreciéndosele a Vernon la única cama; pero se negó a privar de ella a su
anfitriona y, extendiendo su capa sobre un montón de hojas secas, se esforzó por
entregarse al reposo. Durmió varias horas y al despertar todo estaba en calma, pues
únicamente la fuerte respiración de quienes dormían en la misma habitación que él
interrumpía el silencio. Se levantó y se acercó a la ventana, mirando por encima del
mar, plácido ahora, hacia la torre mística; ardía en ella la luz, enviando sus esbeltos
rayos por encima de las olas. Felicitándose de una circunstancia que no había
anticipado, Vernon salió silenciosamente de la cabaña, se envolvió en la capa y
caminó a paso vivo, rodeando la bahía, hacia la torre. Al llegar allí, la luz estaba
todavía encendida; entrar para devolverle el zapato a la doncella no sería sino un acto
de cortesía; y trató de hacerlo con sumo cuidado, sin ser percibido, para que ella, con
sus artes habituales, no pudiera hurtarse a sus ojos; pero desafortunadamente, cuando
todavía estaba subiendo por el estrecho sendero, desplazó con el pie un ligero
fragmento que cayó sonando por el precipicio. Se abalanzó entonces, para recuperar
con la velocidad la ventaja que había perdido con el desafortunado accidente. Llegó a
la puerta y entró: todo estaba en silencio, pero también oscuro. Se detuvo en la
habitación de abajo, seguro de que su oído captaría hasta el sonido más ligero. Subió
los escalones y entró en la cámara superior, pero su mirada penetrante encontró la
oscuridad, pues la noche sin estrellas no admitía el menor brillo por la única abertura.
Cerró los ojos, para abrirlos de nuevo e intentar que su nervio visual captara algún
débil rayo; pero fue en vano. Recorrió a tientas la habitación: se quedó quieto,
manteniendo la respiración; de pronto, escuchando intensamente, estuvo seguro de
que había alguien más en la habitación y que la atmósfera era ligeramente agitada por
otra respiración. Recordó el hueco de la escalera, pero habló antes de acercarse;
dudando por un momento lo que iba a decir.
—Debo creer que sólo el infortunio os mantiene en el encierro; y si la ayuda de
un hombre, de un caballero…
Fue interrumpido por una exclamación: una voz como de tumba pronunció su

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nombre y el acento de Rosina prosiguió silabeando.
—¡Henry! ¿Es cierto que es a Henry a quien oigo?
Él se precipitó, dirigido por el sonido, y tomó entre sus brazos la forma viva de la
joven por la que se había lamentado: su Joven Invisible la llamó, pues aunque sentía
que el corazón de ella latía junto al suyo, y la tomaba de la cintura con su brazo,
sujetándola como si ella fuera a hundirse en el suelo por la agitación; y aunque los
sollozos de ella le impedían hablar articuladamente, el instinto que llenaba de
tumultuosa alegría el corazón de Vernon le decía que la forma esbelta y debilitada
que apretaba cariñosamente era la sombra viva de la bella Hebe que él había adorado.
La mañana contempló a esa pareja que tan extrañamente se había reencontrado
navegando sobre un mar tranquilo hacia L, desde donde se dirigirían a la residencia
de sir Peter, que tres meses antes había abandonado Rosina con tanto dolor y terror.
La luz de la mañana despejó las sombras que la habían ocultado y reveló a la bella
persona que era la Joven Invisible. Alterada, claro, por el sufrimiento y la aflicción,
pero todavía con la misma dulce sonrisa en sus labios y con la luz tierna de sus ojos
azul claro. Vernon sacó la zapatilla y presentó la causa de lo que le había llamado a
tomar la resolución de descubrir a la guardiana del faro místico; pero ni siquiera
ahora se atrevía a preguntar cómo había existido en aquel desolado lugar, o por qué
había conseguido evitar que la vieran, cuando lo correcto habría sido buscarlo a él
inmediatamente, pues bajo su cuidado y protegida por su amor, no tendría que haber
temido ningún peligro. Pero Rosina se apartó de él al escuchar eso y una palidez
mortal cubrió su rostro al hablar.
—Por la maldición de tu padre. ¡Por sus temibles amenazas!
Pues parece ser que la violencia de sir Peter y la crueldad de su hermana habían
conseguido introducir en ella un terror salvaje e invencible. Había huido de la casa
sin tener pensado un plan: impulsada por un horror desesperado y un miedo
abrumador, se había ido sin apenas dinero, sin posibilidad de retroceder ni de seguir
avanzando. En todo el mundo no tenía otro amigo que Henry; ¿adónde podía ir? De
haber buscado a Henry, habría sellado la desgracia del destino de ambos; pues, con
un juramento, sir Peter había afirmado que antes los vería a ambos en un ataúd que
casados. Tras deambular por ahí, ocultándose durante el día y atreviéndose a salir
solamente por la noche, había llegado a esa torre desértica que le había parecido un
refugio. Apenas podía decir cómo había vivido desde entonces: había permanecido en
el bosque durante el día o dormido en el sótano de la torre cuando no había
encontrado refugio: por la noche quemaba piñas recogidas en el bosque; y era la
noche su momento más querido, pues le parecía que con la oscuridad llegaba la
seguridad. No sabía que sir Peter hubiera abandonado esa parte, por lo que a ella le
aterrorizaba que su escondite fuera descubierto. Su única esperanza era que regresara
Henry: que Henry no descansara nunca hasta que la encontrara. Confesó que el largo
intervalo y la proximidad del invierno la habían llenado de consternación; temía que,
como las fuerzas le estaban fallando y el cuerpo convirtiéndose en esqueleto, podría

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morir y no volver a ver nunca a su Henry.
A pesar de todas las atenciones de él, una enfermedad siguió a su recuperación de
la seguridad y las comodidades de la vida; pasaron muchos meses hasta que sus
mejillas florecieron, sus miembros recuperaron la redondez y se volviera a parecer a
la imagen que se había hecho de ella en sus días dichosos, antes de que la pena la
visitara. Una copia de ese retrato decoraba la torre, escenario de su sufrimiento, en la
que había encontrado abrigo. Sir Peter, gozoso de verse liberado de las punzadas del
remordimiento y encantado de ver nuevamente a su pupila huérfana, a quien amaba
realmente, ya no se oponía como antes a bendecir la unión con su hijo: a Mrs.
Bainbridge no la volvieron a ver. Todos los años pasaban algunos meses en la
mansión galesa, escenario de su primera felicidad conyugal, donde la pobre Rosina
despertó de nuevo a la vida y el gozo después de haber sido perseguida cruelmente.
Henry había amueblado con cariño la torre, decorándola tal como yo la vi: y venía a
menudo, con su «Joven Invisible», a renovar, en el escenario mismo en donde había
sucedido, el recuerdo de todos los incidentes que los habían llevado a encontrarse de
nuevo, en las sombras de la noche, en esa ruina aislada.

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Charlotte Brontë
(1816 - 1855)

Al igual que Mary Shelley, Charlotte Brontë ha pasado a la historia de la literatura


universal como la autora de una sola novela, magistral, inolvidable. En su caso, se
trata de Jane Eyre (1847), a cuya tremenda popularidad han contribuido, y no poco,
sus adaptaciones al cine. En efecto, este melodrama romántico cuenta con más de una
docena de versiones fílmicas, la primera de las cuales fechada en 1910 y dirigida por
Mario Caserini y Theodore Marston. No obstante, entre todas ellas destacan
principalmente dos: la inquietante adaptación llevada a cabo por el cineasta franco-
americano Jacques Tourneur y los guionistas Curt Siodmak y Ardel Wray, I Walked
with a Zombie (1943) y, especialmente, Alma rebelde (Jane Eyre, 1944), hoy por hoy
considerada la mejor traslación a la gran pantalla del texto de Charlotte Brontë,
firmada por el británico Robert Stevenson —popular luego por sus trabajos en la
factoría Disney como Mary Poppins (íd., 1964)—, quien construyó alrededor de tan
trágica historia una sorprendente atmósfera gótica, y protagonizada por unos
magníficos Orson Welles, como Edward Rochester, y Joan Fontaine, como Jane.
Junto a ambas películas cabe añadir el notable telefilme de Delbert Mann Jane Eyre
(íd., 1970) —que, en países como el nuestro, se proyectó en salas debido a su
exquisita puesta en escena, a sus excepcionales intérpretes, George C. Scott y
Susannah York, y a la notable banda sonora de John Williams—, o la personalísima
interpretación de Franco Zeffirelli en Jane Eyre, de Charlotte Brontë (Jane Eyre,
1996).
Pero, a diferencia de la fábula de Mary Shelley, el texto de Charlotte Brontë no
engendró un mito de la envergadura del barón Frankenstein y su Criatura, ni tampoco
consiguió labrarse una carrera literaria de gran calado. Solamente tres novelas más
componen «oficialmente» la producción de su autora: Shirley (1849), Villette (1853)
y The Professor —escrita antes que Jane Eyre pero rechazada por diversas
editoriales, viendo la luz a título póstumo en 1857—, además de otras tres novelas de
juventud, The Green Dwarf, The Foundling y The Spell: An Extravaganza —las
cuales son una curiosa mezcla de escenarios góticos, invenciones fantásticas, intrigas
políticas y/o palaciegas y melodrama amoroso…—, escritas durante su estancia en la
escuela de Roe Head, entre 1832 y 1833, y publicadas por primera vez entre 2003 y
2005 por Hesperus Press (Londres). Brontë las firmó con el alias de Wellesley.
Sin embargo, Jane Eyre da la exacta medida de una gran novelista, una de las más
brillantes de su generación. Y no únicamente por sus enfebrecidos retratos góticos de
mujeres que luchan por sobrevivir, atrapadas en la arquitectura patriarcal que ha
delimitado el espacio reservado a la condición femenina —el castillo de Rochester es
un tenebroso laberinto que, por un lado, recluye en el ático a la esposa monstruosa,

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enloquecida, de Edward, mientras que, por otro, acoge el romance interclasista entre
una joven huérfana y un aristócrata víctima de un destino aciago—. También sus
excelentes retratos de personajes, adornados por valores humanos como la lealtad, el
altruismo o el amor puro y sincero, sus verdaderas riquezas —cf. Jane Eyre decide
casarse con Rochester aunque el hombre pierda la vista—. Asimismo, resulta
sumamente transgresora la manera de pensar y de actuar de Jane, su forma de ver el
mundo, sin sentirse jamás coartada o intimidada por la sociedad puritana y machista
que la rodea. De ahí que Jane Eyre sea considerada por muchos críticos y ensayistas
como una de las novelas precursoras del feminismo —si bien en su primera edición,
su autoría se encubrió bajo el pseudónimo «masculino» de Currer Bell—, cualidad
que en su tiempo desató furibundas polémicas. Aun así, fue un éxito instantáneo,
tanto para los lectores como para la crítica, encontrando en el escritor William M.
Thackeray (1811-1863) —célebre autor de Barry Lyndon (1844)— uno de sus más
acérrimos defensores.
“Napoleon and the Spectre” es un pequeño relato fantástico, originalmente
contenido en el primer manuscrito de The Green Dwarf (10 de julio-2 de septiembre
de 1833) y popularizado por la antología The Twelve Adventurers and other stories
(C. K. Shorter & E. W, Hatfield Editors, Londres, 1925). Hoy se revela como una
pequeña pieza de artesanía en la que Charlotte Brontë pone de relieve la profunda
antipatía que el pueblo inglés sentía por el emperador francés aun después de su
muerte —Napoleón falleció el 5 de mayo de 1821—, pues las largas y costosas
campañas que Gran Bretaña había emprendido contra el corso habían dejado al país
exhausto económicamente. Charlotte ironiza sobre la salud mental de Napoleón,
juega descaradamente con los efectos terroríficos al estilo de Ann Radcliffe, y los
rodea de un fino humorismo.
Charlotte Brontë nació en Thornton, Yorkshire, Inglaterra, el 21 de abril de 1816.
Era la tercera de seis hermanos, Maria (1814-1825), Elizabeth (1815-1825), Patrick
Branwell (1817-1848), Emily (1818-1848) y Anne (1820-1849), todos ellos muy
unidos. En 1820, su padre, Patrick Brontë, fue nombrado rector de Haworth, un
pueblo situado en los páramos de Yorkshire, lugar al que desde entonces quedó
vinculada toda su familia. Patrick Brontë, quien en realidad se llamaba Patrick
Brunty, era un irlandés de grandes inquietudes vitales e intelectuales que trabajó
como herrero, aprendiz de tejedor, maestro de escuela de su localidad natal,
Drumballerony, y, finalmente, clérigo. Patrick también demostró sus aptitudes
literarias publicando dos libros, The Cottage in the Woods (1815) y The Maid of
Killarney, or Albion and Flora (1818), así como poesías, folletos y sermones.
Charlotte y sus hermanos, pues, crecieron en un ambiente donde la imaginación
desbordada de su progenitor —durante sus estudios de teología, Brunty cambió su
apellido por Brontë, palabra derivada del griego y que significa «trueno»—, unida a
su notable sed de conocimientos, convirtió su hogar en un sitio maravilloso poblado
por libros, arte, leyendas y juegos, por medio de los cuales la niña se evadía de la

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realidad cotidiana.
Al morir su madre, Mary Branwell, en 1824, a causa de un cáncer de estómago,
Charlotte y Emily fueron enviadas junto con sus hermanas mayores, Maria y
Elizabeth, a un colegio en Cowan Bridge (Lancashire, noroeste de Inglaterra), un
centro especial para hijas de clérigos, cuyo fundador, el reverendo William Carus
Wilson, gozaba de gran respeto y admiración entre todos los cristianos británicos de
la época. Sin embargo, sus ideas docentes eran bastante turbias: para salvar el alma
de sus alumnos y extirpar de ellos cualquier tentación pecaminosa, en Cowan Bridge
se castigaba sus cuerpos haciéndoles pasar hambre y frío, aplicándoles además
severos castigos físicos. Debido a las infames condiciones de vida del internado,
Maria y Elisabeth enfermaron de tuberculosis y, tras regresar a Haworth con
pronóstico de extrema gravedad, fallecieron meses después, Maria, en mayo, y
Elizabeth, en junio. Emily y Charlotte resistieron los rigores de la educación
impartida por el Carus Wilson, pero su estancia en el colegio se cobró un alto precio:
Emily tuvo siempre una salud frágil, hostigada por una latente tuberculosis que, al
final, acabaría también con su vida. Buena parte de la espantosa experiencia que las
hermanas Brontë vivieron en Cowan Bridge fue recogida por Charlotte en su novela
Jane Eyre, a la hora de retratar Lowood y su pavoroso propietario, Mr. Blocklehurst,
alter ego literario del reverendo.
Rescatadas por su padre, Charlotte y Emily regresaron a Haworth, junto a Anne y
P. Branwell, lo cual estrechó aún más sus lazos afectivos. Para divertirse —«Por
residir en una región apartada en la que la cultura no estaba muy extendida y en la
que, en consecuencia, no teníamos ningún estímulo que nos hiciera relacionarnos
fuera de nuestro círculo doméstico», escribió Charlotte, «lo cual nos hacía depender
de nuestra propia compañía, de los libros y del estudio, a la hora de buscar distracción
y ocupación para nuestras vidas»—, los hermanos Brontë leían revistas de contenido
político y literario como Blackwood Magazine, Edimburgh Review o Fraser’s
Magazine, publicaciones donde igualmente podían leerse relatos de terror y misterio,
además de poemas e historias sobre casas encantadas. Los Brontë también escribieron
una serie de relatos sobre el reino imaginario de Anglia —propiedad de Charlotte y P.
Branwell, gobernado por el duque de Zamorna y su malvado padrastro
Northangerland—, y el de Gondal —tutelado por Emily y Anne, sobre el que reinaba
una heroína irresistible por su belleza y virtud llamada Augusta Geraldine Almeda—.
Todavía se conservan cerca de un centenar de cuadernos —iniciados en 1829— de las
crónicas de Anglia, pero ninguno de la saga de Gondal, iniciados en 1834, a
excepción de algunos poemas de Emily.
Entre 1831 y 1833 Charlotte cursó estudios en la escuela local de Roe Head y,
acto seguido, se convirtió en la tutora de sus hermanas menores, ayudada por su tía
Miss Elizabeth Branwell. Decididas a abrir una escuela privada, en febrero de 1842,
Charlotte y Emily viajaron a Bélgica con el propósito de perfeccionar en el
Pensionnat Heger de Bruselas sus conocimientos de francés y alemán. Pero al morir

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su tía en octubre de ese mismo año, se vieron obligadas a volver. Tras el funeral,
Charlotte regresó al Pensionnat Heger como maestra, mientras que Emily se quedó
como administradora de la casa junto a Anne y P. Branwell, quien había fracasado
primero como retratista y después como empleado del ferrocarril. Las experiencias
que Charlotte vivió en Bruselas le sirvieron a su regreso para plasmar la soledad,
nostalgia y aislamiento de Lucy Snow, la protagonista de Villete.
Charlotte, Anne y Emily Brontë asumieron un nuevo reto: la escritura de una
novela. Aunque las tres hermanas publicaron sus respectivos manuscritos en 1847, el
primero en llegar a las librerías fue el de Charlotte, Jane Eyre, un melodrama gótico
que obtuvo un éxito inmediato —fue considerada la mejor novela de la temporada en
los selectos círculos literarios londinenses—. Agnes Grey, escrita por Anne, y
Cumbres borrascosas, por Emily, se editaron unos meses más tarde, pero la crítica no
les dispensó una acogida tan favorable. Al regresar a Haworth después de haberse ido
un tiempo a ver a sus editores, las hermanas Brontë se enfrentan a la agonía de P.
Branwell, cuya salud se había deteriorado irreversiblemente, tras años de adicción al
opio y a la bebida; su muerte precoz traerá consigo nuevas desgracias para la familia.
En el entierro de su hermano, Emily coge frío y enferma de gravedad. Al principio se
niega a recibir ayuda médica y se obstina en proseguir con sus ocupaciones
domésticas, pero la tisis merma sus fuerzas y, finalmente, causa su muerte la mañana
del 19 de diciembre de 1848, mientras Charlotte recogía en los páramos de Haworth
las ramitas de brezo que tanto agradaban a su hermana. Cinco meses más tarde, el 28
de mayo de 1849, un año después de publicar su segunda novela, La dama de Wildfell
Hall, Anne fallecía en Scarborough —donde se desplazó voluntariamente para pasar
sus últimos días, acompañada de Charlotte y de una amiga de ésta, Ellen Nussey, ya
que Anne guardaba un grato recuerdo de allí desde la época en que trabajó como
institutriz—. Charlotte murió, también víctima de la tuberculosis, en el invierno de
1855. Estando embarazada, la escritora había enfermado a raíz de un enfriamiento,
contraído mientras paseaba por los páramos. Solamente un año antes, Charlotte había
logrado superar la soledad de Haworth casándose en junio de 1854 con el coadjutor
del reverendo Patrick Brontë, el clérigo Arthur Bell Nicholls.

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NAPOLEÓN Y EL ESPECTRO
Bueno, como iba diciendo, el emperador se metió en la cama.
—Chevalier —le dijo a su ayuda de cámara—, corre esas cortinas y cierra la
ventana antes de salir de la habitación.
Chevalier hizo lo que se le había dicho, y después, tomando su palmatoria, salió.
Pocos minutos después, al emperador le pareció que su almohada estaba
demasiado dura, y se incorporó para sacudirla. Mientras lo hacía, se oyó un ligero
crujido cerca de la cabecera. Su Majestad escuchó, pero todo estaba en silencio
cuando volvió a acostarse.
Apenas había adquirido una pacífica postura de reposo, la sed le importunó.
Incorporándose sobre el hombro, tomó un vaso de limonada del pequeño velador que
estaba a su lado. Se refrescó con un largo trago. Mientras devolvía la copa a su sitio,
resonó un profundo lamento en el armario del rincón de la habitación.
—¿Quién está ahí? —gritó el emperador, agarrando sus armas—. Habla, o te
volaré los sesos.
Esta amenaza no surtió otro efecto que una risotada breve y cortante a la que
siguió un silencio sepulcral.
El emperador se levantó de su lecho y, poniéndose precipitadamente su robe-de-
chambre, que colgaba sobre el respaldo de una silla, se dirigió valerosamente al
armario encantado. Mientras abría la puerta, algo crujió. Saltó hacia delante con el
sable en la mano. No apareció alma ni espectro alguno, y el crujido, era evidente,
procedía de una capa caída que había estado colgada de un clavo de la puerta.
Medio avergonzado de sí mismo volvió a la cama.
Cuando estaba de nuevo a punto de cerrar los ojos, la luz de tres velas que ardían
en un candelabro de plata que había sobre la chimenea se oscureció repentinamente.
Miró. Una sombra negra y opaca la eclipsaba. Sudando de terror, el emperador estiró
el brazo para agarrar el llamador, pero un ser invisible se lo arrebató de la mano y, en
ese mismo instante, la ominosa tiniebla desapareció.
—¡Bah! —exclamó Napoleón—. Sólo era una ilusión óptica.
—¿Lo era? —susurró una voz hueca cerca de su oído en tono misterioso—. ¿Fue
una ilusión, emperador de Francia? ¡No! Todo cuanto habéis oído y visto es un triste
augurio de la realidad. ¡Alzaos, portador del Estandarte del Águila! ¡Levantaos,
adalid del Cetro de la Flor de Lis! Seguidme, Napoleón, y veréis más.
Cuando la voz calló, una forma apareció ante su mirada atónita. Era la de un
hombre alto y delgado, vestido con un sobretodo azul de bordes dorados. Llevaba un
pañuelo negro muy ajustado en torno al cuello y prendido por dos pequeños palillos
detrás de cada oreja. Su semblante era lívido; la lengua le asomaba de entre los
dientes y de sus cuencas unos ojos vidriosos e inyectados en sangre sobresalían
aterradoramente.
—Mon Dieu! —exclamó el emperador—. ¿Qué veo? Espectro, ¿de dónde vienes?

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El aparecido no habló, pero se deslizó hacia delante y, levantando un dedo, le hizo
señas a Napoleón para que le siguiera.
Controlado por una misteriosa influencia, que le arrebató la capacidad de pensar o
actuar por propia voluntad, obedeció en silencio.
La pared de la estancia se abrió cuando se aproximaron y, cuando ambos la
hubieron atravesado, se cerró tras ellos con un sonido atronador.
Habrían caminado en total oscuridad de no ser por una tenue luz que rodeaba al
fantasma y mostraba los húmedos muros de un largo pasillo abovedado. Lo
recorrieron con silenciosa rapidez. Poco después, una fría y refrescante brisa que
aullaba en la bóveda, que hizo que el emperador se arrebujase más en su camisón, les
anunció que se acercaban al aire libre.
Pronto salieron, y Napoleón se encontró en una de las principales calles de París.
—Digno Espíritu —dijo, temblando ante el frío aire nocturno—, permíteme
volver y ponerme algo más de ropa. Volveré contigo enseguida.
—Caminad —replicó severamente su compañero.
Se sintió obligado, a pesar de la creciente indignación que casi le sofocaba, a
obedecer.
Y caminaron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa señorial
construida a orillas del Sena. Aquí el Espectro se detuvo, las puertas se abrieron para
recibirlos y entraron a un gran salón de mármol, parcialmente oculto por un telón
atravesado, a través de cuyos pliegues traslúcidos se veía brillar una luz que ardía con
deslumbrante fulgor. Una hilera de hermosas figuras femeninas, ricamente vestidas,
estaban en pie delante de la cortina. Llevaban en la cabeza guirnaldas de las más
hermosas flores, pero sus rostros estaban ocultos por macilentas máscaras que
representaban calaveras.
—¿Qué es esta farsa? —gritó el emperador, haciendo un esfuerzo por sacudirse
las cadenas mentales que le mantenían involuntariamente preso—. ¿Dónde estoy y
por qué me has traído aquí?
—Silencio —dijo su guía, dejando colgar aún más su lengua negra y
sanguinolenta—. Silencio, si queréis evitar una muerte instantánea.
El emperador habría respondido, pues su coraje natural había vencido al temporal
asombro al que había sido sometido, pero justo entonces una música salvaje y
sobrenatural atronó tras el enorme telón, que ondeaba adelante y atrás y se
encampanaba como si le agitase una contienda o batalla interna entre vientos. En ese
mismo momento una abrumadora mezcla del olor a carne corrupta, combinado con el
de las más ricas fragancias del Oriente, llenó sigilosamente el salón encantado.
Un murmullo de muchas voces se oía ahora a lo lejos y algo le agarró el brazo
ansiosamente desde atrás.
Se volvió frenéticamente. Sus ojos se encontraron con el conocido semblante de
María Luisa.
—¡Cómo! ¿También tú estás en este lugar infernal? —dijo—. ¿Qué te ha traído

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aquí?
—¿Vuestra Majestad me permitirá haceros la misma pregunta a vos? —dijo la
emperatriz, sonriendo.
Él no respondió; el asombro se lo impidió.
Ahora ningún telón se interponía entre él y la luz. Había desaparecido como por
arte de magia y un espléndido candelabro apareció suspendido sobre su cabeza.
Multitud de damas, ricamente vestidas, pero sin máscaras de calavera, estaban a su
alrededor, y unos alegres caballeros se mezclaban entre ellas en adecuada proporción.
La música aún sonaba, pero ahora se veía que procedía de una orquesta de músicos
mortales emplazados en una tarima cercana. En el aire aún se olía el incienso, pero
era un incienso ya no mezclado con hedor.
—Mon Dieu! —gritó el emperador—. ¿Qué es todo esto? ¿Dónde diablos está
Piche?
—¿Piche? —replicó la emperatriz—. ¿Qué quiere decir Vuestra Majestad? ¿No
preferís salir de la habitación y retiraros a descansar?
—¿Salir de la habitación? Pues, ¿dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado de unos pocos miembros de la Corte a quienes yo
había invitado esta noche a un baile. Habéis entrado hace unos minutos en camisón y
con los ojos fijos y abiertos. Por la sorpresa que ahora demostráis, supongo que
estabais andando en sueños.
El emperador cayó inmediatamente en un ataque de catalepsia, en el que continuó
durante toda la noche y la mayor parte del día siguiente.

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Catherine Crowe
(1800 - 1876)

The Night-Side of Nature es, sin lugar a dudas, uno de los grandes clásicos de la
literatura esotérica del mundo anglosajón. Publicado en 1848, en dos volúmenes, por
George Routledge & Sons, a lo largo de más de 500 páginas su autora, Catherine
Crowe, conjuga elementos estilísticos propios de la narrativa gótica, tan popular en la
época, con reflexiones de corte científico, Filosófico y espiritista; recopila los
elementos más misteriosos e inquietantes del folclore popular en torno a sucesos
terroríficos y/o extraños, y los contrasta con fenómenos paranormales auténticos,
extrayendo en la operación interesantes conclusiones sobre la existencia real de un
mundo espiritual, trascendente, no físico, capaz de dar un nuevo sentido a la vida
humana. Por todo ello, no es nada gratuito afirmar que The Night-Side of Nature es
uno de los textos más influyentes en el nacimiento de la moderna parapsicología. Sus
páginas recogen, con afán enciclopedista, numerosos casos de clarividencia, telepatía,
premoniciones, poltergeist, apariciones espectrales, casas encantadas,
Doppelgängers, sueños premonitorios y telequinesis, sin olvidar los poderes mentales
que intervienen en las sorprendentes prácticas de un faquir —describe cómo fue
hallado, en perfecto estado físico, un santón hindú después de permanecer diez meses
enterrado vivo…, sin trucos—, y subraya el importante papel que desempeña la
autosugestión en la aparición de estigmas, sin intervención sobrenatural alguna, como
en el caso de la monja alemana Anna Katharina Emmerick (1774-1824) —cuyas
visiones «místicas» sobre la crucifixión de Jesús, recogidas en el libro The Dolorous
Passion of Our Lord Jesus Christ according to the Meditations of Anne Catherine
Emmerich (1833), merece la pena reseñarlo, fueron una de las bases dramáticas del
film de Mel Gibson La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004)—. La
fascinación de The Night-Side of Nature en sucesivas generaciones de espiritistas,
teósofos y ocultistas fue tremenda, de ahí la admiración que le profesaron personajes
como Arthur Conan Doyle, Madame Blavatsky, C. W. Leadbeater, Camille
Flammarion, Elizabeth Stuart Phelps y Eusapia Palladino.
Catherine Crowe (Stevens), mujer de brillante intelecto que se codeó sin
complejos con los mejores sabios europeos de todas las disciplinas a la hora de
cotejar experiencias y conocimientos, escribió: «… ¿cuándo admitirán nuestros
científicos que sus intelectos no pueden abarcar en toda su medida los diseños del
Todopoderoso?» Sus creencias ocultistas no excluían ni la razón ni a Dios, como
tampoco el sentido de la oportunidad comercial. The Night-Side of Nature apareció en
el momento de máxima popularidad de la ghost story victoriana —cf. las obras de
Sheridan Le Fanu, Wilkie Collins, Elizabeth Gaskell, Charles Dickens, Walter
Scott…—, cuyo auge coincidió, por un lado, con el desarrollo tecnológico y

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científico propio de la Revolución Industrial, mientras que, por otro, con la
proliferación de asociaciones ocupadas en la investigación psíquica —la prestigiosa
The Society for Psychical Research (SPR), fundada en 1882— y sociedades
ocultistas y espiritistas —cf. la Hermetic Order of the Golden Dawn, fraternidad de
magia ceremonial, fundada en Londres en 1888 por William Wynn Westcott y
Samuel MacGregor Mathers, o la Spiritualists National Union (SNU), fundada en
1901, bajo el lema Light, Nature, Truth (Luz, Naturaleza, Verdad)—, acentuando
cierto declive de la religión tradicional. Catherine Crowe, por medio de Che Night-
Side of Nature, dio carácter «hermenéutico» a incidentes considerados hasta ese
momento como pura fantasía.
Nacida en Borough Green, Kent (Inglaterra), Catherine Crowe (Stevens) pasó
casi toda su vida en Edimburgo, en Escocia. Autora de obras teatrales, de libros de
cuentos infantiles, fue una infatigable defensora del acceso a la educación
universitaria de la mujer, y manifestó en diversas ocasiones su simpatía por el
Movimiento Sufragista, apoyó públicamente al filósofo y político John Stuart Mill
(1806-1873) cuando presentó a la Cámara de los Comunes en 1866 la primera
petición oficial del Comité por el Sufragio Femenino, Crowe también publicó dos
novelas no muy exitosas, Susan Hopley (1841) y Lilly Dawson (1847), eclipsadas por
el éxito de The Night-Side of Nature. En esta misma línea hallamos la recopilación de
relatos de fantasmas Ghost Stories and Family Legends (1859), en cuya preparación
intervinieron de manera indirecta los amigos de la escritora, quienes le contaron
historias espectrales «verídicas» —lo que hoy llamaríamos leyendas urbanas— y
sucesos folclóricos relacionados con el retorno de los muertos al mundo de los vivos.
La calidad de la selección atrajo a Montague Summers (1880-1948), clérigo
especializado en el estudio de lo fantástico y lo sobrenatural en la literatura y el
folclore —cf. The History of Witchcrafi (1926), The Vampire in Europe (1929), The
Physical Phenomena of Mysticism (1947)—, quien incluyó en su peculiar antología
Victorian Ghost Stories (1936) las narraciones “The Italian’s Story” y “Round the
Fire”.
«No puedo sino pensar que sería un gran paso para la humanidad si pudiéramos
familiarizarnos con la idea de que somos espíritus agregados durante un tiempo a la
carne de un cuerpo (…). Pero al disolverse la conexión entre el alma y el cuerpo,
aunque cambia la condición externa del anterior, su estado moral permanece intacto.
Lo que el hombre ha hecho de sí mismo así será en la otra vida; su estado es el
resultado de su última vida; su cielo o el infierno está en él mismo», apuntó Catherine
Crowe en The Night-Side of Nature. Así pues, su aproximación al fenómeno de las
posesiones diabólicas en su capítulo “Possessed by Demons” oscila entre su abierta
fascinación por tal fenómeno como síntoma de la presencia de lo espiritual en el ser
humano —aunque sea desde una óptica negativa…—, y el deseo de arrojar algo de
luz, desde la medicina y una rudimentaria psiquiatría (estamos en 1848), a situaciones
que rozan a menudo lo grotesco, cuando no caen estrepitosamente en ello. Con una

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ligereza indigna de cualquier postura teológica, la posesión diabólica había sido en
épocas pretéritas la excusa perfecta para cometer todo tipo de tropelías, impidiendo el
avance de la ciencia para un correcto diagnóstico de enfermedades como la epilepsia,
la esquizofrenia o la paranoia. Recordemos que en la Inglaterra de la época en que se
publicó The Night-Side of Nature todavía estaban muy presentes los excesos
cometidos en el siglo XVII por Matthew Hopkins, The Witch-finder General,
inquisidor puritano facultado por Oliver Cromwell y el Parlamento inglés a limpiar
los condados Suffolk y Essex, en East Anglia, entre 1644 y 1646, de toda clase de
brujas, brujos, herejes y posesos, sin reparar en los medios. Por ello, el valor
documental de “Possessed by Demons” es inmenso. Con todo el detalle que le es
posible, Catherine Crowe describe los casos, por ejemplo, de Rosina Wildin y
Barbara Rieger, muchachas que mostraban varios de los síntomas de posesión no
solamente reconocidos por la iglesia católica en su Ritual de Exorcismos y otras
súplicas (1998) —poliglosia (capacidad de hablar lenguas desconocidas para el
poseso), fuerza extraordinaria…—, sino presentes en el exorcismo, documentado de
manera mucho más fiable, de Annelise Michel, acaecido en Klingenberg (Alemania),
entre 1968 y 1976 —Annelise murió a consecuencia de las terribles secuelas físicas
que los cuarenta y dos exorcismos (¡) practicados por los sacerdotes Ernst Alt y
Arnold Renz dejaron en su cuerpo; tenía 23 años…—, o el de Robert Mannheim, en
Mount Rainer, Maryland (USA), ocurrido en 1949, y que sirvió de inspiración a un
estudiante católico de la Universidad de Georgetown llamado William Peter Blatty,
para escribir, años después, el libro más famoso sobre el Demonio de la era moderna,
El Exorcista (The Exorcist, 1971), del cual vendió más de trece millones de copias
sólo en inglés.

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POSEÍDOS POR DEMONIOS
De todos los aspectos de la brujería y lo sobrenatural a los que he prestado mi
atención, es el de la posesión demoníaca el que muy probablemente más me haya
fascinado. Muchos médicos alemanes sostienen que es posible que se den esas
instancias genuinas de la posesión, y hay a este respecto numerosos trabajos
publicados en alemán. Por lo demás, para este mal concreto que es la posesión,
ofrecen el magnetismo como único remedio, toda vez que es a través de su práctica
cuando el sujeto puede acceder a una comunicación más directa y efectiva con los
espíritus malignos y conseguir así su neutralización. Dicen dichos médicos que, no
obstante ser los de la posesión supuestos aislados, e incluso raros de verse, sus
víctimas pueden ser de uno u otro sexo, y de una u otra edad, de manera que nadie
queda a salvo de la desgracia que supone caer en la posesión demoníaca. Es un grave
error, en consecuencia, suponer que la posesión demoníaca concluyó con la
resurrección de Cristo, o que esa alusión de las Escrituras al sujeto poseído por un
demonio alude únicamente al que sufre de convulsiones o de insania mental.
El mal de la posesión, que no es contagioso, sin embargo, fue bien conocido por
los griegos; y en tiempos más recientes Hoffmann nos ha recordado varios y muy
señalados casos. Entre los síntomas más claros de la posesión demoníaca se cuentan
el hablar del paciente con una voz que no es la suya, las convulsiones aterradoras y
los movimientos descontrolados del cuerpo, todo lo cual se manifiesta de súbito, sin
una sintomatología previa, además de la proclamación de blasfemias, el uso de un
lenguaje obsceno, el conocimiento de lo que permanece en secreto y la visión del
futuro, además de los vómitos de cosas extraordinariamente raras como pelos, clavos,
agujas, etcétera, etcétera… He podido observar, sin embargo, que las opiniones al
respecto que se dan en Alemania no son coincidentes, ni siquiera entre quienes han
tenido la ocasión de observar oportunamente casos de posesión demoníaca.
El doctor Bardili tuvo un caso en 1830, considerado como uno de los más
decididamente claros de cuantos haya presentado la posesión demoníaca. La paciente
era una campesina de treinta y cuatro años, que nunca había padecido ninguna
enfermedad y cuyo cuerpo mostraba gran corrección en todas sus funciones, incluso
cuando la mujer daba muestras del extraño fenómeno. Debo observar que la paciente
estaba felizmente casada, que tenía tres hijos y que no era una fanática religiosa; tenía
además un carácter afable y era persona muy bien dispuesta para el trabajo y el
cumplimiento de todas sus obligaciones. Pues bien, no obstante todo eso, y sin que se
dieran en ella síntomas previos de trastorno, ni causas perceptibles de su
comportamiento sorprendente, un mal día se vio atacada de convulsiones
violentísimas mientras del fondo de su pecho le salía una voz extraña y aterradora, la
voz propia de un espíritu maligno que habitara en la forma humana de la buena
mujer.
Cuando tal fenómeno se daba en ella, la campesina no parecía la misma pues

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perdía su individualidad; sin embargo, una vez superó el acceso, volvió a ser la de
siempre, la mujer afable y cumplidora de sus obligaciones que todos conocían. Pero
nadie pudo olvidar las blasfemias que dijo con aquella voz extraña, ni las maldiciones
que profirió incluso en contra de sus seres más queridos. Es más, una vez recuperada,
su cuerpo mostraba heridas y magulladuras que ella misma se había causado en el
curso de aquellos ataques, pues en medio de las terribles convulsiones que sufriera
rodaba por el suelo y se golpeaba con innumerables objetos, presa de una furia
indescriptible. Ya recobrada, no era capaz de recordar nada de lo ocurrido; sólo podía
lamentarse de lo que le contaban que había hecho, llorando entonces
desconsoladamente.
Los hechos se repitieron con alguna frecuencia, cada vez mayor, durante tres
años. En ese tiempo fue perdiendo su vitalidad hasta parecer casi un esqueleto, pues
en medio de los accesos, que eran de una violencia variable, no podía ni comer, ya
que cuando iba a llevarse la cuchara a la boca se le volvía ésta, como guiada por otra
mano, y el alimento se derramaba por el suelo. Una afección que, como ya se ha
dicho, duró tres años. No había remedio contra aquellas manifestaciones de insania;
sólo hallaba la mujer un poco de alivio en las oraciones que hacía acompañada de los
suyos, aunque en ocasiones, cuando la buena mujer oraba, el demonio que la poseía
reaccionaba violentamente y hacía que se levantase cuando ya se había arrodillado, y
en vez de las palabras santas de la oración le salía a la campesina por la boca una
retahíla de blasfemias acompañada de una risa espantosa, todo lo cual cesaba
únicamente por la insistencia en el rezo de quienes la acompañaban. Cabe señalar, sin
embargo, que no obstante todo lo anterior, la mujer pudo engendrar un nuevo hijo en
ese tiempo, y que cuando nació le mostró el cariño debido y le procuró los cuidados
necesarios, sin que su condición de madre se resintiese en todo ello. Pero el demonio
aguardaba.
Finalmente, y debido al magnetismo, la paciente cayó en una especie de
sonambulismo en el que se dejó sentir una voz procedente de sí misma, que no era
empero la suya, sino la de su espíritu protector, que la llamaba a ser paciente y a tener
esperanza, y que le hizo la promesa de que el diabólico huésped que albergaba a su
pesar sería obligado a abandonar sus cuarteles muy pronto. Curiosamente, la
campesina caía a menudo en un estado de magnetismo sin la ayuda de un
magnetizador. Y pasados aquellos tres años, quedó enteramente liberada del demonio
que la poseyera, recobrando por completo la salud y mostrándose tan afable y digna
como siempre lo había sido.
En otro caso, el de la niña de diez años Rosina Wildin, un caso que se dio en
Pleidelsheim en 1834, el demonio anunció la posesión que hiciera de la criatura
proclamando desde el interior de la pequeña: «¡Aquí estoy!» Fue de veras
sorprendente oír aquel grito de voz hosca y masculina en la niña, que yacía como
muerta pero convulsa, moviéndose brutalmente, hasta que de nuevo se dejó sentir
desde su interior la voz del demonio, que decía: «¡Y ahora me voy otra vez!», con lo

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que la pequeña recuperó la paz. Aquel demonio a veces se expresaba en plural, pues
como dijo en una ocasión estaba acompañado de otro maligno, un diablo mudo, por
el que tenía que hablar: «El mudo es quien hace que la niña se contorsione y gire
sobre sí misma, el que le distorsiona los gestos, el que le vuelve los ojos, el que hace
que le rechinen los dientes y todo lo demás… Yo sólo proclamo lo que él me
ordena», decía el demonio que hablaba. Pero también aquella niña se curó mediante
el uso del magnetismo.
Barbara Rieger, otra niña de diez años, natural de Steinbach, fue igualmente
poseída por dos espíritus malignos en 1834, los cuales, además de hablar con dos
tonos de voz y al tiempo, voces masculinas ambas, se expresaban también en
diferentes dialectos. Uno decía haber sido albañil en otro tiempo, y el segundo
proclamaba su antigua condición de verdugo. Éste era el peor de los dos. Cuando
hablaban, la niña cerraba los ojos; cuando los abría, no recordaba nada. El demonio
que fuera albañil confesaba haber sido un gran pecador, y hasta parecía mostrar cierto
grado de arrepentimiento, pero el que fue verdugo no hablaba de su vida anterior. A
menudo pedían de comer, por lo que la niña recibía grandes cantidades de alimento
mientras se hallaba en trance, con lo cual, cuando volvía en sí tenía hambre, pues
ellos se lo habían comido todo. El albañil trasegaba además grandes cantidades de
licor, y si no se lo daban hacía gala de un lenguaje muy procaz y causaba fuertes
convulsiones a la niña, que una vez recobrado el sentido mostraba gran aversión
hacia el alcohol. No paraban, con sus exigencias, de causar daño a la pequeña, que
finalmente pudo ser curada mediante el magnetismo… El demonio que había sido
albañil resultó prontamente expulsado de su cuerpo, pero el verdugo fue mucho más
tenaz y resistente. En cualquier caso, al cabo fue derrotado, lo que quiere decir que se
consiguió que saliera del cuerpo de la niña, con lo que ésta recuperó por completo la
paz y la salud.
En 1835, un ciudadano de lo más respetable, cuyo nombre no ha sido facilitado
por los médicos, acudió a la consulta del doctor Kerner. Tenía treinta y siete años, y a
partir de los treinta había comenzado a mostrar un carácter atrabiliario, sumamente
raro, por lo que llevaba siete años de posesión demoníaca. Eso había llenado de
infelicidad a su familia, tanto como a sí mismo. Ya no era el hombre cordial y
morigerado que fue siempre, sino grosero y despectivo, con frecuentes arrebatos de
cólera. Un día, para colmo, salió de él una voz extraña e insolente que dijo ser la de
un demonio que en otro tiempo fue el magistrado S., y que llevaba todos esos años,
entonces seis, poseyendo el cuerpo del infortunado. Al cabo, cuando se obtuvo
mediante magnetismo su expulsión, la víctima, aquel hombre a quien tanto le había
cambiado el carácter en siete años, cayó al suelo entre violentas convulsiones que
parecieron a punto de quebrar todo su cuerpo. Mas luego de una larga pausa en la que
pareció muerto, recobró por completo la salud y volvió a ser el hombre digno y
educado que siempre fuera.
En otro caso, una joven de Gruppenbach, aun hallándose en disfrute pleno de

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todos sus sentidos, oyó un mal día la voz del demonio que la tenía posesa (y que era
el alma de una persona ya fallecida), y no pudo evitar que salieran de sí tantas malas
palabras como aquel demonio decía.
En resumen, que no son tan extraños los casos de posesión demoníaca, ni
carecemos de descripciones prolijas de los mismos… Eso supone, ni más ni menos,
que el fenómeno de la posesión existe, aunque no me atreva a señalar hasta cuándo
seguirán siendo así las cosas, pues realmente sabemos muy poco de su génesis, que es
lo importante. Todo lo más, y en contra de cierta tendencia actual a negar la
existencia del fenómeno, podemos afirmar que tales casos son ciertos, pues están
perfectamente comprobados, y no es cosa de continuar diciendo que dichos supuestos
son imposibles.
Cabe esperar, igualmente, que en la medida en que dichas evidencias de la
posesión demoníaca se han dado en otros países, el nuestro no tiene por qué ser una
excepción. Por mi parte, puedo dar cuenta de un suceso al respecto, en el que sin
embargo se perciben otros influjos muy diferentes debidos a la posesión por parte de
los espíritus.
Ocurrió en Bishopwearmouth[13], cerca de Sunderland, en 1840; y aunque los
hechos fueron recogidos y publicados por dos médicos y dos cirujanos, además de
vistos por muchas otras personas, son poco conocidos. En cualquier caso, me parece
que son elocuentes en sí mismos tales hechos, cualquiera que sea la interpretación
que pretenda dárseles.
La paciente, Mary Jobson, estaba entre sus doce y trece años; sus padres,
personas muy respetables, la llevaban siempre a la escuela dominical. Mary cayó
enferma en noviembre de 1839, sufriendo de inmediato horribles convulsiones en
medio de las cuales se desgarraba los vestidos hasta quedar completamente desnuda.
Fue así durante varias semanas. Y fue en ese tiempo cuando sus padres observaron
que de Mary salía el sonido de unos golpes extraños, como si alguien golpeara una
puerta que hubiese en el interior de la niña. Ocurría en distintos lugares y a horas
diferentes, pero sobre todo cuando Mary ya se había acostado y dormido con las
manos fuera del abrigo de la cama.
Una noche, atentos sus padres a tales fenómenos, escucharon una voz en vez de
aquellos golpes, algo que los sorprendió extraordinariamente, algo que no acertaron a
explicarse salvo pasado mucho tiempo, cuando el caso ya quedó explicado por los
médicos. Primero fue un ruido metálico, como de choque de armas, y después una
especie de temblor, harto ruidoso igualmente, que pareció ir a derrumbar la casa;
siguieron pasos de alguien a quien no veían, mientras el suelo de la casa se llenaba de
agua de cuya procedencia no era posible dar cuenta, y más sonidos: el de las
cerraduras de las puertas que se abrían y, por encima de todos, una música muy dulce.
Los médicos y el padre de la niña sospecharon de algo sobrenatural y procedieron a
adoptar las precauciones oportunas; pero nadie supo en un principio interpretar
correctamente aquel misterio.

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Se trataba, sin embargo, de un espíritu benéfico, que al fin se manifestó para dar a
la familia muy buenos consejos. Muchos fueron los que acudían a contemplar tan
asombroso fenómeno, y no pocos de entre ellos hubieran querido escuchar aquella
voz tan sabia en sus propias casas. Deseos que se cumplieron en algunos casos. Así,
Elizabeth Gauntlett, mientras atendía a sus tareas domésticas un buen día, oyó una
voz que le decía: «Ten fe y escucharás la palabra de Dios, que habrás de oír
atentamente, con tu más entregado oído». Elizabeth, asombrada, no pudo evitar una
exclamación: «¡Qué es esto, Dios mío!» Y apenas lo dijo vio ante sí una pequeña
nube muy blanca. Aquella misma noche volvió a dejarse sentir tan dulce voz, que le
dijo: «Mary Jobson, una de tus alumnas de la escuela dominical está muy enferma;
acude a verla, pues si lo haces ayudarás a que se ponga bien». Elizabeth no sabía
dónde vivía Mary, pero después de enterarse allá que fue; y ya ante la puerta de la
casa oyó la misma voz, que la invitaba a entrar. Lo hizo y se dirigió a la habitación de
la niña, donde escuchó otra voz, tan dulce y bonita como la que antes oyese, que la
llamaba a tener fe y que además le dijo: «Soy la Virgen María». La voz de la Virgen
le prometió una señal cuando volviese a casa y, en efecto, aquella misma noche, tras
visitar a su alumna, y mientras leía la Biblia antes de acostarse, oyó la misma voz que
le decía: «Jemina[14], no temas, que soy yo… Si obedeces a lo que te diga, la paz será
siempre contigo, nunca padecerás males». Lo mismo ocurrió en otras visitas de la
Virgen, mas dejándose sentir en ellas, junto con su voz, una música celestial, la más
exquisita música.
El mismo fenómeno pudo observarse por parte de muchos, algunos de los cuales
recibieron reproches de la voz por sus muy humanas quejas, aunque la voz los
llamaba a ser corajudos y esperanzados. Otros oyeron también las voces de familiares
que ya habían muerto, y tuvieron con ellas muchas revelaciones.
Una vez dijo la voz a Mary Jobson: «Alza los ojos y verás en el techo el sol y la
luna». Y de inmediato se vieron en el techo un sol hermoso y una luna bellísima, que
todo lo llenaban de tonalidades anaranjadas, verdes, amarillas, plateadas… Pero el
padre de la niña, que no obstante el milagro obrado en su hija seguía siendo un
hombre escéptico, quiso limpiar el techo de la habitación, y lo hizo con denuedo,
hasta quedar agotado, pero fue en vano: allá siguieron el sol hermoso y la luna
bellísima.
Entre otras muchas cosas, a cada cual más prodigiosa, la voz dijo en otra ocasión
a la niña que parecía sufrir por algo; la niña dijo que no, pero también que no sabía
dónde tenía su cuerpo, y que temía que su espíritu la hubiese abandonado para tomar
posesión del cuerpo de otra persona; y que el cuerpo de esta persona, por ello, acaso
hablara con el grito de una trompeta. La voz le dio el consuelo que precisaba la niña,
llenándola de tranquilidad. Y también habló a la familia y a quienes acudían a la casa
para presenciar los milagros, de muchas cosas referidas a familiares y amigos
distantes, para probar que decía la verdad.
La niña vio en dos ocasiones a la divina forma junto a la cabecera de su cama, y

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Joseph Ragg, uno de los vecinos que habían acudido a la casa para contemplar los
prodigios, ya de regreso a su casa, vio una figura alta y luminosa, muy bella, que se
acercaba a su cama a las once en punto de la noche del 17 de enero. La figura vestía
ropas de hombre, no obstante lo cual dimanaba de ella una gran delicadeza. Aquella
misma noche volvería a verla de nuevo, horas más tarde. En esta segunda ocasión la
figura luminosa descorrió las cortinas de la ventana del cuarto y lo miró
bondadosamente, quedando así, contemplándole, durante un cuarto de hora. Cuando
se esfumó, las cortinas, por sí solas, volvieron a cerrarse en la ventana. Y un día,
hallándose de visita en la habitación de la niña enferma, Margaret Watson vio un
cordero que, después de entrar tranquilamente por la puerta del cuarto, fue a sentarse
junto al padre de la niña, John Jobson, sin que él lo viera.
Pero uno de los hechos más reseñables de este caso es, sin duda, el de la bellísima
música celestial que tantos escucharon, incluso el escéptico padre de la pobre niña
enferma. Eso, desde luego, fue lo que acabó obrando su conversión. Aquella música
se había dejado sentir ininterrumpidamente durante dieciséis semanas; unas veces
parecía la de un órgano, pero mucho más bonita; otras, la de un coro de voces que
cantara canciones sagradas cuyas palabras se escuchaban claramente; y a veces
también parecía el rumor apacible del agua de un arroyo. Y cuando la voz deseaba
que corriese el agua, sin que cesaran aquellos cánticos, el agua corría. Entonces
comprendió el escéptico padre de la niña que el agua derramada en el suelo de la casa
en aquella ocasión se debía a cosa tan concreta. Y que podía darse el prodigio, no una
vez, sino veinte veces, como él mismo proclamaba entusiasmado.
En todo el tiempo que se dio este caso las voces decían a la familia y allegados
que aún faltaba por obrarse un milagro definitivo en la niña Mary Jobson. Y así,
finalmente, el 22 de junio, cuando estaba más enferma que nunca, y su familia y
amigos rezaban ardorosamente para pedir por su vida, se dejó sentir la voz de la
Virgen a las cinco en punto de la tarde para ordenar que le fueran cambiadas las
sábanas de la cama, y que le fueran igualmente cambiadas la ropas a la niña, y que
todos abandonasen la habitación, salvo un niño que allí estaba, de dos años y medio
de edad… Obedecieron. Y cuando al rato volvieron a entrar en el cuarto de la
enferma les fue dado observar que Mary estaba completamente repuesta, sentada en
una silla con el niño en sus rodillas. Y desde aquel día jamás volvió a ponerse
enferma. El informe en el que se da cuenta de estos hechos data del 30 de enero de
1841.
Claro está, muchos se reirán de todo esto, asegurando que tales hechos nunca se
dieron porque son, no ya imposibles, sino absurdos; pero fueron muchos, gentes
honestas e inteligentes, los que pudieron comprobarlos por sí mismos. Yo misma, he
de confesarlo, me resistí a creer en todo ello, por mucho que los hechos concordasen
con mis propias creencias. Pero es que no fue una casualidad, no fue un fenómeno
que durase un día, ni siquiera una hora, sino muchos meses; y no es menos evidente
que el padre de Mary, un hombre escéptico donde los hubiera, acabó convencido del

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prodigio, lamentando en lo sucesivo haber sido blasfemo e intolerante, además de
incrédulo.
El doctor Reid Clanny, que elaboró un informe sobre el caso, con la ayuda de los
innumerables testigos del mismo, es un médico con muchos años de experiencia, y es
también, según me parece, el inventor de la lámpara de aceite con protección de
cristal[15], y declaró su convicción de que los hechos eran ciertos y demostrables,
asegurando a sus lectores que «mucha gente que detenta cargos en la jerarquía
eclesiástica, así como varios ministros de otras confesiones, además de miembros
notables de la sociedad, respetados por su sabiduría y piadosos sentimientos, se
muestran complacidos con las explicaciones dadas a propósito de estos prodigios».
Cuando vio por primera vez a la niña en su lecho del dolor, aparentemente insensible,
con los ojos fijos e inyectados en sangre, supuso que Mary padecía algún mal en su
cerebro, no creyendo que hubiera en su enfermedad ningún misterio de tipo
sobrenatural. No obstante, los exámenes a que sometió a la infeliz paciente lo
llevaron muy pronto a creer lo contrario[16].
También dio cuenta el médico en su informe de cómo, mientras duró la
enfermedad de la niña, tanto sus familiares como el mentado Joseph Ragg oyeron la
misma música celestial casi sin interrupción; y escribió igualmente que Mr. Torbock,
un cirujano que se mostró asombrado al conocer todo lo concerniente a la enfermedad
y posterior curación de Mary Jobson, le refirió a su vez otro suceso en el que, cuando
murió una persona a la que había asistido, se dejó sentir igualmente una música
celestial, muy deliciosa, que a todos los presentes llenó de paz.
No son casos aislados, sin embargo. Se ha referido con frecuencia el hecho,
comprobado por muchas personas, de que cuando alguien muere se deja sentir una
música celestial. Tengo innumerables testimonios al respecto.
Mas, volviendo a las investigaciones hechas sobre el caso de Mary Jobson, el
doctor Clanny llegó a la convicción de que el mundo espiritual se identifica a menudo
con nuestros problemas humanos a tal extremo que, como dice el doctor Drury, otro
sabio, no queda más remedio que aceptar el hecho de que vivimos en un mundo
espiritual, por lo que él mismo, cuando atendió a Mary, se vio inmerso en instancias
no precisamente terrenales, esas que, según sus propias palabras, «consiguen llegar
desde esos confines de los que, como suele decirse, no regresan los viajeros».

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Dinah Mulock
(1826 - 1887)

Según explica el ensayista norteamericano Richard H. Tyre en su artículo “A Note


to Teachers and Parents”, artículo en el cual reflexiona sobre las esencias y
mecanismos de la ghost story anglosajona —y que sirve de prefacio a la antología de
Michael & Don Congdon Alone by Night (Ballantine Books, Nueva York, 1967)—,
cualquier (buen) cuento de fantasmas empieza «anclado en la más recalcitrante
realidad, con una escena de la vida cotidiana descrita con nitidez y precisión. Los
protagonistas son siempre escépticos, e incluso cínicos, en lo tocante a lo
sobrenatural». «Pero en un segundo movimiento del relato —prosigue Tyre— se
introduce un elemento perturbador o incomprensible que el lector o el héroe del
cuento podrían interpretar de dos maneras: bien como intervención de lo fantástico, o
como un hecho extraño susceptible de ser interpretado de forma racional (…). Desde
luego, el protagonista lo interpreta de manera lógica, sensata, hasta que una nueva
serie de sucesos le convencen de que es inútil todo intento de racionalizar lo que
ocurre a su alrededor. He aquí el “descenso a las tinieblas” presente en todo cuento de
fantasmas. Siempre existe la posibilidad —concluye— de que dicho descenso a las
tinieblas pueda explicarse mediante una alucinación, un sueño o un trastorno mental.
Pero aún queda ese último párrafo, ese último y taimado detalle que conserva el
recuerdo de lo que pasó, ese último grito, esa última desaparición que nadie puede
explicar».
Las reflexiones de Richard H. Tyre, suscitadas por la obra de autores tan
masculinos y contemporáneos como Richard Matheson, Frank Belknap Long, Robert
Bloch o Henry Kuttner, trazan un excelente perfil creativo del relato de Dinah
Mulock “The Last House in C——— Street”, publicado por primera vez en el
número de agosto de Fraser’s Magazine en 1856. Su brevedad, realismo, atmósfera y
crescendo inteligentemente logrado, unidos a unas leves pinceladas de ironía nada
desmitificadora, consiguen un agradable frisson espectral que, sin rechazar
abiertamente la existencia de los fantasmas, tampoco cierra la puerta a tan inquietante
posibilidad. Efectivamente, semejante ambivalencia queda muy bien expuesta en la
elegante cita del Hamlet (1600-1602) de William Shakespeare —aludiendo, sin
mencionarlo explícitamente, al momento en que el príncipe de Dinamarca contacta
con el espíritu de su padre: «Do you think that Shakespeare believed in — in what
people call “ghosts?”» («¿Crees que Shakespeare creía en…, en lo que la gente llama
“fantasmas”?»), comenta la protagonista del relato, la Sra. MacArthur—,
ambivalencia capaz de atenuar el horror hasta reducirlo a una elaborada capa de
misterio —recordemos el paisaje nocturno, lívido, lunar, en el que tienen lugar las
apariciones, sonoras y visuales, del fantasma; las pesadillas…—. Al leer “The Last

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House in C——— Street” uno tiene la sensación de que su autora, Dinah Mulock,
tenía en mente, en todo instante, una de las más célebres y angustiosas frases de
Hamlet. Aquella en la que el protagonista, tras contemplar estremecido la sombra del
difunto monarca, exclama: «Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo
que ha soñado tu filosofía» (acto I, escena V). Una manera muy poética de dejar clara
su postura frente a lo oculto y de homenajear a sus maestros: en “The Last House in
C——— Street” encontramos el fantasma de una mujer, de una madre, aunque no
murió asesinada, como el rey de Dinamarca, sino durante un parto que se complicó
dramáticamente…
“The Last House in C——— Street” puede también leerse como una especie de
cuento de hadas para adultos. Si tomamos como modelo a Bruno Bettelheim,
podríamos decir que la ghost story revela la vida humana vista, sentida o vislumbrada
desde las zonas más sombrías de su interior, enfrentando al lector a su miedo a la
muerte, al dolor físico y psíquico, a sus pavores más absurdos y primitivos. Quizá en
ello haya jugado un importante papel la carrera de Dinah Mulock como narradora
infantil y juvenil —peculiaridad que comparte con algunas escritoras presentes en
esta antología como, por ejemplo, Edith Nesbit—, con obras de la categoría de The
Little Lychetts (1855), The Fairy Book (1863), The Adventures of a Brownie (1872) o
The Little Lame Prince and His Travelling Cloak (1875).
Hija del pastor evangelista Thomas Mulock, hombre de rígidas costumbres
morales a quien, sin embargo, le gustaban la literatura y la poesía —sus sermones, a
decir de quienes le conocieron, poseían un vibrante estilo literario—, Dinah María
Mulock nació en Stoke-on-Trent, Staffordshire —aunque casi toda su niñez la pasó
en Newcastle-under-Lyme, lugar que siempre evocaba con cariño—, y se educó en
Brampton House Academy, escuela situada muy cerca de su casa, donde pudo leer y
disfrutar por primera vez —atraída por sus ilustraciones— novelas como Simbad el
marino o Robinson Crusoe. Luego, ya llegada a la adolescencia, Jane Austen,
Edward Bulwer-Lytton, sir Walter Scott y Charles Dickens, además de Shakespeare y
Chaucer, se convirtieron en sus lecturas predilectas. Le servían para escapar
mentalmente de la monótona rutina cotidiana, de una educación orientada a
convertirla en buena esposa, buena cristiana y, como mucho, una buena maestra o
institutriz. En el verano de 1839, Dinah se traslada con su familia a Londres, donde
estudió italiano, griego y latín y aprendió a dibujar en la Government School of
Design at Somerset House. Atendiendo a los requerimientos de su hija, Thomas
Mulock incluso utilizó sus influencias para emplearla como profesora de literatura
inglesa. Por entonces ya había decidido que se dedicaría a escribir, la única profesión
en la cual las mujeres podían competir con los hombres «… y batirlos en su propio
terreno» (A Woman’s Thoughts about Women, cap. 3). Un proyecto que se retrasó a
causa de la muerte de su madre en 1845, lo cual la obligó a ocupar su puesto a la hora
de administrar la casa y cuidar de sus hermanos Tom y Benjamín. No será, pues,
hasta 1847 cuando arrancará definitivamente su proyecto literario —espoleada por el

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tremendo éxito, según reconoció, de Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë—, y
después de ocuparse un tiempo, por cuestiones puramente económicas, a la literatura
infantil, publicó su primera novela, The Ogilvies (1849) —emotivo y peculiar análisis
de las relaciones sentimentales y maritales (ergo sociales) de la Inglaterra victoriana
—, a la que siguieron Olive (1850) —curiosa variación, en el sentido musical del
término, de la novela de Charlotte Brontë con la que guarda estrechas similitudes—,
The Head of the Family (1852) y Agatha’s Husband (1853), hasta que consiguió un
tremendo éxito de crítica y público con John Halifax, Gentleman (1857). Éxito que se
confirmó con A Life for a Life (1859), extraordinaria novela epistolar que contrasta
las dramáticas vivencias de un hombre y una mujer, Max Urquhart y Dora Johnston
—él ha cometido un crimen pasional; ella, madre soltera—, cuyos particulares
periplos de sufrimiento y redención demuestran que, emocionalmente, no son nada
distintos.
Considerada una excelente y ocurrente conversadora por todos aquellos que la
conocieron y admiraron, interesada por el espiritismo, muchos destacan su atractivo
personal por encima del meramente físico —las fotografías que de ella se conservan
desvelan que su rostro guardaba un parecido inaudito con la reina Victoria—. Soltera
durante muchos años, celosa de su independencia personal y profesional, ante la
sorpresa de todos acabó casándose, a los treinta y nueve años, el 29 de abril de 1865,
con Alexander Macmillan (1818-1896), co-fundador junto a su hermano Daniel de la
editorial Macmillan & Company. Cuatro años después adoptaron a una niña
abandonada, Dorothy, a la que sus padres se referían como el regalo del cielo. A
pesar de convertirse en una notable ama de casa y madre, Dinah Mulock jamás
descuidó su prestigiosa y lucrativa carrera literaria —salvo durante los primeros años
de vida de Dorothy, pese a la tibia oposición de su esposo—, como demuestran sus
novelas A Brave Lady (1869-70), Hannah (1871), Young Mrs. Jardine (1879) y King
Arthur: Not a Love Story (1886). Inmersa en los preparativos de la boda de su hija, el
12 de octubre de 1887, un infarto acabó con su vida. Sus últimas palabras fueron:
«¡Si pudiera vivir un poco más!; pero no importa, no importa…» Enterrada en la
abadía de Tewkesbury, entre los amigos que le rindieron su postrer homenaje
figuraban lord Tennyson, Matthew Arnold, Robert Browning, Mrs. Oliphant, sir John
E. Millais, el profesor T. H. Huxley y James Russell Lowell.

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LA ÚLTIMA CASA EN LA CALLE C…
No suelo creer en fantasmas; no veo para qué sirven. Aparecen, esto es, dicen que
aparecen, tan irrelevantes, tan sin propósito, tan ridículos en suma, que tanto el
sentido común sobre las cosas de este mundo como el sentido sobrenatural sobre los
asuntos del otro se rebelan del mismo modo. Además, nueve de cada diez
«importantes historias de fantasmas» se explican fácilmente, y en la décima, cuando
fallan todas las explicaciones naturales, una se inclina, habiendo descubierto la
extraordinaria dificultad que existe en esta sociedad en entender ese asunto tan
resbaladizo que llamamos hechos, a sacudir la cabeza incrédulamente, diciendo:
«¡Pruebas! ¡Es una cuestión de pruebas!»
Pero mi incredulidad no surge de un escepticismo tozudo o de desprecio sobre la
posibilidad, por improbable que sea, de que existan las impresiones o comunicaciones
provenientes de un espíritu totalmente inmaterial, lo que vulgarmente se llama un
«fantasma». No hay credulidad más ciega ni ignorancia más infantil que la del sabio
que intenta medir «el cielo y la tierra y todo lo que hay bajo ella» con la limitada vara
de medir de su cerebro. ¿Acaso nos atrevemos a discutir sobre cualquier misterio del
universo diciendo: «Es inexplicable, y por lo tanto imposible»?
Asumiendo estas opiniones, aunque sólo como opiniones, estoy a punto de relatar
lo que debo confesar que a mí me parece una auténtica historia de fantasmas; sus
pruebas externas y circunstanciales son indisputables, mientras que sus causas y
resultados psicológicos, aunque no son fáciles de narrar, son más difíciles de explicar.
El fantasma, como el de Hamlet, era un «espíritu honesto». De su hija, una anciana
dama quien, ¡bendita sea su buena y gentil memoria!, ha aprendido desde entonces
los secretos de todas las cosas, oí esta historia auténtica.
—Querida —me dijo la señora MacArthur (era en los primeros días que las mesas
se movían, cuando los jóvenes se burlaban y los mayores se escandalizaban ante la
idea de invocar a la mesa del salón a los ancestros fallecidos y descubrir las
maravillas del mundo angélico por los movimientos de un sombrero o los giros de un
plato)—, querida —continuó la anciana—, no me gusta jugar con fantasmas.
—¿Por qué no? ¿Cree en ellos?
—Un poco.
—¿Alguna vez ha visto alguno?
—Nunca. Pero una vez oí…
Parecía hablar en serio, como si no le hubiese gustado hablar de ello, tanto por
una sensación de respeto como por miedo al ridículo; pero nadie podría haberse reído
de las ilusiones de una gentil anciana que nunca le había dirigido una palabra
desagradable o satírica ni a un alma. Y su evidente respeto era extraordinario en una
persona que poseía tantísimo sentido común, tan poca fantasía y ninguna
imaginación.
Sentí mucha curiosidad por oír la historia de fantasmas de MacArthur.

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—Querida, fue hace mucho tiempo, tanto que quizá crea usted que olvido y
confundo las circunstancias, pero no es así. A veces creo que una recuerda más
claramente sucesos ocurridos en la juventud (aquel año tenía yo dieciocho años) que
muchos eventos más cercanos. Y además, tenía otros motivos para recordar
vívidamente todo lo que tuvo que ver con aquellos años, pues debe saber que estaba
enamorada.
Me miró con una sonrisa apacible y de reproche, como esperando que mi
juventud no lo considerase algo tan imposible o ridículo. No, estaba muy interesada.
—Enamorada del señor MacArthur —dije, sin que fuese una pregunta, pues era
aquel momento arcádico de la vida en que una toma como necesidad natural, como
verdad indiscutible, que todo el mundo se casa con su primer amor.
—No, querida; no del señor MacArthur.
Yo me quedé tan pasmada, tan completamente asombrada, pues había tejido un
cierto ideal alrededor de mi buena y vieja amiga, que me quedé cinco largos minutos
mirando tejer en silencio a Mrs. MacArthur. Mi sorpresa no fue a menos cuando dijo
con una sonrisa:
—Era un joven caballero de posibles y me tenía mucho cariño; más bien, estaba
orgulloso. Pues aunque no lo crea, querida, en aquellos tiempos yo era una belleza.
No lo dudé. El cuerpo pequeño, las manos y pies diminutos; de verla por la
espalda, uno hubiese tomado a Mrs. MacArthur por una jovencita aún. Ciertamente,
los miembros de la generación anterior vivían más calmada y tranquilamente que
nosotros.
—Sí, era la belleza de Bath. El señor Everest se enamoró de mí allí. Yo estaba
encantada, porque justo había terminado de leer Cecilia, de la señorita Burnett, y
pensé que él era igual que Mortimer Delvil. Una historia preciosa, Cecilia, ¿la ha
leído?
—No —y, para que empezase su historia, salté a la única conclusión que podía
reconciliar el hecho de que hubiese tenido un amante apellidado Everest y ahora
fuese la señora MacArthur—. ¿Ése fue el fantasma que vio?
—No, querida, no; gracias a Dios, sigue vivo. Me llama a veces; ha sido un buen
amigo de nuestra familia. ¡Ah! —con un lento movimiento de cabeza, medio
complacida, medio pensativa—, no se creería, querida, lo buen mozo que era.
No pude sonreír ante la extraña frase, que hablaba de novelas del siglo pasado y
de los amores de nuestras bisabuelas. Escuché pacientemente los distraídos recuerdos
que seguían retrasando el comienzo de la historia de fantasmas.
—Pero, señora MacArthur, ¿fue en Bath donde usted vio o escuchó lo que creo
que va a contarme? Ya sabe, donde vio el fantasma.
—No lo llame así; parece que se estuviese burlando de ello. Y no debe hacerlo,
pues es muy real, tan real como que ahora estoy aquí sentada, una anciana de setenta
y cinco años, y que entonces era una jovencita de dieciocho. No, querida, se lo voy a
contar.

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»—Estábamos en Londres mis padres, el señor Everest y yo. Él los había
convencido para que me llevasen; quería enseñarme el mundo, aunque no era más
que un mundo estrecho, querida (pues él era un estudiante de Derecho, que vivía con
poco y trabajaba mucho). Alquiló un alojamiento para nosotros cerca del Colegio de
Abogados; en la calle C…, la última casa, cerca del río. Le gustaba mucho el río, y
algunas noches, cuando tenía demasiado trabajo y no podía permitirse llevarnos a
Ranalegh o al teatro, solía pasear con mis padres y conmigo, arriba y abajo, por los
Jardines del Colegio. ¿Has estado alguna vez en los Jardines del Colegio de
Abogados? Ahora es un lugar muy bonito, un rincón silencioso y gris en medio del
ruido y el alboroto; las estrellas se ven maravillosas a través de aquellos grandes
árboles, pero ya no es como era antes, cuando yo era niña.
—¡Ah! No, imposible.
—Fue en los Jardines del Colegio de Abogados, querida, donde dimos nuestro
último paseo (mi madre, el señor Everest y yo) antes de que ella volviese a casa, a
Bath. Estaba muy impaciente e inquieta por irse, siendo como era tan delicada para
las diversiones de Londres. Además, tenía varios hijos en casa, de los cuales yo era la
mayor, y esperábamos con ansia al más joven en un mes o dos. Sin embargo, mi
querida madre había viajado conmigo, me había llevado a todos los espectáculos y
monumentos que yo, una niña vigorosa y feliz, anhelaba ver, y los disfrutó casi tanto
como yo.
»Pero aquella noche estaba pálida, bastante seria y muy decidida a volver a casa.
»Hicimos cuanto pudimos por persuadirla de lo contrario, pues la noche siguiente
iba a tener lugar la guinda de todas nuestras diversiones en Londres: ¡íbamos a ver
Hamlet a Drury Lane, con John Kemble y Sarah Siddons! Piénselo, querida. ¡Ah!
Ahora no se ven cosas así. Incluso mi serio padre ansiaba ir, e insistió, a su tímida
manera, en que deberíamos posponer nuestra partida. Pero mi madre estaba decidida.
»Al fin el señor Everest dijo —y podría mostrarle el sitio exacto en que se
encontraba, el río (la marea estaba alta) lamía los muros y el sol de la tarde se
reflejaba en las casas de Southwark enfrente—, dijo (estaba equivocado,
naturalmente, pero estaba enamorado, y podía perdonársele): “Señora” dijo, “es la
primera vez que veo que sólo piensa en usted misma”.
»—¿En mí misma, Edmond?
»—Discúlpeme, pero ¿no le sería posible regresar a su casa dejando atrás, sólo
por dos días, al señor White y a la Señorita Dorothy?
»—Dejarlos aquí… ¡dejarlos aquí! —meditó sus palabras—. ¿Tú qué dices,
Dorothy?
»Yo no dije nada. La verdad es que no me había separado de ella en mi vida.
Nunca se me había pasado por la cabeza querer separarme de ella, o disfrutar de
ningún placer sin ella, hasta… hasta los últimos tres meses. “Madre, no creo que
yo…”
»Pero entonces vi al señor Everest, y me detuve.

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»—Por favor, continúe, señorita Dorothy.
»No, no podía. Parecía tan afligido, tan dolido, y habíamos sido tan felices juntos.
Además, quizá no volviésemos a vernos en años, pues el viaje entre Londres y Bath
era largo, incluso para los amantes, y él trabajaba mucho… tenía pocos placeres en la
vida. Ciertamente parecía egoísta por parte de mi madre.
»Aunque mis labios no dijeron nada, quizá mi mirada triste dijo demasiado, y mi
madre se dio cuenta.
»Anduvo con nosotros unos pocos metros, lenta y pensativamente. Podía verla,
con su rostro pálido y cansado bajo los lazos color cereza de su capucha. De joven
había sido muy hermosa, y aún lo era… ¡mi querida y buena madre!
»—Dorothy, no hablemos más de esto. Lo siento mucho, pero debo volver a casa.
Sin embargo, persuadiré a tu padre de que se quede contigo hasta el fin de semana.
¿Te parece bien?
»—No —fue el primer impulso filial de mi corazón; pero el señor Everest me
apretó el brazo con una mirada tan suplicante que casi contra mi voluntad respondí:
“Sí”.
»El señor Everest abrumó a mi madre con su felicidad y gratitud. Ella paseó un
rato más, apoyándose en su brazo, pues le apreciaba mucho; luego quedó parada
mirando el río, a un lado y a otro.
»—Supongo que éste es mi último día en Londres. Gracias por haber cuidado tan
bien de mí. Y cuando haya regresado a casa… por favor, oh, Edmond, cuide muy
bien de Dorothy.
»Esas palabras y el tono en el que las pronunció se grabaron en mi mente.
Primero, por gratitud, no exenta de remordimiento, como si yo no hubiese sido tan
considerada con ella como ella lo había sido conmigo; después… pero a menudo
erramos, querida, al insistir demasiado en esa palabra. Nosotros, criaturas mortales,
sólo tenemos que enfrentarnos al “ahora”. Nada que ver con “después”. En este caso,
he cesado de culparme a mí o a otros. Fuese lo que fuese, siendo pasado, debía
ocurrir así, y no podría haber sido de otro modo.
»Mi madre se volvió a casa a la mañana siguiente, sola. Nosotros la seguiríamos
unos días después, aunque ella no nos permitió decidir ningún día concreto. Su
partida fue tan precipitada que no recuerdo nada sobre ella, excepto su respuesta al
urgente deseo de mi padre, casi una orden, de que si ocurría algo se lo hiciese saber
inmediatamente.
»—Bajo cualquier circunstancia, esposa —reiteró—, ¿lo prometes?
»—Lo prometo.
»Aunque cuando se fue, mi padre declaró que no habría hecho falta que mi madre
lo dijese, dado que casi habríamos llegado a casa para cuando el lento coche de Bath
pudiese traernos una carta. Pero estaba bastante inquieto al no estar acostumbrado a
la ausencia de mi madre en toda su feliz vida de casados. Le complacía, como a la
mayoría de los hombres, culpar a cualquiera excepto a sí mismo, y durante todo el día

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y el siguiente, estuvo malhumorado a ratos tanto con Edmond como conmigo; pero lo
soportó, y pacientemente.
»—Todo se arreglará cuando le llevemos al teatro. No tiene ningún motivo para
sentirse inquieto por ella. Tu madre, Dorothy… ¡qué mujer tan adorable y hermosa!
»Me alegré de oír hablar así a mi amor, y pensé que difícilmente podría haber una
joven tan afortunada como yo.
»Fuimos al teatro. Ah, ahora ya no saben lo que es una obra. Nunca han visto a
John Kemble ni a la señora Siddons. Aunque en vestuario y aspecto era muy inferior
al Hamlet que me llevó a ver la semana pasada, querida, y recuerdo perfectamente
haber estado a punto de reírme durante la escena más solemne, porque se hacía muy
evidente que el Fantasma había bebido. Curiosamente, nada de lo que sucedió a
continuación, ningún suceso posterior, me borró de la mente la vívida impresión de
mi primera obra de teatro. Resulta llamativo que la obra fuese Hamlet. ¿Cree que
Shakespeare creía en… en lo que la gente llama “fantasmas"?
No supe contestarle, pero sí pensé que el fantasma de la señora MacArthur estaba
tardando mucho en hacer su aparición.
—No, querida… no; haga lo que quiera excepto reírse de ello.
Estaba visiblemente emocionada, y no sin esfuerzo pudo continuar su historia.
—Ojalá entendiese usted con exactitud mi posición aquella noche: una jovencita
con la cabeza llena del hechizo de la escena, con su corazón no menos absorbido. El
señor Everest había cenado con nosotros, dejándonos a ambos del mejor humor; de
hecho mi padre se había ido a la cama, riéndose con ganas recordando las payasadas
del señor Grimaldi, que casi habían borrado de su recuerdo a la Reina y a Hamlet,
pues lo ridículo siempre deja una huella mucho más profunda que lo horroroso o lo
sublime.
»Estaba sentada… déjeme pensar… en la ventana, hablando con mi doncella
Patty, que me estaba cepillando el pelo. La ventana estaba medio abierta y tenía vistas
al Támesis; y, como la noche de verano era muy cálida y estrellada, era casi como
estar sentada al aire libre. Nada del sobrecogimiento que da la soledad de una
habitación cerrada a medianoche, cuando todos los ruidos se magnifican, y todas las
Sombras parecen estar vivas.
»Como decía, habíamos estado charlando y riendo, pues Patty y yo éramos muy
jóvenes y ella también estaba enamorada. Ella, como todos en nuestra casa, admiraba
al señor Everest. Yo acababa de reñirla, medio en broma, ante sus elogios al señor
Everest, cuando el reloj de San Pablo tronó sobre el silencioso río.
»—Las once —dijo Patty—. Es terriblemente tarde, señorita Dorothy: no son
horas propias en Bath.
»—Madre se habrá metido en la cama hace una hora —dije yo, con un cierto
autorreproche por no haber pensado en ella hasta entonces.
»Al minuto siguiente, mi doncella y yo nos incorporamos de un salto exclamando
simultáneamente.

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»—¿Ha oído eso?
»—Sí, un murciélago chocando contra la ventana.
»—Pero el enrejado está abierto, señorita Dorothy.
»Y estaba abierto, y no había cerca pájaro ni murciélago alguno… sólo la
silenciosa noche de verano, el río y las estrellas.
»—Estoy segura de haberlo oído. Y creo que era como… al menos un poco
como… si alguien llamara.
»—¡Tonterías, Patty! —pero también me lo había parecido a mí, aunque había
dicho que era un murciélago. Sonó exactamente como unos dedos contra un vidrio:
dedos suaves y gentiles como cuando, al ir de paso hacia su jardín, mi madre solía
golpear en la ventana del cuarto de estudio en casa.
»—Me pregunto si padre habrá oído algo. El… el pájaro, ya sabes, Patty…
¿Habrá volado también hasta su ventana?
»—¡Oh, señorita Dorothy! —Patty no se dejaba engañar. Le di el cepillo para que
terminase con mi pelo, pero la mano le temblaba demasiado. Cerré la ventana y
ambas nos quedamos sentadas mirando hacia ella.
«En ese momento, distinta, clara e inconfundiblemente, como una persona que
llama al pasar, oímos de nuevo el repiqueteo en el cristal. Pero no se veía nada; ni una
sola sombra se interpuso entre nosotras y el aire nocturno, la brillante luz de las
estrellas.
«Estaba inquieta, y sobrecogida, pero no asustada. El ruido me proporcionó un
inexplicable deleite. Pero apenas había tenido tiempo de reconocer mis sentimientos,
y menos aún de analizarlos, cuando un sonoro grito llegó de la habitación de mi
padre.
«Dolly… ¡Dolly!
«Mi madre y yo teníamos el mismo nombre, pero él siempre la llamaba por ese
mote cariñoso; yo era invariablemente Dorothy. Aun así, no me paré a pensar y corrí
a su puerta cerrada y llamé.
«Pasó mucho tiempo antes de que él se diese cuenta, aunque le podía oír hablando
solo y gimiendo. Solía sufrir de pesadillas, especialmente antes de sus ataques de
gota. Así mi primera causa de alarma se tranquilizó. Me quedé escuchando,
golpeando la puerta a intervalos, hasta que al fin contestó:
»—¿Qué quieres, niña?
»—¿Te ocurre algo, padre?
»—Nada. Vuelve a tu cama, Dorothy.
»—¿No me has llamado? ¿No quieres que venga nadie?
»—A ti no. ¡Oh, Dolly, mi pobre Dolly! —y parecía estar casi sollozando—. ¿Por
qué te he permitido dejarme?
»—Padre, ¿no irás a ponerte enfermo? No será la gota, ¿verdad? (pues ésos eran
los momentos en que más llamaba a mi madre y, ciertamente, era totalmente
imposible de tratar por nadie más que ella).

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»—Vete. Vuelve a tu cama, niña; no te he llamado.
»Creí que estaría enfadado conmigo por haber sido en cierto modo el motivo de
nuestro retraso y me retiré sintiéndome miserable. Patty y yo nos quedamos
despiertas un buen rato, hablando de la terrible perspectiva de mi padre sufriendo un
ataque de gota en nuestro alojamiento en Londres, con sólo nosotras para cuidarlo y
mi madre lejos. Nuestra alarma era tan grande que prácticamente olvidamos la
curiosa circunstancia que nos había reunido hasta que Patty habló desde su cama en
el suelo.
»—Creo que el señor va a ponerse muy enfermo y eso, ya sabe, fue un aviso.
¿Cree que fue un pájaro, señorita Dorothy?
»—Muy probablemente. Venga, Patty, vámonos a dormir.
»Pero yo no dormí, pues durante toda la noche oía a mi padre gemir a intervalos.
Estaba segura de que era la gota, y deseé con todo mi corazón que nos hubiésemos
ido a casa con mamá.
»¡Imagine mi sorpresa cuando, muy temprano, le oí levantarse y bajar, como si
nada le afligiese! Lo encontré sentado a la mesa con su abrigo de viaje, muy ojeroso y
cansado, pero evidentemente decidido a viajar.
»—Padre, ¿no pretenderá irse a Bath?
»—Pues sí.
»—Pero el coche no sale hasta la noche —grité, alarmada—. No podemos.
»—Entonces tomaré el coche correo. Debemos irnos dentro de una hora.
»¡Una hora! El cruel dolor de partir (querida, me temo que solía sentir las cosas
agudamente cuando era joven) me traspasó completamente. Una sola hora, y tenía
que decirle adiós a Edmond… una de esas despedidas que rompen el corazón cuando
parece que dejamos atrás la mitad de nuestra joven vida, olvidando que la verdadera
partida es cuando ya no queda amor del que separarse. Unos años, y me preguntaba
cómo podía haberme arrastrado y llorado en tan intolerable agonía ante la mera
despedida de Edmond… Edmond, quien me amaba.
»Cada minuto se me hizo un día hasta que llegó, como de costumbre, a desayunar.
Mis ojos rojos y el baúl atado de mi padre se lo explicaron todo.
»—Doctor Thwaite, ¿no pensará irse?
»—Pues sí —repitió mi padre. Estaba sentado, entristecido, apoyándose en la
mesa. Ni siquiera había probado su desayuno.
»—Bueno, no hasta el coche nocturno, ¿cierto? Quería llevarles a usted y a la
señorita Dorothy a ver al señor Benjamin West, el pintor del rey.
»—Deja tranquilos a los pintores y a los reyes, muchacho; yo me voy a casa con
mi Dolly.
»El señor Everest usó muchos argumentos, alegres y tristes, a los que yo me
aferraba con total convicción y esperanza. Siempre decía las cosas muy claramente;
era un hombre de muchos más recursos intelectuales que mi padre, y tenía una gran
influencia sobre él.

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»—Dorothy —me susurró—, ayúdame a persuadir al doctor. Es tan poco el
tiempo que le ruego, sólo unas pocas horas, y antes de una separación tan larga.
»Ay, más larga que la que él o yo creíamos.
»—Niños —gritó mi padre al fin—, sois un par de necios. Esperad a haber estado
casados veinte años. Debo ir con mi Dolly. Sé que algo ocurre en casa.
»Debería haberme alarmado, pero vi sonreír al señor Everest; y, además, yo aún
me sentía arrebolada por su cariñosa mirada cuando mi padre habló de que
estuviésemos “casados veinte años”.
»—Padre, sin duda no tienes razón para creer eso. Si la tienes, dínosla.
»Mi padre levantó la cabeza y me miró a la cara apesadumbrado.
»—Dorothy, anoche, tan claramente como te veo a ti ahora, vi a tu madre.
»—¿Es eso todo? —exclamó el señor Everest, riendo—. Bueno, mi buen señor,
claro que lo hizo: estaba soñando.
»—No me había dormido.
»—¿Cómo la vio?
»—Entrar en la habitación como solía entrar en el dormitorio de casa, con la vela
en la mano y el bebé dormido en sus brazos.
»—¿Dijo algo? —preguntó el señor Everest, con otra sonrisa bastante irónica—.
Recuerde, había visto Hamlet anoche. Sin duda, señor… sin duda, Dorothy, fue un
simple sueño. Yo no creo en fantasmas; sería un insulto al sentido común, a la
sabiduría humana… no, incluso a la misma Divinidad.
»Edmond hablaba tan seria, tan justa, tan cariñosamente, que por fuerza le creí; e
incluso mi padre comenzó a sentirse bastante avergonzado de su propia debilidad.
¡Él, un médico, cabeza de familia, rendirse a una simple superstición, brotada
probablemente de una cena caliente y un cerebro demasiado excitado! A la misma
causa atribuyó el señor Everest el otro incidente, que le conté reluctante.
»—Querida, fue un pájaro, tan sólo un pájaro. Uno voló hasta mi ventana la
primavera pasada; se había herido y lo cogí, lo alimenté y lo cuidé. Era una cosita tan
preciosa y gentil que me recordó a Dorothy.
»—¿De verdad? —dije yo.
»—Y al fin se curó y salió volando.
»—¡Ah! Entonces no era como Dorothy.
»Así, una vez convencido mi padre, no resultó difícil convencerme a mí.
Resolvimos quedarnos hasta la noche. Edmond y yo, con mi doncella Patty, paseamos
juntos, sobre todo por la Galería del señor West, y por la silenciosa sombra de los
Jardines del Colegio de Abogados. Y si por aquellas cuatro horas robadas y su
dulzura, sufrí posteriormente indecibles remordimientos y amarguras, me he
perdonado completamente, porque sé que mi querida madre me habría perdonado
hace mucho tiempo.
La señora MacArthur se detuvo, se limpió los ojos y continuó hablando más
flemáticamente, como hablan los ancianos, de lo que lo había venido haciendo.

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—Bueno, querida, ¿por dónde iba?
—Por los Jardines del Colegio de Abogados.
—Sí, sí. Bueno, volvimos a casa a cenar. Mi padre siempre disfrutaba de su cena,
y de su siesta posterior; ya casi se había recuperado por completo; sólo parecía
cansado por la falta de reposo. Edmond y yo nos sentamos en la ventana, mirando las
gabarras y las barcas en el Támesis; entonces no había barcos a vapor.
»Alguien llamó a la puerta con un mensaje para mi padre, pero él dormía tan
profundamente que no lo oyó. El señor Everest fue a ver qué era; yo me quedé ante la
ventana. Recuerdo mecánicamente ver la vela roja de una barcaza que bajaba por el
río, pensando con súbita angustia lo vacía que parecía la habitación ahora que
Edmond no estaba allí.
»Al regresar, tras una ausencia curiosamente larga, no me miró, sino que fue
directo a mi padre.
»—Señor, es casi la hora de salir (¡oh, Edmond!). Hay un coche en la puerta y,
discúlpeme, pero creo que debería irse deprisa.
»Mi padre se puso en pie de un salto.
»—Señor, no hay necesidad de angustiarse, pero he recibido noticias. Ha tenido
otra hija, señor, y…
»—¡Dolly, mi Dolly!
»Sin otra palabra, mi padre salió corriendo sin su sombrero, saltó al coche correo
que le esperaba y partió.
»—¡Edmond! —jadeé.
»—Pobrecita mía… ¡mi Dorothy!
»Por la ternura de su abrazo, no como de amado, sino de hermano… por sus
lágrimas, pues las podía sentir en mi cuello, supe, como si me lo hubiese dicho, que
nunca volvería a ver a mi querida madre.

—Había muerto en el parto —continuó la anciana tras una larga pausa—. Murió
por la noche, en el mismo instante en que yo había oído los golpes en la ventana, y mi
padre había creído verla entrar en su habitación con un bebé en los brazos.
—¿El bebé también había muerto?
—Eso creyeron entonces, pero después revivió.
—¡Qué historia tan extraña!
—No le pido que la crea. Cómo y por qué y qué fue no sabría decírselo; sólo sé
que fue así.
—¿Y el señor Everest? —pregunté, no sin dudarlo.
La anciana sacudió la cabeza:
—Ah, querida, pronto aprenderá que muy, muy raramente, se casa una con su
primer amor. Desde aquel día, no volví a ver al señor Everest en veinte años.
—Qué error… cómo…
—No le censure; no fue culpa suya. Verá, después de aquello, mi padre le cogió

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inquina. No sin razón, quizá; y ella no estaba allí para poner las cosas en su sitio.
Además, mi propia conciencia me recriminaba, y había seis niños en casa, y la recién
nacida no tenía madre, así que al fin me hice a la idea. Le hubiese amado igual si
hubiésemos esperado veinte años, pero él no veía las cosas así. No le culpe, querida,
no le culpe. Quizá fuese para bien, tal como salieron las cosas.
—¿Se casó?
—Sí, unos años después; y quiso mucho a su esposa. Cuando yo tenía unos treinta
y uno, me casé con el señor MacArthur. Así que ninguno fuimos desgraciados, ya ve.
Al menos, no más que la mayoría de la gente; y después nos convertimos en sinceros
amigos. El señor y la señora Everest vienen a verme casi todos los sábados. Pero,
chiquilla atontada, ¿pues no está llorando?
Sí, lloraba. Pero no por la historia de fantasmas.

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Rhoda Broughton
(1840 - 1920)

Por una indecorosa cuestión de modas, ya sea en Europa o en Estados Unidos,


pocos aficionados a la literatura leen hoy a Rhoda Broughton. Su dilatada carrera
como novelista, integrada por textos emocionalmente tan intensos como Nancy
(1873), Joan (1876), Belinda (1883), Dear Faustina (1897), The Game and the
Candle (1899), Lavinia (1902) o Between two Stools (1912), cuyo argumento suele
centrarse en el amor y sus adversidades, mezcla desde una perspectiva estilística la
aspereza realista de un Émile Zola y los artificios del melodrama romántico
Victoriano, un poco a la manera de Jane Austen. Por eso, de entrada, sus obras
parecen un baluarte inexpugnable para cualquier lector contemporáneo. Pero, a poco
que se observen con cuidado, percibimos cuál es el espíritu creativo que palpita tras
ellas, mucho menos plácido y convencional de lo que aparenta. Broughton, antes de
inventar los gestos rituales con los que captar el interés de su audiencia, exhibe un
afilado conocimiento del arte de la novela —«Hay dos tipos de novelas: las primeras
son como leche para bebés, las segundas son como un pedazo de carne demasiado
fuerte para el estómago de un hombre», escribió—, mostrándonos la complejidad y
vileza del mundo en que viven sus heroínas. Éstas son mujeres que aman y desean —
la crítica censuró la franqueza narrativa de Broughton a la hora de expresar la
sexualidad femenina—, mujeres arrapadas en una sociedad patriarcal que las oprime
pero que, a su vez, ensimismada en su cerrazón, les permite desplegar toda clase de
estrategias para que puedan salirse con la suya; es decir, amar, pensar, decidir, gozar.
Oscar Wilde, uno de los mayores admiradores de Broughton, afirmó que, para
alcanzar tales cotas artísticas, sus novelas poseían un toque de vulgaridad y extraña
elegancia que, por otro lado, definía muy bien el temperamento de tan singular
escritora.
Desgraciadamente, las novelas de Rhoda Broughton son tan desconocidas para el
lector de habla hispana como sus cuentos fantásticos, los cuales la convierten, sin
temor a exagerar, en una de las grandes damas de la ghost story anglosajona.
Cualquiera de las historias recopiladas en volúmenes como Tales for Christmas Eve
(Bentley, Londres, 1873), que contiene los relatos “The Temple Bar Magazine: The
Man with the Nose” (octubre 1872), “Behold, it Was a Dream!” (noviembre 1872),
“Poor Pretty Bobby” (diciembre 1872), “Under the Cloak” (enero 1873) y “The
Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” (febrero 1868), recogido en la
presente antología. Tampoco debemos olvidar Betty’s Visions, and Mrs Smith of
Longmains (George Routledge & Son, Londres, 1873), que contiene dos novelettes o
novelas cortas sobre misteriosas visiones de la muerte y alrededor de la extraña
relación que mantienen un terrible asesino… y su vecina. La narrativa terrorífica y/o

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fantástica de Rhoda Broughton es un prodigio de atmósfera; para ella, lo
sobrenatural, lo inquietante, se encuentra solapado en nuestra vida cotidiana sin que
apenas nos demos cuenta. En abierto contraste con su minuciosa descripción del
mundo real, está la sutileza con que el horror, lo fantástico, se apoderan del universo
de los personajes y de la imaginación del lector. Al principio sólo existe un malestar
que, posteriormente, se extiende como una mancha de aceite, apoderándose de todo y
de todos, contaminándolo, corrompiéndolo.
“The Truth, the Whole Truth, and Nothing But the Truth” es un excepcional
ejemplo de técnica. La estructura epistolar del relato —típica de la narrativa gótica
tardía, como demuestran Wilkie Collins (1824-1889) o Bram Stoker (1847-1912)—
da mayor fuerza y verosimilitud a las estremecedoras vivencias de la protagonista,
Cecilia Montresor, atrapada en una casa embrujada que se resiste a ser limpiada. La
subjetividad de su historia puede empujarnos a pensar que todo es producto de una
imaginación delirante, pero Rhoda Broughton se las ingenia, y de qué manera, para
mantener ese difícil equilibrio entre nuestro lógico escepticismo y nuestra retorcida
necesidad de creer… ¿Es realmente “The Truth, the Whole Truth, and Nothing But
the Truth” una historia real, tal y como lapidariamente se nos sugiere al final? No,
desde luego, pero la angustiosa hipótesis de que podría serlo resulta más efectiva que
el ominoso canto de un ave nocturna o la fugaz visión de una figura en medio de un
oscuro pasadizo.
Al reivindicar la valía y genio de Rhoda Broughton en un género tan difícil como
los cuentos de fantasmas, no podemos evitar pensar que, tal vez, su talento fue
heredado. Su tío, por parte de madre, fue Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873),
según Rafael Llopis «el verdadero iniciador de la ghost story contemporánea»
(Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Jucar, col. La Vela Latina,
Madrid, 1974) gracias a obras maestras de la envergadura de “Schalken el pintor”
(Schalken the Painter, 1839), “Té verde” (Green Tea, 1869), Tío Silas (Uncle Silas,
1864) y Carmilla (id., 1872). Debido a la estrecha relación personal que ambos
mantuvieron, Le Fanu ayudó a su sobrina a dar sus primeros pasos como escritora,
animándola primero a escribir en secreto, asesorándola desde una perspectiva técnica
y, luego, publicándole por entregas sus dos primeras novelas, Not wisely, but too well
(1867) y Cometh up as a flower (1867), en la Dublin University Magazine, de la cual
era propietario.
Rhoda Broughton nació en Denbigh, País de Gales. Era hija del reverendo Delves
Broughton, miembro de un rico linaje de terratenientes de Staffordshire. Cuando
Rhoda era apenas una niña —era la más joven de cuatro hermanos, tres niñas y un
niño—, su familia se trasladó precisamente a Staffordshire, donde su padre tomó las
riendas de la iglesia local. Su hogar, Broughton Hall, una bella mansión isabelina, se
convirtió años más tarde en una notable fuente de inspiración de sus novelas y
cuentos. Su gusto por la literatura y, especialmente, por la poesía, se debió a la
influencia del reverendo Broughton, lector voraz y una figura hacia la que la escritora

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profesaba un gran afecto. En 1863, el clérigo fallece y Rhoda se traslada a vivir con
sus dos hermanas a Surbiton, Surrey, y posteriormente a Londres, donde disfrutó del
aprecio y admiración de sus colegas masculinos, como Matthew Arnold, Thomas
Hardy, Oscar Wilde y Henry James. Por recomendación de este último, se instaló en
Oxford, pero el bullicioso ambiente de la universidad no agradó a Rhoda, quien tenía
fama de ser algo introvertida. Murió en su casa de Headlington Hill, cerca de Oxford.

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LA VERDAD, TODA LA VERDAD Y NADA MÁS QUE
LA VERDAD
De la señora De Wynt a la señora Montresor
18, Eccleston Square
5 de mayo

Mi queridísima Celia:
Hablan de las amistades de Orestes y Pílades, de Julie y Claire[17], ¿qué son
comparadas con la nuestra? ¿Alguna vez estuvo Pílades ventre a terre[18], por medio
Londres en un día tan caluroso que sólo podría haber imaginado una ame damnée[19]
para que Orestes pudiese estar confortablemente alojado? ¿Alguna vez Claire tuvo
que mantener conversaciones con unos cincuenta o cien agentes inmobiliarios para
que Julie pudiese tener tres ventanas en su salón y una bonita portière[20]? Ya ves que
estoy decidida a pagar mi deuda de gratitud entera.
Bueno, querida amiga, hasta ayer no tenía ni idea de lo apretados que vivimos en
esta gran colmena humeante, prácticamente como sardinas en un barril. Pero no te
asustes. A fuerza de apretarnos y amontonarnos, nos las hemos arreglado para hacer
sitio para otras dos sardinas en nuestro barril, y esas dos sois tú y tu otro yo, esto es,
tu marido. Deja que empiece por el principio. Después de haber visto, y lo creo
firmemente, cada residencia indeseable en la zona oeste de Londres, tras no haber
visto nada intermedio entre lo que le convendría a un duque y lo que necesitaría un
deshollinador, después de probar colchones rayados y explorar cocinas hasta que el
cerebro me cedió con el peso del conocimiento, llegué ayer a eso de las cinco y media
de la tarde al 32 de la calle ——— en May Fair.
«Fallo número 253, sin duda», me dije a mí misma, mientras me esforzaba por los
escalones con el alma anhelando el té de la tarde, y sintiéndome de tan mal genio
como puedas imaginarte. Ahí acabó mi talento para la profecía. He reparado en que el
destino suele complacerse en contradecirnos, y convertir en mentiras nuestras
pequeñas predicciones. Una vez dentro, creí haber entrado por error en un pequeño
reservado del Cielo. Fresco como una margarita, limpio como una patena, brillante
como el rostro de un Serafín, es todo eso y mucho más, pero he agotado mi limitado
repertorio de símiles. Dos salones tan amplios como pudiese desear una mujer a la
que se le llene la casa de gente a la que no conoce, cortinas blancas con otras de color
rosa debajo; maravilloso, inmoralmente adecuado, querida, y me he asegurado de ello
por tu bienestar, gracias a los espejos, de los que hay como docena y media, las
alfombras persas, las mecedoras y los sofás perfectos para toda clase de cuerpos y
dimensiones, desde el Apolo del Belvedere a la señorita Biffin[21] y mil de las
pequeñas trivialidades importantes que conforman la vida de una mujer: puertas de
jardín con adornos de bronce dorado, tazas sin asa, muchachitos desnudos y

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pastorcillas con escote, por no hablar de una familia de perrillos de porcelana con
lazos azules alrededor del cuello que por sí mismos deberían añadirle al alquiler
cincuenta libras más al año. Por cierto, pregunté, asustada y temblando, cuánto sería
el alquiler: «Trescientas libras al año». Me podrían haber derribado de un soplido.
Apenas podía dar crédito a lo que oía, e hice que la mujer me lo repitiese varias
veces, no fuera a haber un tremendo error. Aún sigue siendo un misterio para mí.
Con esa sospecha que es tan característica de ti, inmediatamente empezarás a
creer que debe haber un terrible olor inexplicable, o un ruido incomprensible que
acecha en los salones. Nada de eso, me aseguró la mujer, y no me parecía que me
estuviese mintiendo. Luego sugerirás, recordando las cortinas de color rosa, que su
última ocupante fue alguna mantenida. Nada de eso, su último ocupante fue un
anciano e irreprochable oficial del ejército de la India, sin mal genio, y una esposa
muy legal. Es cierto que no se quedaron mucho tiempo, pero claro, como me dijo la
casera, él era un deplorable viejo hipocondríaco que no soportaba vivir más de una
quincena en el mismo lugar. Así que aparta tu escepticismo, que es tu pecado
constante, y dale gracias sinceras a Santa Brígida, a Santa Gengulfa, a Santa Catalina
de Siena, o a quien sea tu Santa tutelar, por haberte proporcionado un palacio por el
precio de una cabaña, y por haberte enviado a una amiga tan valiosa como
Tu apreciada,
Elizabeth De Wynt

PD. Sintiéndolo mucho, no podré estar en la ciudad para ser testigo de tu alegría,
pero el querido Artie parece tan pálido, delgado y desgarbado después de esa terrible
tos ferina que le envío a la costa enseguida, y como no soporto perder al niño de
vista, también yo me dirijo al destierro.

De la señora Montresor a la señora De Wynt


32, Calle———, May Fair
14 de mayo

Queridísima Bessy:
¿Por qué no ha podido el querido Artie postergar su convalecencia de esa terrible
tos ferina, etc., hasta agosto? Me resulta muy curioso el modo perverso en el que los
niños siempre escogen para sus enfermedades los momentos más inconvenientes.
Aquí estamos, instalados en nuestro Paraíso, y hemos buscado por todas partes, en
cada agujero y rincón, la serpiente, sin lograr ver ni rastro de su cola moteada. La
mayor parte de las cosas de este mundo defraudan, pero el 32 de la Calle——— en
May Fair no. El misterio del alquiler sigue siendo un misterio. Esta mañana he dado
mi primer paseo a caballo, que estaba algo caprichoso. Me temo que mi nervio no es
el que era. Vi a montones de personas que conozco. ¿Te acuerdas de Florence

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Watson? ¡Qué melena de pelo rojo tenía el año pasado! ¡Bien, pues esa misma
melena es ahora negra como ala de cuervo este año! Me pregunto cómo pueden
algunas convertirse en una mentira andante, ¿tú no? Adela vendrá a vernos la semana
que viene, y me alegra mucho. Es aburrido pasear sola por la tarde, y siempre he
creído que una joven paseando sola en un coche de caballos, o con sólo un perro a su
lado, no es de buen tono. Enviamos las tarjetas dos semanas antes de venir aquí, y ya
nos han inundado las llamadas. Considerando que hemos estado dos años exiliados
de la vida civilizada y que Londres no suele tener buena memoria, yo diría que nos va
bastante bien. Ralph Gordon vino a verme el domingo: ahora está en los Húsares. ¡Se
ha convertido en todo un caballero, y tan apuesto! ¡Justo de mi estilo, grande, rubio y
sin patillas! Hoy en día, la mayoría de los hombres se empeñan en parecer monos o
terriers escoceses. Yo intento ser una madre para él. Cortan los vestidos hasta
extremos indecentes; las faldas cortas están por todas partes. Lo siento, las detesto.
Hacen a las mujeres altas desaliñadas e insignificantes a las bajas. ¡Qué horror! «Paz»
es una palabra que debería ser eliminada del diccionario de Londres.

Afectuosamente tuya,
Cecilia Montresor

De la señora De Wynt a la señora Montresor


Hotel Lord Warden, Dover
18 de mayo

Queridísima Cecilia:
Te habrás dado cuenta de que sólo te dedico una pequeña página de un libro de
notas. ¡Sabe Dios que no es por falta de tiempo!, que aquí el tiempo sobra, sino por
falta de ideas. Cualquier idea que he tenido me ha venido siempre de cosas externas,
no soy lo bastante inteligente para generar ninguna dentro de mí. Mi vida aquí no es
terriblemente sugerente. Me paso el tiempo cavando con una espada de madera y
comiendo gambas. Al menos, ésos son mis trabajos; en mi tiempo libre me acerco al
muelle a ver llegar el barco de Calais. Cuando una se siente miserable, sin duda es un
consuelo ver a alguien aún más miserable. Y por muy malvada, aburrida y vegetativa
que sea, al menos yo no me mareo en el mar. Siempre siento que se me eleva el
espíritu después de haber visto pasar ante mí esa procesión amargada y renqueante de
otros cristianos azules, verdes y amarillos. Aquí siempre hay tal viento que, en
comparación, aquel que soplaba tan violentamente en casa de Job era un simple
céfiro. Hay alturas a las que subir que requieren más osada perseverancia de la que
nunca demostró Wolfe, con sus irrisorias alturas de Abraham[22]. Hay casas blancas
brillantes, carreteras blancas brillantes, acantilados blancos brillantes. ¡Si supieran lo
antipatrióticamente que detesto los acantilados color tiza de Albión! Ahora que ya me

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he quejado durante mis dos paginitas (hasta me he rebajado a escribir en letra grande
para poder llenarlas), enviaré mi odiosa carta. Cómo me gustaría poder meterme yo
misma en el sobre y aparecer dentro de él en la hermosa y sucia Londres. No podría
haber suspirado con más sentimiento Madame de Staël por París entre las sombras de
Coppet.
Tu desconsolada Bessy

De la señora Montresor a la señora De Wytt


32, Calle———, May Fair
27 de mayo

¡Oh, mi queridísima Bessy, cómo desearía salir de esta terrible, terrible casa! Por
favor, no me consideres desagradecida por decirlo, después de que te tomases tantas
molestias para encontrarnos un Cielo en la Tierra, como creíste.
Lo que ha ocurrido, naturalmente, ningún ser humano podría haberlo previsto ni
habernos protegido contra ello. Hace unos diez días, Benson, mi doncella, vino a
verme con la cara muy larga y me dijo: «Disculpe, señora, pero ¿sabe que esta casa
está encantada?» Me sobresalté tanto, ya sabes lo miedosa que soy. Le dije: «¡Santo
Cielo! ¡No! ¿Lo está?» «Bueno, señora, estoy bastante segura de que sí», dijo, y su
expresión era tan alegre como la de un enterrador. Entonces me contó que la cocinera
había ido esa mañana a comprar alimentos a una tienda del vecindario, y al darle al
hombre la dirección donde debía enviarlos le había dicho con una sonrisa muy
peculiar: «No el 32 de la calle ———, ¿eh, hmm? Me pregunto cuánto tiempo
durarán allí. El último que estuvo sólo aguantó quince días». A la cocinera le pareció
tan extraño que le preguntó a qué se refería, pero él sólo dijo: «¡Oh! Nada, sólo que la
gente nunca se queda mucho tiempo en el 32». Sabía de algunos que habían llegado
un día y se habían marchado al siguiente, y en los últimos cuatro años nunca había
conocido a nadie que hubiese estado más de un mes. Sintiéndose bastante alarmada
por esta información, naturalmente preguntó por la causa, pero él rechazó dársela,
diciendo que si no lo había averiguado ya por sí sola, sería mucho mejor no hablar del
tema, porque sólo la aterraría. Cuando ella le insistió y le urgió, sólo pudo extraerle
que la casa tenía muy mala fama y que los dueños se habían conformado con
deshacerse de ella por un precio ridículo. Ya sabes lo firmemente que creo en
apariciones, y el pánico cerval que les tengo. Podría enfrentarme, creo, a cualquier
cosa material, tangible, a lo que pueda tocar. Algo de la misma fibra, carne y hueso
como yo; pero la mera idea de vérmelas con un «muerto sin cuerpo» me altera el
cerebro. En cuanto llegó Henry, corrí hacia él y se lo conté, pero él desdeñó toda la
historia, se rió de mí y me preguntó si deberíamos irnos de la casa más bonita de
Londres, en plena temporada, porque un tendero había dicho que tenía mala fama. La
mayoría de las cosas que ha habido en el mundo habían tenido mala prensa en su

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momento, y, además, el hombre probablemente tenía algún motivo para deshacerse
de los que estaban en la casa; tendría algún amigo para quien quería la fabulosa
situación y el alquiler barato. Se burló de mis «miedos infantiles», como él los llamó,
y hasta me sentí medio avergonzada y sin embargo tampoco totalmente tranquila. Y
entonces llegó el habitual desfile de compromisos londinenses, durante los cuales una
no tiene tiempo de pensar nada más que en cómo hablar, actuar y comportarse en el
momento presente. Adela iba a venir ayer, y por la mañana llegó nuestra cesta
semanal de flores, fruta y verduras de casa. Yo misma arreglo siempre los floreros
porque los sirvientes no tienen gusto, y mientras colocaba las flores, se me ocurrió, ya
conoces la pasión de Adela por las flores, montar un arreglo de rosas y resedas para
su mesita, como sorpresa. Al bajar por las escaleras había visto a la doncella, una
chica de campo de cara redonda, entrar en la habitación que estaba preparada para
Adela llevando bajo el brazo unas sábanas que había estado aireando. Subí las
escaleras muy despacio, porque el arreglo tenía agua, y tenía miedo de derramarla.
Giré el pomo de la puerta de la habitación y entré, con los ojos fijos en las flores, para
ver si se habían movido durante el tránsito y si se había caído alguna. De repente,
sentí un escalofrío y con miedo, no sé por qué, levanté la vista deprisa. La muchacha
estaba en pie al lado de la cama, algo inclinada apretando las manos, rígida,
totalmente tensa. Sus ojos, abiertos de par en par, se le salían de las órbitas con una
mirada de horror inenarrable. Tenía las mejillas y los labios no ya pálidos, sino
lívidos como los de alguien que hubiese muerto hacía rato entre dolores mortales.
Mientras la miraba, sus labios se movieron un poco, y en una voz terriblemente
ronca, nada parecida a la suya, dijo: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y entonces se
derrumbó de repente, como un tronco, con un ruido pesado. Al oír el ruido,
perfectamente audible a través de las finas paredes y suelos de una casa de Londres,
Benson vino corriendo, y entre las dos conseguimos subirla a la cama, e intentamos
devolverle la consciencia frotándole pies y manos y poniéndole sales bajo la nariz. Y
todo el rato mirábamos por encima de nuestros hombros, con el vago miedo de ver
alguna horrible aparición informe. Mientras, Harry, que había ido a su club, regresó.
Al cabo de dos horas pudimos devolverla a la vida, pero sólo para hacer el terrible
descubrimiento de que se había vuelto completamente loca. Se puso tan violenta que
necesitamos la fuerza combinada de Harry y Phillips, nuestro mayordomo, para
mantenerla en la cama. Naturalmente, llamamos inmediatamente al doctor, quien,
después de que ella se hubiese calmado algo más hacia la noche, se la llevó en un
coche a su propia casa. Acaba de venir para decirme que ahora está bastante
tranquila, pero no porque le haya regresado la cordura, sino de puro agotamiento.
Lógicamente, estamos totalmente a oscuras sobre qué vio, y sus delirios eran
demasiado inconexos e ininteligibles como para darnos la más mínima pista. Me
siento tan totalmente destrozada y disgustada por este horrible suceso que, estoy
totalmente segura, me disculparás si escribo incoherencias. Una cosa que no necesito
decirte es que nada en el mundo me obligaría a permitir que Adela ocupase ese

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horroroso dormitorio. Tiemblo y echo a correr cada vez que paso por la puerta.
Tuya, y muy agitada,
Cecilia

De la señora De Wynt a la señora Montresor


Hotel Lord Warden, Dover
28 de mayo

Queridísima Cecilia:
Acaba de llegar tu carta, ¡qué horror! Pero no acabo de estar convencida de que
sea cosa de la casa. Sabes que me siento como si fuera la madrastra de la casa, y
responsable de su buen comportamiento. ¿No crees que a la muchacha pudo darle un
ataque? ¿Por qué no? Yo misma tengo un primo que sufre de esta clase de accesos, e
inmediatamente después de haberlos sufrido, todo el cuerpo se le vuelve rígido, los
ojos fijos y vidriosos, la complexión lívida, exactamente como en el caso que
describes. O si no un ataque, ¿estás segura de que nunca ha sufrido arrebatos de
locura? Por favor, asegúrate de que no hay antecedentes de locura en su familia. Hoy
en día es tan común y aumenta tanto, que es bastante probable. Ya sabes que no creo
en absoluto en fantasmas. Estoy convencida de que la mayoría, si bajasen a la tierra,
resultarían tan genuinos como el famoso de Cock Lane[23]. Pero incluso admitiendo
la posibilidad, no, la existencia incuestionable de los fantasmas en abstracto, ¿es
posible que haya algo que pueda ser tan pavoroso como para volver a una persona
perfectamente cuerda completamente loca en un instante, cuando tú, después de
residir en esa casa durante tres semanas, no lo has visto nunca? Según tu hipótesis, la
casa entera debería estar a estas alturas completamente insana. Permíteme implorarte
que no cedas al pánico que, posiblemente, se demostrará totalmente sin base. ¡Oh,
ojalá pudiese estar contigo para hacerte atender a razones! Artie va a tener que ser el
mejor apoyo que pueda desear una anciana para resarcirme por todo lo que me están
haciendo sufrir él y su tos ferina. Por favor, escríbeme inmediatamente, y cuéntame
los progresos de la pobre paciente. ¡Oh, si tuviese las alas de una paloma! Estaré
inquieta hasta que vuelva a saber de ti.
Tuya,
Bessy

De la señora Montresor a la señora De Wynt


5, Bolton Street, Piccadilly
12 de junio

Queridísima Bessy:

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Ya ves que hemos dejado aquella casa terrible, odiosa y funesta. ¡Ojalá
hubiésemos escapado de ella antes! Oh, mi querida Bessy, no volveré a ser la misma
mujer aunque viva cien años. Permíteme intentar ser coherente y relatarte con sentido
lo que ha pasado. Y primero, en cuanto a la doncella, la han llevado a un asilo de
lunáticos, donde permanece en el mismo estado. Ha tenido varios intervalos de
lucidez, y durante ellos, se le ha cuestionado rigurosa y acuciantemente acerca de lo
que vio, pero ha mantenido un silencio absoluto y desesperanzado, y sólo tiembla,
gime y se tapa la cara con las manos cuando se menciona el tema. Hace tres días fui a
verla, y a mi vuelta me quedé descansando en el salón antes de vestirme para cenar,
hablando con Adela acerca de mi visita, cuando entró Ralph Gordon, Ha estado
visitándonos los últimos diez días, y Adela siempre enrojecía y parecía contenta,
pobrecilla, cada vez que él aparecía. Estaba muy apuesto y galante y acababa de
llegar del parque en un abrigo que le sentaba como una segunda piel, guantes lavanda
y una gardenia. Parecía muy contento, y era tan escéptico como tú acerca del
fantasmal origen del arrebato de Sarah. «Permítame venir esta noche y dormir en esa
habitación, por favor, señora Montresor», dijo, con aspecto deseoso y emocionado,
«con el gas encendido y un atizador, me dedicaré a exorcizar a todo demonio que
muestre su fea cara, incluso si me encuentro

siete fantasmitas blancos


sentaditos en siete bancos».

«¿No hablará en serio?» le pregunté incrédula. «¿No?» respondió, enfáticamente.


«Nada me gustaría más. Bueno, ¿tenemos un trato?» Adela se quedó pálida. «Oh,
no», dijo, apresurada. «¿Por qué iba a correr tal riesgo? ¿Cómo sabe que no se
volverá loco usted también?» Él se rió con ganas, y se le subió un poco el color
complacido de ver el interés que ella se tomaba en su bienestar. «No tema», dijo,
«baria falta mucho más que todo un escuadrón de fallecidos, con el viejo a la cabeza,
para volverme loco». Fue tan insistente, tan totalmente tenaz, que al fin cedí, aunque
reluctante, a sus ruegos. Los ojos azules de Adela se llenaron de lágrimas, y anduvo
deprisa hasta el invernadero y empezó a coger trocitos de heliotropo para ocultarlas.
Sin embargo, Ralph consiguió lo que quería, tan difícil era negarle nada. Cancelamos
todos nuestros compromisos para aquella noche, y él hizo lo propio con los suyos.
Llegó a eso de las diez, acompañado por su hermano y otro oficial, el capitán Burton,
que estaba ansioso por ver el resultado del experimento. «Permítanme subir ya», dijo,
muy feliz y animado, «no sé cuándo me he sentido de tan buen humor, una nueva
sensación es un lujo que uno no tiene todos los días. Ponga el gas tan alto como se
pueda, deme un atizador sólido y déjennos el asunto a la Providencia y a mí».
Hicimos lo que dijo. «Ya está todo preparado», dijo Henry bajando las escaleras tras
haber cumplido sus órdenes, «la habitación está tan iluminada como si fuese de día.
¡Bien, buena suerte, amigo!» «Adiós, señorita Bruce», dijo Ralph dirigiéndose a

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Adela, y tomando su mano con una mirada medio risueña, medio sentimental:

«Adiós, y si es para siempre,


entonces, para siempre adiós,

son mis últimas palabras y mi confesión. Una cosa», continuó, de pie junto a la
mesa, dirigiéndose a todos nosotros, «si llamo una vez, no vengan; podría estar
confuso, y coger la campanilla sin pensar. Si llamo dos veces, vengan». Y salió,
subiendo las escaleras de tres en tres y canturreando una canción. En cuanto a
nosotros, nos sentamos en diferentes posturas de expectación en el salón, escuchando.
Al principio intentamos hablar un poco, pero no servía de nada; parecía que nuestras
mismas almas se habían concentrado en nuestros oídos. El tic-tac del reloj sonaba tan
fuerte como la campana de una gran iglesia pegada al oído. Addy estaba en el sofá,
con su carita pálida oculta entre los cojines. Así estuvimos sentados exactamente una
hora, pero parecieron dos años, y justo cuando el reloj empezaba a dar las once, un
nítido «tin, tin, tin» repicó claramente por toda la casa. «Subamos», dijo Addy,
saliendo la primera por la puerta. «Subamos», grité yo también, siguiéndola. Pero el
capitán Burton se puso en medio e interrumpió nuestra carrera. «No», dijo decidido,
«no deben subir, recuerden que Gordon nos dijo claramente que no subiéramos si
tocaba una vez. Sé la clase de persona que es, y nada le molestaría más que el que se
ignoren sus instrucciones».
«¡Oh, tonterías!», gritó Addy, apasionadamente, «nunca habría llamado si no
hubiese visto algo espeluznante, venga, ¡vamos!», terminó, juntando las manos. Pero
se decidió en su contra, y todos volvimos a nuestros asientos. Diez minutos más de
suspense, prácticamente insoportables. Sentía un nudo en la garganta, me faltaba el
aire. Diez minutos en el reloj, pero mil siglos en nuestros corazones. ¡Luego, de
nuevo sonó la campana, alta, repentina, violentamente! Nos apresuramos
simultáneamente a la puerta. No creo que ninguno nos quedásemos atrás subiendo
por las escaleras. Addy llegó la primera. Casi simultáneamente, ella y yo irrumpimos
en la habitación. Allí estaba, de pie en medio del dormitorio, rígido, petrificado, con
la misma mirada, esa misma mirada que tengo grabada en mi corazón con letras de
fuego, de pavoroso, inenarrable terror en su valeroso y joven rostro. Por un instante
se quedó así, luego, estirando los brazos rígidos ante él, gimió en una horrible voz
ronca: «¡Oh, Dios mío, lo he visto!», y cayó al suelo muerto. Sí, muerto. No
desmayado o con un ataque, sino muerto. En vano intentamos devolverle la vida a ese
joven corazón valeroso, no volverá hasta el día en que la tierra y el mar entreguen a
sus muertos. No veo la página por las lágrimas que me ciegan, ¡lo apreciaba tanto!
Hoy no puedo escribir más.
Con el corazón roto, Cecilia

Ésta es una historia verdadera.

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Charlotte Perkins Gilman
(1860 - 1935)

Las profesoras Sandra M. Gilbert y Susan Gubar —dos de las más célebres
representantes de la llamada Second-wave feminism (1960— 1980)— explicaban, en
su ensayo The Madwoman in the Attic: The Woman Writer and the Nineteenth-
Century Literary Imagination (Yale University Press, Connecticut, 1979), que en los
relatos góticos femeninos la peculiar agorafobia de sus protagonistas era, en líneas
generales, una metáfora del confinamiento vital al que eran condenadas las mujeres
por la sociedad patriarcal de su tiempo. Según ellas, «presentan heroínas encerradas
“in the house of fiction” (…) logrando escapar de semejante reclusión por medio de
una enajenación mental, de la locura». Una reflexión que describe a la perfección no
sólo el argumento de “El empapelado amarillo” (The Yellow Wall-Paper), publicado
por primera vez en 1892, en The New England Magazine, sino también una de las
experiencias más estremecedoras de su autora, Charlotte Perkins Gilman.
Nacida en Hartford (Connecticut), la joven Charlotte se crió en un ambiente
cultural muy liberal: su padre era Frederic Beecher Perkins (1828-1899), conocido
político demócrata, bibliotecario y director del Harper’s Magazine; sus tías, con
quien la muchacha mantuvo una estrecha relación durante su infancia y juventud,
fueron Harriet Beecher Stowe (1811-1896), abolicionista y autora de La cabaña del
Tío Tom (1852), Catharine Beecher (1800-1878), maestra feminista que logró
incorporar los parvularios al sistema educativo estadounidense, e Isabella Beecher
Hooker (1822-1907), escritora y sufragista, fundadora de la New England Women’s
Suffrage Association y pionera del «amor libre» sin ataduras maritales (¡). Con
semejantes influencias, podemos hacernos una idea muy precisa del trauma que
supuso para Charlotte su matrimonio, en 1884, con el pintor Charles Walter Stetson
(1858-1911) —después de haber mantenido una apasionada relación lésbica con una
desconocida escritora llamada Martha Luther—, un hombre que no veía con buenos
ojos las aficiones literarias de su esposa. Pero la relación naufragó tras el nacimiento
ese mismo año de su única hija, Katharine Beecher Stetson. Tras el alumbramiento de
la pequeña, Charlotte Perkins Gilman empezó a sufrir cuadros de ansiedad y
depresión, lo cual le impidió cumplir con normalidad su papel de esposa y madre.
Abrumada, en abril de 1886, Charlotte, y por indicación de su marido, pone su caso
en manos del doctor Silas Weir Mitchell (1829-1914), especialista en neurología,
quien le diagnostica agotamiento nervioso. El remedio indicado por el Dr. Mitchell, el
«Tratamiento del reposo», constaba de cinco elementos: inmovilidad absoluta en la
cama, sin levantarse salvo para hacer sus necesidades; aislamiento total de su familia;
sobrenutrición para aumentar peso; masajes y uso ocasional de la electricidad para
evitar la atrofia de los músculos; y nada de lectura y/o escritura. Pero la paciente

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empeora: no habla, no se alimenta, ni tan siquiera cose, tal y como le había
«recomendado» el Dr. Mitchell…, y empieza a sufrir alucinaciones. Un par de meses
después, al borde de la locura, abandona el «tratamiento» y halla su cura,
paradójicamente, en la escritura y en la lectura. En 1888 se separa de su poco atento
esposo, responsable en gran medida del lamentable estado psíquico en que se
encuentra, divorciándose seis años después, en 1894. Desde entonces, su obra
empieza a crecer, publicando diversos volúmenes de poesía —In This Our World
(1895), Suffrage Songs and Verses (1911)— y ensayo —Women and Economics: A
Study of the Economic Relativa Between Men and Women as a Factor in Social
Evolution (1898), His Religion and Hers: A Study of the Faith of Our Fathers and the
Work of Our Mothers (1923)—, así como decenas de relatos breves y novelas —The
Twilight (1894), Three Women (1911)—.
Basado en su terrible vivencia personal, “El empapelado amarillo” es uno de los
relatos más modernos de esta antología, si entendemos como tal su radical abandono
del folclore, de la leyenda, del goticismo más estricto, para adentrarse en los umbríos
mundos de la patología mental. La protagonista del cuento, al igual que su autora,
padece el aterrador «Tratamiento del reposo» que acaba por convertir su mundo en
pura alucinación mórbida, casi impenetrable para quien no lo experimenta, e incluso,
para ella misma, sorprendida por lo que siente. La maestría de Perkins Gilman reside,
precisamente, en el equilibrio existente entre la belleza y sencillez de su prosa, e
intensa angustia cósmica de su mirada enferma. «Este papel amarillo me mira como
si supiera del influjo terrible que ejerce sobre mí (…) Es como si dos ojos bulbosos,
sobre un cuello roto, salieran de una parte donde el dibujo se repite hasta la saciedad
y te mirasen al revés (…) Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del
papel, sino ante su sola presencia (…) Bajo el empapelado crece día a día una forma
oscura (…) Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la
pared, bajo el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad», escribe,
haciendo de la experiencia fantástica algo opaco, profundo y único. Tanto es así que,
cuando se publicó “El empapelado amarillo”, la escritora le envió una copia al Dr.
Mitchell quien, impresionado por la historia, le escribió asegurándole que le había
convencido de la pertinencia de cambiar dicho tratamiento. «Si fue así —comentaba
en su autobiografía, The Living of Charlotte Perkins Gilman: An Autobiography
(1935)—, tal vez mi vida haya tenido algún sentido».

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EL EMPAPELADO AMARILLO
Es muy raro que la gente común, como John y yo, alquile casonas antiguas en las
que pasar el verano.
Bien me atrevo a decir que una casona colonial, recibida en herencia, sería poco
menos que una casa encantada, lo justo para alcanzar la más romántica felicidad, lo
cual es, por otra parte, mucho pedir al destino.
No obstante, declararé muy orgullosamente que hay algo raro en relación con
todo esto.
Más aún, ¿por qué será de alquiler tan barato esta casa? ¿Y por qué llevaría tanto
tiempo sin alquilar?
John se ríe de mí, claro, pero una siempre espera que pase eso en su matrimonio.
John es un hombre harto pragmático. No es precisamente paciente, ni un hombre
de fe; siente verdadero espanto por la superstición, y se burla inmisericorde y
abiertamente de cualquier conversación en la que se contemplen aspectos que sólo
pueden sentirse, que no pueden verse, que no pueden expresarse de manera concreta.
John es médico, y acaso por ello (no se lo diría nunca a un mortal, por supuesto,
pero esto no es más que papel, un objeto inanimado, un gran alivio para mi mente),
acaso por ello haya una razón que se me escape acerca del porqué mi estado no
mejora.
Verán: John no cree que esté enferma.
¿Qué puede hacer una ante eso?
Si un médico muy reconocido, que además es tu esposo, asegura a familiares y
amigos que no hay nada de lo que hablar, salvo de una depresión nerviosa transitoria,
una cierta tendencia a la histeria, ¿qué puede hacer una?
Mi hermano también es médico, igualmente muy reconocido como tal, y dice lo
mismo.
Así que tomo fosfatos o fosfatina —o lo que quiera que sea—; y tónicos, y hago
viajes, y tomo el aire, y hago ejercicio, y por supuesto tengo completamente
prohibido «trabajar» hasta que esté recuperada.
Personalmente, estoy en total desacuerdo con sus ideas.
Personalmente, creo que me sentaría bien el trabajo; que los cambios y la
excitación que produce me harían mucho bien.
Pero ¿qué puede hacer una?
Escribí durante un tiempo, a despecho de ellos; pero hacerlo me dejaba exhausta,
por cuanto era a hurtadillas, por cuanto no había la menor posibilidad de llegar a un
acuerdo con ambos, ya que se oponían rotundamente.
A veces, incluso fantaseo con la posibilidad de que mi estado mejore si cuento
con menos oposición, con más relaciones sociales y estímulos, pero John dice que lo
peor que podría hacer es pensar precisamente en mi estado, cosa que me hace sentir
muy mal, he de confesarlo.

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Así que dejémoslo correr y hablemos de la casa.
¡Un lugar realmente hermoso! Una casa tranquila, alejada de la carretera, a unas
tres millas del pueblo. Una casa que me hace pensar en ésas de Inglaterra de las que
tanto se lee, con muros y setos en el jardín, y portones con sus cerraduras, y más allá
casitas para los jardineros y el resto del servicio.
¡Y una delicia de jardín! Nunca había visto un jardín igual, grande y con tanta
sombra, pleno de senderos entre los bojes y cubierto de pérgolas emparradas bajo las
que tomar asiento.
También hubo invernaderos, pero ahora están arruinados.
Y había, por lo demás, algún problema legal, según creo; algo relacionado con los
herederos y con los coherederos. En cualquier caso, la casa llevaba vacía muchos
años.
Todo eso resta hálito a mis fantasmas, supongo, pero no me preocupa; hay algo
extraño en esta casa, no obstante; algo que puedo sentir claramente.
Llegué a decírselo a John una noche de luna, pero me respondió que simplemente
me afectaba la corriente de aire, y cerró la ventana.
A veces experimento una cólera irracional hacia John. Estoy segura de que nunca
había estado tan sensible. Creo que es cosa de mis nervios.
Pero John dice que, si experimento esos sentimientos, se debe a la merma de mi
autocontrol; así que me esfuerzo dolorosamente en auto-controlarme, sobre todo si
estoy con él, cosa que al final me deja agotada.
No me gusta nada nuestra habitación. Hubiese preferido una de la planta baja que
se abría a la piazza del jardín y a cuya ventana se asomaban las rosas entre las
cortinas de algodón estampado. Pero John no quiso ni oír hablar de eso.
Dijo que la habitación que me gustaba tenía sólo una ventana, y que no cabían allí
dos camas, ni había otro cuarto próximo en el que pudiera dormir él.
Es muy cuidadoso conmigo, muy amoroso; nunca me deja dar un paso sin
instruirme antes acerca de lo que hacer.
Tengo un programa que cumplir para cada hora del día; él se cuida de todo lo que
me concierne, aunque no por ello se lo agradezco suficientemente, ni lo aprecio en
todo lo que vale.
Dice que si hemos venido solos ha sido por mi bien, pues aquí puedo descansar y
tomar el aire más que de sobra. «El ejercicio depende de la fuerza que tengas, cariño
—me dice—, y la comida, del apetito que tengas; pero puedes tomar el aire todo el
tiempo». Así que tomamos por alcoba la buhardilla que evidentemente fuera en otro
tiempo el cuarto de los niños de la casa.
Es una habitación grande, bien aireada y soleada, que ocupa casi toda la planta, y
tiene ventanas desde las que se contempla todo. Me parece que debió de ser gimnasio
en un tiempo y después el cuarto de juego de los niños, porque las ventanas tienen
esos barrotes para los niños y hay argollas y cosas por el estilo en la pared.
El empapelado parece haber sido víctima de los juegos de un colegio entero. Está

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desgarrado en varias partes, especialmente sobre y alrededor del cabecero de mi
cama, llegando los jirones casi hasta el techo, y en la pared frontal casi hasta el suelo.
Por lo demás, nunca he visto un empapelado más horrible.
Es uno de esos empapelados que de tan extravagantes resultan un auténtico
pecado artístico.
Es tan aburrido que acaba por confundir al ojo que lo mira, no obstante provocar
irritación así como un detallado estudio. Cuando llevas un rato siguiéndolo con la
vista a lo largo de la pared, ves que acaba perdiéndose en algún vericueto, como si
cometiese suicidio, pues se destruye su uniformidad en ángulos que son puras
contradicciones.
El color es repelente, incluso nauseabundo; es de un amarillo apagado y sucio;
marchito incluso a la luz del sol.
En algunos puntos llega a ser anaranjado; en otros, de color sulfúrico.
¡No me extraña que los niños lo detestaran! Yo misma lo haría si tuviese que vivir
aquí mucho tiempo.
Pero cuidado, que viene John y tengo que esconder esto. Odia que escriba una
sola palabra.
Llevamos aquí dos semanas y no había vuelto a escribir desde el día de nuestra
llegada.
Estoy sentada junto a la ventana de este atroz cuarto para los niños, y no hay nada
que me impida escribir, bien que a mi pesar, salvo mi falta de ganas para hacerlo.
John se pasa todo el día fuera, e incluso algunas noches, si tiene que atender algún
caso grave.
¡Tengo que alegrarme de que el mío no lo sea!
Pero mis problemas nerviosos me causan una depresión terrible.
John no sabe realmente cuánto sufro. Sólo sabe que no hay ninguna razón para
que sufra, cosa que lo deja muy satisfecho.
Claro que lo mío no es más que una cosa de nervios. Pero a veces me pesan tanto
que me impiden hacer cualquier cosa.
Me gustaría ayudar en algo a John, por ejemplo haciendo que pudiera descansar
bien, rodeándole de confort, pero aquí estoy, convertida más bien en una carga.
Nadie podría creer cuánto me cuesta hacer un esfuerzo, por mínimo que sea,
como vestirme, atender a las visitas y cualquier otra cosa.
Por fortuna Mary se encarga bien del niño. ¡Mi adorable niño!
Pero ahora no puedo atenderlo, hacerlo me pone mucho más nerviosa.
Supongo que John no ha estado nervioso en su vida. Se ríe de mí a propósito de
mi rechazo de este empapelado amarillo de la habitación.
Al principio habló de empapelarla de nuevo, pero después dijo que me vendría
mucho mejor dejarlo como estaba, pues nada peor para un paciente de los nervios que
atender a sus fantasías.
Dijo que tras cambiar el papel habría que hacer lo mismo con el pesado cabecero

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de la cama, y después con las rejas de la ventana, y luego con la puerta del final de la
escalera, y así sucesivamente.
«Sabes que estar aquí te viene muy bien —me decía—, y realmente, querida, creo
que no merece la pena hacer arreglos en la casa para tres meses que la tenemos
alquilada».
«Pues instalémonos en la planta baja, que las habitaciones son mejores», sugerí.
Entonces me tomó entre sus brazos y me llamó bendita y pequeña gansa, y dijo
que bajaría al sótano, si yo se lo pedía, para darle una mano de cal él mismo.
Pero tenía razón en lo de las camas, y la ventana y todo lo demás.
La verdad es que la habitación es confortable y está muy aireada, todo lo que una
necesita, por lo que no iba a ser yo tan estúpida de incomodarlo con mis caprichos.
No tengo nada que objetar a la habitación, salvo su horrible empapelado.
Por una de las ventanas puedo ver el jardín, y esas pérgolas emparradas que dan
una sombra tan profunda y misteriosa, y las gloriosas flores tan al viejo estilo, y los
arbustos y los viejos árboles de corteza nudosa.
Otra ventana me ofrece una vista adorable de la bahía y el embarcadero privado,
que pertenece a la casa. De la casa arranca un precioso camino vecinal a la sombra,
que conduce al embarcadero. Siempre fantaseo con que veo pasar gente por el
camino y los senderos, y bajo las pérgolas, pero ya me ha avisado John de que no
debo albergar fantasías… Dice que con mi poderosa imaginación y la costumbre que
tengo de urdir historias, una constitución nerviosa tan débil como la mía
forzosamente ha de conducirme a fantasear exageradamente, por lo que es mejor que
haga uso de mi voluntad y buen sentido para controlar esa tendencia. Y lo intento.
A veces pienso que si me encontrase lo suficientemente bien como para escribir
un poco, podría liberar así la presión de las ideas y hallar descanso,
Pero cuando lo intento me canso aún mucho más.
Es muy descorazonador no tener quien me aconseje ni haga siquiera un poco de
compañía interesándose por mi trabajo. Cuando esté recuperada del todo, John, según
me ha dicho, pedirá al primo Henry y a Julia que vengan a pasar unos días con
nosotros; ahora, sin embargo, dice que hacer eso sería como ponerme fuegos
artificiales en la almohada, que no me sentaría bien la compañía de personas de trato
tan estimulante.
Me gustaría recuperarme pronto.
Pero será mejor no pensar en eso. Este papel amarillo me mira como si supiera
del influjo terrible que ejerce sobre mí.
Es como si dos ojos bulbosos, sobre un cuello roto, salieran de una parte donde el
dibujo se repite hasta la saciedad y te mirasen al revés.
Me siento realmente mal, no ya ante la impertinencia del papel, sino ante su sola
presencia. Arriba y abajo, y a los lados, como si se arrastrasen, esos ojos absurdos,
impávidos, están por doquier. Hay un lugar donde la banda de papel no corre en
paralelo, y los ojos se ven obligados, uno más alto que otro, a seguir una línea

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imposible.
Nunca antes había visto tal expresión en un objeto inanimado, y bien sabemos
que hasta las cosas más simples pueden tenerla. De niña solía fantasear tumbada,
hallando más entretenimiento y miedo en una pared en blanco y en unos simples
muebles del que puedan encontrar los niños en una juguetería.
Recuerdo los guiños que me hacían los nudos de la madera de nuestro viejo
escritorio, y recuerdo también una silla que era como un amigo muy fuerte.
Si cualquier otro objeto se me antojaba entonces de mirada fiera, bastaba con
sentarme en aquella silla para sentirme a salvo.
El mobiliario de esta habitación, sin embargo, no es peor ni menos armónico que
el del resto de la casa, pues en realidad hubimos de subirlo de la planta baja. Supongo
que el cuarto, al ser utilizado para que los niños jugaran, quedó vacío de sus cosas, lo
que no es para asombrarse. Nunca había visto tantos estragos como los que los niños
hicieron aquí.
El empapelado, como ya he dicho, está levantado, arrancado minuciosamente en
varios puntos de la pared, por muy bien pegado que estuviese, lo que demostraba que
aquellos niños habían mostrado tanta perseverancia como odio hacia el papel.
El suelo denota que fue rayado y astillado violentamente; los artesonados de
escayola de la habitación muestran mellas aquí y allá; y la cama grande y pesada, el
único mueble que encontramos en la habitación al llegar, parece haber sobrevivido a
varias guerras.
Pero no quiero pensar en eso, sólo en el papel.
Ahí viene la hermana de John. ¡Es una chica encantadora que cuida mucho de mí!
Será mejor que no me vea escribiendo.
Es una auténtica ama de casa, una perfecta ama de casa que no cree que pueda
haber otra cosa mejor a la que dedicarse. Estoy completamente segura de que piensa
que escribir es lo que me ha hecho enfermar.
Pero puedo escribir cuando está fuera, y además la veo a través de la ventana
cuando regresa.
Hay una ventana desde la que se domina la carretera, que en realidad es un
amplio camino en sombra, lleno de vericuetos y revueltas, y otra que impera sobre
toda la campiña. Es una región maravillosa, realmente; llena de grandes olmos y de
praderas aterciopeladas.
El empapelado de la pared posee una rara cualidad, como lo es la de ofrecer la
visión de un dibujo subyacente, y de tono distinto, particularmente irritante pues sólo
puede verse bajo ciertas luces, y aun así tampoco de forma clara.
Pero allá donde no está descolorido, y cuando le da la luz del sol de lleno, puedo
observar una suerte de figura extraña, incluso provocadora e informe, que parece una
protuberancia que se ocultase bajo el conspicuo dibujo principal del papel.
Pero la hermana de John ya sube por la escalera.
Bien, ya ha pasado el 4 de julio. La gente se ha ido y estoy cansada. John supuso

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que me haría bien tener algo de compañía, así que han estado con nosotros durante
una semana mi madre, y Nellie y los niños.
No he hecho nada en ese tiempo, por supuesto. Y ahora se encarga Jennie de todo.
Pero eso me cansa lo mismo.
John dice que si para el otoño no he mejorado me enviará a la consulta de Weir
Mitchell.
Pero no quiero ir allí en ningún caso. Una amiga mía cayó en sus manos en cierta
ocasión y dice que es un médico como John y como mi hermano, si no peor.
Además, me resultaría agotador tener que viajar tan lejos.
No puedo ni alargar el brazo para hacer lo que sea, creo que no merece la pena
hacer el menor esfuerzo; me estoy volviendo muy temerosa y quejica.
Lloro por nada, y lloro la mayor parte del tiempo.
Claro que no lo hago cuando John está conmigo, ni cuando hay alguien delante.
Sólo cuando me quedo sola.
Y precisamente ahora estoy sola. John tiene muchos casos urgentes que atender
en la ciudad y se pasa allí gran parte del tiempo. Pero Jennie es tan buena que me deja
sola cuando se lo pido.
Entonces salgo a pasear un poco por el jardín, y voy por el camino del
embarcadero, o me siento en el porche al amparo de las rosas, y me siento realmente
a gusto.
Pero nunca tardo mucho en volver a la habitación, a pesar del empapelado
amarillo. O quizá precisamente por el empapelado amarillo.
¡Ese empapelado ocupa por completo mis pensamientos!
Estoy tumbada en esta gran cama inamovible —que se me antoja clavada al suelo
—, siguiendo el dibujo del empapelado durante horas. Puedo dar fe de que hacerlo es
tan bueno como la gimnasia. Comienzo, podríamos decirlo así, por la parte baja de un
extremo de la pared donde el papel parece intacto, y decido por vez mil que puedo
seguir desde allí el resto del trazo para obtener una suerte de conclusión.
Algo sé de los principios del arte del dibujo, y sé por ello que el papel no es algo
que parta de una ley de la radiación, o de la alteración, o de la repetición, o de la
simetría, o de cualesquiera cosas de las que antes haya oído hablar.
La repetición se da por la anchura de la banda de papel, naturalmente y sin más.
Vistas por separado, cada una de las bandas de papel, en su anchura, parece
efectivamente aislada, diferente, abombada y hasta florida en curvaturas —una suerte
de románico degenerado que sufriera de delirium tremens— que van de arriba abajo
en aisladas columnas de fatuosidad.
Pero, de otra parte, se conectan diagonalmente; y los contornos desbordados
corren en olas de terror óptico como algas marinas regodeadas en su amontonamiento
a pesar de sufrir una persecución.
Todo se dispone igualmente en horizontal, de forma tal que al cabo semeja una
mera horizontalidad que me agota en el intento de discernir su orden horizontal.

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Debieron disponer, para colmo, de una anchura horizontal para el friso, lo que
abunda extraordinariamente en la confusión.
Hay un confín de la habitación donde el empapelado se halla prácticamente
intacto, y allí, cuando la luz del ocaso da directamente, veo, fantaseo con una
radiación fantástica, con formas grotescas que parecen expandirse a partir de un
centro común para acabar zambullidas, sin embargo, en una misma dispersión.
Seguir todo eso me agota. Creo que debo echar una cabezada.
No sé por qué escribo sobre todo esto.
No quiero hacerlo, además.
No me siento capaz de hacerlo.
Bien sé que John encontraría absurdo todo esto. Pero he de decir lo que pienso y
lo que siento, porque hacerlo me procura un gran alivio.
Pero el esfuerzo me resulta mayor que ese alivio.
Estoy muy perezosa; me paso tumbada la mayor parte del tiempo.
John dice que no debo malgastar mis fuerzas, y me da aceite de hígado de
bacalao, y distintos tónicos, por no hablar del vino y la cerveza, además de la carne
poco hecha.
¡Mi querido John! Realmente me ama, por lo que odia verme enferma. El otro día
intenté mantener con él una conversación tranquila y abierta, y le dije lo mucho que
deseaba ir a visitar al primo Henry y a Julia.
Pero me respondió que no podría ir y que, si lo conseguía, una vez allí no sabría
qué hacer. No pude argumentar nada a favor de mi deseo, porque me eché a llorar
nada más intentarlo.
Me cuesta mucho pensar lo que voy a decir. Seguramente será por la debilidad de
mis nervios.
Pero mi querido John me tomó de inmediato en sus brazos, y me llevó escalera
arriba, y me echó en la cama, y se sentó a mi lado y estuvo leyendo un buen rato para
mí, hasta que me agoté.
Dijo que yo era su amada, todo lo que tenía, su mayor contento; y que por eso,
por él, tenía que cuidarme y ponerme bien.
Dijo también que nadie, salvo yo misma, podía ayudarme realmente, para lo cual
tendría que hacer uso de mi mayor voluntad a fin de conseguir el autocontrol
necesario, y que para eso era preciso que me quitara de encima tantas fantasías.
Tengo, en medio de todo, la tranquilidad de que el niño está bien, muy feliz,
seguramente porque no ocupa la habitación del empapelado amarillo.
Si no la hubiésemos ocupado nosotros, habría ido a parar allí la bendita criatura.
¡Qué suerte ha tenido! Pero yo nunca hubiera consentido en que mi niño, una
criaturita tan impresionable, ocupase una habitación semejante.
Nunca había pensado en ello, pero es una gran suerte que John me tenga aquí
aislada, después de todo, pues lo soporto mejor de lo que lo hubiera soportado la
criatura.

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Por supuesto que nunca hago mención de lo que pienso, soy demasiado
inteligente para hacerlo, pero sigo vigilando atentamente el empapelado del cuarto.
Hay cosas en ese empapelado que nadie ve, salvo yo; cosas que nadie más que yo
vería.
Bajo el empapelado crece día a día una forma oscura.
Es siempre la misma forma única, aunque parezca multiplicada.
Es como una mujer que reptara encorvada por la parte más baja de la pared, bajo
el dibujo del papel amarillo. No me gusta nada, la verdad. Me gustaría —comienzo a
pensar—, desearía que John me sacara de aquí.
Pero es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es muy inteligente y me ama
por encima de todas las cosas.
No obstante, lo intenté anoche.
Ya era noche cerrada. Brillaba la luna, llenando el cuarto con tanta fuerza como el
sol.
Odio a veces esa luna tan brillante que parece arrastrase por el cielo y va de una
ventana a otra.
John dormía y yo no quería que se despertase, así que me puse a contemplar el
reflejo de la luna en el ondulante empapelado amarillo de la pared de nuestra
habitación hasta que me sentí aterrorizada.
La figura agazapada tras el empapelado parecía agitar las bandas de papel, como
si quisiera escapar de allí.
Me levanté despacio y fui a observar si el papel se movía realmente. Cuando
volví a la cama John estaba despierto.
—¿Qué haces, pequeña? —me preguntó—. No tendrías que haberte levantado,
vas a coger frío.
Me pareció un buen momento para hablar, así que le dije que no me encontraba
nada cómoda en aquella habitación, por lo que le pedía que ocupásemos otra, o que
nos fuésemos definitivamente de allí.
—¿Por qué, cariño? Ya sólo nos quedan tres semanas de alquiler, no veo razón
para que nos cambiemos —me dijo—. Además, aún no han terminado las obras de
arreglo en nuestra casa, por lo que no podemos regresar a la ciudad. Si estuvieses en
peligro, o se hubiera agravado tu estado, claro que nos iríamos, recuerda que soy
médico… Pero estás mucho mejor, has ganado color y peso, comes más que antes…
Me siento mucho más tranquilo.
—No he ganado peso —repliqué—, y mi apetito no ha mejorado; ocurre que
como un poco más por la noche, cuando llegas, pero se me quita el hambre por la
mañana, en cuanto te vas.
—¡Que Dios bendiga tu corazón tan tierno! —dijo abrazándome—. ¡Puedes estar
tan enferma como te plazca, cariño! Pero aprovechemos la noche para dormir y así
estaremos mejor de día; ya hablaremos mañana.
—¿Entonces no quieres que nos vayamos?

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—¿Y por qué habría de quererlo? Sólo nos quedan tres semanas de alquiler.
Después haremos un viaje corto mientras Jennie se encarga de preparar la casa…
Además has mejorado mucho, querida.
—Quizá esté mejor de aspecto, pero… —me callé, sin embargo, porque vi que
me miraba con severidad, como si me reprochase algo, así que no dije una sola
palabra más.
—Cariño —siguió él—, te ruego por mí y por nuestro hijo, y también por ti
misma, que no permitas que esa idea te vuelva a rondar en la cabeza. No hay cosa tan
peligrosa, aunque fascinante, como un temperamento como el tuyo. Pero cuídate de
las tontas fantasías. ¿Es que acaso no confías en mí como médico, cuando te lo digo?
Claro está, no dije nada al respecto y al cabo nos quedamos dormidos. O mejor
dicho, él creyó que me dormía, pero no; estuve en vela horas, tratando de discernir si
el empapelado amarillo y la forma que se adivinaba bajo él se movían o no al
unísono.
En un empapelado con un dibujo como el que tiene éste, apenas se perciben
secuencias a la luz del día, y las que se dan suponen todo un desafío a las leyes del
movimiento, algo que irrita a una mente normal.
El color resulta suficientemente dañino, poco fiable, exasperante; pero el dibujo
del papel es una auténtica tortura.
Puedes pensar que lo dominas, pero cuando más crees conocer cada tramo, cada
recoveco, de repente cambia en un punto abruptamente y ahí te quedas. Es como si
recibieras una bofetada en pleno rostro, como si cayeras al suelo y se te viniese
encima para pisotearte. Es como una pesadilla.
Aparentemente no se trata más que de un florido arabesco que remedase un
hongo. Si puedes imaginar una seta venenosa, una hilera interminable de setas
venenosas convulsas… pues ahí lo tienes, es algo así.
¡Y a veces es justo eso!
Este papel tiene una particularidad concreta, además… Algo que nadie parece
percibir, salvo yo. Y es que cambia en tanto lo hace la luz.
Cuando el sol se cuela por la venta que da al este —siempre aguardo esos
primeros rayos rectilíneos—, el papel cambia de manera insólita, tan rápido que
apenas puedo creerlo.
Por eso lo espero siempre.
Bajo la luz de la luna —aquí la luna lo llena todo de noche, cuando luce fuerte en
el cielo— me resultaría difícil decir que se trata del mismo empapelado.
Por la noche, o bajo cualquier luz, al atardecer, con la luz de una vela o de una
lámpara, pero mucho peor si es con la luz de la luna, el dibujo del papel amarillo se
torna barrado; y bajo esas barras que forma el trazo se percibe perfectamente a la
mujer que hay tras las bandas del papel.
Hubo de pasar mucho tiempo, sin embargo, para que me diese cuenta de que
aquello que se percibía bajo el empapelado de la pared, aquello que había tomado por

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un oscuro dibujo secundario, era una mujer. Pero ahora estoy completamente segura.
A la luz del día se muestra en calma, como sometida. Fantaseo con que es el
dibujo más evidente lo que la somete a su peso. Todo esto me resulta turbador. Me
tiene contemplándolo durante horas.
Cada vez estoy más tiempo tumbada. John dice que eso es bueno para mí, y que
duerma todo lo que pueda.
Es más, fue él quien me habituó a echarme al menos durante una hora después de
comer.
Pero estoy convencida de que no es un buen hábito, porque, verán, no consigo
dormirme.
Eso hace que mi engaño sea mayor, pues no digo a nadie que en realidad
permanezco despierta todo ese tiempo, por supuesto que no lo digo.
Lo cierto es que tengo un poco de miedo a John.
A veces su aspecto me parece raro; también Jennie se me antoja
inexplicablemente extraña a menudo.
De vez en cuando me golpea la idea, una mera hipótesis científica, de que esa
percepción mía se deba precisamente al papel.
Observo mucho a John cuando no se da cuenta de que lo hago; suele entrar a la
habitación frecuentemente con las más variadas y banales excusas. Y lo he visto un
montón de veces mirando el empapelado. Jennie también lo hace. Una vez incluso
pasó una mano por encima.
Jennie no se había percatado de mi presencia, y cuando le pregunté suavemente,
con harta contención por mi parte, por qué tocaba el papel de la pared, se volvió
rauda, como si la hubiese sorprendido cometiendo un robo, y mirándome con
bastante enojo me preguntó por qué la había asustado.
Después me dijo que aquel papel lo ensuciaba todo, que había descubierto
manchas amarillas en mi ropa y en la de John, y prefería que fuésemos, por ello, más
cuidadosos.
¿No parece todo esto de lo más inocente? Pero yo supe que en realidad Jennie
estudiaba el papel, que repasaba con su mano el dibujo, y he decidido que nadie,
salvo yo, habrá de descubrir qué hay de oculto en todo esto.
La vida es ahora mucho más excitante de lo que solía. Verán… Tengo una
expectativa, algo por lo que aguardar, algo a lo que atender… También es cierto que
como mejor y que estoy más tranquila.
John está muy contento de mi mejoría. Hasta se rió un poco el otro día, diciendo
que me veía más rozagante… a pesar de mi papel amarillo.
Yo le respondí echándome a reír igualmente. No tenía la menor intención de
confesarle que era por el papel, pues se hubiese burlado. Puede que hasta me hubiese
sacado de aquí.
Ahora no quiero irme de aquí, al menos hasta que haya descubierto el secreto que
alberga el empapelado amarillo. Creo que en una semana lo habré hecho.

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Me siento mucho mejor. No duermo mucho por la noche debido al gran interés
que me procura ver lo que va sucediendo. Sí duermo bastante, en cualquier caso,
durante el día.
De día el empapelado me resulta agotador y desconcertante.
De continuo aparecen brotes nuevos en los hongos, en esos bultos que hace el
papel, y se multiplican las tonalidades del amarillo a lo largo y ancho de la pared. No
he podido contar cuántos son los brotes nuevos de cada día, aunque lo he intentado
denodadamente.
El amarillo de este papel de pared es realmente extraño. Me obliga a recordar
todas las cosas amarillas que he visto a lo largo de mi vida, y no hablo de cosas
bonitas como unos botones de oro, sino de cosas repugnantes, y amarillas, por
supuesto.
Pero en este papel hay algo más… Su olor… Ya lo noté la primera vez que
entramos en la habitación, pero como está muy soleada y aireada apenas te afecta.
Ahora que llevamos una semana de lluvias y nieblas, sin embargo, ahí está ese olor,
al margen de que tengas las ventanas abiertas o de que las hayas cerrado.
El olor se extiende por toda la casa.
El olor cae sobre el comedor, se embosca en el salón, se agazapa en el vestíbulo,
me espera en la escalera.
El olor ha tomado mis cabellos.
Incluso cuando monto a caballo, ahí está si vuelvo la cabeza de repente.
Es, por lo demás, un olor muy especial. Me he pasado horas intentando analizarlo,
tratando de recordar qué huele igual.
No es precisamente un mal olor; incluso te parece un olor muy rico al principio,
pero acaba siendo pesado, el olor más persistente que jamás haya sentido.
Llega a ser terrible, sin embargo, con este tiempo tan húmedo. A veces me
despierto en mitad de la noche y ahí lo tengo, suspendido sobre mí.
Al principio me molestaba mucho. Hasta se me pasó por la cabeza pegarle fuego
a la casa, con tal de llegar al fondo de ese olor.
Pero ya me he acostumbrado. Sólo se me ocurre pensar que ese olor es del color
del empapelado de la pared. Un olor amarillo.
Hay una extraña señal en la pared, muy abajo, pegada casi al rodapié. Es un
rayajo que corre por toda la pared, a lo largo y ancho de la habitación, a espaldas de
los muebles, pero que se interrumpe donde está mi cama. Un rayajo largo, como una
mancha rectilínea, inalterable, como hecha por algo que se hubiese deslizado
regularmente por la pared.
Me pregunto qué fue lo que hizo eso, quién lo haría y para qué… Una vuelta, y
otra y otra… ¡Me mareo!
Pero al fin he descubierto algo.
De tanto mirarlo por la noche, de tanto observar sus cambios, he dado con el
asunto.

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El dibujo principal del papel se mueve, cosa que no tiene nada de extraño pues es
la mujer allí agazapada quien lo hace.
A veces llego a tener la impresión de que hay más mujeres ocultas tras el
empapelado de la pared; pero luego me digo que no, que sólo hay una, la de siempre,
la que repta velozmente alrededor de la pared, haciendo que se ondulen las bandas del
papel.
Después se queda quieta, allá donde los puntos del papel quedan más a la luz, y
luego, en los más oscuros, se aferra a los barrotes del dibujo y los sacude
violentamente.
Es como si quisiera atravesar el papel, aunque nadie podría hacerlo porque su
dibujo resulta muy tupido. Quizá por eso me parece a veces que hay más cabezas.
Es como si cuando las cabezas comienzan a emerger el tupido dibujo se lo
impide, invirtiéndolas hasta dejarlas de tal modo que sólo se les perciben los ojos en
blanco.
No sería menos terrible que las cabezas quedasen cubiertas por completo, o que
las arrancaran.
Estoy segura de que la mujer oculta bajo el empapelado amarillo logra escaparse
durante el día.
Y diré confidencialmente por qué lo creo así… ¡Porque la he visto!
Y la sigo viendo a través de las ventanas.
Sé que es ella porque se arrastra, y la mayor parte de las mujeres no lo hacen, al
menos a la luz del día.
La veo por el camino entre los árboles, siempre arrastrada; y cuando llega por ahí
algún coche, corre a esconderse entre las zarzamoras.
No la maldigo por hacerlo. Sería tan humillante que la sorprendieran
arrastrándose a plena luz del día…
Yo me arrastro durante el día siempre a puerta cerrada. Si lo hiciera por la noche,
está claro que John sospecharía algo.
No quiero irritarle ahora, está muy raro. Preferiría que tomara otra habitación…
Al fin y al cabo, no quiero que nadie pueda ver a esa mujer una noche, salvo yo
misma.
A menudo me pregunto si podría verla a través de todas las ventanas a la vez.
Aunque, por muy rápido que vaya entonces de una a otra ventana, sólo puedo
verla a través de una sola.
Siempre la veo, eso sí, pero jamás podría pasar tan rápido ante las ventanas como
se desliza ella.
En ocasiones la veo a lo lejos, en campo abierto, arrastrándose a tal velocidad que
parece la sombra de una nube batida por un viento fuerte.
¡Si pudiera separar el dibujo subyacente del superficial! Trataré de hacerlo poco a
poco.
He descubierto otra cosa interesante. Pero no hablaré de ello, al menos por ahora.

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No hay que fiarse demasiado de los otros.
Faltan dos días para quitar el papel y me parece que John comienza a darse cuenta
de todo. No me gusta la mirada que observo en sus ojos.
He oído cómo le pedía a Jennie informes sobre mí, en tono muy profesional, y
que Jennie se los daba muy propiamente.
Le dijo que yo dormía mucho durante el día.
John sabe que apenas duermo de noche, aunque permanezca en calma.
Me ha preguntado igualmente muchas cosas, pretendiéndose cálido y amoroso.
Se cree que no sé qué intenciones oculta.
Pero no me extraña que se muestre como lo hace, después de casi tres meses
durmiendo en la habitación del empapelado amarillo.
Estoy segura de que tanto a John como a Jennie el empapelado también les afecta,
aunque sólo yo me interese por su influjo.
¡Hurra! Hemos llegado al último día. Pero aún dispongo de tiempo suficiente.
John pasó la noche en la ciudad y no estará de regreso hasta el atardecer.
Jennie pretendió dormir conmigo, la muy artera… Pero respondí diciéndole que,
por una noche, estaría mejor sola.
La verdad es que ha sido una buena añagaza; no he estado sola en ningún
momento. Nada más salir la luna y comenzar a moverse bajo el papel amarillo esa
criatura infeliz, salté del lecho para correr en su auxilio.
Yo tiraba de las bandas del papel mientras ella las movía, o las movía yo mientras
ella tiraba… Antes del amanecer habíamos arrancado ya una buena cantidad de papel.
Despegamos más de una banda a lo largo de la mitad de la habitación, desde el
rodapié a la altura de mi cabeza.
Cuando salió el sol y el dibujo espantoso del papel comenzó a burlarse de mí con
su guiño risueño, me hice el firme propósito de que acabaría hoy mismo mi tarea.
Partiremos mañana. Han comenzado a bajar los muebles del cuarto, para que todo
quede como antes de que llegásemos.
Jennie se ha quedado de una pieza al mirar la pared, pero le he contado
tranquilamente por qué faltaba tanto papel; le he dicho que no soportaba por más
tiempo algo tan horrible como ese empapelado amarillo.
Se ha echado a reír diciendo que no le hubiese importado hacerlo ella misma para
que yo no me cansara.
Así se ha traicionado, la muy canalla.
Pero estoy resuelta a que nadie más que yo ponga sus manos en este papel, al
menos mientras viva.
Después ha tratado de sacarme de la habitación… ¡Todo está ya tan claro! Pero le
he dicho que el cuarto estaba tan vacío, limpio y tranquilo que prefería echarme a
dormir un rato; es más, que prefería dormir largamente, por lo que le rogué que no
me despertase siquiera para la cena, y que en todo caso la llamaría al despertar, si
precisaba de ella para algo.

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Ya no hay nada. También se han ido los criados. Sólo queda en el cuarto el gran
cabecero de la cama, con el somier y el colchón de lana.
Esta noche dormiremos en la planta baja. Mañana regresaremos en barco.
La habitación, ahora vacía, me gusta mucho.
Pero hay que ver los destrozos que hicieron en ella aquellos niños…
¡Pero si hasta el cabecero de la cama y el somier presentan un montón de mellas!
Tengo que poner manos a la obra, en cualquier caso.
He cerrado con llave la puerta, y luego he tirado la llave al sendero que arranca de
la casa.
No saldré, ni permitiré que entre nadie, al menos hasta que regrese John.
Quiero verlo realmente asombrado.
Tengo bien escondida una cuerda que ni siquiera Jennie ha sido capaz de
descubrir. Si esa mujer intenta escaparse, la ataré con mi cuerda.
Pero no me había dado cuenta de que no puedo llegar muy alto si no tengo algo
en lo que subirme.
¡Es imposible mover la cama!
Me he hecho daño intentando desplazarla. Y me he enojado tanto que me he
puesto a morder un trozo de madera de una esquina, hasta arrancarlo, con lo que
también me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el papel que me ha sido posible, hasta donde me
alcanzaban los brazos a lo alto. Cuesta hacerlo, porque está muy pegado; el dibujo
parecía seguir burlándose de mí al verme tan esforzada. ¡Y esas cabezas cercenadas,
y sus ojos bulbosos, y esas minoraciones como hongos! Todo eso contoneándose ante
mí, burlándose entre alaridos.
Ahora estoy tan enojada que se me ocurre hacer algo desesperado. Saltar por la
ventana sería un ejercicio admirable, pero los barrotes son tan gruesos que ni lo
intento.
Y tampoco lo haría aunque pudiese, la verdad. Nada de eso. Hacer algo así no
estaría nada bien, y además sería un gesto que los demás podrían malinterpretar.
Ya no quiero ni mirar por las ventanas. Hay demasiadas mujeres arrastrándose por
ahí a gran velocidad.
Me pregunto si todas ellas, como yo, habrán salido del empapelado amarillo de la
pared.
Nadie podrá arrastrarme hasta el sendero, porque estoy bien amarrada con mi
cuerda.
Aunque en cuanto se haga de noche me veré obligada a esconderme otra vez tras
ese espantoso dibujo del empapelado… Se me hace tan duro…
Es muy agradable poder salir a la habitación, porque es muy grande y puedo
arrastrarme por ella a mis anchas, cuanto quiera.
No deseo abandonarla. No saldré de aquí, por mucho que Jennie me pida que lo
haga.

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Fuera de la habitación todo es verde, en vez de amarillo, y no quiero arrastrarme
por ahí.
En la habitación me arrastro tranquilamente por el suelo; cuando lo hago, además,
siempre me queda el hombro a la altura de ese rayajo que recorre toda la pared sobre
el rodapié, con lo cual no tengo pérdida.
John está en la puerta.
Me da igual, muchacho, no podrás abrirla.
¡Qué manera de llamar a la puerta, qué golpes pega!
Vaya, pero si está pidiendo a gritos que le lleven un hacha.
¡Sería una pena destrozar una puerta tan bonita!
—John, cariño —le dije entonces con mi voz más dulce—, la llave está en el
sendero, tras los escalones de la entrada, bajo una hoja del plátano.
Eso lo dejó callado unos segundos.
—Abre la puerta, amor mío —me dijo poco después.
—No puedo —le respondí—. La llave está frente a la casa, bajo la hoja de un
plátano.
Se lo dije varias veces más, con la voz inalterable, hablando muy despacio, con
un tono infinitamente candoroso. Tanto insistí que acabó yendo a buscar la llave, y al
cabo de un buen rato dio con ella, y abrió la puerta y entró en la habitación… Pero
nada más entrar se quedó de una pieza.
—¿Qué pasa aquí? —gritó—. ¡Por el amor de Dios! Pero ¿qué estás haciendo?
Yo seguí arrastrándome por el suelo, igual que antes, pero le miraba alzando la
cabeza.
—Al fin he conseguido salir de ahí —dije—, a pesar de ti y de Jennie… Y como
he arrancado la mayor parte del papel, ya no podrás volver a confinarme contra la
pared.
¿Por qué se desmayaría este hombre? Porque se desmayó, cayendo junto a la
pared. Y para seguir arrastrándome tuve que pasar por encima de él.

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Elizabeth Stuart Phelps
(1844 - 1911)

Según apunta el Dr. Angelo S. Rappoport, «se dice, y con razón, que los
marineros son una de las razas de hombres más extrañas que existen; tienen
costumbres, sentimientos e incluso un lenguaje propio. Las nobles virtudes y los
sentimientos exaltados se mezclan con hábitos vulgares y vicios degradantes. Héroes
en los momentos de peligro, los marineros a menudo no son más que niños patéticos
(…) los cuales creen firmemente en apariciones y fantasmas y se aterrorizan ante
ellos» (Superstitions of Sailors, Stanley Paul & Co., Ltd., Londres, 1928. Pág. 196).
Y mucho de esto, sin duda verídico en la época que fue escrito, se halla presente
en “El fantasma de Kentucky” (Kentucky’s Ghost), cuento de Elizabeth Stuart Phelps
publicado en la revista estadounidense Atlantic Monthly (diciembre, 1868). Obra
ciertamente especial, su singularidad, en este caso, no está vinculada a su estilo
literario, ebrio de un naturalismo ágil, minucioso, pero nada recargado, a la hora de
describir la vida marinera a bordo del Madonna, el navío mercante donde acontece la
acción. Su fuerza tampoco reside en el tono melodramático, áspero, hiriente incluso,
dickensiano ocasionalmente, del relato. Lo que distingue a “El fantasma de
Kentucky” de otras historias fantásticas escritas por mujeres es su creíble ambiente
marinero, tremendamente masculino, que nos trae a la memoria alguna de las mejores
fábulas y novelas terroríficas de William Hope Hodgson o Emilio Salgari. Habida
cuenta que era un territorio laboral y vital vedado a las mujeres —solamente podían
embarcar en calidad de pasajeras—, llama la atención que este inquietante
divertimento se adentre en un mundo extraño, plagado de misterios, como el de los
hombres del mar.
Pero la diferencia de sensibilidades se percibe en la manera de abordar las tristes
aventuras del polizón Kentucky a bordo del Madonna, marcadas por los constantes
abusos físicos (y psicológicos) que soporta a manos del cruel oficial de cubierta, el
señor Whitmarsh. Una situación que desembocará en una experiencia sobrenatural
más turbadora que macabra, más moral que visceral. El paternalista modo de
proceder del narrador, el detalle de la madre del muchacho, que aguarda con gesto
compungido el regreso de la nave, y por tanto de su hijo, diluyen en los vahos de la
tragedia el miedo que el cuento haya podido provocarnos en algunos pasajes. Hay en
“El fantasma de Kentucky” una curiosa subtrama centrada en las relaciones materno-
filiales, en los lazos de amor y, por qué no, de camaradería existentes en el
matrimonio, en la influencia que tener una familia puede ejercer en una persona a la
hora de percibir el mundo y a sus moradores.
Sin desdeñar, ni mucho menos, la sinceridad de los intereses «fantásticos» de
Elizabeth Stuart Phelps, cabría señalar que su aproximación al género se emparenta

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más con la idea de la fábula moral, del cuento de hadas «para adultos», con una idea
sombría de lo «maravilloso», que con el deseo de provocar un efecto de terror (Roger
Caillois dixit). Sus otros relatos fantásticos, como “Since I Died” (Scribner’s, febrero,
1873), “Dream Within a Dream” (The Independent Magazine, febrero, 1874) o
“Number 13” (Harper’s New Monthly, marzo, 1876), se sitúan en la línea antes
expuesta.
Elizabeth Stuart Phelps, nacida en Andover, Massachusetts, era la segunda hija en
una familia de cinco hermanos. Su padre era párroco y profesor de literatura griega y
hebrea de la sociedad Teológica de Andover. Su madre, inválida durante los últimos
años de su vida, hizo que su amiga, la novelista Harriet Beecher Stowe, la autora de
La cabaña del tío Tom (Uncle Tom’s Cabin, 1852), escribiera: «… de una larga
enfermedad curada por la muerte / una santa se elevó hacia donde no existe más el
dolor». Marcada por la terrible enfermedad de su madre —Elizabeth vivió siempre
con el temor de quedarse paralítica como ella— y un deseo casi enfermizo por
complacer a su padre, hombre de rígidas costumbres e ideas, la futura escritora se
marchó a Boston con apenas dieciséis años, una vez completada su educación
primaria, para trabajar en la Mount Vernon School, viviendo con la familia del
reverendo Jacob Abbott, autor de libros religiosos para niños.
Abrumada por dudas y miedos en lo que respecta a su talento, allí publica sus
primeros cuentos, de sesgo religioso, en la revista literaria que dirige el reverendo
Abbott. Pero cuando su padre, al leer uno de sus relatos, le escribe señalándole que
«estaba muy bien hecho» —elogio que significó para ella más que el favor recibido
por centenares de lectores—, Phelps decide dedicarse plenamente a la literatura como
profesional. Para entonces tiene treinta años, y aunque ya había publicado varias
novelas de éxito, como Sunny Side; or, A County Minister’s Wife (1851) —100.000
ejemplares en su primer año de publicación—, o la prestigiosa The Gates Ajar
(1868), jamás se había planteado en serio la posibilidad de vivir de la escritura. Una
labor que se verá reforzada anímicamente tras su matrimonio con el novelista Herbert
Dickinson Ward (1861-1932) en 1888, con quien escribió conjuntamente Come Forth
(1891), además de Singular Life (1895), The Story of Jesus Christ (1897), The Supply
at Saint Agetha’s (1897), Within the Gates (1901) y Trixy (1904). Activa feminista —
desde una óptica moderada cristiana—, sufragista y miembro de la Women’s
Christian Temperance Union contra el consumo de alcohol, murió después de
alumbrar a su tercer hijo, a causa de complicaciones durante el parto.

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EL FANTASMA DE KENTUCKY
¿Que si es cierto? Cada palabra.
Tu cuento ha estado muy bien, Tom Brown, muy bien para uno que vive en tierra,
pero te apuesto una rosquilla a que yo cuento uno mejor, y todo auténtico, que es más
de lo que tú podrías jurar del tuyo, si no me equivoco. No es que yo no haya
exagerado nunca un poquillo en mi juventud en el camarote de la tripulación, como
hemos hecho todos, pero ya hace mucho que vivo bajo un techo, y que el pastor nos
visita regularmente durante la temporada de las fresas; y habiendo tenido que dar
unos cuantos azotes como consecuencia de las mentiras que he tenido que oír al criar
a seis hijos, uno aprende a recortar un poco sus palabras, Tom, créeme. Es como
cuando el habla de la mar se te hace rara porque sólo oyes hablar a marinos de agua
dulce que no saben distinguir un palo de mesana del campanario de una iglesia.
El pasado octubre hizo unos veinte años, si no me falla la memoria, que
estábamos atracados para partir a Madagascar. He hecho ese viajecito a Madagascar
cuando el mar era como aceite ardiendo y el cielo como latón ardiendo; y el castillo
de proa tan parecido al infierno como cualquier castillo de proa durante una calma
chicha. Lo he hecho cuando nos escurríamos en el puerto con casi todos los palos
destrozados y las bombas funcionando día y noche y lo he hecho con un capitán
borracho que daba raciones de hambre de una bazofia que no habría tocado ni un
perro en tierra y dos cucharadas de agua al día, pero por algún motivo, de todas las
veces que he viajado a Oriente, no recuerdo ninguna otra tan bien como ésta.
Salimos de Long Wharf en el barco Madonna, que me han dicho que significa
«Mi Señora», y bien bonito que era el nombre. Tenía una sensación agradable al
pronunciarlo, lo que es sorprendente si consideramos que era un viejo cascarón
pesado que nunca subía de diez nudos y pocas veces llegaba a eso. Puede ser porque
Moll venía de vez en cuando mientras estábamos en el puerto, se traía al chico con
ella y se sentaba en cubierta con un delantalito blanco, tejiendo. Era una mujer muy
guapa mi esposa en aquellos días y me sentía orgulloso de ella: normal, con los
chicos mirándonos.
—Molly —solía decirle yo a veces—, ¡Molly Madonna!
—¡Tonterías! —decía ella, dándole a las agujas.
Aunque le gustaba, te lo garantizo, y se le ponían las mejillas de un bonito color
rosa, y eso que llevábamos cuatro años casados. Viendo que siempre se ha portado
conmigo como una señora, fiel y gentil, y aunque no era muy educada y aunque yo
nunca en la vida le regalé un camisón de seda, se contentaba, y también yo.
A veces yo solía comentar lo que pensaba del nombre del barco cuando los chicos
no estaban haciendo mucho ruido, pero casi siempre se reían de mí. Yo era lo
bastante rudo y malo en aquellos tiempos: tan rudo como cualquiera y tan malo como
los demás, supongo, pero aun así solía tener pensamientos distintos de los de los
demás. «La poesía de Jake», los llamaban.

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Estábamos cargando mercancía para comerciar en Oriente, como ya he dicho,
¿verdad? Ahora ya no queda gran cosa del auténtico comercio de antes, excepto el
whiskey, que seguirá siendo próspero, supongo, hasta que los malgaches aprueben
una ley de prohibición por una gran mayoría en el Senado y el Congreso. Recuerdo
que en aquel viaje teníamos algo de whiskey en la bodega, con un buen cargamento
de cuchillos, franela roja, serruchos, clavos y algodón. Esperábamos estar de regreso
en menos de un año. Teníamos suficientes provisiones y Dodd, el cocinero, hacía un
café tan bueno como el mejor que pudieras encontrar en las cocinas de un mercante.
En cuanto a nuestros oficiales, cuanto menos diga de ellos mejor, no tanto porque
pretenda ser irrespetuoso como porque preferiría no serlo. En la marina mercante, los
oficiales, especialmente si son de la ruta africana, son hombres brutales. Al menos,
ésa es mi experiencia, y cuando alguno de vuestros grandes armadores hable del tema
conmigo, como han hecho otras veces antes, diré: «Ésa es mi experiencia, señor», que
es todo lo que tengo que decir. Hombres brutales, y tan apropiados para su trabajo
como si los hubieran importado para tal propósito del baúl de Davey Jones[24].
Aunque dicen que ahora ya no dan latigazos, lo que es toda una diferencia.
A veces, en una tarde soleada, cuando el agua embarrada parecía más embarrada
de lo normal porque las nubes eran del color de la plata y el aire del color del oro,
cuando los barriles de aceite chocaban en los muelles y se notaba el fuerte olor de las
pescaderías y los hombres gritaban y juraban, nuestro hijo corría por la cubierta
jugando con todo el mundo, pues era un muchachito listo que llevaba medias rojas y
las rodillas desnudas, y los chicos le habían tomado cariño.
—Jake —decía su madre, con un suspiro, siempre bajito, para que el capitán no la
oyese—, ¡imagínate que fuese él quien se fuera un año en esa compañía!
Entonces soltaba las brillantes agujas y llamaba al niñito y lo cogía en brazos.
Ve a la sala, Tom, y pregúntaselo a ella. ¡Dios te bendiga! Ella recuerda aquellos
días en el muelle mejor que yo. Podría decirte cuál era el color de mi camisa, lo largo
que yo tenía el pelo y qué había comido, qué aspecto tenía y qué dije. Normalmente
yo no solía jurar tanto cuando ella estaba cerca.
Bueno, pues levamos anclas el último día del mes, de muy buen humor. La
Madonna era tan resistente y marinera como cualquier otro barco de ochocientas
toneladas de la bahía, aunque fuese torpe; éramos unos dieciséis en los camarotes de
la tripulación, un grupo alegre, casi todos viejos camaradas, y nos llevábamos bien.
La brisa venía del oeste y el cielo estaba despejado.
La noche antes de zarpar, Molly y yo dimos un paseo hasta los muelles después
de cenar. Yo llevaba al crío. Un niño, sentado sobre unas cajas, me tiró de la manga al
pasar y me preguntó, señalando a la Madonna, si le podía decir el nombre del barco.
—Averígualo tú mismo —le dije, molesto porque me interrumpiese.
—No seas desagradable con él —dijo Molly. El niño le lanzó un beso al chico y
Molly le sonrió en la oscuridad. Supongo que no tendría por qué acordarme del
grumete aquel después de tanto tiempo, pero recuerdo que me gustó ver a Molly

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sonriéndole a través de la oscuridad.
Mi mujer y yo nos despedimos a la mañana siguiente en un sitio cubierto entre las
maderas en el muelle. Era de esas mujeres a las que nunca les ha gustado llorar
delante de la gente.
Se subió a la pila de maderas y se sentó, un poco arrebolada y temblorosa, para
vernos zarpar. Recuerdo verla allí con el niño hasta que ya llevábamos un buen trecho
del canal. Recuerdo ver la bahía mientras se alejaba, y hacer propósito de dejar de
jurar. Y recuerdo maldecir como un pirata a Bob Smart muy poco después.
La brisa era más constante de lo que esperábamos, y tuvimos una buena salida y
relevaron al piloto al llegar la noche. El señor Whitmarsh, el oficial de cubierta,
estaba en popa con el capitán. Los chicos estaban cantando un poco y subía el olor
del café, caliente y casero. Yo estaba en la cofa mayor, no recuerdo para qué, cuando
de repente se oyó un grito y, cuando bajé a cubierta, vi a mucha gente congregada
alrededor de la escotilla de proa.
—¿A qué viene este ruido? —dijo el señor Whitmarsh, acercándose con el ceño
fruncido.
—¡Un polizón, señor! ¡Un niño polizón! —dijo Bob, entendiendo rápidamente el
tono del oficial. Bob siempre conocía bien el viento cuando se acercaba una tormenta.
Sacó al pobre muchacho y lo empujó a los pies del oficial.
Digo «pobre muchacho», y no te preguntarías por qué si hubieses visto a tantos
polizones como he visto yo.
Preferiría ver a un hijo mío encadenado como esclavo en Carolina que verlo
llevar la vida de un polizón. Entre los oficiales que creen que los han engañado, los
hombres que siguen a sus superiores y el desprecio del chico al que sí han contratado
legalmente, un polizón no tiene lo que uno llamaría un buen recibimiento.
Éste era un chico pequeño, delgado para sus años, que podrían ser quince,
supongo. Era pálido y tenía un mechón de pelo lacio en la frente. Tenía hambre,
añoraba su casa y estaba asustado. Nos miró a todos y luego se tapó un poco y se
quedó quieto tal como le había tirado Bob.
—Bueeeno —dijo Whitmarsh, muy despacio—, ya verás como te arrepientes
antes de que llegues a tierra, amiguito, ¡como que soy el oficial de cubierta de la
Madonna! ¡Y toma esto!
Y al decirlo, le dio una patada al pobre grumete y lo mandó desde el alcázar al
bauprés y se fue a cenar. Los hombres se rieron un poco, luego silbaron otro poco y
terminaron su canción contentos y alegres, con el café calentándose en la cocina.
Nadie tuvo una palabra para el chico. ¡Dios, no!
Aseguraría que aquella noche no habría probado bocado de no ser por mí, y no
sabría decir por qué me molesté, si no se me hubiese ocurrido de repente, mientras él
se frotaba los ojos con la cara vuelta hacia el oeste y el sol se volvía rojo, que había
visto al muchacho antes. Entonces recordé el paseo por los muelles y a él sobre la
caja y a Molly diciendo que yo era desagradable con él.

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Viendo que mi mujer le había sonreído y que mi hijo le había tirado un beso, me
resultaba difícil no cuidar un poco del pequeño granuja aquella noche.
—Pero aquí no tienes nada que hacer —le dije—, nadie te quiere aquí.
—¡Ojalá estuviera en tierra! —dijo él—. ¡Ojalá estuviera en tierra!
Con eso empezó a frotarse los ojos tan violentamente que me detuve. Tenía buena
madera, porque se atragantó y me guiñó los ojos, y se sobrepuso casi tan bien como
podía haberlo hecho yo.
No sé si fue porque aquella noche cuidé un poco de él, pero el muchacho siempre
andaba conmigo después de aquello, me seguía con la mirada y hacía algún trabajillo
para mí sin que se lo pidiese.
Una noche antes de que pasara la primera semana, se sentó a mi lado en el
cabrestante. Yo estaba probando una nueva pipa, y muy buena, así que durante un
rato no le presté mucha atención.
—Has hecho muy bien ese trabajo, Kent —le dije—, ¿cómo te metiste en el
barco? Porque no pasa a menudo que la Madonna salga del puerto con un muchacho
oculto en su bodega.
—El vigilante estaba borracho. Me metí detrás del whiskey. Hacía calor y estaba
oscuro. Me tumbé y pensé en el hambre que tenía —dijo.
—¿Amigos en casa? —le dije.
Asintió muy levemente con la cabeza y se levantó y se fue silbando.
El primer domingo el muchacho estaba tan inquieto como una langosta puesta a
hervir. En el mar, el domingo es día de limpieza. Los chicos se lavaron y se sentaron
a coserse los pantalones. Bob sacó sus cartas. Unos camaradas y yo nos pusimos
cómodos bajo el juanete del castillo (yo estaba de guardia abajo), contando las
historias más curiosas que nos sabíamos. Kent se quedó mirando la partida de cartas
un rato, luego nos estuvo escuchando un rato y luego anduvo paseando inquieto.
Bob dijo:
—Mirad allí, ¡vamos!
Y allí estaba Kent, sentado hecho un ovillo bajo la popa de la falúa. Tenía un
libro. Bob se arrastró por detrás y se lo quitó de las manos. Luego comenzó a reírse
como si se estuviese asfixiando y me lanzó el libro. Era una Biblia, negra y vieja. En
la página amarilla estaba esto escrito:
Para Kentucky Hodge
De su madre cariñosa
Que reza por ti todos los días. Amén.
Primero, el chico se puso colorado, luego blanco y se levantó de repente, pero no
dijo ni una palabra. Sólo se volvió a sentar y nos dejó reírnos. He olvidado si alguna
vez dejaron de reírse. Un día me contó cómo es que le habían puesto ese nombre,
pero lo he olvidado. Algo acerca de un viejo, un tío, creo, que murió en Kentucky y el
nombre les sonaba muy bien. Solía sentirse un poco mal al principio, porque los
chicos le tomaban el pelo constantemente, pero en una semana o dos se acostumbró y,

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viendo que no lo hacían con malicia, se lo tomaba a risa.
Otra cosa que noté es que después de aquello nunca volvió a tener el libro con él.
Al domingo siguiente ya siguió nuestras costumbres.
Como norma general, los marineros no se toman la Biblia como harías tú, Tom,
aunque diré que nunca vi a un hombre de mar que no le concediese el crédito de ser
una historia rematadamente buena.
Pero te lo prometo, Tom Brown, lo sentí por el muchacho. Ya es bastante castigo
para un chiquito como él dejar el sendero honesto y a unos padres en casa que quizá
le amaran para ir a endurecerse en un barco, aprendiendo a desatar un brandal o
arrizar con los dedos helados durante una tormenta de nieve.
Pero eso no es lo peor de todo, ni mucho menos. Si alguna vez hubo un hombre
de sangre fría, cruel, con aviesas intenciones y un puño como un martillo, ése era Job
Withmarsh cuando estaba de buen humor. Y creo que de todos los viajes que he
hecho siendo él oficial de cubierta de la Madonna, Kentucky lo conoció en su peor
versión. Bradley, el segundo oficial, desde luego que no era muy gentil, pero no podía
compararse con el señor Whitmarsh. Desde el principio detestó al muchacho, y así
fue hasta el final.
Le vi golpear al muchacho hasta que le caía la sangre sobre la cubierta formando
charquitos y luego mandarlo, todo sangrando, a recoger los cabos de la gavia y
cuando, por el dolor y la debilidad se mareaba un poco y se aferraba al marchapié,
medio cegado, lo bajaba y lo azotaba hasta que intervenía el capitán, lo que ocurría
ocasionalmente cuando hacía un buen día y había bebido lo justo para estar de buen
humor. Solía rebuscarse los sesos para decirle al muchacho las cosas que le decía
mientras trabajaba en silencio a su lado. Ni Bob Smart ni yo podíamos decir aquellas
cosas. A veces lo intentábamos, pero siempre teníamos que dejarlo. Si los insultos
fuesen un artículo de mercado, Whitmarsh podría haberlos patentado y habría hecho
fortuna inventándolos nuevos e ingeniosos. También solía bajar al muchacho a
patadas por la escalera del castillo de proa; solía hacerle trabajar, incluso enfermo,
como no habría trabajado una bestia de carga, solía perseguirlo por toda la cubierta a
correazos, solía darle golpes contra el mástil durante horas, solía matarlo de hambre
en la bodega. No soy ningún blando, Tom, pero más de una vez me ponía enfermo,
yo, un tipo grande y recio, de verlo tan indefenso.
Ahora recuerdo (no sé si siquiera lo había pensado en estos veinte años) algo que
McCallum dijo una noche. McCallum era escocés, un tipo mayor con canas, y por
aquel entonces contaba las mejores historias de toda la tripulación.
—Acordaos de mis palabras, compañeros —decía—, cuando le llegue la hora a
Job Whitmarsh de irse tan derecho al infierno como el mismísimo Judas, ese
muchacho le entregará sus papeles. Muerto o vivo, el muchacho le entregará sus
papeles.
Recuerdo especialmente un día en que el chico estaba enfermo de fiebre, y estaba
acostado en su hamaca. Whitmarsh lo llevó a cubierta y le ordenó que se pusiese en

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pie. Yo estaba cerca, asentando la cangreja. Kentucky se tambaleó un poco hacia
delante y se sentó. Allí había un cabo con tres nudos. El oficial le golpeó.
—Estoy muy débil, señor —le dijo.
Le volvió a golpear. Le golpeó dos veces más. El chico tropezó y se quedó quieto
donde había caído.
No sé qué mosca me picó, pero de repente me pareció estar en el muelle, con las
nubes de color plateado y el cielo dorado y Molly con un delantal blanco con sus
agujas brillantes, y el bebé jugando con sus calcetines rojos por la cubierta.
—Imagínate que fuese él —dijo, o me pareció que decía—, ¡imagínate que fuese
él!
Y lo siguiente que supe fue que le hablé al oficial tan furiosa e irrespetuosamente
como seguro que nunca se habían dirigido a Whitmarsh. Y después de eso, lo
siguiente que supe fue que me pusieron grilletes.
—Arrepentido, ¿eh? —me dijo el oficial el día antes de que me los quitasen.
—No, señor —le dije. Y nunca me arrepentí. Kentucky no lo olvidó. Al principio,
le había ayudado de vez en cuando. Le enseñé a girar y tirar de una braza, a asegurar
una escota, pero normalmente le dejaba en paz y me dedicaba a mis asuntos. De
verdad creo que el chico nunca olvidó aquella semana que pasé encadenado.
Una vez, un sábado por la noche, el oficial había estado excepcionalmente furioso
aquella semana, Kentucky le replicó, muy pálido y débil (yo estaba en la cofa de
mesana, y le oí muy claramente):
—Señor Whitmarsh —le dijo—, señor Whitmarsh —respiró pesadamente—,
señor Whitmarsh —tres veces—, usted tiene el poder y lo sabe, y también lo saben
los caballeros que le pusieron aquí, y yo sólo soy un polizón, y las cosas están liadas,
pero ¡se arrepentirá por todas las veces que me ha puesto la mano encima!
Y cuando lo dijo no tenía una mirada agradable.
La cosa es que el primer mes en la Madonna no le había hecho ningún bien al
muchacho. Tenía un aire hosco y desabrido, como el que a veces he visto en un perro
encadenado. Al principio, hablaba tan limpiamente como mi bebé, y se sonrojaba
como una niña con las historias de Bob Smart, pero se acostumbró a Bob, y bastante
bien, con el tiempo, a las palabrotas.
No creo que me hubiese dado tanta cuenta de no ser por parecerme ver a Molly, y
el sol, y las agujas de punto, y al niño sobre la cubierta y oyendo «¡Imagínate que
fuese él!» A veces, los domingos por la noche solía pensar que era una pena. No
porque fuera yo mejor que los demás, excepto porque los hombres casados son
siempre más formales. Examina a cualquier tripulación, y los muchachos que tienen
sus propias casas e hijo son los más rectos.
A veces, también solía parecerme haber oído la palabra de un pastor, en una
animada melodía de un salmo, y me lo tomaba a pecho. Un año es mucho tiempo
para que veinticinco hombres estén a buenas unos con otros y con el diablo. No
pretendo ser muy piadoso, pero no soy tonto, y sé que si hubiéramos tenido a bordo a

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un oficial temeroso de Dios y que cumpliese sus mandamientos, habríamos sido
mejores. Con la religión pasa lo mismo que con la cayena: si está ahí, lo sabes.
Si tuvieses docenas de barcos navegando, ¿te acordarás de eso? ¡Dios te bendiga,
Tom! Allá donde fueres, haz lo que vieres. Tendrías tus libros mayores, tus hijos, tus
iglesias y catequesis, negros libres y elecciones, y todo eso, y nunca te pararías a
pensar si los muchachos que navegan en tus barcos por el mundo tienen almas o no, y
podrías ser un buen hombre. Así es el mundo. Calma, Tom. Calma.
Bueno, las cosas no iban mal entre nosotros hasta que nos acercamos al Cabo. No
es un lugar bonito el Cabo durante el invierno. No se puede decir que tuviese lo que
vosotros diríais miedo después de doblarlo por primera vez, pero no es un lugar
bonito.
No recuerdo demasiado sobre Kent hasta que llegó un viernes, primero de
diciembre. Era un día tranquilo, con un poco de neblina que era como arena blanca
desparramada encima de un rayo de sol en la mesa de la cocina. El muchacho estuvo
callado todo el día, siguiéndome con los ojos.
—¿Estás enfermo? —le dije.
—No —dijo él.
—¿Whitmarsh está borracho? —le dije.
—No —dijo él.
Poco después de oscurecer yo estaba tumbado sobre un rollo de cuerdas,
dormitando. Los chicos cantaban El Golfo de Vizcaya muy animadamente, y yo me
levanté para unirme en el estribillo. Kent apareció cuando ellos cantaban:

Cómo se inclinaba
aquel día
¡en el Golfo de Vizcaya!

Él no cantaba. Se sentó a mi lado, y al principio pensé que no me dirigiría a él, y


luego pensé que sí.
De modo que abrí un ojo y le miré, animándolo. Se acercó un poco más a mí.
Estaba bastante oscuro donde estábamos sentados, con una gran sombra verdosa
cayendo de la vela mayor. El viento soplaba un poco, y la luz del timón brillaba roja y
parpadeante.
—Jake —dijo él de repente—. ¿Dónde está tu madre?
—¡En… el Cielo! —dije yo, desconcertado. Y si alguna vez he estado cerca de lo
que se podría llamar faltarle el respeto a mi madre, fue entonces, por estar tan
desconcertado.
—¡Oh! —dijo él—. ¿Tienes a alguna mujer en casa que te añore? —preguntó.
—No me extrañaría —dije yo.
Después de aquello se quedó un rato quieto con los codos en las rodillas, luego se
giró hacia mí y después de un rato me dijo:

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—Supongo que yo tengo una madre en casa. Huí de ella.
Ésta, por cierto, fue la primera vez que había hablado de sus padres desde que
llegó a bordo.
—Estaba dormida en la habitación —dijo él—. Salí por la ventana. Tenía una
camisa blanca que ella me había hecho para la iglesia y eso. Nunca me la he puesto
aquí. No he tenido el valor. Tiene cuello y puños. Hacerla le supuso un quebradero de
cabeza. Andaba siguiéndome todo el día cosiendo esa camisa. Cuando yo llegaba a
casa, se animaba y sonreía. Padre está muerto. No hay nadie más que yo. Ella pasaba
el día siguiéndome.
Se levantó y se unió a los muchachos e intentó cantar un poco, pero se quedó muy
quieto y se sentó. Veíamos la luz parpadeante en las caras de los chicos, en la jarcia y
en el capitán, que estaba maldiciendo al contramaestre en popa.
—Jake —dijo, muy bajito—, mira. He estado pensando. ¿Crees que hay aquí un
marino, sólo uno quizá, que haya dicho sus oraciones desde que subió a bordo?
—¡No! —le dije, muy seguro. Porque me habría apostado la cabeza a que era así.
Recuerdo como si fuera hoy cómo sonaron la pregunta y la respuesta. No soy
capaz de decir con palabras cómo me sentí. El viento empezaba a soplar más fuerte, y
tuvimos que tomar rizos. Bob Smart, que estaba plegando el petifoque, se empapó. Al
muchacho y a mí, sentados en silencio, nos salpicó el agua. Recuerdo observar la
curva de las grandes olas, de color caoba, con las crestas blancas, y pensar en cuánto
se parecía a una gran criatura siseando y echando espuma por la boca. Y recuerdo
pensar a la vez en Él sujetando el mar en una balanza, y también en que no se había
pronunciado una sola palabra para suplicarle Su Favor respetuosamente desde que
habíamos levado anclas; y recuerdo oír al capitán más allá mencionando Su Nombre
en ese momento para que enviase a la Madonna al fondo del mar porque el
contramaestre había desobedecido sus órdenes de asegurar la botavara de popa.
—De su madre cariñosa que reza por ti todos los días. Amén —susurró Kentucky,
muy quedamente—. El libro está roto. El señor Whitmarsh limpió su vieja pistola con
él. Pero yo me acuerdo.
Y luego dijo:
—Es casi la hora de dormir en casa. Está sentada en una mecedora de color verde.
Hay un fuego y el perro. Ella está sola.
Y luego volvió a empezar:
—Ahora tiene que llevar su propia leña. Lleva un lazo gris en el gorro. Cuando va
a la iglesia se pone un bonete gris. Ha corrido las cortinas y la puerta está cerrada.
Pero ella cree que un día volveré a casa arrepentido. Estoy seguro de que cree que
volveré a casa arrepentido.
Justo entonces llegó la orden.
—¡Atención a babor! ¡Todos hacia allá deprisa!
De modo que me moví, el chico se movió y la noche cayó oscura, y tuve la
cabeza y las manos ocupadas. Al día siguiente soplaba un aire limpio excepto por un

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banco gris, muy delgado y quieto, como del tamaño de aquella nube que se ve por la
ventana, Tom, que teníamos justo delante.
El mar, pensé, parecía un enorme alfiletero morado, con un mástil o dos clavados
en el horizonte como alfileres. «Poesía de Jake», lo llamaba el muchacho.
A mediodía el pequeño banco de nubes gris se había vuelto grueso, como un
muro. Cuando cayó el sol el capitán dejó de beber y subió a cubierta. Al caer la noche
teníamos marejada con un viento muy feo.
—¡Mueve poco el timón! —gritó Whitmarsh, con los colores subidos, porque el
barco se había alzado terriblemente, mostrando gran parte de la traca, y el viejo casco
sufría considerablemente—. ¡Mueve poco el timón, te lo ordeno! ¡McCallum, échale
un ojo a la vela del trinquete! ¡Arríen los sobrejuanetes! ¡Arríen los sobrejuanetes!
¡Deprisa, señores! ¿Dónde está ese grumete de Kent? ¡Arriba, y espabila!
Kentucky saltó al oír la orden, y luego se frenó en seco. Cualquiera que sepa
distinguir un sobrejuanete de un ancla disculparía al muchacho. Yo juro que no es
tarea fácil para un viejo marino fuerte y de buen tamaño arriar los sobrejuanetes en
una galerna como aquélla, y no digamos para un chico de quince años en su primer
viaje.
Pero el oficial empezó a blasfemar de un modo que habría hecho que un pastor se
desmayase al oírlo y Kent subió disparado, con el mástil oscilando como un péndulo
atrás y adelante, los rizos saltando, las cuadernas crujiendo y las velas moviéndose de
un modo que no creerías posible de no tener el mástil delante de las narices. Me
recordaban a pájaros malvados sobre los que he leído que pueden derribar a un
hombre con sus alas, o lanzarte al fondo, Tom, antes de que puedas decir Jack
Robinson.
Kent subió valientemente hasta las crucetas. Allí resbaló, luchó y se aferró entre
la oscuridad y el ruido por un tiempo, hasta que bajó resbalando por los brandales.
—No tengo miedo, señor —dijo—, pero no puedo hacerlo.
Como respuesta, Whitmarsh cogió el cabo. De modo que Kentucky volvió a
subir, se resbaló, luchó y se aferró otra vez, y otra vez volvió a bajar.
A esto los hombres empezaron a gruñir por lo bajo.
—¿Quiere matar al muchacho? —le dije.
Me llevé un golpe por hablar que me mandó al suelo de mala manera, y cuando
me frotaba los ojos el chico estaba subiendo otra vez, y el oficial estaba detrás de él
amenazando con el cabo. Whitmarsh paró cuando había subido lo suficiente. El
muchacho siguió trepando. Miró una vez hacia abajo. No abrió la boca, sólo miró
hacia abajo. Si desde entonces no lo he visto veinte veces en mi memoria, no lo he
visto nunca. Allá arriba, en la sombra de las grandes alas grises, mirando hacia abajo.
Después de eso sólo hubo un grito, un chapoteo y la Madonna salió disparada a
doce nudos. De haber caído toda la tripulación por la borda, aquella noche no se
habría detenido para esperarlos.
—Bueno —dijo el capitán—, ahora sí que la ha hecho.

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Whitmarsh se dio la vuelta.
Poco a poco, cuando el viento dejó de soplar, todo se había calmado y yo tuve
tiempo de pararme a pensar durante la guardia de madrugada, me pareció ver a la
anciana con el bonete gris sentada junto al fuego. Y al perro. Y la mecedora verde. Y
la puerta delantera, con el chico atravesándola una tarde soleada para tomarla por
sorpresa.
Luego recuerdo haberme inclinado para mirar hacia abajo y preguntarme si el
muchacho estaría también pensando en ello, y en lo que le había pasado hacía dos
horas, y en dónde estaría y si le gustaba su nueva casa, y muchas otras cosas extrañas
y curiosas.
Y mientras estaba ahí sentado pensando, las estrellas del alba atravesaron las
nubes, y la solemne luz del domingo comenzó a salir entre el mar.
Después de aquello tuvimos una travesía tranquila hasta el puerto, donde
atracamos un par de meses o así comprando buenas cantidades de aceite de palma,
marfil y pieles. Los días eran calurosos y tranquilos. No tuvimos ni una brisa, si mal
no recuerdo, hasta que volvimos a doblar el Cabo de camino a casa.
Otra vez estábamos doblando el Cabo de camino a casa cuando ocurrió algo que
puedes creerte o no, como te parezca, Tom, aunque no entiendo que alguien que se
traga lo de Daniel en la jaula de los leones o que aquel otro vivió tres días
cómodamente dentro de una ballena podría ponerme caras ante lo que tengo que
decir.
Cerca del punto donde perdimos al chico nos cayó la peor galerna de todo el
viaje. Nos atacó repentinamente. Whitmarsh estaba un poco ebrio. No solía estar
borracho durante una galerna, si lo sabía con la suficiente antelación.
Bueno, pues alguien tenía que arriar los sobrejuanetes otra vez, y el oficial llamó
a McCallum. McCallum no quería que le azotase por no querer arriar los
sobrejuanetes durante una tormenta.
De modo que subió animosamente hasta la verga de la gavia. Allí, de repente, se
detuvo. Lo siguiente que supimos fue que bajó como un rayo.
Tenía la cara completamente blanca.
—¿Qué demonios te pasa? —rugió Whitmarsh.
—Hay alguien allá arriba, señor —dijo McCallum.
—¡Te has vuelto idiota! —le gritó Whitmarsh.
McCallum, muy tranquila y nítidamente, le dijo:
—Hay alguien allá arriba, señor. Le he visto muy claramente. Él me ha visto. Le
hablé. Él me habló. Me dijo: «¡No subas!», ¡y que me cuelguen si esta noche doy otro
paso por usted o por cualquier otro hombre!
Nunca había visto que a ningún ser humano vivo se le quedase la cara como la
que tenía el oficial. Si no quería matar con sus propias manos al escocés, no sé qué
quería. A saber qué habría hecho con él de haber podido entretenerse.
Tuvo la sensatez de ver que no podía perder el tiempo, de modo que se lo ordenó

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directamente a Bob Smart.
Bob subió deprisa, mascando tabaco y con la mirada fría. A medio camino entre
la gavia y el juanete, se detuvo y bajó a toda velocidad.
—¡Que me ahogue si no está ahí! —dijo—. Está sentado en la verga. Si no está
sentado en la verga, es que nunca he visto al muchacho llamado Kentucky. «¡No
subas!», gritaba, «¡no subas!»
—¡Bob está borracho, y McCallum es un cretino! —dijo Jim Welch. De modo
que Jim Welch se presentó voluntario y se llevó a Jaloffe con él. Welch y Jaloffe eran
las manos más seguras de a bordo. De modo que allá que subieron, y bajaron como
los otros, por los brandales, a la carrera.
—¡Me ha dicho que me vuelva! —dijo Welch—. ¡Me ha gritado que no subiera!
¡Que no subiera!
Después de aquello ni un solo hombre quería subir ni por todo el oro del mundo.
Whitmarsh dio patadas, juró y nos golpeó con furia, pero allí nos quedamos
mirándonos a los ojos unos a otros y no nos movimos. Algo frío, como un viento
helado, parecía extenderse de hombre a hombre cuando nos mirábamos a los ojos.
—¡Avergonzaos de ser una panda de grumetes cobardes! —gritó el oficial. Y
enrabietado y borracho subió por los marchapiés en un suspiro.
Como un rayo fuimos tras él. Era nuestro oficial, y nos sentíamos avergonzados.
Yo iba delante y los muchachos me seguían.
Llegué a los obenques intermedios y allí me detuve, pues yo mismo le vi: un
muchacho pálido, con un mechón de pelo lacio sobre la frente. Le habría reconocido
en cualquier parte de este mundo o del otro. Le vi tan claramente como te veo a ti,
Tom Brown, sentado en aquella verga muy tranquilo con el sobrejuanete
revoloteando como si quisiera tirarlo.
Supongo que he tenido muchas experiencias en el curso de quince años
navegando, como cualquier marino que alguna vez haya tomado rizos durante una
tormenta, pero nunca había visto nada como aquello, ni antes ni después.
No diré que no me dieron ganas de bajar pitando a cubierta, pero sí que diré que
me quedé en los obenques y me quedé observando.
Whitmarsh, jurando que había que arriar aquel sobrejuanete, siguió subiendo.
Después fue cuando oí la voz. Venía directa de la figura del chico sobre la verga
del juanete.
Pero esta vez decía: «¡Sube! ¡Sube!» y después, un poco más alto: «¡Sube! ¡Sube!
¡Sube! ¡Sube!» De modo que subió, y lo siguiente que oí fue un grito, luego un
chapoteo y luego vi el sobrejuanete ondeando en la verga vacía, y el oficial y el chico
habían desaparecido.
Job Whitmarsh no volvió a ser visto, ni arriba ni abajo, ni aquella noche ni nunca
más.
Este verano le estaba contando la historia a nuestro pastor. Es un buen tipo, a
pesar de su gusto natural por las fresas, y con quien siempre tengo buenas

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conversaciones, y estuvo un rato pensando en ello.
—Si fue el muchacho —dijo—, y no puedo mencionar ninguna razón concreta
para que no lo fuese, me pregunto cuál sería su condición espiritual. Un alma en el
infierno.
Supongo que el pastor cree en el infierno, porque no puede evitarlo, pero tiene esa
manera tan solemne y delicada de predicarlo que uno diría que no querría que fuese
allá ni un polluelo si él pudiese evitarlo.
—Un alma perdida —dijo el pastor, aunque no sé si fueron aquéllas sus palabras
exactas—, un alma que ha ido al infierno y se ha quedado allá por propia voluntad,
querría llevarse con ella a otra alma si pudiera. Claro que si al oficial le había llegado
su hora y no tenía escapatoria, bueno, es la voluntad del Señor, e iría al infierno de
cabeza, y no sería culpa de nadie más que suya. Y puede que el muchacho estuviera
para ir al Cielo, pero que anduviese errante de todos modos. Eso es todo, Brown —
me dijo—. Todos tenemos nuestras propias manías, y si él no quería ir al Cielo, no
iría, y ni el mismo Dios podría evitarlo. Abre de par en par las puertas del Paraíso y
nunca se las cierra a ningún pobrecillo que fuese a cruzarlas y nunca, nunca lo hará.
Lo que me pareció muy sensato por parte del pastor, y muy hermosamente dicho.
Pero ahí está Molly haciendo tortitas, y las tortitas no esperan a nadie, como el
tiempo y la marea, o si no yo habría seguido hablando hasta medianoche sobre el
viaje de vuelta a casa, de lo verde que parecía el puerto cuando entramos, de cómo
Molly y el niño que vinieron a buscarme en una chalupa que se movía (porque
causábamos olas en el canal), de cómo subió al barco riendo y llorando a la vez, se
agarró a mi cuello, de cuánto había crecido el niño, de cómo cuando corrió por la
cubierta (al muy bribón le habían comprado su primer par de botas aquella misma
tarde) me recordó a la otra vez, de las palabras de Molly y del muchacho que
habíamos dejado detrás de nosotros en la tormenta.
Según atracábamos, le dije a mi mujer:
—¿Quién es esa anciana sentada entre los maderos, la que lleva un bonete gris y
un lazo gris?
Pues allí había una anciana, y vi el sol detrás de ella, y todos los maderos
amarillos y me quedé aturdido y ofuscado.
—No lo sé —dijo Molly, acercándose a mí—. Viene todos los días. Dicen que se
sienta y espera a su hijo que se escapó.
En ese momento supe quién era con tanta certeza como cualquier otra cosa que
haya sabido después. Y pensé en el perro. Y en la mecedora verde. Y en el libro con
el que Whitmarsh había limpiado su vieja pistola. Y en la puerta delantera, con el
muchacho entrando por ella.
Los tres, Molly, el niño y yo, paseamos por el puerto y nos sentamos a su lado
entre las tablas amarillas. No recuerdo bien lo que dije, pero recuerdo que ella se
quedó sentada en silencio hasta que le conté todo lo que había que contar.
—¡No llore! —dijo Molly cuando acabé. Lo que era sorprendente, porque era

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Molly la que estaba llorando. No, la anciana no lloró. Se sentó con los ojos abiertos
de par en par bajo el bonete gris, moviendo los labios. Tras un rato entendí lo que
estaba diciendo:
—El único hijo de su madre y ella…
Poco a poco se levantó y se fue, y Molly y yo nos fuimos juntos a casa, con
nuestro niño entre los dos.

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Ellen Price Wood
(1814 - 1887)

Parece ser que, a finales del siglo XIX, hubo un consenso unánime en torno a la
calidad literaria de las historias sobre crime, violence, romance and mystery escritas
por la británica Ellen Price Wood, y protagonizadas por su más popular criatura de
ficción, Johnny Ludlow. Por ejemplo, en el número correspondiente al 2 de mayo de
1874, la revista The Academy afirmaba que «cualquiera que todavía no las haya leído
seguro que no tenía nada mejor que hacer». A su vez, la entrada de Wood (Ellen) en
Dictionary of National Biography (1885), indica que las aventuras de Johnny Ludlow
«son, desde un punto de vista literario, el mejor trabajo de su autora; extremadamente
agradables de leer». Pero este aprecio incondicional, desgraciadamente, forma parte
del pasado. En la actualidad, muy pocos aficionados a la literatura fantástica y de
misterio conocen la existencia de Johnny Ludlow, excepto por la ocasional
reimpresión de alguna de sus historias en antologías más o menos especializadas —
cf. The Virago Book of Victorian Ghost Stories, selección de Richard Dalby (1988) o
Victorian Ghost Stories: An Oxford Anthology, de Michael Cox & R. A. Gilbert
(1991)—, donde casi siempre aparece el excelente relato que aquí presentamos,
“¿Realidad o Ilusión?” (Reality or Delusion), publicado por primera vez en The
Argosy (diciembre de 1868) —revista mensual que nada tiene que ver, conviene
aclararlo, con el célebre pulp magazine estadounidense publicado por Frank Munsey
—. “¿Realidad o Ilusión?” es, en palabras de su narrador, «… una historia de
fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa confesar que durante mucho
tiempo después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a pasar por aquel lugar de
noche; algunos no se atreven a pasar aún». Un ejemplo del estilo con que Ellen Price
Wood abordaba el género, extendiendo un poder tenebroso por toda la ficción,
inasible, indescriptible, afín a los presentimientos de horror y fatalidad que los
personajes perciben, los cuales estallaban, al final, con gélida gravedad.
Ellen Price Wood publicó el primer relato de Johnny Ludlow, titulado “Shaving
the Ponies Tails”, en enero de 1868, también en la revista The Argosy. Como
curiosidad, señalar que el citado relato pretendía haber sido escrito por el mismísimo
Ludlow. Este pseudónimo, que acabó convirtiéndose en el mismo personaje (¡), le fue
útil a la escritora para ocultar el hecho de que era la autora de gran parte del
contenido de la revista, por motivos que luego veremos. Con todo, la ocultación de la
verdadera identidad de Johnny Ludlow se reveló como una astuta táctica comercial, y
permaneció en secreto durante doce años, hasta mediados de 1880. Wood escribió
más de ciento veinte entregas mensuales, entre novelettes y cuentos, de las peripecias
de Ludlow. Incluso después de su muerte, se publicaron dos nuevas novelas y un

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cuento, y se completó la recopilación de todas las narraciones protagonizadas por el
personaje en forma de libro. Este proyecto, que arrancó en vida de la escritora, lo
forman seis volúmenes aparecidos en 1874, 1880, 1885, 1890 y 1899, editados por
Macmillan & Co. y Richard Bentley Publisher.
¿Y quién es Johnny Ludlow, el narrador? Un hacendado de Squire Todhetley,
Worcestershire, que vive con su segunda esposa, quien antes había sido su madrastra
(¡), con el hijo habido en su primer matrimonio, Joseph —al que todos llaman
familiarmente Tod—, y con Hugh y Lena, hijos de la pareja y hermanastros de
Joseph. En la mansión de Johnny Ludlow, además, residen los criados, que aparecen
en las diferentes historias y proporcionan de vez en cuando interesantes tramas
secundarias. Las propiedades de Ludlow se extienden por Dyke Manor, que
comprende la mitad de Worcestershire. Un área de acción muy amplia que otorga a
los relatos un tono dramático muy diverso, sin pertenecer a un género definido.
Algunos son thrillers muy inquietantes; otros, primarios whodunits, donde lo
importante es desenmascarar al criminal, próximos al espíritu de las mejores obras de
Edgar Allan Poe o Arthur Conan Doyle, sazonados con enredos románticos. Sin
embargo, no todos sus cuentos ofrecen crímenes y misterios mundanos; en muchas de
las historias los protagonistas procuran solucionar un suceso inexplicable o
abiertamente sobrenatural. Aunque si examinamos los ochenta cuentos que integran
la serie de Johnny Ludlow, comprobaremos que solamente diecisiete pueden
considerarse ficción fantástica o de horror. Tal es la fuerza de estas diecisiete obras
que, por ejemplo, “Fred Temples Warning” (1873), una de las mejores narraciones de
fantasmas de Ellen Price Wood y perteneciente a la serie, fue publicada fuera de la
minuciosa antología de relatos de Johnny Ludlow.
Ellen Price Wood, hija de un próspero fabricante de guantes, nació en Sidbury,
Worcester, en las Midlands de Inglaterra. Por razones no del todo esclarecidas, pasó
su infancia junto a sus abuelos, Mary y William Price, hasta la muerte de este último
en 1821. Durante su estancia en aquella casa, los criados solían contarle a la pequeña
Ellen historias de fantasmas locales, que la empujaron a interesarse por la comarca de
Worcester, protagonista pasiva en The Channings (1862), Mrs. Halliburton’s Troubles
(1862), William Allair (1864-1874), y algunos episodios de la serie Johnny Ludlow.
Una grave dolencia en la columna vertebral la confinó a una silla de ruedas entre los
trece y los diecisiete años, pero jamás se recuperó del todo, ya que afectó a su normal
desarrollo muscular: andaba algo encorvada, y no podía cargar con algo más pesado
que un libro o una sombrilla. No obstante, en 1836 se casó con el banquero y armador
Henry Wood, con quien vivió largas temporadas fuera de su país, principalmente en
Francia. Tuvieron cinco hijos, y uno de ellos, Charles, en la biografía de su madre,
titulada Memorials of Mrs. Henry Wood (1894), asegura que sus progenitores fueron
felices a pesar de que tenían poco en común. La propia escritora definió a su marido
como un hombre «bueno» pero «sin imaginación, a quien le costaba un gran esfuerzo
leer un libro». Sin embargo, el apoyo de su esposo fue fundamental para los

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comienzos de su carrera literaria, firmando como “Mrs. Henry Wood” (la Señora de
Henry Wood) y publicando sus primeras obras cortas en el New Monthly Magazine de
Harrison Ainsworth, amigo de la familia. Algo más tarde, aparecen dos novelas,
Danesbury House (1860) y, sobre todo, el famoso East Lynne (1861), un robusto
drama sobre la doble personalidad y la bigamia que se convirtió rápidamente en un
best seller; en 1880 tuvo su versión teatral, y entre 1902 y 1930 disfrutó de dieciséis
versiones cinematográficas hasta que en 1931 el realizador norteamericano Frank
Lloyd rodó su adaptación más memorable, nominada al Oscar a la Mejor Película.
Debido a los problemas económicos de su familia a partir de 1856, derivados de
unas desafortunadas inversiones llevadas a cabo por su marido, Ellen Price Wood
mantuvo a flote la economía de su hogar gracias a su trabajo como escritora. Tras la
muerte de aquél en 1866, la viuda se convirtió en editora de la revista The Argosy con
la ayuda de su hijo Charles y, poco tiempo después, en su propietaria. Allí publicaría
la mayor parte de relatos protagonizados por Johnny Ludlow. Definitivamente
instalada en Londres, en St. John’s Wood, escribió y publicó hasta poco antes de su
muerte, con setenta y tres años. Fue enterrada en el cementerio de Highgate.

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¿REALIDAD O ILUSIÓN?
Ésta es una historia de fantasmas. Cada palabra es cierta, y no me importa
confesar que durante mucho tiempo después, algunos de nosotros no nos atrevíamos a
pasar por el lugar de noche; algunos no se atreven a pasar aún.
Era otoño y estábamos en Crabb Cot. Lena había estado enferma y en octubre la
señora Todhetly le propuso al Juez de Paz que deberían llevarla a otro lugar para ver
si el cambio le hacía bien.
La gente de Worcestershire llamamos a North Crabb un pueblo, pero contando las
casas que tiene, pequeñas y grandes, no hay ni veinticuatro. South Crabb, a unos
ochocientos metros, es mucho mayor, pero la iglesia y el colegio están en North
Crabb.
John Ferrar había trabajado para el Juez de Paz Todhetly como guardes de la
finca, una especie de empleado y alguacil. Había muerto el invierno anterior, sin dejar
tras él más que algunas deudas, pues no había sido previsor, y a su agraciado hijo
Daniel. A Daniel Ferrar, tan superior en cuanto a educación, no le agradaba el trabajo;
hacía ostentación de ayudar a su padre, pero no gran cosa. El viejo Ferrar no le había
asignado ningún oficio u ocupación en particular, y Daniel, orgulloso como Lucifer,
no había elegido ninguno. Le gustaba ser un caballero. Ahora lo único que hacía era
trabajar en su jardín y alimentar a sus aves, patos, conejos y pichones, de los que
tenía una gran cantidad, vendiéndolos a las casas de alrededor y enviándolos al
mercado.
Pero, como todos decían, los pájaros no lo mantendrían. La señora Lease, la del
precioso cottage cerca del de Ferrar, se hartó de repetirlo. No se debe confundir a esta
señora Lease y a su hija Maria con Lease el guardagujas: estaban en mejor posición y
no eran parientes. Daniel Ferrar solía entrar y salir de su casa a voluntad cuando era
niño, y ahora estaba comprometido para casarse con Maria. Ella tenía algo de dinero,
y los Lease eran respetados en North Crabb. La gente comenzó a murmurar sobre
cómo Ferrar conseguía el maíz para sus aves: no se conocía que comprase mucho, y
tenía que irse de su casa en Navidad, pues el dueño, el señor Coney, ya le había dado
el aviso. La señora Lease, nerviosa por el futuro de Maria, le preguntó a Daniel qué
pretendía hacer, y éste le dijo: «Hacer fortuna: debería empezar a hacerlo en cuanto
pueda cambiar de vida». Pero el tiempo pasaba, y el cambio de vida parecía estar tan
lejano como siempre.
Después del verano había llegado a la escuela una sobrina de la maestra, la
señorita Timmens: se llamaba Harriet Roe. Su padre, Henry Roe, era hermanastro de
la señorita Timmens. Se había casado con una mujer francesa y había vivido más en
Francia que en Inglaterra hasta su muerte. La niña había sido bautizada como
Henriette, pero en North Crabb, donde no entendían mucho francés, la convirtieron
en Harriet. Era una muchacha atractiva y desenvuelta, y rápidamente hizo amistad
con Daniel Ferrar, o él con ella. Intimaron tan rápidamente que Maria Lease se puso

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celosa, y en North Crabb empezaron a decir que Daniel se ocupaba más de Harriet
que de Maria. Cuando Tod y yo llegamos a finales de octubre para celebrar el
cumpleaños del Juez de Paz, las cosas estaban en ese estado. James Hill, el alguacil
que había sido contratado por el Juez de Paz para ocupar el lugar de John Ferrar
(aunque era muy inferior a Ferrar; no mucho mejor, de hecho, que un obrero
cualquiera), nos relató cómo estaban las cosas en general. Daniel Ferrar había estado
bebiendo últimamente, añadió Hill, y su cabeza no era lo bastante fuerte para
soportarlo, y también empezaba a parecer que algo le preocupaba.
—Menudo partido, para que dos mujeres se peleen por él —dijo Hill, que no
sentía simpatía por Ferrar—. Habrá jaleo entre ellas si no se andan con cuidado. Sé
que Maria Lease está a punto de volverse loca, y la otra, sabiendo que le gusta más,
alardea de ello. Es un poco como la historia en la Biblia de Leah y Raquel. A Dan
Ferrar le gusta una, y está comprometido con la otra. En cuando a la francesita —
concluyó Hill, moviendo la cabeza—, haría ostentación de gustarle cualquier hombre
que la siguiera, sin duda; llevaría una docena de ellos en una correa.
Le parecería muy bien al maleducado Hill llamar a Daniel Ferrar «menudo
partido», pero era el joven más apuesto de la iglesia el domingo por la mañana; y el
mejor vestido. Pero su color parecía más brillante, y sus manos temblaban cuando las
levantaba, muy a menudo, para echarse atrás el cabello que el sol que atravesaba una
de las ventanas lo tornaba en oro. Rara vez miraba hacia arriba, ni siquiera a Harriet
Roe, cuyos ojos oscuros vagaban por todas partes, ni a sus lazos rosas. Maria Lease
estaba pálida, callada y agradable, como de costumbre. No era bella, pero su cara era
agradable, y en sus profundos ojos grises se reflejaba una extraña y curiosa seriedad.
El nuevo pastor, un joven recién enviado a la parroquia de Crabb, decía su sermón.
Habló de la observancia de los días de los santos, y le dijo a su congregación que
esperaba verlos en la iglesia al día siguiente, que sería el Día de Todos los Santos.
Daniel Ferrar caminó a casa tras el servicio con la señora Lease y Maria, y lo
invitaron a cenar. Yo acudí a saludar a la vieja señora, que una vez había cuidado de
mí durante una enfermedad, y le prometí que iría a verla más tarde. Al día siguiente
volvíamos a la escuela. Cuando me iba, pasó Harriet Roe, con sus lazos rosas y su
brillante vestido barato de seda refulgiendo a la luz del sol. Se me quedó mirando, y
yo le devolví la mirada. Y ahora que he terminado la explicación, comienza la
auténtica historia. Pero parte de ella tendré que contarla como si la contasen otros.
El servicio de té esperaba por la tarde sobre la mesa de la señora Lease; esperaba
a Daniel Ferrar. Las había dejado poco antes para ir a atender a sus aves. No había
dicho nada de que volvería a tomar el té, eso se había dado por supuesto. Pero no
apareció, y tomaron el té sin él. A las cinco y media sonó la campana de la iglesia
anunciando el servicio nocturno y Maria se puso el abrigo. La señora Lease no salía
por las noches.
—Es muy temprano, Maria. Vas a llegar a la iglesia antes que los demás.
—Eso no importa, madre.

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Los celos hacían sospechar a Maria que el secreto de la ausencia de Daniel Ferrar
tenía que ver con Harriet Roe: quizá había ido a verla. Caminó despacio. La
penumbra se había extendido subrepticiamente sobre el atardecer, pero la luna saldría
algo más tarde. Cuando Maria pasaba por la escuela, se detuvo para asomarse a la
ventanita de la sala de estar: las persianas no estaban bajadas y la sala estaba
iluminada por el fuego. Harriet no estaba allí. Sólo vio a la señorita Timmens, la
maestra, que estaba poniéndose su bonete ante un espejo de mano que había puesto
en pie sobre la chimenea. Repentinamente, la señorita Timmens se volvió y abrió la
ventana. Era sólo con el propósito de cerrar los postigos, pero Maria creyó que la
había visto y habló:
—Buenas noches, señorita Timmens.
—¿Quién es? —dijo la señorita Timmens, como respuesta, escudriñando entre la
penumbra—. ¡Oh, es usted, Maria Lease! ¿Ha visto a Harriet? Salió a alguna parte
esta tarde, y no ha vuelto para tomar el té.
—No la he visto.
—Seguro que ha ido donde los Batley. Sabe que no me gusta que esté con las
chicas Batley, la vuelven diez veces más caprichosa de lo que sería normalmente.
La señorita Timmens tiró de los postigos, porque si no, no se cerraban, y Maria
Lease se giró.
—No con los Batley, no con los Batley, sino con él —lloró, con amarga rebeldía,
alejándose de la iglesia, no yendo hacia ella. ¿Se debería culpar a Maria por desear
saber si tenía razón o no? ¿Por caminar pensando en verlos juntos? En cualquier caso,
es lo que hizo. Y tuvo su recompensa.
Al pasar sobre el puente de sauce, le llegaron sus voces. La gente a menudo
caminaba por allí, y era uno de los caminos hacia South Crabb. Maria se refugió entre
los árboles y aparecieron: Harriet Roe y Daniel Ferrar, caminando cogidos del brazo.
—Creo que será mejor que me vaya —iba diciendo Harriet—. No necesito
provocar a la tormenta. Y me caerá una en forma de granizo de la vieja estirada de la
tía Timmens.
La respuesta pareció rápida, pero Ferrar habló quedamente. A Maria Lease le
costó controlarse: ira, pasión, celos, todo se le amontonaba. Abrazando un árbol
cercano con ambos brazos y con el corazón agitado y el pulso febril, los vio pasar por
el camino hacia la carretera. Entonces Harriet tomó una dirección y él otra, hacia el
cottage de la señora Lease. Sin duda para recogerla (a Maria) y acompañarla a la
iglesia, con una excusa plausible de por qué había tardado. Hasta ahora ella no tenía
pruebas de su engaño; nunca lo había creído completamente.
Separó los brazos del árbol y empezó a caminar, y un débil y agudo grito de
desesperación atravesó el aire nocturno. Maria Lease era una de esas chicas de
naturaleza silenciosa que nunca podría hablar de un dolor como éste. Tenía que
enterrarlo dentro de sí, muy, muy profundamente, lejos de la vista de todos; y fue a la
iglesia con su habitual paso silencioso. Después llegó Harriet Roe con la señorita

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Timmens, muy recatada, como si viniese de cantarles nanas a los escolares más
pequeños en sus propias casas. Daniel Ferrar no fue a la iglesia. Se quedó, como se
supo después, con la señora Lease.
Maria bien podía haber estado en casa, quizá habría sido mejor. No oyó ni una
palabra del servicio, su cerebro era un mar de confusión, y el tumulto interior crecía y
crecía. Ni siquiera oyó la lectura: «Apaciguaos, enmudeced», ni el sermón; ambos
eran singularmente apropiados. Las pasiones en las mentes de los hombres, dijo el
pastor, rugen y se agitan igual que las airadas olas del mar en una tormenta hasta que
llega Jesús a calmarlas.
Yo corrí tras Maria cuando terminó la misa, y fui a hacerle la prometida visita a la
anciana señora Lease. Daniel Ferrar estaba sentado en el saloncito. Se levantó y le
ofreció a Maria una silla junto al fuego, pero ella se dio la vuelta y se quedó en pie
junto a la mesa bajo la ventana, quitándose los guantes. La señora Lease tenía ante
ella una Biblia abierta. Me pregunté si le había estado leyendo en voz alta a Daniel.
—¿Cuál ha sido la lectura, niña? —preguntó la anciana.
No hubo respuesta.
—¡Ya me has oído, Maria! ¿Cuál ha sido la lectura?
Ante esas palabras se volvió Maria, como si hubiese despertado de repente. Tenía
la cara pálida, y en sus ojos había un terror incierto.
—¿La lectura? —tartamudeó—. Se… se me ha olvidado, madre. Era del Génesis,
creo.
—¿Lo era, señorito Johnny?
—Era del capítulo cuarto de San Marcos: «Apaciguaos, enmudeced».
La señora Lease se me quedó mirando.
—Vaya, es el mismo capítulo que he estado leyendo. Caramba, sí que es curioso.
Pero no hay nada mejor en la Biblia, ni se ha sacado de ella un texto mejor que esas
dos palabras. Le estaba diciendo a Daniel, aquí presente, señorito Johnny, que una
vez que esa paz, la paz de Cristo, llega al corazón, las tormentas no pueden hacernos
gran daño. ¿Y se vuelve a ir mañana, señor? —añadió, tras una pausa—. Que estancia
tan corta.
No iba a irme al día siguiente. Tod y yo, tomando al Juez de Paz de buen humor
tras la cena, habíamos insistido en quedarnos hasta el martes, usando Tod el
argumento, y riéndose mientras lo hacía, de que no estaría bien irse el Día de Todos
los Santos, cuando el pastor nos había exhortado a que estuviésemos en la iglesia. El
Juez de Paz nos dijo que éramos un par de granujas gorrones, y que si nos dejaba
quedarnos sería con la condición de que fuésemos a la iglesia. Así se lo dije.
—Bien puede enviarles de vuelta de todas maneras, señor, cuando llegue la
mañana —dijo Daniel Ferrar.
—Conociendo al señor Todhetley como lo conoce, Ferrar, sabrá que nunca rompe
sus promesas.
Daniel rió:

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—Pero sí gruñe por ellas, señorito Johnny.
—Bueno, puede que mañana gruña porque nos quedemos y que diga que es
perder un tiempo que deberíamos pasar estudiando, pero no nos enviará de regreso
hasta el martes.
¡Hasta el martes! ¡Si hubiese podido prever entonces lo que ocurriría antes del
martes! ¡Si todos nosotros hubiésemos podido preverlo! ¡Ver las pocas horas entre
ahora y entonces retratadas, como si fuese un espejo, suceso a suceso! ¿Nos habría
ahorrado la calamidad, el terrible pecado que nunca puede llegar a ser perdonado? Sí,
sin duda sí. Daniel Ferrar se giró y miró a Maria.
—¿Por qué no te acercas al fuego?
—Estoy muy bien aquí, gracias.
Se había sentado donde estaba, con el bonete tocando la cortina. La señora Lease,
sin darse cuenta de que sucediera nada, había empezado a hablar sobre Lena, cuya
enfermedad se estaba convirtiendo en fiebre baja, cuando se abrió la puerta de la casa
y entró Harriet Roe.
—¡Qué noche tan agradable! —dijo, tomando por su propia iniciativa la silla que
yo había rechazado, pues no hacía más que decir que debía irme—. María, ¿dónde
fuiste después del servicio? Te busqué por todas partes.
María no dio respuesta. Parecía triste y furiosa, y su pecho se agitaba como si se
estuviese gestando una tormenta. Harriet Roe se rió.
—¿Va a hacer fiesta mañana, señora Lease?
—¡Fiesta! ¿Qué día es mañana para que hagamos fiesta? —respondió la señora
Lease.
—Yo la haré —continuó Harriet, sin responder a la pregunta—. Me acostumbré
en Francia. El Día de Todos los Santos es una gran fiesta allí. Vamos a la iglesia con
nuestros mejores vestidos y luego hacemos visitas. Después, como una oscura
sombra, llega el lúgubre Jour des Morts.
—¿El qué? —dijo la señora Lease, acercando el oído.
—El Día de los Difuntos, el Día de las Ánimas. Pero ustedes los ingleses no van a
rezar a los cementerios.
La señora Lease se puso las gafas, que estaban sobre las páginas abiertas de la
Biblia, y se quedó mirando a Harriet. Quizá creyó que las gafas le ayudarían a
entenderla. La muchacha rió.
—El Día de las Ánimas, llueva o haga sol, los cementerios franceses se llenan de
mujeres arrodilladas vestidas de negro, todas rezando por el descanso de sus parientes
muertos, como es costumbre entre los católicos.
Daniel Ferrar, quien no había dicho una palabra desde que ella había llegado, sino
que se había quedado con la cara vuelta hacia el fuego, se giró y la miró. En ese
momento, ella echó atrás la cabeza y sus lazos rosas, y sonrió de manera que se le
vieron todos los dientes. Y tenía muy buena dentadura. En su tono no había ninguna
reverencia.

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—Las he visto arrodilladas cuando el barro y el agua llegaban por el tobillo.
¿Alguna vez han visto un fantasma? —añadió con energía—. Los franceses creen que
los espíritus de los muertos salen en el Día de Todos los Santos. Rara vez verán a una
mujer francesa salir de su casa de noche. Es su principal superstición.
—¿Cuál es su superstición? —preguntó la señora Lease.
—Pues eso —dijo Harriet—. Creen que a los muertos se les permite volver a
visitar el mundo al anochecer de la Víspera del Día de las Ánimas, que flotan en el
aire esperando aparecérseles a alguno de sus parientes que puedan aventurarse en la
calle, por miedo de que se les olvide rezar por el descanso de sus almas al día
siguiente[25].
—¡Qué barbaridad! —dijo la señora Lease, mirando fijamente—. ¿Alguna vez lo
había oído, señor? —dirigiéndose a mí.
—Sí, lo había oído.
Harriet Roe me miró. Yo estaba de pie en la esquina de la chimenea. Se río
abiertamente.
—Vaya, ¿no sería divertido salir mañana por la noche y ver a los fantasmas? Sólo
que quizá no visiten este país, pues no está bajo la autoridad de Roma.
—Haz el favor de comportarte delante de quienes son tus mejores, Harriet Roe —
dijo la señora Lease de modo cortante—. Ese caballero es el joven señor Ludlow, de
Crabb Cot.
—Y me alegro mucho de conocer al joven señor Ludlow —replicó rápidamente
Harriet, quitándose la mantilla de los hombros—. Cuánto calor hace en su salita,
señora Lease.
El broche de la capita se había enganchado en una delgada cadena de oro rizado
que llevaba alrededor del cuello, dejándola a la vista. Se apresuró a doblar la capita,
como si quisiese ocultar la cadena. Pero las gafas de la señora Lease la habían visto.
—¿Qué llevas puesto, Harriet? ¿Una cadena de oro?
Tras un momento de pausa, Harriet Roe volvió a echarse la mantilla, con el
desafío pintado en su rostro, y tocó la cadena con la mano.
—Eso es, señora Lease, una cadena de oro. Y una cadena muy bonita.
—¿Era de tu madre?
—Nunca ha sido de nadie más que mía. Me la regalaron esta tarde para que la
conservase.
Yo estaba mirando a Maria y me sobresaltó su cara, tan pálida y lúgubre: pálida
de emoción, lúgubre con una ira desesperada que yo no entendí. Harriet Roe,
mirándola con expresión de triunfo descarado, salió con tan poca ceremonia como
había entrado, deseando buenas noches a todos, y oímos sus pasos fuera, perdiéndose
gradualmente en la distancia. Daniel Ferrar se levantó.
—Creo que yo también me iré. Esta noche estás muy poco sociable, Maria.
—Quizá lo esté. Quizá tenga motivo para ello.
Ella le apartó la mano cuando él se la extendió y, poco después, como si la idea se

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le acabase de ocurrir, corrió tras él por el pasillo para hablar. Yo, que estaba cerca de
la puerta de la salita, capté sus palabras.
—Debo obtener una explicación por tu parte, Daniel Ferrar. Ahora, esta noche; no
podemos seguir así ni una hora más.
—Esta noche no, Maria, no tengo tiempo; y no sé a qué te refieres.
—Sí lo sabes. Escucha, no tengo intención de irme a dormir, aunque sea por
veinte noches, hasta que hayamos hablado. Lo juro. Estás jugando conmigo. Otros
llevan tiempo diciéndolo, y yo lo sé ahora.
Él pareció dirigirle palabras quedas, pues el tono era bajo y tranquilizador, y
entonces salió, cerrando la puerta tras él. Maria volvió y se quedó de pie,
ocultándonos su rostro y su pánico. Y aun así, su madre no notó nada.
—¿Por qué no te quitas el abrigo, Maria? —le preguntó.
—Enseguida —fue la respuesta.
Yo me despedí a mi vez, y me fui. Casi llegando a casa vi a Tod con los dos
jóvenes Lexom. Los Lexom nos convencieron para entrar y quedarnos a cenar, y
dieron las diez antes de que los dejásemos.
—Nos van a echar una buena —dijo Tod, echando a correr. Nunca nos dejaban
quedarnos despiertos hasta tarde los domingos por la noche, a causa de la lectura.
Pero resultó que esta vez salimos bien librados, porque la casa estaba
conmocionada a causa de Lena. Había mejorado por la tarde, pero a las nueve la
fiebre había regresado peor que nunca. Tenía las mejillitas y los labios de un rojo
escarlata mientras estaba tumbada en la cama, con los brillantes y llorosos ojos como
platos. El Juez de Paz había ido a ver cómo estaba, y estaba irritado y preocupado
como de costumbre.
—El doctor no ha enviado la medicina —dijo pacientemente la señora Todhetly,
quien debía estar agotada de cuidar a la niña—. Debería tomarla, estoy segura de que
debería.
—Los chicos pueden ir corriendo a Colé a por ella —gritó el Juez de Paz—. No
les pasará nada, hace buena noche.
Claro que podíamos. Y volvimos a ponernos las capas; nos encargaron que le
dijésemos al señor Cole que viniera a casa a primera hora de la mañana.
—¿Te importa que no vaya contigo, Johnny? —dijo Tod cuando nos dirigíamos a
la puerta—. Estoy cansadísimo.
—Claro que no. Tanto me da ir solo como acompañado. Volveré dentro de media
hora.
Tomé el camino más cercano, atravesando los campos a la carrera, asustando a las
liebres. El señor Cole vivía cerca de South Crabb, y no creo que pasaran más de diez
minutos antes de que estuviese llamando a su puerta. Pero volver deprisa era otra
cosa. El doctor no estaba en casa. Le habían llamado a ver a un paciente a las ocho, y
aún no había regresado.
Entré a esperar porque el sirviente me había dicho que podría volver en cualquier

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momento. De nada servía irme sin la medicina, y me senté en la consulta delante de
las repisas, y me quedé dormido contando los frascos blancos y las botellas de
remedios. La entrada del doctor me despertó.
—Siento que haya tenido que venir y esperarme —dijo—. Cuando hube
terminado con mi otro paciente, con quien he estado ocupado largo rato, fui a Crabb
Cot con la medicina de la niña, que llevaba en el bolsillo.
—Creen que esta noche está muy enferma, doctor.
—La dejé mejor, y la llevaban a dormir. Pronto volverá a estar bien, espero.
—¡Vaya! ¿Es esa hora? —exclamé al ver el reloj mientras pasaba por el recibidor.
Eran casi las doce. El señor Colé rió, diciendo que el tiempo pasa deprisa cuando la
gente está dormida.
Volví lentamente. El sueño, o la carrera anterior, me hacían sentir tan cansado
como Tod había dicho que estaba. Era una noche para estar fuera y disfrutarla:
calmada, cálida, iluminada. La luna iluminaba cada brizna de hierba, centelleaba en
el agua del riachuelo, destacaba el musgo en los grises muros de la vieja iglesia, se
reflejaba en su reloj circular que para entonces daba las doce.
Las doce de la noche en North Crabb son como las tres de la madrugada en
Londres, pues la gente del campo está casi toda acostada y dormida a las diez. Por lo
tanto, cuando oí grandes voces airadas discutiendo, justo cuando la última campanada
se perdía en el cielo de medianoche, me quedé parado y dudé de mis sentidos.
Ya estaba llegando a casa. Las voces venían de la parte de atrás de un edificio
solitario en la parte izquierda de la carretera. Era propiedad del Juez de Paz y lo
llamaban el granero amarillo, dado que sus paredes estaban cubiertas de una aguada
de pintura amarilla, pero lo utilizaban para almacenar el maíz. Estaba pasando por
delante de él cuando las voces llegaron por el aire. Di la vuelta al edificio corriendo y
vi a Mana Lease y algo más que al principio no entendí. Con la intención de mantener
su juramento de no descansar hasta que «hubiese hablado» con Daniel Ferrar, María
había salido en su busca. ¿Qué triste destino la llevó a buscarlo detrás de nuestro
granero? Quizá el hecho de que ya había buscado infructuosamente por todos los
demás lugares.
En la parte de atrás del granero, a unos pasos, había una puerta que no se usaba.
No se usaba en parte porque no era necesaria, dado que la entrada principal estaba en
la parte delantera y en parte porque hacía tiempo que se había perdido la llave.
Saliendo a hurtadillas por la puerta, con un saco de maíz sobre sus hombros, estaba
Daniel Ferrar llevando un guardapolvo. Maria lo vio, y se quedó en las sombras. Le
observó cerrar la puerta y meterse la llave en el bolsillo, le observó dándole un tirón
al pesado saco mientras se volvía a bajar los escalones. Entonces salió de repente. Sus
reproches en voz alta lo dejaron petrificado, y ahí estaba como alguien que hubiese
sido convertido en piedra repentinamente. Fue en ese momento cuando aparecí yo.
Pronto lo entendí todo, no necesitaba las palabras de Maria para instruirme.
Daniel Ferrar tenía la llave perdida y podía entrar y salir a voluntad por la noche,

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mientras el resto del mundo dormía, y llevarse maíz. No era de extrañar que sus aves
prosperasen, no era extraño que hubiese habido quejas en Crabb Cot sobre la
misteriosa desaparición del grano bueno.
Maria Lease sin duda había enloquecido en esos primeros momentos. En un
pueblo honrado, robar está visto como algo horroroso, una vergüenza, un delito, y ése
era el primer disgusto de la noche. ¡Daniel Ferrar era un ladrón! ¡Daniel Ferrar le era
infiel! Una tormenta de palabras y reproches brotó confusa de ella, ninguna palabra
muy distinguible. «¡Vivir del robo!», «¡delincuente convicto!», «¡deportación de por
vida!», «¡el maíz del Juez de Paz Todhetly!», «¡engordar a los pollos con grano
robado!», «¡comprarle cadenas de oro con los beneficios a esa desvergonzada e
impúdica muchachita francesa, Harriet Roe!», «¡dar paseos a escondidas con ella!»
Mi llegada detuvo el ataque. Hubo una pausa, y entonces Maria, en su loca
pasión, lo denunció a mí, como representante (así lo dijo) del Juez de Paz. ¡El intruso
en nuestro granero! ¡El ladrón de nuestro maíz almacenado!
Daniel Ferrar bajó los escalones; había permanecido allí quieto como una estatua,
inmóvil, y volvió su cara pálida hacia mí. No dijo una sola palabra en su defensa: el
golpe lo había aplastado. Era un hombre orgulloso (si es que alguien puede entender
eso), y ser descubierto en este delito era para él peor que la muerte.
—No piense de mí peor de lo necesario, señorito Johnny —dijo en tono quedo—.
He estado mucho tiempo casi cansado de mi vida.
Dejando el saco de maíz cerca de los escalones, cogió la llave de su bolsillo y me
la dio. Su aspecto había cambiado mucho; había algo penosamente sumiso y triste en
su manera que lo sentí tanto por él como si no hubiese sido culpable. Maria Lease
siguió con su ardiente pasión.
—Más cansado estarás mañana cuando la policía te lleve a la cárcel de Worcester.
El Juez de Paz Todhedy no podrá perdonarte aunque tu padre fuese su alguacil
muchos años. No podría aunque quisiera: el señor Ludlow te ha visto haciéndolo.
—Permítame la llave un momento, señor —dijo, tan tranquilo como si no hubiese
oído una palabra. Y se la di. No estoy seguro de por qué, pero le habría dado mi
cabeza si me la hubiese pedido.
Se llevó el saco al hombro, abrió la puerta del granero y puso el saco junto a los
otros. La bolsa era suya, como supimos después, pero la dejó allí. Volviendo a cerrar
la puerta, me devolvió la llave y se fue con paso cansado.
—Adiós, señorito Johnny.
Yo le devolví el saludo educadamente, aunque había estado robando. Cuando
estuvo fuera de vista, Maria Lease, aún llena de ira, salió corriendo hacia el cottage
de su madre, con un extraño grito de desesperación atravesando sus labios.
—¿Dónde has estado, Johnny? —rugió el Juez de Paz, que estaba levantado
esperándome—. Has estado tirándoles piedras a los búhos, eso es lo que has estado
haciendo; o corriendo detrás de las liebres.
Le dije que había esperado al doctor Cole, y que había regresado más despacio de

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lo que había ido; pero no dije nada más, y subí enseguida a mi habitación. Y el Juez
de Paz se fue a la suya.
Sé que soy un bobo, la gente me lo dice, y a menudo, pero no puedo evitarlo: no
elegí ser así. Me quedé despierto hasta casi la mañana, primero deseando que Daniel
Ferrar pudiese salvarse, y luego pensando que quizá podría ocurrir. Si hubiese
aprendido bien la lección y fuese honrado en el futuro, sería grandioso. El viejo
Ferrar nos agradaba; nos había hecho muchos favores a Tod y a mí, y, por eso, nos
agradaba Daniel. Así que cuando llegó la mañana no dije ni una palabra de los
problemas de la noche anterior.
—¿Está Daniel en casa? —pregunté cuando fui a casa de Ferrar nada más después
de desayunar. Quería decirle que si se mantenía en el buen camino, yo guardaría el
secreto.
—Salió al amanecer, señor —respondió la anciana que lo atendía y vendía sus
pollos en el mercado—. Volverá enseguida, aún no ha desayunado.
—Cuando llegue, dígale que espere a verme. Dígale que está bien. ¿Te acordarás,
Goody? Que está bien.
—Seguro que me acordaré, señorito Ludlow.
Tod y yo, cumpliendo nuestra promesa, fuimos a la iglesia, y encontramos a unas
diez personas en los bancos. Harriet Roe era una de ellas, con sus lazos rosas, la
cadena de oro rizado por encima de una chaqueta de terciopelo corta.
—No, señor, aún no ha vuelto a casa; no sé adónde habrá podido ir —fue la
respuesta de la vieja Goody cuando volví a casa de Ferrar. De modo que le escribí
unas palabras en un papel y le dije que se lo diese cuando volviera, pues yo no podía
estar yendo allí a cada hora.
Tras el almuerzo, paseé por la parte de atrás del granero. Supongo que los
recuerdos me llevaron allí, pues no era un lugar que soliese frecuentar. Vi aparecer a
Maria Lease.
¡Qué cambio! La mujer apasionada de la noche anterior se había convertido en
una pobrecilla de aspecto lamentable y golpeada por el dolor que estaba a punto de
morir de remordimiento. La pasión excesiva se había cobrado las consecuencias
habituales: una reacción. Una reacción a favor de Daniel Ferrar. Vino hacia mí,
retorciéndose las manos en agonía, rogándome que lo perdonase, que no hablase de
él, que le diese una oportunidad. Y sus labios temblaban y se estremecían, y tenía
círculos oscuros bajo sus ojos vacíos.
Le respondí que no había dicho nada y que no tenía intención de hacerlo. Con lo
cual estuvo a punto de caer de rodillas, pero me adelanté.
—¿Sabes dónde está? —le pregunté, cuando recuperó el sentido común.
—¡Oh, ojalá lo supiese! Señorito Johnny, él es de la clase de hombre que haría
algo desesperado. Nunca se enfrentaría a la vergüenza, y yo fui una loca malvada de
corazón de piedra por hacer lo que hice anoche. Podría huir y hacerse a la mar, podría
ir y alistarse al ejército.

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—Yo diría que a esta hora estará en casa. Le he dejado una nota allí donde le
prometía ir a verle esta noche. Si promete no volver a cometer errores, nadie sabrá
nunca nada de esto por mí.
Se fue más calmada, y yo seguí caminando en dirección a South Crabb. Con lo
ilusionados que habíamos estado Tod y yo por el día de fiesta, no estaba resultando
ser demasiado divertido. Al volver a casa, porque no había nada por lo que quedarse
fuera, llegué al lugar donde vi a Maria, cuando un policía a caballo llegó a mi altura.
Se me paró el corazón, pues pensé que debía de venir a por Daniel Ferrar.
—¿Puede decirme si estoy cerca de Crabb Cot, la casa del Juez de Paz Todhetly?
—Llegará dentro de un minuto o dos. Yo vivo allí. El Juez de Paz Todhetly no
está. ¿Para qué lo quería?
—Es sólo para darle un papel oficial, señor. Tengo que dejárselo personalmente a
todos los magistrados del condado.
Siguió adelante. Cuando llegué vi el papel doblado sobre la mesa del recibidor y
el hombre y el caballo ya habían seguido su camino. Dentro era peor que fuera; había
aún menos que hacer. Tod había desaparecido después del servicio, el Juez de Paz
había salido, la señora Todhetly estaba arriba con Lena y yo volví a salir. Para
entonces eran sólo las tres de la tarde.
Pasé una hora, o más, como pude: saludando a uno, hablando con el otro,
tirándoles piedras a los patos y gansos, lo que fuera. La señora Lease asomaba la
cabeza cubierta por un chal amarillo sobre la valla cuando pasé por delante de su
cottage.
—No coja frío, señora.
—Estoy buscando a Maria, señor. No se me ocurre qué ha podido pasarle,
señorito Johnny —añadió, bajando la voz hasta un susurro—. La chica parece haber
enloquecido. Desde que ha amanecido ha estado entrando y saliendo como un perro
en una feria.
—Si la veo la enviaré a casa.
Y un minuto después la vi, pues salía del patio de Daniel Ferrar. Supuse que ya
habría vuelto a casa.
—No —dijo, pareciendo más alocada, cansada y estropeada que antes—, eso es
lo que he venido a preguntar. Estoy fuera de mí, señor. Seguro que se ha ido. ¡Se ha
ido!
Yo no lo creía. No era probable que se hubiese ido sin ropa.
—Bueno, sé que se ha ido, señorito Johnny, algo me lo dice. He estado por todas
partes. Tengo un gran temor, señor, nunca había sentido nada así.
—Espera hasta la noche, Maria, creo que para entonces habrá vuelto a casa. Tu
madre te busca y le dije que si te veía te enviaría a casa.
Mecánicamente se dirigió hacia el cottage y yo seguí adelante. Enseguida,
mientras estaba sentado en la puerta viendo la puesta de sol, Harriet Roe pasó hacia el
puente de sauce, y movió la cabeza hacia mí a su modo descarado pero con buena

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intención.
—¿Vas a ir a ver a los fantasmas esta noche? —le pregunté, y poco después
desearía no haberlo hecho—. Pronto será de noche.
—Cierto —dijo ella, mirando hacia el cielo enrojecido en el oeste—, pero esta
noche no tengo tiempo que dedicarle a los fantasmas.
—¿Has visto a Ferrar hoy? —le dije, ocurriéndoseme una idea.
—No. Y no sé dónde puede haber ido, a menos que se haya ido a Worcester. Me
dijo que tendría que ir algún día de esta semana.
Evidentemente, ella no sabía nada de él, y siguió su camino con otro de sus
descarados movimientos de cabeza. Estuve sentado en la puerta hasta que el sol se
hubo puesto, y entonces se me ocurrió que ya era hora de volver a casa.
Cerca del granero amarillo, la escena de la desventura de la noche anterior, a
quién me encuentro sino a Maria Lease. Estaba en pie, quieta, y se giró rápidamente
al sonido de mis pisadas. Tenía de nuevo la expresión alegre, pero tenía un aspecto
confuso.
—Le acabo de ver: no se ha ido —dijo, con un susurro de alegría—. Usted tenía
razón, señorito Johnny, y yo me equivocaba.
—¿Dónde le has visto?
—Aquí, no hace ni un minuto. Le he visto dos veces. Estaba muy enfadado, y no
me permitió hablarle. Las dos veces se fue antes de que pudiese alcanzarlo. Está
cerca, en algún lugar.
Naturalmente, miré alrededor, pero Ferrar no estaba por ninguna parte. No había
nada donde pudiera esconderse, excepto el granero, y estaba cerrado con llave.
Ésta es la historia que me contó, y su rostro volvió a mostrar confusión mientras
la relataba.
Incapaz de descansar dentro de su casa, había vuelto a rondar por aquí, y vio a
Ferrar de pie en la esquina del granero, mirándola con mucha intención. Ella creyó
que la estaba esperando, pero antes de que pudiera acercarse había desaparecido, y no
vio hacia dónde. Corrió hacia el frente del granero, luego hacia la parte de atrás, y allí
estaba. Estaba en pie cerca de los escalones, aparentemente buscándola, esperándola,
y de nuevo la miraba con esa misma mirada fija. Pero de nuevo lo perdió antes de
poder llegar allí, y en ese momento fue cuando llegué yo.
Di la vuelta al granero, pero no vi a Ferrar. Era extraordinario dónde podía haber
ido. Dentro del granero no podía estar, pues estaba cerrado con llave, y no se le veía
en el campo abierto. Era, por así decir, pleno día aún, o al menos no estaba lejos de
ello: la luz roja aún se veía por el oeste. Más allá del campo en la parte de atrás del
granero, había una arboleda en forma de triángulo, y la arboleda estaba flanqueada
por la Garganta Crabb, que iba de derecha a izquierda. La Garganta Crabb tenía fama
de estar encantada porque a veces, moviéndose por sus paredes, se veía una luz que
nadie podía explicar. Un lugar encantador para todos aquellos a los que les gusta lo
lúgubre.

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—¿Estás segura de que era Ferrar, Maria?
—¡Segura! —replicó sorprendida—. No creerá que podría confundirlo con otro,
¿verdad, señorito Johnny? Llevaba esa fea gorra de invierno de piel de foca atada por
encima de las orejas, y su abrigo gris grueso. Llevaba el abrigo abrochado. No le he
visto llevar ninguna de esas dos prendas desde el invierno pasado.
Parecía bastante evidente que Ferrar había debido esconderse en alguna parte, y
sin embargo no había nada más que el suelo para ocultarlo. Maria dijo que la última
vez, de hecho ambas veces, lo había perdido de vista sólo un momento, y era
absolutamente imposible que hubiese podido llegar hasta el triángulo o a ningún otro
sitio, pues debería haberle visto cruzar el campo abierto. Yo también debería haberle
visto.
En total, no habían pasado dos minutos desde que yo aparecí, aunque parece que
se tarda más en contarlo, cuando, antes de que pudiésemos seguir mirando, oímos
voces que se acercaban desde Crabb Cot, y Maria, que no quería que la viesen, se
marchó rápidamente. Aún seguía confundido con el escondite de Ferrar cuando me
alcanzaron el Juez de Paz, Tod y dos o tres hombres. Tod se acercó lentamente, con
su cara seria y grave.
—¡Vaya, Johnny, qué asunto tan chocante!
—¿Qué asunto chocante?
—¿No lo has oído? No, claro, no has podido oírlo.
No había oído nada. No sabía qué había que oír. Tod me lo contó en un susurro.
—Daniel Ferrar está muerto, chico.
—¿Qué?
—Se ha suicidado. No hará más de media hora. Se ahorcó en la arboleda.
Me puse enfermo, pensando en unas cosas y otras, comparando este recuerdo con
aquél, algo que estoy seguro que pensaréis que sólo haría un bobo.
Ferrar estaba muerto. Había pasado el día escondido en la arboleda, quizá
esperando a la noche para huir o quizá esperando a la noche para volver a casa, quién
sabe. A eso de las dos y media, Luke Macintosh, un hombre que a veces trabajaba
para nosotros, a veces para el viejo Coney, pasó por la arboleda, le vio, y habló con
él. El mismo hombre, pasando de nuevo un poco antes del atardecer, lo encontró
colgado de un árbol, muerto. Macintosh corrió con las noticias a Crabb Cot, y ahora
se dirigían a la escena. Cuando se examinaron los hechos pareció normal pensar que
el policía a caballo había aterrorizado a Ferrar y se suicidó; quizá, ¡todos
confiábamos en eso!, le había aterrado hasta el punto de perder la razón. Lo
mirásemos como lo mirásemos, era terrible.
Pero ¿qué hay de la aparición que vio Maria Lease? En ese momento, Ferrar
llevaba muerto al menos media hora. ¿Fue realidad o ilusión? Esto es (como dijo el
Juez de Paz), ¿sus ojos vieron de verdad a un espectral Daniel Ferrar o le engañó su
imaginación? Las opiniones estaban divididas. Nada puede hacer flaquear la firme
creencia de Maria de que fue real, para ella sigue siendo una horrible certeza, tan

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cierta como la luz que nos alumbra.
Si digo que yo también creo en ello, se me llamará bobo y bobo por partida doble.
Pero no supone un obstáculo difícil de vencer. Cuando encontraron a Ferrar llevaba
puesta su gorra de piel de foca atada sobre las orejas y el abrigo grueso gris
abotonado, como Maria Lease me lo había descrito, y no se había puesto ninguna de
las dos prendas desde el invierno anterior ni las había sacado del arcón donde las
guardaba. Cuando se le dijo que había muerto con esas ropas, ella dijo que estaban en
el arcón y salió corriendo a mirarlo. Pero esas prendas no estaban.

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Charlotte Elizabeth Riddell
(1832 - 1906)

Nacida en una pequeña población llamada Carrickfergus, muy próxima a Belfast


(Irlanda del Norte), Charlotte Elizabeth Lawson Cowan fue una de las escritoras más
populares de la Era Victoriana, como lo demuestran sus más de cincuenta volúmenes
publicados en vida, entre novelas y recopilaciones de cuentos. Versátil y muy
imaginativa, fue la primera mujer que escribió acerca de la vida e historia de la
ciudad de Londres, sobre economía y el mundo de los negocios en general (¡),
además de componer cuentos para niños, fábulas románticas, relatos folclóricos sobre
su Irlanda natal y, por supuesto, historias de terror. Su maestría en este terreno ha
logrado que diversos especialistas en la materia la comparen con sus insignes colegas
y compatriotas (masculinos) Sheridan le Fanu, Charles Maturin, Fitzjames O’Brien o
Bram Stoker. Por ejemplo, James L. Campbell, asegura que «el tono marcadamente
realista de sus obras (…) hace que, aparte de Le Fanu, ningún otro escritor de la
época maneje mejor la aparición de lo sobrenatural» (“Mrs. Riddell”, Supernatural
Fiction Writers, por E. F. Bleiler [Ed.] Charles Scribner’s Sons Publishers, Nueva
York, 1985).
Charlotte era la hija menor de James Cowan, comisario del condado de Antrim, y
de Ellen Kilshaw, una dama inglesa. Según ella misma explicaba, su tatarabuelo
paterno estaba emparentado con los reyes de la casa Hannover, distinguiéndose en la
Batalla de Culloden (16 de abril de 1745) el choque final entre los adeptos de Jacobo
II Estuardo y los partidarios del rey Jorge II de Gran Bretaña. La buena posición
económica de su familia hizo que la joven viviera una infancia y adolescencia feliz,
sin problemas vitales, leyendo todo cuanto caía en sus manos, incluso un ejemplar de
El Corán que tenía su padre… ¡cuando sólo tenía ocho años!, y escribiendo sus
primeros relatos a partir de los quince, aunque «jamás los terminaba y, por supuesto,
nunca los publiqué», explicó. Sin embargo, el fallecimiento de James Cowan en 1850
truncó tan idílica existencia. La repentina estrechez de medios monetarios obligó a su
familia a trasladarse a Londres, donde Ellen Kilshaw podría ganarse la vida con
mayor facilidad y, además, Charlotte empezaría su carrera como escritora profesional
ocultándose bajo los pseudónimos de R. V. Sparling, Rainey Hawthorne, Charles
Skeet y F. G. Trafford. A la muerte de su madre en 1857, la escritora se casó con el
ingeniero Joseph Hadley Riddell, quien trabajaba en la City londinense. Durante su
matrimonio publicó varias novelas de éxito, como The Rich Husband (1858), My
First Love (1869) y su célebre The Uninhabited House (1875), una inquietante
historia de fantasmas. A partir de su undécima novela, The Race for Wealth (1866),
empezó a firmar como «Mrs. J. H. Riddell» («Señora de J. H. Ridell»).
La muerte de su esposo, en 1880, supone un duro golpe para ella, pues a la

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pérdida humana se suman unas apremiantes dificultades financieras. Joseph Hadley
Riddell nunca fue muy hábil para los negocios —lo que le costó la vida, consumido
por la amargura…—, y las deudas ocasionadas por sus ruinosas aventuras en bolsa
siempre lastraron la economía familiar. De ahí que Charlotte hiciera frente a las
mismas con los beneficios obtenidos de su frenética actividad literaria, o que se
convirtiera, en 1868, en socia y editora del St. James’s Magazine, situación que le
abrió las puertas de los más selectos ambientes culturales de Londres. Después de
saldar cuentas con sus acreedores, se marchó de la capital británica, primero a
Addlestone, luego a Shepperton y, finalmente, a una casa de Spring Grove, en
Isleworth, donde falleció veintiséis años después de enviudar. Un periodo de tiempo
que llenó con su trabajo, publicando veintiocho libros más, entre novelas, ensayos y
recopilaciones de cuentos. Entre ellos, el célebre “The Last Squire of Ennismore”
(1888), el cual, partiendo de una leyenda sobre una posesión demoníaca ambientada
en las costas irlandesas de Antrim, nos narra una historia de horror de magnífica
belleza.
“La puerta abierta” es una novela corta (novelette) publicada en 1882 en su
antología Weird Stories —que conviene no confundir con otro clásico de la ghost
story, de idéntico título, La puerta abierta (The Open Door, 1889), de Margaret
Oliphant (1828-1897)—, que aborda una historia de fantasmas aromatizada con
elementos de thriller criminal. Sin embargo, su autora, profunda conocedora de los
principales mecanismos narrativos del género, consigue articular una atmósfera
opresiva, muy ambivalente en lo tocante a lo sobrenatural, por medio de estudiadas
frases reflexivas —«Hay gente que no cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente
que no cree en nada. Hay personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar
cuanto concierne a la puerta abierta de Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo
abierta, sólo entornada, y hasta que hubieran podido cerrarla, de haber querido
hacerlo; dicen también que todo el caso no es más que un delirio»—, de
descripciones inquietantes —«El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos
grandes chimeneas con leña a medio quemar; de las paredes colgaban distintos
cuadros y cornamentas. En unos extraños nichos, enormes, había grupos de pequeñas
estatuas, que por lo general representaban a hombres con armadura»—, o insinuando
escalofriantes emociones —«Pero sigue habiendo veces en las que parece poseerme
una dolorosa oscuridad, momentos en los que no me gusta que me dejen solo»—.
Charlotte Elizabeth Lawson Cowan, «Mrs. Riddell», sabe cómo mantener el
equilibrio entre las expectativas del lector cautivado por lo terrorífico, y las
inquietudes artísticas de quienes se acercan a este género con todo tipo de
precauciones. Al atractivo universal de los cuentos de fantasmas, la escritora añade,
por tanto, las sinuosidades de un estilo trabajado hasta sus más nimios detalles.

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LA PUERTA ABIERTA
Hay gente que no cree en los fantasmas. Por lo mismo, hay gente que no cree en
nada. Hay personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto concierne a
la puerta abierta de Ladlow Hall. Dicen que no estaba del todo abierta, sólo
entornada, y hasta que hubieran podido cerrarla de haber querido hacerlo; dicen
también que todo el caso no es más que un delirio; y que incluso se trata de una
conspiración, pues dudan hasta de que pueda haber sobre la faz de la tierra un lugar
como Ladlow Hall, pues ya lo buscaron sin éxito la primera vez que estuvieron en
Meadowshire.
Así es como han saludado esta historia, no publicada hasta el presente, algunos de
mis amigos y conocidos. Otra cosa es cómo pueda ser recibida por los extraños. Voy
a relatar, pues, qué me sucedió exactamente, cómo fueron los hechos, para que así
puedan los lectores aceptarlos o rechazarlos, según la apreciación que hagan del
interés de la historia. No me es preciso pedir fe y comprensión para esta historia de
fantasmas, ni buscarla a lo largo y ancho del mundo. Si así fuera, abandonaría la
pluma definitivamente.
Acaso, antes de seguir adelante, deba establecer la premisa siguiente: hubo un
tiempo en el que yo mismo no creí en los fantasmas. Si me hubieran preguntado una
mañana de verano de hace un montón de años, al encontrarme en el Puente de
Londres, si en mi opinión eran posibles tales apariciones, hubiera respondido sin la
menor duda: No.
Pero, en aquellos tiempos, me era por completo desconocida la historia de la
puerta abierta. Ahora, con el permiso de ustedes, paso a referirla sin más dilaciones.
—¡Sandy!
—¿Qué se le ofrece?
—¿Te gustaría ganarte un par de soberanos?
—¡Claro que sí!
Algo interrumpió bruscamente el diálogo, pero eso era habitual en las oficinas de
Messrs Frimpton, Frampton & Fryer, agentes comerciales y subastadores, sita en St.
Benet Hill, City.
(Yo no me llamo Sandy[26], ni cosa parecida, claro, aunque los demás oficinistas y
cajeros me digan así a causa de que mi aspecto, según ellos, es el propio de un
escocés blancuzco y pelirrojo, como uno de esos personajes, a buen seguro, a los que
ven en el teatro. De esto quizá pueda colegirse que no soy precisamente un tipo bien
parecido, lo cual es cierto; en realidad soy el espécimen más feo de toda mi familia,
cosa que me resulta imposible negar, como tampoco puedo negar que realmente
estuve mucho tiempo descontento conmigo mismo en todo, absolutamente en todo, y
que no me placía nada mi empleo como chupatintas en una oficina de subasteros y
agentes comerciales, y que mucho menos me gustaban mis jefes. En suma, y aunque

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pueda parecer extraño, lo cierto es que éstos, sin embargo, me demostraban una
cordial antipatía).
—Bueno —siguió diciendo Parton, mi jefe directo desde hacía varios años, un
sujeto que se complacía especialmente en burlarse de mí y fastidiarme—, pues te diré
qué tienes que hacer para que te caiga un par de soberanos en las manos.
—¿Qué he de hacer? —pregunté enfurruñado, pues temía que estuviera
burlándose de mí una vez más.
—¿Recuerdas la casa que hemos alquilado a Carrison, el mayorista de té?
Carrison comerciaba con China y poseía una flotilla de barcos y varios
almacenes. Pero no sabía muy bien qué pretendía Parton, así que me limité a asentir.
—Alquiló esa casa por varios años, pero no puede vivir ahí, según parece; nuestro
supervisor general ha dicho esta misma mañana que dará un par de soberanos a quien
descubra cuál es el problema, además de pagarle el viaje hasta allí, claro.
—¿Dónde es? —pregunté sin volverme hacia él, aunque apoyando bien los codos
sobre mi mesa y tapándome la cara con las manos.
—Está en Meadowshire, en pleno corazón de la hermosa campiña…
—¿Y qué es lo que le pasa? —pregunté.
—Pues que no puede cerrar una puerta.
—¿Cómo?
—Que una puerta siempre está abierta, si prefieres que te lo diga así —respondió
Parton.
—Me está tomando el pelo…
—Podría ser, pero no es el caso, y te aseguro que Carrison tampoco pretende
burlarse de nosotros; tenías que haberlo visto, todo encorajinado; y Fryer se preocupó
mucho al verlo así, igual que yo mismo… Después de eso se cruzaron varias cartas, y
en la última Carrison amenazaba con acudir a sus abogados… Aunque me temo que
por esa vía no hallará la solución…
—Y dígame —me interesé por primera vez en el asunto—, ¿por qué no se puede
cerrar esa puerta?
—Dicen por ahí que la casa está encantada…
—¡Qué estupidez! —exclamé.
—Bueno, hemos pensado que eres la persona idónea para cazar a ese fantasma…
Lo pensé en cuanto el viejo Fryer me contó el caso.
—Y si no pueden cerrar la puerta —dije mientras seguía el curso de mis
pensamientos—, ¿por qué no la dejan abierta?
—No tengo la menor idea… Sólo sé que hay dos soberanos esperando un
dueño… Y que te he hecho el regalo de contarte todo esto, por si te los quieres ganar.
Y sin decir más, Parton se quitó el sombrero y comenzó a dedicarse a su trabajo,
que consistía en ver qué hacían los empleados a su cargo.
Hay una cosa que debo comentar acerca de nuestras oficinas: no se puede decir
que fuésemos muy serios en el trabajo. Algo, por lo demás, que me parece pasa en

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todas las oficinas. Pero sí puedo afirmar que ocurría en las nuestras. Siempre
estábamos bromeando, charlando, contando historias estúpidas, dejando para más
tarde el trabajo por hacer, mirando el reloj, contando las semanas que faltaban para el
próximo día de San Lubbock[27], contando los días que faltaban para el próximo
sábado.
No es menos cierto, sin embargo, que todos queríamos ganar más, y que nos
parecía que nuestros salarios eran bajos. Yo ganaba veinte libras al año, lo que apenas
me daba para comer decentemente. Mi madre y mis hermanas me hacían ver este
punto con mucha claridad, y cuando necesitaba dinero para ropa odiaba
mencionárselo a mi pobre y atribulado padre.
Al parecer habíamos dispuesto de mayores comodidades en otro tiempo, pero la
verdad es que ya no recordaba cuándo… Mi padre tuvo una pequeña propiedad en el
campo, años atrás, pero no pagó a tiempo a cierto banco, tampoco recuerdo qué
banco, y se la embargaron por no satisfacer los intereses de un crédito. En suma, que
vivíamos todos con unas cien libras al año, gracias a los esfuerzos y a la buena
administración que hacía mi madre.
Claro que quizá nos hubiéramos manejado mejor, cuando mi padre tuvo aquella
propiedad en el campo, de no haber sido tan cursis, y de no haber tratado de vivir
siempre por encima de nuestras posibilidades, al extremo de hacer que nuestros
acreedores nos trataran finalmente con vara de hierro.
Antes de aquel triste final, una de mis hermanas contrajo matrimonio con el hijo
menor de una muy distinguida familia, pero aunque es verdad que vivían muy bien,
siempre nos mantuvo a raya. Mi hermano, por su parte, era también un simple
chupatintas, que se esforzaba en mantener las apariencias, como toda la familia.
Aquello debió ser realmente triste para mi padre, siempre agobiado por las
deudas, siempre devolviendo letras de cambio, siempre luchando contra la escasez de
dinero. En lo que a mí respecta, creo que me hubiese vuelto completamente loco de
no haber contado con el feliz refugio que me brindaba la casa de mi tía, a la que
acudía cuando estaba triste y no hallaba consuelo. Era la hermana de mi padre, pero
como decía mi madre, que se negaba a reconocer la relación, se había casado con
alguien inferior a ella.
Compréndanse, pues, las razones por las que aquellos dos soberanos de que me
había hablado Parton tintineaban en mi cabeza.
Necesitaba el dinero. Puedo jurar que nunca había dispuesto de seis peniques para
mis gastos, así que, si me ganaba aquellos dos soberanos, bien podría comprarme
algunas cosas que me apetecían mucho, y regalar a mi padre un paraguas nuevo.
Primero pensé en ganarme los dos soberanos, claro; después pregunté cuánto nos
pagaba Mr. Carrison por el alquiler de aquella casa de Ladlow Hall, y luego me dije
que a buen seguro me pagaría él mismo más de dos soberanos si conseguía largarle
de allí al fantasma. Acaso pudiera sacar de todo aquello unas diez libras… o hasta
veinte libras… Por eso no dejé de pensar en ello el resto del día, y por eso soñé

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aquella noche con todo eso y, mientras me vestía a la mañana siguiente para ir a
trabajar, resolví hablar del asunto con el propio Mr. Fryer.
Lo hice. Dije al caballero en cuestión que Parton me había contado el caso, y que
si él, Mr. Fryer, no tenía nada que objetar, trataría con mucho gusto de resolver aquel
misterio. Añadí que estaba acostumbrado a vivir en casas deshabitadas —lo que no
era cierto— y que no perdería los nervios, por ello, en ningún caso; también le dije
que no creía en fantasmas, por lo que no les tenía miedo, como tampoco se lo tenía a
los ladrones.
—Nunca imaginé que sería usted capaz de algo así —me dijo—. Claro está, si no
hay solución, no hay paga… Permanezca en la casa durante una semana entera, y si al
cabo de ese tiempo es usted capaz de cerrar la puerta, echar el cerrojo y asegurarla
bien, incluso con clavos, si hace falta, envíeme un telegrama y me presentaré allí para
comprobarlo. Si no lo consigue, limítese a regresar… Por otra parte, no tengo
inconveniente en que alguien le acompañe, si así lo quiere usted.
Le di las gracias, pero asegurándole que no precisaba de compañía.
—Hay una cosa que sí me gustaría, señor… —dije.
—¿De qué se trata? —me interrumpió.
—De un poco más de dinero, señor —respondí—. Si cazo a ese fantasma y lo
expulso, creo que merecería algo más que un par de soberanos.
—¿Y cuánto cree usted que merecería cobrar en ese caso? —me preguntó Mr.
Fryer.
Su tono me hizo bajar la guardia; se mostraba tan educado y conciliador que
respondí con modestia.
—Bueno —dije—, si Mr. Carrison no puede habitar ahora su casa, y teniendo en
cuenta lo que paga de alquiler por ella, y el alto porcentaje que nos llevamos de dicho
pago, quizá no tenga usted inconveniente en darme veinte libras…
Mr. Fryer se volvió para abrir uno de los libros que tenía sobre su escritorio, pero
me di cuenta de que no leía nada.
—¿Cuánto tiempo lleva usted con nosotros? Es usted Edlyd, ¿verdad? —me
preguntó.
—Mañana hará once meses, señor —respondí.
—Y cobra usted semanalmente… Cuatro veces al mes, ¿no es así?
—Así es, señor —me percaté de que me temblaba la voz, aunque no sabía
decirme entonces qué era lo que me daba miedo.
—Bien, pues tenga usted la bondad de venir por su paga hoy mismo, antes de
irse… Le pagaré tres meses de sueldo, y todo arreglado, ¿de acuerdo?
—Creo que no le comprendo, señor —comencé a decir, pero me interrumpió de
inmediato.
—Pues yo sí lo comprendo, y ya he tenido bastante… Ya he tenido suficiente con
usted y con los aires que se da; y ya estoy harto de su indiferencia, por no hablar de
su insolencia… Nunca he tenido un empleado que me haya desagradado tanto como

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me desagrada usted. Se atreve usted a venir y dictarme condiciones, ¡qué descarado!
No, usted no irá a Ladlow. ¡Pobre diablo! Cualquiera se conformaría con media
guinea por hacer eso y a usted no le valen dos soberanos… Y eso que aún es usted
joven.
—¿Quiere decir que me echa del trabajo, señor? —le pregunté con desesperación
—. No creo haberle ofendido… Yo…
—Será mejor que no diga más —me interrumpió—; ya estoy harto de oírle… Me
parece que usted nunca se ha enterado de cuál es su lugar en este negocio, y creo que
no será capaz de enterarse… No sé cómo pude ser tan imbécil como para contratarle;
al parecer tenía usted ciertas relaciones interesantes, pero nada de eso; sus relaciones
no me sirven de nada. Creo que no tiene usted un solo amigo que me haya dado a
ganar un penique. Y me parece que tampoco ha traído usted ningún buen negocio a
esta casa, ni siquiera un negocio que lo beneficiara a usted mismo, y cuanto antes
acabe usted en Australia —aquí se mostró muy enfático— y lo perdamos de vista,
mejor será para todos y más tranquilo me sentiré yo.
No dije una palabra. No podía. Sus ademanes eran suficientemente explícitos; no
era el momento de que yo intentara decir o hacer algo. Sacó cinco libras de su caja y
las arrojó sobre la mesa; luego me extendió un recibo, me pidió con un gesto que lo
firmara, y también con un gesto me dijo que me largase de allí.
Tanto me temblaba la mano que apenas podía sostener la pluma entre los dedos.
Tuve, no obstante, la presencia de ánimo suficiente como para meter la mano en mi
bolsillo y sacar una libra, cuatro peniques y tres chelines que por suerte llevaba
conmigo.
—No puedo cobrar por un trabajo que no he hecho —dije poniendo a mi vez
aquel dinero sobre la mesa, para darle el cambio a Mr. Fryer; lo hice a la vez con
ardor y con pena—. Buenos días —añadí y me fui con la mayor dignidad posible,
pasando entre las mesas del resto de los chupatintas.
Antes, sin embargo, tomé de mi escritorio las pocas pertenencias que allí tenía,
ordené los papeles, y le dije a Parton si era tan amable de entregar la llave a Mr.
Fryer.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó—. ¿Es que te marchas?
—Sí, me largo —dije.
—¿Te ha echado?
—Exactamente… Eso es lo que pasa.
—Bueno, yo… —comenzó a decir Parton.
No quise pararme a oír ningún comentario, así que dije adiós a quienes habían
sido hasta entonces mis compañeros de trabajo y me sacudí de los pies el polvo de la
oficina.
No quería regresar a casa, sin embargo, así que me pasé el tiempo vagando sin
rumbo fijo, basta que me di cuenta de que había llegado a Regent Street. Allí me
encontré con mi padre, que me pareció más atribulado que nunca.

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—¿Crees, Phil —me dijo, pues me llamo Theophilus—, que podrías pedir a tus
jefes un anticipo de dos o tres libras?
Mantuve un discreto silencio, aunque sin dejar de pensar en lo que me había
sucedido, y al fin pude responderle.
—Claro que sí —dije.
—¡Qué bien, hijo mío! Necesitamos de veras ese dinero —me respondió.
No le pregunté la razón de aquella urgente necesidad. ¿Para qué precisaría de
aquel dinero? Quizás fuera para pagar el gas, o el agua, o al carnicero, o al panadero,
o al zapatero… Bueno, daba igual; ya estábamos acostumbrados a esas cosas, a llevar
esa vida… Me pregunté una vez más si podría casarme algún día… Y entonces me
acordé de Patty, mi prima, tan hermosa, tan exquisita… Una chica de lo más sensible
y dulce, que con su sola presencia podría hacer que luciera siempre el sol en la casa
de un pobre.
Mi padre y yo echamos a andar; yo iba en silencio, abatido, cuando de golpe se
me ocurrió una idea. Mr. Fryer no me había tratado precisamente bien, ni siquiera
medio bien. Pero podría devolvérsela, más o menos en sus propios términos. Así que
iría a hablar directamente con Mr. Carrison.
Apenas lo pensé y lo hice. Tomé un ómnibus y me fui alejando lentamente de la
ciudad. Como otros muchos hombres de su posición, Mr. Carrison era difícil de ver;
tanto, que el empleado que me atendió me dijo que me resultaría del todo imposible
hacerlo. Tendría, para ello, que cursar una petición expresa por escrito, que dicho
empleado tramitaría, y quizá me atendiera más adelante. Pero le dije que no haría
petición alguna por escrito. Aquel hombre me preguntó entonces qué me proponía.
Mi respuesta fue muy simple. Me quedaría allí, sin moverme, hasta que pudiera
hablar con Mr. Carrison. En la oficina no había nadie esperando. Me dio lo mismo
que me dijese que nadie podía esperar allí.
Dije entonces que de acuerdo; que esperaría en la calle.
—Hasta donde yo sé —solté al empleado—, la calle no le pertenece a Carrison.
El chupatintas me dijo que tuviese cuidado, que me estaba complicando las cosas
de mala manera.
Respondí diciéndole que sólo aguardaba mi oportunidad.
Comenzamos entonces a debatir la cuestión. Y así estábamos, cada uno
exponiendo sus argumentos, el chupatintas aludiendo de continuo a Carrison como un
caballero joven y muy educado, eso que suelen decir de sí mismos ciertos caballeros,
cuando de golpe ambos guardamos silencio al ver ante nosotros a un hombre,
efectivamente joven aún, distinguido y apuesto, que hizo una pregunta tan inevitable
como dicha en tono autoritario.
—¿A qué viene tanto ruido? —dijo.
Me adelanté a dar una respuesta.
—Quiero ver a Mr. Carrison y no se me permite que lo haga —dije.
—¿Y qué quiere usted de él?

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—Sólo puedo decírselo a él mismo.
—Muy bien, adelante… Yo soy Mr. Carrison.
De golpe me sentí avergonzado de mi insistencia, de mi pugnacidad; de
inmediato, sin embargo, eso que Mr. Fryer había llamado mi insolencia, acudió a
rescatarme de mi propia sensación, y dando un par de pasos hacia él, y quitándome el
sombrero, dije:
—Quiero hablar con usted acerca de Ladlow Hall, con su permiso, señor.
Cambió de súbito la expresión de su cara. A su sonrisa despectiva sucedió un
gesto de irritación y completa inmovilidad, coronado por la violenta contracción de
su entrecejo, algo que le borraba por completo su contención de antes.
—Ladlow Hall —soltó al fin—. ¿Y qué demonios tiene usted que decirme a
propósito de Ladlow Hall?
—Creo que tengo algo importante que decirle —seguí mientras me percataba de
que una angustia mortal se apoderaba de la oficina.
Aquel silencio parecía acrecentar en él su interés por el asunto, pues miró con
gesto duro a sus empleados, que ni rasgaban el papel con sus plumas ni movían un
dedo siquiera.
—Sígame, por favor —me dijo entonces Mr. Carrison un tanto abruptamente.
Un poco después estábamos en su despacho.
—Y bien, ¿de qué se trata? —inquirió dejándose caer en la silla de su escritorio,
indicándome con un gesto que tomara asiento, pues me había quedado de pie,
sombrero en mano, en mitad del despacho.
Comencé a hablar. Puedo decir que era un hombre que sabía escuchar, que
prestaba la atención debida. Hablé largamente, hasta contárselo todo. Lo hice como el
buen oficinista que era, dándole cuenta pormenorizadamente de lo que sabía, e
incluso, también como buen oficinista que era yo, permitiéndome opinar al respecto.
Cuando acabé, guardó silencio unos instantes, en actitud reflexiva.
Finalmente se decidió a hablar.
—Supongo que ha oído usted hablar mucho de Ladlow Hall, le veo muy bien
informado —dijo hablando despacio.
—He oído decir sólo lo que le he contado, señor —respondí.
—¿Y a qué viene tanto interés por su parte en resolver ese misterio?
—Señor, necesito ganar algo de dinero. Allá donde veo dinero, allá que trato de
conseguirlo —le confesé.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Cumplí veintidós en enero.
—¿Cuánto le pagan en la Frimpton?
—Veinte libras al año, señor —respondí.
—¡Vaya! Mucho más de lo que se merece usted, a buen seguro.
—Eso opina Mr. Fryer, señor —dije dolido.
—¿Y cuál es su opinión al respecto? —preguntó sonriente, me pareció que a

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despecho de sí mismo.
—Creo sinceramente que trabajo más y mejor que el resto de los empleados de la
firma —respondí sin vacilación.
—Bueno, me parece que eso no quiere decir mucho —era su opinión, así que no
dije nada, no lo interrumpí—. Me parece que no es usted, sin embargo, un oficinista
corriente —siguió diciendo Mr. Carrison mientras me observaba con interés creciente
—. ¿Acaso no le gusta el trabajo que hace?
—No mucho, señor.
—Pues si es así, me parece que quizá debiera usted emigrar, sí, eso es —dijo
mirándome ahora críticamente.
—Mr. Fryer me dijo que mi lugar está en Australia, o en la… —me detuve a
tiempo, para no repetir lo que me había dicho el caballero mentado.
—¿Dónde? —preguntó Mr. Carrison.
—En la m… —dije con gesto de pedir perdón.
Mr. Carrison rió entonces, echándose hacia atrás en la silla, de buena gana. Yo
también me reí, un tanto confuso, sin embargo.
Al fin y al cabo, veinte libras eran veinte libras, y esa suma ridícula, ese salario
escaso, me golpeaba insistentemente en el recuerdo ahora que lo había perdido.
Hablamos durante un largo rato. Se interesó por mi padre, por mi niñez, por las
circunstancias presentes de mi familia y por el sitio donde vivíamos; también me
preguntó por la gente con la que solía tratar, y en realidad me hizo tantas preguntas
que ya no soy capaz de recordarlas.
—La verdad es que todo ese embrollo parece cosa de locos —dijo después—,
pero bueno, lo cierto es que estoy dispuesto a confiar en usted… La casa en cuestión
está ahora mismo completamente vacía. No puedo vivir en ella, ni puedo realquilarla,
pues ya corren rumores sobre el fantasma… Claro está, saqué de allí todos los
muebles, salvo algunas cosas que siempre estuvieron en la casa, utensilios y objetos
diversos que pertenecieron a lord Ladlow. Esa casa me supone una pérdida constante,
una inversión estúpida, pues ya sabe usted que la tengo alquilada por mucho
tiempo… No creo que consiga usted nada, sin embargo, pues ya lo intentaron otros y
ahí sigue el misterio, sin resolver… No obstante, si quiere probar, adelante, no tengo
inconveniente en que lo haga; estoy dispuesto a hacer negocio con usted, por lo que
le pagaré una cantidad razonable por cada noche que pase en esa maldita casa; y si
encima consigue algo realmente bueno para mí, le daré diez libras más… Por
supuesto que tengo por seguro que no me ha mentido usted ni con respecto a la casa
ni con respecto a sí mismo, por lo que acepto su palabra. No obstante, ¿hay alguien
en la ciudad que pueda darme referencias sobre usted?
No sabía de nadie, salvo de mi tío, el marido de mi tía. Advertí a Mr. Carrison que
no se trataba de un anciano, ni de un hombre rico, pero le confesé también que no
sabía de nadie más que pudiera darle referencias sobre mí.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Robert Dorland, de la Cullum Street! Pero si es cliente

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nuestro… Si él me ofrece garantías sobre el buen comportamiento de usted, estaré
más que satisfecho, no me harán falta más referencias. Vamos…
Y para mi mayor alegría, se levantó, se puso el sombrero, me condujo a través de
la oficina hasta la calle, y poco después caminábamos en dirección a la Cullum
Street.
—¿Conoce usted a este joven, Mr. Dorland? —dijo ya ante el escritorio de mi tío,
poniéndome una mano en el hombro.
—Claro que sí, Mr. Carrison —respondió mi tío, un tanto amoscado, sin
embargo; luego me confesaría que temió entonces que hubiese hecho algo malo—. Es
mi sobrino.
—¿Y qué opinión le merece su sobrino? ¿Cree sinceramente que es un buen
muchacho, alguien digno de mi mayor confianza?
—Eso depende de lo que quiera de él —respondió mi tío sonriendo ampliamente.
—Pretendo de él sinceridad, fidelidad.
—Pues yo, en su caso, buscaría a otro —dijo mi tío.
—¡Pero, tío…! —protesté, temeroso de que se extendiera sobre algunas cosas que
realmente me desagradaban, como trabajar duro.
Mi tío abandonó entonces su sarcasmo y, poniéndose de pie ante la chimenea
apagada, siguió diciendo:
—Cuénteme para qué quiere al chico, Mr. Carrison, y entonces podré decirle si le
servirá como pretende, o si no será capaz de hacerlo… Le conozco bien, ¿sabe? Creo
incluso que le conozco mejor de lo que él mismo se conoce.
Mr. Carrison, de manera afable, con ese aire mundano de los ricos, tomó asiento
entonces y, cruzando la pierna izquierda sobre la pierna derecha, comenzó a hablar
tras una pausa larga y estudiada.
—Se ha ofrecido —dijo mirándome— para ir a Ladlow Hall y cerrar de una vez
por todas esa maldita puerta… ¿Cree que será capaz de hacerlo?
Mi tío se lo quedó mirando un buen rato, pensativo.
—Creo, Mr. Carrison, que nadie podrá cerrar esa puerta —dijo al fin.
Mr. Carrison, que pareció sorprendido por aquella respuesta, se removió inquieto
en su asiento.
—Lo que le pregunto en concreto es si cree capaz a su sobrino de intentarlo al
menos, de tomarse en serio la tarea encargada, a la que, por otra parte, él mismo se ha
ofrecido.
—No tienes nada que hacer con eso, Phil —dijo mi tío dirigiéndose a mí.
—Me parece que usted no cree en los fantasmas, ¿me equivoco, Mr. Dorland? —
dijo Mr. Carrison con una sonrisa sarcástica.
—¿Y usted, Mr. Carrison? —dijo a su vez mi tío.
Se hizo un silencio, una larga pausa en el debate. Una pausa tensa y difícil de
soportar. Una pausa en la que pensé en esas diez libras que parecían esfumarse. Pero
la verdad es que yo no sentía miedo. Por diez libras, e incluso por menos, era capaz

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de enfrentarme a cuantos espíritus quisieran morar en este mundo. Estuve a punto de
decírselo, pero hubo algo en la forma en que se miraban los dos que me contuvo.
—Si me hace esa pregunta aquí, Mr. Dorland, en pleno centro de la ciudad —
comenzó a decir Mr. Carrison sin dejar de sonreír sarcásticamente, hablando despacio
y recalcando cada palabra—, le diré que no, que en efecto no creo en los fantasmas…
Pero si me hace esa misma pregunta en una noche oscura en Ladlow, tendría que
pensar bien mi respuesta… No creo en esos supuestos fenómenos sobrenaturales,
pero… la maldita puerta de Ladlow Hall está mucho más allá de mi capacidad de
comprensión, como lo está el porqué del flujo y el reflujo de las mareas.
—Y usted no puede vivir en Ladlow, ¿es eso? —dijo entonces mi tío, recalcando
también sus palabras.
—Así es, no puedo vivir en Ladlow; más aún, y eso es lo peor, no encuentro a
nadie que quiera vivir en Ladlow.
—¿Querría realquilar la casa? —preguntó mi tío.
—Sí, porque el alquiler es a largo plazo… Por eso le dije a Fryer que pagaría una
bonita suma a quien desvelara el misterio de esa maldita casa… ¿Quiere o necesita
alguna otra información, Mr. Dorland? Si es así, no tiene más que preguntar, que yo
le responderé gustoso. La verdad es que me siento ahora mismo como si en vez de
hallarme en una oficina más de la ciudad estuviese en el Palacio de la Verdad.
Mi tío no pareció reparar en la incomodidad que todo aquello causaba al
caballero. Pero cuando la viña es buena no hace falta arrancar los arbustos… Si un
hombre habla honestamente, pues sus sentimientos y sus pensamientos lo son, no
hace falta hurgar en sus heridas.
—No creo, me parece que exagera usted —dijo mi tío—. En realidad considero si
mi sobrino será capaz de cumplir lo que usted le pide… Hasta donde yo sé, no es más
que un oficinista, no un cazafantasmas que vaya por ahí persiguiendo a los espíritus.
Mr. Carrison clavó los ojos en mí; su mirada era de cierta complicidad, como si
me pidiera que desmintiese a mi tío, como si me pidiese que lo convenciera de mi
capacidad para cumplir adecuadamente aquella tarea.
—No quiero hablar más de mi disposición para el trabajo —dije con bastante
desazón—. Ya he tenido bastante por hoy, con todo lo que me ha pasado.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué has hecho, Phil? —inquirió mi tío.
—Nada. Sólo quiero cazar a ese fantasma o lo que sea, y ganarme diez libras, sin
más —respondí con tanto ardor que Mr. Carrison y mi tío se echaron a reír.
—¡Diez libras, nada menos! —exclamó burlón mi tío, a medias entre la risa y el
llanto—. Pero, Phil, mi querido muchacho… Ten por seguro que yo no te pagaría
jamás diez libras por salir por ahí a cazar un fantasma.
Mi tío, cuando estaba de broma, o cuando se enfadaba mucho, hablaba con un
acento muy vulgar. A mí me gustaba esa manera de decir las cosas que tenía
entonces, algo que a mi madre, por ejemplo, le molestaba muchísimo. Era un hombre
al que no le importaba de cuánta alcurnia fuese el caballero que tenía en esos

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momentos ante sí, cosa que yo, en el fondo, admiraba mucho. Así era Robert
Dorland, y por eso era tan poco apreciado en mi casa.
—Y bien, Mr. Edlyd —me dijo Mr. Carrison—, ¿qué piensa hacer usted? Ya ha
oído a su tío, dice que se olvide usted de todo este asunto, que no es una empresa para
la que se encuentre usted capacitado… Considere que no es mi intención forzarle a
nada que no desee hacer.
—Haré encantado lo que he prometido, señor —dije con mucha tranquilidad—.
No tengo miedo, y verá como… —aquí me detuve, pues estuve a punto de decir que
iba a demostrarle cuán tonto había sido por no confiar en mi palabra, pero tuve por
seguro que aquellas confianzas no iban al caso.
Mr. Carrison me contemplaba con curiosidad creciente. Estoy seguro de que
esperaba que completase lo que había dejado a medias, pero al cabo se limitó a decir
lo siguiente:
—No sabe cuánto me gustaría que de veras consiguiera cerrar usted esa maldita
puerta… Y que lo hiciera además tras quedarse allí una sola noche. En fin, si
consigue lo que se propone, se habrá ganado el dinero.
—Esto no me gusta nada, Phil —intervino de nuevo mi tío—. No me gustan esas
tonterías, los espíritus, los monstruos…
—Lo siento mucho, tío, pero tengo que hacerlo —respondí.
—¿Y cuándo será? —preguntó Mr. Carrison.
—Saldré hacia allí mañana temprano —dije.
—Adelántele usted cinco libras, Dorland, por favor, que le haré llegar un cheque
de inmediato —dijo Mr. Carrison volviéndose hacia donde estaba yo.
—Con un soberano será suficiente por ahora —dije.
—No, aceptará usted esas cinco libras, que me descontará luego del total —
insistió Mr. Carrison con firmeza—. Y me escribirá usted todos los días, a mi
dirección particular, contándome cómo van las cosas… Si en algún momento se
siente incapaz de concluir su tarea, abandone sin más, luego de comunicármelo…
Buenas tardes —y sin más formalidades dio media vuelta y salió.
—No sé si hablaba dirigiéndose sólo a ti, Phil —dijo mi tío.
—Creo que sí —respondí—. No digas nada en casa, ¿de acuerdo?
—Ya sabes que no me gusta mucho verles, ni hablar con ellos —me contestó sin
un leve rictus de amargura, sólo para dejar constancia de las cosas.
—Supongo que no te veré de nuevo antes de partir, tío, así que mejor será que me
despida de ti ahora.
—Adiós, muchacho… No sabes cómo me gustaría que fueses más inteligente y
menos tarambana.
No dije nada. Tenía el corazón rebosante y la mirada llena de expectativas. La
verdad es que alguna vez había intentado ser más formal y menos tarambana, pero el
trabajo de oficina no estaba hecho para mí, así que era una tontería pretender atarme a
una mesa para escribir y escribir. Era como si obligaras a quien no tiene la menor

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capacidad para la música a escribir durante horas una ópera tras otra.
Naturalmente, antes de partir tenía que ver a Patty; aún no estábamos casados y,
aunque a veces me parecía que nunca podríamos hacerlo, ya era mi media naranja,
como lo sigue siendo ahora.
La verdad es que no me arrojó un jarro de agua fría, ni se disgustó conmigo
cuando le conté el asunto.
—Me gustaría acompañarte, Phil —fue cuanto dijo después de escucharme, con
su carita angelical brillando de entusiasmo.
Bien sabe el cielo que a mí también me hubiera gustado que me acompañase.
A la mañana siguiente me levanté antes de que pasara el lechero. Dije a los míos
que tenía que salir de la ciudad por cosas de trabajo. Patty y yo lo habíamos
preparado todo minuciosamente. Desayunaría y me vestiría en su casa con la ropa
adecuada para el viaje, pues el traje de trabajar no sería el más a propósito en Ladlow.
Además, eso era algo en lo que mi padre y yo nunca nos poníamos de acuerdo, en mi
manera de vestir, ni siquiera cuando usaba mi traje de trabajo, que a él siempre le
parecía excéntrico, una niñería, como decía; mi hermano, por su parte, un hombre
también muy formal, que jamás se permitía excentricidades, solía reírse de mí
porque, según él, dada mi manera de vestir y de comportarme, parecía jugar yo a los
soldaditos.
En fin, que Patty y yo habíamos acordado que me vistiese en casa de su padre de
la forma que más conveniente me pareciera.
Joven como lo era entonces, me entusiasmaba la perspectiva de ir a Ladlow con
mi rifle y un revólver. Me sentía todo un conquistador capaz de derrotar a un ejército.
La tarde era magnífica cuando me vi caminando por los senderos que cruzaban el
corazón de la campiña de Meadowshire. A cada paso, con cada latido de mi corazón,
más amaba aquel lugar que se me antojaba maravilloso, aquella espléndida, grande y
luminosa campiña: hierba verde y húmeda, las espigas azotando el aire para llenar tus
oídos con su melodioso cántico, regatos y arroyuelos serpenteantes, un brazo de río
que parecía emerger de una ensoñación, pequeñas casas de campo, preciosas… Y
antiguas casonas con huerto, aquí y allá.
Pensé que ya no querría regresar jamás a Londres, sin duda porque debo ser uno
de los pocos seres de este mundo que aman el campo y detestan las ciudades. Caminé
y caminé durante mucho tiempo, y en un punto de mi camino, como no estaba muy
seguro de la dirección a seguir, por temor a extraviarme, pregunté cómo ir hasta
Ladlow Hall a un hombre con el que me crucé bajo una arcada formada por las copas
de los árboles, un hombre que tiraba de un poderoso percherón, y a cuyo lado iba una
muchacha a lomos de un bonito caballo.
—Eso es Ladlow Hall —me dijo aquel hombre, señalando con su fusta hacia mi
izquierda.
Le di las gracias y ya me disponía a seguir en la dirección indicada cuando oí que
me decía:

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—Ahí no vive nadie.
—Sí, ya me han informado.
No dijo más. Se limitó a desearme un buen día y siguió su camino. La muchacha
que iba a lomos del bonito caballo me sonrió con una leve inclinación de cabeza, para
corresponder a mi saludo con el sombrero en la mano. Me sentía feliz. Todo parecía
indicar que las cosas comenzaban bien, lo que por fuerza tenía que suponer que
acabarían igual de bien.
Fui antes a la casa de los guardeses, mostré a la mujer la carta de presentación que
me había dado Mr. Carrison para ellos, y recibí la llave de la casa.
—¿Estará usted solo en la casa, señor? —me preguntó.
—Sí, claro —dije, acaso de manera tan incomprensible que la mujer no añadió
una sola palabra.
El camino hasta la casa se hacía muy angosto cuanto más me aproximaba. Subía
en cuesta de leve colina, flanqueado por tilos como nunca antes los había
contemplado. Una leve verja de hierro aislaba la campiña de la Finca, y en ésta, entre
los troncos de los árboles, pastaba el rebaño, llenándome los oídos de inmediato el
tintineo de las campanillas de las ovejas.
Desde la verja partía a su vez un largo camino, que recorrí hasta verme, bastante
lejos ya de la entrada, ante la casa. Era una construcción cuadrada, sólida, una
verísima casona antigua de tres plantas, a cuya puerta principal llevaban unos pocos
peldaños. Cuatro ventanas a la derecha de la puerta, en la planta baja, y otras cuatro
ventanas a la izquierda. Árboles rodeando toda la construcción. Todas las ventanas,
tanto las de la planta baja como las de las plantas superiores, estaban cerradas. La
casa parecía ciega. Imperaba un silencio mortal. El sol, sobre los altos árboles, apenas
penetraba hasta allí, si bien lejos de la casa reinaba espléndido. Me quedé un rato
dando vueltas sobre mi propio eje para contemplarlo todo en derredor, y al fin subí
los peldaños y me planté en el porche. No puedo decir si estaba o no sobrecogido,
pues me puse a pensar en el trabajo encargado, un negocio a fin de cuentas, la razón
de que hubiera llegado a un lugar tan lejano y solitario, y sin más metí la llave en la
cerradura, la hice girar sin problemas y entré en Ladlow Hall.
Al principio, sin duda por el mucho rato que había caminado bajo el sol, apenas vi
nada, de tan oscuro como era todo en el interior. Casi no podía distinguir lo que había
en el vestíbulo; poco a poco se me fueron acostumbrando los ojos a esa oscuridad, y
observé entonces que aquel vestíbulo era enorme, y que de allí arrancaba una larga
escalera de roble que conducía a las plantas superiores.
El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes chimeneas con leña a
medio quemar; de las paredes colgaban distintos cuadros y cornamentas. En unos
extraños nichos, enormes, había grupos de pequeñas estatuas que por lo general
representaban a hombres con armadura.
Vista desde fuera, nadie esperaría que la casa albergase aquello, y sólo en su
vestíbulo. Me quedé contemplándolo todo a medias entre la sorpresa y la admiración,

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y comencé a caminar por allí despacio, tratando de fijarme bien en todos los detalles.
Mr. Carrison no me había dado instrucciones concretas; nada me había dicho de
cuál era la estancia de la casa en la que podía hallarse el fantasma. Supuse, sin más,
que estaría en la primera planta.
No tenía la menor idea de qué historia podría inspirar todo aquello, si es que
había alguna historia que lo alentase. Había salido de Londres sin más noticias que
las recibidas de Mr. Carrison; por otro lado, no llevaba conmigo más que unas pocas
cosas que me había puesto Patty en una cesta, aparte de la pequeña maleta con que
me bajé en la estación. En suma, que iba tan desprovisto de impedimenta como de
informaciones más concretas sobre el misterio. Así pues, tendría que descubrir dónde
se alojaba el dichoso fantasma, y mejor sería hacerlo cuanto antes.
Volví a mirar en derredor mío… Nunca había visto tantas puertas. Muchas
puertas. Dos de ellas estaban abiertas; una, del todo; la otra, simplemente entornada.
«Cerraré las dos y subiré la escalera», me dije.
Las puertas eran de roble, sólidas y muy pesadas, bien pulidas y provistas de
picaportes igualmente sólidos. Después de cerrarlas comprobé si se abrían fácilmente.
Había otra más, cerrada, que no pude abrir pues carecía de llave en su cerradura. Eran
puertas muy seguras. Subí entonces por la gran escalera, sintiéndome tan curioso
como sin duda han de sentirse los intrusos, y recorrí los corredores tanto de la
segunda como de la tercera planta, entré en las habitaciones, prácticamente desnudas,
sin muebles, salvo alguna que otra cosa muy vieja, pero de indudable valor: unas
sillas, alguna mesa de vestidor, un par de armarios… Casi todas aquellas puertas
estaban cerradas, y cerré a mi vez sin problemas las pocas que permanecían abiertas.
Luego subí a la buhardilla.
Me encantó la gran buhardilla. A causa de los árboles que rodeaban la casa no
había mucha luz, pero no obstante contemplé desde las ventanas el campo, el bosque
y hasta el valle más lejano. Incluso un brazo del río que se adentraba en lo más hondo
de la foresta, tras cruzar igualmente una gran plantación. Las ventanas de la
buhardilla que daban a la parte trasera de la casa sólo permitían ver un bosque denso
detrás de los establos abandonados; pegados a éstos había un alto muro de piedra,
junto al cual, a los dos lados de los establos, crecían jardines preñados de tejo y
pequeños huertos. Aún más allá, en el lado contrario de donde había visto las ovejas,
avisté igualmente vacas y bueyes; y más atrás aún, unas praderas magníficas y
campos de maíz.
—¡Qué lugar tan bonito! —exclamé—. Garrison tiene que estar loco si no le
gusta vivir aquí —y pensé que disfrutar uno solo de una casa semejante era algo que
no tenía precio.
También pensé, sin embargo, que tan encantador paseo como di hasta llegar a la
casa quizá me hubiese embobado. En efecto, llevaba ya un rato inmóvil, junto a la
ventana desde la que contemplaba todo aquello, y me dije que tenía que comenzar mi
trabajo. Así que me dispuse a bajar de nuevo por la escalera.

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También en la buhardilla, claro está, me entretuve en cerrar las puertas que
estaban abiertas, cerrándolas incluso con llave cuando había alguna en sus cerraduras.
Ninguna puerta se me resistió. Todas quedaron bien cerradas.
Cuando llegué a la planta baja, la luz del día comenzaba a declinar, así que me
insté a echar un vistazo cuanto antes a las partes de la casa que aún no había
recorrido.
«Comencemos por la cocina», me dije, encaminándome hacia la cocina, a la que
se accedía a través de una puerta que había en el fondo del vestíbulo. Desde la puerta,
y a través de una especie de pasaje de piedra, llegué a la gran cocina, no sin antes
pasar por una muy amplia sala para el personal del servicio, y dependencias tales
como la despensa, la lavandería, la carbonera, la bodega, el cuarto donde se hacía la
cerveza, los dormitorios del servicio… Pero no podía detenerme en todo eso; el
misterio que atribulaba a Mr. Carrison era más importante que todos aquellos lugares
de la casa, polvorientos y llenos de botellas vacías, y parecía difícil que en tal ala de
la edificación pudiera hallar la respuesta al enigma.
Así que salí de allí para atravesar de nuevo el vestíbulo e ir hasta el gran salón de
estar, después de lo cual decidiría en qué dormitorio pasar la noche.
Las sombras de la noche incipiente comenzaban a llenarlo todo, así que apreté el
paso mientras cruzaba el vestíbulo, pues sentía cierta aprensión ante aquellas figuras
que representaban a hombres con armadura; seguramente, la luz de la luna, en breve,
las tornaría aún más fantasmagóricas. Tenía que encender la chimenea del salón, o de
alguna de las habitaciones de la planta baja, una en la que hubiese una buena
provisión de leña. Seguro que ante un buen fuego y después de tomar un té me
sentiría mucho mejor, se esfumaría aquella vaga sensación inquietante que sentía, que
comenzaba a resultarme opresiva.
Ya se ocultaba el sol allá por donde estaban las vías del ferrocarril en el que había
llegado a Ladlow, y supuse que acaso pudiera ver desde la casa, a lo lejos, viajeros
llegando a la región; aún, al fin y al cabo, había algo de luz, y eso quizá me
permitiese ver a alguien, siquiera a lo lejos. Pero lo que vi entonces fue que una de las
puertas que antes había cerrado cuidadosamente estaba abierta, completamente
abierta. No había duda, yo había cerrado bien esa puerta, como las otras… Así que
aquélla era la habitación, aquélla era la puerta abierta. Permanecí atónito un
segundo. Pensé que estaba aterrorizado.
Pero no podía consentir en ello, sin embargo. Había ido allí para hacer un trabajo;
y allí podía estar el enemigo contra el que tenía que combatir, así que cerré la puerta
de nuevo, sin más.
«Ahora iré hasta el fondo del salón y esperaré a ver qué pasa», me dije.
Y eso hice. Me dirigí hasta el arranque de la escalera y me giré al llegar.
La puerta estaba abierta.
Volví a la habitación, entré llevado de un fiero espasmo de resolución y levanté
las persianas. La habitación, con dos ventanales, era amplia, enorme, de veinte por

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veinte (lo supe porque me dediqué a recorrerla de un lado a otro).
El suelo, también de roble muy pulido, estaba parcialmente cubierto por una gran
alfombra turca. A cada lado de la chimenea había dos huecos, uno ocupado por una
estantería para libros, que estaba vacía, y el otro por una cómoda. Había también una
cama, y me sorprendió que aquella habitación fuese una alcoba, pues estaba en un
lugar ante el que sin duda pasaría mucha gente si la casa era habitada, si contase con
el servicio doméstico al completo. Vi unas sillas, muy antiguas pero de madera noble,
cubiertas con una sábana. Junto a la cama había una puerta pequeña, lo que me
sorprendió especialmente pues no era habitual, tampoco, en una estancia habilitada
como alcoba. Estaba cerrada con llave; era la única puerta que había visto cerrada con
llave hasta entonces. No obstante, como tenía puesta la llave en la cerradura, abrí. La
puerta daba paso a una habitación pequeña y un tanto sobrecogedora; tenía las
paredes empapeladas en un tono oscuro y el suelo era negro y brillante; había en ella
dos ventanales que arrancaban del suelo y tenían cortinas de terciopelo, y unos pocos
muebles muy viejos; y una cama con dosel de seda; y una chimenea bastante grande.
«Seguro que alguna vez alguien cometió un crimen en esta habitación», me dije,
un poco aprensivo. Y me quedé mirando con cierta angustia la puerta.
Me había extrañado que el cerrojo cediera tan fácilmente a la vuelta de la llave.
No obstante, me aseguré de cerrarla bien, y salí a la habitación más grande, y después
al vestíbulo, no sin antes cerrar también la puerta.
—Voy a buscar un poco de leña, y ya veremos qué pasa —me dije en voz alta.
Cuando volví, la puerta estaba abierta.
—¡Otra vez, maldita sea! —grité sin poder contenerme—. ¡No quiero que me
causes más problemas esta noche! —dije a la maldita puerta.
Justo cuando gritaba esto, sonó la campanilla de la puerta de entrada, cuyo sonido
hizo un eco rotundo en la planta baja de aquella casa deshabitada y prácticamente
vacía. Sentí entonces que los nervios se apoderaban de mí por completo; incluso me
pareció que me cambiaba totalmente la expresión del rostro.
Pero sólo era el guardes, que se había acercado hasta la casa por ver si precisaba
de sus servicios. Le pregunté aliviado si había cerca una estafeta de correos, y me dijo
que sí; y que si lo deseaba, podía darle la correspondencia que quisiera, que él se
encargaría de depositarla en el buzón antes de que la recogieran, lo que solían hacer a
las diez de la noche.
No tenía carta alguna que darle, y así se lo dije. Quizá las monedas que le di eran
más de lo que esperaba, o acaso le impresionó verme allí solo, pero el caso es que se
quedó ante la puerta un momento más y preguntó:
—¿Se va a quedar usted solo aquí toda la noche, señor?
—Completamente solo —respondí sonriendo cuanto me era posible, dadas las
circunstancias.
—Ésa es la habitación, señor —dijo desde la entrada señalando hacia la puerta
abierta de la habitación, y bajando la voz hasta casi susurrar.

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—Ya lo sé —dije.
—Es la puerta que tiene que cerrar usted, ¿no es así? Bien, pues el partido es
suyo, señor, juéguelo —y tras hacer este último comentario, que no me pareció muy
respetuoso, se alejó lentamente de la casa. Estaba claro que no tenía la menor
intención de ayudarme a resolver el enigma.
Miré una vez más hacia la puerta… que ahora estaba abierta del todo. A través de
las ventanas de la habitación vi la creciente oscuridad de la noche, apenas tamizada
por la luz plateada de la luna, que caía a lo lejos sobre el brazo del río. Me dije
entonces que quizá debiera escribir a Mr. Carrison y a Patty; es más, sentí entonces la
necesidad de hacerlo, así que me senté a una mesa que había en el vestíbulo, encendí
una vela que mi amada me había procurado, entre otras cuantas cosas más que
podrían resultarme útiles, y redacté sendas cartas.
Luego salí al relente, caminando entre las luces declinantes y las sombras, entre
los haces de la luna que se dejaban caer con levedad aquí y allá, haces que parecían
jugar al escondite entre los troncos de los árboles, el brazo del río y los regatos y
arroyuelos que cruzaban la campiña. Caminé tan aprisa como si compitiese contra el
tiempo.
Aun con todo, el paseo era una delicia. Los aromas del verano incipiente, el olor
de la tierra, todo lo que me rodeaba, en fin, me hizo sentir tan feliz que por un
momento se me olvidó lo concerniente a la maldita puerta. «¡Mira eso, Phil!», me
decía de repente ante alguna nueva maravilla; «la vida, como bien dice tu tío, no es
algo que se deba tomar a la ligera, no es un juego de niños; tienes, claro está, un
problema que resolver: el de la puerta; no puedes volver la cara, tienes que hacerle
frente… Además, de no ser por esa puerta, no estarías aquí, disfrutando de esta noche
espléndida… Sé bien que eres un valiente, que no te asustarás, aunque estemos en tu
primera noche de prueba. ¡Ánimo, valiente! La puerta es tu enemigo, así que hazle
frente y derrótalo».
«Lo intentaré», decía mi otro yo, «claro que lo intentaré, pero puede que falle…»
La estafeta de correos estaba en Ladlow Hollow, una aldea atravesada por el
brazo del río bajo un puente antiguo. A medida que llegaba hasta las pequeñas
dependencias de la estafeta, me percaté de que el hombre al que veía era el mismo
con el que me había cruzado por la tarde, el que tiraba de un percherón, al que
acompañaba una damisela montada en un bonito caballo. Me deseó buenas noches
cuando estuve ya a su altura, como lo hizo la muchacha, que también estaba allí. El
hombre pasó de largo.
—Su Señoría tiene ya muchos años —dijo la joven, como si lo disculpase,
mientras seguía con los ojos al hombre que se alejaba.
—¿Su Señoría? —dije—. ¿A quién se refiere?
—A lord Ladlow, claro —respondió.
—¡Ah!, es que no le conozco —dije con bastante extrañeza.
—Bueno, pues ahí lo tiene, él es lord Ladlow —y señaló al hombre que se

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alejaba.
Pueden estar seguros los lectores de que ya tenía algo en lo que ocupar mis
pensamientos cuando regresaba a la casa. Algo más que en la belleza de la luz de la
luna derramándose por doquier y en los aromas de la noche espléndida, o en el rumor
de la brisa en los árboles, todo lo cual incrementaba la maravilla del elocuente
silencio que me rodeaba.
¡Pero si era lord Ladlow! Lo había supuesto a miles de millas de allí, y resultaba
que no, que acababa de verlo caminar en dirección contraria a la de su casa, a la que,
sin embargo, me dirigía de vuelta… Yo, una especie de recluso en su mansión
desolada… Y… ¿qué pasaba ahora? Oí el rumor de unos arbustos, el sonido de mis
pies quebrando unas ramas, y al momento me vi en lo más hondo de la foresta. Quizá
mis pensamientos habían hecho que me desviase del camino, pues lo cierto fue que
me había adentrado en la plantación. Por unos instantes me sentí perdido,
desorientado; estaba claro que no conocía bien el camino, y por ello debí de haber
procedido con más cautela, sin entretenerme en otros pensamientos que no fuesen los
de no perderme. El caso fue que conseguí salir de allí, al cabo, y retomar el camino,
sin ser víctima de ningún cazador oculto en la maleza que me hubiera confundido con
un pato.
Cuando al fin entré en la casa, los haces de la luz de la luna penetraban por los
ventanales iluminando extraordinariamente el gran vestíbulo. Pude ver así, en toda su
perfección, cada una de las estatuas que representaban a hombres con armadura, cada
cuadrado blanco y negro de mármol en el suelo, incluso cada una de las piezas de
aquellas armaduras… Todo me parecía un sueño; y, en efecto, como realmente me
sentía cansado y con sueño por satisfacer, decidí que ya no era el momento ni de
encender la chimenea ni de comer algo, ni de preocuparme más por la puerta abierta,
hasta la mañana siguiente. Lo mejor sería que durmiese.
Con tal intención saqué algunas cosas de mi pequeña maleta y me dirigí a una de
las habitaciones de la primera planta, que ya había escogido por ser pequeña y
confortable. Eso sí, cuando me eché en la cama lo hice abrazado a mi rifle.
Pero de inmediato me percaté de que el lecho estaba frío. Toqué entonces el suelo
y vi que también estaba frío.
Nunca había sentido un estremecimiento tan delicioso como el que experimenté
entonces. Tenía que vérmelas con la carne y la sangre, y lo haría. Que el cielo me
protegiese.
El día siguiente fue luminoso. Desperté con las alondras, me aseé, me vestí,
desayuné y eché un nuevo vistazo a la casa antes de que el cartero llegase con la
correspondencia.
Tenía tres cartas, una de Mr. Carrison, otra de Patty, y una más de mi tío. Di
media corona al cartero, de tan feliz como me sentía al tener tanta correspondencia, y
le dije que acaso mi presencia en la casa le diese más trabajo del que esperaba.
—No importa, señor —me respondió con una sonrisa de gratitud—. Tengo que

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pasar por aquí todas las mañanas para ir hasta la casa de la dama.
—¿Y de qué dama se trata? —pregunté.
—De la viuda lady Ladlow —me respondió—. La esposa del difunto lord
Ladlow.
—¿Y dónde vive? —insistí, confundido.
—Para llegar a su casa tiene usted que atravesar los lechos de arbustos y la
pequeña catarata; luego, a un cuarto de milla del brazo del río, encontrará la casa.
Se fue, no sin antes avisarme de que sólo hacía una entrega diaria de
correspondencia, y me fui al cuarto en el que había desayunado para leer las cartas.
Primero abrí la de Mr. Carrison. Lo más importante: «No repare en gastos. Si
necesita más dinero, telegrafíe», decía.
Después abrí la carta de mi tío. Me pedía que regresara a Londres. Siempre me
había tenido por un descerebrado, pero mostraba un gran interés por mí, y prometía
ayudarme en todo cuanto le fuera posible si de una vez por todas me decidía a sentar
cabeza y a trabajar de veras. Por último abrí la carta de Patty. ¡Que Dios te bendiga,
Patty! Por una mujer como ella, y sólo por ella, tenía que resultar triunfante en la
batalla, surcar con mi barco los mares más procelosos, resistir cualesquiera
tentaciones, amarla sobre todas las cosas… No puedo decir nada sobre su carta, salvo
que me insufló aún más fuerza para seguir adelante, para culminar adecuadamente mi
tarea.
Me pasé la mañana observando la puerta. La miré tanto desde dentro de mi
habitación como desde fuera. Y la miraba con gran suspicacia, como retándola.
Busqué una y otra causa por la que pudiera abrirse sola, y sólo llegué a la conclusión
de que únicamente se abría cuando dejaba de mirarla. Bastaba con que le diese la
espalda para alejarme un poco, y se abría.
No podía hacer más, no podía probar a cerrarla con llave, por la mera razón de
que aquella puerta, justo aquella puerta, no tenía llave en la cerradura. Bien, debo
confesar que hacia las dos de la tarde ya estaba aburrido y desconcertado.
A esa hora, sin embargo, tuve visita. Nada menos que el propio lord Ladlow en
persona. Quise llevar su caballo a los establos, pero no me lo permitió.
—No es preciso —me dijo—; mejor, demos un paseo y conversemos… Quiero
hablar con usted.
Caminamos un largo rato; mientras lo hacía, tuve la sensación de que en la
compañía de un caballero tan noble bien podría atravesar las aguas y el fuego sin
sentirlos.
—Lo supongo a usted al tanto de los rumores y habladurías que corren por ahí —
me dijo—. Le aseguro que cuando Mr. Carrison alquiló la casa yo no tenía la menor
noticia de esa puerta.
—¿De veras, señor? Perdón, quise decir Señoría…
Sonrió.
—No se preocupe por el tratamiento que darme —dijo—. Al fin y al cabo, le

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aseguro que mi título no es nada, no lleva consigo una aportación de dinero…
Tráteme, pues, como lo haría con un amigo. Bien, en cuanto a lo que hablábamos,
tenga por cierto que no hay ni una sola historia de fantasmas relacionada con esta
casa, ni con esta finca. Si la hubiese, le aseguro que nunca hubiera puesto la casa en
alquiler, hubiera dejado que se pudriese.
Como no sabía muy bien qué decir, permanecí en silencio.
—Pero, dígame… ¿cómo es que ha llegado usted aquí? —me preguntó.
Se lo conté. Pasada la sorpresa inicial, la verdad es que Su Señoría no era muy
distinto de cualquier hombre. Además, incluso un emperador se hubiera mostrado tan
próximo y afable como lord Ladlow, en una mañana así de radiante como aquélla, y
paseando por tan espléndida finca. Aunque, claro, mi madre siempre dice que hago el
mayor desprecio de todo cuanto es digno de veneración.
Le conté toda la historia, desde el comienzo; yo diría, incluso, que desde el
comienzo del comienzo. Desde las primeras palabras de Parton a propósito del par de
soberanos, hasta la conversación con mi tío en presencia de Mr. Carrison. No
obstante, me mostré más reticente a propósito de lo que había sucedido desde mi
llegada a la casa desde Londres. Al fin y al cabo, era su casa; una casa en la que al
parecer le resultaba imposible vivir a la gente normal. Y al fin y al cabo, en tanto la
casa era su casa, también lo era la puerta abierta. Aunque, claro está, me pareció que
era precisamente de eso de lo que deseaba que le hablase.
Y me preguntó por ello, naturalmente. ¿Qué había visto? ¿Qué pensaba yo de
todo aquello? Le dije, con la mayor honradez posible, que realmente no tenía nada
que decir, pues no sabía qué decir… La puerta, eso era evidente, no se quedaba
cerrada; y no parecía haber fuerza humana capaz de conseguir que lo hiciera. Pero,
por otra parte, y como es sabido, los fantasmas no juegan con fuego, y era más que
posible que el hecho de tener siempre a mi lado el rifle disuadiría a cualquiera,
incluso a un fantasma.
Su Señoría me escuchaba atentamente.
—Usted no tiene miedo, ¿verdad? —me dijo al fin.
—No, al menos de momento —respondí—. La puerta hizo de las suyas anoche,
pero me sentía tranquilo. Estoy seguro de que asusta más una bala que una puerta
abierta.
Se hizo un largo silencio, al cabo del cual, puede que más allá de un minuto, dijo
Su Señoría:
—Lo que sostiene la gente a propósito de esa puerta abierta es lo que sigue: que
como en esa habitación murió asesinado mi tío, lord Ladlow, la puerta seguirá abierta
hasta que sea descubierto el asesino.
—¡Un crimen! —exclamé sorprendido, pues hasta entonces no había querido
pensar realmente en esa posibilidad, era algo que me hacía sentir realmente
incómodo.
—Sí; estaba tranquilamente sentado en esa habitación cuando lo mataron… Pero

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no se sabe quién lo hizo. Hubo quien llegó a creer que lo había matado yo mismo. Es
más, todavía hay quien sostiene esa opinión.
—Pero está claro que usted no lo hizo, señor… No hay ni un viso de realidad en
esa historia.
Se detuvo, me puso una mano en el hombro y me dijo:
—No, amigo mío, claro que no. Yo quería de verdad a mi viejo tío. Incluso
cuando me desheredó por las intrigas de su joven esposa, le seguí queriendo; aquello
me entristeció, como es lógico, pero nada más, no me indispuso contra él. Más
adelante, cuando me llamó precisamente para decirme que al fin lo había
comprendido todo, y que estaba dispuesto a reparar el error cometido, le dije que
prefería que nombrase heredera única a su joven esposa, para que así la gente no
pudiese ir diciendo por ahí que no confiaba en ella, que no le había hecho feliz… Mi
tío me dio las gracias por el consejo y me dijo que yo era un buen hombre,
emplazándome para seguir hablando de todo aquello al día siguiente.
»Antes del amanecer —todo esto ocurrió hace dos años, en verano—, un grito
desgarrador despertó a la servidumbre de la casa… Fue el grito mortal que exhaló mi
pobre tío. Lo degollaron mientras escribía una carta para mí. Luego se supo, a través
de sus representantes, que me había nombrado heredero único de toda su fortuna, que
era enorme… Mi tío era inmensamente rico. Pero su joven esposa, una mujer
vengativa, no paró en mientes a la hora de recurrir cuantas disposiciones legales
hubiera, así como no cejó tampoco en su afán de hacerme pasar a ojos de todo el
mundo por el culpable de la muerte de su esposo. Aunque la carta que escribía mi tío
dejaba las cosas claras, ella insistió en que yo le había asesinado mientras escribía.
Felizmente, sin embargo, el juez instructor y el forense vieron que no había caso, sino
una clara animadversión de la viuda contra mí, toda vez que en las pocas líneas de la
carta que podían leerse, pues estaba casi por completo tinta en sangre, mi tío exponía
las razones por las que decidía nombrarme heredero único, unas razones que tenían
mucho que ver con la defensa de su propio honor mancillado. También hablaba en su
carta de la existencia de unos papeles en los que daba cuenta pormenorizada de sus
razones, las que motivaron el cambio de sus últimas voluntades, pero nunca han
podido hallarse dichos papeles. Y como eran precisos para justificar el cambio en su
testamento, su esposa logró salir finalmente victoriosa de la batalla legal librada
contra mí. A mi pesar, no obstante, me vi obligado a recurrir, en aras de la defensa de
mi buen nombre, y aún sigue el pleito legal entablado con ella, algo que, mucho me
temo, está lejos de resolverse. Por lo demás, sepa usted que con la pérdida de mi buen
nombre perdí igualmente la salud, a lo que hay que añadir también una pérdida de
ingresos que me obligó a partir de aquí durante un tiempo… En esas estaba cuando
Mr. Carrison alquiló la casa, que puse en manos de la firma para la que usted ha
trabajado… Pero nunca había tenido noticia de esa puerta abierta… Mi representante
me contó que, en efecto, Mr. Carrison no se hizo a vivir en la casa, como
consecuencia de la turbación que la puerta abierta le producía… Creo que tendría que

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hablar con él, o con sus representantes, para intentar solucionar todo esto… Pero
también le digo que su presencia en este asunto, joven amigo, me parece
fundamental, pues es de capital importancia resolver este enigma… Le aseguro que
admiro su valor, amigo mío. Y créame que soy pobre como para prometer ahora
mismo recompensas, pero desde este mismo momento tiene usted mi mayor gratitud.
—Señor —comencé a decir con el corazón en la mano—, la verdad es que no
busco recompensas, a pesar de todo… Lo que en realidad quiero es demostrar al
padre de Patty que valgo para algo.
—¿Quién es Patty? —me preguntó lord Ladlow.
No hizo falta que se lo dijera, lo leyó en la expresión de mi cara.
—¿Querría tener un buen perro que lo acompañe aquí durante su estancia? —me
preguntó tras una pausa.
—No, muchas gracias —respondí tras dudar unos instantes—. Prefiero hacer esa
caza yo solo.
Pero cuando decía estas palabras recordaba aquella sensación que había tenido al
perderme en el camino de regreso desde la estafeta, y le dije que me pareció percibir
algo extraño la noche anterior.
—Furtivos —dijo—, seguro que eran furtivos.
Pero yo negué con la cabeza.
—No, ahora que lo recuerdo todo con más claridad —dije—, creo que era una
mujer… O acaso un perro… Me sentí acechado.
Poco después nos despedimos y me metí en la casa. No salí de allí en todo lo que
restó del día. Ni siquiera para dar un paseo sin alejarme mucho, ni para ir a los
establos. Me concentré todo el tiempo, única y exclusivamente, en la puerta.
La cerré cien veces, y las cien con idéntico resultado. En cuanto me daba la
vuelta, se abría. Siempre lo mismo. Mientras la miraba, nada, seguía perfectamente
cerrada; pero en cuanto me volvía… otra vez abierta.
Hacia las cuatro de la tarde tuve otra visita. Acudió a verme la hija de lord
Ladlow, la honorable Beatrice, montada en su bonito caballo blanco.
Era una hermosa muchacha de unos quince años, que mostraba la más dulce y
espléndida sonrisa que pudiera verse.
—Papá me ha dicho que venga a traerle esto; no confiaba en ningún otro
mensajero que no fuese yo —dijo entregándome un papel doblado.
Leí lo siguiente: «Mantenga bajo llave sus provisiones; no encargue a nadie que
se las compre, hágalo usted mismo. Y beba sólo el agua que obtenga del caño de la
pila de los establos… Me ausentaré brevemente de mi casa, pero si necesita algo no
dude en pedírselo a mi hija».
—¿Alguna pregunta? —me dijo ella mientras palmeaba el cuello de su caballo.
—Diga a Su Señoría, por favor, que sabré mantener la pólvora seca —respondí.
—¿Sabe? Papá está muy contento de que haya venido usted —dijo sin dejar de
acariciar y palmear el cuello de su caballo, que me pareció por ello, en verdad, un ser

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de lo más afortunado.
—Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir que su padre siga siendo feliz,
Miss… —y dudé, pues no sabía su nombre.
—Llámeme Beatrice —me dijo con una gracia absolutamente arrebatadora—.
Papá me ha dicho que seré presentada a Patty muy pronto —y antes de que pudiera
recuperarme de la sorpresa, hizo darse la vuelta al caballo y comenzó a alejarse.
—¡Espere, por favor! —grité—. ¿Puede hacerme un favor?
—¿Sí? —dijo ella volviendo de nuevo la grupa de su caballo para dirigirse hacia
la casa.
—Déjeme su caballo un segundo.
Desmontó antes de que pudiera prestarle mi ayuda, sujetándose el vestido con una
mano tan grácilmente como lo hacía todo, mientras con la otra llevaba de la brida al
caballo, dócil como un cordero.
Tomé la brida —siempre me han encantado los caballos—, acaricié la cabeza y
las orejas del noble bruto y dejé que me pasara los belfos por la mano.
Miss Beatrice es en el presente madre y esposa feliz; a veces la veo. Hace unas
noches, sin ir más lejos, me llevó al invernadero y me dijo:
—¿Se acuerda usted de Toddy, Mr. Edlyd?
—¡Claro que sí! ¿Cómo podría olvidarlo?
—Ha muerto… Mr. Edlyd, no sabe usted cuánto le amaba —me dijo con sus
lindos ojos llenos de lágrimas.
Bien, pues aquel día llevé de la brida a Toddy hasta la tercera ventana de la
derecha de la fachada de la casa. Era una criatura dócil y luego me dejó subir a su
silla tranquilamente, para así ver yo desde su altura, con mayor amplitud, la
habitación, la única habitación de Ladlow Hall en la que no había conseguido entrar.
No había muebles, no había nada, en realidad; ni una mesa, ni una silla, ni un
cuadro en las paredes, ni una figurita en la repisa de la chimenea.
—En esa habitación dormía el mayordomo de mi tío abuelo —dijo Miss Beatrice
—. Fue el primero en acudir cuando lo asesinaron.
—¿Y dónde está ahora el mayordomo? —pregunté.
—Murió. La impresión lo mató. Amaba a su señor más que a sí mismo.
Cuando hube visto todo lo que quería ver, desmonté del caballo, que entregué
luego a Miss Beatrice, ayudándola entonces a montar. Se fue agitando levemente la
mano para decirme adiós, y yo me quedé en la casa solitaria decidido a resolver el
misterio de una vez por todas. O lo resolvía, o moriría en el empeño.
Bien, no puedo explicarlo convenientemente, pero aquella noche, antes de
acostarme, tomé un berbiquí que había encontrado en los establos y me dirigí a la
puerta, diciéndole mientras ponía la herramienta en el suelo, hincada en la madera
para evitar que se cerrase:
—Vas a quedarte abierta toda la noche.
Pero cuando me levanté a la mañana siguiente, la puerta estaba cerrada, y el

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berbiquí, roto por la mitad, tirado en el suelo.
Me llevé la mano a la frente, no sin cierta desesperación, y comprobé que
comenzaba a sudar… Ya no se me ocurría qué más hacer. Salí a tomar el aire, a
despejarme unos minutos, y cuando entré de nuevo en el vestíbulo vi que la puerta
estaba completamente abierta otra vez.
Cansaría a mis lectores si expusiera aquí todo lo que hice y pensé los días y las
noches que siguieron. Sólo puedo decir que aquella experiencia cambió mi vida. La
soledad, el misterio, la solemnidad del trance, incluso, provocaron en mí un efecto
que aún no comprendo en toda su amplitud, pero del que tampoco puedo
desprenderme ni lamento.
He dudado mucho acerca de si contaba o no el final de la historia, pero al fin me
he decidido a hacerlo.
Una vez convencido de que no había fuerza humana capaz de mantener la puerta
abierta, o cerrada, según el caso, según cómo la dejara yo, me dio por pensar que a
buen seguro había alguien en la casa, alguien perfectamente vivo que anduviese por
allí oculto de tal manera, y al acecho siempre de mis movimientos, que aún no había
descubierto yo. Habría sido conveniente, por ello, que en vez de una persona
vigilando, yo solo, hubiese dos, para cubrir más flancos de la casa y hacernos los
relevos convenientes; así, a buen seguro hubiésemos visto una huella en el polvo del
suelo, nos hubiéramos percatado del cambio de lugar de una silla, cualquier cosa…
Más aún, justo cuando me asaltó el temor de que hubiese en la casa alguien vivo, y
escondido, comprobé que mis cosas estaban revueltas; la ropa había sido manoseada
por alguien, mis papeles estaban desordenados… Ya no me cupo duda de que, si no
moraba alguien oculto en la casa, sí estaba claro que alguien entraba allí cuando iba a
la estafeta para despachar la correspondencia, o cuando me ausentaba al menos unos
minutos para airearme. Tenía, pues, que saber más cosas. Cuando regresara lord
Ladlow le pediría detalles concretos de la muerte de su tío; y ya me disponía a
escribir a Mr. Carrison para pedirle permiso y echar abajo la puerta de la habitación
del mayordomo, cuando una mañana, a hora muy temprana, encontré una horquilla en
el suelo.
¡Qué idiota había sido! Estaba claro que si quería resolver el misterio tenía que
entrar como fuese justo en la única habitación en la que aún no había podido hacerlo.
La puerta maldita no podría abrirse y cerrarse por sí misma, salvo que hubiera alguien
que lo hiciese, que entrara y saliera de esa habitación para esconderse de mí, y allí
tenía la prueba. Una horquilla tampoco entra en una casa por sí misma, sin que nadie
la lleve en su cabello.
Resolví hacer lo mismo de todos los días. Iría a la estafeta como siempre, y
regresaría a la hora habitual para vigilar. Estaba en el umbral de un descubrimiento;
pasaban los días, y aquella noche tenía que ser crucial.
Era una mañana estupenda; el tiempo había sido espléndido durante toda la
semana, y la brisa era suave, y el sol delicioso. Cuando salí del vestíbulo vi que en el

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último peldaño de la puerta de la casa había un cesto con flores y frutas.
Mr. Carrison había despedido a los jardineros que se ocupaban de Ladlow Hall, al
menos hasta que acabase el verano y pudiera habitar la casa, así que era de lo más
extraño que alguien quisiera regalarme con aquello. Por aquel tiempo comía bastante
fruta y, mientras echaba un vistazo a una carta dirigida a mí, seleccioné un melocotón
tentador y me lo comí acaso con excesiva glotonería.
Ya casi me había comido el último bocado cuando recordé el aviso dado por lord
Ladlow… El melocotón tenía un sabor extraordinario, pero raro; en cualquier caso,
satisfizo mi paladar. Y por un momento, todo, los árboles, el cielo, el campo, el
jardín, todo pareció dar vueltas sobre mí. Eso me puso en alerta.
Olí el resto de la fruta que había en el cesto, y todas las piezas exhalaban un
aroma exquisito; metí varias en mis bolsillos y eché a caminar hasta el camino, para
tomar un coche de caballos que solía pasar por allí más o menos a esa hora, con la
intención de ir a que me viese el médico.
—Menos mal que no ha comido usted más piezas de fruta —me dijo el médico
después de darme un bebedizo y algunas medicinas para que me llevara,
recomendándome que tomase mucho el aire hasta que me sintiese bien del todo—.
Me quedaré con esas frutas que trae para examinarlas, y lo veré de nuevo mañana.
Ninguno de los dos sabía cuántas veces más habríamos de vernos en adelante.
Regresaba ya a Ladlow Hall, cuando el cartero me dio tres cartas, que no leí hasta
haber llegado y sentarme a la sombra de un árbol con un poco de pan y leche a mi
lado.
La correspondencia, suponía yo, no contendría nada interesante, como siempre.
Las cartas de Patty me resultaban deliciosas, pero no solían revelar nada sensacional;
y en lo que a Mr. Carrison se refiere, escribía cosas monótonas y muy aburridas, nada
importante. En esta ocasión, sin embargo, me sorprendió. Decía que lord Ladlow lo
había ido a visitar a su despacho para decirle que había decidido liberarle de sus
obligaciones como inquilino de la casa, motivo por el que yo mismo debería de
abandonarla, pues ya no tenía sentido mi tarea. Me incluía en el sobre diez libras, y
me decía a la vez que buscaría la mejor solución posible para mis intereses.
Finalizaba pidiéndome que acudiera a verlo a su domicilio particular en cuanto
estuviese de regreso en Londres.
«No creo que deba regresar aún —me dije mientras metía de nuevo la carta en el
sobre, tras guardarme las diez libras—; antes, además, tengo que saber quién me
envió el cesto con la fruta, así que, salvo si lord Ladlow en persona me echa de aquí,
no me moveré hasta que lo haya descubierto».
Pero lord Ladlow no quería que me fuese. La tercera carta era suya.
«Volveré a casa mañana por la noche —decía—, y lo veré a usted el miércoles…
He llegado a un acuerdo satisfactorio con Mr. Carrison, y como tengo de nuevo todo
el control sobre Ladlow Hall, trataré de resolver por mí mismo el misterio de la casa.
Si desea quedarse y ayudarme en dicho empeño, le estaré muy agradecido e intentaré

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recompensarle de la mejor manera posible», había escrito.
Me dije que estaría de guardia toda la noche, por ver si al día siguiente contaba
con algo señalado que decirle. Y entonces abrí la carta de Patty, que era, por
supuesto, la carta más dulce y adorable que cualquier cartero del mundo pudiera
entregarme.
Si no hubiera sido por lo que me decía lord Ladlow, aquella noche me habría
resultado imposible mantenerme vigilante. La lectura de la carta de Patty me dejó
lánguido, sumido en mis amorosos sentimientos hacia ella. Además, estaba débil por
los muchos días que llevaba allí, prácticamente aislado del mundo, vigilante en todo
momento, pasándome horas y horas mirando la puerta, abriéndola o cerrándola según
se diera la cosa, contando los pasos que daba antes de que se abriese de nuevo, o se
cerrara, una vez le volviera la espalda… Claro que todo aquello me había debilitado,
llevándome a un estado físico de pura delicuescencia. Pero no podía cejar en mi
empeño, no podía consentir en mi debilidad. Tenía que proseguir con mi tarea y, si
me era posible, concluirla como era debido. Pero… ¿por qué no me había decidido
antes a entrar como fuese en aquella habitación sin llave en la cerradura? ¿Acaso me
había paralizado el miedo? Bueno, hasta en lo más valiente y corajudo de nosotros
mismos aletea de continuo un pálpito de miedo que arruina nuestro coraje.
Transcurrió el día, lento y tedioso. La tarde caía igual de lenta y tediosa,
cerniéndose sombría sobre Ladlow Hall. Aún habrían de pasar dos horas, sin
embargo, hasta que brillase la luna. Todo parecía en un suspenso mortal. En ningún
otro momento me había parecido la casa tan silenciosa y vacía.
Tomé una vela y me dirigí a la habitación donde dormía, como si me fuera a
acostar ya; una vez allí apagué la vela, entreabrí la puerta, me guardé la llave y volví
a salir al vestíbulo, por el que anduve en medio de la penumbra durante un buen rato,
mirando de continuo hacia la puerta abierta. Entonces sentí un escalofrío de miedo.
Dejé de caminar y quedé a la escucha, todo yo en alerta. Pero no se dejaba sentir ni el
ruido más leve. Todos los ratones estaban metidos en sus agujeros. Conseguí
recuperarme de aquella impresión lo justo como para meterme de nuevo en mi cuarto.
Había una estantería vacía de libros, y junto a ésta una vieja silla, y ahí, entre la cama
y la estantería, tomé asiento para mirar a través de mi puerta entreabierta la puerta
maldita.
Pasaron las horas… ¿Alguna vez fueron tan largas las horas? Comenzó a lucir la
luna en el cielo, colándose a través de la ventana de la habitación, pues había
descorrido la pesada cortina. Seguía sin dejarse sentir el más leve ruido, nada, ni el
graznido de un ave nocturna. Tuve la sensación de que todo yo era un manojo de
nervios. Cada parte de mi cuerpo temblaba. Estaba en un estado realmente agónico; el
deseo de moverme, de salir de allí, me suponía una auténtica tortura. Al fin, un rayo
de luz en el cielo. Rompía la mañana. El cielo se había apiadado de mí. ¡Alabados
sean los cielos! Seguro que nadie había recibido un amanecer con tanta felicidad
como yo entonces. Los pájaros comenzaban a trinar, era su canto una música

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deliciosa. La mañana incipiente se debatía aún entre dos luces y pronto el sol lo
presidiría todo desde su mayor altura; y, sobre todo, se acababa mi angustiosa vigilia
nocturna. Pero seguía tan lejos de desvelar el misterio como lo había estado hasta ese
día. Pero… ¿qué era aquello? Otra vez… Tras horas y más horas de vigilia y alerta,
tras horas y más horas de espera, otra vez. Tras una noche tan larga, allí lo tenía de
nuevo. Ocurrió de golpe, en un instante.
La puerta, hasta entonces cerrada, de aquella habitación en cuya cerradura no
había llave, la puerta de la habitación en la que hasta entonces no había podido entrar
yo, se abrió despacio, muy lentamente, en completo silencio, apenas cuando me di la
vuelta un momento para mirar a través de la ventana. Y al mirar de nuevo hacia allí,
hacia esa otra puerta maldita, vi a una mujer. Caminaba lentamente por la habitación,
y con la misma lentitud hizo girar la llave en la puerta del armario para abrirlo; luego
se puso a sacar cosas de allí, amontonándolas en el suelo, como si nada. Yo no me
movía; creo que apenas respiraba. Era evidente que no encontraba lo que quería, pues
revolvió y revolvió, sacándolo todo, y luego entre las cosas que había depositado en
el suelo. Poco después, a medida que la luz del día se iba haciendo más cierta, la pude
contemplar mejor. La vi entonces de rodillas en el suelo, rebuscando cada vez más
afanosamente entre las cosas que había sacado del armario. Era una mujer menuda y
liviana, no una dama, más bien una criada, toda vestida de negro. Pero ¿qué
demonios querría? Y de golpe se me ocurrió algo: buscaría, sin duda, el testamento y
la carta. No había la menor duda.
Decidí salir de mi escondite. La tenía en mis manos. Pero se defendió como un
gato rabioso, mordiendo, arañando, chillando, contorneándose como si su cuerpo no
tuviese huesos, hasta desasirse de mí y huir hacia la puerta, por donde sin duda había
llegado.
Pero si la dejaba salir, a buen seguro la perdería de vista, se ocultaría en cualquier
parte, entre los arbustos, en el bosque… Así que corrí como un poseso, hasta
alcanzarla y echar mano a su vestido negro. Esta vez conseguí someterla, aunque
parecía tener la fuerza y la furia de veinte demonios y se defendía como ninguna otra
mujer hubiera podido hacerlo.
—No quiero matarte —le dije—, pero no me quedará otro remedio que hacerlo si
no dejas de revolverte.
—¡Bah! —gritó.
Y antes de que pudiera darme cuenta, me quitó el revólver que llevaba en el
bolsillo y abrió fuego contra mí.
Pero falló. La bala apenas me rozó una manga, por lo que pude reaccionar
velozmente, cayendo literalmente sobre ella. Cuando se trata de luchar por su vida,
ningún hombre puede alejarse de su propia ferocidad. Y yo era un hombre feroz en
ese momento, un hombre que luchaba por su vida. Blandió de nuevo el arma, pero la
tenía tan fuertemente presa que no pudo apretar de nuevo el gatillo. Pero me golpeó
en la cara. Y me tiró del pelo. Y seguía revolviéndose, intentando huir, como una

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serpiente. Mi único miedo era, en ese trance, que se me escapase. No sentía dolor,
sólo estaba horrorizado ante la posibilidad de no poder retenerla.
¿Cuánto tiempo más podría retenerla? Hizo un esfuerzo último desesperado y
noté que se me escapaba del agarre a que la tenía sometida; ella también se dio cuenta
y tiró con más fuerza para liberarse, al tiempo que abría fuego de nuevo ciegamente,
a la desesperada. Y la perdí de nuevo.
Vi entonces una mirada de espanto en sus ojos, una fría expresión de miedo.
—¡Mírate! —gritó mientras me arrojaba el revólver, yéndose al instante.
Vi como en un relámpago aquella puerta abierta; creí ver en su umbral una figura
que alzaba la mano… Y ya no vi más. Estaba roto. Fue porque disparó un poco antes
de arrojarme el revólver y gritar, alcanzándome de lleno; de hecho, sentí como si un
hierro caliente me entrara por el hombro y puedo recordar ahora que intenté
arrastrarme hasta mi habitación, pero sentí que perdía por completo las fuerzas y el
sentido mientras me deslizaba sobre el mármol del suelo del vestíbulo.
Cuando llegó el cartero aquella mañana, y al no salir yo a recibirlo, echó un
vistazo a través de una de las ventanas. Después corrió para pedir ayuda.
—¡Ha ocurrido una desgracia en la casa! —gritaba—. El joven caballero yace en
el suelo, sobre un charco de sangre.
Mientras llegaba la primera ayuda a la casa, ya se encaminaba también hacia ella
lord Ladlow, y el cartero, sin aliento, le contó lo que había visto.
—Romped una de las ventanas y entrad —dijo—, y que alguien vaya en busca del
médico.
Me echaron en la cama de aquella terrible habitación, la del armario en el que
había rebuscado aquella mujer, y telegrafiaron a mi padre. Durante un largo espacio
de tiempo me debatí entre la vida y la muerte, pero logré recuperarme lo justo como
para ser llevado a la casa de lord Ladlow, al otro lado del valle.
Antes de eso, sin embargo, le conté todo lo que había sucedido, instándole a
buscar de inmediato los papeles que ratificarían el testamento.
—Destroce el armario si es preciso —le recomendé—; estoy seguro de que los
papeles están ahí.
Y allí estaban, en efecto. Su Señoría siguió mi consejo y encontró aquellos
papeles. Él quedó libre de toda sospecha de culpa, pero la asesina logró huir. La viuda
y su criada desaparecieron aquella misma mañana en que yo me debatía entre la vida
y la muerte, tirado en el vestíbulo de Ladlow Hall. Nunca más se volvió a saber de
ellas.
Mi señor no volvió a hablar de todo aquello.
Ahora, no en Meadowshire, pero sí en otro lugar igualmente encantador, tengo
una granja a mi cargo y entera disposición, en la que llevo una vida muy confortable.
Patty es la mejor esposa que jamás haya podido tener un hombre, y yo… bueno,
soy feliz, aunque con el paso de los años me he ido volviendo más juicioso… Pero
sigue habiendo veces en las que parece poseerme una dolorosa oscuridad, momentos

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en los que no me gusta que me dejen solo.

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Clemence Housman
(1861 - 1955)

Desde la antigüedad, en Europa han existido numerosas y muy diversas historias


en torno a la leyenda del hombre-lobo, quizás la más conocida forma de zoantropía;
es decir, del supuesto poder de un hombre o una mujer de transformarse en animal.
En su ya clásico tratado El libro de los hombres-lobo. Información sobre una
superstición terrible (The Book of Were-Wolves, 1865) —publicado por Valdemar en
el nº 54 de su Colección Gótica—, el reverendo Sabine Baring-Gould (1834— 1924)
aclara que la denominación específica de hombre-lobo, licántropo, proviene de los
vocablos griegos λύκος (lobo) y ανθρωπος (hombre), el cual, a su vez, tiene su origen
en el mito de Licaón, el rey de Arcadia. Según las distintas versiones de Platón (483-
347 a. C.), Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) y Pausanias (Siglo II d. C.), Licaón, el monarca
que civilizó Arcadia, instauró el culto a Zeus Licio mediante banquetes rituales
durante los cuales cada uno de sus participantes «comulgaba» comiendo la carne
cocinada de un ser humano sacrificado en honor a Zeus. Advertido de semejantes
atrocidades, Zeus se disfrazó de mendigo y viajó hasta Arcadia para verificarlas sobre
el terreno. Pero Licaón cometió la necedad de poner a prueba la omnisciencia del
padre de los dioses, ofreciéndole como alimento a uno de sus propios hijos, y Zeus,
indignado por la arrogancia y la brutalidad del mortal, lo transformó en lobo. Ovidio
refiere con todo detalle la situación en que se encontró el rey: su vestimenta le fue
cambiada por pelo; sus extremidades se transformaron en patas; no podía hablar; sus
fauces se llenaron de espuma y sólo sentía sed de sangre mientras rabiaba entre los
rebaños de ovejas, dispuesto a matar.
No obstante, fueron las sagas escandinavas las que más han contribuido a perfilar
el mito del licántropo en el Viejo Continente. Por ejemplo, el destacado profesor en
lenguas germánicas Claude Lecoteaux —cf. Fées, sorcières et loup-garous (Editions
Imago/Auzas Editeurs, 1988)— explica que entre los antiguos pueblos del Norte
existía una categoría de guerreros conocidos como Berseker y Ulfhedhinn —«el que
tiene piel de oso», «el que tiene piel de lobo»—, citados por primera vez por Publio
Cornelio Tácito (55-120 d. C.) en su obra Germania, cuya capacidad chamánica para
transformarse en fieras les preparaba para desarrollar una violencia inhumana en
combate, insensibles al dolor infligido por las armas enemigas. También el
historiador danés Saxo Grammaticus (1150-1220) recoge en su Historiae Danicae
Libris XVI las leyendas sobre Berseks presentes en las antiguas sagas Aigla y
Vatnsdal. Por su parte, Montague Summers, en su libro The Werewolf (1933) citaba
varios textos latinos del siglo IX —Historia Brittonum, del monje galés Nennio,
latinización de Nynniaw—, los cuales se refieren a guerreros celtas capaces de

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«tomar a voluntad la forma de un lobo de grandes dientes cortantes y que, a menudo,
así metamorfoseados, atacan a los pobres corderos sin defensa». Supersticiones que,
ya en el siglo V antes de Cristo, el cronista griego Herodoto de Halicarnaso (484 a.
C.-425 a. C.) comentó en Los nueve libros de Historia (Historiae, 444 a. C.),
describiendo pormenorizadamente la extraña naturaleza del pueblo bárbaro
(euroasiático) de los neurianos: «Cada neuriano se transforma una vez al año en un
lobo, y continúa de esta manera por varios días al cabo de los cuales vuelve a su
forma original».
Y es en el oscuro norte de Europa, en un lugar no especificado de Escandinavia,
donde Clemence Housman localiza su novelette (novela corta) titulada The Were-
Wolf, publicada por entregas en la revista inglesa Atalanta entre octubre de 1890 y
septiembre de 1891, y más tarde recopilada en un solo volumen por Lane, Way &
Williams Publishers en 1896. El éxito de público fue inmediato, y el paso del tiempo
solamente ha conseguido aumentar su prestigio. Así pues, Montague Summers, en su
ensayo The Werewolf, califica la creación de Housman como «un exquisito poema en
prosa narrado con un sentimiento tan poco común como hermoso. Sin detalles
atormentados, somos conducidos a darnos total cuenta del terror de “esa cosa horrible
que se halla entre nosotros…”» El merecido elogio de Summers —uno de los
mayores especialistas en literatura fantástica del mundo anglosajón durante la
primera mitad del siglo XX— nos recuerda que, sin duda, otra de las mejores novelas
jamás escritas sobre licantropía, Invaiders from the Dark (1925) —y que algunos en
su momento equipararon al Drácula de Bram Stoker—, es obra también de una
mujer, Greye La Spina (1880-1969), colaboradora habitual de la mítica revista
estadounidense Weird Tales. Tanto La Spina como Housman, con la praxis,
desmontan la teoría machista por la cual las autoras de ficción fantástica estarían
capacitadas únicamente para abordar determinados temas (ghost story). A pesar de
los logros creativos de R. L. Stevenson, Frederick Marryat, Sutherland Menzies,
Algernon Blackwood, Peter Fleming, Tommaso Landolfi o Claude Seignolle, ambas
escritoras supieron combinar los elementos sórdidos y macabros del mito con sutiles
e interesantes variaciones en torno a la idea del doble que palpita bajo la licantropía,
sobre la íntima relación entre el alter ego y la transformación en una bestia sedienta
de sangre.
Ambientada, como decíamos, en Escandinavia, The Were-Wolf describe la pugna
física y moral de dos hermanos gemelos, Sweyn —«de rasgos (…) tan perfectos
como los de un joven dios»— y Christian —«quien mostraba algunos detalles
imperfectos (…) el trazado de su boca era demasiado recto, los ojos quedaban
demasiado hundidos y el contorno de la faz contenía menos curvas generosas que en
Sweyn»—, por culpa de una sensual mujer lobo a la que Sweyn desea poseer
ardientemente. Su hermano Christian, conocedor del terrible secreto, no dudará en
hacer todo lo posible por salvar a su gemelo del terrible destino que le aguarda.
Clemence Housman, más allá de su pasmosa facilidad para sugerir el horror, para

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articular una envolvente atmósfera féerique, utiliza con tremenda habilidad la
simbología oculta de los personajes. La mujer-lobo —que representa una sexualidad
desenfrenada, devoradora…— pone de relieve las tensiones internas del hombre —
presentes en la lucha de Sweyn y Christian— y el combate que éste debe librar para
sobrellevarlas: destrucción o sumisión de una parte a la otra, sacrificio de una mitad
para que la otra pueda sobrevivir. La narradora se descubre como una profunda
conocedora de los mecanismos de los cuentos de hadas, y no duda en ningún
momento en aplicar sus mecanismos psicológicos, sus artificios estilísticos, al
universo del relato de horror.
Clemence Annie Housman era hermana del conocido dramaturgo inglés Laurence
Housman (1865-1959) —cf. Angels and Ministers (1921), Little Plays of St. Francis
(1922) o Victoria Regina (1934)—, activo pacifista cuyas ideas progresistas le
llevaron a fundar la Men’s League for Women’s Suffrage al lado de sus amigos, los
periodistas de izquierdas Henry Nevinson (1856-1941) y Henry Brailsford (1873-
1958). Estaba muy unida a su hermano, con quien se trasladó a vivir a Londres en
1883, cuando ambos empezaron a cursar estudios de bellas artes en Kennington
School of Arts and Crafts y en la Miller’s Lane School. Finalizados sus estudios,
Clemence alcanzó una notable reputación por la sensibilidad y depurada técnica de
sus grabados, especialmente cuando ilustraba cuentos de hadas o narraciones
mitológicas. Ello explicaría su escasa producción literaria, que se reduce a tres
novelas. Aparte de la mencionada The Were-Wolf, está The Unknown Sea (1899),
cuyo evocador y tortuoso paisaje de abruptos arrecifes y salvajes mareas, al sur de
Inglaterra, acoge el duelo entre Christian, un hombre-lobo que pugna por recuperar su
alma y una bruja que intenta esclavizarlo. Los elementos sobrenaturales se entretejen
astutamente con los detalles de las vidas de los pescadores y una atmósfera decadente
digna del poeta Algernon Charles Swinburne (1837-1909), a quien Clemence
admiraba. Y, por último, La vida de Sir Aglovale de Gatis (The Life of Sir Aglovale de
Gaul, 1905), relato caballeresco de inspiración artúrica, tanto en el contenido como
en la forma —el argumento gira, básicamente, en torno al extraño enfrentamiento
físico y espiritual que mantienen un rey y su hermanastro—, inspiración debida, tal
vez, a la bienintencionada influencia de Laurence Housman, quien solía tener a sir
Thomas Malory (1405-1471), autor de La muerte de Arturo (Le Morte d’Arthur,
1485), como modelo para sus poemas.
Actualmente, a Clemence Housman se la recuerda más por su actividad política
que por sus obras —a pesar de las continuas reediciones de The Were-Wolf—.
Socialista como su hermano, fue una activa feminista que fundó en 1909, junto a
Laurence, la An Arts and Crafts Society Working for the Enfranchisement of Women,
a fin de fomentar sin restricciones la formación artística entre las mujeres. Defendió
con virulencia el voto femenino y la participación de la mujer en la vida política del
país. Por esta causa militó en la NUWSS (National Union of Womens Suffrage
Societies) como promotora de la Election Fighting Fund (EFF). Sus incendiarios

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panfletos contra el primer ministro conservador Herbert Asquith (1852-1928) —
opuesto al sufragio universal—, y su pertenencia al Women’s Tax Resistance League,
movimiento de resistencia civil creado por Tora Montefiore en 1897, y que invitaba a
todas las mujeres de Gran Bretaña a no pagar impuestos —«sin representación no hay
impuestos», escribió Clemence—, la condenaron a pasar varias semanas en la cárcel.
Pero no se amedrentó: la novelista continuó defendiendo sus ideas hasta que en 1928
la Cámara de los Comunes aprobó el sufragio para todos los ciudadanos británicos
mayores de 21 años, ya fuesen hombres o mujeres.

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LA MUJER LOBO
El gran salón de la granja estaba iluminado por la luz del fuego, y había ruido por
la risa, la charla y los que estaban trabajando. Ninguno podía estar ocioso excepto los
muy jóvenes y los muy ancianos: el pequeño Rol, que abrazaba a un cachorrillo, y la
anciana Trella, cuya mano temblorosa manejaba torpemente su labor. La noche había
caído, y los sirvientes de la granja, que habían regresado de su trabajo en el exterior,
se habían reunido en el amplio salón, donde había espacio para una docena o más de
trabajadores. Varios de los hombres estaban ocupados tallando, y a ésos se les cedía
el mejor lugar y la mejor luz; otros hacían o reparaban equipos de pesca y arneses, y
una gran red ocupaba tres pares de manos. De las mujeres, la mayoría estaban
escogiendo y mezclando plumas de pato y cortando paja. Había telares, aunque no se
estaban usando en ese momento, pero tres ruedas chirriaban simultáneamente, y la
mejor y más rápida hebra de las tres corría entre los dedos de la dueña. Cerca de ella
había algunos niños, también ocupados, trenzando mechas para velas y lámparas.
Cada grupo de trabajadores tenía una lámpara en el centro, y aquellos que estaban
más lejos del fuego recibían calor de dos braseros llenos de brillantes ascuas de
madera, recogidas de vez en cuando de la generosa chimenea. Pero el parpadeo del
gran fuego llegaba hasta los rincones más lejanos, y prevalecía por encima de los
límites de las luces, más débiles.
El pequeño Rol se cansó del cachorrillo, lo soltó sin contemplaciones y avanzó
hacia Tyr, el viejo perro lobo, que disfrutaba dormitando, gimiendo y retorciéndose
en sus sueños de cazador. Rol se tumbó al lado de Tyr, con sus jóvenes brazos
alrededor del cuello peludo, y sus rizos junto a la negra mandíbula. Tyr dio un
lametón indiferente, y se estiró con un suspiro soñoliento. Rol gruñó, se giró y lo
empujó con intención, pero sólo consiguió del viejo perro una plácida tolerancia y un
guiño medio despierto. «¡Pues toma esto!», dijo Rol, indignado porque el perro
ignoraba sus avances, y lanzó al cachorrillo contra el que dignamente lo desdeñaba
como compañero de juegos. El perro no se dio por aludido, y el niño se fue a buscar
su diversión a otra parte.
Las cestas de blancas plumas de pato le llamaron la atención desde un rincón
lejano. Se deslizó bajo la mesa y se arrastró a cuatro patas, pues la ordinaria
costumbre de cruzar una sala sobre sus pies no le atraía. Cuando estuvo cerca de las
mujeres se quedó quieto un momento observando, con los codos en el suelo y la
barbilla en las palmas de las manos. Una de las mujeres que le veía asintió y sonrió, y
enseguida él se arrastró tras sus faldas y pasó, apenas observado, de una a otra, hasta
que encontró la oportunidad de hacerse con un gran puñado de plumas. Con ellas
atravesó la sala, otra vez bajo la mesa, y salió cerca de las tejedoras. Se hizo un ovillo
a los pies de la más joven, protegido de la vista de los otros por sus rodillas, y la
desarmó mostrándole en secreto su puñado de plumas con una sonrisa cómplice. Un
dudoso asentimiento lo satisfizo, e inmediatamente empezó con el juego que había

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pensado. Cogió uno de los blancos plumones y suavemente lo soltó de entre sus
dedos cerca de la rueca que giraba. El aire provocado por el rápido movimiento lo
atrapó, haciéndolo girar y girar en círculos cada vez más amplios, hasta que se quedó
flotando como una polilla blanca muy lenta. Uno detrás de otro, los plumones giraban
como un animalillo emplumado atrapado en una tela de araña, y al fin flotaban.
Rápidamente, se le acabó el puñado.
Rol se estiró para observar la sala y contemplar la posibilidad de otro viaje bajo la
mesa. Su hombro, adelantado, chocó un instante contra la rueca y se apartó deprisa.
La rueca salió volando con un tirón, y la hebra se partió. «¡Rol, malo!», dijo la
muchacha. La rueca más rápida también se paró, y la dueña, la tía de Rol, se inclinó
hacia delante y, viendo la rizada cabeza, le advirtió que no hiciese trastadas, y lo
envió al rincón de la vieja Trella.
Rol obedeció y, tras un discreto periodo de obediencia, de nuevo se deslizó
furtivamente a lo largo de toda la sala lo más lejos de la vista de su tía. Mientras se
escurría entre los hombres, ellos se cuidaron de que sus herramientas estuvieran lo
más lejos posible del alcance de Rol y cerca de ellos. Sin embargo, no tardó en
hacerse con un formón y a despuntarlo contra la pata de la mesa. Las fuertes
objeciones del tallador a esta actividad desconcertaron a Rol, quien después de
aquello pasó cinco minutos escondido bajo la mesa.
Durante su encierro contempló los muchos pares de piernas que lo rodeaban, y
que casi tapaban la luz del fuego. Qué raras eran algunas de las piernas: unas eran
curvadas donde deberían ser rectas, otras eran rectas donde debían ser curvadas y,
como Rol se dijo a sí mismo: «todas parecían atornilladas de manera distinta».
Algunos las habían recogido modestamente bajo el banco, otros las habían estirado
bajo la mesa, entrometiéndose en el dominio de Rol. Estiró sus piernecitas y las
observó críticamente y, tras compararlas, favorablemente. ¿Por qué no estaban todas
las piernas hechas como las suyas, o como las suyas?
Las piernas que merecían la aprobación de Rol estaban un poco apartadas del
resto. Se arrastró enfrente de ellas y volvió a comparar. Su expresión se volvió
bastante solemne cuando pensó en los innumerables días que le faltaban a sus piernas
para hacerse tan largas y fuertes. Esperaba que fueran justo como ésas, sus modelos,
tan rectas en el hueso, tan curvadas en el músculo.
Unos momentos después Sweyn, el de las largas piernas, sintió una manita que le
acariciaba el pie y, al mirar abajo, se encontró con la mirada vuelta hacia arriba de su
primo Rol. Tumbado, todavía dando palmaditas y acariciando el pie del joven, el niño
estuvo callado y contento un buen rato. Observaba el ir y venir de las fuertes y
hábiles manos, y el movimiento de las brillantes herramientas. De vez en cuando,
diminutas astillas, sopladas por Sweyn, le caían sobre la cara. Al fin se levantó, muy
despacio, no fuera a ser que un empujón acabase con la paciencia del tallador, y
cruzando sus propias piernas alrededor del tobillo de Sweyn, agarrándose también
con sus manos, apoyó la cabeza en su rodilla. Tal acto es evidencia de la más

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maravillosa adoración al héroe de un niño. Bien contento estaba Rol, y más aún
cuando Sweyn se detuvo un minuto a bromear, y le dio palmaditas en la cabeza y le
tiró de los rizos. Permaneció quieto, hasta donde le es posible a miembros jóvenes
como los suyos. Sweyn olvidó que estaba cerca, apenas notó cuando le soltó
suavemente la pierna y no se dio ni cuenta del sigiloso hurto de una de sus
herramientas.
Diez minutos después se oyó un aullido de lamento proveniente del suelo, con
toda la fuerza de los saludables pulmones de Rol, pues se había hecho un corte, y la
abundante sangre lo aterró. Entonces llegaron las caricias y los consuelos, la limpieza
y el vendaje y una pizca de reprimenda, hasta que el grito se ahogó en sollozos
ocasionales, y el niño, cubierto de lágrimas y calmado, fue devuelto al rincón de la
chimenea, donde cabeceaba Trella.
En la reacción tras el dolor y el miedo, Rol descubrió que el silencio del rincón
iluminado por el fuego le agradaba. Tyr ya no lo desdeñaba, sino que, animado por
los sollozos, mostraba toda la preocupación y simpatía que puede mostrar un perro a
fuerza de lamer y mirar con atención. Sobre el ánimo de Rol pesaba también una
cierta vergüenza. Deseaba no haber llorado tanto. Recordaba que una vez Sweyn
había regresado a casa con un brazo desencajado del hombro y un oso muerto, y
cómo no se había quejado ni dicho una palabra aunque los labios se le volvían
blancos por el dolor. El pobrecillo Rol volvió a sollozar esta vez a cuenta de su
carencia de valor.
La luz y el movimiento del gran fuego comenzaron a contarle al niño extrañas
historias, y el viento en la chimenea de vez en cuando daba una nota que las
corroboraba. La negra boca de la chimenea, sobre el hogar, engullía, como en un
misterioso remolino, espesas columnas de humo y brillantes chispas ascendentes. Y
más allá, en la oscuridad, había murmullos y gemidos, así que a veces el humo se
echaba atrás por el pánico y se giraba y subía hacia el tejado, donde se deshacía hasta
ser invisible entre las tejas. Y entonces el viento se lanzaba contra su presa perdida, y
soplaba alrededor de la casa, aullando y chocando contra puertas y ventanas.
En una pausa tras una de esas corrientes, Rol levantó la cabeza sorprendido y
escachó. También se había detenido el babel de la conversación y así podía oírse
inconfundiblemente un sonido al otro lado de la puerta: el sonido de una voz infantil,
unas manos infantiles: «¡Abran, abran, déjenme entrar!», dijo la vocecita desde abajo,
más abajo del pomo, y el pestillo se movió como si un niño de puntillas intentase
alcanzarlo y hubiera dado golpecitos. Uno situado cerca de la puerta se levantó y la
abrió. «Aquí no hay nadie», dijo. Tyr levantó la cabeza y dejó salir un aullido alto,
prolongado y de lo más sombrío.
Sweyn, incapaz de creer que sus oídos le habían engañado, se levantó y se dirigió
hacia la puerta. Era una noche oscura, las nubes estaban cargadas de nieve que había
caído irregularmente cuando el viento se detuvo. Había nieve sin pisar hasta el
porche, no había rastro de ningún ser humano. Sweyn miró por todas partes, y sólo

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vio cielo oscuro, nieve sin pisar y una hilera de abetos en la cresta de una colina
meciéndose en el viento. «Ha debido de ser el viento», dijo, y cerró la puerta.
Muchos rostros parecían asustados. El sonido de la voz de un niño había sido tan
nítido, y las palabras: «¡Abran, abran, déjenme entrar!» El viento podía hacer crujir la
madera, o mover el pestillo, pero no podía hablar con la voz de un niño, ni llamar a la
puerta con los golpes suaves que daría un puño regordete. Y el extraño e inusual
aullido del perro lobo era una profecía que temer, fuese lo que fuese lo otro. Unos y
otros dijeron cosas extrañas, hasta que la reprimenda de la dueña los ahogó hasta
convertirlos en susurros intermitentes. Durante unos momentos hubo inquietud,
reserva y silencio, luego el miedo helado fue deshaciéndose, y volvió a fluir la charla
indistinta.
Pero media hora después un ruido muy ligero al otro lado de la puerta bastó para
detener todas las manos y todas las lenguas. Todas las cabezas se levantaron, fijas en
una dirección. «Es Christian, llega tarde», dijo Sweyn.
No, no, es un débil arrastrar de pies, no el paso de un joven. Con el sonido de pies
inseguros llegó el claro toque de un palo contra la puerta, y la voz aguda de antes:
«¡Abran, abran, déjenme entrar!» Otra vez Tyr levantó la cabeza con un largo aullido
lastimero.
Antes de que el eco del palo y de la aguda voz se hubiesen extinguido del todo,
Sweyn había saltado hacia la puerta y la había abierto de par en par. «Nadie otra
vez», dijo con voz calma, aunque sus ojos parecían alarmados mientras miraba hacia
fuera. Vio la solitaria extensión de nieve, las nubes bajas y, entre ambas, la hilera de
oscuros abetos inclinándose en el viento. Cerró la puerta sin decir una palabra y
volvió a cruzar el salón.
Una docena de caras pálidas lo miraban como si fuese él quien debía resolver el
enigma. No podía ignorar este mudo interrogatorio, y eso perturbaba su resolutivo
aire de calma. Dudó, mirando hacia su madre, la dueña, luego de nuevo a la gente
asustada, y gravemente, ante todos ellos, hizo la señal de la cruz. Hubo un aleteo de
manos mientras todos repetían la señal, y el silencio total se vio agitado por un
enorme suspiro, pues muchos soltaron el aire que retenían como si la señal de la cruz
les hubiese proporcionado un mágico alivio.
Incluso la dueña parecía perturbada. Dejó su rueca y cruzó el salón hacia su hijo,
y habló con él durante un momento en voz baja para que nadie pudiese oírlo. Pero un
momento después su voz se tornó aguda y alta, para que todos aprendiesen de la
reprimenda que le daba a una de las chicas por su «charla pagana». Quizá lo hizo para
silenciar de ese modo sus propios recelos y presentimientos.
Ninguna otra voz osó hablar con su tono natural. Se oían cuchicheos
intermitentes, y de vez en cuando el silencio visitaba toda la sala. El manejo de las
herramientas era tan silencioso como podía ser, y se suspendía en el instante en que la
puerta sonaba en un golpe de viento. Tras un tiempo, Sweyn dejó su trabajo, se unió
al grupo que estaba más cerca de la puerta y anduvo de acá para allá fingiendo dar

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consejos y ayudar a los menos hábiles.
Se oyeron las pisadas de un hombre en el porche. «¡Christian!», dijeron Sweyn y
la dueña simultáneamente; él, con confianza, ella, con autoridad, para que las ruecas
volviesen a ponerse en marcha. Pero Tyr echó la cabeza hacia atrás con un espantoso
aullido.
«¡Abran, abran, déjenme entrar!»
Era una voz de hombre, y la puerta se sacudió y sonó como si la fuerza de un
hombre la golpease. Sweyn podía sentir cómo se combaban las tablas, y en un
instante su mano estaba en la puerta, abriéndola, para enfrentarse al porche vacío, y
más allá sólo nieve, cielo y abetos inclinados en el viento.
Permaneció un largo minuto con la puerta abierta en la mano. El crudo viento
barrió con su helado soplido, pero un frío más mortal llegó aún más deprisa, y pareció
congelar los latidos de los corazones. Sweyn dio un paso atrás para coger una gran
capa de piel de oso.
—Sweyn, ¿dónde vas?
—No más lejos del porche, madre —y salió y cerró la puerta.
Se arrebujó en la pesada piel y, apoyándose contra la pared más cubierta del
porche, calmó sus nervios para enfrentarse al diablo y a todas sus pompas. Ni un
sonido de voces vino de dentro, el sonido más nítido era el crepitar y el rugir del
fuego.
Hacía un frío espantoso. Los pies se le entumecieron, pero no dio patadas contra
el suelo por miedo a que el ruido desatase el pánico dentro, ni tampoco se movía del
porche por no dejar una huella de pisada en esa prístina nieve que dejaba muy claro
que ninguna voz o manos humanas podían haberse acercado a la puerta desde que
empezó a nevar hacía dos horas o más. «Cuando el viento cese habrá más nieve»,
pensó Sweyn.
Durante casi una hora estuvo vigilando, y no vio nada, ni oyó ningún ruido
inusual. «No voy a seguir aquí fuera congelándome», murmuró, y volvió a entrar.
Una mujer dio un grito medio sofocado cuando puso la mano en el pestillo, y
luego un suspiro de alivio cuando entró. Nadie le preguntó. Sólo su madre dijo, en un
forzado tono de despreocupación: «¿No has visto venir a Christian?», como si sólo
estuviese inquieta por la ausencia de su hijo pequeño. Apenas se había acercado
Sweyn al fuego cuando se oyó un nítido golpe en la puerta. Tyr saltó del hogar, con
los ojos rojos como el fuego, los colmillos blancos en la negra mandíbula y los pelos
del cuello erizados y, saltando por encima de Rol, arremetió contra la puerta,
ladrando furiosamente.
Al otro lado de la puerta se oía claramente una voz suave. Los ladridos de Tyr
hacían imposible distinguir las palabras.
Nadie se ofreció a acercarse a la puerta antes que Sweyn.
Avanzó resolutivamente por el salón, levantó el pestillo y abrió la puerta.
Una mujer con una capa blanca entró.

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¡No un espectro! Viva, hermosa, joven.
Tyr saltó hacia ella.
Detuvo con ligereza los afilados colmillos con los pliegues de su capa de pelo
largo y, sacando de su cinturón una pequeña hacha de doble filo, la enarboló para
defenderse.
Sweyn cogió al perro por el cuello y lo arrastró lejos mientras ladraba y se
resistía.
La extraña se quedó inmóvil en el umbral, con un pie adelantado, un brazo
levantado, hasta que la dueña atravesó el salón, y Sweyn, dejando a otros al furioso
Tyr, se volvió a cerrar la puerta y pidió disculpas por un saludo tan feroz. Entonces
ella bajó el brazo, colocó el hacha en su lugar en su cintura, se quitó la piel de la cara
y se sacudió la larga capa blanca de los hombros, como si todo fuese un solo
movimiento.
Era una doncella, alta y muy hermosa. Sus ropas eran extrañas, medio
masculinas, pero no poco femeninas. Una delgada túnica de piel que le llegaba por
debajo de la rodilla era toda la falda que llevaba, debajo estaban los zapatos de tiras
cruzadas y leotardos que lleva un cazador. Sobre las cejas llevaba una gorra de piel
blanca, y de su borde colgaban tiras de piel cayendo sobre sus hombros, dos de ellas
se habían adelantado y cruzado su cuello cuando entró, pero ahora, sueltas y echadas
hacia atrás, dejaban a la vista coletas de pelo claro que reposaban sobre sus hombros
y busto, hasta el cinturón tachonado de marfil donde relucía el hacha.
Sweyn y su madre llevaron a la extraña hacia el hogar sin hacerle preguntas ni
mostrar señales de curiosidad, hasta que ella relató voluntariamente su historia de un
largo viaje hacia parientes lejanos, una ayuda prometida que no se cumplió y señales
y marcas malinterpretadas.
—¡Sola! —exclamó Sweyn asombrado—. ¿Has viajado tan lejos, cien leguas,
sola?
Ella respondió: «Sí», con una débil sonrisa.
—¡Por las colinas y los eriales! Pero allí las gentes son tan salvajes como las
bestias.
Se llevó la mano al hacha con una risa desdeñosa.
—No temo a los hombres ni a las bestias. Algunos me temen a mí —y contó
extraños relatos de fieros ataques y defensas, y de la osada vida de cazadora que
llevaba.
Sus palabras llegaban algo lenta y pausadamente, como si hablase en una lengua
que no le resultaba familiar. De vez en cuando dudaba, y se paraba en mitad de la
frase, como si le faltase alguna palabra.
Se convirtió en el centro de un grupo de espectadores. El interés que provocaba
disipó, en cierto grado, el temor inspirado por las voces misteriosas. No había nada
ominoso en esta realidad joven, brillante y hermosa, aunque tuviese un aspecto
extraño.

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El pequeño Rol se acercó, mirando intensamente a la extraña. Inadvertido,
acariciaba y palmeteaba una esquina de la suave capa blanca que caía al suelo en
grandes pliegues. La acarició con la mejilla, y luego se fue acercando a las rodillas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
La sonrisa y la pronta respuesta de la extraña, mientras miraba hacia abajo,
salvaron a Rol de la reprimenda que se había ganado por su descortés
comportamiento.
—Mi verdadero nombre —dijo— resultaría grosero a vuestros oídos y lengua. La
gente de este país me ha dado otro nombre, y por esto —puso la mano en la capa de
piel— me llaman Piel Blanca.
El pequeño Rol lo repitió para sí mismo, acariciando y palmeteando como antes:
«Piel Blanca, Piel Blanca».
El rostro hermoso y el suave y bonito vestido complacían a Rol. Se puso de
rodillas, mirándola a la cara y con un aire de indecisa determinación, como un
petirrojo en el umbral de una casa, y apoyó sus codos en su regazo, con una expresión
de sofoco ante su propia audacia.
—¡Rol! —exclamó su tía, pero Piel Blanca dijo: «¡Oh, déjelo!», sonriendo y
acariciando su cabeza, y Rol se quedó.
Fue más allá, y resoplando por su propia temeridad ante la autoridad de su tía, se
subió a sus rodillas. Los brazos de ella le dieron la bienvenida, lo que acalló cualquier
protesta. Satisfecho, se hizo un ovillo, tocando la cabeza del hacha, los tachones de
marfil del cinto, el broche de marfil en el cuello, las trenzas de pelo claro, y frotó su
cabeza con la suave piel de su hombro, con la confianza de los niños en la bondad de
la belleza.
Piel Blanca no se había descubierto la cabeza, sólo había desatado un poco los
lazos de piel detrás del cuello. Rol llevó la mano hacia el cuello, susurrando para sí el
nombre «Piel Blanca, Piel Blanca», y luego deslizó los brazos alrededor de su cuello
y la besó: una, dos veces. Ella rió encantada y lo besó.
—¿El niño le molesta? —dijo Sweyn.
—Claro que no —respondió, con tanta seriedad que pareció desproporcionada a
la ocasión.
Rol volvió a acomodarse en su regazo, y comenzó a desatarse la venda que tenía
en la mano. Se detuvo al ver dónde había traspasado la sangre. Luego siguió hasta
que se su mano quedó desnuda y el corte a la vista, abierto y largo, pero sólo
superficial. La levantó hacia Piel Blanca, deseoso de su piedad y simpatía.
Al verlo, y al ver el lino manchado de sangre, ella contuvo de repente la
respiración, cogió a Rol con fuerza, hasta que éste empezó a removerse. El niño le
tapaba la cara, así que nadie pudo ver su expresión. Se le había encendido la cara con
una terrible alegría.
Lejos, más allá del grupo de abetos, el ausente Christian apresuraba su regreso.
Llevaba levantado desde el alba, avisando de una cacería de osos a todos los mejores

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cazadores de las granjas y poblados que había en un radio de veinte kilómetros. Sin
embargo, como lo habían entretenido hasta altas horas, ahora comenzó a correr sin
aparente esfuerzo con unas zancadas que disminuían rápidamente la distancia.
Entró en la oscuridad nocturna del grupo de abetos sin apenas aminorar el paso,
aunque no se veía el camino, y al volver a salir al claro, vio la granja a unos
doscientos metros de la bajada. Comenzó rápidamente la bajada, y casi al instante dio
un gran salto hacia un lado y se quedó quieto. En la nieve estaba el rastro de un gran
lobo.
Se llevó la mano al cuchillo, su única arma. Se agachó, se arrodilló para poner la
vista a la altura de la de la bestia, y miró alrededor, con los dientes apretados, el
corazón latiéndole un poco más rápidamente de lo que sugeriría el ritmo de su paso.
Un lobo solitario, casi siempre salvaje y de gran tamaño, es una bestia formidable que
no dudaría en atacar a un hombre solo. Este rastro era el mayor que Christian había
visto nunca y, por lo que podía juzgar, era reciente. Bajaba de los abetos por la ladera.
Bien, pensó, por el retraso que tanto le había contrariado antes. Bien, por no pasar por
la oscura arboleda cuando aún acechaba allí el peligro de esas mandíbulas. Con
cuidado, siguió el rastro.
Bajaba por la ladera, atravesando un riachuelo helado, hacia la granja. Alguien
con conocimientos menos precisos habría dudado y supuesto que podrían haber sido
del gran Tyr o de algún otro perro, pero Christian estaba seguro, y sabía no confundir
las pisadas de perros y lobos.
Derechas… derechas hacia la granja.
Christian estaba cada vez más sorprendido y agitado de que un lobo en busca de
presas se atreviese a acercarse tanto. Sacó su cuchillo y siguió andando más deprisa,
más atento. ¡Oh, si Tyr estuviese con él!
Derechas, derechas, incluso hasta la misma puerta, y no había signos de que
hubiese regresado. Los abetos se recortaban rectos contra el cielo, las nubes habían
bajado. Pues el viento se había detenido y empezaron a caer algunos copos dispersos.
Horrorizado y sorprendido, Christian permaneció aturdido un momento. Luego tomó
el pestillo y entró. Su mirada se encontró con todos los rostros conocidos, y entre
ellos, el de la extraña, vestida de piel y hermosa. La terrible verdad relampagueó: él
supo quién era ella.
Sólo unos pocos se sobresaltaron por el ruido del pestillo cuando entró. El salón
rebosaba de actividad y movimiento, porque era la hora de la cena, cuando se dejan
de lado las herramientas y se mueven los caballetes y las mesas. Christian no sabía lo
que decía ni hacía, se movía y hablaba mecánicamente, medio pensando que pronto
debía despertar de ese horrible sueño. Sweyn y su madre creyeron que estaba aterido
y agotado, y le evitaron todas las preguntas innecesarias. Así se encontró sentado
junto al hogar, enfrente de la cosa pavorosa que parecía una hermosa muchacha,
observando todos sus movimientos, helándosele la sangre de terror de verla acariciar
al niño.

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Sweyn estaba en pie junto a ambos, también mirando a Piel Blanca, pero ¡de qué
modo tan distinto! Ella no parecía consciente de que la mirasen, ni tampoco del terror
helado en los ojos de Christian ni de la cálida admiración de Sweyn.
Estos dos hermanos, que eran gemelos, eran muy distintos a pesar de su
sorprendente parecido. Su perfil general era el mismo, pelo castaño claro y ojos
azules, pero las facciones de Sweyn eran perfectas, como las de un joven dios,
mientras que las de Christian mostraban algunas faltas. Por ejemplo, la línea de su
boca era demasiado recta, los ojos estaban muy detrás, y el contorno de la cara fluía
en curvas menos generosas que el de Sweyn. Su altura era la misma, pero Christian
era demasiado delgado para tener una proporción perfecta, mientras que la fornida
figura de Sweyn, sus anchos hombros y musculosos brazos le hacían un buen
espécimen de belleza y fuerza masculinas. Como cazador, Sweyn no tenía rival,
como pescador no tenía rival. Toda la comarca le reconocía como el mejor luchador,
jinete, bailarín y cantante. Sólo podía superársele en velocidad, y sólo por su
hermano. De todos los demás podía Sweyn distanciarse mucho, pero Christian lo
adelantaba con facilidad. Incluso podía seguir el paso más esforzado de Sweyn
mientras reía y hablaba. Christian no se enorgullecía de la ligereza de sus pies,
pensando que las piernas de un hombre eran los menos dignos de sus miembros. No
envidiaba la superioridad atlética de su hermano, aunque en varias competiciones
había acabado en segundo lugar. Le quería como sólo puede querer un hermano
gemelo: orgulloso de todo lo que Sweyn hacía, contento de todo lo que Sweyn era y
humildemente convencido de que su propio amor no podía ser correspondido del
mismo modo, pues se creía ser mucho menos digno.
Christian, entre las mujeres y los niños, no se atrevió a poner en palabras el horror
que sentía. Quería consultar con su hermano, pero Sweyn no vio, o no quiso ver, la
señal que le había hecho, y tenía la cara siempre vuelta hacia Piel Blanca. Christian se
apartó del hogar, incapaz de permanecer pasivo con ese temor que le acechaba.
—¿Dónde está Tyr? —dijo de repente. Luego, viendo al perro en un rincón
distante—, ¿por qué está atado ahí?
—Atacó a la extraña —respondió alguien.
A Christian le brillaron los ojos: «¿Sí?», dijo, con curiosidad.
—Estuvo a punto de abrirle la cabeza.
—¿Tyr?
—Sí, ella es muy rápida con esa hacha que lleva en la cintura. Por suerte para Tyr,
su amo lo contuvo.
Christian fue, sin decir una palabra, al rincón donde estaba atado Tyr. El perro se
levantó para saludarle, tan fiel e indignado como pueda estarlo una bestia muda. Le
acarició la negra cabeza: «¡Tyr, bueno! ¡Perro valiente!»
Ellos lo sabían, sólo ellos. Y el hombre y el perro mudo se consolaron el uno en el
otro.
La mirada de Christian volvió de nuevo a Piel Blanca, y también la de Tyr, y dio

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un tirón de la cadena. Christian tenía la mano en el cuello del perro, y sintió el pelo
erizarse bajo el temblor de la furia impotente. Luego él empezó a temblar del mismo
modo, con una furia nacida de la razón, no del instinto, tan impotente psíquicamente
como Tyr lo estaba físicamente. ¡Oh! ¡No se atrevía a tocar el cuerpo de la mujer!
Cualquier otra cosa, y él y Tyr serían libres para matar o morir.
Luego volvió a hacer nuevas preguntas.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí la extraña?
—Vino alrededor de media hora antes que tú.
—¿Quién le abrió la puerta?
—Sweyn, nadie más se atrevía.
El tono de la respuesta era misterioso.
—¿Por qué? —dijo Christian—. ¿Ha ocurrido algo raro? Decidme.
Como respuesta, le contaron entre susurros la triple llamada en la puerta sin
intervención humana, los ominosos aullidos de Tyr y la infructuosa guardia de Sweyn
en la puerta.
Christian se volvió hacia su hermano sufriendo un tormento de impaciencia para
poder hablar a solas. El mantel estaba puesto, y Sweyn llevaba a Piel Blanca a la silla
de invitados. Eso era aún más espantoso: ¡iba a compartir el pan con ellos bajo el
mismo techo!
Se adelantó y, tocándole el brazo a Sweyn, le susurró un ruego urgente. Sweyn se
quedó mirando y movió la cabeza con airada impaciencia.
A cuenta de aquello, Christian no probó ni un bocado.
Al fin llegó su oportunidad. Piel Blanca preguntó por algunos lugares de la
comarca, en concreto por la colina Cairn, un lugar de reunión en el que se la esperaba
aquella noche. La dueña y Sweyn lanzaron una exclamación.
—Está a cinco kilómetros —dijo Sweyn—, sin lugar para refugiarse más que una
triste choza. Quédate con nosotros esta noche, y yo te mostraré el camino mañana.
Piel Blanca pareció dudar: «Cinco kilómetros», dijo, «entonces debería poder ver
u oír alguna señal».
—Yo miraré —dijo Sweyn—, y si no hay tal señal, no deberías salir.
Fue hacia la puerta. Christian se levantó en silencio y lo siguió.
—Sweyn, ¿sabes qué es?
Sweyn, sorprendido por el vehemente agarrón y el ronco susurro, respondió:
—¿Quién? ¿Piel Blanca?
—Sí.
—Es la muchacha más guapa que he visto en mi vida.
—Es una mujer-lobo.
Sweyn rompió a reír. «¿Estás loco?», preguntó.
—No, míralo tú mismo.
Christian lo sacó del porche, apuntando a la nieve donde habían estado las
pisadas. Habían estado, porque ya no estaban. La nieve caía deprisa, y cada hueco

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había sido cubierto.
—¿Y bien? —preguntó Sweyn.
—Si hubieses venido cuando te hice la señal, lo habrías visto.
—¿Habría visto qué?
—Las huellas de un lobo dirigiéndose hacia la puerta y ninguna que se alejase.
Ya sólo con el tono, era imposible no sobrecogerse, aunque apenas era un susurro.
Sweyn observó con ansiedad a su hermano, pero en la oscuridad no podía distinguir
su cara. Luego posó las manos con dulzura sobre los hombros de Christian y notó
cómo éste temblaba de emoción y terror.
—Uno ve cosas extrañas —dijo— cuando el frío se ha metido en el cerebro,
detrás de los ojos. Has venido helado y agotado.
—No —interrumpió Christian—. Vi primero las huellas en la cresta de la bajada,
y las seguí justo hasta la puerta. Esto no fue una ilusión.
En lo más hondo, Sweyn estaba seguro de que sí lo era. Christian era dado a soñar
despierto y a fantasear, aunque nunca le había poseído una idea tan extravagante.
—¿No me crees? —dijo Christian desesperadamente—. Debes creerme. Te juro
que es la verdad. ¿Estás ciego? Si hasta Tyr lo sabe.
—Mañana, después de haber descansado, tendrás la cabeza despejada. Y si
quieres, tú también podrás venir con Piel Blanca a la colina Cairn, y si aún tienes
dudas, observa y síguenos, y verás las huellas que deja.
Irritado por el evidente desprecio, Christian se dirigió abruptamente hacia la
puerta. Sweyn lo detuvo.
—¿Ahora qué, Christian? ¿Qué vas a hacer?
—Tú no me crees, pero mi madre me creerá.
El agarrón de Sweyn se intensificó. «No se lo vas a decir», dijo con autoridad.
Habitualmente, Christian era tan dócil ante las órdenes de su hermano que resultó
una sorpresa que se liberase vigorosamente y dijese, con tanta decisión como Sweyn:
«¡Lo sabrá!», pero Sweyn estaba más cerca de la puerta y no le dejaba pasar.
—Ya ha habido suficientes sustos por una noche. Si sigues con esta idea, revélalo
mañana.
Christian no cedía.
—Las mujeres se asustan fácilmente —continuó Sweyn—, y están dispuestas a
creer cualquier absurdo sin tener ninguna prueba. Sé un hombre, Christian, y olvida
esta idea sobre hombres-lobo.
—Si me creyeses —comenzó Christian.
—Creo que eres un necio —dijo Sweyn, perdiendo la paciencia—. Otro, que no
fuese tu hermano, podría creer que eres un mentiroso, y que habías transformado a
Piel Blanca en una mujer-lobo sólo porque me ha sonreído a mí antes que a ti.
A la broma no le faltaba fundamento, pues la gracia de las miradas de Piel Blanca
había caído sobre él, nunca sobre Christian. La vanidad de Sweyn siempre era
sincera, totalmente perdonable, y con motivos.

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—Si quieres un aliado —prosiguió Sweyn—, cuéntaselo a la vieja Trella. De su
almacenada sabiduría, si la memoria la ayuda, podría instruirte sobre la manera
ortodoxa de acabar con un hombre-lobo. Si recuerdo bien, debes observar a la
persona sospechosa hasta medianoche, cuando debe recuperar su forma bestial, y
retenerla para siempre si un ojo humano la ve cambiar. O mejor aún, rociarle las
manos y pies con agua bendita, lo que equivale a una muerte cierta. ¡Oh! No temas, la
vieja Trella estará a la altura de las circunstancias.
El desprecio de Sweyn ya no era bien humorado, había adquirido un cierto aire de
irritación o resentimiento ante la monstruosa duda de la bondad de Piel Blanca. Pero
Christian estaba demasiado inquieto para ofenderse.
—Hablas de ello como si fuesen cuentos de viejas, pero si hubieses visto la
prueba que yo vi, al menos estarías dispuesto a desear que fuesen ciertas, o incluso a
ponerlas a prueba.
—Bien —dijo Sweyn, con una risa que tenía algo de burla—, ¡ponías a prueba!
No pondré objeciones a eso, con tal de que te guardes tus ideas para ti. Ahora,
Christian, dame tu palabra de que guardarás silencio, y no seguiremos congelándonos
aquí.
Christian permaneció en silencio.
Sweyn le volvió a poner las manos en los hombros y en vano intentó ver su rostro
en la oscuridad.
—Christian, tú y yo nunca hemos discutido, ¿verdad?
—Yo nunca he discutido —replicó el otro, sabedor por primera vez de que su
dictatorial hermano a veces le había dado motivos para discutir si él hubiese estado
dispuesto a hacerlo.
—Bien —dijo Sweyn enfáticamente—, si hablas contra Piel Blanca con cualquier
otro, como me has hablado a mí esta noche… discutiremos.
Dijo las palabras como un ultimátum, se dio media vuelta y entró en la casa.
Christian, más temeroso y desgraciado que antes, le siguió.
—Está nevando. No se ve ni una sola luz.
Los ojos de Piel Blanca pasaron ante Christian sin intención aparente, y brillaron
cuando encontró a Sweyn.
—¿No se oye ninguna señal? —preguntó—. ¿No has oído la llamada de un
cuerno?
—No vi ni oí nada, y, señal o no señal, por fuerza la nevada debería mantenerte
aquí.
Ella lo agradeció con una sonrisa. Y a Christian el corazón le pesó como si fuese
de plomo con mortal certeza al notar la luz que se había encendido en los ojos de
Sweyn al ver la sonrisa de ella.
Esa noche, mientras los otros dormían, Christian, el que estaba más cansado de
todos ellos, vigilaba fuera de la habitación de invitados hasta que pasó la medianoche.
No oyó ni un ruido, ni siquiera el más débil. ¿Podría ser verdad la vieja historia de la

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metamorfosis a medianoche? ¿Qué había al otro lado de la puerta, una mujer o una
bestia? Habría dado la mano derecha por saberlo. Instintivamente, puso la mano en el
pestillo, y lo movió lentamente, aunque creía que los cerrojos estaban echados al otro
lado. La puerta cedió ante su mano. Permaneció en el umbral y una aguda corriente
de aire lo alcanzó. La ventana estaba abierta, la habitación estaba vacía.
De modo que Christian pudo dormir con el corazón algo más ligero.
Por la mañana hubo sorpresa y conjeturas cuando se descubrió la ausencia de Piel
Blanca. Christian no habló. Ni siquiera a su hermano le dijo que sabía que había
huido antes de medianoche. Y Sweyn, aunque evidentemente se encontraba muy
contrariado, parecía desdeñar toda referencia al tema de los miedos de Christian.
Sólo Sweyn se unió a la caza del oso. Christian encontró un pretexto para
quedarse. Sweyn, malhumorado, manifestó su desprecio no diciendo ni una palabra.
Durante todo aquel día, y muchos días posteriores, Christian no perdía de vista su
casa. Sólo Sweyn se dio cuenta de sus maniobras para quedarse, y se sentía muy
molesto. Nunca mencionaron entre ellos el nombre de Piel Blanca, aunque se oía
bastante a menudo en la charla general. Apenas había pasado un día cuando el
pequeño Rol preguntó cuándo iba a volver Piel Blanca. La hermosa Piel Blanca, que
besaba como un copo de nieve. Y si Sweyn respondía, Christian podía estar seguro de
que la luz de sus ojos, alimentada por la sonrisa de Piel Blanca, aún no se había
extinguido.
¡El pequeño Rol! Malicioso y alegre, el pequeño Rol de pelo claro. Llegó un día
en que sus pies cruzaron el umbral para no volver nunca más, cuando su cháchara y
sus risas no se volvieron a oír, cuando se derramaron lágrimas de angustia por no
volver a ver su cabecita. Nunca más, vivo o muerto.
Se le vio por última vez al atardecer, saliendo de la casa con su cachorrillo, en
caprichosa fuga de la vieja Trella. Más tarde, cuando su ausencia había empezado a
causar ansiedad, su cachorrillo volvió arrastrándose a la granja, asustado, gimiendo y
llorando, convertido en un patético bultito mudo y aterrorizado, sin inteligencia ni
coraje para guiar la atemorizada búsqueda.
Nunca se encontró a Rol ni rastro de él. Nunca se supo dónde había perecido.
Cómo había perecido sólo se sabía por un temible pálpito: una bestia salvaje lo había
devorado.
Christian oyó la conjetura sobre «un lobo» y la horrible certeza de saber de qué
lobo se trataba se abatió sobre él. Intentó decir lo que sabía, pero Sweyn lo vio
empezar a hablar con la cara pálida y labios temblorosos y, adivinando su propósito,
se lo llevó y lo hizo callar, a duras penas, con su imperioso agarrón, su airada mirada
y un susurro.
Que Christian aún sostuviese sus irracionales sospechas contra la hermosa Piel
Blanca era, para Sweyn, prueba de una obstinación que sólo crecería tras la
exposición y discusión. Pero este evidente intento de convertir el dolor y la angustia
en odio y miedo hacia la hermosa extraña, era intolerable, y Sweyn luchaba contra él.

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De nuevo Christian cedió ante las palabras y voluntad de su hermano, más fuertes que
las suyas, y consintió en callar contra su propio juicio.
El arrepentimiento llegaría antes de que la luna nueva, la primera del año, se
hiciese vieja. Piel Blanca volvió de nuevo, sonriendo al entrar, como si estuviese
segura de una alegre y amable bienvenida, y en verdad sólo hubo una persona que
viese su hermoso rostro y su extraña vestimenta blanca con disgusto. El rostro de
Sweyn estaba iluminado de placer, mientras que el de Christian se volvió tan pálido y
rígido como la muerte. Había dado su palabra de guardar silencio, pero no había
creído que ella osara volver. El silencio era imposible, cara a cara con esa Cosa,
imposible. Sin poder reprimirse gritó:
—¿Dónde está Rol?
Ni un temblor perturbó el rostro de Piel Blanca. Lo oyó, pero permaneció
tranquila. Los ojos de Sweyn brillaron peligrosamente al mirar a su hermano. Las
mujeres derramaron algunas lágrimas ante la mención del pobre niño, pero nadie se
alarmó ante la repentina invocación, pues el recuerdo de Rol surgía de modo natural.
¿Dónde estaba el pequeño Rol, que se había acomodado en los brazos de la extraña,
que la había besado, que la había esperado desde entonces y que hablaba de ella a
diario?
Christian salió en silencio. Sólo había una cosa que pudiese hacer, y no podía
retrasarla. Su horror superó cualquier curiosidad de oír las afables excusas de Piel
Blanca y sus sonrientes disculpas por su extraña y poco ceremonial salida, su relato
de las circunstancias de su regreso u observarla mientras escuchaba la triste historia
del pequeño Rol.
El corredor más rápido de la comarca había comenzado su carrera más difícil:
poco menos de tres leguas y la vuelta, que él pensaba poder completar en dos horas,
aunque la noche no tenía luna y el camino era agreste. Corrió contra el frío aire hasta
que sintió el viento en su rostro. El indistinto perfil de la casa se hundía bajo las
colinas a su espalda, y unos cerros de nieve impoluta surgían del oscuro horizonte
sólo para volver a hundirse en la oscuridad cuando el inmóvil aire soplaba. No tomó
ninguna referencia consciente de lugares, ni siquiera cuando todo rastro del camino
había desaparecido bajo capas de nieve, y sus fuerzas lo llevaban por instinto, sin una
idea concreta que lo guiase.
Y el cerebro ocioso estaba pasivo, inerte, recibiendo incansables retratos de
imágenes y sonidos pasados: Rol, llorando, riendo, jugando, enroscado en los brazos
de esa Cosa temible. Tyr, ¡oh, Tyr! Colmillos blancos en la negra mandíbula. Las
mujeres que seguían llorando. El pobre cachorrillo, precioso ahora por ser lo último
que había tocado el niño. Pisadas desde los árboles a la puerta. La cara sonriente entre
pieles, de belleza tan femenina, sonriendo. Y la cara de Sweyn.
—¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn, hermano mío!
La risa airada de Sweyn se apoderó de sus oídos más allá del sonido del aire
provocado por su velocidad. Las burlas de Sweyn lo asaltaban más rápida y

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agudamente de lo que el temible frío asaltaba su garganta. Y aun así permanecía
impasible ante la idea de cómo aumentarían la ira y las burlas de Sweyn si supiese el
motivo de su partida.
Sweyn era un escéptico. Su total incredulidad ante el testimonio de Christian
acerca de las pisadas se basaba en su escepticismo. Su razón se negaba a aceptar la
posibilidad de que lo sobrenatural se materializase. Que una bestia viva pudiese ser
otra cosa que algo palpablemente bestial, con patas, colmillos, pelos y orejas de
bestia, le resultaba increíble. Y más aún el que de aquello pudiese surgir una figura
humana, con su aspecto divino, erecto, generoso, dotado del habla y la risa. Las
tremebundas y temibles leyendas que había oído de niño y creído entonces, ahora las
consideraba construidas sobre hechos distorsionados, superados por la imaginación y
alimentados por la superstición. Incluso las extrañas llamadas a la puerta, que él
mismo había respondido en vano, las había explicado racionalmente, tras la primera
impresión de sorpresa, como una trampa maliciosa de algún inteligente bromista que
tenía la clave del enigma.
Para su hermano toda la vida era un misterio espiritual, su conocimiento total
velado por la densidad de la carne. Dado que sabía que su propio cuerpo estaba
relacionado con las fuerzas antagonistas que constituyen el alma, no le parecía
extraño que una fuerza espiritual poseyera diversas formas para distintas
manifestaciones. Ni para él resultaba un gran esfuerzo creer que dado que el agua
lava toda la suciedad natural, el agua bendita en la consagración debía limpiar este
mundo de Dios de esa Cosa sobrenatural y malvada. Por lo tanto, más rápidamente de
lo que ningún pie humano había cubierto esas leguas, corrió en la oscura noche
cerrada sobre los eriales y colinas de nieve impoluta hacia la lejana iglesia, donde se
hallaba la salvación en el agua bendita de la pila de la puerta. Su fe era tan firme
como la de cualquiera que hubiese obrado milagros en el pasado, sencilla como el
deseo de un niño, fuerte como la voluntad de un hombre.
Apenas se le echó de menos durante esas horas, cada segundo de las cuales las
pasó llevando hasta el límite el mayor esfuerzo que sus tendones y nervios pudieran
llevar a cabo. Dentro de la casa, mientras, esos momentos se iluminaron con palabras
y miradas de inusual animación, pues la gracia y belleza de la extraña había
despertado los instintos de amabilidad y hospitalidad de los habitantes
convirtiéndolos en expresiones de bienvenida e interés.
Pero Sweyn estaba anhelante y ansioso, más de lo que correspondería a un cortés
anfitrión. La impresión de que su primera visita lo había hechizado, y que había
vivido desde entonces en el recuerdo, se hizo más profunda ahora ante su presencia.
Sweyn, el incomparable entre hombres, reconocía en esta hermosa Piel Blanca un
espíritu elevado y valeroso como el suyo, y un cuerpo tan firme y capaz que sólo le
faltaban músculos para ser su igual en fuerza. Pero aquella blanca piel estaba
moldeada muy suavemente, sin la hinchazón muscular que hacía evidente la fuerza de
él. La ardiente admiración por esta suprema extraña dio lugar a un amor como el que

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podía conceder su sincero amor por sí mismo. En su pasión había más amor que
admiración, y por lo tanto se veía libre de las dudas y la delicada reserva de un
amante. Sincera y valientemente cortejó su favor con miradas y palabras, con
facilidad natural, sin necesidad de talento o práctica.
Tampoco era ella una mujer a la que cortejar de otro modo. Los tiernos susurros y
suspiros nunca ganarían su favor, pero sus ojos se iluminarían si oía relatos de una
hazaña y, en simpatía, su mano caía rápidamente sobre su hacha y la agarraba
fuertemente. Ese movimiento volvió a encender la admiración de Sweyn. Lo buscó,
luchó por provocarlo, y se iluminó cuando tuvo lugar. Esa muñeca era maravillosa,
delgada y fuerte como el acero. También la suave mano, que se curvaba tan rápida y
firmemente, lista para repartir muerte instantánea.
Deseando sentir la presión de esas manos, este osado amante planeó con palpable
franqueza, proponiendo que ella debería oír cómo se cantaban sus canciones de caza,
con un estribillo que señalaba las palmas. Así su espléndida voz recitaba los versos y,
cuando se acercaba el estribillo, tomaba las manos de ella e, incluso en ese apretón
calmado, sintió, como deseaba, la fuerza latente y el vigor que aceleraba los dedos,
pues la canción la animaba, y su voz se unió a la pegadiza canción, y sonó clara por
encima de los últimos versos.
Después cantó sola. En contraste, o por orgullo de cambiar el humor general con
su voz, eligió una canción triste que fluía en voz baja, triste como el viento que se
lamenta:

«¡Oh, dejadme ir!


Entre coronas de nieve
la tierra oscura duerme debajo.

Lejos, en la llanura
gime una voz dolorida:
¿dónde yacerá mi niño?

En mi pecho blanco
¡que descanse la dulce vida!
¡Que descanse donde yace mejor!

¡Calla! ¡Calla sus gritos!


La noche es oscura en el cielo.
Hay dos estrellas en tus ojos.

¡Vamos, niño, ve!


Pero que repose hasta el gris amanecer
el que debe estar muerto por la mañana.

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Esto no puede durar
pero he aquí el rayo maligno.
Todo el dolor debe olvidarse.

Y los reyes
se inclinarán a tus rodillas
adorando tu vida.

Pues los hombres largamente privados


de la esperanza de lo anterior
de abandonar las cosas del pasado.

Mía, y no tuya,
¡cómo brillan sus joyas!
La paz te envuelve a ti, no a mí».

La vieja Trella se acercó tambaleándose desde su rincón, afectada por un temblor


adicional provocado por el despertar de un recuerdo. Fijó su vista borrosa en la
cantante, y luego inclinó la cabeza para que su único oído aún sensible al sonido le
acercase cada nota. Al final, adelantándose torpemente, habló, con el tembloroso tono
agudo de los ancianos:
—Así cantaba mi Thora, mi última y más brillante hija. ¿Cómo es ésta, cuya voz
es como la de mi fallecida Thora? ¿Tiene los ojos azules?
—Azules como el cielo.
—¡También los de mi Thora! ¿Tiene el pelo claro y trenzas hasta la cadera?
—Así es —respondió la propia Piel Blanca, y cogió las manos que se adelantaban
con las suyas propias y las guió para que corroborasen sus palabras mediante el tacto.
—Como el de mi querida Thora —repetía la anciana. Y entonces sus manos
temblorosas se apoyaron en los hombros cubiertos de piel, y se adelantó y besó el
suave rostro que Piel Blanca había vuelto hacia arriba, nada reluctante, para recibir y
devolver la caricia.
Así los vio Christian cuando entró.
Se quedó parado un momento. Después de la oscuridad sin estrellas, el helado
aire nocturno y la feroz carrera silenciosa de dos horas, sus sentidos se vieron
afectados por el repentino calor, la luz y el alegre murmullo de voces. Una imprevista
angustia lo asaltó, pues por primera vez contempló la posibilidad de ser superado por
su astucia y osadía, si al acercarse la muerte, ella, sintiéndose acorralada, se
transformaría en una terrible bestia y provocaría una salvaje carnicería. Miró con
horror y piedad a los inofensivos e indefensos presentes, nada deseoso de destruir su
seguridad y bienestar. La terrible Cosa que estaba entre ellos, oculta por la belleza
femenina, era el centro de interés. Ahí, ante él, notablemente impresionada, estaba la

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pobre vieja Trella, la más débil de todos, en cariñosa cercanía. Y un momento
después podría tener lugar la revelación de un horror monstruoso, un peligro
pavoroso y mortal, libre y acorralado, en un círculo de mujeres, chicas y descuidados
hombres indefensos. Algo tan repugnante y terrible que podía alterar el cerebro o
matar el corazón.
¡Y de todos, sólo él estaba preparado!
Titubeó durante lo que dura un aliento, no más, mientras sobre él caía la agonía
del remordimiento que sin embargo no podía convencerle de desistir de su propósito.
¿Estaba solo? No, también estaba Tyr. Y se acercó al único que compartía lo que
sabía.
Tan atemporal es el pensamiento que sólo unos segundos pasaron entre que
levantase el pestillo y soltase a Tyr. Pero en esos pocos segundos que sucedieron a su
primera mirada, igual de veloces habían sido los impulsos de otros, igual de rápidos y
seguros fueron sus movimientos. El ojo vigilante de Sweyn le había localizado, e
instantáneamente todas sus fibras se alertaron con instintos hostiles y, medio
adivinando, medio sin creerse la intención de Christian al agacharse ante Tyr, llegó
presta, cautelosa, airada, decididamente a oponerse a la malicia de su fantasioso
hermano.
Pero por detrás de Sweyn se levantó Piel Blanca, igual de blanca que sus pieles,
con la mirada fiera y hostil. Atravesó el salón hacia la puerta, arrebujando su larga
capa hacia su cuerpo. «¡Escuchad!», resopló, «¡el cuerno! ¡Escuchad, debo irme!»,
mientras le echaba mano al pestillo para salir.
Durante un precioso momento Christian había dudado mientras medio aferraba el
collar, pues, a no ser que la forma femenina cambiase a la de bestia, las mandíbulas
de Tyr harían pedazos a mordiscos su honor de hombre. Entonces oyó la voz de ella,
y se giró… demasiado tarde.
Mientras ella tiraba de la puerta, él saltó agarrando su cantimplora, pero Sweyn se
interpuso, y lo agarró irresistiblemente, de modo que en un frenético esfuerzo sólo
consiguió liberar un brazo. Con eso y el impulso de su pura desesperación, la lanzó
contra ella con todas sus fuerzas. La puerta se cerró tras ella, y la cantimplora se hizo
pedazos contra ella. Luego, mientras el agarrón de Sweyn se aflojaba y vio la
inquisitiva sorpresa en las caras que lo rodeaban, con un grito ronco e inarticulado:
—¡Que Dios nos ayude! —dijo—. Es una mujer-lobo.
Sweyn se volvió hacia él. «¡Mentiroso, cobarde!», y sus manos agarraron el
cuello de su hermano con una fuerza mortal, como si las palabras pudiesen morir así,
y mientras Christian forcejeaba, lo levantó del suelo y lo lanzó, estrellándolo hacia
atrás. Tan furioso estaba que, mientras su hermano yacía inmóvil, él lo golpeó
rudamente con el pie, hasta que su madre se interpuso, gritando «basta». Y aun así, se
quedó cerca, con los dientes apretados, el ceño fruncido y los puños apretados,
preparado para volver a obligarle a callar violentamente, pues Christian se levantó
tambaleándose perplejo.

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Pero el silencio total y la sumisión eran más de lo que esperaba, y tornó su ira en
desprecio por alguien que tan fácilmente se dejaba intimidar por la simple fuerza.
«¡Está loco!», dijo, dándose la vuelta mientras hablaba y así no ver la mirada de
doloroso reproche de su madre ante sus repentinas palabras, que eran un temor que
acechaba dentro de ella.
Christian estaba demasiado cansado para poder esforzarse en hablar. Su
respiración era trabajosa, en grandes suspiros, sus miembros estaban inertes y débiles,
en completo descanso tras tan esforzado servicio. El fracaso de su empresa le había
provocado un estupor de dolor y desesperación. Además estaba la espantosa
humillación de la violencia y la pelea con su hermano, y el disgusto de oír el
desprecio erróneo expresado sin reservas, pues era consciente de que Sweyn había
recurrido, para calmar el miedo, en parte a la autoridad, en parte a las palabras,
mostrando un doloroso desdén al cariño fraternal. Culpó de este rechazo de su
gemelo a la Cosa que había provocado su primera pelea, y, ¡ah!, lo más terrible de
todo, se había interpuesto entre ellos tan efectivamente que Sweyn era ciego y sordo
en lo tocante a ella, resentido por la interferencia, arbitrario más allá de la razón.
Un temor y perplejidad inconmensurables se cernieron sobre él. Toda para él, la
carga era abrumadora, una profecía de calamidades innombrables, basada en su
pavoroso descubrimiento, arrojada sobre él, aplastando la esperanza de poder
soportar el destino que se avecinaba.
Mientras, Sweyn observaba a su hermano, a pesar de encontrarse constantemente
con la mirada de Christian con una extraña expresión de dolor indefenso, que bastaba
para descomponer al airado agresor. «¡Como un perro apaleado!», se dijo para sí
mismo, invocando al desprecio para poder soportar el arrepentimiento. La
observación le hizo preguntarse por el estado de agotamiento de Christian. La
trabajosa respiración y la inercia de sus miembros sin duda hablaban de un inusual y
prolongado esfuerzo. ¿Y por qué las casi dos horas de ausencia habían sido seguidas
por una hostilidad abierta contra Piel Blanca?
De repente, los fragmentos de la cantimplora le dieron la pista, lo adivinó todo y
se quedó mirando fijamente y asombrado a su hermano. Olvidó que el plan había sido
contra Piel Blanca, lo que exigía desprecio y resentimiento por su parte. Eso quedó
barrido del recuerdo ante la estupefacción y admiración por la hazaña de velocidad y
resistencia. Deseoso de preguntarle, se inclinaba por hacer algo generoso y ofrecerle
sinceramente arreglar las cosas, pero el estado lamentable de Christian y su triste
mirada le provocaron el deseo de justificarse recordando la ofensa de sus intolerables
palabras acerca de Piel Blanca, y el impulso pasó. Luego otras consideraciones
aconsejaron silencio, y después se apoderó de él la idea de esperar a ver cómo
Christian encontraba la ocasión de hablar de su hazaña y que quedase constancia, sin
provocar el ridículo a causa del descabellado encargo.
Esa expectación quedó sin satisfacer. Christian no pronunció la orgullosa
declaración que habría dejado constancia de su gesta para que fuese contada a

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generaciones posteriores.
Esa noche Sweyn y su madre hablaron largo y tendido, dando forma de certeza a
la sospecha de que la mente de Christian se había desequilibrado y tratando de su
evidente causa. Sweyn, declarando su propio amor por Piel Blanca, sugirió que su
desgraciado hermano sentía una pasión similar, siendo ellos gemelos tanto en amor
como en nacimiento, y que los celos y la desesperación habían cambiado su amor por
odio hasta que la razón cedió por la tensión y desarrolló una locura, cuya malicia y
traición convirtieron en una fuerza grave y peligrosa.
Así teorizaba Sweyn, convenciéndose a sí mismo mientras hablaba, convenciendo
más tarde a otros que mostraron sus dudas sobre Piel Blanca, frenando su juicio
defendiéndola, y con su acérrima defensa de la apresurada partida de la muchacha
silenciando sus propias dudas ante lo inexplicable de su conducta.
Pero pasó poco tiempo y Sweyn perdió su ventaja a causa de un nuevo horror en
la casa. Trella había desaparecido, y su final era un misterio. La pobre anciana había
salido un día de sol a visitar a una comadre postrada en cama que vivía más allá de la
arboleda. Se la vio por última vez bajo los árboles, esperando a su acompañante, que
había vuelto a por un regalo olvidado. Rápidamente saltó la alarma, llamando a todos
los hombres en su busca. Se encontró su bastón entre los matojos a unos pocos pasos
del camino, pero no había rastros ni manchas, pues un fuerte viento estaba derribando
la nieve de las ramas y ocultaba toda señal de cómo había muerto.
Tan aterrada estaba la gente de la granja que ninguno osaba salir solo en la
búsqueda. Uno podía estar preparado contra peligros conocidos, pero no contra esta
muerte subrepticia que caminaba invisible de día, que se llevaba al niño que jugaba y
a la anciana, ya tan cercana a su tumba, sin hacer distinciones.
—¡Besó a Rol, besó a Trella! —así repetía Christian una y otra vez, hasta que
Sweyn se lo llevó y forcejeó para mantenerlo apartado, aunque en su agonía de dolor
y remordimientos se acusaba absurdamente a sí mismo de ser responsable de la
tragedia, y daba claras muestras de que el cargo de locura estaba bien fundado si las
miradas extrañas y las palabras desesperadas e incoherentes eran prueba suficiente.
Pero de ahí en adelante todo el razonamiento y la autoridad de Sweyn no pudo
colocar a Piel Blanca por encima de toda sospecha. No se le pidió que la defendiese
de la acusación cuando volvió a silenciar a Christian, pero sabía bien cuál era el
significado de ese acto. Que ya no oía el nombre de ella, antes pronunciado
alegremente y a menudo. Sólo se mencionaba en susurros que no podía entender.
El paso del tiempo no barrió los miedos supersticiosos que Sweyn despreciaba.
Estaba furioso e inquieto, deseoso de que volviese Piel Blanca, y que, simplemente
por su graciosa presencia, recuperase el favor de los granjeros, pero dudaba de si toda
su autoridad y ejemplo podría evitar que ella se diese cuenta del cambio en la
bienvenida, y vio claramente que Christian sería ingobernable, y podría ser capaz de
algún ataque peligroso.
Por un tiempo, las diferencias entre los gemelos se hicieron más marcadas. Por

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parte de Sweyn, un aire de rígida indiferencia, por parte de Christian, por un silencio
desesperado y una nerviosa y aprensiva vigilancia de su hermano. Sumado a sus
remordimientos y premoniciones, el desprecio de Sweyn le pesaba intolerablemente,
y el recuerdo de su violenta ruptura era un dolor incesante. El hermano mayor,
autosuficiente e insensible, no podía saber lo profundamente que dolía su rudeza. Una
profundidad y fuerza de afecto como las de Christian le eran desconocidas. El leal
sometimiento que no podía apreciar lo habían animado a dominar; esta tozuda
oposición a su razón y voluntad la consideraba como malicia furiosa, si no auténtica
locura.
Vigilar a Christian lo irritaba incesantemente, y preveía que el resultado sería la
vergüenza y el peligro. Por lo tanto, para acallar sus sospechas, juzgó que sería
adecuado hacer movimientos para firmar la paz. Fue muy sencillo. Un poco de
amabilidad, unas pocas muestras de consideración, un ligero regreso a la vieja tiranía
fraternal, y Christian respondió con agradecimiento y alivio que lo habrían
conmovido si lo hubiese entendido todo, pero que, en lugar de eso, aumentaron su
desprecio secreto.
Tanto éxito tuvo su amabilidad que, cuando, más tarde, llegó un mensaje
transmitido por Sweyn llamando a Christian a un lugar lejano, éste no dudó de su
autenticidad. Cuando su paseo demostró ser inútil, volvió sobre sus pasos, y lo único
en lo que pensaba era en un error o un malentendido. No fue hasta que vio la casa,
entre las colinas nevadas, que el vivido recuerdo del momento en que había rastreado
a aquel horror hasta la puerta dio paso a un intenso temor y con él a una borrosa
sospecha.
Aferró con más fuerza la lanza que usaba de bastón. Todos sus sentidos estaban
alerta, todos los músculos tensos. La emoción lo empujaba, la prudencia lo
controlaba, y ambas dirigían sus largos pasos rápida, silenciosamente, hacia el clímax
que sentía que se acercaba.
Al acercarse a las puertas exteriores, una sombra se agitó y se movió, como si el
gris de la nieve hubiese adquirido movimientos independientes. Una sombra más
oscura se quedó y se giró hacia Christian, haciendo que se le helase la sangre de
desesperación.
Sweyn estaba ante él, y desde luego, la sombra que se había ido era Piel Blanca.
Habían estado juntos, y cerca. ¿No había estado ella en sus brazos, lo bastante
cerca para que se juntasen sus labios?
No había luna, pero las estrellas daban suficiente luz para mostrar que el rostro de
Sweyn estaba arrebolado y exultante. El color permaneció, aunque la expresión
cambió rápidamente al ver a su hermano. ¿Cómo, si Christian lo había visto todo,
debería enfrentarse a sus arrebatos de locura? ¿Con resolución? ¿Con indiferencia?
Se detuvo entre ambas y, como resultado, se pavoneó.
—¿Piel Blanca? —preguntó Christian, ronco y sin aliento.
—¿Sí?

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La respuesta de Sweyn era una pregunta, con una entonación que implicaba que
estaba despejando el camino para la acción.
De Christian salió: «¿La has besado?», como un golpe directo, asombrando a
Sweyn ante la pura fuerza de su temeridad.
Enrojeció aún más, y aun así medio sonrió por su éxito. Si de verdad hubiera
existido entre él y Christian la rivalidad que imaginaba, en su cara había la suficiente
indolencia del triunfo como para provocar una ira celosa.
—¡Te atreves a preguntarlo!
—¡Sweyn, oh, Sweyn, debo saberlo! ¡Lo has hecho!
El tinte de desesperación y angustia en su tono enfadaron a Sweyn, que lo
entendió mal. Los celos que provocaban esa interpretación eran intolerables.
—¡Necio loco! —dijo, ya sin contenerse—. Consíguete tu propia mujer para
besarla. Deja en paz a la mía sin preguntas. ¡Una mujer como la que yo desearía besar
es una mujer que nunca te permitiría que la besaras!
Entonces Christian entendió su suposición.
—¡Yo…! —gritó—. Piel Blanca… ¡esa Cosa letal! Sweyn, ¿estás ciego o loco?
¡Yo te salvaría de ella, es una mujer-lobo!
Sweyn volvió a irritarse ante la acusación, una venganza miserable, como él lo
entendía y, en un instante, por segunda vez, los hermanos peleaban.
Pero Christian estaba ahora demasiado desesperado para ser escrupuloso, pues
una borrosa visión le había sugerido una posibilidad, y para seguirla era necesario
estar libre de los golpes de su hermano. ¡Gracias a Dios estaba armado, y así era el
igual de Sweyn!
Enfrentándose a su atacante con la lanza, subió los brazos, y con el extremo romo
golpeó tan fuerte que se cayó. El corredor inigualable saltó en el instante, para
perseguir una idea desesperada. Sweyn, al ponerse en pie, estaba tan sorprendido
como enfadado ante esta innombrable huida. Sabía en el fondo que su hermano no era
un cobarde, y que era poco propio de él retirarse de una pelea porque la derrota fuese
segura, y la cruel humillación a manos del vengativo vencedor fuera probable. Era
muy consciente de la inutilidad de perseguirlo. Debía guardar su rabia, sabiendo que
llegaría su ventaja. Dado que Piel Blanca se había ido hacia la derecha y Christian
hacia la izquierda, no se le ocurrió que pudiesen encontrarse. Y ahora Christian,
actuando según la borrosa visión que había tenido de algo que se movía contra el
cielo a lo largo de la cresta de las colinas en el momento en que Sweyn se lanzaba
hacia él, apostaba su única esperanza en aquello y en su velocidad superlativa. Si lo
que había visto era de verdad a Piel Blanca, supuso que dirigía sus pasos hacia los
eriales abiertos, y había una posibilidad de que, en una carrera en línea recta y un
desesperado y peligroso salto sobre un precipicio, podía alcanzarla o adelantarla. ¿Y
cuando lo lograse? No lo había pensado.
Pasó la rápida y fiera carrera y el riesgo de muerte en el salto, y se detuvo en una
hondonada para recuperar el aliento. ¿Llegaría? ¿Se habría ido?

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Llegó.
Llegó deslizándose con un paso veloz, insonoro, que no era ni andar ni correr.
Tenía los brazos doblados entre sus pieles, que estaban ajustadas al cuerpo. Las cintas
blancas de su cabeza estaban recogidas y atadas debajo de su cara. Sus ojos estaban
fijos en la distancia. Así marchaba hasta que el equilibrado balanceo de su paso se vio
detenido por Christian.
—¡Piel!
Inhaló rápidamente al sonido de su nombre así mutilado, y vio al hermano de
Sweyn. Sus ojos centellearon, levantó el labio superior y mostró los dientes. La mitad
de su nombre, impreso con un sentido ominoso según lo había pronunciado él, le
advirtió de la presencia de un enemigo mortal. Aun así, ella abrió su capa y habló con
suavidad como una mujer:
—¿Qué quieres?
Entonces Christian respondió con su solemne y temible acusación:
—Besaste a Rol… ¡y Rol está muerto! Besaste a Trella: ¡ella está muerta! ¡Has
besado a Sweyn, mi hermano, pero él no morirá! —y añadió—: Vivirás hasta
medianoche.
El filo de sus dientes y el destello de sus ojos quedaron un momento fijos y su
mano derecha bajó hasta la empuñadura del hacha. Entonces, sin una palabra, se
apartó de él, y salió corriendo rápidamente sobre la nieve.
Y Christian salió corriendo, y la siguió velozmente sobre la nieve, por detrás, pero
a media zancada de su lado.
Así fueron corriendo juntos, en silencio, hacia los vastos eriales de nieve, donde
nada vivo excepto ellos dos se movía bajo las estrellas de la noche.
Nunca antes se había regocijado igual Christian de sus poderes. El don de la
velocidad y la práctica del uso y la resistencia ahora le resultaban valiosísimas.
Aunque quedaban horas hasta medianoche, tenía confianza en que, fuese donde fuese
esa Cosa, por mucha prisa que se diera, no podía correr más que él ni huir. Entonces,
cuando llegase el momento de la transformación, cuando el cuerpo de mujer ya no
fuese un escudo contra la mano del hombre, podría matar o morir para salvar a
Sweyn. Había golpeado a su querido hermano en un momento de extrema necesidad,
pero no podía, aunque la razón le urgía a ello, golpear a una mujer.
Corrieron uno, dos kilómetros. Piel Blanca siempre delante, Christian siempre a
igual distancia a su lado, de vez en cuando tan cerca que sus pieles le tocaban. Ella no
dijo una palabra, tampoco él. Nunca volvió la cabeza para verle, ni giró para evitarlo,
sino que, con la cara hacia delante, corrió en línea recta, sobre terreno desigual, sobre
terreno liso, consciente de su cercanía por el ruido constante de sus pies y el de su
respiración.
Durante un tiempo ella aceleró el paso. Desde el principio, Christian había
juzgado que su velocidad era admirable, pero con exultante seguridad en su propio
talento y resistencia fueran cuales fueran sus esfuerzos. Pero, cuando aceleró el ritmo,

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se vio puesto a prueba como nunca lo había sido en ninguna carrera. Los pies de ella,
sin duda, eran más rápidos que los de él. Sólo por la longitud de sus zancadas podía
mantener su puesto al lado de ella. Pero su corazón era resuelto, y aún no temía fallar.
Así siguió la desesperada carrera. Sus pies levantaban la nieve en polvo, su
respiración formaba vapor en el aire helado y se habían ido antes de que el aire
quedase limpio de nieve y vapor. De vez en cuando, Christian alzaba la cabeza para
juzgar, por las estrellas, la llegada de la medianoche. Tanto tiempo… ¡tanto tiempo!
Piel Blanca continúo sin descanso. Ella, era evidente, tenía confianza en que su
velocidad era inigualable, y estaba tan resuelta a correr más que su perseguidor como
éste de aguantar hasta medianoche y cumplir su propósito. Y Christian continuó, aún
seguro de sí mismo. No podía fallar, no fallaría. Vengar a Rol y a Trella era motivo
suficiente para hacer lo que haría cualquier hombre, pero más aún por Sweyn. Ella
había besado a Sweyn, pero él no moriría. Si tenía que salvar a Sweyn no podía fallar.
Nunca se vio una carrera como ésta. No, no cuando en la vieja Grecia hombre y
doncella corrieron juntos con dos destinos en juego. Pues la carrera continuaba a
plena velocidad, mientras salía estrella tras estrella, camino de la medianoche,
durante una, dos horas.
Entonces Christian vio y oyó lo que le provocó miedo. En una arboleda que había
sobre una ladera, vio moverse algo oscuro, y oyó un ladrido, seguido de un pavoroso
grito, y la oscuridad se extendió sobre la nieve. Una manada de lobos en persecución.
De las bestias poco tenía que temer, al ritmo que llevaba podría distanciarlas,
moviéndose las bestias a cuatro patas. Pero por los trucos de Piel Blanca sentía una
aprensión infinita, pues quizá tomaría ventaja de los salvajes colmillos de esos lobos,
siendo como era medio loba. Ella no les concedió ni una mirada ni una señal, pero
Christian, en un impulso por asegurar que no escaparía de él, agarró la parte de atrás
de sus pieles, aún corriendo.
Ella se volvió como un rayo con un gruñido bestial, con los dientes y los ojos
brillándole de nuevo. Su hacha relampagueó, arriba, abajo, atacando a la mano. La
habría cortado a la altura de la muñeca, pero él la paró con la lanza. Aun así, atravesó
la lanza y destrozó los huesos de la mano con el mismo golpe, de modo que él le soltó
la capa.
Volvieron a correr como antes, y Christian no perdía el ritmo, aunque su mano
izquierda colgaba inútil, sangrando y rota.
El gruñido, indudable, y aunque modificado por los órganos de mujer, la furia
despiadada que mostraba en dientes y ojos y el agudo dolor de su golpe mutilador
hicieron que Christian ignorase a las bestias de atrás, ya que ahora se daba cuenta del
peligro infinitamente mayor que tenía ante él en forma de esa Cosa letal.
Cuando recordó mirar atrás, ¡helos!, la manada había alcanzado sus pasos, y se
apartaron instantáneamente, intimidados. Los ladridos de persecución se habían
tornado gemidos y lloros. Esa criatura era tan aberrante para bestias como para
hombres.

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Se había envuelto en las pieles, de modo que, en lugar de flotar sueltas hasta sus
tacones, ahora nada colgaba por debajo de sus rodillas, y esto sin siquiera frenar su
fabulosa velocidad ni entorpecer su paso. Mantenía la cabeza como antes, sus labios
apretados, y sólo la tensa nariz revelaba su respiración, no había señal de cansancio
que hablase del gran esfuerzo de esa terrible velocidad.
Pero en Christian ya se notaba palpablemente el esfuerzo. La cabeza le pesaba, y
la respiración se le volvió trabajosa. La lanza habría sido una carga ahora. Su corazón
latía como un martillo, pero tal insensibilidad oprimía su cerebro que sólo por pasos
podía darse cuenta de su triste estado. Herido y desarmado, persiguiendo a esa
horrible Cosa, que era una mujer fiera, desesperada y armada con un hacha, y que
asumiría la forma de la aún más formidable fiera con colmillos.
Y a las estrellas lejanas les quedaba aún casi una hora antes de la medianoche.
Tan perdido andaba su cerebro que tuvo la impresión de que ella huía de las
estrellas de medianoche, que avanzaban tan lentamente que había pasado un tiempo
equivalente a días y más días, y que pasarían días y más días antes del final. A no ser
que ella frenase o él fracasase.
Pero no fracasaría.
¿Cuánto tiempo llevaba rezando así? Había empezado con tal confianza y
seguridad que no sentía la necesidad de esa ayuda, y ahora parecía que era el único
medio de evitar que su corazón se hinchase más allá de lo que podía albergar su
cuerpo, de prevenir que su cerebro se le atrofiase. Una criatura de dientes afilados
rasgaba y tiraba de su inútil mano izquierda. No la veía, no podía sacudírsela, pero
rezaba para que se fuese.
Las claras estrellas ante él empezaron a temblar, y él supo por qué: temblaban a la
vista de lo que había detrás de él. Nunca antes había supuesto que hay cosas extrañas
que se ocultan de los hombres fingiendo ser montículos cubiertos de nieve o árboles
que se balancean, pero ahora surgían de sus inofensivos escondites para seguirlo, y
burlarse ante su impotencia de hacer que una Cosa de su familia decidiese volver a su
verdadero cuerpo. Sabía que tras él había una multitud, oía el zumbido de
innumerables susurros juntos, pero sus ojos no podían verlos, eran demasiado veloces
y ágiles. Pero sabía que estaban allí, porque, al echar un vistazo hacia atrás, vio los
montículos nevados elevarse cuando movían las tapas para volver a esconderse, vio
los árboles moverse y camuflarse entre las ramas.
Y tras esa mirada, durante un rato las estrellas dejaron de titilar, y un momento
infinito de silencio se cayó sobre el mundo helado y gris, sólo interrumpido por los
veloces ruidos de pisadas, y las suyas, más lentas pero de zancada más larga, y el
sonido de su respiración. Y en un momento de iluminación, supo que su única
preocupación era mantener su velocidad a pesar del dolor y la amargura, negarle a
ella con todas sus fuerzas su capacidad de correr más que él o de agrandar el espacio
entre ellos hasta que las estrellas llegasen a la medianoche. Entonces volvió a surgir
esa multitud invisible, zumbando y corriendo por detrás, en número suficiente, lo

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sabía, para ocultar las estrellas a su espalda, pero siempre apartándose de su vista.
Un horrible parón detuvo la carrera. Piel Blanca giró y saltó a la derecha, y
Christian, desprevenido ante tan súbita parada, vio cerca de sus pies la boca de un
profundo pozo, y se encontró incapaz de frenar su ímpetu. Pero al pasar, la agarró a
ella, aferrando su brazo derecho con su única mano buena, y los dos giraron juntos en
el borde.
El esfuerzo de ella por salvar la vida fue lo suficientemente vigoroso para
contrarrestar el impulso de él, y los puso a salvo a ambos.
Entonces, antes de que estuviese seguro de que no iban a perecer en esa caída, la
vio rechinar los dientes con pálida y salvaje furia mientras forcejeaba por liberarse y,
dado que él aferraba su mano derecha, usó el hacha con la izquierda, golpeándolo.
El golpe fue lo suficientemente efectivo. Su brazo derecho cayó inerme, herido y
con un hueso roto que chirrió con un espantoso dolor cuando él lo dejó colgando
cuando volvió a echar a correr para recuperar los pocos pasos que ella le había
ganado cuando él se detuvo por la conmoción.
La casi fuga y este nuevo dolor agudo volvieron a despertar y agudizar todas sus
facultades. Sabía que lo que seguía era con toda seguridad la muerte animada. Herido
e indefenso, estaba completamente a su merced si ella se diese cuenta y pasase a la
acción. Incapaz de vengar, incapaz de salvar, su desesperación por Sweyn lo
empujaba a seguir, seguir y preceder en la muerte al condenado por un beso. ¿Sería
posible que fracasara en perseguir a esa Cosa hasta medianoche, cuando cambiase la
forma femenina, atractiva y traicionera, y reducir a la bestia, lo que significaba el
último viso de esperanza que quedaba de su confiado propósito?
«¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!», creía estar rezando, aunque de su corazón no
surgía más que esto: «¡Sweyn, Sweyn, oh, Sweyn!»
Ya había pasado la mitad de los cuartos de la hora que quedaba para medianoche,
y las estrellas estarían en lo alto en minutos, y de nuevo su hinchado corazón, su
empequeñecido cerebro y la enfermiza agonía que le colgaba a cada lado del cuerpo
conspiraban para debilitar la voluntad que parecía imperar sobre sus pies.
Ahora el cuerpo de Piel Blanca estaba tan envuelto en las capas que ningún borde
aleteaba. Se estiró hacia delante quedando extrañamente escorada, inclinándose desde
la postura recta de un corredor. A veces cubría la distancia con largos saltos, con un
incremento en su velocidad que Christian agonizaba por igualar.
Como las estrellas señalaban que se acercaba el fin, la negra manada volvió a
aparecer detrás, y le siguió haciendo ruido. ¡Ah! Si se quedasen callados y quietos, se
quitasen sus habituales máscaras para animar con su interés la última carrera de su
más letal congénere. ¿Qué forma tenían? ¿Llegaría a saberlo? Si no fuese porque
tenía que obligar a la Cosa que corría ante él a que tomase su forma verdadera, se
daría la vuelta y los seguiría. No… no… eso no. Si pudiese hacer cualquier cosa
menos lo que hacía, correr, correr y correr sufriendo esta agonía, se quedaría quieto y
moriría para evitarse el dolor de respirar.

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Empezó a sentirse desconcertado, inseguro acerca de su propia identidad,
dudando de su verdadera forma. No podía ser un verdadero hombre, igual que esa
Cosa que corría no era una verdadera mujer, su auténtico cuerpo estaba oculto bajo la
apariencia de un hombre, pero qué era, lo ignoraba. Y también ignoraba cuál era la
verdadera forma de Sweyn. Sweyn estaba caído a sus pies, donde le había golpeado,
había golpeado a su propio hermano. Tropezó con él, y tuvo que saltar por encima y
correr más deprisa porque la que había besado a Sweyn corría muy deprisa. «¡Sweyn,
Sweyn, oh, Sweyn!»
¿Por qué las estrellas habían dejado de brillar? ¡Seguro que había llegado la
medianoche!
Mientras se inclinaba y saltaba, la Cosa le miró con una mirada salvaje y fiera, y
se rió con un desprecio feroz y triunfal. Él comprendió enseguida por qué: en apenas
unos segundos, ella se le habría escapado definitivamente. A un lado aparecía una
cuesta de hielo; al otro había una subida que caía hacia delante. Entre ambas había
espacio para plantar un pie, pero no para soportar un cuerpo. Pero un marojo de
enebro que sobresalía podía proporcionar un agarre lo bastante seguro para que una
persona, de un decidido tirón, saltase por encima del peligro y se posase en lugar
seguro.
Aunque los primeros segundos del último momento desaparecían, ella se atrevió a
echar una mirada maligna hacia atrás y reírse del perseguidor, impotente para
alcanzarla.
La crisis adquirió tintes convulsos en su último y supremo esfuerzo: su voluntad
surgió indomable, su velocidad se demostró aún incomparable. Saltó impulsándose,
la adelantó antes de que su risa tuviese tiempo de desvanecerse, y se giró, taponando
el camino y preparándose para oponerse a ella.
Ella se abalanzó desesperada, fintando con la mano derecha y luego se tiró hacia
él con un salto como el que da una bestia salvaje cuando se lanza a matar. Y él,
incluso con una mano fuerte y un brazo que no podía guiar ni agarrar, la atrapó.
Cayeron juntos. Al sentir cómo se le resbalaba el brazo y se le debilitaba la mano, y
para evitar la temible agonía del hueso destrozado, mordió y agarró la túnica mientras
ella luchaba y se retorcía escapándose del agarrón, victoriosa.
Sacó el hacha como el rayo y le golpeó en el cuello, profundamente, una, dos
veces, mientras a él se le escapaba la sangre, manchándole los pies.
Las estrellas alcanzaron la medianoche.
El grito de muerte que oyó no era el suyo, pues sus dientes apenas se habían
relajado cuando sonó, y el pavoroso grito comenzó como un gemido de mujer y luego
cambió y terminó como el aullido de una bestia. Y antes de que el vacío final se
apoderase de sus ojos moribundos, vio que había sido Ella quien lo había proferido, y
vio aún más: que la Vida cedía paso a la Muerte, sin motivo aparente, de modo
incomprensible.
Pues no podía saber que ningún agua bendita podía ser tan bendita, tan potente a

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la hora de destruir a un ser maligno, como la sangre de un corazón puro derramada en
beneficio de otro en un acto de libre devoción.
La propia realidad oculta que había deseado conocer se hizo palpable,
reconocible. Esto fue lo que sintió: la alegre y pletórica esperanza de haber salvado a
su hermano; demasiado desbordante para que la contuviese el limitado cuerpo de un
solo hombre y que anhelaba una nueva encarnación, infinita como las estrellas.
La verdadera realidad era que el cerebro del hombre se encogió, se encogió hasta
que se quedó en nada, que el cuerpo del hombre no pudo retener el tremendo dolor de
su corazón y lo expulsó a través de la herida abierta en el cuello y que el silencio
volvía presto por detrás de él, reforzado por aquella forma que se disolvía y se perdía
de su vista, de su oído, de sus sentidos.

* * *

Con el gris despertar del día, Sweyn se topó con las huellas de un hombre, de un
corredor, según vio en la nieve, y la dirección que habían seguido despertó su
curiosidad, pues un poco más adelante el trayecto no tenía más remedio que cruzarse
con el borde de un gran precipicio. Se volvió a rastrearlas. Y, al hacerlo, la longitud
de los pasos le llamó la atención: era un paso largo, como el suyo propio si echase a
correr. Sabía que estaba siguiendo a Christian.
En su ira, había endurecido su corazón a la ausencia de su hermano; pero ahora,
viendo hacia dónde se dirigían las pisadas, se sintió víctima del remordimiento y el
temor. No había pensado ni se había preocupado por su pobre y agitado gemelo,
quien podría (¿sería posible?) haberse precipitado a una frenética muerte.
Se le paró el corazón al llegar al lugar donde había tenido lugar el salto. También
había caído un montoncillo de nieve, y al asomarse no vio abajo más que nieve.
Corrió por el borde del abismo unos doscientos metros, hasta llegar a una bajada por
la que pudo resbalar y bajar, y llegar al fondo donde se encontraba la nieve apilada.
Allí vio que la vigorosa carrera había vuelto a empezar.
Se quedó pensando, perplejo de que un hombre hubiese dado aquel salto al que él
no se había atrevido, perplejo de haberse engañado al extremo de sentir emociones
tan dolorosas, intentando infructuosamente adivinar el motivo de Christian para
seguir tan alocada carrera. Y así llegó al lugar donde las pisadas se doblaban.
Estas otras eran pisadas pequeñas, como las de una mujer, aunque la distancia de
una a otra era mucho mayor de la que permitiría una falda.
¿No serían las pisadas de Piel Blanca?
Una espeluznante suposición lo asaltó; tan espeluznante que retrocedió incrédulo.
Pero el rostro se le volvió gris ceniza, y dio un grito sofocado para recuperar el
movimiento de su corazón roto. ¿Increíble? Una investigación más atenta mostró
cómo las pisadas más pequeñas habían cogido velocidad, golpeando la nieve con
mayor profundidad, ejerciendo una presión más débil en los talones. ¿Increíble?

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¿Podía alguna mujer, excepto Piel Blanca, correr así? ¿Podía algún hombre, excepto
Christian, correr así? La suposición se convirtió en certeza. Estaba siguiendo el rastro
donde en la noche oscura Piel Blanca había huido de la persecución de Christian.
Una villanía tal prendió en su corazón y en su cerebro el fuego de la ira y la
indignación. Una villanía tal cometida por su propio hermano, hasta entonces digno
de amor y de elogio aunque neciamente manso. Mataría a Christian; si tuviese tantas
vidas como huellas había dejado, la venganza exigiría que las tomase todas. Las
siguió apresurado, en una tempestad de odio asesino, pues el rastro era bastante
evidente, empezando con un arranque de velocidad imposible de mantener y que
pronto lo devolvió a un paso lento para recuperar su aliento agotado y entrecortado.
Maldijo a Christian en voz alta y gritó el nombre de Piel Blanca en un frenético
clamor apasionado. Su dolor era ira ante la intolerable angustia de pena y vergüenza
al pensar que su amor, Piel Blanca, que había partido libre y radiante tras su beso, era
perseguida inmediatamente después por su hermano loco de celos y huía por su vida
mientras su amante estaba tranquilamente en la casa. Si lo hubiese sabido, rabió, en
una impotente rebelión ante la crueldad de los sucesos, si hubiese sabido que su
fuerza y su amor hubiesen podido salir en su defensa… ahora el único servicio que
podía rendirle era matar a Christian.
Él sabía que como mujer no tenía rival en velocidad ni fuerza, pero Christian no
tenía rival en velocidad entre los hombres ni era sencillo superar su fuerza. Por
valiente, rápida y fuerte que fuese, ¿qué oportunidad podría tener contra un hombre
de esa fuerza y altura, que además estaba enloquecido y rabioso de venganza contra
su hermano, su victorioso rival?
Kilómetro tras kilómetro siguió con el corazón encendido; el caso parecía cada
vez más lastimoso, más trágico ante la evidencia de la espléndida superioridad de Piel
Blanca, resistiendo tanto tiempo la famosa velocidad de Christian. Tanto, tanto
parecía haber resistido que su amor y admiración crecieron más y más, y su dolor e
indignación también. Allá donde el rastro estaba nítido, corría con tal temeraria
prodigalidad de fuerzas que pronto se agotaba, y se arrastraba penosamente hasta que,
a veces en el hielo de un lago, a veces en un punto barrido por el viento, se perdía
todo rastro. Sin embargo, tan directa había sido su marcha que siguiendo recto y
luego mirando a ambos lados volvía a encontrar el rastro.
Pasaron horas y horas, más de la mitad de aquel día de invierno antes de que
llegase al lugar donde la nieve pisoteada mostraba que había tenido lugar un guirigay
de pisadas… ¡y desaparecían! Pisadas de lobo… ¡sorprendentemente desaparecidas!
Sólo un poco más allá encontró la cortada punta de lanza de Christian; más allá aún
vio dónde había caído el resto de la inútil vara. Ahí la nieve estaba salpicada de
sangre y las pisadas de ambos estaban muy cerca unas de otras. Salió de él un ronco
sonido de júbilo que podría haber sido una risa de haber tenido suficiente aliento.
«¡Oh, Piel Blanca, mi valiente, mi desdichada amada! ¡Buen golpe!», gruñó, dividido
entre la pena y una gran admiración, pues estaba seguro de que ella se había girado y

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asestado un golpe.
La vista de la sangre lo había excitado como le hubiera ocurrido a una bestia
hambrienta. Enloqueció con el deseo de agarrar de nuevo a Christian por el cuello, y
esta vez sin soltarlo hasta arrancarle la vida, o quitársela a golpes, o a puñaladas. O de
todas esas maneras, y también hacerle pedazos. Y, ¡ah!, entonces, y no antes, se
desharía en lágrimas como un niño, como una niña, por el triste destino de su amor
perdido.
Adelante, adelante, adelante… el tiempo pasaba dolorosamente, esforzándose y
afanándose en rastrear a aquellos dos soberbios corredores, consciente de lo
maravilloso de su resistencia, pero ignorante de lo maravilloso de su velocidad, que
les había permitido cubrir tan vasta distancia en las tres horas anteriores a
medianoche, una distancia que él sólo podía atravesar de crepúsculo a crepúsculo.
Pues se estaba acabando el día cuando llegó al borde de un viejo pozo de marga y vio
cómo los dos que habían pasado antes que él habían chocado y trastabillado juntos en
una desesperada maniobra en el mismo abismo. Y ahí las manchas frescas de sangre
le hablaron de una valiente defensa contra su infame hermano, y siguió por donde la
sangre había goteado hasta que el frío había restañado su manar, gratificándose
salvajemente en esta prueba de que Christian había sufrido una herida profunda,
reanudando su deseo salvaje de hacer lo mismo con más precisión, calmando así su
odio asesino. Y empezó a comprender que, entre toda su desesperación, había
mantenido un germen de esperanza, que crecía poco a poco, regado por la sangre de
su hermano.
Siguió adelante como pudo, acuciado ora por un acceso de esperanza, ora por la
desesperanza, agonizando por llegar al final, por terrible que fuese, enfermo por el
dolor de la distancia que lo había retrasado.
Y la luz se marchitaba en el cielo, dando lugar a unas estrellas inseguras.
Llegó al final.
Dos cuerpos yacían en un lugar estrecho. Uno era el de Christian, pero el otro,
más allá, no era el de Piel Blanca. Allí donde terminaban las pisadas yacía un gran
lobo blanco.
Al ver esto, la fuerza de Sweyn saltó en pedazos y cayó fulminado de rodillas en
cuerpo y alma.
Las estrellas ya brillaban firme e intensamente antes de que se moviese de donde
había caído. Muy débilmente se arrastró hasta su hermano muerto, le puso las manos
encima y así se agazapó, temeroso de mirar o de moverse más.
Frío, rígido, llevaba horas muerto. Aun así, el cadáver era su único refugio y
sostén en aquella pavorosa hora. Su alma, privada de toda comodidad escéptica, se
encorvó tiritando, desnuda, abyecta, y el vivo se aferró al muerto en patética
necesidad de gracia por parte del alma que había fallecido.
Se alzó de rodillas, levantando el cuerpo. Christian había caído de cara en la
nieve, con los brazos abiertos y en esa postura el hielo lo había vuelto rígido; extraño,

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horrible, sin ceder a los brazos de Sweyn, de modo que lo volvió a soltar y se
acuclilló por encima, rodeándolo con los brazos y lanzando un gemido que venía de
su corazón roto.
Cuando al fin encontró las fuerzas para levantar el cuerpo de su hermano y
llevarlo en brazos, pegado a su pecho, intentó mirar a la Cosa que yacía más allá. La
visión le inmovilizó los miembros de horror y pavor. Los sentidos le habían fallado
por pura cobardía, pero la fuerza que le daba sujetar al querido Christian en sus
brazos le permitió obligarse a soportar la visión y que su cerebro asimilase el aspecto
completo de la Cosa. No estaba herida, sólo tenía manchas de sangre en los pies. Las
grandes y aterradoras mandíbulas se curvaban en una sonrisa, aunque rígida y muerta.
Y no podía soportar por más tiempo su beso, y se giró para no volver a mirar nunca
más.
¡Y el cadáver que llevaba en sus brazos, conocedor del horror, lo había seguido y
se había enfrentado a él por su bien, había sufrido la agonía y la muerte por su bien,
en el cuello tenía el profundo corte mortal, un brazo y ambas manos estaban
oscurecidos por la sangre congelada, por su bien! Ahora que estaba muerto supo,
como no había sabido mientras estuvo vivo, que él le había profesado la medida
adecuada de amor y adoración. Como por fuera él carecía de perfección y fuerza
comparables a las suyas, había tomado el amor y adoración de ese gran corazón puro
como algo que le debía; a él, tan indigno por dentro, tan ruin, tan despreciable;
insensible y despreciativo hacia el hermano que había entregado su vida por salvarlo.
Anhelaba la destrucción completa para evitarse el saberse indigno de un amor tan
perfecto. La helada calma de la muerte en el rostro le aterraba. No se atrevía a besarle
con unos labios que habían maldecido de ese modo, con labios mancillados por el
horror que le había dado la muerte.
Luchó por ponerse en pie, aún agarrando a Christian. El muerto quedó en pie
dentro de su abrazo, rígido y helado. Los ojos no estaban cerrados del todo, la cabeza
había quedado rígida, inclinada ligeramente hacia un lado, los hombros
permanecieron estirados y abiertos. Era la figura de un crucificado, también con las
manos ensangrentadas.
Así, vivo y muerto volvieron sobre las huellas que uno había pasado con el más
profundo amor y el otro con el más profundo odio. Toda aquella noche se afanó
Sweyn a través de la nieve, llevando el peso del muerto Christian, siguiendo las
pisadas que antes había recorrido mientras agraviaba con los pensamientos más viles
y maldecía con odio asesino al hermano que, mientras tanto, yacía muerto por su
bien.
La fría y silenciosa oscuridad rodeaba al hombre fuerte, encorvado por su
dolorosa carga. Y sabía con certeza que aquella noche había entrado en el infierno,
había caminado por el fuego infernal en el camino de regreso a casa y sólo lo había
soportado porque Christian estaba con él. Y supo con certeza que, para él, Christian
había sido como Cristo y había sufrido y muerto para salvarlo de sus pecados.

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Rosa Mulholland
(1841 - 1921)

“The Haunted Organist of Hurly Burly” (1891) es una ghost story de fuerte sabor
folclórico, un cuento de hadas «para adultos», ligero pero tenebroso, inquietante, al
estilo de los escritos por E. T. A. Hoffman. Pero también posee un vago acento
malsano, enrarecido, como el de una habitación cerrada durante largo tiempo sin
ventilar, lo cual nos evoca a Sheridan le Fanu. Tan singular mezcolanza de texturas se
debe a la curiosa personalidad creativa de su autora, Rosa Mulholland, escritora
irlandesa casada con el prestigioso anticuario Victoriano sir John Gilbert, quien,
además, era un experto en el folclore de Irlanda e Inglaterra. La denominada «ciencia
del folclore», una combinación de términos aparentemente paradójicos, arrancó
cuando los catedráticos de filología alemana Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm
(1786-1859) empezaron a datar los cuentos populares de su país, registrando sus
fuentes y analizando sus contenidos. Gilbert, atraído por sus trabajos, hizo
exactamente lo mismo, tarea en la que colaboró activamente su esposa.
De ahí que “The Haunted Organist of Hurly Burly” sea un relato de fantasmas y
casas encantadas alejado del tono mítico, legendario o sencillamente macabro, gótico,
que menudeaba entonces en el género. Hay sutiles pinceladas de todo ello, de
acuerdo, pero su agazapado «Érase una vez» impregna la narración de un hálito
mágico, oscilante entre la fascinación y lo terrorífico. Por otra parte, Rosa
Mulholland, ferviente católica —y nacionalista irlandesa—, concibe “The Haunted
Organist of Hurly Burly” como un cuento «moral», en el que la virtud y el pecado,
Dios y el Diablo, se enfrentan para abordar supuestas verdades intemporales y
universales a través del prisma de la fe. Las preguntas a las que, según Bruno
Bettelheim, responden los cuentos de hadas —«¿Cómo es el mundo en realidad?»
«¿Cómo tengo que vivir mi vida en él?»—, se vehiculan por medio de la
protagonista, una dama llamada Margaret Calderwood —que se enfrenta a una
maldición demoníaca con la entereza y ese punto de inocencia, por pura ignorancia,
típico de las heroínas de cuentos de hadas—, y de Lisa, una jovencita invitada por un
espectro a tocar el órgano que permanece silencioso en su casa natal de Inglaterra.
Rosa Mulholland estaba fascinada por los relatos terroríficos de su compatriota
Sheridan le Fanu, por lo que confirió a “The Haunted Organist of Hurly Burly” un
matiz trágico y, al mismo tiempo, escalofriante, digno de relatos como “El huésped
misterioso” (The Mysterious Lodger, 1850) o “Relación de unas extrañas
anormalidades en Augier Street” (An Account of Some Strange Disturbances in
Aungier Street, 1853), haciendo hincapié en la naturaleza corrupta del alma humana.
Para ello, Mulholland inventa el personaje de Lewis Hurly, una especie de sosias
literario de sir Francis Dashwood (1708-1781), fundador en 1751 del Hellfire Club

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(El Club del Fuego del Infierno). Situado en las catacumbas de West Wycombe, en
Chiltern Hills (Buckinghamshire) y en Medmenham Abbey, ambas propiedad de sir
Francis, era el punto de reunión del aristócrata y sus amigos, quienes se entregaban a
toda clase de excesos sexuales y etílicos —realizando bufos rituales paganos en
honor de Venus y Baco—, que algunos moralistas de la época definieron
posteriormente como «actos satánicos». Así, mucho antes de que Thomas De
Quincey, Montague Summers y Daniel P. Mannix abordaran su figura y las
escabrosas actividades de sir Francis y su Club, la escritora irlandesa nos habla de El
Club del Diablo, donde Lewis Hurly «comenzó a practicar unos rituales no
precisamente santos en distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas
entre las tumbas del cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en unos casos,
y a ancianos en otros, a los que torturaban y hacían creer que enterrarían vivos; y,
sobre todo, desafiaban a la muerte y, peor aún, a todo lo que es sagrado…»
Rosa Mulholland nació en Belfast, en el seno de una prominente familia católica
donde los varones se dedicaron durante generaciones a la medicina. Quiso ser
pintora, pero la lectura de las obras de Charles Dickens la empujó, entusiasmada, a la
literatura. Sus primeros éxitos como escritora, The Wild Birds of Killeevy (1883) y
Marcella Grace (1886), hablan de los problemas socio-políticos de Irlanda bajo la
dominación inglesa, y abogan por la creación de una aristocracia católico-irlandesa
que paliara los efectos negativos del feudalismo inglés. Su amor por la mitología y
costumbres célticas de su tierra radicalizaron sus ideas y actividades políticas,
empezando a utilizar en sus obras los términos «ellos» y «nosotros» para distinguir a
los ingleses de los irlandeses. Curiosamente, nunca vio una Irlanda libre, pues murió
durante la Guerra de Independencia (1919-1921). Empero, narraciones como “Not to
be taken at Bed-time” (1865) —una de las más célebres, todavía hoy, en los países de
habla inglesa— o “The Ghost at the Rath” (¿?) la consagraron como una de las
grandes especialistas en el género, incluso más allá de su cultivo de la prosa, y cuyo
ejemplo más destacado lo hallamos en el poema gótico Love and Death (1895).

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EL ORGANISTA FANTASMA DE HURLY BURLY

Sobre Hurly Burly[28] caía una gran tormenta con truenos y relámpagos. Todas las
puertas estaban cerradas; los perros de la casa permanecían en sus casetas; el río
cercano, crecido por el diluvio que caía, estaba a punto de desbordarse anegándolo
todo, y ni los canalones ni las alcantarillas daban abasto. A una milla del pueblo,
sobre la gran mansión, los grajos se llamaban los unos a los otros con sus graznidos,
presos del terror que sentían, y los cervatillos del bosque oscuro asomaban
tímidamente sus cabezas tras los troncos de los árboles, mientras una mujer ya de
edad, tras la puerta cerrada de la casa, se ponía de pie después de haber rezado unas
oraciones, y depositaba el misal en una estantería mientras lamentaba el estado
lamentable en que la lluvia iba dejando las rosas de julio de su jardín, las cuales,
ciertamente, perdían paulatinamente su belleza poco antes exquisita. Muchas de ellas
caían definitivamente muertas en los charcos; a otras, irremediablemente laceradas,
se les iban cayendo poco a poco los pétalos, al tiempo que los tallos, que a duras
penas habían resistido el ataque de la lluvia, parecían a punto de quebrarse allá donde
aquella misma mañana Bess, la criada de la señora de la casa, había recogido un
magnífico ramo. También las hileras de blancas azucenas, que bajo el sol anterior
alcanzaran una perfección y gracia superlativas, perecían lenta e inexorablemente en
el barro y los charcos. Las ciruelas que crecían junto al muro del lado sur de la finca
exhalaban al caer el último hálito de su esencia, que antes de la tormenta había
llenado el aire. El cielo seguía oscuro; apenas prometía una tregua próxima, por
encima de las altas copas de los robles, y los pájaros se zambullían en la hiedra que
cubría los muros de la finca y la fachada principal de Hurly Burly.
Aquello ocurrió hace más de medio siglo, mas sabemos que la señora de Hurly
Burly vestía como era de rigor en aquel tiempo, y que tras los cristales de la ventana,
sentada en su mecedora, muy cerca del sillón donde estaba su marido, contemplaba la
lluvia incesante, al tiempo que observaba la tetera en el fuego y los panecillos
tostándose, mientras la luz del día declinaba por momentos. Podemos imaginarla con
su tocado impoluto, con la blanca blusa bordada, con la negra falda bien planchada
hasta los tobillos, sin arrugas las medias y unos pompones en sus zapatos brillantes;
pero hay que decir, más allá de toda suposición, que aquella mujer tenía los ojos del
color de las lilas, satinada la piel, que a despecho de su edad mantenía muy tersa y
delicada, y pálidos los labios de línea muy fina y expresión dulce, todo lo cual le daba
una prestancia angelical que la protegía de las heridas que el paso del tiempo inflinge
a la belleza.
Su esposo, un caballero, el señor de la casa, era un hombre apuesto y de carácter
tan afable como ella; de piel mucho más morena que la de su esposa, tenía grises los
cabellos pero tan brillantes como los de la dama; los años le habían llenado el rostro
de arrugas, que no obstante le daban una prestancia mayor, un aire infinitamente

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respetable bajo el que aún se percibía aquella determinación que tuvo de joven,
cuando fue más colérico y arrojado, incluso un sí es no es fanfarrón y jactancioso.
Pero el tiempo había hecho que sus párpados cayeran levemente, pacificándole la
mirada, y que su voz, ayer tronante, fuese ahora suave y profunda; y que sus pies,
veloces cuando fue joven y orgulloso, ahora lo llevaran despacio, con bastante
solemnidad. De vez en cuando volvía los ojos hacia su esposa, y ella le devolvía la
mirada en silencio.
La señora de la casa no era una mujer muy alta, por lo que él le sacaba fácilmente
una cabeza. Formaban una pareja bien avenida, a pesar de sus diferencias, que las
había. Ella hablaba con cierto atropellamiento, como si de continuo estuviera
nerviosa, pero con gran delicadeza y bondad siempre, mientras él lo hacía pausado,
reflexivo, con una inclinación cortés de la cabeza, interesándose mucho por la
persona con la que hablaba. Se llevaban mejor que antes, incluso mejor que cuando
fueron más jóvenes y más apasionados, como si la melancolía, y hasta la tristeza, los
hubiese unido más estrechamente con el paso de los años. Atrás habían quedado los
tiempos en que ella le gritaba: «¡No seas tan severo con nuestro hijo!», a lo que él
respondía: «¡Lo estás arruinando con tu blandenguería y tantos mimos!» Ahora,
como ya se ha dicho, se contemplaban con mucha más ternura y aquiescencia.
El salón en el que se hallaban estaba decorado a la antigua, con muebles regios.
Había un piano, un órgano y una guitarra, y se veían sobre una mesa un montón de
partituras. En el suelo, alfombras en las que predominaba el tono azul; y de tono azul
predominante eran también las cortinas y algunas figuritas de adorno que estaban
sobre los muebles. Frente al ventanal ahora cerrado había un búcaro siempre lleno de
rosas frescas que todo lo llenaban, cuando las ventanas quedaban abiertas y entraba
por ellas el aire del jardín, de un aroma delicioso que se unía al del resto de las flores
y que parecía imbuido del canto de los pájaros y del brillo perlado de humedad de la
hiedra. Aquel búcaro era de plata china, antiquísima y muy rara de verse. No se
puede decir, empero, que el salón fuera confortable en tanto que funcional, pero sí
que estaba lleno de objetos refinados, de los que llenan de lujo los ojos.
Había siempre un gran silencio sobre Hurly Burly, salvo allá por donde se
amontonaban los grajos. Todo lo que allí vivía, sin embargo, sufrió de forma
agobiante el calor del mes anterior, pero en los últimos días, antes de la tormenta, el
aire había vuelto a llenarse de frescura y de su paz silenciosa de siempre, ido ya el
crepitar de la estación más tórrida. La dama y el caballero de Hurly Burly
participaban con deleite de aquel estar, de aquel espíritu en que se aherrojaban la
mansión y la finca, y tomaban el té en silencio.
—¿Sabes? —dijo al fin ella—. Cuando se dejó sentir el primer trueno creí que
era…
Calló la mujer entonces, con los labios tremolantes, mientras un cierto temblor en
su tocado denotaba su agitación.
—¡Bah! —exclamó el caballero mientras dejaba su taza sobre la mesita—. Será

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mejor que nos olvidemos de todo eso… No hemos vuelto a oírlo desde hace tres
meses.
Entonces se dejó sentir el ruido chirriante de las ruedas de un carruaje ligero. Ella
se puso de pie, aún más temblorosa, derramando parte de su té.
—No te asustes, mi amor, es sólo el sonido de unas ruedas —dijo el caballero—.
Aunque… ¿quién puede ser?
—Eso me pregunto yo —dijo la dama, tratando de sosegarse, como si lamentara
su agitación.
Poco después se hacía presente en la puerta la bella Bess, la recolectora de rosas,
la criada llena de lazos azules.
—Señora —dijo a la dama—, acaba de llegar una señorita que pregunta por sus
aposentos; de momento he dejado su equipaje en la habitación reservada a Miss
Calderwood; me ha pedido que le haga llegar a usted sus respetos, y que si se le
permite la entrada en la casa.
El caballero miró extrañado a su esposa, y ésta lo miró con la misma extrañeza.
—Tiene que haber un error —dijo en voz baja la dama—. No esperábamos a
nadie, y tampoco a cualquiera de los Calderwood, ni de los Grange. Es muy raro…
Apenas terminó de hablar se abrió de nuevo la puerta y apareció una extraña
criatura, de la que resultaba difícil decir si era hombre o mujer, pero que
evidentemente era una mujer, pues llevaba un vestido de seda negra y los hombros
cubiertos por una toquilla blanca de muselina. Lucía el tocado calado hasta las cejas;
era muy morena y menuda, delgada, con los ojos grandes y negros; y tenía la boca
grande, pero de expresión muy dulce, melancólica. Era todo cabeza, ojos, boca. Su
nariz y la barbilla apenas destacaban.
Había caminado aprisa desde la puerta, con pasitos cortos, sin embargo, y estaba
plantada en medio del salón. No obstante, al comprobar la expectación de la señora
de la casa y de su esposo, avanzó unos pasos hasta ellos y dijo con un fuerte acento
italiano:
—Señores, aquí estoy… He venido a tocar el órgano.
—¡El órgano! —exclamó la dama.
—¡El órgano! —exclamó el caballero.
—Sí, eso es, el órgano —dijo aquella mujer extraña y menuda, tamborileando con
sus dedos en el respaldo de una silla, sobre el que había puesto las manos, como si
quisiera extraerle unas notas—. Hace sólo una semana que su hijo, el apuesto señor,
acudió a mi modesta casa, donde enseño música desde que mi padre, que era inglés, y
mi madre, que era italiana, así como mis hermanos y hermanas, murieron, sí,
murieron todos, dejándome sola…
Aquí dejaron de tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, para llevarse
las manos a la cara y quitarse unas lágrimas que comenzaban a resbalarle por las
mejillas, con un gesto que remedaba el de los niños. Al momento, sin embargo,
volvieron a tamborilear sus dedos sobre el respaldo de la silla, como si sólo pudiera

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hablar mientras los movía.
—El noble señor, su hijo —siguió diciendo aquella mujer extraña y menuda,
mirando alternativamente a la dama y al caballero, mientras su piel oscura se
arrebolaba levemente—, suele acudir a mi casa al atardecer, cuando el sol comienza a
ponerse y llena mi modesta vivienda una luz amarillenta, y yo toco el órgano para él
con toda mi alma, aunque siempre me dice: «Vamos, pequeña Lisa, tienes que tocar
aún mejor», pero otras veces grita: «¡Bravo!», y en ocasiones hasta:
«Eccellentissima!» Una noche de la semana pasada, sin embargo, fue y me dijo: «Ya
es suficiente… ¿Aceptarías una oferta que te hiciera, fuese la que fuera?» —aquí bajó
la mujer sus ojos negros—, y yo le dije que sí… «Bien, pues ya eres mi contratada»,
me dijo entonces su hijo, señores, y yo volví a responderle que sí… Y él me dijo:
«Pues haz tu equipaje y guarda tus partituras, pequeña Lisa, pues saldrás de
inmediato hacia Inglaterra para ir a la casa de mis padres, que tienen un magnífico
órgano… Si te dicen que no quieren que lo toques, respóndeles que te envío yo y
quedarán conformes… Eso sí, tendrás que tocar todo el día, sin desmayo, y también
durante las noches… No podrás cansarte. Eres mi contratada y tienes que cumplir
bien, por ello, lo que te encargo». Yo le pregunté si lo vería aquí, y él me respondió:
«Sí, me verás en la casa de mis padres». Y yo le prometí cumplir lo acordado… Por
eso estoy aquí, señores.
Cesó de golpe la suave pero un tanto aguda voz de la extranjera, mientras seguía
ésta tamborileando con sus dedos sobre el respaldo de la silla. Los señores de la casa
estaban pálidos, demudados, con la respiración agitada; la extraña los miraba
expectante, a la espera de sus palabras.
—Me parece que se trata de un error —dijeron los señores de la casa, al fin, al
unísono.
—Nuestro hijo —continuó la dama con la voz quebrada y los labios temblorosos
— murió hace ya tiempo…
—No, no, nada de eso —atajó la extranjera—; si creen que se ha muerto están
muy equivocados, señores… Su hijo está vivo, y bien vivo; goza de una salud
excelente; es fuerte y muy guapo… Hace uno, dos, tres, cuatro, cinco días —dijo
mientras contaba con los dedos— que estuvo conmigo por última vez, antes de que
partiese yo de viaje para venir a Inglaterra.
—Pues crea que se trata de un error, verdaderamente; y de una coincidencia tan
fatal como extraordinaria —dijeron de nuevo al unísono el señor y la señora de Hurly
Burly—. Llevémosla a la galería —siguió diciendo la dama, la madre de ese que para
ella estaba muerto, pero vivo para la extraña recién llegada—, pues aún hay luz
suficiente como para que se puedan contemplar bien los retratos.
El atónito y alarmado matrimonio condujo a la recién llegada hasta una larga y
oscura galería que había en la cara oeste de la mansión, donde, no obstante la
oscuridad creciente, el cielo arrojaba aún cierta luminosidad sobre los retratos de la
familia Hurly, colgados en la pared.

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—No creo que quien usted dice se le parezca —dijo el señor de la casa señalando
uno de aquellos retratos, el de un joven de aspecto distinguido, un hermano suyo, que
había desaparecido en alta mar muchos años atrás.
Lisa negó con la cabeza y como de puntillas comenzó a caminar rauda por la
galería, yendo de retrato en retrato, un tanto confusa… Al rato, sin embargo, y a
despecho de la lobreguez de la estancia, se la vio sonreír feliz.
—¡Ajá!, aquí lo tenemos —dijo—. Vengan, véanlo… Éste es mi noble señor, el
bello señor, aunque en persona es aún mucho más guapo… Les digo que hace apenas
cinco días que la pobre Lisa estuvo con él… Mi querido señor, mi querida señora,
supongo que habrán quedado satisfechos y contentos… Ahora, tengan la bondad de
llevarme hasta su órgano, pues he de comenzar a tocarlo esta misma noche para
cumplir el encargo hecho por su hijo, mi noble señor.
La señora de Hurly Burly hubo de agarrarse al brazo de su esposo, pues le
temblaban las piernas.
—¿Qué edad tienes, muchacha? —preguntó a la extraña.
—Dieciocho años, señora —dijo impaciente la extraña, dirigiéndose a la puerta
de la galería.
—Mi hijo murió hace veinte años —dijo la atribulada madre, escondiendo el
rostro lloroso en el pecho de su marido.

—Que preparen nuestro carruaje —dijo poco después la señora de Hurly,


recuperándose de su abatimiento anterior—. Llevaré a esta joven ante Margaret
Calderwood, que sabrá referirle toda la historia. Margaret hará que entre en razón…
No, mañana no… Ahora mismo; no quiero esperar a mañana, puede ser demasiado
tarde… Hemos de ir ahora mismo, rápido, antes de que se haga de noche.
La joven extranjera creyó que la dama de la casa estaba loca, pero no dijo una
palabra y se mostró obediente; poco después tomaba asiento en el carruaje, junto a la
señora de Hurly. La luna comenzaba a dejarse ver pálidamente entre las nubes que
seguían descargando lluvia, si bien en el trance de amainar, una palidez lunar mucho
menos acusada, sin embargo, que la del rostro de la dama, cuyos ojos tenían la
mirada perdida, como si la forzase en una dirección sin determinar para que no se le
llenaran de lágrimas. Tampoco decía una palabra. Lisa contemplaba la luna a través
de la ventanilla del carruaje, con sus ojos negros ensoñecidos, como si disfrutara de
un sueño apasionante.
Justo cuando llegaban salía otro carruaje, pues Margaret Calderwood acababa de
regresar de una recepción. Se vio por ello, en la puerta de su casa, una figura
espléndida, la suya; era una mujer alta y muy bella y distinguida, vestida en
terciopelo marrón; llevaba al cuello un collar de diamantes que brillaban
extraordinariamente a la luz de aquella pálida luna, en la semioscuridad del
anochecer. La señora de Hurly se abrazó a ella temblorosa y agitada, llorosa, lo que
hizo que la joven dama que era Margaret Calderwood la estrechase sobre su pecho

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como si fuera una niña, llevándola rauda al interior de su casa. La menuda Lisa
observaba todo aquello con mirada de asombro, y las siguió feliz, sin embargo,
imaginando sonatas inminentes.
Hubo más lágrimas y sollozos en aquella dependencia a media luz en la que
Margaret Calderwood introdujo a su amiga. Hablaron. Consultaron largamente.
Margaret había llevado a la dama a un extremo del amplio vestíbulo, y mientras ésta
le refería el caso no dejaba de mirar con algo más que asombro a la extraña vestida de
negro que se decía organista, llegada de allende el mar sin que nadie la esperase, y
portadora de lo que parecía ser una encomienda de la muerte.
Contempló asombrada la extranjera aquella larga escalera que conducía a la
planta superior de la mansión, y poco después seguía por ella a las dos damas, que
subían hasta llegar a un gran salón bien iluminado. Allí se percató Lisa de que la
mansión era aún más lujosa que la de Hurly Burly. Estaban en un salón que daba
perfecta cuenta del tipo de mujer que era Margaret Calderwood, una joven dama
intelectual y de un buen gusto superlativo.
Lisa reparó pronto, sin embargo, en un trozo de bizcocho que había en un platillo,
sobre una mesita.
—¿Me lo puedo comer? —preguntó muy ilusionada—. Estoy hambrienta, llevo
mucho tiempo sin probar bocado.
Margaret Calderwood la contempló con una mirada más que comprensiva,
maternal incluso, y apartándole el mechón de pelo que asomaba bajo su tocado, la
besó en el estrecho trozo de frente que mostraba. Lisa la contempló maravillada de
tanta ternura y le devolvió el beso, lo que conmovió a la hermosa Margaret, mucho
más alta que la extraña, con un rostro cual el de una bellísima Madonna, rubio como
el trigo su cabello. Luego ofreció el trozo de bizcocho a Lisa, que prácticamente lo
devoró.
—Nunca había comido un bizcocho tan sabroso —dijo después, muy agradecida
a la joven señora de la casa.
—Tiene buena salud, a pesar de todo —susurró Margaret Calderwood—. Y ahora,
Lisa —dijo alzando la voz—, cuéntame todo eso del gran señor que te ha hecho venir
a Inglaterra para que toques el órgano de Hurly Burly.
Lisa apoyó entonces las manos en el respaldo de una silla, comenzó a tamborilear
allí con sus dedos, y con los ojos muy abiertos, desmesuradamente abiertos y en los
que era perceptible un ardor infinito, refirió todo lo que ya había contado a los
señores de Hurly Burly, palabra por palabra.
Cuando concluyó su relato, Margaret Calderwood comenzó a pasear por aquel
salón, de un lado a otro, meditabunda y con la expresión un tanto contrita, mientras
Lisa la observaba fascinada. Luego, cuando la joven dama comenzó a hablar, la
extraña dejó de tamborilear para entrelazar sus manos y escuchar atentamente, sin
quitar los ojos ni un momento de la bellísima y joven dama.
—Lisa, hace veinte años —comenzó a decir Margaret Calderwood—, el señor y

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la señora Hurly tenían un hijo de veinte años, realmente bien parecido, cuyo retrato
has visto en la galería de su mansión, un joven de gran talento, además… Sus padres
le adoraban, como es natural; también le adorábamos todos los que le conocíamos…
Yo también tenía entonces veinte años, como él; era huérfana, y la señora Hurly, que
había sido muy amiga de mi madre, pasó a convertirse en mi madre. Yo era una
muchacha de muy buena salud, hermosa y muy querida por todos, como él mismo…
Pero de tan inconsistente como lo era yo por aquel tiempo, sólo valoraba la riqueza.
Lewis Hurly, el hijo de los señores, y yo, nos amábamos tiernamente, sin embargo, y
decidimos comprometernos.
»Sin embargo, y acaso por afán de procurarme esas riquezas a las que aspiraba
yo, Lewis, a pesar de la magnífica educación recibida de sus padres, comenzó a
deslizarse por sendas poco recomendables, abandonándose poco a poco a los vicios,
al punto de que quienes le conocían y apreciaban sólo temían que fuera imposible su
vuelta a los buenos hábitos. Yo le pedía con lágrimas en los ojos que por el amor que
me tenía, si no lo hacía por el amor de su madre, se regenerase y volviera al buen
camino antes de que fuera tarde. Pero, para mi mayor espanto, descubrí pronto que mi
influjo sobre él se había esfumado por completo, y que ni mis palabras ni mi amor le
conmovían. Ya no me amaba… Supuse que había enloquecido por alguna razón que
se me escapaba, más allá de su afán de acaparar riquezas, y al cabo perdí toda
esperanza de recuperar su amor. Al final, hasta su propia madre me prohibió que lo
siguiera viendo.
En este punto hizo una pausa Margaret Calderwood, que meditó unos instantes
con la amargura pintada en su bello rostro, antes de proseguir:
—Un día, junto a su grupo de amigos de mayor confianza, que se hacían llamar
El Club del Diablo, comenzó a practicar unos rituales no precisamente santos en
distintos puntos de la región. Tenían reuniones nocturnas entre las tumbas del
cementerio; a veces arrastraban hasta allí a niños, en unos casos, y a ancianos en
otros, a los que torturaban y hacían creer que enterrarían vivos; y sobre todo,
desafiaban a la muerte, y peor aún, a todo lo que es sagrado, con ésas y otras bromas
macabras que hacían mientras bailaban sobre las tumbas. Llegó un momento en el
que, tal fue su desvergüenza, ni siquiera buscaron el amparo de la oscuridad de la
noche. En una ocasión, mientras se celebraba un duelo muy sentido, cuando el cuerpo
del fallecido había sido llevado a la iglesia para dedicarle el funeral, cuando deudos y
fieles en general rezaban alrededor del ataúd, cuando más lloraba el anciano padre del
difunto y mayor emoción allegaban a todos las palabras del oficiante, en medio de
una enorme solemnidad dolorida, se dejó sentir en la iglesia una música de órgano y
un coro de voces de borrachos, todo lo cual salía de una tumba cercana que había sido
profanada. De los fieles allí congregados brotó espontáneamente un clamor de
execraciones; el religioso que oficiaba la ceremonia fúnebre empalideció mientras
cerraba de golpe su libro de oraciones, y el anciano padre del difunto, subiendo los
peldaños que conducían al altar, y llevándose las manos a la cabeza, profirió una

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maldición terrible… Maldijo a Lewis Hurly por el resto de sus días y para toda la
eternidad, maldijo el órgano que tocaban los borrachos, que habría de quedar mudo
para siempre, salvo si lo tocaban los dedos, precisamente, del profanador, que habría
de tocarlo sin descanso, de día y de noche, a través de los tiempos y de la muerte, lo
que es decir una vez hubiese muerto el profanador maldito. Y la maldición pareció
surtir efecto, desde luego, pues el órgano de la iglesia quedó mudo desde aquel día,
excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly.
»Él lo hacía como una bravuconada, riéndose de todo y de todos; y esa
bravuconada llegó a serlo aún mayor cuando decidió trasladar el órgano de la iglesia
a la casa de sus padres, e instalarlo donde aún sigue… También fue por pura
bravuconada, como para desafiar aún vivo al hombre que lo maldijera, que se pasaba
las horas tocándolo, hasta que no hizo cualquier otra cosa en el día. Todos nos
preguntábamos a qué sería debida aquella insistencia, aquella broma tan molesta, y la
buena madre de Lewis no paraba de llorar, porque, en el fondo, suponía que, aunque
todo eso pareciese una locura, al menos su hijo, mientras tocaba el órgano, estaba en
casa, sin cometer ninguna otra maldad. Yo, sin embargo, fui la primera en sospechar
que aquello no se debía a un mero acto nacido de su voluntad; fui la primera en
sospechar que la maldición de aquel anciano, proferida durante el funeral de su hijo,
era algo más que meras palabras. Lewis tocaba y tocaba sin desmayo, y ni siquiera
los ruegos de sus compañeros de fechorías, para que dejase de hacerlo, parecían
importarle. Muchas veces, para que nadie le molestase ni reconviniera, se encerraba
en el cuarto bajo llave. Yo, sin embargo, me escondí un día tras las cortinas, y lo vi
allí, sentado ante el órgano, y oí cómo se lamentaba y maldecía él mismo mientras
sus dedos corrían ágiles, brutalmente, sobre el teclado… Aquello confirmó mis
sospechas de que tocaba contra su voluntad, de que sufría una especie de condena…
O de que lo impulsaba una fuerza sobrenatural contra la que nada podía su voluntad,
y nada podían sus maldiciones ni sus lamentos. Llegó un momento en que ni siquiera
más allá de la mansión de Hurly Burly pudimos dormir, pues la noche entera se
llenaba con la música imperiosa de aquel órgano. Tocaba, como si en verdad
atendiese a la maldición del anciano, de día y de noche. Ni comía ni descansaba. Su
rostro antes hermoso era el de un ogro. Tenía muy larga la barba y mantenía
desmesuradamente abiertos los ojos, que parecían no ver nada. Estaba cada vez más
flaco, arruinada toda la anterior fortaleza de su cuerpo; sus dedos eran como garras
que arrancasen dolorosamente aquellos sonidos fúnebres de las teclas del órgano.
Cuando parecía agotado y hacía intención de descansar, una brutal sacudida, que le
sacaba lamentos doloridos de entre los labios, hacía que cayeran de nuevo sus manos
huesudas sobre el teclado… Su pobre madre trataba a veces de ponerle un poco de
pan en la boca, y de darle un sorbo de vino, mientras él seguía tocando febrilmente,
pero lejos de aceptar lo que ella le ofrecía, Lewis rechinaba los dientes y soltaba
maldiciones hasta que ella, sin poder remediarlo, no tenía otro remedio que irse de su
lado, no obstante el gran dolor de corazón que sentía. Finalmente, un mal día, y en

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una mala hora, lo encontramos muerto en el suelo, a los pies del órgano.
»Desde aquel preciso instante el órgano volvió a enmudecer, sin que nadie lograra
extraerle una sola nota. Muchos, que se negaban a creer la historia, y mucho menos el
poder de la maldición, intentaron denodadamente sacarle algún sonido, pero fue en
vano… Pero en cuanto la penumbra caía sobre la estancia, y hallándose cerrada con
llave, de repente se dejaba sentir la música fúnebre que sin descanso había tocado
Lewis. A todos nos estremecía aquel fenómeno; la música, a través de las paredes,
comenzaba a expandirse por toda la casa… Poco después ya no fue sólo al declinar el
día cuando comenzó a dejarse sentir la música, sino que, atendiendo a la maldición
del anciano, se oía tortuosa de día y de noche. Era como si el pobre Lewis no pudiera
descansar ni siquiera en su tumba; era como si más allá de la muerte su torturado
cuerpo no hallara sosiego, acuciado por la condena a golpear con sus dedos las teclas
del órgano. Ya ni su madre se atrevía a pasar cerca de la habitación del órgano,
temerosa de ir a encontrarse con el fantasma del hijo muerto… El paso del tiempo no
cambió en nada las cosas; seguía oyéndose de día y de noche aquella música
inacabable, y hasta la servidumbre de la casa acabó por negarse a trabajar por más
tiempo en Hurly Burly. La mansión dejó paulatinamente de recibir visitas. El señor y
la señora de Hurly Burly hubieron de abandonar la casa durante varios años; mas
cuando regresaron de nuevo sintieron el castigo de aquella música en sus oídos. Al
cabo, hace apenas unos meses, apareció un hombre santo, un bendito de Dios, que dio
en encerrarse varios días en la habitación del órgano, donde rezó sin tregua de día y
de noche, a gritos para acallar la voz del órgano diabólico… Finalmente cesó la
música, al parecer definitivamente… Sólo entonces recobró la paz Hurly Burly. Pero,
Lisa, tu llegada hasta nosotros, tan extraña, así como la no menos extraña historia que
nos has contado, no puede por menos que llenarnos de inquietud, al sospechar que tú
también eres víctima del Demonio… Debes de cuidarte, pues; debes de mantenerte
alerta, y encomendarte a Dios por encima de todas las cosas. Y ahora…
Margaret Calderwood se volvió hacia donde suponía que Lisa la escuchaba
atentamente, pero la vio dormida en un sillón, sin dejar de mover los dedos, como si
en sueños pulsara las teclas de un órgano.
Margaret se acercó a ella y puso la carita morena de la muchacha contra su
maternal pecho, besándola dulcemente.
—Hemos de salvarte de tu fatal destino, pequeña —susurró mientras tomaba en
sus brazos a la muchacha para llevarla a la cama.

A la mañana siguiente Lisa no estaba. Margaret Calderwood se había levantado a


hora muy temprana. Cuando fue a la habitación de la extraña, para interesarse por
cómo se encontraba, vio que su cama estaba vacía.
«Bueno, es como una criatura salvaje; se habrá levantado con el primer canto de
los pájaros», se dijo Margaret condescendiente, y salió en su busca por los humedales
y el prado próximos, y fue hasta la casa de los guardeses sin encontrar a la extranjera.

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La señora de Hurly, que desayunaba en aquellos momentos, vio a Margaret desde la
ventana, muy cerca ya de Hurly Burly, hermosa y distinguida como siempre, aun
vestida sólo con su blanco camisón y cubierta por una toquilla igualmente blanca,
caminando ya por el sendero entre rosales. Tenía, sin embargo, el gesto preocupado.
Su búsqueda resultaba infructuosa. La muchacha parecía haberse evaporado.
Una segunda búsqueda, iniciada por Margaret tras el desayuno, fue igualmente
infructuosa. Ya por la tarde, ambas damas, después de hacer juntas una nueva
búsqueda, igual de vana, regresaron a Hurly Burly. Todo era aterrador allí. El señor
de la casa estaba sentado, con una expresión clara de pánico, mientras se tapaba con
fuerza las orejas. Los criados, pálidos y demudados, cuchicheaban en pequeños
grupos. El órgano había vuelto a dejar sentir su cántico terrible, como en aquel
tiempo que ya todos creían ido.
Margaret Calderwood, sin embargo, se dirigió valientemente hasta la habitación
fatal. Allí, como supuso nada más llegar a la casa y oír la música, que no era, empero,
terrible, sino muy deliciosa, vio a Lisa, embebida en su ejecución de las piezas,
deslizando con un brío indecible sus manos pequeñas sobre el teclado, crecida allí
sentada, a la luz declinante del día… Aquello que tocaba, aun siendo triste, no
resultaba morboso sino excitante en su dulzura; música de Mozart, de Mendelssohn,
de Beethoven… Margaret no pudo sino quedar fascinada ante lo que veían sus ojos y
ante lo que escuchaba. No obstante, y tras unos minutos de absorta contemplación y
escucha, algo volvió a removerse en ella, y procediendo con su habitual decisión
avanzó unos pasos hasta la organista, la abrazó primero, y después tiró de ella con
gran delicadeza para sacarla de la habitación. Lisa volvió al día siguiente, sin
embargo, y en esta ocasión no resultó igual de fácil despegarla del órgano… Día tras
día acudía a tocarlo, sin que nadie pudiera evitarlo, por muchas prevenciones que se
adoptasen, y día tras día iba viéndose cómo la muchacha se tornaba más cetrina,
cómo adelgazaba, cómo se consumía. Al final la dejaron por imposible.
—Toco sin descanso… ¿Mi señor, su hijo, está contento con mi trabajo? —dijo
un día a la señora de Hurly—. Pregúnteselo, por favor, y dígame qué le responde…
Aquello puso enferma a la dama, que hubo de acostarse acosada por escalofríos y
temblores. Su marido pareció también desesperado ante la presencia inevitable de la
extranjera. Sólo Margaret Calderwood mostraba una clara presencia de ánimo,
decidida sin duda a salvar a la muchacha de su fatal destino. Era evidente que Lisa
había caído víctima de la maldición del órgano. El órgano se expresaba a través de
sus manos, y era ella esclava de sus manos.
Un día anunció la extranjera, en un arrebato irrefrenable, que había recibido la
visita de su joven señor, el hijo de los señores de la casa, y que había elogiado su
entusiasmo y su afán en tocar aquella música excelente, instándola a trabajar aún con
mayor entusiasmo y fortaleza. Tras aquello Lisa renunció por completo a
comunicarse con los vivos. Una y otra vez tenía Margaret Calderwood que usar de su
fuerza para detener las manos de la muchacha y arrancarla de su asiento ante el

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órgano, sacándola de allí y cerrando bajo llave la habitación fatal. Pero de nada valían
todos sus esfuerzos. Una y otra vez se abría la puerta y Lisa volvía a tocar el órgano,
aún más febrilmente que antes.
Una noche, Margaret, que se había instalado ya en Hurly Burly, hubo de
levantarse en mitad de la noche, pues tras un breve lapso de silencio volvió a dejarse
escuchar el órgano… Rauda corrió hacia la habitación endemoniada. La luz de la
luna bañaba ya Hurly Burly, iluminando aterradoramente el busto en mármol de
Lewis Hurly, que estaba muy cerca de la entrada al salón de estar. La luz de la luna
llenaba la habitación del órgano cuando entró valientemente Margaret, que vio de
inmediato, no obstante, que aquella luminosidad no era debida sólo a la luz de la
luna, sino también a la que dimanaba, más oscura, de una figura humana, un hombre
que estaba junto al órgano, cerca de Lisa, mientras ésta tocaba con una suerte de
agónica violencia perceptible en las contracciones de su cuerpo. Ahora, los sonidos
que sus dedos extraían de las teclas del órgano eran sincopados, ininteligibles, como
alaridos… Y entre ellos, a cada breve intervalo, se dejaban sentir los lamentos de
Lisa, unos gritos espeluznantes, como si la atravesaran dolores que distorsionaban su
figura y le ponían un gesto de pavor, mientras la presencia de aquella figura
masculina le hacía gestos amenazantes… Temblando ante la suposición de hallarse
ante alguna instancia sobrenatural, no obstante ser Margaret Calderwood una mujer
fuerte y de gran presencia de ánimo, se dirigió a la presencia con bastante resolución,
pero cayó de inmediato bajo el influjo de su luz. En efecto, aquella luz que dimanaba
de la presencia se hizo más fuerte, y Margaret quedó primero cegada y después
aturdida. Mas negándose al pérfido influjo, y extrayendo fuerzas de flaqueza,
consiguió abrir de nuevo los ojos, lo que hizo que observara cómo se debatía Lisa aún
más agónicamente en aquel trance tortuoso por el que pasaba, y acercándose más a
ella, en su afán de protegerla, lo hizo también a la presencia, en la que vio entonces
sin la menor posibilidad de duda a Lewis Hurly.
Margaret, aun aterrorizada, no se desvaneció a causa de la impresión recibida, ni
se dejó vencer por la presencia, y tirando con fuerza de Lisa la levantó de su asiento,
la tomó en sus brazos y fue con ella hasta su propia habitación, acostándola en su
cama, donde la muchacha quedó tendida, exhausta, agotada por la crueldad de aquel
al que tenía por su señor y para el que deseaba ejecutar al órgano piezas con una
perfección como jamás fuera conocida. Aun dormida y agotada, las pobres manos de
Lisa seguían tamborileando ahora sobre el abrigo de la cama, como si no hubiera sido
rescatada del órgano.
Margaret Calderwood le puso compresas frías en la frente y algunas flores frescas
en la almohada. Corrió las cortinas y abrió las ventanas del cuarto, para que entrasen
en breve el aire fresco de la mañana y el primer brillo del sol; después, mirando al
cielo que comenzaba a clarear, esperanzada en que el nuevo día llevara por fin la paz
a la casa y a la pobre infeliz que dormía en el cuarto, comenzó a rezar contemplando
a través de la ventana el verdor aún oscuro pero fragante… Rezaba para pedir que de

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una vez por todas concluyese la maldición caída sobre la casa de los buenos padres de
quien fue un joven perverso, y caída igualmente sobre aquella pobre muchacha de
cuerpo y mente arruinados por la locura. Rezó especialmente por Lisa, ya que temía
que en realidad, aun presente en su propia cama, vagara por ahí, lejos de donde
reposaba su cuerpo. Se preguntó Margaret entonces si habría cerrado o no la puerta
de la habitación fatal, con las prisas por salir de allí cuanto antes.
Bajó rauda la escalera, con gesto resuelto a pesar de la palidez que la embargaba;
comprobó que, en efecto, había cerrado con llave la maldita habitación, y sin
consultar con los señores de la casa llamó a un criado y lo hizo ir a la villa en busca
de un albañil… Luego, dirigiéndose a la dama de la casa, explicó lo que se
proponía… Después fue al cuarto donde descansaba Lisa, y apenas entreabriendo la
puerta, y al no escuchar ruido alguno, supuso que seguía durmiendo
profundamente… Bajó de nuevo por la escalera, y tras esperar no mucho tiempo
observó que llegaba el albañil en el carruaje con que había ido a buscarlo el criado.
No se demoró mucho en iniciar el trabajo encomendado, que consistía en tapiar con
ladrillos la habitación fatal, enajenándola así del resto de la casa. El albañil, un
trabajador muy diestro, dio pronto fin a su magnífico hacer, clausurando la habitación
con un muro de piedra, primero, y otro de ladrillos.
Contenta tras ver así finalizada la tarea, Margaret Calderwood fue entonces a la
habitación donde había dejado reposando a Lisa, y pegó la oreja a la puerta por ver si
escuchaba algún sonido. Nada. Así que se dirigió entonces a los aposentos de la
señora de Hurly, y tomó asiento en el borde de su cama para conversar con ella de
nuevo y confortarla, segura de que allí, con el trabajo del albañil, habían concluido
todos los males de la casa. Fue ya al atardecer cuando acudió hasta su cuarto,
sorprendida de que Lisa tardara tanto en levantarse del lecho. Pero encontró la cama
vacía. Lisa no estaba.
Inició de nuevo la búsqueda de la muchacha, escaleras arriba y abajo, por todas
las dependencias de la casa, en el jardín después, en la campiña próxima más tarde…
Pero de Lisa, ni rastro. Margaret Calderwood ordenó entonces que preparasen un
carruaje que la llevara hasta su propia casa, por ver si la extranjera había decidido ir
hasta allí, aunque no imaginaba bien por qué razón hubiese podido hacerlo, pero fue
en vano… Después puso rumbo a la villa, y buscó más tarde en las casas de la
vecindad, diciéndose que era del todo imposible que Lisa no acabara por aparecer.
Preguntó a todo el mundo, haciendo la descripción más conveniente de la extranjera;
pensó una y otra vez en mil posibilidades… ¿Por dónde podría andar aquella
muchacha, en su estado de suma debilidad, tan agotada? ¿Acaso podría llegar muy
lejos?
La búsqueda incesante se extendió por dos días, al acabar los cuales Margaret
Calderwood, con gesto apesadumbrado, regresó a Hurly Burly. Estaba triste y
cansada. Tomó asiento junto al fuego, y así estaba cuando se acercó hasta ella la
joven Bess, que lloraba desconsoladamente.

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—Dígale a la señora de Hurly, por favor, que la quiero mucho pero no puedo
seguir sirviendo en esta casa —dijo—. Ese órgano no deja de sonar y no puedo
soportarlo por más tiempo… Temo por mi vida, señora.
—¿Quién ha vuelto a escuchar ese maldito órgano? ¿Y cuándo ha sido? —
preguntó alarmada Margaret Calderwood, poniéndose de pie alarmada.
—Lo escuché poco después de que usted se marchara, señora… La noche
siguiente a que fuera tapiada la habitación.
—¿Y no ha dejado de sonar desde entonces?
—No, señora, no… ¿No lo oye usted ahora mismo?
—No —respondió Margaret Calderwood—. Será el viento…
No obstante decir eso, y mortalmente pálida, se levantó para subir la escalera y
pegar la oreja al muro levantado contra la pared y la puerta de la habitación fatal.
Todo, sin embargo, estaba en silencio. No se dejaba sentir nada en la casa que no
fuera el rumor de las ramas de los árboles en el exterior, batidas por el viento. Pero
Margaret, llevada de un oscuro presentimiento, comenzó a golpear el muro con su
hombro, y a rascar con sus blancos dedos en el muro, y a clamar a voces por la
presencia del albañil que lo había levantado.
Era ya la medianoche, pero el albañil se levantó del lecho apenas fue requerido, y
acudió a Hurly Burly con el criado que había ido a buscarlo. Cada vez más pálida, allí
estaba aguardándole Margaret Calderwood; e igualmente nerviosa y pálida observó
cómo deshacía aquel hombre el prolijo trabajo hecho apenas tres días atrás. Mientras,
los criados, reunidos en pequeños grupos, lo miraban todo, sobrecogidos,
preguntándose qué pasaría después.
Y ocurrió lo siguiente: cuando el albañil logró hacer un hueco en el muro y entrar
a través de la puerta, llevando una lámpara en la mano, Margaret y los demás le
siguieron. Un bulto oscuro yacía en el suelo, a los pies del órgano. La habitación fatal
se llenó de sollozos. En el suelo yacía la pequeña Lisa, muerta.
Cuando la señora Hurly pudo valerse al Fin, partió hacia Francia junto a su
esposo, donde vivieron hasta el Fin de sus días. La mansión de Hurly Burly estuvo
cerrada muchos años, hasta que pasó a ser posesión de otras personas. Los nuevos
propietarios decidieron destrozar el órgano, y la habitación pasó a convertirse en una
alcoba llamativa, maravillosamente amueblada, la mejor de la casa. Pero nadie pudo
en lo sucesivo dormir allí dos noches seguidas.
Margaret Calderwood fue enterrada hace pocos días. Murió siendo ya una dama
de edad muy avanzada.

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Helena Petrovna Blavatsky
(1831 - 1891)

Es más que probable que jamás se reconozca la calidad artística del exiguo legado
narrativo de Madame Blavatsky. Su controvertida figura no suele abordarse en los
estudios sobre literatura fantástica y/o terrorífica; sus cuentos no gozan de ninguna
reputación, ni buena ni mala, no se han reeditado adecuadamente —el teósofo
español Mario Roso de Luna (1872-1931) los tradujo y prologó en el libro Páginas
ocultistas y cuentos macabros (Ed. Pueyo, Madrid, 1919), dentro de la colección
Biblioteca de las Maravillas—, ni tampoco se incluyen en ninguna de las numerosas
antologías dedicadas al género. Sin embargo, los nueve relatos que escribió la célebre
ocultista, “Can the Double Murder?” (1876-77), “An Unsolved Mystery” (1876-77),
“Karmic Visions” (1888), “The Legend of the Blue Lotus” (1890), “A Bewitched
Life” (1890— 91), “The Luminous Shield” (1890-91), “The Cave of the Echoes”
(1890-1891), “From the Polar Lands” (1890-91) y “The Ensouled Violin” (1890-91)
—recopilados en 1892 por la Theosophical University Press en el volumen titulado
Nightmare Tales—, son una prueba fehaciente de su talento como escritora de
ficción.
Madame Blavatsky no habría desentonado dentro de cualquier revista pulp
americana de los años treinta, pues poseía un estilo elaborado pero muy directo, y una
desasosegante tendencia a lo macabro. En su prólogo, Roso de Luna comparó sus
narraciones con los pinceles hiperfísicos del Greco y de Goya, calificándolos de
fábulas «bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus selectos,
las enseñanzas más fundamentales del ocultismo». Empero, se percibe un matiz
sumamente tortuoso en dichas historias. Por ejemplo, en “The Cave of the Echoes”
un espíritu vengativo retorna a la vida encarnado en el cuerpo de quien más ama su
enemigo; en “The Ensouled Violin” un ambicioso músico, en pos de la perfección
absoluta, fabrica unas cuerdas de violín con intestinos humanos, creyendo que el
alma humana pervive en la carne… En “The Luminous Shield”, mitología y
ocultismo, una densa atmósfera de misterio y decrepitud, un objeto mágico maldito y
la ambición humana, se dan la mano para crear una pequeña obra maestra
salpimentada con elementos autobiográficos —la localización en Constantinopla— y
congojas muy íntimas. Madame Blavatsky temía/odiaba la fealdad, pues su hijo Yuri
(1861-1866), al que adoraba, había nacido con graves anormalidades físicas —
cuando nació, su madre padeció un terrible colapso nervioso—. De ahí la inquietante
descripción de Tatmos, el Oráculo de Damasco, en “The Luminous Shield”: «En la
esquina vi algo que erróneamente tomé por un montón de harapos. Pero el montón se
movió y se puso en pie, avanzó hasta el centro de la habitación y se detuvo frente a
nosotros; el ser de apariencia más extraordinaria que yo había contemplado. Era del

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sexo femenino, pero resultaba imposible decidir si era mujer o niña. Era una enana de
horrendo aspecto: cabeza enorme, los hombros de un granadero, cintura
proporcionada con lo demás apoyada en dos piernas cortas y delgadas, como de
araña, que no parecían adecuadas para la tarea de soportar el peso del monstruoso
cuerpo. Tenía un semblante burlón, como el rostro de un sátiro, adornado con letras y
signos del Corán pintados en un amarillo brillante. En la frente tenía una luna
creciente de color rojo; la cabeza la llevaba cubierta con un tarbouche o fez; llevaba
las piernas cubiertas con amplios pantalones turcos y una sucia muselina blanca le
envolvía el cuerpo, aunque apenas lo suficiente para ocultar sus horribles
deformidades».
Helena Petrovna Hahn, más conocida como Helena Blavatsky o Madame
Blavatsky, nació en Ekaterinoslav —la actual Dnipropetrovsk, ciudad situada a orillas
del río Dnieper, Ucrania—, y era hija del coronel de origen alemán establecido en
Rusia, Feter von Hahn, y de Helena de Fadeyev, perteneciente a una familia
aristocrática rusa. Tras la prematura muerte de su madre en 1842, Helena creció bajo
los cuidados de sus abuelos maternos en Saratov, donde su abuelo ocupaba el cargo
de gobernador. Ya en esa época, según testimonios de algunos contemporáneos,
demostró poseer ciertos poderes psíquicos o sobrenaturales —levitación,
clarividencia, telepatía, proyección astral…—, motivo por el cual se interesó a edad
muy temprana por el esoterismo, leyendo algunas obras de la biblioteca personal de
su bisabuelo, un masón del siglo XVIII.
A los diecisiete años, en 1848, Helena contrajo matrimonio con Nikifor
Vassilievitch Blavatsky, vicegobernador de la provincia de Erevan, en Armenia,
veintitrés años mayor que ella. Helena accedió a casarse, dijo años después, para
poder independizarse de su familia. Sin embargo, apenas transcurridos tres meses de
infeliz convivencia, escapó de la casa a lomos de su caballo, cruzando las montañas y
dirigiéndose a la mansión de su abuelo paterno en Tiflis.
Después de viajar por Egipto, Siria, Turquía, Grecia, Italia, Francia, Alemania,
Estados Unidos, México y el Tibet, entre 1851 y 1871, fundó en El Cairo la Societé
Spirite, con la cual se propuso investigar los fenómenos paranormales descritos por el
espiritista Allan Kardec (1804-1869). Pero, como ella misma explicó en las cartas
escritas a sus familiares, los participantes del grupo la decepcionaron, pues algunos
simulaban ser médiums. La Societé no duró mucho tiempo y se disolvió sin alcanzar
los objetivos iniciales.
Cuando fijó su residencia en Nueva York, en octubre de 1874, Blavatsky conoció
al coronel Henry Olcott (1832-1907), así como a William Quan (1851-1896), un
abogado irlandés. Los tres crearon la Sociedad Teosófica en 1875. Dos años más
tarde, Blavatsky publicó su primera gran obra, Isis sin velo (Isis Unveiled; A Master
Key to the Mysteries of Ancient and Modern Science and Theology, 1877), que trata
sobre la historia y el desarrollo de las ciencias ocultas, la naturaleza y el origen de la
magia, las raíces del cristianismo y, según la perspectiva de la autora, los errores de la

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teología cristiana y de la ciencia oficial. En octubre de 1879, como editora jefe, lanza
al mercado el primer número de la revista The Theosophist. A Monthly Journal
Devoted to Oriental Philosophy, Art, Literature and Occultism: Embracing
Mesmerism, Spiritualism, and Other Secret Sciences, que todavía se publica.
Pero dos miembros de la Sociedad Teosófica, Alexis y Emma Coulomb, acusaron
a Blavatsky de fraude. Las acusaciones, como luego se demostró, carecían de
pruebas. Se basaron en cartas falsificadas, supuestamente escritas por Blavatsky, con
instrucciones precisas para elaborar fenómenos psíquicos fraudulentos. La Society for
Psychical Research —organización establecida en 1882 a fin de investigar los
fenómenos paranormales desde una perspectiva científica, y que aún sigue operativa,
sita en el nº 49 de Marloes Road, Kensington, Londres— creó un comité especial
para investigar a Madame Blavatsky. Y en diciembre de 1885, Richard Hodgson, uno
de los integrantes del comité, hizo público un informe en el que acusaba a Madame
Blavatsky de ser «una de las impostoras más grandes de la historia». Hodgson
también inculpó a Blavatsky de espionaje al servicio de Rusia.
Esta infamia afectó gravemente a la salud de Blavatsky. «Exiliada» en Wurzburg
(Alemania), comenzó a escribir La Doctrina Secreta (The Secret Doctrine, the
synthesis of Science, Religion and Philosophy, 1888), su trabajo más importante. El
primer volumen se dedica a la cosmogénesis y estudia, básicamente, la composición
y la evolución del universo. El esqueleto de este volumen está formado por siete
estrofas traducidas de El Libro de Dzyan, antiquísima recopilación de textos tibetanos
—se supone que más antiguos que Los Vedas hindúes, fechados en 3000 a. C.—, que
proponen una interpretación del universo según una peculiar teoría de la evolución
que se refiere no sólo a una, sino a cinco «humanidades», las llamadas «razas», que
se desarrollaron cíclicamente. Sus misteriosos significados lograron que H. P.
Lovecraft lo incluyera en su lista de volúmenes malditos, en “El diario de Alonzo
Typer” (The Diary of Alonzo Typer, 1935) —co-escrito con William Lumley— y “El
asiduo de las tinieblas” (The Haunter of the Dark, 1935).
En aquella época Blavatsky trabajaba incesantemente en sus proyectos, lo cual la
debilitó físicamente. Por ejemplo, La Doctrina Secreta incluye 2.000 citas, con
indicaciones exactas de páginas y de autores. Según el crítico británico William E.
Coleman, para escribir las más de 1.300 páginas de Isis sin velo, su autora necesitaría
haber estudiado alrededor de 1.400 libros. Helena Blavatsky falleció en Londres, en
1891, a causa de la nefritis crónica (el mal de Bright) que padecía desde hacía años.
Su cuerpo fue incinerado y un tercio de sus cenizas quedaron en Europa, un tercio en
los Estados Unidos, llevadas por William Quan, y el tercio restante se encuentra en la
sede internacional de la Sociedad Teosófica —en la ciudad de Pasadena, California
—, depositadas dentro de una estatua erigida en su memoria. Después de su muerte,
la dirección de la Sociedad Teosófica fue entregada a la discípula preferida de
Blavatsky, Annie Besant (1947-1933), una militante feminista, a favor de la
independencia de Irlanda y de la India hasta el punto de ocupar la presidencia del

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Congreso Nacional Indio. En su última voluntad, Blavatsky pide a los teósofos que
celebren la fecha de su muerte como el día del Loto Blanco. Atendiendo a su deseo,
desde 1892, en este día se reúnen los miembros de la Sociedad Teosófica alrededor
del mundo en homenaje a su fundadora.

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EL ESCUDO LUMINOSO
Formábamos un pequeño y selecto grupo de viajeros de corazón animoso.
Habíamos llegado a Constantinopla una semana antes, desde Grecia, dedicando desde
entonces catorce horas al día a subir y bajar penosamente las inclinadas alturas del
barrio de Pera, visitando bazares, subiendo a lo más alto de los minaretes y
abriéndonos camino a la fuerza entre ejércitos de perros hambrientos, los amos
tradicionales de las calles de Estambul. La vida nómada es contagiosa, dicen, y no
hay civilización que sea lo bastante fuerte para destruir el atractivo de la vida libre sin
restricciones una vez que se ha probado. Al gitano no se le puede tentar para que
abandone su tienda e incluso el vagabundo común encuentra en su existencia precaria
y sin comodidades una fascinación que le impide aceptar un trabajo y un domicilio
fijos. Durante nuestra estancia en Constantinopla, mi principal cometido fue evitar
que mi spaniel Ralph fuera víctima de este contagio y se uniera a los caninos
beduinos que infestan las calles. Era muy bueno, mi compañero constante y querido
amigo. Tenía miedo de perderlo y mantuve una vigilancia estricta de sus
movimientos; sin embargo, durante los tres primeros días se comportó como un
cuadrúpedo tolerablemente bien educado y se mantuvo fiel junto a mis talones. Ante
cualquier descarado ataque de sus primos mahometanos, ya se tratara de una
manifestación hostil o de una muestra de amistad, su única respuesta era meter la cola
entre las patas y, con aire de recatada dignidad, buscaba protección bajo el ala de
algún miembro de nuestro grupo.
Puesto que desde el principio había mostrado una aversión tan decidida a las
malas compañías, comencé a sentirme segura de su criterio, por lo que al final del
tercer día había relajado considerablemente mi vigilancia. Este descuido encontró
pronto, sin embargo, su castigo, lo que me hizo lamentar la confianza que mal había
otorgado. En un momento en que no estaba vigilado, escuchó la voz de alguna sirena
de cuatro patas y lo último que vi de él fue cómo la punta de su tupida cola
desaparecía por la esquina de un callejón sucio y curvo.
Muy enojada, dediqué el resto del día a una vana búsqueda de mi bobo
compañero. Ofrecí veinte, treinta, hasta cuarenta francos de recompensa por él. Otros
tantos vagabundos malteses emprendieron su búsqueda y hacia el anochecer fuimos
invadidos en nuestro hotel por una tropa completa, cada uno de ellos con un perro
callejero más o menos sarnoso en sus brazos que era, según trataban de persuadirme,
mi perro perdido. Cuanto más lo negaba yo, más solemnemente insistían ellos, uno de
los cuales llegó a ponerse de rodillas, sujetó una imagen de la Virgen en metal
oxidado que llevaba en el pecho e hizo un juramento solemne de que la propia Reina
del Cielo se le había aparecido para indicarle el animal correcto. En tal medida había
aumentado el tumulto que parecía como si la desaparición de Ralph fuera la causa de
una pequeña algarada, por lo que finalmente nuestro casero tuvo que enviar un par de
kavasses desde la comisaría de policía más próxima para expulsar por la fuerza a

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aquel regimiento de bípedos y cuadrúpedos. Empecé a tener el convencimiento de
que nunca más volvería a ver a mi perro, pero todavía fue mayor el abatimiento
cuando el portero del hotel, un viejo bandido a medias respetable que, a juzgar por las
apariencias, no había pasado más de media docena de años en galeras, me aseguró
con gravedad que todos mis esfuerzos eran inútiles, puesto que ya sin duda mi spaniel
habría muerto y habría sido devorado, dado que a los perros turcos sus hermanos
británicos les parecían deliciosos.
Esta discusión se había producido en la calle, en la puerta del hotel, y ya iba a
abandonar la búsqueda, al menos durante la noche, cuando una anciana dama griega,
una fanariota que había escuchado el altercado desde los escalones de una casa
cercana, se acercó a nuestro desconsolado grupo y sugirió a Miss H., miembro del
grupo, que consultáramos el destino de Ralph a los derviches.
—¿Y qué pueden saber los derviches sobre mi perro? —dije, sin ganas de
bromas, pues la propuesta me parecía ridícula.
—Los hombres santos lo saben todo, Kyrea (señora) —respondió con cierto
misterio—. La semana pasada me robaron mi pelliza nueva de satén, que mi hijo
acababa de traerme de Boussa, y como puede ver la he recuperado y la llevo encima
ahora.
—Vaya. Pues entonces, a la vista está que los hombres santos también lograron
metamorfosear su pelliza nueva en una vieja —comentó uno de los caballeros que
nos acompañaban, señalando al hablar una rasgadura grande en la espalda que había
sido reparada torpemente con agujas.
—Ésa es la parte más maravillosa de la historia —respondió tranquilamente la
fanariota, sin dejarse desconcertar lo más mínimo—. Desde el círculo brillante me
mostraron el barrio de la ciudad, la casa y hasta la habitación en la que el judío que
me había robado la pelliza iba a rasgarla para convertirla en piezas. Mi hijo y yo
apenas tuvimos tiempo para ir a la carrera al barrio de Kalindjikoulosek y salvar mi
propiedad. Cogimos al ladrón en el acto y ambos lo reconocimos como el hombre que
nos habían mostrado los derviches en la luna mágica. Confesó el robo y ahora está en
prisión.
Aunque ninguno de nosotros tenía la menor idea de a qué se refería ella al hablar
de «luna mágica» y de «círculo brillante», y todos estábamos perplejos por el relato
que nos había hecho de los poderes de adivinación de los «hombres santos», en cierta
manera todos sentíamos que la historia no era una invención y, dado que en todo caso
parecía que había conseguido recuperar la propiedad, ayudada en cierto modo por los
derviches, decidimos comprobarlo por nosotros mismos a la mañana siguiente, pues
lo que le había ayudado a ella nos podía ayudar también a nosotros.
El grito monótono de los muecines desde el balcón alto de los minaretes acababa
de proclamar la hora del mediodía cuando nosotros, que acabábamos de descender
desde la altura del barrio de Pera hasta el puerto de Galata, nos abríamos camino a
codazos y con dificultad entre el gentío sucio del barrio comercial de la ciudad. Antes

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de llegar a los muelles estábamos casi ensordecidos entre los gritos incesantes que
taladraban los oídos y la confusión babélica de las lenguas. En esta parte de la ciudad
es inútil guiarse por los números de las casas o los nombres de las calles. La
ubicación de cualquier lugar deseado se indica por su proximidad a uno u otro
edificio más visible, como una mezquita, baño o tienda; en cuanto al resto, hay que
confiar en Alá y su profeta.
Fue, por ello, con la mayor de las dificultades como descubrimos al fin la tienda
del proveedor británico de artículos para buques, detrás de la que encontraríamos el
lugar. El guía del hotel ignoraba cuál era la casa de los derviches tanto como
nosotros; pero finalmente un pequeño griego, vestido con la simplicidad de un
desnudo primitivo, a cambio de una modesta propina de cobre consintió en
conducirnos hasta los danzarines.
Vimos al llegar un salón amplio y lúgubre que guardaba parecido con un establo
vacío. Largo y estrecho, con una gruesa capa de arena cubriendo el suelo, como en
una escuela de equitación, estaba iluminado solamente por unas ventanas pequeñas
situadas a bastante altura del suelo. Los derviches habían terminado las actuaciones
de la mañana y descansaban de su esfuerzo agotador. Parecían completamente
debilitados; algunos tumbados en las esquinas, mientras otros se sentaban en los
talones y contemplaban el espacio con mirada vacía, dedicados, según nos
informaron, a meditar sobre su deidad invisible. Daba la impresión de que hubieran
perdido las facultades de la vista y del oído, pues ninguno de ellos respondía a
nuestras preguntas, hasta que una figura alta y descarnada, que llevaba un gorro alto
que hacía que pareciese de más de dos metros, surgió de una esquina oscura. El
gigante nos informó de que era el jefe y nos dio a entender que los santos hermanos,
habituados a recibir del propio Alá órdenes para ceremonias adicionales, no debían
ser molestados por nada. Pero cuando nuestro intérprete le explicó el objeto de
nuestra visita, que únicamente a él le concernía, pues era el custodio único de la
«varita de adivinación», desaparecieron las objeciones y extendió la mano pidiendo
limosnas. Tras recibir la gratificación, dio a entender que solamente dos miembros de
nuestro grupo serían admitidos al mismo tiempo en la confianza del futuro, tras lo
que emprendió el camino seguido por Miss H. y por mí.
Lanzándonos tras él a lo que parecía un pasadizo semisubterráneo, nos condujo al
pie de una alta escalera que daba paso a una cámara bajo el tejado. Seguimos a duras
penas a nuestro guía, hasta que por fin nos encontramos en una horrible buhardilla de
tamaño moderado, con las paredes vacías y sin mueble alguno. Una espesa capa de
polvo alfombraba el suelo y las telas de araña adornaban las paredes en una
descuidada confusión. En la esquina vi algo que erróneamente tomé por un montón
de harapos. Pero el montón se movió y se puso en pie, avanzó hasta el centro de la
habitación y se detuvo frente a nosotros; el ser de apariencia más extraordinaria que
yo había contemplado. Era del sexo femenino, pero resultaba imposible decidir si era
mujer o niña. Era una enana de horrendo aspecto: cabeza enorme, los hombros de un

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granadero, cintura proporcionada con lo demás apoyada en dos piernas cortas y
delgadas, como de araña, que no parecían adecuadas para la tarea de soportar el peso
del monstruoso cuerpo. Tenía un semblante burlón, como el rostro de un sátiro,
adornado con letras y signos del Corán pintados en un amarillo brillante. En la frente
tenía una luna creciente de color rojo; la cabeza la llevaba cubierta con un tarbouche
o fez; llevaba las piernas cubiertas con amplios pantalones turcos y una sucia
muselina blanca le envolvía el cuerpo, aunque apenas lo suficiente para ocultar sus
horribles deformidades. Más que sentarse, este ser se dejó caer en el centro de la
habitación y al descender su peso sobre las desvencijadas tablas, se levantó una nube
de polvo que nos hizo estornudar y toser. ¡Era Tatmos, conocida también como el
Oráculo de Damasco!
Sin perder tiempo en una charla ociosa, el derviche sacó una tiza y dibujó
alrededor de ella un círculo de casi dos metros de diámetro. Detrás de la puerta
colgaban doce pequeñas lámparas de cobre, que él rellenó con un líquido oscuro que
extrajo de un frasquito que ocultaba junto a su pecho, colocando después las lámparas
simétricamente dispuestas alrededor del círculo mágico. Desprendió entonces una
astilla de una tabla de la puerta, casi echada a perder, que guardaba la huella de
muchos expolios similares. Sosteniendo la astilla entre el pulgar y el índice, comenzó
a soplarla a intervalos regulares, alternando el soplido con el murmullo de una
especie de extraño encantamiento, hasta que de pronto, y sin que pareciera que
existiera causa alguna para que se encendiera, apareció una chispa en la astilla y él
sopló hasta que ardió como una cerilla. El derviche encendió después las doce
lámparas con esa llama que se había generado a sí misma.
Durante el proceso, Tatmos, que hasta entonces había estado sentada, totalmente
despreocupada e inmóvil, se quitó las zapatillas amarillas de sus pies descalzos y al
arrojarlas a una esquina puso al descubierto otra belleza adicional: un sexto dedo en
cada pie deforme. El derviche se aproximó entonces al círculo, sujetó a la enana por
los tobillos e hizo un movimiento de sacudida, como si hubiera estado levantando una
bolsa de cereales, y la alzó del suelo; después dio un paso atrás y la sostuvo boca
abajo. La sacudió como se haría para meter el contenido en un saco, con un
movimiento regular y cómodo. La hizo oscilar a un lado y a otro como si fuera un
péndulo hasta que adquirió el impulso necesario, la soltó de un pie, cogiendo el otro
con ambas manos, realizó un gran esfuerzo muscular y la hizo dar vueltas en el aire
como si se tratara de una maza india.
Mi compañero retrocedió alarmado a la esquina más alejada. El derviche seguía
haciendo dar vueltas una y otra vez a su carga viva, que permanecía en una absoluta
pasividad. La rapidez del movimiento aumentó hasta que la mirada apenas podía
seguir al cuerpo en su circuito. Continuó así, probablemente, dos o tres minutos, hasta
que gradualmente se redujo y terminó por detenerse totalmente: un instante después,
la depositó, arrodillada, en el centro del círculo iluminado por las lámparas. Era el
método oriental de hipnosis que practicaban los derviches.

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Ahora la enana parecía estar en un trance profundo, totalmente inconsciente de
los objetos externos. Tenía la cabeza y las mandíbulas vencidas sobre el pecho, los
ojos vidriosos miraban fijamente y toda su apariencia era todavía más horrible que
antes. El derviche cerró entonces cuidadosamente las contraventanas de la única
ventana y nos habríamos quedado en una oscuridad total de no haber sido por un
agujero practicado en ella, por el que entraba un rayo de sol brillante que cruzaba la
oscura sala y brillaba sobre la joven. Le movió él la cabeza caída para que el rayo le
cayera sobre la coronilla, tras lo que nos indicó que nos mantuviéramos en silencio,
puso su anillo sobre el pecho y, fijando la mirada en el punto brillante, quedó tan
inmóvil como una imagen de piedra. También yo clavé la mirada en ese lugar,
preguntándome qué es lo que iría a suceder y cómo me ayudaría esa extraña
ceremonia a encontrar a Ralph.
Gradualmente, la zona brillante, como si hubiera atraído a través del rayo de luz
solar un esplendor mayor del que procede del exterior que se hubiera condensado en
su propia área, cobró la forma de una estrella vibrante que, como desde un centro,
enviaba rayos en todas las direcciones.
Se produjo entonces un curioso efecto óptico: la habitación, que previamente
había estado iluminada por el haz solar, se fue volviendo más y más oscura conforme
aumentaba el brillo de la estrella, hasta que nos encontramos en una penumbra
egipcia. La estrella titiló, tembló y giró, al principio con un movimiento giratorio
lento, pero luego cada vez más rápido, incrementando la circunferencia con cada
rotación hasta que formó un disco brillante y dejamos de ver a la enana, que parecía
absorbida en su luz. Tras haber alcanzado gradualmente una velocidad
extremadamente rápida, tal como había hecho la joven cuando el derviche la sujetaba
y le hacía dar vueltas, el movimiento empezó a reducirse hasta que finalmente se
combinó en una débil vibración, como el brillo de los haces de luna sobre el agua
ondulante. Después titiló por un momento más prolongado, emitió unos últimos
destellos y asumió la densidad y la iridiscencia de un ópalo inmenso que permanecía
inmóvil. El disco irradiaba ahora un lustre lunar, suave y plateado, que estaba
concentrado en lugar de iluminar la buhardilla y que solamente parecía intensificar la
oscuridad. El borde del círculo ya no estaba en penumbra, sino antes al contrario tan
definido como el de un escudo de plata.
Como ya todo estaba preparado, el derviche, sin pronunciar una palabra ni apartar
la mirada del disco, extendió una mano, tomó la mía, me acercó a su lado y señaló el
escudo luminoso. Al mirar hacia el lugar indicado, vimos manchas grandes que
parecían como las de la luna. Poco a poco se convirtieron en figuras que empezaron a
moverse y se las veía con gran detalle, con su color natural. No parecía que fueran
una fotografía o un grabado; menos todavía que fuera nuestro reflejo en un espejo,
sino como si el disco fuera un camafeo y se hubieran alzado de su superficie y
hubieran sido dotadas de vida y movimiento. Para mi asombro, y para la
consternación de mi amigo, reconocimos el puente que lleva da Galata a Estambul y

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que cruza el Cuerno de Oro desde la ciudad nueva a la antigua. Había personas que se
movían presurosas de aquí para allá, buques de vapor y esquifes de alegres colores
que se deslizaban sobre el Bósforo azul; los numerosos y coloridos edificios, villas y
palacios se reflejaban en el agua; la imagen entera estaba reflejada por un sol de
mediodía. Pasó como una panorámica, pero fue tan viva la impresión que no
podíamos saber si quien estaba en movimiento era ella o nosotros. Todo era ajetreo y
vida, pero ni un sonido rompía el silencio opresivo. Carecía, como un sueño, de
sonido. Era una imagen fantasmal. Las calles y los barrios se sucedían el uno al otro;
allí estaba el bazar, con sus estrechos pasadizos techados, las pequeñas tiendas a cada
lado, los cafés en los que los turcos fumaban con gravedad; y mientras se iban
deslizando, o nos deslizábamos nosotros junto a ellos, uno de los fumadores derribó
el narguile y el café de otro causando una descarga de invectivas sin sonido que nos
resultó muy divertida. Viajamos así con la imagen hasta llegar a un edificio grande
que reconocí como el palacio del ministro de Finanzas. En una zanja, en la parte de
atrás de la casa, cerca de una mezquita, en un charco embarrado, con su sedoso pelo
enmarañado, yacía mi pobre Ralph. Jadeante y agazapado, como si estuviera
exhausto, parecía moribundo. Cerca de él se habían reunido algunos perros callejeros
de aspecto lastimoso que parpadeaban bajo el sol y se comían las moscas.
Había visto todo lo que deseaba, aunque no le hubiera dicho al derviche una
palabra sobre el perro, pues había acudido más por curiosidad que por la idea de que
pudiera tener éxito. Así que me impacientaba por irme enseguida y recuperar a Ralph,
pero como mi compañera me rogara que nos quedáramos un poco más, consentí a
desganas. Miss H. se colocó entonces al lado del derviche.
—Pensaré en él —me susurró al oído con ese tono ansioso que suelen asumir las
damas jóvenes cuando hablan del él al que veneran.
Vimos una larga extensión de arena y un mar azul de olas blancas bailando al sol,
y un vapor grande que se abría camino junto a una costa desolada, dejando tras él un
rastro lechoso. La cubierta está llena de vida, los hombres están atareados por la proa,
de gorro y delantal blanco, el cocinero sale de la cocina, los oficiales uniformados
salen de un lado para otro, los pasajeros llenan el alcázar, holgazanean, flirtean o
leen; un joven al que ambas reconocemos avanza y se apoya en el pasamanos. Es…
él.
Miss H. sofoca un gritito, se sonroja y sonríe; vuelve a concentrarse en sus
pensamientos. La imagen del vapor desaparece; la luna mágica permanece vacía unos
momentos. Nuevas manchas aparecen en su rostro luminoso; vemos que de sus
profundidades emerge lentamente una biblioteca: de colgaduras y alfombra verde,
con estantes de libros en los lados de la habitación. Sentado en un sillón junto a una
mesa, bajo una lámpara, hay un anciano escribiendo. Lleva el cabello gris peinado
hacia atrás desde la frente; en su rostro recién afeitado hay una expresión de
benevolencia.
Con un movimiento rápido, el derviche impone silencio; la luz del disco tiembla,

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pero recupera el brillo firme y la superficie vuelve a quedarse sin imágenes durante
un segundo.
Volvemos a Constantinopla y en las profundidades perladas del escudo se forma
nuestro apartamento del hotel. Sobre el escritorio están los papeles y los libros, el
sombrero de viaje de mi amiga en una esquina, sus cintas cuelgan de la copa y sobre
la cama está el vestido que se había cambiado cuando comenzamos la expedición.
Ningún detalle falta para completar la identificación; y como para demostrar que no
estábamos viendo algo que habíamos formado con nuestra imaginación, sobre el
tocador había dos cartas sin abrir cuya escritura fue reconocida claramente por mi
amiga. Eran de un querido pariente suyo de quien había esperado tener noticias en
Atenas, sintiéndose decepcionada. Desaparece la escena y vemos ahora la habitación
de su hermano, que se halla recostado en la sala, con un criado bañándole la cabeza,
de la que, para nuestro horror, gotea sangre. Una hora antes, habíamos dejado al
joven en perfecto estado de salud; ante esa imagen, mi compañera lanzó un grito de
alarma y, tomándome de la mano, me llevó hacia la puerta. Nos reunimos con nuestro
guía y amigos para regresar a toda prisa al hotel.
El joven H. había caído por la escalera, haciéndose una herida bastante fea en la
frente; en el tocador de nuestra habitación estaban las dos cartas que habían llegado
cuando ya estábamos fuera. Las habían enviado desde Atenas. Pedí un coche con el
que me dirigí al Ministerio de Finanzas e, iluminada por el guía, encontré
rápidamente la zanja que había visto por primera vez en el disco brillante. En mitad
de la charca, destrozado, medio muerto de hambre, pero todavía vivo, estaba Ralph,
mi hermoso spaniel; cerca de él estaban los perros callejeros que parpadeaban y,
despreocupadamente, se comían las moscas.

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Gertrude Atherton
(1857 - 1948)

Biógrafa, historiadora y escritora norteamericana nacida en San Francisco,


Gertrude Franklin Horn fue un ejemplo de tenacidad contra los prejuicios sociales
que, en su tiempo, existían hacia las mujeres que deseaban para sí algo más que un
hogar, un marido y unos hijos: una carrera artística. Hija de Thomas L. Horn, un
próspero hombre de negocios, y de Gertrude Franklin, sobrina de Benjamín Franklin
(1706 - 1790), político, científico, inventor y uno de los padres de la nación
estadounidense —participó en la redacción de la Constitución en 1787—, Gertrude
estudió en la St. Mary’s Hall High School de Benecia (California) y el Sayre Institute
de Lexington (Kentucky), y pronto mostró una inequívoca inclinación por la lectura y
la escritura. A los 19 años, por presión familiar, se casa con un antiguo pretendiente
de su madre, George H. B. Atherton, hijo de Faxon Atherton, un rico comerciante de
la ciudad de Atherton en California. Tuvieron dos hijos, Muriel y George, quien
falleció a los seis años de edad. George H. B. Atherton era un hombre convencional y
taciturno, y desde el primer momento desalentó la afición de su esposa por la
escritura. De ahí que la publicación serial de su primera novela, The Randolphs of
Redwoods (1882), en el San Francisco Argonaut, aunque fuera sin firmar,
escandalizara a toda su familia, especialmente a su madre y a su suegra.
Tras once años de matrimonio «respetable», George sufre un trágico accidente en
Chile, donde se hallaba atendiendo sus negocios, y muere en aquel país en 1887. Y
con su desaparición, Gertrude Atherton nace para la vida, para la literatura. Para
empezar, se marcha a Nueva York, y de allí, a Francia, Inglaterra y Alemania. Más
tarde se convierte en protégée del gran Ambrose Bierce (1842-1914) —cuya relación,
dicen algunos, iba mucho más allá de la mera amistad— e inicia su carrera como
escritora, publicando cerca de sesenta libros y numerosos artículos. De su fructífera
trayectoria merece ser subrayada, empero, su primera novela firmada, What Dreams
May Come —singular historia sobre la reencarnación que pasó prácticamente
desapercibida—, aparecida en 1888 bajo el pseudónimo masculino de Frank Lin.
Nunca más utilizaría ese nombre.
Durante su estancia en las Islas Británicas publicó, ya como Gertrude Atherton,
Patience Sparhawk and Her Times (1897) y American Wives and English Husbands
(1898), además de The Conqueror (1902), minuciosa novela histórica sobre
Alexander Hamilton (1757-1804), economista, político, escritor, abogado y soldado
estadounidense, amigo personal de George Washington y primer Secretario del
Tesoro de los USA, y Hermia Suydam (1889), drama sobre la vida de una mujer
soltera que fue tachada de inmoral por la crítica. Cabe citar también su apólogo
sufragista Julia France and Her Times (1912), Los Cerritos (1890), la primera

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entrega de su trilogía californiana, localizada en un convento, The Doomswoman
(1892), historia de amor ambientada durante el periodo colonial español, que explora
los antagonismos culturales entre blancos e indígenas, y Befare Gringo Came (1894),
un tratado en torno a la vida en las misiones españolas antes de la independencia de
México.
Feminista sin quererlo, sino por simple impulso personal, Atherton fue una de las
primeras mujeres que obtuvo la Legión d’Honneur del gobierno francés por su
trabajo en los hospitales de campaña durante la Gran Guerra, labor que desempeñó a
la vez que cubría periodísticamente el conflicto en calidad de corresponsal de un
rotativo neoyorquino, convirtiéndose, una vez más, en pionera de una actividad que
parecía reservada exclusivamente a los hombres. Sus novelas, protagonizadas por
heroínas fuertes, vivaces, que persiguen con ahínco vidas independientes, sin
sujeciones ni cortapisas patriarcales, fueron una suerte de exorcismo con relación a su
amarga experiencia conyugal, y toda una declaración de principios que sentó cátedra.
Sobre su obra, el ensayista Grant Overton escribió en The Women Who Make Our
Novels (Dodd, Mead & Company, Nueva York, 1928): «Sus historias, casi sin
excepción, eran un vehículo para las ideas —sin juicios ocasionales, altamente
incisivas, en torno a todo lo que la rodeaba—. Ella narraba sus opiniones, a veces
con la más conmovedora ternura… Aristocrática en todas sus actitudes, prefirió la
franqueza al estilo y, por ello, no le asustaba la tosquedad».
Nadie sabe con exactitud de dónde surge la afición de Gertrude Atherton por la
ghost story. Cuando vivía con su marido y su suegra en la inmensa mansión que éstos
poseían en Valparaíso Park, San Francisco, aseguraba que estaba habitada por
fantasmas; claro está que, conociendo su fina ironía, quizá se refería a su familia
política. De todas formas, sería en la biblioteca de su abuelo materno, lugar en el que
Gertrude pasó horas y horas cuando era una adolescente, donde descubrió los clásicos
de la novela gótica inglesa, como Ann Radcliffe y Matthew Gregory Lewis, y a
contemporáneos como Sheridan Le Fanu o Elizabeth Gaskell. Ascendentes, ecos y
modelos que se perciben, se palpan en las dos antologías de relatos que publicó —
relatos difundidos previamente a través de diversas revistas literarias y magazines
culturales de la época—, The Bell in the Fog and Other Stories (Harper Publishers,
Nueva York y Londres, 1905) —que contiene, entre otras, “The Bell in the Fog”,
“The Striding Place”, “The Dead and the Countess”— y The Foghorn (Houghton
Mifflin, Boston y Nueva York, 1934) —donde se encuentran las muy populares “The
Eternal Now” y “The Striding Place”—. Pero será sin duda Edgar Allan Poe (1809-
1949) quien ejerza una influencia más evidente en la carrera de Gertrude como autora
de ficción espectral, influencia irrebatible en “La muerte y la mujer” (“Death and the
Woman”), publicada en Vanity Fair en 1892. A partir de una situación dramática muy
sencilla —una joven vela el cuerpo agonizante del «que había sido su amigo, su
compañero, su amante, su marido; el que lo había sido todo para ella en aquellos
cinco años de juventud vigorosa y esperanzada, agostada sin embargo por los rigores

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de la desdicha, por el capricho del infortunio», esperando la llegada de la Muerte…
—, Gertrude Atherton se desmarca de la ghost story clásica y, al igual que el genio de
Baltimore, intenta sentir la muerte. Su heroína anónima agudiza sus sentidos
morbosamente finos para escuchar, si acaso ello es posible, los latidos finales de un
corazón exánime —«… presionando con sus manos el pecho del hombre al que
apenas veía en la oscuridad, para sentir su corazón, a la espera de la llegada de la
muerte»—; intenta amar al moribundo con una mezcla de dolor y éxtasis próximo a
la necrofilia más romántica y melancólica —«Estaba contenta, sin embargo, de aquel
cambio último, del final; contenta de que la belleza ida de aquel cuerpo no tuviese ya
más destino que el ataúd; eso le parecía menos cruel que vivir en menoscabo. Había
amado las manos vivas de aquel cuerpo, su cálido magnetismo. Aquellas manos
yacían amarillentas ahora a los lados del cuerpo; sabía que ahora estaban frías, que
una humedad extraña y tumefacta se apoderaba de ellas. Por un momento se apoderó
de la mujer una sensación convulsa. Supo que también ellas, las manos, se habían ido
ya de su lado»—; y, de algún modo, anhela morir biológica, espiritual, psicológica y
sentimentalmente, como en los mejores relatos de Poe; morir en el yo y en el tú (Juan
Eduardo Cirlot dixit: “El pensamiento de Poe”, Poesía nº 5-6, invierno 1979-1980).
La belleza del texto, su miríada de turbias y agónicas emociones, nos conduce a todos
los más allá posibles, hacia todo misterio, enigma o atadura metafísica con la muerte,
haciendo de “La muerte y la mujer” un poema en prosa de belleza hipnótica.

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LA MUERTE Y LA MUJER
Su esposo se moría y ella estaba a solas con él. Nada podía superar la desolación
de sus lamentos. Ella y el hombre que moría, que estaba a punto de dejarla, se
encontraban en el tercer piso de una casa de beneficencia de Nueva York. Era verano
y los demás moradores de la casa se hallaban en el campo; todos los empleados en el
servicio, a excepción de la cocinera, habían sido despedidos, y la cocinera, cuando no
trabajaba, dormía profundamente en la quinta planta. La encargada también estaba
fuera de la ciudad, disfrutando de unas cortas vacaciones.
La ventana de la habitación permanecía abierta para que entrase el aire, que era,
no obstante, irrespirable; de los patios de las casas anejas no subía ni el más leve
ruido, pues la tarde canicular atenuaba los sonidos de la calle. A intervalos se oía el
sonido del montacargas, que no obstante parecía sometido a una amortiguación
impuesta por la suspensión aérea del calor oceánico.
Allí estaba ella, sentada junto al moribundo, abatida por esa pena que se apodera
del alma cuando se pierde la esperanza, cuando no parece haber más realidad que el
abandono. Miraba con infinita tristeza al que había sido su amigo, su compañero, su
amante, su marido; el que lo había sido todo para ella en aquellos cinco años de
juventud vigorosa y esperanzada, agostada sin embargo por los rigores de la
desdicha, por el capricho del infortunio. En el moribundo se percibía claramente la
devastación de la enfermedad; su rostro demostraba una terrible consunción; la
sábana resaltaba aquellas formas arruinadas de un cuerpo que, si bien nunca fue
carnoso, sí tuvo la musculatura propia del ejercicio físico, la sanguínea prestancia de
la buena salud. Estaba contenta, sin embargo, de aquel cambio último, del final;
contenta de que la belleza ida de aquel cuerpo no tuviese ya más destino que el ataúd;
eso le parecía menos cruel que vivir en menoscabo. Había amado las manos vivas de
aquel cuerpo, su cálido magnetismo. Aquellas manos yacían amarillentas ahora a los
lados del cuerpo; sabía que ahora estaban frías, que una humedad extraña y tumefacta
se apoderaba de ellas. Por un momento se apoderó de la mujer una sensación
convulsa. Supo que también ellas, las manos, se habían ido ya de su lado. Y repitió en
voz alta las palabras para siempre, mientras le volvía el recuerdo de aquella dulce
presión que tantas veces ejercieron sobre ella las manos del hombre que ahora se
moría sin remedio.
Se inclinó despacio sobre él. Estaba aún allí, pero bien sabía ella que también en
otro lugar. ¿Dónde? Cuando aún no había dejado de respirar, su yo, su alma, su
personalidad formaban parte de la amalgama de la vida, de la arcillosa prestancia
húmeda de su cuerpo, de su manera de hablar. Pero ¿por qué no habrían de
manifestarse ante ella esos dones, aun a despecho de la muerte que parecía
inminente? Si aún albergaba aquel cuerpo un hálito de consciencia, ¿por qué no podía
expresarla aun en el tránsito de su desintegración material, lo que es decir a través del
único médium posible, el Creador supremo? ¿-Por qué no iba a querer el Hacedor

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concederle a aquel cuerpo ese último favor? ¿Es que iba a tener que conformarse ella
con aguardar agónicamente la desintegración última del cuerpo yaciente, culminación
de sus tormentos, sin escuchar de su hombre una última palabra? La mujer dijo en
voz alta el nombre del moribundo, incluso lo movió levemente con manos nerviosas,
sacudiéndolo en el lecho, un algo enloquecida, como si de repente no pudiera
resignarse al abandono de quien había sido su amante, aun a sabiendas de que nada
podría evitar ya que se fuera de su lado.
El hombre seguía impávido, sin advertir los esfuerzos de su mujer; ella descubrió
su pecho y apoyó la cabeza junto al corazón, llamándolo de nuevo. Nunca hubo una
unión como la de ambos. ¿Cómo iba a irse de su lado? Allí seguía él, la otra parte de
ella. No podía darse un estado intermedio; no podía consentir que fuese enterrado sin
más. ¿-Cómo consentirlo cuando seguía siendo parte de sí misma? Pero al apoyar la
cara en el pecho del moribundo apenas percibió un leve latido que le acariciase los
labios. Abrió entonces los brazos, gesticulando sin palabras, como si quisiera dar aire
al cuerpo sin vida de su amante, o como si quisiera atrapar algo que dimanase de él, y
al cabo se puso de pie para dirigirse a la ventana abierta. Parecía a punto de volverse
loca. Le habían pedido que se quedara junto al cuerpo de su marido hasta que se
dispusiera el entierro, y no quería perder la razón, no quería gritar.
Al asomarse a la ventana comprobó que comenzaban a oscurecerse los verdes
manchones del jardín, como si algo muy pesado, como un sudario, los cubriese.
Comprendió entonces que el día comenzaba a llegar a su fin para dar paso a la noche.
Volvió lentamente junto a la cama del hombre, preguntándose si habría estado
allí, junto al moribundo, horas, o sólo minutos, o sólo segundos. Y preguntándose
ahora si su marido, su amante, su compañero, seguiría siendo realmente un hombre
vivo. Aún se le veían los rasgos, no obstante aquella demacración de sus últimos días,
y parecían tensos, sin la relajación mortal última. Volvió a reposar su cabeza en el
pecho del hombre mientras los dientes le rechinaran como si la hubiese atrapado un
viento súbito y frío.
Se levantó del borde de la cama para dejarse caer en una silla con las manos
cruzadas sobre el pecho, sobre su corazón. Miraba absorta el semblante macilento del
moribundo, que en la penumbra de la caída de la tarde parecía la cara de una
escultura pendiente aún de su definición última. Si encendía la lámpara de gas
entrarían nubes de mosquitos y tampoco quería restarle, con ello, el poco aire
respirable con el que acaso siguiera alentando mecánicamente. Y tampoco quería ver
esa especie de terrible ojo último que es la mandíbula caída de los muertos.
Tenía tan fija la vista en el hombre que al cabo no vio nada y cerró los ojos a la
espera de que se produjese en él lo inevitable, el inicio de la corrupción definitiva.
Cuando al fin abrió los ojos, la cara del hombre pareció haberse borrado; la oscuridad
se había cernido como una ola negra y definitiva sobre la casa, y el pálido brillo de
las estrellas, vistas a través de la ventana, anunció a la mujer el imperio de la noche.
Angustiada, acercó entonces el rostro a los labios del muerto. Le pareció que aún

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respiraba. Hizo un movimiento de mayor aproximación para besarlo, pero nada más
hacerlo se arrepintió, echándose hacia atrás con un dolor agónico, con una tristeza
irremediable. Ya no eran sus labios, los labios de su hombre, y nunca más lo serían.
Si de veras alentaba aún, lo hacía con tal debilidad que no podía oírlo; así sería
imposible que tuviese constancia del momento exacto de su muerte. Por eso le puso
las manos en el pecho, a la altura del corazón. Así no habría equívocos, sabría cuál
sería el momento exacto de su muerte; además, para ella era una cuestión de honor y
de amor permanecer junto a él hasta el último instante, hasta que exhalara su último
suspiro.
Allí estaba ella, sentada, agotada por la noche de calor asfixiante, presionando
con sus manos el pecho del hombre al que apenas veía en la oscuridad, para sentir su
corazón, a la espera de la llegada de la muerte… Pero de repente la sumió en un
mayor grado de desesperanza un pensamiento. ¿Dónde estaba la muerte? ¿Por qué
razón se demoraba tanto? ¿De dónde llegaría? Parecía tomarse su tiempo, desde
luego; parecía dirigirse allí muy despacio, regodeándose morosa como lo hacen
quienes participan en un cortejo fúnebre. Y por mero reflejo ese pensamiento le llevó
una suave música a la cabeza, una música como esa que se escucha en el teatro
cuando la heroína de la obra está a punto de hacer su entrada en la escena, una música
que anuncia un acontecimiento crucial e inminente. Todo eso, sin embargo, le había
parecido siempre ridículo, un recurso muy poco artístico. Pues así parecía actuar la
muerte.
Frunció el ceño al instante, reprochándose la frivolidad que había pensado y
ejerciendo una mayor presión de las palmas de sus manos sobre el pecho del hombre.
Acusó aún más el calor, notó que se le bañaba de sudor el rostro. Pero respiró
profundamente, liberando la angustia que sentía en el pecho, la angustia que parecía
haberse acumulado en sus pulmones, al comprobar que aún latía el corazón del
moribundo, que aún tenía un hálito de vida.
Sí, como despreciando a la muerte, el corazón de su hombre continuaba
latiendo… Pero… ¿dónde estaba la muerte? ¡Qué curiosa experiencia! A solas en una
casa grande y vacía, aguardando el instante en que su marido la abandonase
definitivamente… Que la muerte se lo arrancara. ¿Y por qué no resistir? Pero no, era
imposible; sí, imposible resistirse a la llegada de esa pecadora invisible e inocente en
apariencia que es la muerte; esa pecadora silenciosa e implacable a la que ningún
mortal se resiste… Si al menos poseyera una forma humana, y si al menos pugnase
por llevárselo como lo haría un hombre cualquiera, un secuestrador cualquiera…
Habría así, acaso, una posibilidad de vencerla. Una mujer podría derrotar incluso a un
gigante clavándole una daga en el corazón. Pero contra la muerte no había nada que
hacer, sino esperarla.
Entonces salió de los labios de la mujer un grito de terror. Algo parecía cobrar
presencia en la ventana. Las piernas y los brazos se le aflojaron del susto, mas a pesar
de eso pudo ponerse en pie y mirar hacia allí con una intensidad enorme, a despecho

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de su pánico. Dos pequeños puntos verdes y brillantes como raras estrellas parecían
seguir su mirada. Pero era un gato. Y de inmediato saltó, desapareciendo. Y se
borraron aquellas pequeñas estrellas verdes.
Se dijo entonces que no debería de consentir en el miedo que sentía. «¿Será
posible —pensaba— que tenga miedo de la muerte cuando aún no ha llegado, cuando
aún no la he visto siquiera? Siempre he sido una mujer valiente; él me solía decir que
era una heroína, pero es que a su lado resultaba imposible tener miedo… Por eso le
decía que me llevara al último confín del mundo, que a su lado nada me causaba
miedo… ¡Me avergüenzo de mí misma!»
Todo eso pensaba mientras volvía a sentarse lentamente y a poner sus manos otra
vez en el pecho del hombre. Le hubiera gustado tener a alguien fuera, en la puerta, a
Mary, la cocinera, por ejemplo; alguien a quien llamar para que la relevase algún
momento en su vigilia… Pero no; no había una campanilla en la habitación, y en
cualquier caso, haberla hecho sonar hubiese sido como cometer una profanación en la
casa de Dios. Además, ¿para qué iba a salir? No quería dejarlo solo ni un momento…
Dejarlo solo y encontrárselo ya muerto al regresar.
Entrechocaba levemente sus rodillas; no le gustaba hacerlo, pues denotaba
hallarse sumida en un claro estado de pánico, pero no podía evitarlo. Sus ojos iban de
un lado a otro de la habitación, intentando escrutar algo donde nada podía ver; se
preguntaba, en realidad, si podría ver llegar a la muerte; se preguntaba cuán lejos de
allí se encontraría aún. Seguro que a no mucha distancia; el corazón de su marido
latía débilmente, cada vez más débilmente. Había oído hablar de que, sin embargo,
una vez muerto, el cuerpo humano padece una especie de frenesí, sobre todo en los
que han sido valientes, como rebelándose ante la muerte que acaba de coparlo, sin
entregarse mórbidamente a sus horrores, por mucho que la suerte ya esté echada…
Pero aquello… Esperar, esperar y esperar; hacerlo acaso durante horas, debilitándose
el corazón del moribundo a extremos tales que ya no pudiera rebelarse cuando la
muerte lo poseyera… Y esperar ella, a su vez, acaso más allá de la medianoche, a que
llegase la muerte y se lo robara arteramente, desprevenida ella en su vigilia y sin
fuerzas ya el moribundo para resistirse.
Se acercó de nuevo al hombre al que había amado, al hombre que la había
protegido tantas veces. Lo hizo con un espasmo angustioso en su movimiento.
¿Dónde estaba el espíritu indómito de aquel hombre que siempre, hasta en los
momentos más difíciles, había conseguido que ella se mantuviese firme y sin miedo a
nada, y que hacía que lo amase cada día más? ¿Por qué se abandonaba ahora a su
suerte, sin importarle que se quedara sola? ¿Por qué desertaba lentamente sin ofrecer
resistencia?
Echó después la cabeza hacia atrás, lamentando sus reproches al moribundo;
afligida por su sentir agónico, sin embargo, no podía evitar aquellos recuerdos de su
hombre en otro tiempo, ni recordarle a él mismo quién había sido. Y otra vez volvió a
apoderarse de ella el pánico, y otra vez volvió a quedarse clavada en su asiento,

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rígida, con la respiración entrecortada, esperando la llegada de la muerte.
De repente percibió un ruido que parecía producirse abajo, quizá en la primera
planta del edificio. Fue un ruido lejano, amortiguado probablemente por esa lejanía;
acaso el de unos pasos sobre los peldaños de hierro de la escalera. Unos pasos
lentos… Aguzó el oído y pudo contar hasta cien entre un paso y otro. Aprensiva e
histérica, apenas podía hacer otra cosa… Pero… ¿dónde estaba la música fúnebre que
forzosamente debería acompañar aquellos pasos?
Su cuerpo, su rostro, toda ella estaba bañada en sudor, como si la muerte fuese
una ola. Sintió que se le erizaban los cabellos desde la raíz, preguntándose si en
verdad se le habrían puesto de punta. Pero no se atrevió a llevarse las manos a la
cabeza para comprobarlo. Quizá todo se debiera a aquel frío extraño que sentía a
pesar del calor; quizá todo se debiera a que comenzaba a enfriarse el sudor que la
cubría. Sus músculos se reblandecieron entonces, sin que menguase, sin embargo, la
tensión interna que sentía. Sus nervios parecían abandonarla.
No le cupo duda de que era la muerte quien subía despacio por la escalera,
enseñoreándose de la casa vacía. Y supo que era así porque no podía decirle otra cosa
la sensible inteligencia de su oído, no su mera capacidad de escuchar.
Concentró todos sus esfuerzos, que eran incluso dolorosos, en oír cualquier
sonido que llegase de la escalera, sabedora de que tenía que hacerlo por muy duro y
difícil que le resultara. ¿Cómo iba a relajarse, no obstante, con todo lo que tenía que
hacer? Cada minuto, cada segundo, sería vital; la muerte, aun despaciosa, no
desaprovecha el tiempo de apuntar con su dedo frío a las almas que quiere llevarse,
apenas emergen éstas del cuerpo putrefacto de los difuntos. Y ella, al menos, iba a
tener el honor de recibirla en persona, como se recibe a los heraldos, o a los
subordinados, que al fin y al cabo eso es la muerte: una especie de emisario del más
allá.
El sonido de aquellos pasos decía a la mujer que la muerte avanzaba lenta pero
inexorable. Peldaño a peldaño y descansillo tras descansillo, se acercaba, no obstante
anduviese con mayor lentitud que antes. Tan leves eran sus pasos como el ruido
amortiguado pero constante que hacían. La muerte, si bien muy lenta, avanzaba sin
tregua.
Llevó instintivamente una mano a su pecho y vio que el corazón le latía
apresurado, como nunca lo había sentido. Entonces se dijo que aquellos latidos, los
latidos de su propio corazón, habrían de cesar en el mismo instante en que la muerte
hiciera su entrada en la habitación, en el mismo instante en que detuviera sus pasos
junto al lecho del moribundo.
Ya no era humana, ya no era una mujer; ya era sólo inteligencia en alerta. No se
dejaba sentir ni un ruido, salvo el de los pasos leves de la muerte, que parecía tener
los pies de cera.
Contaba la mujer los pasos, uno, dos, tres… Y se irritaba al observar las pausas
tan largas que hacía la muerte entre un paso y otro. Cuando la muerte proseguía su

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lento ascenso, volvía a contarlos, cada vez más audibles, cada vez más próximos,
secos, sin eco… ¿Cuántos peldaños habría en aquella escalera? Nunca se había
detenido a contarlos. Ahora le hubiera gustado saberlo, pero… ¡qué importaba ya!
Cada uno de los pasos de la muerte anunciaba su presencia inmediata; nada más
podía decir aquella mayor sonoridad de su avance. Supo bien la mujer cuándo
llegaban a un descansillo; incluso calculó bien los segundos que se detendría allí
antes de acceder a los últimos tramos de la escalera… Y calculó perfectamente,
también, lo que tardaría en llegar al pasillo de la planta en la que estaba la habitación.
Y supo al fin cuándo se detuvo ante la puerta. Entonces llamó la muerte con sus
nudillos de hierro. Los nervios impidieron a la mujer decirle que adelante. La muerte
volvió a golpear la puerta con sus nudillos, de manera más imperiosa. Sintió la mujer
que aquellos golpes en la puerta hacían temblar las paredes del cuarto. Entonces se
dejó sentir el sonido del pomo de la puerta en un giro. Y en un movimiento raudo e
instintivo, en busca de protección, la mujer se arrojó a los brazos de su esposo.
Cuando Mary abrió la puerta y entró en la habitación vio a la mujer muerta,
yaciente junto al hombre muerto.

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Willa Cather
(1873 - 1947)

«Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela


eternamente y las nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por ello,
se extienden millas y más millas sin que se vea un árbol, ni siquiera un arbusto;
donde el cielo de la noche posee una belleza terrible, cruzado por los tremolantes
relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color verdoso flotan con
toda su estática grandeza en las negras corrientes del inabarcable mar polar». Así, de
esta manera tan absolutamente tétrica, arranca el relato de Willa Cather “La estrategia
del hombre lobo perro” (The Strategy of the Were-Wolf Dog), aparecido en la revista
Home Monthly, vol. VI, nº 13-14 (diciembre de 1896). Uno se inclina a pensar que
nos hallamos, una vez más, en los espacios sombríos y eróticos, terroríficos y
melodramáticos, explorados por Clemence Houseman en su magistral historia The
Werewolf. Sin embargo, estamos lejos de los dominios del tradicional cuento de
horror; más bien en los territorios de lo maravilloso y, más concretamente, del cuento
de hadas. No hace falta remontarse a clásicos como “Blancanieves”, “Caperucita
roja” o “La Bella y la Bestia” para advertir que entre la pura fábula y el
estremecimiento gótico existe una línea de separación muy delgada. Basta recordar
“Pulgarcito” —con su ogro devorador de carne humana— o “Barba Azul” —leyenda
en torno a un señor feudal cuyo castillo está bañado con la sangre de sus esposas
degolladas—, sádicas historias para niños que, según explicó Bruno Bettelheim en
Psicoanálisis de los cuentos de hadas (The Uses of Enchantment: The Meaning and
Importance of Fairy Tales, 1976), tratan sobre sus profundos conflictos internos,
originados por extraños impulsos primarios y violentas emociones, educándolos, en
última instancia, de cara a su relación con el mundo.
Y éste es el espectro narrativo, psicológico y emocional que explota
magistralmente Willa Cather en “La estrategia del hombre lobo perro”. No falta
ningún elemento: un personaje perverso —«Era el malvado hombre lobo perro que
todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los pájaros, al propio Santa Claus y
al oso blanco; y que odiaba, por encima de todo, a los niños del mundo. Nada le
volvía tan rabioso como saber que el mundo está lleno de niños buenos, niños que se
aman los unos a los otros, y que son sencillos, cariñosos y educados con quienes
tienen a su alrededor y con las cosas bonitas del mundo, como las flores y todo lo que
crece y vibra en la tierra. Llevaba años intentando sabotear como fuese los viajes de
Santa Claus, sólo para que esos niños no recibieran sus regalos de Navidad. El
hombre lobo perro detestaba la Navidad, algo incomprensible bajo cualquier punto de
vista. Pero era un ser malvado y demoníaco, y la Navidad es un tiempo de
celebración de la bondad, por lo que al hombre lobo perro todas las noches de

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Navidad le ardía pérfidamente el corazón, tornándosele aún más oscuro»—, una muy
freudiana y ambivalente figura paternal, Santa Claus —que detenta a los ojos del niño
un poder absoluto y misterioso, inquietante…— y un tema no menos freudiano, el
desamparo infantil —la peripecia de los renos— y la nostalgia por el padre instigada
por la angustia ante la omnipotencia del destino, y el mensaje positivo sobre la
solidaridad —el gesto final de los animales del bosque— y la bondad. Pero lo
realmente llamativo es el tono melancólico y poético del cuento, esa negra ligereza
con que observa el heroísmo y el dolor, la tragedia y la épica, mezcladas de tal forma
que excite sentimientos poco tranquilizadores. Recordemos el discurso de la foca:
«Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís impasibles ante la ayuda
que nos piden porque los niños del mundo corren el peligro, por primera vez desde
que comenzaron las Navidades, de quedarse sin sus juguetes… Sólo soy una foca
vieja y tullida, dos veces herida por los cazadores de focas, pero así y todo tengo
fuerzas y ánimo suficientes como para ir con el oso blanco y, aunque apenas pueda
recorrer una milla diaria, me apoyaré como sea en mi cola y en mi única aleta para
llevar sus regalos a los niños del mundo». Tales sutilezas son las que convierten “La
estrategia del hombre lobo perro” en una obra maestra de la literatura fantástica.
¿Cómo empezar a hablar de Willa Cather? No es fácil. Fue una de las escritoras
estadounidense más brillantes de su generación, como evidencian Pioneros (O
Pioneers!, 1913), El canto de la alondra (The Song of the Lark, 1915), Mi Antonia
(My Antonia, 1918), Una dama extraviada (A Lost Lady, 1923) o La muerte llama al
arzobispo (Death Comes for the Archbishop, 1927), hermosos y dramáticos retratos
de la vida de los pioneros norteamericanos, aquellos aventureros llegados de Europa
para poblar las tierras del nuevo mundo y, más concretamente, las inhóspitas tierras
de Nebraska. El espíritu y coraje de los inmigrantes suecos, checos, rusos o alemanes,
que ella conoció muy bien de niña, al trasladarse desde su Virginia natal —nació en el
mítico Shenandoah Valley— a Nebraska y que tan bien refleja en Mi Antonia, es el
tema central de sus historias. Una materia que guarnece con sus inquietudes más
íntimas: la pérdida de seres queridos, de la vida pasada, de las esperanzas juveniles…
Admirada profunda y sinceramente por grandes literatos como William Faulkner o
Traman Capote, o por no menos grandes cineastas como Douglas Sirk —quien jamás
pudo llevar a la pantalla Mi Antonia, una de sus novelas predilectas, como era su
voluntad—, entre los años veinte y cuarenta del siglo pasado Willa Cather fue una de
las novelistas estadounidenses más prestigiosas de su tiempo, sobre todo después de
ganar el Premio Pulitzer en 1923 con One of Ours (1922). A través del uso del estilo
indirecto —pocas veces se sirve de la primera persona, ni tan sólo cuando el narrador
es testigo, nunca actor principal—, concentró su arte en el desarrollo de tramas
amargas y amables a un mismo tiempo, como si, a pesar de todo, valiese la pena
quedarse con las pocas cosas buenas de la vida, entre las que ocupa un lugar
destacado la literatura y la bondad innata de las personas.
Su sorda lucha contra la ruindad de la sociedad la llevó a no ocultar jamás su

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lesbianismo —mantuvo relaciones con la folclorista Louise Pound (1872-1958), así
como con su secretaria, Isabella McClung, quien poco tiempo después de su ruptura
con la escritora se casó, lo que provocó en Willa una profunda depresión—, pero
tampoco lo convirtió en bandera de una causa, ya que jamás se atrevió a hablar de la
homosexualidad femenina en sus obras. Empero, en su adolescencia, desafió las
normas de la época cortándose el cabello y vistiendo como un chico; además, durante
su breve etapa como actriz amateur, solía interpretar a personajes masculinos. Su
relación sentimental más duradera fue con la escritora Edith Lewis (1882-1972), con
quien compartió apartamento desde 1908 hasta su muerte, en 1947, formando un
estable «matrimonio de Boston», eufemismo por el cual los americanos del siglo XIX
se referían a dos mujeres que viven juntas como amantes. Por fortuna, su vida privada
jamás empañó su consideración artística, a pesar de los denodados esfuerzos que, en
este sentido, llevaron a cabo los sectores más reaccionarios de la sociedad
estadounidense de entonces.

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LA ESTRATEGIA DEL HOMBRE LOBO PERRO
The Strategy of the Were-Wolf Dog

Esto es un cuento de las lúgubres y frías tierras septentrionales, donde hiela


eternamente y las nieves apenas se derriten; donde las blancas extensiones, por ello,
se extienden millas y más millas sin que se vea un árbol, ni siquiera un arbusto;
donde el cielo de la noche posee una belleza terrible, cruzado por los tremolantes
relámpagos que son las luces del norte, y donde icebergs de color verdoso flotan con
toda su estática grandeza en las negras corrientes del inabarcable mar polar.
Es una región desolada en la que no hay primavera, y en la que, durante los cortos
veranos, sólo crecen lechos de sauces atrofiados que ponen un contrapunto verde,
muy leve, entre los canales rocosos a través de los cuales corren las aguas de la nieve
derretida, aguas límpidas y heladas. Lo único realmente gracioso en toda esta
inmensa región es que más allá, en el Círculo Ártico, justo en los límites de las
planicies nevadas, se alza una gran casa de piedra gris en la que brillan las luces en
sus ventanas todos los días del año, y en cuyas altas paredes se arracima el calor que
expande el fuego del hogar. Es la casa de un santo muy adorado, Nicolás, al que
llaman Santa Claus los niños de todo el mundo.
Todos los niños saben que su casa es hermosa; que es, más que hermosa, uno de
los hogares más acogedores del mundo. Nada más entrar por su puerta principal se
accede a un gran vestíbulo en el que cada noche, tras cumplir con sus tareas, Santa
Claus toma asiento ante el fuego y conversa con su esposa, Mamá Santa, y con el oso
blanco.
A un lado está el comedor, y un poco más allá la alcoba donde duermen Mamá
Santa y Santa Claus. En la parte trasera de la casa está el taller de juguetería donde
hacen los juguetes más bonitos del mundo, y al lado se encuentra la habitación en la
que duerme el oso blanco, que tiene una cama que en realidad es un lecho de nieve
muy blanca, purísima, que él mismo se hace todas las noches; su habitación está en la
parte trasera de la casa precisamente para que pueda dormir más fresco.
Son muchos los niños y las niñas, sin embargo, que lo desconocen todo acerca del
oso blanco, por mucho que se trate de un personaje importantísimo, pues ha sido
sistemáticamente olvidado por los biógrafos de Santa Claus. Pero así es como
proceden habitualmente los historiadores: se concentran en una figura única, muy
importante, eso sí, lo sea de un lugar o de un tiempo concretos, y se olvidan de hacer
siquiera una mención de pasada a propósito de otros que también tienen una gran
importancia. Ocurre, en cualquier caso, que con el discurrir del tiempo aparecen otros
historiadores que al fin reparan en la importancia de esas figuras sistemáticamente
olvidadas, y se disponen a hacer justicia. Por eso considero mi deber, que será
además uno de los trabajos de más trascendencia que jamás haya hecho, hablar del

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oso blanco para convencer al mundo de su importancia.
No es, desde luego, como uno de esos osos que se llevan a los niños malos, ni
pertenece a esa familia de osos que se comen a los niños que se mofan de la calva
cabeza del profeta[29]. Muy al contrario, este oso es bueno, cándido y educado, y
cuida de los niños como no lo haría cualquier otro oso del mundo, ni cualquier
persona, salvo si se trata del propio Santa Claus. El oso blanco vive con Papá Santa
desde tiempo inmemorial, ayudándole en su trabajo de juguetero, pintando caballitos,
tensando el cuero de los tambores y pegando las pelucas amarillas en las cabecitas de
las muñecas. Pero su tarea principal consiste en cuidar de los renos, esas bellas
bestias tan fuertes y de nervio vivo, y tan veloces, sin las cuales no llegarían jamás a
los niños ni los tambores rojos, ni las muñecas de peluca amarilla, ni los caballitos.
Una noche del 23 de diciembre —el año no importa—. Papá Santa estaba sentado
junto al fuego, fumando en pipa y echando el humo por la nariz, con su cara de luna
brillante que imperase sobre la neblina. Estaba de muy buen humor, estaba más feliz
de lo que en él es habitual, porque al fin se iban a ver los resultados de todo un año de
duro trabajo. Ya había clavado el último clavo, ya había dado la última mano de
pintura a un juguete. Ya tenía dispuestos los juguetes para meterlos en los sacos y
subirlos al trineo del que tirarían sus renos.
Frente a él estaba Mamá Santa, dando las últimas puntadas a los vestiditos de
algunas de esas muñecas que tanto gustan a las niñas del ancho mundo. Mamá Santa
no se preocupaba de los muy distintos y lejanos lugares en los que vivían esas niñas,
pues eran Papá Santa y el oso blanco quienes se ocupaban de llevar al día el libro de
las direcciones. A Mamá Santa le bastaba saber que eran niñas, y además niñas
buenas; todo lo demás le daba lo mismo. Junto a ella estaba el oso blanco,
comiéndose un perrito caliente con tomate y mostaza. El oso blanco siempre tenía
hambre y se pasaba el rato picando algo, entre una comida y otra, por lo que Mamá
Santa y Papá Santa siempre le tenían dispuesto un buen plato de salchichas en la
despensa, un lugar en el que siempre estaban frescas pues allí no llegaba el calor del
fuego del hogar.
Papá Santa encendió su pipa de nuevo y dijo al oso blanco:
—Supongo que el tiro de renos ya estará preparado, ¿no? ¿Los has visto esta
noche?
—Sí, ya les di de comer y los cepillé hace una hora, más o menos. Nunca los he
visto tan juguetones. Mañana por la noche volarán sobre la nieve como los pájaros…
Pero cuando salí del establo me pareció ver rondando por ahí al hombre lobo perro,
así que me aseguré de que la puerta quedase bien cerrada.
—Bien hecho —aprobó Papá Santa—. Si anda por aquí no será para nada
bueno… El año pasado manipuló los arneses, que se rompieron antes de que pudiese
llegar a Noruega.
Mamá Santa clavó su aguja en uno de los vestiditos a los que daba las últimas
puntadas, y comenzó a hablar con un gesto tan indignado que los rizos se le salieron

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de la roja caperuza con que se tocaba, cayéndole sobre la cara.
—No puedo entender cómo ese animal es tan perverso, ni por qué la tiene tomada
contigo; y no sólo no puedo entender por qué te molesta, sino que tampoco me
explico por qué quiere fastidiar a esos pobres niños inocentes del mundo, impidiendo
que les lleguen sus juguetes de Navidad. Es, desde luego, el animal más indecente
que hay de aquí al final del Polo.
—Así es —asintió Papá Santa—; no hay ninguna razón para que haga todo eso…
Pero es que odia todo lo que no se le parezca.
—Estoy segura, Papá, de que no se detendrá hasta que consiga causar un
accidente terrible… ¿Por qué no va el oso a echar otro vistazo al establo de los renos?
—Mejor dormiré allí esta noche, si os parece —dijo el oso blanco mientras barría
el suelo con su corta cola.
—No creo que sea necesario —dijo Papá Santa—; será mejor que durmamos y
descansemos bien, pues mañana nos espera una dura jornada de trabajo… Espero que
los renos, si llega el caso, sepan cuidar de sí mismos. Vamos a la cama, Mamá, que
hemos de descansar.
Papá Santa apagó su pipa, echó las cenizas a la chimenea y se dirigió a su
habitación, mientras el oso blanco hacía lo mismo para tumbarse en su lecho de
nieve.
Cuando más tranquilo y silencioso estaba todo, se pegó a la fachada de la casa la
sombra de un perro gigantesco, la sombra de un monstruo que merodeaba por allí.
Tenía el pelaje rojo y los ojos brillantes, como brasas temibles. Sus dientes y
colmillos eran enormes, y le salían de la boca como cuchillos mojados en su saliva
espumosa, lo que le daba un aspecto aún más fiero. Iba con el rabo entre las patas,
pues era tan cobarde como vicioso y precavido. Era el malvado hombre lobo perro
que todo lo odiaba; que odiaba a las demás bestias, a los pájaros, al propio Santa
Claus y al oso blanco; y que odiaba, por encima de todo, a los niños del mundo. Nada
le volvía tan rabioso como saber que el mundo está lleno de niños buenos, niños que
se aman los unos a los otros, y que son sencillos, cariñosos y educados con quienes
tienen a su alrededor y con las cosas bonitas del mundo, como las flores y todo lo que
crece y vibra en la tierra. Llevaba años intentando sabotear como fuese los viajes de
Santa Claus, sólo para que esos niños no recibieran sus regalos de Navidad. El
hombre lobo perro detestaba la Navidad, algo incomprensible bajo cualquier punto de
vista. Pero era un ser malvado y demoníaco, y la Navidad es un tiempo de
celebración de la bondad, por lo que al hombre lobo perro todas las noches de
Navidad le ardía pérfidamente el corazón, tornándosele aún más oscuro.
Lento y silencioso se asomó a la ventana del establo, para mirar en su interior.
Los renos estaban apaciblemente tumbados, pero al poco, apercibidos de su
presencia, comenzaron a patear el suelo, muy nerviosos e impacientes. En las noches
de luna llena, sin embargo, los renos nunca duermen, pues se entusiasman con las
vastas extensiones de nieve que ansían recorrer al día siguiente, apenas amanezca.

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—Pequeños renos —comenzó a decirles en voz baja el hombre lobo perro, y los
renos alzaron las orejas—. Pequeños renos… Hace una noche espléndida, preciosa —
bien lo sabían ellos, que podían contemplarla a través de los cristales de la ventana
del establo—. Pequeños renos, la luna brilla tanto como el sol en el verano, el viento
del norte sopla despacio y fresco haciendo que las nubes del cielo parezcan esos
pájaros blancos que vuelan sobre el mar. Hay mucha nieve; tanta, que se os hundirán
las patas en ella; vuestros hermanos libres corretean por ella felices, como todas las
criaturas salvajes de esta tierra. Y las estrellas… ¡Ah, las estrellas…! Las estrellas,
queridos amigos, brillan cual millones de joyas en la faz del cielo luminoso.
Los renos escuchaban todo aquello con gran impaciencia. Les resultaba muy duro
resistirse.
—Vamos, pequeños renos —insistía el hombre lobo perro—, os contaré por qué
vuestros hermanos los renos salvajes trotan a sus anchas esta noche para dirigirse al
mar polar… Lo hacen porque las luces del norte brillarán como nunca antes lo
hicieran, y los relámpagos serán de color rojo, y violeta y púrpura, y cruzarán el cielo
para que toda la gente del mundo pueda verlos desde cualquier lugar, pues muchos no
los han contemplado jamás. Escuchad, pequeños renos… Ésta es la noche en que
deberéis correr lejos de aquí, ser libres; ésta es la noche en la que decidiréis que nada
más ha de encadenaros las patas, que nunca más llevaréis arneses. Vamos, salid de
una vez… Total, podréis regresar al amanecer y nadie se enterará de que os fuisteis.
El reno Dunder[30] se acercó a la ventana, atraído por lo que decía el hombre lobo
perro.
—No, no podemos —dijo, no obstante—; mañana hemos de salir temprano para
llevar juguetes a los niños del mundo.
—Pero si os he dicho que podréis regresar al amanecer, con las primeras luces del
día cayendo sobre los picos de los icebergs y tornando roja la nieve… Vamos, será
una noche gloriosa, lo pasaréis muy bien; y veréis unas luces que nunca más volverán
a iluminar el cielo. ¿Es que no jadeáis ya ansiosos al sentir este dulce viento de la
noche, pequeños renos?
Entonces los renos Cupido y Blitzen[31], atraídos por aquellas palabras,
comenzaron a suplicar a su jefe.
—Vamos, Dunder, salgamos esta noche… Hace mucho tiempo que no hemos
visto esas luces del cielo, y además mañana temprano estaremos de regreso.
Los renos sabían bien que no debían irse, pero como no son personas a veces
hacen justo aquello que no tienen que hacer. La ilusión del fresco viento de la noche y
las luces del cielo del norte, y pisar la nieve iluminada por la luna, todo eso, hizo que
se volviesen salvajes, pues la verdad es que los renos aman su libertad por encima de
todo, mucho más que cualquier otro animal, y ansiaban moverse libremente, ir con el
viento.
Así que el hombre lobo perro abrió la puerta, con ayuda de los ciervos del establo,
y al momento salieron todos al amparo de la luna para trotar hacia el norte, felices

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como conejos.
—Regresaremos por la mañana —dijo Cupido.
—Sí, regresaremos en cuanto amanezca —dijo Dunder.
Los pobres renos estaban tan encantados que temían herir la blanca y lisa
superficie de la nieve con sus pezuñas.
Pero qué reconfortante les resultaba volver a sentir el viento en la piel, mientras
corrían libres hundiendo las pezuñas en la nieve. Corrieron millas y más millas sin
cansarse, con el mismo placer que sintieron al salir del establo. Les brillaban los ojos
y les aleteaban los hocicos.
—Despacio, despacio, pequeños renos; dejad que os guíe yo —les decía el
hombre lobo perro—, pues de lo contrario no llegaréis al lugar donde están reunidas
las bestias.
Los renos no podían ir más despacio que un niño cuando sigue al coche de los
bomberos, por lo que dejaron atrás al hombre lobo perro, que intentaba seguirlos un
poco aburrido ya de todos ellos. En su loca carrera sobre las blancas planicies, que
brillaban tanto como el cielo, dos ciervos más, Dasher[32] y Prancer[33], bramaban
muy fuerte, regocijados. Pronto vieron la costa del mar polar. Negro y silencioso,
parecía guardar en su seno para siempre todos los secretos del Polo. Aquí y allí
flotaban en sus aguas negras y quietas los icebergs, cuyas altas paredes de hielo
brillaban como las llamas cuando en el cielo se encendía un relámpago. Los renos
detuvieron su loca carrera para contemplar aquella maravilla, lo que dio tiempo al
hombre lobo perro para llegar a su altura.
—El hielo no tiene peligro, ¿verdad, viejo perro? —preguntó la reno Vixen[34].
—Así es, mi pequeña; el hielo parece lejos de aquí pero no tiene peligro, pues se
agranda en la base para llegar hasta la costa —dijo el hombre lobo perro con la voz
más ronca que nunca.
Y los renos, engañados, comenzaron a correr por la pendiente, para alcanzar el
hielo, sin percatarse de que el hombre lobo perro no iba con ellos sino que estaba tan
tranquilo en el borde del acantilado. Pero cuando se dieron cuenta de que se
precipitaban sin remedio, ya era muy tarde; mientras caían sólo pudieron oír el ruido
que hacían los renos que habían saltado primero al caer contra el hielo, un ruido que
sonaba precisamente como cuando rompemos trozos de hielo.
—¡Atrás, atrás! —gritaba Dunder, pero ya era tarde.
El malvado hombre lobo perro contemplaba desde lo alto cómo se resquebrajaba
el iceberg, riéndose al ver flotando en las negras aguas del mar las cabezas de los
renos. Se dio la vuelta lentamente y caminó más allá, sobre la nieve, con el rabo entre
las patas, como siempre, pues era tan cobarde que ni siquiera podía seguir
contemplando por más tiempo la fechoría que acababa de hacer.
Los renos fueron hundiéndose lentamente en las negras aguas, pero Dunder,
Dasher y Prancer consiguieron mantenerse a flote y asomaban sus cabezas mientras
intentaban regresar a la costa.

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—Nademos, hermanos, que podemos ponernos a salvo —dijo Dunder a los otros.
Y así lo hacían sorteando grandes trozos de hielo cuanto les era posible, pues
algunos los herían. No obstante, nadaban con todas sus fuerzas para ponerse a salvo,
aunque la costa les parecía aún muy lejana. Un gran pedazo de hielo golpeó a Prancer
en el pecho, y comenzó a hundirse lentamente tras quedar desvanecido. Casi al
momento, Dasher, sin resuello, se abandonó a su suerte y comenzó a hundirse
igualmente. Cuando Dunder, que lo vio, nadó hacia él, Dasher le dijo:
—No, hermano, no… Ya no puedo más, no intentes ayudarme, pues nos
ahogaremos los dos. Tienes que salvarte, tienes que ir y contarle al oso blanco todo lo
que nos ha ocurrido. Adiós, hermano mío, ya no volveremos a ver juntos las nieves
que cubren los campos —y tras decir estas palabras se hundió definitivamente en las
negras aguas, dejando solo a Dunder.
Cuando al fin consiguió alcanzar la costa estaba exhausto y sangraba
profusamente por todos los cortes que le habían hecho los trozos de hielo flotante.
Pero no había tiempo que perder. Aun herido y agotado, comenzó a trotar por la
planicie nevada.
Era ya noche avanzada cuando el oso blanco notó unos golpecitos en el cristal de
la ventana de su cuarto. Se levantó y vio al pobre Dunder cubierto de nieve y de
sangre.
—Ven conmigo, hermano —dijo al oso blanco—; los otros se han ahogado en el
mar, sólo yo he conseguido ponerme a salvo. El maldito hombre lobo perro vino esta
noche al establo y, hablándonos con palabras muy dulces, nos animó a ir con él hacia
el Polo, prometiéndonos que veríamos las luces del cielo del norte brillando como
nunca antes las habíamos visto y como nunca volveríamos a verlas. Pero lo que nos
enseñó fue una muerte negra, espantosa… Lo que nos enseñó fue el fondo del mar
del Polo.
Entonces el oso blanco salió a su encuentro, sólo con el camisón puesto, y Dunder
siguió contándole acerca de la cruel maldad del hombre lobo perro.
—¡Ah! —se lamentó el oso blanco—. ¿Y quién va a decirle a Santa todo esto, y
quién le ayudará a llevar los sacos llenos de juguetes para los niños del mundo? A
Santa se le romperá el corazón sólo de pensar en esos pobres niños que verán vacíos
sus calcetines cuando llegue la mañana de Navidad.
El pobre Dunder, que estaba agotado, se dejó caer sobre la nieve y comenzó a
sollozar.
—No desesperes, Dunder… Tú y yo iremos ahora mismo hasta esa colina de
hielo donde las bestias retozan a la espera del día de Navidad… ¿Podrás trotar un
poco más, mi pobre y querido ciervo?
—Trotaré hasta morir —dijo Dunder con mucha valentía—. Sube a mi espalda,
que salimos ahora mismo.
Aunque a regañadientes, el oso blanco se montó en Dunder, pues los osos son
más lentos que los renos, y así partieron hacia la alta colina de hielo donde los

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animales del norte pasan la Navidad.
Esa colina es como una gran pila de hielo y de nieve, que se alza al amparo de la
estrella polar, y por eso todos los animales acuden allí a beber ponche y a desearse
una feliz Navidad los unos a los otros. Allí hay focas, y leones marinos, y muchas
nutrias, y mustelas, y ballenas, y osos, y muchos pájaros exóticos, y también perros
lapones leonados, que son tan fuertes como los caballos… Allí no iba, claro está, el
hombre lobo perro. El oso blanco no ofreció un sueldo a ninguno de ellos. Se limitó a
subir hasta la cumbre de la colina de hielo para decirles:
—¡Animales del norte! ¡Escuchadme! —y todas las bestias cesaron en lo que
hacían, que era divertirse, y miraron hacia lo más alto de la colina del hielo, donde
estaba el oso blanco, que parecía mucho más raro allí arriba, iluminado por la luz de
las estrellas y con su camisón puesto—. ¡Escuchadme! —tronó el oso blanco—. He
de contaros una historia de maldad y bellaquería como nunca la habréis oído. He de
daros cuenta de algo que nunca antes había sucedido. Esta misma noche, el malvado
hombre lobo perro, que no ceja en su empeño de hacer cuanto su negro corazón le
dicte en contra de los niños del mundo, se acercó hasta los renos de Santa Claus y con
palabras arteras los condujo hasta el norte, diciéndoles que verían allí unas luces del
cielo como no se habían visto jamás y como nunca volverán a contemplarse… Pero
lo que en verdad les enseñó no fue sino la muerte más negra y el fondo del mar polar
—luego les pidió que mirasen al ensangrentado Dunder, el único superviviente.
Todos los animales de la colina de hielo demostraron una gran indignación,
avergonzándose de que uno de ellos hubiese cometido una maldad semejante. La gran
ballena sacudió su cola con furia, y todos los osos que allí estaban empezaron a
gruñir, muy enfadados.
—Ahora, amigos míos, mis queridos animales —siguió diciendo el oso blanco—,
¿quiénes de entre vosotros vendréis conmigo para ayudarnos a llevar sus juguetes a
todos los niños del mundo, y que así no se pongan tristes al despertar, pues no verán
vacíos sus calcetines?
Pero entonces se callaron todos, pues aunque lamentaban mucho lo que había
sucedido, amaban a tal extremo su libertad que ninguno quería correr con arneses
sobre la nieve, ni dormir en el establo de Santa Claus, por muy caliente que allí se
estuviese.
—¿Qué os pasa? —gritó el oso blanco—. ¿Es que ninguno de vosotros va a
ayudarnos, es que ninguno de vosotros va a venir al establo de Santa Claus para
ocupar el lugar que ocuparon los pobres renos ahogados, esos buenos hermanos
nuestros? Además de un establo tibio y acogedor tendréis todo el forraje que queráis
comer, y un lecho de limpia paja, y agua de nieve para beber…
Pero los animales seguían guardando silencio. No querían abandonar la colina de
hielo, ni dejar de sentir el viento frío… El pobre Dunder seguía llorando, y hasta el
oso blanco comenzaba a desesperar, cuando de repente alzó su voz una pobre foca
vieja, a la que faltaba una aleta, pues había sido mutilada por unos cazadores de focas

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antes de que pudiera escapar de ellos… La vieja foca había bebido bastante ponche,
por lo que hablaba con la voz un tanto chillona, pero tenía muy buen corazón.
—Me rompe el corazón —comenzó a decir— ver que seguís impasibles ante la
ayuda que nos piden porque los niños del mundo corren el peligro, por primera vez
desde que comenzaron las Navidades, de quedarse sin sus juguetes… Sólo soy una
foca vieja y tullida, dos veces herida por los cazadores de focas, pero así y todo tengo
fuerzas y ánimo suficientes como para ir con el oso blanco, y aunque apenas pueda
recorrer una milla diaria, me apoyaré como sea en mi cola y en mi única aleta para
llevar sus regalos a los niños del mundo.
Las palabras de la vieja foca tullida sirvieron para que los demás animales se
avergonzasen de su proceder. Los renos salvajes fueron los primeros en ofrecerse.
—¡Adelante! Iremos con vosotros —dijeron.
Al día siguiente, pues, un poco más tarde de lo acostumbrado, Santa Claus se
puso su traje, se cubrió con sus pieles, y subió al trineo tirado por siete renos salvajes,
a los que guiaba en cabeza Dunder. Partió así, a gran velocidad, hacia la costa de
Noruega. Y si alguno de vosotros recuerda haber recibido un año sus regalos de
Navidad un poco más tarde de lo debido, sabed que fue porque los ciervos salvajes no
estaban acostumbrados a ese trabajo, aunque tiraban del trineo con todas sus fuerzas.

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Vernon Lee
(1856 - 1935)

Según la mitología griega, los sátiros (σατυρος), personificaciones de la fuerza


vital de la Naturaleza, eran los encargados de custodiar los bosques. Alegres,
alocados, maliciosos, lascivos, formaban parte del cortejo de Dionisio —dios del vino
y protector de la agricultura y del teatro—. Se les suele representar de varias formas,
aunque la más habitual es hacerlo como un hombre con patas de carnero, orejas
puntiagudas y cuernos, abundante cabellera, nariz chata, cola de cabra y en erección
permanente (priapismo), explícita alusión al poder fecundador de la Naturaleza. Por
eso, las pastoras los temían —al igual que las ninfas, espíritus femeninos de la
naturaleza—, ya que podían ser seducidas y/o ultrajadas por los sátiros, y optaban por
ofrecerles pequeños sacrificios (las primeras crías de sus rebaños, frutos…) a fin de
que las dejaran tranquilas. De ahí que los sátiros fueran rápidamente catalogados por
la iglesia católica, a partir del siglo IV, como demonios, acólitos de Satán,
especialmente a raíz de los textos místicos de San Rufino de Aquilea (340-410).
De entre todos los sátiros, y aparte de Pan (Πάν), dios de los rebaños, destacó
Marsyas, músico notable en el arte de la flauta —la suya, se dice, había sido tallada
por la mismísima Atenea—. Un día Marsyas tuvo la desdichada ocurrencia de
desafiar a Apolo —dios de la curación, la luz, la verdad, el tiro con arco, pero
también de la música y la poesía— a una especie de concurso musical que decidiría
cuál de los dos era mejor músico. Apolo aceptó bajo la condición de que «el vencido
se pondría a disposición del vencedor». Los habitantes de Nisa, en el istmo de
Corinto, que ejercían de jueces, se quedaron maravillados con la interpretación de
Marsyas; pero Apolo, con su lira, provocó lágrimas de emoción en todos los
presentes, que lo declararon ganador. El dios, haciendo gala de una crueldad sin
límites, ató a Marsyas al tronco de un abeto, boca abajo y, una vez inmovilizadas sus
manos a la espalda, lo desolló vivo, clavando luego la piel del sátiro en un árbol. Los
compañeros de Marsyas, los restantes sátiros y dríades (ninfas del bosque), lloraron
tan amargamente su muerte que sus lágrimas formaron el río que lleva su nombre,
afluente del Meandro, que desemboca cerca de Celea (Anatolia).
Tomando como referencia la figura del desventurado sátiro, la escritora inglesa
Vernon Lee nos ofrece en “Marsias en Flandes” (Marsyas in Flanders, 1900) uno de
los más singulares y sombríos relatos de la presente antología. Una verdadera obra
maestra del terror, un texto grandioso no tanto por su sugerente mezcla —confusión
deliberada y maligna sin duda— entre paganismo y cristianismo, entre el milagroso
poder de las reliquias religiosas y la fuerza incontrolable de las potencias infernales,
entre las vaporosas texturas de la ghost story más popular —cf. la «extraña» iglesia,

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con sus gárgolas en forma de lobo que parecen aullar…— y la cruel fisicidad del
cuento de vampiros… Con ligereza casi diderotiana, Vernon Lee consigue que
“Marsias en Flandes” sea un prodigio de estilo, pues la calculada acumulación de
matices siniestros, de atroces sugerencias en torno al misterio que encierra el
santuario de Dunes, crea un denso clima de inquietud, de expectación angustiosa, que
estalla en una terrible conclusión nada gratuita: las claves para captarla están ahí,
mientras intentamos digerir nuestra muda inquietud. La crónica histórica, la
descripción realista, los apuntes oníricos, la alegoría moral y la tragedia, cuestionan la
delgada línea que separa la fe de la superstición, la ciencia de lo puramente
fantástico, irreal.
Vernon Lee era el nom de guerre de Violet Paget, quien publicó en 1880, con
apenas 24 años, Studies of the Eighteenth Century in Italy, un tratado sobre el arte del
siglo XVIII italiano que no se atrevió a firmar con su nombre, pues en la época
resultaba «escandalosa» la figura de una mujer-erudita, razón por la que optó por un
pseudónimo masculino. A pesar de ello, el éxito del libro fue enorme y le permitió
viajar a Inglaterra, donde conoció a algunos de sus admiradores, como Oscar Wilde,
Robert Browning, Henry James o H. G. Wells. De padres británicos, pero con
ascendentes franceses y galeses, Vernon Lee / Violet Paget vivió casi toda su vida en
Florencia, profundamente concentrada en su labor creativa, cultivando casi todos los
géneros literarios: el ensayo —cuyos modelos estéticos fueron John Ruskin y Walter
Horatio Pater—, la biografía novelada, el libro de viaje, la novela, el relato, el
teatro… Sin embargo, hoy es internacionalmente conocida por sus cuentos de terror.
Cuentos como “La voz endemoniada” (A Wicked Voice, 1890), “La leyenda de
Madame Krasinska” (The Legend of Madame Krasinska, 1892), “El arca nupcial” (A
Wedding Chest, 1904) o “La Virgen de los Siete Puñales” (The Virgin of the Seven
Daggers, 1909) la han convertido en un clásico del género incluso en vida,
recopilando todas sus narraciones fantásticas en tres volúmenes, Hauntings, Fantastic
Stories (Heinemann, Londres, 1890), Pope Jacynth and Other Fantastic Tales (John
Lane Publisher, Londres, 1904) y For Maurice, Five Unlikley Stories (John Lane,
Publisher, Londres, 1927). Como curiosidad, destacar que “Marsias en Flandes” es
uno de los pocos que no están ambientados en Italia.
En su momento, algunos de sus allegados acusaron a Vernon Lee de ser
demasiado cerebral, incapaz de abandonarse a los sentimientos e, incluso, de ser un
tanto puritana en cuestiones eróticas. Quizá era una forma de recriminarle su
independencia y discreción a la hora de llevar sus asuntos amorosos. Sabemos que
jamás ocultó su lesbianismo, pero tampoco hizo de su sexualidad un casus belli
feminista. Entre sus numerosas relaciones destacan la dama inglesa Annie Meyer, «de
temperamento ardiente, impetuoso», recordaba más tarde la escritora —y de la que
tenía siempre un pequeño retrato sobre la cama—, y su propia cuñada, lady Archibald
Campbell —«seguramente la mujer más sorprendente sobre la que se han posado mis
ojos (…), muy parecida a un joven príncipe de Las mil y una noches…», confesó—.

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Hacia el final de su vida, estremecida por los efectos de la Primera Guerra Mundial y
de la Gran Depresión, tanto en Italia como en Inglaterra, mostró cierta simpatía hacia
los emergentes totalitarismos europeos. Al igual que muchos intelectuales de su
tiempo, a ambos lados del Atlántico, creía que un líder fuerte, con las ideas claras, era
el mejor remedio para sacar adelante el país. En algunas de sus cartas, por ejemplo,
Vernon Lee recuerda optimista las grotescas y electrizantes apariciones de Benito
Mussolini desde el balcón del palacio Chigi. Pero jamás militó en el partido fascista
italiano ni aspiró a desempeñar papel político alguno vinculado al mismo.

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MARSIAS EN FLANDES

—Tiene razón; este crucifijo no es el original, lo han cambiado por otro. Il y a eu


substitution…
El viejo anticuario de Dunes, un hombrecillo menudo, asentía misteriosamente al
hablar, mientras fijaba en mí sus ojos fantasmagóricos.
Lo dijo en un susurro tan audible como dolido. Era la vigilia del Viernes Santo y
aquella iglesia, una de las más apreciadas de la región, estaba llena de fieles, clérigos
o no, y decorada con esmero para la jornada de duelo. Varias damas de edad, con la
cabeza cubierta, se afanaban en limpiar el templo armadas de cubos, escobas y
bayetas. El anticuario me había llevado allí apenas llegué a la localidad, aunque por
la gran cantidad de fieles que había en la iglesia no pudiera mostrármelo todo hasta la
mañana siguiente.
El crucifijo tan reputado como objeto de adoración se hallaba tras varias hileras
de velas encendidas, y rodeado de guirnaldas hechas con flores de papel y muselina
coloreadas, así como de otras urdidas con agujas de pino resinoso que exhalaban un
aroma muy grato. Dos grandes candelabros con velas encendidas lo flanqueaban.
—Sí, lo han cambiado por otro —repetía el viejo anticuario mirando a su
alrededor, cuidándose de que nadie le oyese—. Il y a eu substitution…
Observé mi extrañeza de que nadie hubiese dicho, tras contemplarla, que fuera
una talla francesa del XIII, tan apreciada como realista, pero no el crucifijo legendario,
obra de San Lucas, que había estado oculto durante siglos en el Santo Sepulcro de
Jerusalén hasta que apareció milagrosamente en las costas de Dunes en el 1195.
Bastaba una mirada para darse cuenta de que era una pieza más o menos bizantina, no
la de Lucas.
—¿Y por qué razón lo habrán cambiado? —pregunté inocentemente.
—Calle, calle —me dijo el anticuario—. Mejor no hablemos aquí de eso. Ya lo
haremos después…
Me guió por el templo, uno de los de mayor devoción para los peregrinos; un
templo al que acudían en masa desde hacía siglos, no obstante lo difícil que resultaba
su acceso por hallarse al borde de los acantilados, sobre el mar. Era una hermosa
iglesia, más bien pequeña y de inspiración gótica, erigida en pálida piedra, sobre la
que la erosión de los vientos cargados de salitre era perceptible en sus capiteles y
muros, en cuya base crecía un musgo verde brillante que le daba un tono adorable. El
anticuario me fue describiendo el trazado del interior, inspirado por la Cruz, y luego
el campanario, inconcluso como consecuencia de la merma de la fe, propia del siglo
XIV. Luego me llevó a la muy curiosa cámara que había al final del triforio, una
especie de celda con chimenea y bancos de piedra en la que los caballeros de la villa

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vigilaron en tiempos día y noche, haciéndose los oportunos relevos, el preciado
crucifijo. Me dijo el anticuario, con la ilusión de un niño, que en la antigüedad hubo,
en los ventanucos de la cámara, colmenas.
—¿Era común en Flandes que las iglesias tuviesen una cámara en la que vigilar
las reliquias? —pregunté, pues nunca había visto nada semejante.
—No era común, no —respondió mirando a su alrededor, como si quisiera
cerciorarse de que nadie nos oía—, pero aquí resultaba muy necesario… ¿No ha oído
hablar del milagro insólito de esta iglesia?
—No —respondí en voz muy baja, impresionado por el secretismo del anticuario
—. ¿Se refiere usted a la leyenda según la cual el Salvador rompió todas las cruces
hasta que le llevaron la verdadera, la que fue rescatada de las aguas del mar?
Negó con la cabeza, pero sin decir palabra; luego descendimos por los peldaños
hasta la nave del templo, en cuya contemplación me había extasiado antes desde la
leve altura de la cámara en la que en tiempos aquellos fieles caballeros de la villa
velaron el crucifijo. Nunca me había sentido tan curioso e impresionado en una
iglesia como lo estuve entonces. De los candelabros que flanqueaban el crucifijo
dimanaban grandes espacios de luz no obstante rota por las sombras agazapadas en
las columnas de la nave y entre los bancos de la iglesia, entre los cuales se veía
igualmente la leve luz de la palmatoria con que el sacristán se paseaba entre ellos. El
templo todo olía a resina de pino, un aroma que me evocaba los montes y las dunas
costeras; y de entre los grupos de fieles se dejaban sentir especialmente las voces de
las mujeres sobre un fondo rugiente de olas del mar que llevaba el viento. Todo
aquello sugería vagamente la preparación de un sabbath de brujas.
—Pero, entonces, ¿qué tipo de milagros se dieron realmente en esta iglesia? —
pregunté cuando ya caminábamos de nuevo por la nave del templo—. ¿Tienen algo
que ver con eso que dice usted, lo de la substitution del crucifijo?
En el exterior de la iglesia todo era ya oscuridad. La iglesia, desde la pequeña
plaza cuadrada en que se alzaba, aparecía negra; era como una masa difícilmente
reconocible salvo por el oscuro perfil de sus tejados recortados contra el aire marino
y el cielo de luna pálida. Los altos árboles del pequeño cementerio adyacente movían
también su masa de sombras negras al envite del viento de la mar; lo único que
arrojaba alguna luz era el amarillento brillo de los ventanucos del templo, que
parecían portales flameantes en medio de la absoluta negrura de la noche.
—Observe, por favor, el audaz efecto de las gárgolas —me sugirió el anticuario
apuntándolas con su dedo.
Eran apenas visibles, pero sí perceptibles; una vaga presencia de animalidad
salvaje que pespunteaba en línea los tejados del templo; una animalidad violenta a la
luz de la luna que hacía en la piedra un efecto azul y amarillento en las fauces
inquietantes de las bestias allí representadas. Una ráfaga de viento extrajo de la veleta
un sonido aterrador, como un gemido.
—Realmente, parece que esas gárgolas lobunas aúllan —dije entonces.

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El viejo anticuario sonrió con cierta burla.
—¡Ajá! ¿Acaso no le había dicho que esta iglesia esconde secretos como no se
dan en toda la cristiandad? ¡Ahí los tiene! ¿Había visitado usted alguna vez una
iglesia tan salvaje como la que tiene ante sus ojos?
Y mientras así decía, continuaba el viento extrayendo de la veleta gemidos
temblorosos, mientras del interior del templo se dejaban sentir unas notas agudas
como un chillido.
—El organista se aplica en la afinación de la vox humana de su instrumento —
dijo el anticuario.

II

Al día siguiente compré un libro que hablaba de una de las milagrosas historias
que se atribuían al crucifijo legendario y a la iglesia; y al otro día, mi amigo el
anticuario tuvo a bien referirme todo lo que sabía al respecto… Gracias a esas dos
informaciones pude elaborar lo que se ofrece a continuación, que bien puede ser
tenido por la historia más cierta sobre este asunto.
En el otoño de 1195, tras una noche de tempestad aterradora, se halló a la deriva,
junto a la costa de Dunes, villa de pescadores en la bahía de Nys, un bote
perteneciente a un barco hundido entre los arrecifes.
El bote hacía aguas, y muy cerca, pero en la orilla, yacía la figura en piedra del
Salvador crucificado, pero sin la cruz, y sin sus brazos, que aparentemente formaban
parte de otro bloque ahora separado del conjunto. Pronto acudió la gente a
contemplar el prodigio; la pequeña iglesia de Dunes, entre cuya gleba había sido
fundada por los Barones de Cröy, dueños y señores de la costa, y regida por la Abadía
de San Loup d’Arras, tenía que ser el destino de la imagen misteriosa, pero un santo
varón que vivía en retiro junto a los acantilados tuvo una visión que desató las
disputas… Se le apareció San Lucas en persona para decirle que él, y sólo él, era
quien había tallado la imagen del crucificado, que formaba parte de un grupo de tres
imágenes, la cual fue rescatada junto a las otras por tres caballeros, un normando, un
toscano y otro de d’Arras, del Santo Sepulcro de Jerusalén, siempre con el
consentimiento del cielo, para ponerlas a salvo de los infieles y hacerlas a la mar con
dicho propósito, yendo a parar la una a la costa normanda de Salenelles, la otra hasta
no muy lejos de la ciudad italiana de Lucca, y la tercera, la aparecida en Dunes, que
fue embarcada por un caballero de Artois. San Lucas, aun considerando que la
pequeña ermita de los acantilados, donde moraba aquel santo varón al que se había
aparecido, habría de ser el lugar donde descansara para el resto de los días el
crucifijo, decidió que debería de ser la imagen quien decidiese dónde hacerlo. Así, el
crucificado fue solemnemente arrojado de nuevo al mar, pero a la mañana siguiente
apareció en el mismo sitio, en las márgenes de la bahía de Nys. Los notables de la

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villa decidieron entonces, en cualquier caso y sin encomendarse a la Abadía de Arras,
que fuera trasladado a la iglesia de Dunes, y los píos habitantes de la región
comenzaron a sugerir que el templo fuese remodelado a fin de dar al recinto sagrado
una dignidad mayor, toda vez que iba a albergar tan milagrosa presencia.
La santa efigie de Dunes —Sacra Dunarum Effigies, como fue llamada la
presencia a partir de entonces—, sin embargo, no hizo los milagros al uso. Pero su
fama se expandió rápidamente a lo largo y ancho del mundo, llevada por los
vagabundos y peregrinos en general que iban hasta ese confín donde se alzaba. La
santa efigie, como anteriormente se ha dicho, había aparecido, empero, sin su cruz
completa y sin sus brazos, y no hubo tempestad, aun siendo muchas las que se
cernían sobre la costa, que devolviese a la orilla lo que de ella faltaba, aquel bloque
desgajado de su conjunto, a pesar de las muchas preces elevadas al cielo por los fieles
para que pudieran contemplarla todos en su forma completa.
Pasado algún tiempo, y no sin que se produjesen innumerables querellas y
debates, se decidió que era preciso dotar a la efigie sagrada de una nueva cruz. Y así,
los más diestros canteros de Arras recibieron la orden de acudir a Dunes. Mas el
mismo día en que se alzó solemnemente en el templo la nueva cruz que habría de
sostener al crucificado, se produjo un prodigio asombroso cual lo fue que la efigie
sagrada girase violentamente a su derecha, haciendo trizas la nueva cruz de piedra
con que fuera dotada poco antes por los canteros de Arras.
De tal prodigio no sólo dieron cuenta los cientos de fieles que allí se habían
reunido, sino los propios sacerdotes llegados a la iglesia de Dunes desde todos los
rincones de la región, que elaboraron un documento a propósito de lo observado, y
que pudo consultarse en el archivo episcopal de Arras hasta 1790, guardado allí por
disposición del abad de San Loup, pastor espiritual de la región.
Tal fue el origen de una serie de sucesos misteriosos que hicieron correr por toda
la cristiandad la fama del crucifijo milagroso. La efigie sagrada, según se cuenta,
nunca permanecía inmóvil, como si se sintiese incómoda, salvo cuando había ante
ella fieles; mas apenas desaparecían éstos, al regresar la encontraban cambiada de
posición, en muchas ocasiones como si hubiera padecido terribles convulsiones. Y un
día, unos diez años después de que fuera definitivamente rescatada de las aguas del
mar, las gentes de Dunes descubrieron al crucificado en su actitud natural, pero sin
cruz, sustentándose en el aire, pues aquélla estaba desperdigada por el suelo, a los
pies de la imagen, en tres grandes bloques rotos.
Ciertas personas, que vivían a las afueras de la villa, muy cerca de la iglesia,
dijeron haberse despertado en medio de la noche por un ruido que habían supuesto
fue un gran trueno preludio de otra tempestad, pero que en realidad fue la
consecuencia de aquella rotura de la cruz de piedra. Mas ¿quién sabía si aquel ruido
aterrador no fue producido, con la rotura de la cruz, por un ser ajeno a toda piedad?
He aquí el secreto: la efigie sagrada, hecha por las manos de un santo y llegada a las
costas de Dunes milagrosamente, parecía en efecto haber descubierto algo que no era

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santo, ni digna de ella, en la piedra con que le fue hecha su cruz. Ésa fue la
explicación que dio el prior de la iglesia, en respuesta a las agrias peticiones de una
respuesta conveniente que hiciera el abad de San Loup, que negó la posibilidad de un
milagro. Más aún, acabó por descubrirse que un trozo de mármol incrustado en la
piedra no había sido lavado con el ritual necesario después de que fuera puesta la
efigie en la cruz, lo cual dejaba inscrita la huella del pecado humano en la piedra. Por
lo tanto, se ordenó la erección de otra cruz, cosa que llevó mucho tiempo,
procediéndose a la consagración de la efigie algunos años después.
Mientras, el prior hizo construir aquella cámara para los caballeros que vigilasen
la efigie sagrada, con sus bancos y una chimenea, obteniendo del Papa el preceptivo
permiso para que una guardia incesante velara por ella día y noche para que nadie
osara robar tan sagrada reliquia. No obstante, ya se habían hecho en la villa
reproducciones del crucifijo, pues Dunes vio llegar grandes masas de peregrinos
atraídos por la fama milagrosa de la cruz, con lo que el pueblo fue creciendo
rápidamente, unas reproducciones con las que comerciaba, para su beneficio
magnífico, el prior de la iglesia.
Todos los abates de San Loup, sin embargo, veían aquello con muy malos ojos.
Aunque nominalmente eran sus vasallos, el prior y los sacerdotes de Dunes habían
obtenido ciertos privilegios directos, concedidos por el Papa, cosa que les confería un
más que alto grado de independencia con respecto a la Abadía de Arras, y en
particular una clara inmunidad merced a la que hacían envío a la tesorería de San
Loup sólo de una muy pequeña parte de las muchas ganancias que con su tributo
aportaban los peregrinos. El abad Walterius en concreto se mostró especialmente
hostil hacia la iglesia de Dunes, y acusó al prior de haber reclutado a los guardianes
de la reliquia refiriéndoles cuentos que hablaban de ruidos extraños y de movimientos
no menos raros que hacía la vera efigie sagrada, y de sugestionarlos con todo ello.
Finalmente quedó concluida la nueva cruz, a la que se consagró un día del año,
llamado Día de la Santa Cruz, y la efigie fue entronizada en presencia de una
multitud compuesta por clérigos y gentes llegados de toda la región e incluso de
mucho más allá. Se creyó que desde aquel día quedaban satisfechas las exigencias de
la efigie sagrada, no dándose desde entonces ningún hecho violento que
comprometiera su reputación de imagen santa.
Pero todo aquello concluyó, por cierto, violentamente. En noviembre de 1293,
tras un año en el que corrieron rumores alarmantes y conversaciones que hablaban de
sucesos extraños, ocurridos todos alrededor de la cruz de Dunes, volvió a descubrirse
que la efigie se había movido de nuevo un mal día, y que siguió haciéndolo en lo
sucesivo, o, más bien, que se contorsionaba como poseída por una pasión pérfida, a
juzgar por las posturas que cada día se descubrían en el crucificado. Y se dijo que en
la noche de la Navidad de aquel mismo año la cruz volvió a quedar hecha añicos en el
suelo, mientras el crucificado permanecía suspendido en el aire. Aquella misma
noche murió en la cámara de guardia el sacerdote encargado de la custodia del

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templo. De nuevo procedieron a la erección de otra cruz, que fue posteriormente
consagrada, aunque esta vez en privado, sin pompa ni ceremonia pública, pues se
hizo de un agujero en la techumbre del templo el pretexto idóneo para que los fieles
no entrasen allí, y no sólo eso, sino que con dicho pretexto quedó cerrada la iglesia
por un tiempo, cierre que se prolongó en exceso ya que consideraron los sacerdotes y
el prior que el templo tenía que ser repetidamente purificado tras la estancia en su
interior de los que obraron el arreglo del tejado y la techumbre. Luego se dijo que el
sacerdote que había sustituido al que muriese en la noche de Navidad se volvió loco
al extremo de que hubo de ser encerrado en la cárcel regentada por el prior, por el
temor de éste a que, en su locura, no parase mientes a la hora de revelar los secretos
que había descubierto.
Todas esas historias, con otras aún más truculentas, llegaron a la Abadía de Arras,
lo que enojó sobremanera a los abates, disponiéndolos aún más en contra de los
responsables de la custodia de la iglesia de Dunes. Una iglesia, cabe recordarlo, que
se alzaba sobre la villa, aislada por altos árboles que crecían al filo de los acantilados,
a lo que hubo que añadir los precintos impuestos por el priorato, además de unos
muros que se levantaron mientras se procedía a la reparación del tejado y la
techumbre, con lo cual la iglesia quedó prácticamente aislada, e incluso invisible,
salvo por la parte de sus muros que daba al mar. No obstante todo ello, hubo quienes
afirmaron que, llevadas por el viento, habían oído voces extrañas que salían de la
iglesia en lo más oscuro de las noches. Según ellos, aquello sucedía principalmente
durante las tempestades y las tormentas, y describieron dichas voces como aullidos,
lamentos, y hasta parecidas a músicas propias de danzas populares. Un viejo marino
afirmó que en una noche de Halloween, a medida que su barco se aproximaba a la
bahía de Nys, vio la iglesia de Dunes llamativamente iluminada, como si de sus
ventanas salieran llamas. Pero, como estaba borracho, supuso que todo aquello que
creía ver no era cosa sino de la bebida, que le había llevado a exagerar lo que
posiblemente no fuese más que una leve luz en uno de los ventanucos, seguramente el
ventanuco de la cámara donde hacían su vigilia los caballeros que custodiaban la
reliquia. Cabe decir que el interés de los moradores de Dunes coincidía con el del
prior, toda vez que ellos se beneficiaban también de la presencia de los peregrinos,
los cuales les hacían más prósperos. Razón, naturalmente, por la que historias como
las referidas por el viejo marino quedasen rápidamente sepultadas. No obstante,
siempre llegaban a oídos del abad de San Loup; y finalmente llegó la noche en que
todo aquello, tan oculto, habría de salir a la superficie.
Fue en la vigilia de todos los santos, del año 1299, cuando cayó un rayo sobre la
iglesia de Dunes. Poco después era encontrado sin vida, en mitad de la nave del
templo, el nuevo sacerdote custodio, y para mayor horror, la cruz estaba rota sobre el
suelo, y la efigie sagrada había desaparecido… Un terror indecible se apoderó no sólo
de los moradores de la villa, sino de toda la región. Un terror que aún se hizo más
acervo cuando se supo que el crucificado había sido hallado tras el altar mayor,

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debatiéndose en insólitas convulsiones y ennegrecido por distintas quemaduras.
Con aquello concluyeron los sucesos de la iglesia de Dunes.
Un consejo eclesiástico, reunido en Arras, decretó el cierre de la iglesia durante
casi un año, a cuya conclusión el templo fue de nuevo consagrado, esta vez por parte
del propio abad de San Loup, con el que concelebró la santa misa el prior. Durante el
año en que permaneció cerrada la iglesia, se procedió a la construcción de una nueva
capilla, que albergó al crucificado, vestido ahora con sedas y espléndidos brocados, y
luciendo en su gloriosa corona de espinas gemas como nunca fueron vistas, un regalo,
según se dijo, del propio duque de Burgundia.
Tanto esplendor, y la mera presencia del abad de San Loup, sirvió sin embargo
para que el prior anunciase de nuevo, poco después, la consumación de un milagro
aún más prodigioso que los anteriores. La cruz original, en la que había estado la
efigie sagrada en la capilla del Santo Sepulcro de Jerusalén, la cruz que añoraba el
crucificado, la que hacía que rechazase todas aquellas que le ofrecían, creadas por
manos no precisamente santas, había llegado a las costas de Dunes a impulso de las
aguas del mar, varándose en la misma arena sobre la que cien años atrás fuese
encontrado el Salvador.
—He aquí —proclamó el prior— la mejor explicación para acabar con las
leyendas y maledicencias que desde hace tantos años llenan de angustia el corazón de
los moradores de esta noble villa. Con la arribada a nuestras costas de la cruz
genuina, la efigie sagrada se muestra ya complacida y podrá descansar en paz por el
resto de los siglos, otorgando sus milagrosos favores sólo a quienes recen a sus pies
con devoción plena.
Algo era cierto. Desde aquel día jamás se volvió a observar que la efigie sagrada
cambiase de postura en la cruz. Mas igualmente, y como consecuencia de que no
volviera a producirse nada que pudiese alentar la ilusión de un milagro, la fe de las
gentes de Dunes comenzó a mermar, así como la cantidad de peregrinos que acudían
a la villa. Es más, hubo otras reliquias que concitaron el mayor interés de los fieles,
los cuales parecieron ir olvidándose poco a poco de la efigie sagrada de la cruz. Pocas
veces volvió a verse la iglesia rebosando de devotos.
¿Qué había sucedido realmente? Nadie parecía en disposición de dar una
respuesta precisa, ni de hacer preguntas al respecto que tuvieran sentido. Pero,
cuando en 1790 fue saqueado el palacio arzobispal de Arras, cierto notario se hizo
con buena parte de los archivos del mismo, a precio de papel al peso, movido más por
su curiosidad e interés por la historia que por la devoción, pues no era hombre de
creencias, y por el contrario mostraba una clara aversión hacia todo lo que tuviese
que ver con el clero. No obstante, aquellos documentos quedaron en almoneda
durante años, sin que nadie los estudiase, hasta que mi amigo el viejo anticuario los
compró… Entre aquel montón de papeles había sobre todo distintos planos del
palacio arzobispal, que iban dando cuenta de los avatares de su construcción, mas
también otros varios en los que la Abadía de Arras había ido anotando cuanto

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concernía a la iglesia de Dunes, sobre todo en relación con los supuestos milagros
que allí se daban. Entre aquellos papeles se exponía el resultado de una investigación
hecha en la villa en 1309, en la que se interrogó a numerosos habitantes de Dunes y
sus alrededores, así como a una buena cantidad de peregrinos. No obstante, para
comprender el significado de dicha investigación, resulta preciso recordar que fue
aquel tiempo pródigo en sucesos cuales los procedimientos llevados a cabo contra los
templarios, motivados por el afán de la Iglesia de Roma en el control de las finanzas
religiosas.
En cuanto a la iglesia de Dunes, lo que pareció suceder es que, tras la catástrofe
de aquella vigilia de Viernes Santo, en octubre de 1299, el prior, Urbain de Luc, fue
acusado de sacrilegio y brujería, siendo él mismo el autor de los supuestos milagros
atribuidos a la efigie sagrada, milagros que en realidad no eran tales sino meras
prácticas demoníacas mediante las cuales había convertido la iglesia, y muy
especialmente la capilla dedicada al crucificado, en un templo de adoración a
Satanás.
No obstante haber apelado en su día a los tribunales eclesiásticos, ante los que
dijo que todo era una gran mentira urdida por el abad de San Loup, envidioso éste de
los beneficios que a la villa aportaba la afluencia de peregrinos llegados desde todos
los puntos de la cristiandad, hizo después acto de contrición y dijo someterse sin
ambages a la autoridad del abad, al que pidió misericordia. El abad pareció
complacido por la sumisión de su vasallo y, tras varios trámites legales, de los que se
daba cuenta en algunos documentos de aquéllos comprados por mi amigo el
anticuario, todo quedó en el olvido. Por cierto, el anticuario me pidió que le tradujera
varios de aquellos legajos, pues estaban escritos en latín. Doy cuenta ahora del
contenido de los documentos más interesantes, a fin de que el lector pueda hacerse
una idea cumplida de cuáles fueron realmente los hechos.

Ítem. El abad expresa su mayor satisfacción ante el reverendo prior, al haberse


demostrado que no andaba éste en tratos con el Diablo (Diabolus). No obstante, la
gravedad del caso examinado requiere… (aquí quedaba roto el legajo).
Hugues Jacquot, Simon le Couvreur, Pierre Denis, de Dunes todos ellos,
atestiguan lo siguiente:
Que los ruidos procedentes de la iglesia de la Santa Cruz siempre se dejaban
sentir en noches de tempestad o de tormenta en las que se producían naufragios en
las costas de Dunes; y que eran tan diversos como terribles todos, cuales gruñidos,
chillidos, aullidos de lobos y jadeos, dejándose sentir en ocasiones, igualmente,
melodías de flauta. Un tal Jehan, varias veces sorprendido pegando fuego a los
prados y a las cosechas, así como haciéndose en las orillas con el producto de los
naufragios, declara tras recibir garantías de inmunidad: Que la banda de ladrones y
salteadores a la que pertenece sabía cuándo iba a producirse un naufragio en la
costa, pues poco antes del suceso se dejaban sentir desde la iglesia aullidos. Y que en

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ocasiones, para cerciorarse, él mismo saltaba la tapia del cementerio de la iglesia,
para poder escuchar mejor entre las tumbas lo que sucedía en el interior del templo.
No le resultan extraños, por todo ello, ni los aullidos, ni los chillidos, ni los lamentos,
ni los jadeos declarados por otros testigos. Un hombre con el que se cruzó una noche
en el camino le dijo que parecía haber una manada de lobos dispuesta a caer sobre
la villa, de tan bestiales como eran aquellos aullidos, pero él supo bien que se
trataba de lo que acontecía en la iglesia, porque además hacía treinta años que no se
veía un lobo en la región. Señala el testigo que el ruido más singular de todos, sin
embargo, no era otro sino el sonido de flautas y de órgano que acompañaban el
fragor de las tormentas y de las tempestades en el mar (quod vulgo dicuntur flustes
er musettes), una música tan deliciosa como nunca pudieran oírla los reyes de
Francia en su corte. Al ser interrogado acerca de las cosas que vio, el testigo declaró
lo que sigue:
Que vio muchas veces fantásticamente iluminada la iglesia, hallándose él abajo,
en la costa; mas que en varias ocasiones, según se acercaba a la iglesia para
comprobar qué sucedía, todo iba tornándose más oscuro según avanzaba, quedando
sólo tenuemente iluminado el ventanuco de la cámara de vigilancia. Y que en una
ocasión, al lucir hermosa y llena la luna en el cielo, el sonido del órgano y de las
flautas, unido a los aullidos, todo lo llenaba en derredor del templo, y que le pareció
ver en el tejado de la iglesia un lobo, mas fijándose mejor comprobó que se trataba
de una presencia humana. No obstante, preso del pánico en aquella ocasión, echó a
correr de allí sin aguardar a presenciar otros sucesos.

Ítem. Su Señoría el abad, tomando juramento de verdad al prior, haciéndole


poner la mano sobre los Evangelios, le pregunta si ha oído él dichos y extraños
ruidos.
El reverendo prior lo niega rotundamente, asegurando no haber escuchado
siquiera algo similar. Posteriormente, y sometido a otros procedimientos (¿acaso el
potro de tortura?), reconoce sin embargo que ha oído hablar de tales supuestos, pues
gentes del pueblo se los han comunicado, e incluso los mismos caballeros
encargados de la vigilia y custodia de la reliquia.
Pregunta: ¿Alguien de la guardia le ha contado cosa semejante al reverendo
prior?
Respuesta: Sí, pero sólo se lo han revelado a este prior bajo secreto de confesión,
y por ello individualmente. Debo decir, no obstante, que uno de los responsables de
la custodia, el sacerdote muerto por un rayo, era un hombre de comportamiento
impío y harto reprobable, que cometió grandes crímenes, y al que este prior dio la
responsabilidad de la custodia por no hallar otro hombre que quisiera aceptarla.
Pregunta: ¿Nunca ha interrogado el prior, al respecto de todo lo sucedido, a los
caballeros de la guardia?
Respuesta: Como lo que me fuese revelado por ellos estaba bajo secreto de

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confesión, y aunque sí les interrogué al respecto en el curso de dichas confesiones,
nada puedo a mi vez decir yo, por mucho que este prior lamente no poder hacerlo a
Su Señoría.
Pregunta: ¿Qué ha sido de cierto caballero custodio que fue hallado desvanecido
tras una noche de Halloween?
Respuesta: Este prior no lo sabe. Aquel caballero custodio era igualmente
sacerdote y al parecer estaba loco. Este prior supone, por ello, que acaso esté
encerrado en algún asilo.

En el curso de aquellos interrogatorios se produjo sin duda una sorpresa muy


desagradable para el prior Urbain de Luc, pues en otro documento se lee lo que sigue:

Ítem. Por orden de Su Señoría, el abad magnífico, se llama a prestar testimonio a


Robert Baudouin, sacerdote y uno de los custodios de la iglesia de la Santa Cruz, que
ha pasado diez años preso por disposición del reverendo prior de Dunes, quien lo
señaló como afectado de locura. El testigo manifiesta un gran terror al verse ante los
componentes de este tribunal, así como ante el reverendo prior. Y se niega a declarar,
sollozando ante la sugerencia de que lo haga, y escondiendo su rostro entre las
manos por temor a ser visto. No obstante, tras ser confortado por los aquí presentes,
con palabras amables y garantías suficientes de que nada malo habrá de ocurrirle,
siempre y cuando diga la verdad, el testigo declara lo siguiente, no sin hacerlo entre
grandes lamentos, sollozos y temblores, tal cual es común entre los hombres
afectados de locura:
Pregunta: ¿Puede recordar qué sucedió en la vigilia de Todos los Santos en la
iglesia de Dunes, antes de que el testigo quedara tendido en el suelo y privado de
sentido?
Respuesta: Dice el testigo que no puede. Dice que cometería pecado si lo hiciese
ante señores tan reverendísimos como lo son quienes componen este tribunal. Dice
ser un hombre ignorante, que además está loco. Asegura que tiene hambre.
El abad lo regala con pan en su propia mesa, y una vez saciado el testigo
prosigue el interrogatorio.
Pregunta: ¿Qué puede recordar de los hechos acaecidos aquella noche de la
vigilia de Todos los Santos?
Respuesta: El testigo cree que aún no se había vuelto loco. Cree igualmente que
antes de aquellos sucesos jamás había estado preso. Y supone que acaso llegara a la
villa en un bote, por mar, etcétera.
Pregunta: ¿No cree el testigo que alguna vez estuvo en la iglesia de Dunes?
Respuesta: No puede recordarlo. Se limita a decir que sabe que no siempre
estuvo recluido.
Pregunta: ¿Ha escuchado el testigo alguna vez cosa semejante?
(Su Señoría el abad había dispuesto que cierto simplón a su servicio, hombre que

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tocaba las gaitas, las flautas y el órgano, hiciera música escondido tras los
cortinones. Y apenas se dejó sentir el agudo sonido de las flautas y del órgano, el
testigo comenzó a temblar espantosamente, comenzando a sollozar caído sobre sus
rodillas y con los brazos abiertos en cruz, teniendo que ser confortado por Su
Señoría el abad luego de ordenar que cesara la música.)
Pregunta: ¿Cómo es posible que haya sentido semejante terror, hallándose como
lo está en presencia de Su Señoría el abad, que le brinda su protección y amparo?
Respuesta: Dice el testigo que en ningún caso puede soportar el sonido de las
flautas, ni el de los órganos. Que dichos sonidos le hielan la sangre. Que había dicho
al reverendo prior que no podía permanecer en la cámara de vigilancia cuando se
dejaban sentir aquellas músicas. Que temía entonces por sus vidas, pues siempre se
escuchaban cuando él, y sólo él, estaba de guardia. Que no se atrevía ni a hacer la
señal de la cruz, ni a decir sus oraciones, por temor al Gran Salvaje. Que el Gran
Salvaje fue quien rompió la cruz. Que dicho Gran Salvaje se divertía jugando con un
aro por toda la nave del templo mientras profería blasfemias. Que el tejado se
llenaba entonces de lobos que aullaban, y que después entraban en el templo para
danzar sobre sus patas traseras mientras el Gran Salvaje tocaba la flauta en el altar
mayor. Que también se vio rodeado de muchas y pequeñas cruces hechas por él
mismo con los trozos de la gran cruz caídos en el suelo, para así mantener lejos de la
cámara al Gran Salvaje, quien no dejaba de tocar la flauta, y en otras ocasiones el
órgano, mientras aullaban y danzaban frenéticamente los lobos. Y que poco después
se cernían las tormentas sobre el pueblo y las tempestades en el mar.

Ítem. No se pudo obtener más información del testigo, pues cayó de bruces al
suelo, como un poseso, y hubo de ser apartado de la presencia de Su Señoría el abad,
y de la presencia del reverendo prior de Dunes.

III

Aquí se interrumpe la relación de hechos expresados por la investigación. ¿Acaso


alcanzaron a conocer aquellos dignatarios algo más acerca de los sucesos habidos en
la iglesia de Dunes? ¿Llegaron a descubrir alguna vez las causas de dichos sucesos?
—Es evidente que podemos hablar de un caso, pues lo hubo —me dijo el
anticuario quitándose los lentes tras leer lo que acabo de referir—. Y mucho me temo
que la causa de aquellos hechos persiste… Comprenderá usted, así las cosas, que
resultara tan difícil hallar dichas causas a aquellos sacerdotes de hace seis siglos.
Se levantó entonces, cerró con llave su tienda, y me condujo al patio de su casa,
próxima a la bahía de Nys, a una milla de distancia de Dunes.
Desde allí podían contemplarse los campos de lilas y lavandas, y más allá la breve
playa de la bahía. A lo lejos se avistaba la Isla de los Pájaros, una suerte de montaña

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arenosa que se alzaba en mitad de la bahía, donde paraban las aves; y más allá, el mar
encrespado bajo el sol de color naranja del atardecer. Del otro lado, tierra adentro,
sobre los tejados de las casas y de las granjas, se alzaba la iglesia de Dunes, teñida en
sus pinos circundantes, en sus tejados de aviesas gárgolas y en sus cuatro lados, por la
ominosa luz de un rojo pálido con la que iban bañándola las horas.
—Tenga por seguro —me dijo el anticuario introduciendo una llave en la
cerradura de una puerta que daba acceso a su casa, tras cruzar el patio de la tienda—,
tenga por seguro que hubo un cambio, que hubo una substitution de la imagen…
Tenía usted razón. El crucifijo presente en la iglesia de Dunes no es el original, no es
el crucifijo milagroso de la tempestad de 1195. Lo que hay ahora no es, en puridad de
criterios, sino una estatua a tamaño real, de la cual se da cuenta en los archivos del
arzobispado de Arras, una estatua debida a Estienne Le Mans y a Guillaume Pernel,
canteros, que la hicieron por encargo del abad de San Loup en 1299, lo que quiere
decir en el año en que se llevó a cabo la investigación que acabó con todas las
historias sobre los supuestos hechos milagrosos sucedidos en Dunes. Ahora
contemplará usted la verdadera efigie sagrada y podrá comprenderlo todo.
Ya en su casa, el anticuario abrió la puerta que daba paso a una galería de techo
abovedado, encendió una lámpara y lo seguí por allí. Era, desde luego, la celda de
una construcción medieval junto a la que habían levantado la casa del anticuario; olía
a vino, a madera húmeda, a ceniza y a ramas de abeto.
—Aquí —dijo el anticuario— enterraron la imagen bajo hierro, como si fuese un
vampiro, para evitar que resucitara.
La imagen, en efecto, se alzaba contra una pared oscura. Era de un tamaño
superior al normal, al de un hombre vivo, y estaba desnuda, con los brazos rotos por
los hombros, caída la cabeza hacia un lado, el gesto agónico… Sus músculos eran los
propios y tensos de un crucificado, y tenía los pies atados con una cuerda. Era, sin
embargo, una imagen similar a tantas de las que me había sido dado ver en
innumerables galerías. Me acerqué a ella para examinar en detalle la oreja que más
oculta parecía por la inclinación de la cabeza, pues parecía puntiaguda.
—Ya veo que acaba de descubrir usted el misterio del caso —dijo el anticuario.
—Así es —dije, aunque no sabía bien a qué se refería, cuán lejos volaban sus
pensamientos—. Creo que se trata de la supuesta imagen de Cristo, que no obstante
representa al legendario sátiro Marsias a la espera de su castigo.
El anticuario asintió.
—Exacto —dijo secamente—. Tal es la explicación del misterio. Pero me parece
que tanto el abad como el prior no hicieron del todo mal en encerrar bajo hierros la
imagen cuando la trajeron aquí desde la iglesia.

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Edith Wharton
(1814 - 1887)

Más allá de los restringidos ambientes literarios de nuestro país, la popularidad y


difusión de la obra de Edith Wharton entre los lectores españoles arranca con la
presentación, en el marco de la «Mostra» de Cine de Venecia, del exitoso film de
Martin Scorsese La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), lujosa
adaptación cinematográfica de la novela del mismo título, publicada en 1920 por D.
Appleton and Company. La película, protagonizada por Daniel Day-Lewis, Michelle
Pfeiffer, Winona Ryder, Alexis Smith y Jonathan Pryce, cosechó un éxito más que
aceptable en España —casi un millón de espectadores y 2’9 millones de euros
recaudados— pese a su tono démodé, lo cual reactivó el interés editorial por esta
elegante escritora estadounidense. A partir de entonces, muchos supieron que
Wharton fue la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer de novela en 1921,
precisamente, con este irónico y amargo retrato de la burguesía neoyorquina a finales
del siglo XIX. La edad de la inocencia fue, quizá, la cumbre de una trayectoria
literaria jalonada por obras tan estimulantes como El arrecife (The Reef, 1912), Las
costumbres del país (The Custom of the Country, 1913), Estío (Summer, 1917), Un
hijo en el frente (A Son At The Front, 1923), La renuncia (The Mother’s Recompense,
1925), Sueño crepuscular (Twilight Sleep, 1927) o Los niños (The Children, 1928).
Novelas que detallan a la perfección los variados registros dramáticos de su obra:
realista, naturalista, colorista, romántica, trágica y, sobre todo, irónica.
Curiosamente, uno de los pocos libros de Edith Wharton publicados antes del
estreno del film de Scorsese fue Relatos de fantasmas (Alianza Editorial, 1987),
excelente muestra del notable talento de la escritora para un género tan difícil como
la ghost story. Publicados entre 1893 y 1935 en revistas como The Century,
Scribner’s Magazine, The Saturday Evening Post, Cosmopolitan o Pictorial Review,
y más tarde recopilados en antologías como Tales of Men and Ghosts (1910) y Ghost
(1937), las historias de fantasmas de Wharton figuran, efectivamente, entre lo mejor
de su trabajo creativo. La ausencia de cualquier tramoya gótica para crear un
ambiente angustioso, o para provocar un efecto de terror, no sólo era producto de la
coyuntura cultural, en la que el cuento de fantasmas deja de ser «la especie
teratológica dominante y es suplantado por horrores más finos y elaborados del nuevo
cuento de terror», en palabras de Rafael Llopis (Historia natural de los cuentos de
miedo, Ediciones Júcar, col. La Vela Latina, Madrid, 1974), sino que se perfilaba
como un nuevo cuento de terror representado por autores como Arthur Manchen o
Algernon Blackwood. No obstante, la rareté exhibida por los cuentos de fantasmas de
la escritora neoyorquina fue el resultado de una opción personal. Su escéptica

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sensibilidad hacia todo lo sobrenatural era, a la vez, una reacción contra los valores
Victorianos que la ghost story solía representar, en su forma más tradicional y/o
convencional, en lógica correspondencia con el espíritu de novelas como El fin de la
inocencia.
Por ejemplo, en el cuento presentado en esta antología, “Los ojos” (The Eyes),
aparecido en el Scribner’s Magazine (junio de 1910), el distendido y algo frívolo
ambiente de una reunión burguesa —a la manera de Henry James en Otra vuelta de
tuerca (The Turn of the Screw, 1898)— se ve paulatinamente perturbado, corrompido
casi, por el relato espectral de uno de los asistentes. Angustiosas sensaciones —«Me
despertó una rara sensación que todos conocemos: la sensación de que había algo en
la habitación que no estaba cuando me quedé dormido»—, así como estremecedoras
visiones —«Eran los peores ojos que había visto jamás: unos ojos de hombre…,
¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue que debía de ser espantosamente viejo.
Tenía las órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos párpados, sobre los globos de
los ojos, colgaban como persianas con las cuerdas rotas. Uno de los párpados bajaba
un poco más que el otro, lo que daba un aire perverso a la mirada; y entre estos
pliegues de carne de pestañas despobladas, los ojos mismos, pequeños discos
vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros de playa atrapados por una
estrella de mar»—, configuran el testimonio de un personaje, sincero sin duda, pero
desorientado, agotado, perturbado. No poseemos más que su versión de los
acontecimientos, y el relato oscila entre lo folclórico, lo misterioso, lo sobrenatural. Y
cuando todo parece que va a quedarse en una anécdota, Edith Wharton lo remata con
un final de fuertes claroscuros, impreciso, esbozado, evocador y ambiguo. La
imaginación que está siendo puesta a prueba no es la del autor, sino la de sus lectores.

Edith Newbold Jones nació en el seno de una familia rica de Nueva York, durante
la Guerra de Secesión o Guerra Civil estadounidense (1861-1865). La fortuna de sus
padres, George Frederic Jones y Lucretia Rhinelander, se debía a las habilidades
financieras del progenitor de Edith, un hombre distante y severo, que aprovechó la
guerra para hacerse aún más rico. Su pertenencia a la alta sociedad neoyorquina hizo
que la pequeña Edith disfrutara de una sólida educación privada, combinada con
viajes y experiencias personales muy enriquecedoras. Sin ir más lejos, antes de
cumplir los cinco años, viajó con sus padres y hermanos —Frederic y Henry «Harry»
Edward— por diversos países europeos, como Italia, España, Alemania o Francia, a
lo largo de seis años; en el curso de esos viajes aprendió a leer en alemán y francés
con fluidez, y adquirió grandes conocimientos en filosofía, arte y ciencia. No
obstante, según confesó luego a sus íntimos, fue una niña muy solitaria debido a las
tibias atenciones de su madre y de su padre, así que pronto desarrolló un gusto por la
literatura que asombró a su familia y a su círculo de amigos nada intelectuales o
imaginativos. De regreso a los Estados Unidos, empezó a publicar sus primeros
cuentos y poemas: Fast and Loose aparece en 1877 y Verses, una recopilación de

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poemas, se publicó de manera privada en 1878. El poeta Henry Wadsworth
Longfellow (1807-1882) y el editor de Atlantic Monthly Magazine, William Dean
Howells (1837-1920), elogiaron muy entusiásticamente tales trabajos.
En 1885, a los 23 años, y a instancias de sus padres, Edith acepta un matrimonio
de conveniencia con el banquero Edgard (Teddy) Robbins Wharton, que era doce
años mayor que ella. Se divorciaron en 1913 por culpa de las infidelidades de su
marido, las cuales le afectaron mentalmente, siendo internada durante algún tiempo
en una selecta clínica para enfermos mentales. Durante algunos años, al final de su
tumultuoso e infeliz matrimonio, mantuvo un idilio con William Morton Fullerton
(1865-1952), periodista estadounidense que trabajaba en el rotativo británico The
Times. Éste era bisexual y alternaba su relación con la escritora con un romance con
lord Ronald Coger, Rajá de Sarawak. Wharton, también bisexual, mantuvo diversas
relaciones lésbicas, entre las más destacadas, con la poetisa hispano-norteamericana
Mercedes Acosta (1893-1968), amante de, entre otras, Greta Garbo, Marlene Dietrich
e Isadora Duncan.
Durante la década de 1890 publicó regularmente poemas y relatos breves en
Scribner’s Magazine, Atlantic Monthly Magazine, Century Magazine, Harper’s
Lippincott’s y Saturday Evening Post. También fue co-autora de The Decoration of
Houses (1897), junto al arquitecto Ogden Codman. Más tarde, aparecen sus primeros
volúmenes de cuentos, The Greater Inclination (1899), Crucial Instances (1901), The
Descent of Man and Other Stories (1904) y The Hermit and the Wild Woman (1908)
—actividad que retoma después de su traumático divorcio con Xingu and Other
Stories (1917), y The World Over (1936)—, además de libros de viajes. En 1902
publica una novela histórica titulada The Valley of Decision y, algo más tarde, La
casa de la alegría (The House of Mirth, 1905), que la crítica considera como su
primera gran novela, una historia que ironizaba sobre la sociedad aristocrática de la
que ella misma era un miembro prominente.
Admiradora de la cultura y arquitectura europeas, Edith Wharton visitó el Viejo
Continente unas sesenta y seis veces antes de morir, estableciendo definitivamente su
residencia en Francia en 1907, país en el que trabó amistad con Henry James, Francis
Scott Fitzgerald, Jean Cocteau y Ernest Hemingway. Primero se instaló en París y
luego, en 1919, en dos casas de campo, Pavilion Colombe, en la cercana Saint-Brice-
sous-Forêt, y en el antiguo convento de Sainte-Claire le Château, en Hyères, al
sudeste de Francia. De esta época destaca su novela corta Ethan Frome (1911), una
trágica historia de amor ambientada en Nueva Inglaterra.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y usando sus altas conexiones con
el Gobierno francés, consiguió permisos para viajar en motocicleta por las líneas del
frente. Wharton describe esa experiencia en una serie de artículos que posteriormente
se recopilarían en el ensayo Fighting France: From Dunkerque to Belfort (1915).
Asimismo, trabajó para la Cruz Roja con los heridos y mutilados de guerra, por lo
que el gobierno francés le otorgó la cruz de la Legión de Honor. Su labor social

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abarcó desde las salas de trabajo para mujeres desempleadas, la celebración de
conciertos para dar trabajo a músicos, el apoyo económico a hospitales para
tuberculosos, y la fundación de los «American Hostels» para acoger a los refugiados
belgas. Edith Wharton murió de un infarto el agosto de 1937, en su casa de Pavilion
Colombe. Sus exequias se oficiaron en la American Cathedral of the Holy Trinity en
París, y fue enterrada el 14 de agosto en Le Cimetière des Gonards, en Versalles.
Edith Wharton perteneció a la Academia Americana y el gobierno de Estados Unidos
le concedió la medalla de oro del Instituto Nacional de las Artes y las Letras (fue la
primera mujer en alcanzar tal distinción). En 1923 fue también la primera mujer
nombrada Doctor Honoris Causa por la Universidad de Yale.

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LOS OJOS

Nos había dispuesto el ánimo para los fantasmas, aquella noche, tras una
excelente cena en casa de nuestro viejo amigo Culwin, uno de los cuentos de Fred
Murchard, que relataba una extraña visita personal.
Vista a través del humo de nuestros cigarros y el resplandor soñoliento de un
fuego de carbón, la biblioteca de Cilwin, con sus paredes de roble y sus viejas
encuadernaciones oscuras, proporcionaba una buena atmósfera a nuestras
evocaciones; y como —tras el comienzo de Murchard— las únicas experiencias
espectrales aceptables para nosotros eran las de primera mano, seguimos haciendo el
inventario de nuestro grupo y exigiendo a cada miembro una contribución. Éramos
ocho, y siete discurrimos de manera más o menos adecuada el modo de cumplir la
condición impuesta. A todos nos sorprendió descubrir que casi podíamos reunir una
lista de impresiones sobrenaturales, pues ninguno de nosotros, aparte de Murchard y
el joven Phil Frenham —cuya historia fue la más breve del lote—, solía enviar su
alma a lo invisible. De modo que, en general, teníamos motivos de sobra para estar
orgullosos de nuestras siete «aportaciones», y a ninguno se le había ocurrido esperar
una octava de nuestro anfitrión.
Nuestro viejo amigo Mr. Andrew Culwin, que había permanecido aparte en su
butaca, escuchando y parpadeando en medio de los círculos de humo, con la
complaciente tolerancia de un ídolo sabio y antiguo, no era el tipo de hombre que
suele verse favorecido con semejantes contactos, aunque tenía la suficiente
imaginación como para gozar, sin envidia, de los superiores privilegios de sus
invitados. Por edad y educación, pertenecía a la sólida tradición positivista, y su
hábito de pensamiento se había formado en los tiempos de la lucha heroica entre la
física y la metafísica. Pero había sido entonces y siempre esencialmente un
espectador, un divertido y apartado observador de la inmensa, confusa diversidad del
espectáculo de la vida, que de cuando en cuando abandonaba calladamente su butaca
para sumergirse en alegres celebraciones en la parte de atrás de la casa, pero sin
manifestar jamás, que nosotros supiéramos, el menor deseo de saltar a escena y hacer
un «número».
Entre sus coetáneos perduraba la vaga leyenda de que, en época remota, y en un
clima romántico, había sido herido en un duelo; pero esta leyenda cuadraba tanto a lo
que los jóvenes sabíamos de su carácter como la afirmación de mi madre de que en
otro tiempo había sido «un hombrecito encantador de ojos preciosos» respondía a
cualquier posible reconstrucción de su fisonomía.
«Jamás ha debido de parecer otra cosa que una gavilla de sarmientos», había
dicho Murchard una vez de él. «Un leño fosforescente, más bien», corrigió alguien, y

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reconocimos lo certera que era esta descripción de su pequeño cuerpo rechoncho, con
el rojo parpadeo de sus ojos en una cara como de corteza manchada. Siempre había
disfrutado de un ocio que había cuidado y protegido, en vez de desperdiciarlo en
vanas actividades. Había consagrado esas horas cuidadosamente defendidas al cultivo
de una aguda inteligencia y de unos pocos hábitos meditadamente escogidos. Y
ninguna de las tribulaciones comunes de la humana experiencia parecía haberse
cruzado en su firmamento. A pesar de su desapasionada contemplación del Universo,
no había elevado su opinión sobre ese espléndido experimento, y su estudio del
género humano parecía haber llegado a la conclusión de que todos los hombres eran
superfluos y que las mujeres eran necesarias sólo porque alguien tenía que encargarse
de guisar. Sobre la importancia de este punto, sus convicciones eran absolutas, y la
gastronomía era la única ciencia que él respetaba como un dogma. Hay que confesar
que las pequeñas comidas que organizaba eran un sólido argumento a favor de esta
tesis, además de una razón —aunque no la principal— para la fidelidad de sus
amigos.
Mentalmente ejercía una hospitalidad menos seductora, aunque no menos
estimulante. Su espíritu era como un foso o algún lugar abierto de reunión para el
intercambio de ideas: un poco frío y expuesto, pero claro, amplio y ordenado: una
especie de arboleda académica de la que han caído todas las hojas. A este paraje
privilegiado solíamos acudir una docena de personas a ejercitar nuestros músculos y
ensanchar nuestros pulmones; y, para prolongar lo más posible la tradición de lo que
nos parecía una institución evanescente, añadíamos de cuando en cuando uno o dos
neófitos a nuestra banda.
El joven Phil Prenham era el último y el más interesante de estos reclutados, y un
buen ejemplo de la un tanto morbosa afirmación de Murchard, de que a nuestro viejo
amigo «le gustaban jugosos». Era cierto, efectivamente, que Culwin, a pesar de su
sequedad, sentía especial debilidad por las cualidades líricas de la juventud. Como
era demasiado buen epicúreo para estropear las flores del alma que él reunía para su
jardín, su amistad no ejercía una influencia disgregadora: al contrario, obligaba a la
idea joven a florecer con más vigor. Y en Phil Frenham tenía un buen sujeto de
experimento. El muchacho era realmente inteligente, y la salud de su naturaleza era
como pura pasta bajo un delicado barniz. Culwin lo había sacado de la bruma tediosa
de su familia y lo había elevado a un pico de Darién. Y la aventura no le había
lastimado lo más mínimo. En efecto, la habilidad con que Culwin había logrado
estimular su curiosidad sin privarla de la frescura del miedo me parecía una respuesta
suficiente a la ogresca metáfora de Murchard. No había nada héctico en la floración
de Frenham, y su viejo amigo no había puesto siquiera la punta de un dedo sobre las
sagradas estupideces. No podía pedirse mejor prueba que el hecho de que Frenham
respetara aún las de Culwin.
—Hay una vertiente en él que ustedes, amigos, no ven. ¡Yo creo en esa historia
del duelo! —declaró, y la mismísima esencia de esta convicción debió de impulsarle,

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precisamente cuando nuestra pequeña tertulia se despedía ya, a moverse hacia nuestro
anfitrión y pedirle en broma—: ¡Y ahora va a contarnos usted la historia de su
fantasma!
La puerta de la calle se había cerrado ya, detrás de Murchard y los demás: sólo
quedábamos Frenham y yo, y el viejo criado que presidía los destinos de Culwin,
después de traer una nueva provisión de soda, recibió la orden lacónica de retirarse a
dormir.
La sociabilidad de Culwin era flor nocturna, y nosotros sabíamos que él esperaba
que el núcleo de su grupo se apretase en torno a él a partir de la medianoche. Pero la
petición de Frenham parecía desconcertarle cómicamente, y se levantó de su butaca,
en la que se había vuelto a sentar tras las despedidas en el vestíbulo.
—¿Mi fantasma? ¿Cree usted que soy lo bastante tonto como para permitirme el
lujo de tener uno particular, cuando hay tantos y tan encantadores en los desvanes de
mis amigos? Tome otro cigarro —dijo, volviéndose hacia mí con una carcajada.
Frenham rió también, apartando su alta y delgada figura de la chimenea y
volviéndose hacia su bajito e hirsuto amigo.
—¡Oh! —dijo—, si alguna vez encontrase alguno que le gustara, sé que no le
agradaría compartirlo.
Culwin se había dejado caer una vez más en su butaca, hundiendo su afelpada
cabeza en el hueco de cuero gastado, y sus ojillos rebrillaban por encima de un nuevo
cigarro.
—¿Gustarme… gustarme? ¡Buen Dios! —gruñó.
—¡Ah, entonces lo tiene! —atacó Frenham en el mismo instante, dirigiéndome de
soslayo una mirada de triunfo; pero Culwin se encogió como un gnomo entre sus
cojines, ocultándose en una protectora nube de humo.
—¿De qué sirve negarlo? ¡Usted lo ha visto todo, de modo que, naturalmente, ha
visto un fantasma! —insistió su joven amigo, hablándole intrépidamente a la nube—.
¡Y si no ha visto uno, entonces es que ha visto dos!
La forma del desafío pareció impresionar a nuestro anfitrión. Asomó la cabeza de
entre la bruma con un raro movimiento de tortuga que a veces hacía, y parpadeó
aprobatoriamente a Frenham.
—Efectivamente —nos soltó, con una aguda carcajada—. ¡Fie visto dos!
Fueron tan inesperadas las palabras que se hundieron más y más en un profundo
silencio, mientras nosotros seguíamos mirándonos por encima de la cabeza de
Culwin, y Culwin contemplaba sus fantasmas. Finalmente, Frenham, sin hablar, fue a
dejarse caer en la butaca del otro lado de la chimenea y se inclinó hacia delante con
atenta sonrisa…

II

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¡Oh, naturalmente no parecen fantasmas…! Un recopilador no los consideraría
como tales… No dejen ustedes que alimente sus esperanzas… El único mérito reside
en su fuerza numérica: el hecho excepcional de que sean dos. Pero frente a eso, me
veo obligado a admitir que podría exorcizarlos en cualquier momento pidiéndole una
receta a mi médico o unas gafas a mi oculista. Lo que ocurre es que nunca he sido
capaz de decidir: si ir al médico o al oculista, si lo que me aqueja es una ilusión
óptica o digestiva. Así que les he dejado que prosigan su interesante doble vida,
aunque a veces hacen la mía sumamente incómoda…
Sí, incómoda; ¡y ya saben lo que detesto la incomodidad! Pero fue en parte por mi
estúpido orgullo cuando empezó la cosa, por lo que no admití que me inquietaba el
insignificante detalle de ver dos.
Además no tenía razón alguna para suponer que estaba enfermo. A mi entender
estaba simplemente aburrido, horriblemente aburrido. Pero formaba parte de mi
aburrimiento —recuerdo— el sentirme excepcionalmente bien, y no sabía cómo
diablos gastar mi energía sobrante. Había regresado de un largo viaje —a Sudamérica
y a México— y me había quedado a pasar el invierno cerca de Nueva York, con una
anciana tía mía que había conocido a Washington Irving y mantenido
correspondencia con N. P. Willis. Vivía no lejos de Irvington, en una húmeda casa de
campo, de estilo gótico, oculta entre los abetos, que parecía exactamente un emblema
conmemorativo hecho con cabello. El aspecto personal de mi tía estaba en
consonancia con esta imagen, y su propio cabello —del que quedaba poco— podía
haber sido sacrificado a la confección del emblema.
Acababa de alcanzar el final de un año agitado, con considerables atrasos que
satisfacer, monetarios y emocionales, y teóricamente parecía que la dulce
hospitalidad de mi tía iba a ser tan beneficiosa para mis nervios como para mi
bolsillo. Pero tan pronto como me sentí a salvo y protegido, mi energía comenzó a
revivir. ¿Y cómo iba yo a emplearla en un emblema conmemorativo? En aquel
entonces tenía la ilusoria teoría de que el esfuerzo intelectual sostenido podía
absorber toda la actividad de un hombre; y decidí escribir un gran libro, he olvidado
sobre qué. Mi tía, impresionada por mi proyecto, me cedió una biblioteca gótica,
repleta de clásicos encuadernados en tela negra y daguerrotipos de desaparecidas
celebridades; y me senté ante mi mesa dispuesto a conquistar un puesto entre ellas. Y
para facilitarme la tarea, me prestó a una prima para que me copiase el manuscrito.
La prima era una chica agradable, y se me ocurrió que una chica agradable era
exactamente lo que yo necesitaba para recobrar mi fe en la naturaleza humana y,
sobre todo, en mí mismo. No era ni bonita ni inteligente —¡pobre Alice Nowell!—,
pero me agradaba tener a mi lado a una mujer contenta de ser tan poco interesante, y
quise averiguar el secreto de su alegría. Al hacerlo me comporté un tanto
precipitadamente y me fui un poco. ¡Oh, sólo un momento! No es ninguna fatuidad el
decirles esto, ya que la pobre muchacha no había visto nada más que primos en su
vida…

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Bueno, sentí haberlo hecho, naturalmente, y me atormenté lo indecible pensando
en el modo de enmendarlo. Ella se quedaba en la casa, y una noche, después de irse a
acostar mi tía, bajó a la biblioteca a buscar un libro que había dejado fuera de su sitio,
como una sencilla heroína, y se me ocurrió de pronto que su pelo, aunque
visiblemente espeso y bonito, sería exactamente igual que el de mi tía, cuando tuviese
más edad. Me alegró observar esto, pues me resultaba más fácil decidir lo que debía
hacer; y cuando hube encontrado el libro que ella no había perdido, le dije que me iba
a Europa esa semana.
Europa estaba terriblemente lejos en aquellos tiempos, y Alice comprendió
inmediatamente lo que yo quería decir. No reaccionó en absoluto como yo había
esperado… Habría sido más fácil si lo hubiese hecho. Cogió el libro con fuerza y fue
un momento a avivar la luz de la lámpara de mi mesa… Tenía una pantalla de cristal
con hojas de parra y gotas de vidrio alrededor del borde, recuerdo. Luego regresó, me
ofreció la mano y dijo: «Adiós». Y al decirlo, me miró de frente y me besó. Jamás
había sentido nada tan fresco, tímido y valeroso como un beso. Fue peor que un
reproche, e hizo que me avergonzase de merecer un reproche suyo. Me dije a mí
mismo: «Me casaré con ella, y cuando muera mi tía, nos dejará esta casa, y yo me
sentaré aquí, ante la mesa, y proseguiré mi obra; y Alice se sentará allí con su labor y
me mirará como me mira ahora. Y la vida seguirá así durante muchos años». La
perspectiva me asustó un poco, pero en aquel momento nada me asustaba tanto como
hacer algo que la ofendiese. Y diez minutos más tarde había puesto mi sello en su
dedo y le había dado mi palabra de que cuando me marchase al extranjero se vendría
conmigo.
Se preguntarán por qué me extiendo en este incidente. Es porque la noche en que
ocurrió fue la misma en que tuve por primera vez la extraña visión de la que les he
hablado. Siendo en aquel entonces un apasionado creyente de la necesaria correlación
entre causa y efecto, traté, naturalmente, de descubrir alguna clase de conexión entre
lo que me acababa de ocurrir en la biblioteca de mi tía y lo que ocurrió unas horas
después, esa misma noche; y así, la coincidencia entre los dos sucesos ha perdurado
siempre en mi mente.
Me fui a acostar más bien con el corazón pesaroso, pues me sentía agobiado por
el peso de la primera buena acción que hacía en mi vida conscientemente; y aunque
era joven, me daba cuenta de la gravedad de mi situación. No crean por eso que hasta
entonces había sido un instrumento de destrucción; simplemente era un joven
inofensivo que había seguido sus inclinaciones, declinando toda colaboración con la
Providencia. Ahora, de repente, me había propuesto defender el orden moral del
mundo y me sentía como el cándido espectador que ha entregado su reloj de oro al
mago y no sabe de qué modo se lo devolverán cuando el truco haya terminado… Sin
embargo, una cierta complacencia en mi propia rectitud atemperaba mis temores, y
me dije a mí mismo, mientras me desvestía, que cuando me acostumbrase a ser bueno
probablemente no me pondría tan nervioso como ahora, al principio. Y cuando ya

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estaba en la cama, y había apagado mi vela, sentí que realmente era ya veterano en
eso y, por lo que veía, no era muy distinto de hundirse en uno de los más mullidos
colchones de lana de mi tía.
Cerré los ojos a esta imagen, y cuando los abrí debía ser bastante más tarde, pues
mi habitación se había enfriado, y estaba intensamente silenciosa. Me despertó una
rara sensación que todos conocemos: la sensación de que había algo en la habitación
que no estaba cuando me quedé dormido. Me incorporé y miré atentamente en la
oscuridad. La habitación estaba absolutamente en tinieblas y al principio no vi nada,
pero gradualmente un vago resplandor a los pies de la cama se transformó en dos ojos
que me miraban fijamente. No podía distinguir el rostro al que correspondían, pero
mientras los miraba se fueron haciendo más y más distintos: tenían luz propia.
La impresión de sentirse observado de este modo no fue agradable ni mucho
menos, y supongo que imaginarán que mi primer impulso fue saltar de la cama y
abalanzarme sobre la figura invisible a la que correspondían aquellos ojos. Pero no
fue así. Mi reacción fue sencillamente quedarme quieto… No puedo decir si esto se
debió a la inmediata intuición de la dudosa naturaleza de la aparición, a la certeza de
que si saltaba de mi cama me arrojaría sobre el vacío o simplemente al efecto
paralizador de los mismos ojos. Eran los peores ojos que había visto jamás: unos ojos
de hombre…, ¡pero qué hombre! Mi primer pensamiento fue que debía de ser
espantosamente viejo. Tenía las órbitas hundidas y los gruesos y enrojecidos
párpados, sobre los globos de los ojos, colgaban como persianas con las cuerdas
rotas. Uno de los párpados bajaba un poco más que el otro, lo que daba un aire
perverso a la mirada; y entre estos pliegues de carne de pestañas despobladas, los ojos
mismos, pequeños discos vidriosos con un borde como de ágata, parecían guijarros
de playa atrapados por una estrella de mar.
Pero no era la edad de los ojos lo más desagradable. Lo que me ponía enfermo era
su expresión de viciosa seguridad. No sé describir de otra manera la impresión de que
parecían pertenecer a un hombre que había hecho muchísimo daño en su vida, pero
que siempre se había mantenido dentro de los límites. No eran los ojos de un cobarde,
sino de alguien demasiado hábil para correr riesgos; y mi garganta se atragantaba ante
su mirada de baja astucia. Pero no era esto lo peor. Porque mientras seguimos
observándonos el uno al otro, sorprendí en ellos un matiz de burla, y noté que era yo
quien la motivaba.
Entonces me sentí movido por un impulso de rabia tal que me levanté de un salto
y me abalancé contra la invisible figura. Pero, naturalmente, no había figura alguna
allí y mis puños golpearon el vacío. Avergonzado y frío, busqué a tientas una cerilla y
encendí las velas. La habitación estaba como de costumbre, como yo sabía que
estaría; así que regresé a la cama y apagué las velas.
Tan pronto como la habitación quedó a oscuras, los ojos volvieron a aparecer.
Esta vez traté de explicar el fenómeno mediante principios científicos. Al principio
pensé que la ilusión podía deberse al resplandor de los últimos rescoldos de la

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chimenea, pero la chimenea estaba al otro extremo de mi cama y situada de tal modo
que el fuego no podía reflejarse en el espejo de mi tocador, que era el único que había
en la habitación. Luego se me ocurrió que podía deberse al reflejo de las brasas sobre
algún trozo de madera barnizada o metal, y aunque no conseguí descubrir ningún
objeto de este género en mi campo visual, me levanté otra vez, fui a tientas hasta el
hogar y cubrí lo que quedaba del fuego. Pero tan pronto como estuve de nuevo en la
cama, volvieron a aparecer los ojos a los pies.
Era una alucinación, entonces; la cosa era evidente. Pero el hecho de que no se
debiesen a ninguna ilusión externa no los hacía más agradables. Pues si eran una
proyección de mi conciencia interior, ¿qué diantre pasaba con ese órgano? Yo había
ahondado lo bastante en el misterio de los estados patológicos psíquicos como para
hacerme una idea de las condiciones en que una mente inquieta podía quedar
expuesta a tales advertencias nocturnas. Pero no encajaban con mi presente caso.
Jamás me había sentido tan normal, mental y físicamente. Y el único hecho
excepcional de mi situación —el de haber asegurado la felicidad de una joven
agradable— no parecía que fuese como para invocar espíritus impuros en torno a mi
almohada. Pero allí estaban aquellos ojos mirándome aún.
Cerré los míos y traté de evocar la imagen de los de Alice Nowell. No eran unos
ojos extraordinarios, pero eran sanos como el agua fresca, y si ella hubiese tenido
más imaginación —o pestañas más largas— su expresión habría sido interesante. En
cambio así no resultaban muy eficaces, y unos instantes después me di cuenta de que
se habían transformado misteriosamente en los ojos de los pies de la cama. Y como
aún me exasperaba más sentir su mirada sobre mis párpados cerrados que verlos, abrí
los ojos otra vez y los clavé directamente en su odiosa mirada…
Así me pasé toda la noche. No puedo decirles cómo fue la noche aquella ni
cuánto duró. ¿Han estado ustedes alguna vez en la cama, irremediablemente
desvelados, y han intentado mantener los ojos cerrados sabiendo que si los abrían
verían algo que temían o detestaban? Parece fácil, pero es endemoniadamente difícil.
Aquellos ojos estaban suspendidos, ahondaban en mí. Sentí el vertige de l’abîme y
sus rojos párpados eran el borde de un precipicio… Yo había conocido antes horas de
nerviosismo: horas en que había sentido el viento del peligro en mi cuello, pero jamás
había experimentado esta especie de tensión. No es que los ojos fuesen espantosos;
carecían de la majestad de los poderes de las tinieblas. Pero producían —¿cómo diría
yo?— un efecto físico equivalente a un olor nauseabundo; su mirada dejaba una
mancha como la del caracol. Y no veía yo qué tenían que ver conmigo, en
definitiva… Así que miraba y miraba, tratando de averiguarlo.
No sé qué efecto intentaban producir en mí. Lo que sí consiguieron fue que
ordenara mi equipaje y me fuese al pueblo a la mañana siguiente, temprano. Dejé una
nota a mi tía explicándole que me sentía mal y que había ido a ver al médico; y de
hecho, me sentía tremendamente mal… La noche parecía haberme sorbido toda la
sangre. Fui a casa de un amigo mío, me arrojé sobre una cama y dormí diez horas

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gloriosas. Cuando desperté era la medianoche, y sentí un escalofrío al pensar en lo
que podía aguardarme. Me incorporé, temblando, y miré hacia la oscuridad. Pero no
había una sola ruptura en su bendita superficie. Después de comprobar que no
estaban los ojos, me dejé caer de nuevo y me sumí en otro sueño profundo.
No le había dejado ninguna nota a Alice cuando huí, porque tenía intención de
volver a la mañana siguiente. Pero a la mañana siguiente estaba demasiado agotado
para moverme. A medida que transcurría el día, mi cansancio fue en aumento, en vez
de disiparse como el agotamiento que produce una noche de insomnio: el efecto de
los ojos parecía ser acumulativo y la idea de verlos otra vez se me hacía insufrible.
Durante dos días luché contra mi miedo, y a la tercera noche hice acopio de valor y
decidí regresar al día siguiente. Tan pronto como tomé esta resolución me sentí
considerablemente más feliz, pues sabía que mi repentina desaparición y la extrañeza
de no escribir debió de dejar muy apenada a la pobre Alice. Me acosté tranquilizado y
me quedé dormido enseguida. Pero me desperté a medianoche, y allí estaban los
ojos…
Bueno, sencillamente no fui capaz de enfrentarme con ellos, y en vez de regresar
a casa de mi tía, eché unas cuantas cosas en mi baúl y embarqué en el primer vapor
que zarpaba para Inglaterra. Me encontraba tan tremendamente cansado cuando subí
a bordo que me dirigí a rastras directamente a mi camarote y me pasé casi todo el
viaje durmiendo. Y no pueden ustedes imaginar la dicha que supuso despertar de esas
largas sesiones de dormir sin soñar nada y mirar sin temor hacia la oscuridad,
sabiendo que no vería los ojos…
Pasé un año en el extranjero y luego me quedé otro. Y durante ese tiempo no se
me aparecieron una sola vez. Ésa era razón suficiente para prolongar mi estancia, aun
cuando hubiese estado en una isla desierta. Otra era, naturalmente, que había acabado
por comprender claramente, al término del viaje, la completa imposibilidad de
casarme con Alice Nowell. El hecho de haber tardado tanto en hacer este
descubrimiento me fastidió y me hizo desear evitar explicaciones. La dicha de
escapar a un tiempo de los ojos y de ese otro compromiso dio a mi libertad un
aliciente extraordinario. Y cuanto más lo saboreaba, más me complacía su gusto.
Aquellos ojos habían hecho tal agujero en mi conciencia que durante mucho
tiempo me siguió intrigando la naturaleza de la aparición, preguntándome si volvería.
Después perdí este temor y sólo conservé la imagen precisa. Más tarde se me borró
ésta también.
El segundo año me instalé en Roma, donde me proponía, creo, escribir otro gran
libro: una obra definitiva sobre las influencias etruscas en el arte italiano. En todo
caso, encontré alguna clase de pretexto para alquilar un soleado apartamento en la
Piazza di Spagna y fisgar por el Foro; y estando allí una mañana, se me acercó un
joven encantador. Al verle a la luz cálida, delgado y flexible como un jacinto, podía
haber descendido de un altar en ruinas… del de Antínoo, por ejemplo; pero venía de
Nueva York, con una carta (nada menos) de Alice Nowell. La carta —la primera que

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recibía de ella desde nuestra separación— consistía simplemente en unas líneas,
presentándome a su joven primo, Gilbert Noyes, y pidiéndome que le ayudase. Al
parecer, el pobre joven tenía talento y quería escribir; y como su obstinada familia
insistía en que su caligrafía debía orientarse hacia lo comercial, Alice había
intervenido para conseguirle unos meses de tregua, durante los cuales saldría al
extranjero a pasar hambre y dar alguna prueba de su habilidad para mitigarla con la
pluma. Las pintorescas condiciones de la prueba me chocaron al principio: me
parecía tan concluyente como la ordalía medieval. Luego me conmovió el que me lo
enviase a mí. Siempre había deseado prestarle a ella algún servicio que me justificase
ante mis propios ojos más que ante los suyos; y aquí tenía una maravillosa ocasión.
Imagino que habrá que abolir el principio general de que los genios
predestinados, por regla general, no se le aparecen a uno en el Foro, bajo un sol de
primavera, como uno de sus dioses desterrados. En todo caso, el pobre Noyes no era
un genio predestinado. Pero era hermoso de aspecto, y encantador como compañero.
Tan pronto como empezamos a hablar de literatura se me cayó el alma a los pies.
Conocía demasiado bien todos los síntomas: ¡la de cosas que tenía «en él» y fuera de
él con las que chocaba! En fin, era una verdadera prueba. Siempre —puntualmente,
invariablemente, con la inexorable precisión de una ley mecánica—, siempre era lo
malo lo que le atraía.
Llegué a encontrar una cierta fascinación en decidir con antelación qué cosa mala
exactamente iba a elegir; y conseguí una asombrosa habilidad en este juego…
Lo peor es que su bêtise no era de las más evidentes. Las damas que le conocían
en las tertulias y excursiones le tenían por intelectual; incluso en las cenas pasaba por
un joven despierto. Yo, que le tenía bajo el microscopio, imaginaba a cada instante
que podía desarrollar alguna especie de talento desmedrado, algo que él pudiera hacer
«funcionar» y con que sentirse feliz; ¿y no era eso, al fin y al cabo, lo que a mí me
preocupaba? Era tan encantador —seguía siendo tan encantador— que se ganaba toda
mi caridad en defensa de este argumento; y durante los primeros meses, creí
realmente que tenía posibilidades…
Esos meses fueron deliciosos. Noyes estaba constantemente conmigo, y cuanto
más le veía más me gustaba. Su estupidez poseía una gracia natural, y tanta
hermosura, en realidad, como sus pestañas. Y era tan alegre, afectuoso y feliz
conmigo, que el decirle la verdad habría sido tan agradable como cortarle el cuello a
un dócil animalito. Al principio solía preguntarme a mí mismo quién habría metido
en esa cabeza radiante la odiosa ilusión de que tenía cerebro. Luego empecé a
comprender que se trataba simplemente de un mimetismo protector, una astucia
instintiva para alejarse de la vida de familia y del escritorio de la oficina. No es que
Gilbert —¡buen chico!— no creyese en sí mismo. Él estaba convencido de que su
«llamada» era irresistible, mientras que para mí constituía la única gracia que no se
daba en él; y un poco de dinero, un poco de ocio, un poco de placer, le habrían
convertido en un haragán inofensivo. Desgraciadamente, sin embargo, no había

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esperanza de dinero; y ante la alternativa del escritorio de la oficina, no pudo
posponer sus intentos en literatura. La materia prima resultó ser deplorable, y ahora
me doy cuenta de que lo supe desde el principio. Sin embargo, el absurdo de decidir
el futuro entero de un hombre en un primer intento, parecía justificar que contuviese
mi veredicto, y quizá, incluso, que le animase un poco, en razón a que la planta
humana necesita por lo general un poco de calor para florecer.
En cualquier caso, seguí ese principio, y lo llevé hasta el extremo de conseguir
prolongar su periodo de prueba. Cuando me marché de Roma se vino conmigo, y
pasamos un verano delicioso haraganeando entre Capri y Venecia. Yo me decía: «Si
tiene algo dentro le saldrá ahora», y le salió. Nunca se mostró más encantador y
encantado. Hubo momentos en nuestra peregrinación en que la belleza nacida del
murmullo parecía realmente penetrar en su rostro; pero sólo para aflorar en una marea
de la más pálida tinta…
Bueno, llegó el momento de cerrar la espita, y yo sabía que no podía hacerlo otra
mano que la mía. Estábamos de vuelta en Roma, y le había llevado a vivir conmigo,
ya que no quería dejarle solo en su pensión, cuando tuviese que afrontar la necesidad
de renunciar a su ambición. Naturalmente, yo no había confiado solamente en mi
propio juicio para decidir aconsejarle que dejara la literatura. Había enviado sus
trabajos a diversas personas —editores y críticos—, y me los había devuelto siempre
con la misma desalentadora falta de comentarios. En realidad, no había
absolutamente nada que decir.
Confieso que jamás me sentí más miserable que el día en que resolví hablar claro
con Gilbert. Estaba bien que me dijese a mí mismo que tenía el deber de hacer añicos
las esperanzas del pobre muchacho… Pero me habría gustado saber qué acto de
gratuita crueldad no podía justificarse con ese pretexto. Yo siempre he evitado
usurpar las funciones de la Providencia; y cuando he tenido que hacerlo, he preferido
decididamente que mi misión no fuese destructora. Además, en última instancia,
¿quién era yo para decidir, aun después de un año de prueba, si el pobre Gilbert tenía
capacidad o no?
Cuanto más miraba el papel que yo había determinado desempeñar, menos me
gustaba; y menos aún cuando Gilbert se sentó frente a mí, con la cabeza echada hacia
atrás, a la luz de la lámpara, tal como Phil está ahora… Había estado hojeando su
último manuscrito, y él sabía que su futuro dependía de mi veredicto… lo habíamos
acordado así tácitamente. El manuscrito estaba entre los dos, sobre la mesa —una
novela, su primera novela—; tendió la mano, la posó sobre él, y me miró con toda su
vida puesta en la mirada.
Me levanté y me aclaré la garganta, tratando de mantener los ojos apartados de su
cara y fijos en el manuscrito.
—El hecho es, mi querido Gilbert… —empecé.
Le vi volverse pálido, pero se levantó al instante y me miró de frente.
—¡Oh, vamos, no lo tomes así, muchacho! ¡Yo no soy tan terriblemente tajante!

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Me puso las manos en los hombros, y se echó a reír por encima de mí, desde su
altura, con una especie de alegría mortalmente herida que hundió el cuchillo en mi
costado.
Era demasiado hermosamente valeroso para que yo mantuviese ninguna clase de
engaño sobre mi deber. Y de repente, pensé en el daño que haría a otros, al hacérselo
a él: a mí primero, ya que enviarlo a casa significaba perderlo; pero más
particularmente a la pobre Alice Nowell, a quien tanto ansiaba probarle mi buena fe y
mi deseo de servirla. Verdaderamente parecía que era como fallarle dos veces al
fracasar Gilbert.
Pero mi intuición era como uno de esos relámpagos fugaces que circundan el
horizonte entero, y en el mismo instante vi que no me interesaba decirle la verdad.
Me dije a mí mismo: «Lo tendré para siempre»; y hasta ahora no había visto a nadie,
hombre o mujer, a quien yo estuviera completamente seguro de necesitar en esos
términos. Bien, este impulso de vanidad me decidió. Me avergonzaba de ello, y para
huir de él, di un salto que me depositó directamente en los brazos de Gilbert.
—¡Pero si está muy bien, estás equivocado! —exclamé—; y mientras me
abrazaba, y yo reía y me estremecía, tuve durante un minuto esa sensación de
autocomplacencia que se supone sigue de cerca los pasos del justo. ¡Qué diablos,
hacer feliz a la gente tiene sus encantos!
Naturalmente, Gilbert se inclinaba por celebrar su emancipación de alguna
manera espectacular; pero le dije que fuese a exteriorizar solo sus emociones, y yo
me fui a la cama a dormir las mías. Mientras me desvestía, empecé a preguntarme
qué sabor me dejarían… ¡Las más agradables no suelen durar! Sin embargo, no lo
sentía, y me propuse vaciar la botella, aun cuando resultase una estupidez.
Después de acostarme permanecí largo rato sonriéndome ante el recuerdo de sus
ojos, unos venturosos ojos… y luego me quedé dormido; y cuando desperté, la
habitación estaba mortalmente fría, me incorporé de golpe, y allí estaban los otros
ojos…
Hacía tres años que no los había visto, aunque había pensado tantas veces en ellos
que llegué a creer que jamás me cogerían desprevenido otra vez. Ahora, con su roja
mirada despectiva clavada en mí, me daba cuenta de que nunca había creído
realmente que volverían, y que me hallaba tan indefenso ante ellos como siempre…
Al igual que antes, había una especie de demente incoherencia en su aparición que los
volvía horribles. ¿Qué diantre buscaban, para asediarme en un momento semejante?
Yo había vivido más o menos descuidadamente en los años subsiguientes a su
primera aparición, aunque mis peores indiscreciones no eran lo bastante oscuras
como para suscitar el infernal resplandor de sus miradas inquisitivas; pero en este
momento particular me encontraba realmente en lo que hubiera podido llamarse
estado de gracia; y les aseguro que esto mismo venía a aumentar su horror.
Pero no puedo decir que fueran tan malvados como antes: eran peores. Peores
exactamente en la misma medida en que había aprendido yo de la vida en ese

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intervalo; por todas las condenables implicaciones que mi experiencia dilatada leía en
ellos. Ahora descubría cosas que no había visto antes; eran unos ojos que habían ido
construyendo su bajeza a la manera del coral, partícula a partícula a base de infamias,
lentamente acumuladas a lo largo de laboriosos años. Sí, comprendí que lo que los
hacía tan perversos era que se habían ido modelando así, lentamente…
Allí estaban, suspendidos en la oscuridad, con sus hinchados párpados colgando
sobre los pequeños globos aguanosos que giraban flácidos en sus órbitas, y una bola
de carne formando una sombra fangosa debajo… Como su fija mirada se movía con
mis movimientos, me dio una sensación de tácita complicidad, de un entendimiento
profundamente oculto entre nosotros que era peor que el primer impacto provocado
por su aparición. No es que yo los comprendiera; pero eran tan elocuentes que, algún
día, llegaría a comprenderlos… Sí; decididamente, eso era lo peor; ésa era la
sensación que se hacía más fuerte cada vez que volvían…
Pues adoptaron la costumbre de volver. Me recordaban a los vampiros con su
apetencia de carne fresca; parecían mirar, codiciosos y malignos como hambrientos
de una buena conciencia. Durante un mes siguieron viniendo noche tras noche a
reclamar un bocado de la mía: desde que hice feliz a Gilbert, no consintieron ellos en
aflojar sus colmillos. La coincidencia me hacía casi odiar al pobre chico, aunque
comprendía que era algo meramente casual. Medité mucho sobre ello, pero no pude
encontrar explicación alguna, a no ser la posibilidad de su asociación con Alice
Nowell. Pero después me habían dejado en paz en el momento en que la abandoné, de
modo que difícilmente podían ser los emisarios de una mujer despreciada, aunque
uno hubiese sido capaz de imaginarse a la pobre Alice encomendando a semejantes
espíritus que la vengasen. Eso me dio que pensar, y empecé a preguntarme si me
dejarían en paz, en caso de que abandonase a Gilbert. La tentación era insidiosa, y
tuve que hacerme fuerte contra ella, ¡querido muchacho!, era demasiado encantador
para sacrificarle a tales demonios. Así que, en definitiva, no llegué a averiguar nunca
qué pretendían…

III

El fuego se desmoronó, produciendo una llamarada que alivió el nudoso rostro


del narrador, bajo el pelo grisáceo. Hundido en el hueco del respaldo de su silla,
permaneció un instante como una talla de piedra amarillenta con vetas rojas, y dos
manchas esmaltadas en vez de ojos; luego las llamas se apagaron, y el fuego volvió a
ser otra vez un difuso borrón rembrandtiano.
Phil Frenham, sentado en una silla baja al otro lado de la chimenea, con un brazo
largo apoyado en la mesa de atrás, una mano sosteniendo la nuca, y los ojos fijos en
el rostro de su viejo amigo, no se había movido desde que había comenzado el relato.
Siguió manteniendo su callada inmovilidad después de que Culwin hubo dejado de

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hablar, y fui yo quien, con una vaga sensación de desencanto ante la inesperada
interrupción de la historia, pregunté finalmente: «Pero ¿cuánto tiempo los estuvo
viendo?»
Culwin, tan sumergido en su butaca que parecía un montón de sus propias ropas
vacías, se removió ligeramente, como sorprendido de mi pregunta. Parecía haberse
medio olvidado de que había estado hablándonos.
—¿Cuánto tiempo? ¡Oh, durante todo aquel invierno intermitentemente! Fue
infernal. Nunca llegué a habituarme. Cada vez me sentía más enfermo.
Frenham cambió de postura y, al hacerlo, su codo chocó contra un pequeño espejo
de marco de bronce que había sobre la mesa de atrás. Se volvió y lo cambió
ligeramente de ángulo; luego volvió a adoptar su anterior postura, con su oscura
cabeza echada hacia atrás, sobre la palma levantada, y los ojos absortos en el rostro
de Culwin. Había algo en su muda mirada que me desconcertaba, y como para
desviar la atención, presioné con una nueva pregunta:
—¿Y nunca intentó sacrificar a Noyes?
—¡Oh, no! El hecho es que no tuve necesidad. Lo hizo él por mí, ¡pobre
muchacho!
—¿Lo hizo por usted? ¿Qué quiere decir?
—Me cansó… agotaba a todo el mundo. Siguió derramando su deplorable
parloteo, y pregonándolo de un lado a otro de la plaza; hasta que se convirtió en
objeto de terror. Traté de apartarle de escribir; bueno, siempre con mucha dulzura,
entiéndanme; empujándole entre personas agradables, dándole una posibilidad de que
sintiese, de que llegase a tener conciencia de lo que realmente podía dar de sí. Yo
había previsto esta solución desde el principio, estaba seguro de que, una vez
apagados los primeros ardores de querer ser autor, encajaría en su sitio como un
parásito encantador, y sería la clase de Querubín crónico para el que en las antiguas
sociedades siempre había un sitio en la mesa, y un refugio entre las faldas de las
damas. Le vi ocupar su sitio como el «poeta»: el poeta que no escribe. Ya conocen al
tipo en todos los salones… No cuesta mucho vivir de ese modo; lo pensé bien, y me
convencí de que con una pequeña ayuda, podría arreglárselas para unos años más; y
entretanto se cansaría con seguridad. Y le vi casado con una viuda, más bien mayor,
con una buena cocinera y una casa bien dirigida. Y vigilé, de hecho, a la viuda…
Entretanto, hice lo que pude por ayudar a la transición: le presté dinero para aliviar su
conciencia, y le presenté preciosas mujeres que le hiciesen olvidar sus promesas. Pero
nada valió: no tenía más que una idea en su hermosa y obstinada cabeza. Quería el
laurel y no la rosa, y siguió repitiendo el axioma de Gautier, y siguió batiendo y
limando su prosa insípida hasta desparramarla a lo largo de sabe Dios cuántos
centenares de páginas. De cuando en cuando enviaba una tanda a un editor que, por
supuesto, se la devolvía invariablemente.
»Al principio no importaba; él creía que era «incomprendido». Adoptaba las
actitudes del genio, y cada vez que regresaba a casa una obra, escribía otra que le

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hiciese compañía. Luego tuvo un arrebato de desesperación, y me acusó de haberle
engañado, y sabe Dios de qué más. Entonces me enfadé, y le dije que era él quien se
había engañado a sí mismo. Que había venido a mí decidido a escribir, y que yo había
hecho lo posible por ayudarle. Ésa era toda mi ofensa, si bien lo había hecho por su
prima, no por él.
»Esto pareció darle en el punto vulnerable, y se quedó sin contestar un minuto.
Luego dijo:
»—Se me ha terminado el plazo, y el dinero también. ¿Qué crees que sería mejor
que hiciese?
»—Creo que lo mejor sería que no te portases como un asno —dije.
»—¿Qué quieres decir con eso de portarme como un asno? —preguntó.
»Cogí una carta de mi escritorio y se la tendí.
»—Me refiero a rechazar este ofrecimiento de Mrs. Ellinger, para que seas su
secretario con un salario de cinco mil dólares. Puede que signifique mucho más.
»Largó una manotada con tal violencia que hizo saltar la carta de mis manos.
»—¡Oh, sé de sobra lo que significa! —dijo, colorado hasta la raíz del cabello.
»—¿Y cuál es la respuesta, si puede saberse? —pregunté.
»No dio ninguna en ese momento, pero se dirigió lentamente hacia la puerta. Allí,
con la mano en el quicio, se detuvo para decir casi en un susurro:
»—Entonces, ¿crees de veras que mi material no es bueno?
»Yo estaba cansado y exasperado, y me reí. No voy a defender mi risa… Fue de
mal gusto. Pero debo alegar como atenuante que el muchacho era estúpido, y que yo
había hecho lo posible por ayudarle… En serio que lo hice.
»Salió de la habitación, cerrando la puerta suavemente tras él. Esa tarde salí para
Frasead, donde había prometido pasar el domingo con unos amigos. Me alegraba
poder escapar de Gilbert, y de igual manera, como me enteré esa noche, escapé
también de los ojos. Caí en el mismo sueño letárgico que me había sobrevenido antes
de dejar de verlos; y cuando desperté a la mañana siguiente en mi apacible habitación
sobre los acebos, sentí el absoluto cansancio y el profundo alivio que seguía siempre
a ese sueño. Pasé dos noches bienaventuradas en Frasead, y cuando regresé a mis
habitaciones de Roma me encontré con que Gilbert se había ido… ¡Oh!, no había
sucedido nada trágico; el episodio no llegó jamás a eso. Simplemente, metió sus
manuscritos en la maleta y regresó a América, con su familia, para volver al despacho
de Wall Street. Dejó una nota decente en la que me contaba su decisión, y se
comportó en todo, dadas las circunstancias, lo menos estúpidamente que puede
comportarse un estúpido…

IV

Culwin se interrumpió otra vez, y Frenham siguió inmóvil en su asiento, con el

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oscuro contorno de su joven cabeza reflejado en el espejo que había a su espalda.
—¿Y qué fue de Noyes después? —pregunté finalmente, todavía incómodo por
una sensación de cosa inconclusa, por la necesidad de algún hilo que relacionase las
dos líneas paralelas del relato.
Culwin encogió bruscamente los hombros.
—¡Oh!, no fue nada… porque él no era nada. No podía plantearse cuestión alguna
de «llegar a ser» algo. Vegetó en una oficina, creo, y finalmente obtuvo una secretaría
en un consulado y se casó tristemente en China. Le vi una vez en Hong-Kong, años
después. Estaba gordo y sin afeitar. Me dijeron que bebía. No me reconoció.
—¿Y los ojos? —pregunté, después de otra pausa, que el silencio de Frenham
hacía opresiva.
Culwin, acariciándose la barbilla, me miró meditabundo a través de las sombras.
—No los volví a ver después de mi última conversación con Gilbert. Sume usted
dos y dos, si puede. Por mi parte, no he logrado encontrar la relación.
Se levantó, con las manos en los bolsillos, y se dirigió rápidamente a la mesa
sobre la cual se habían servido las bebidas vivificantes.
—Deben ustedes estar sedientos después de un relato tan seco. Sírvanse algo.
Tome usted, Phil… —se volvió hacia el fuego.
Frenham no contestó al hospitalario requerimiento de su anfitrión. Siguió sentado
en su baja butaca sin moverse; pero cuando Culwin dio un paso hacia él, sus ojos se
miraron largamente; tras lo cual el joven, volviéndose de pronto, arrojó los brazos
sobre la mesa que tenía detrás, y hundió el rostro en ellos.
Culwin, ante ese gesto inesperado, se quedó petrificado, al tiempo que se le
encendía el rostro.
—Phil, ¿qué diantres le ocurre? ¿Le han asustado los ojos también a usted? Mi
querido muchacho, mi querido compañero, ¡jamás había recibido tal tributo mi
habilidad literaria, jamás!
Soltó una risita ante tal idea, y se detuvo en la alfombra delante de la chimenea,
con las manos todavía en los bolsillos, contemplando la cabeza inclinada del joven.
Luego, viendo que Frenham seguía sin contestar, dio un paso o dos hacia él.
—¡Vamos, anímese, mi querido Phil! Hace años que no los he visto… Al parecer,
no he hecho nada últimamente lo suficientemente malo como para invocarlos desde
el caos. A menos que mi presente evocación le haya hecho verlos a usted; ¡eso sería
aún peor!
Su desenfadada apelación terminó en una risa nerviosa, y se acercó aún más, se
inclinó sobre Frenham, posando sus manos gotosas sobre los hombros del joven.
—Pero, Phil, muchacho, ¿qué ocurre? ¿Por qué no me contesta? ¿Ha visto los
ojos?
El rostro de Frenham estaba aún oculto, y desde donde yo estaba, detrás de
Culwin, vi que éste, como en rechazo a esta inexplicable actitud, se apartó lentamente
de su amigo. Al hacerlo, la luz de la lámpara de la mesa dio de lleno en su rostro

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congestionado, y capté su imagen en el espejo que Frenham tenía detrás.
Culwin la vio también. Se detuvo, encarado con el espejo, como si no reconociese
como suyo el rostro reflejado en él. Pero mientras miraba, su expresión cambió
gradualmente, y durante un apreciable espacio de tiempo, él y la imagen se
contemplaron con una especie de odio creciente. Luego Culwin dejó los hombros de
Frenham y dio un paso atrás.
Frenham, con su rostro aún oculto, no se movió.

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Mrs. Hugh Fraser
(1851 - 1922)

Bajo el pseudónimo respetablemente Victoriano de Mrs. Hugh Fraser —la «Sra.


de Hugh Fraser», sería la traducción exacta— se esconde Mary Crawford Fraser,
hermana del célebre escritor norteamericano Francis Marion Crawford (1854-1909) y
esposa del prestigioso diplomático británico Hugh Fraser (1837-1894). Dos «fuertes»
personalidades masculinas al amparo de las cuales Mary supo hacerse un hueco como
escritora y como historiadora.
Su hermano, conocido entre los aficionados y estudiosos de la narrativa
anglosajona por sus cuentos de horror y ocultismo —“Porque la sangre es vida” (For
the Blood Is the Life, 1905), “La calavera que gritaba” (The Screaming Skull, 1908)—
y algunas estimables novelas como Khaled: príncipe de los genios (Khaled: A Tale of
Arabia, 1891) —alucinante fantasía sobre un genio que se convierte en humano— o
Corleone (1897) —una de las primeras y más singulares aproximaciones literarias al
mundo de la Mafia…—, compartió con Mary su pasión por la literatura y lo
sobrenatural influido por su padre, el escultor neoclásico Thomas Crawford (1815-
1857) —quien poseía una amplia biblioteca sobre ambos temas—, y como resultado
de su cosmopolita educación —Italia, Londres, Estados Unidos, Alemania—. Con
arreglo a ello, no sorprende que Mary escribiera relatos fantásticos como “A Were-
Wolf of the Campagna” (¿1903?) —especie de secuela del relato escrito por su
hermana Anne Crawford Von Degen (1846—¿?), titulado “A Mystery of the
Campagna” (1887)— y el que hemos recogido en la presente antología, “The
Satanist” (1912), junto a poderosas novelas históricas, hoy olvidadas, como Marna’s
Mutiny (1901), The Slaking of the Sword: Tales of the Far East (1903) o In the
Shadow of the Lord (1906).
Acompañando a su marido, Hugh Fraser, Mary Crawford pudo viajar a Japón y
conocerlo en un momento clave para su historia. Destinado allí por Su Majestad
como Ministro Plenipotenciario para negociar el Tratado Anglo-Japonés de Comercio
y Navegación (firmado el 16 de julio de 1894), Fraser era muy respetado por las
autoridades japonesas por su rectitud hacia el pueblo nipón —fue enterrado con todos
los honores en el cementerio para extranjeros de Aoyama (Tokio)—. Y, gracias a sus
contactos, Mary pudo conocer muy de cerca la historia y las costumbres de Japón
bajo la Era Meiji (1867-1912), periodo en el que arranca su modernización. De esta
crisis entre lo viejo y lo nuevo surgió el libro por el cual aún es recordada su autora, A
Diplomatist’s Wife in Japan: Letters from home to home (Hutchinson &c Co.,
Londres, 1899), una densa narración de 700 páginas sobre la vida cotidiana, la cultura
y la religión del país del Sol Naciente. Su éxito en Inglaterra estimuló a Mary
Crawford a escribir Letters from Japan: A Record of Modem Life in the Island Empire

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(1905) y Seven Years on the Pacific Slope (1914), que complementan perfectamente
las informaciones de A Diplomatist’s Wife in Japan…
El muy rico repertorio de anécdotas truculentas, angustias existenciales, fastuosos
vicios y desmedidas crueldades que suele rodear la literatura sobre el Diablo y sus
adoradores, desaparece por completo en “The Satanist”. Publicado por primera vez en
Londres en 1912, según explica el ensayista Everett F. Bleiler en The checklist of
Fantastic Literature: A bibliography of Fantasy, Weird and Science Fiction books
published in the English language (FaX Collector’s Editions, 1972), “The Satanist”
es la crónica del descensos ad inferos de la protagonista, Yolanda, una joven
convertida en adoradora de Satán a causa del odio hacia su (sadiana) madre, su
«desorientación» religiosa y sus impulsos lésbicos, jamás puestos en primer plano a
lo largo del relato, pero palpables en su relación con la criada y su amiga Léonie…
“The Satanist” posee una rara personalidad, una atmósfera mefítica y dulzona a la
vez, coronada por un final ambiguo acerca de cuál será el futuro de ambas amigas.
Sus intenciones moralistas son abrumadoras, su abominación del satanismo tremenda
—Mary Crawford Fraser, al igual que su hermano, era una ferviente católica—; no
obstante, pese a su melindroso estilo decimonónico, todavía funciona.

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LA SATANISTA
El mensaje que Léonie recibió de su amiga Yolanda no era muy explícito, pero
algo en su tono hizo que se dirigiese a su casa apresuradamente, recorrida por un
escalofrío. Nada más llegar, Léonie fue llevada a la sala de estar, donde, una vez
cerrada la puerta, se dejó caer en el sofá.
—No me tomes por loca, Léonie —comenzó a decir Yolanda, muy vivaz—, pero
ha llegado el momento de que te haga una confidencia necesaria, ya que eres mi
mejor y más querida amiga… Así que… escucha lo que he de decirte… —pero se
detuvo, dirigiéndose hasta una alta lámpara de peana—. ¿Quieres acercarte, por
favor? Ayúdame a desabrocharme el corpiño… No temas, pero haz lo que te pido.
Léonie se levantó del sofá y fue hasta su amiga, dubitativa, con una cierta
prevención debida al requerimiento de la otra.
—Yolanda, cariño… ¿es absolutamente necesario? —preguntó Léonie mientras
se dirigía a ella—. Bien, que sea como tú quieres…
Cuando Yolanda se abrió la blusa de seda y mostró su blanca ropa interior, sintió
Léonie una desazón de pesadilla que le hizo apartar los ojos.
—Yolanda, ¿de veras te parece necesario? —inquirió Léonie—. ¿No lamentarás
después haberme enseñado lo que sea? Hay cosas que es mejor…
—No —respondió Yolanda con una determinación clara, ante la que ninguna
defensa ni dilación podía esgrimir Léonie; el cuello de la joven, junto a la nuca, se
inclinaba con paciente determinación a la espera de que la otra le desabrochara el
corpiño, mientras sus manos caían sobre la falda con un abatimiento que no era sino
resignación—. Vamos, Léonie… ¿Por qué haces que esto me resulte más duro de lo
que ya es?
Léonie atendió al ruego de la amiga. Desabotonó con cuidado su corpiño hasta
dejarle desnuda la blanca piel; y allí, a la luz de la lámpara, al repasar con sus dedos
los hombros de la otra y ver lo que había, no pudo reprimir un grito de horror.
—¿Lo has visto? —dijo Yolanda, relajándose, olvidada su rigidez anterior—.
Ciérrame de nuevo el corpiño, por favor… Ahora te contaré algo que jamás supuse
que contaría a nadie, excepto alguna vez, acaso, a un sacerdote, cuando estuviera ya
harta de la felicidad de este mundo y cansada del amor… si es que eso me ocurre
alguna vez… Dime ahora, Léonie, si crees que soy excesivamente celosa de mi
feminidad, al extremo de entregar mi vida sin remedio al amor de un hombre, y si
crees que perderlo puede suponerme la salvación.
—¡Oh, infeliz; sí, infeliz…! —exclamó la otra bañada en lágrimas—. Mi querida
Yolanda… ¿Quién ha podido hacerte eso?
Y después de abotonar el corpiño de su amiga, impelida por un rapto de ternura,
como si deseara restañar aquella herida, la besó allí delicadamente.
Yolanda se ajustó después la falda y sonrió deslumbrante a su amiga, como si de
veras su alma fuese ajena al dolor físico y a la desesperanza.

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—Tranquilízate, Léonie, querida… Ya no me duele. Ya me han abandonado los
sufrimientos —dijo—. Ya no volveré a torturarme ni avergonzarme… Vamos,
sentémonos en el sofá, que quiero contarte lo que hasta ahora no te he dicho, cómo he
llegado a ser lo que soy… No creo que me lleve mucho tiempo.

Con la barbilla reposando en sus manos, y los codos apoyados en sus rodillas,
Yolanda miraba el fuego de la chimenea como si quisiera extraer de allí los
fragmentos de su memoria que más necesarios le eran para recomponer un recuerdo,
antes de iniciar el relato de su historia. Y sin cambiar de posición comenzó a decir al
cabo de un largo silencio:
—Ahora que me doy cuenta, Léonie, es la primera vez que te hablaré de mi vida
de antes de que nos conociéramos, hace ya cinco años… ¿Cómo es que nunca me has
preguntado nada acerca de mi vida?
—¿Y por qué habría de hacerlo, Yolanda? ¿Con qué derecho? Tampoco tú me has
preguntado nada sobre la mía, jamás. Me sentí muy próxima a ti ya la noche en que
nos conocimos en aquella maldita casa de Roma, cuando fuimos las únicas personas
que abandonamos apresuradamente la reunión, porque tuvimos miedo de ellos… Yo
te dije mi nombre cuando salíamos, ¿recuerdas? Pero no me preguntaste ni por qué
estaba allí, ni cómo los había conocido, por lo que yo jamás osé preguntarte algo
parecido… Me bastaba con saber que ambas habíamos sufrido esa noche la misma
vergüenza.
Yolanda puso una mano en la rodilla de su amiga, como si de pronto se sintiese
liberada, feliz.
—Gracias por todo, por lo mucho que has significado para mí desde entonces —
dijo—. Y gracias también por no haberme preguntado, como no te lo pregunté yo,
qué hacía allí aquella noche… Pero, ahora, Léonie, ha llegado el momento de que me
sincere contigo. Sólo te pido que, si es posible, observes cuanto te diga con tu
habitual compasión… aunque lo que oigas pueda hacerte pensar que merezco ser
condenada… Al fin y al cabo, bien sabe Dios que sólo aspiro a reconciliarme con él,
algún día… Bien, todo comenzó el mismo día en que vine al mundo —siguió
diciendo—. Esperaban que fuese un niño, y no, fui hembra… Una niña… Así que
todo se me puso en contra desde el comienzo. El hecho de que no tuviese ni
hermanos ni hermanas no alivió en nada mi situación.
»A veces pienso que si quitáramos los hijos a sus padres, en ciertos casos, y
fuesen entregados a gente que no tuviese la menor expectativa de obtener provecho
de ellos, crecerían sin una armazón moral perversa al menos hasta que ellos mismos
quisieran dársela, lo que redundaría a favor tanto de los padres como de los hijos…
Nunca te presenté a mi madre por eso… Temí que, incluso en sus últimos días de
vida, te dijese que tuvieras cuidado conmigo, que no me tocaras sin ponerte guantes,
para no mancharte…
—Pero, Yolanda… ¿cómo puedes hablar así de tu propia madre?

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—No me interrumpas, Léonie, si quieres ayudarme… Creo que, por otra parte,
podrás hacerte una composición de lugar completa si me escuchas atentamente…
Puedes estar segura de que lo que digo acerca de mi madre no es una exageración…
Mi nacimiento le supuso una afrenta, le causó una herida dolorosa, y no era mi madre
persona que perdonase las heridas recibidas. Fue una mujer muy desgraciada,
además, y lo fue por muchos motivos. No practicaba religión alguna, y la sola
mención de la otra vida le causaba una gran desazón, pues temía profundamente la
mera idea de la muerte. No obstante, jamás pensó en reconciliarse con la Providencia,
en venganza de lo que consideraba la terrible crueldad con que la trataba la vida.
Nunca he conocido a nadie, ni creo que lo conozca, tan lleno de amargura como ella;
ni que odiase tanto, sin embargo, la sola idea de morir, como la odiaba ella… Era una
monomanía, una obsesión.
»He hablado de una afrenta y de una herida… Y he dicho que yo fui quien se las
causó… Creo que te resultará fácil entenderlo. En primer lugar, el hecho de que
naciese niña en vez de niño, como te he contado ya, le produjo una tristeza indecible,
un desagrado mayúsculo, porque ansiaba con todo su corazón tener un niño que
pudiera seguir en un futuro la exitosa senda de la política por la que transitaba mi
padre; por otra parte, no es menos cierto que mi nacimiento le produjo una pérdida
evidente de la salud, lo que le supuso igualmente una pérdida más que cierta de su
belleza. Antes de que yo naciese había sido una mujer bellísima, una de las más
hermosas de su mundo; y cuando esa belleza se le esfumó, no le quedaron razones
suficientes para vivir, según decía, aunque no por ello dejaba de temer la muerte.
Creo que todo aquello afectó de manera grave su mente; o al menos prefiero pensarlo
así, por un mínimo de caridad hacia ella, hacia su recuerdo… Desde luego, tenía que
sentirse muy humillada e infeliz para ser tan amargamente insana. Prefiero pensar que
llegué a intuirlo así, incluso cuando aún vivía…
»Nunca me habló con el menor cariño, ni siquiera cuando yo procuré demostrarle
el mío. Claro que, sin embargo, mantenía las apariencias en público; pero jamás me
dio un beso, ni entró en mi cuarto para darme las buenas noches… Si sólo me hubiera
dado las buenas noches alguna vez… —hizo una pausa y prosiguió—: Cuando
cumplí los doce años y se vio con claridad que iba a ser muy hermosa, todo fue a
peor; en realidad, fue monstruoso a tal extremo que mucha gente comenzó a darse
cuenta de la inquina que me tenía mi madre. Llegó a un punto tal, que mi padre hubo
de enviarme durante dos años a un convento de Milán. Creo que temía sinceramente
que mi madre pudiese causarme algún daño físico, con el consiguiente escándalo. En
cualquier caso, intentó por todos los medios que estuviese a salvo, manteniéndome
lejos todo el tiempo que fuera posible. Nunca quiso que regresara a casa de
vacaciones; supongo que aguardaba a que mi madre reflexionase y mostrara al menos
menor odio hacia mí… Mi padre viajaba a Milán un par de veces al año para verme,
y me llevaba de vacaciones un mes o seis semanas a Cadennabia o a Mentone.
Siempre fue muy cariñoso conmigo… Cuando comencé a ser una jovencita

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definitivamente hermosa, le alegraba mucho presentarme a sus amigos, con los que
nos encontrábamos en los hoteles a los que íbamos. Todos me mostraban una gran
consideración y me decían cosas bonitas, lo que hacía que se sintiera feliz y orgulloso
de mí. Claro que algunos me decían, sin embargo, cosas de un gusto más bien
dudoso, lo que parecía complacerlos mucho.
»La religión no había significado nada para mí hasta que ingresé en aquel
convento; había sido sólo algo así como un juego de jardín de infancia, como lo es
para tantos niños, algo que consistía en ir a la iglesia una media hora a la semana. Mi
padre siempre insistió en llevarme con él a la iglesia, aunque él mismo no se sentía
muy concernido por las cosas de la religión. Y todo lo más me ponía de rodillas unos
cinco minutos cada mañana, para rezar algo que decía de memoria, sin comprenderlo
bien. No recibía otros estímulos para la fe. Me limitaba a decir aquellas oraciones que
hablaban de Dios y del Ángel de la Guarda, sin más.
»Las monjas del convento de Milán, sin embargo, se esforzaron en hacerme
comprender lo muy importantes que eran para ellas Dios y el Ángel de la Guarda.
Pero pasaba el tiempo y la verdad es que sus métodos no obraban en mí lo que
pretendían. No hallaban en mí la base sobre la que construir el templo que habían
pensado levantar en mi pecho, aunque estoy segura de que lo intentaron con denuedo.
Hice la primera comunión con otras niñas y, como hacían con las demás, intentaron
por todos los medios mantenerme ajena a la dureza del mundo y la vida. Pero sí me
quedó de ellas, aparte de una buena educación, la certeza de que en todos los avatares
del mundo está inscrita la presencia de Dios. Con eso no quiero decir que yo amase a
Dios, pues no tenía un sitio que hacerle en mi corazón, aunque la idea de su
existencia acabó haciéndome más rebelde que sumisa. Puede que lo entiendas, o
puede que no, pero recordaba siempre con gran emoción a las monjas, sobre todo
cuando oía a papá y a sus amigos hablar de lo que llamaban «el lamentable estado de
cosas actual por culpa de la Iglesia y las excesivas ayudas que recibe». No obstante,
yo pensaba entonces que mi padre era, realmente, un gran hombre, un hombre
importante. Pero sentía a la vez que las monjas no eran más que mujeres desprovistas
de todo bien material pero con un gran conocimiento del mundo, mujeres de una gran
inteligencia.
»Cuando al fin regresé a casa, de la mano de mi padre, las cosas fueron al
principio un poco mejor que antes. Me pareció, sin embargo, que mi madre me tenía
miedo, lo que no dejaba de hacer que me sintiese más tranquila, he de decirlo así,
aunque lo cierto fuera que no me temía a mí, sino a mi padre; es más, pronto comencé
a darme cuenta de que cuando él estaba presente mi madre hacía todo lo posible por
simular hallarse contenta conmigo, por lo que me cuidaba mucho de quedarme a
solas con ella. Bien sabía yo que su odio hacia mí era mucho más fuerte que ella
misma, y que en cuanto tuviese la menor ocasión trataría de levantarme la mano…
Fue entonces cuando también comencé a odiarla yo, en justo pago por su desprecio, y
también por el disimulo que hacía cuando papá estaba con nosotras.

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»En aquellas primeras semanas de mi regreso a casa cumplía yo con mis
obligaciones religiosas, aunque de manera un tanto mecánica, no obstante lo cual en
ocasiones tenía cargo de conciencia por sentir aquel odio creciente hacia mi madre.
Recuerdo una noche en la que iba a rezar esa parte que dice «perdona nuestras deudas
como nosotros perdonamos a nuestros deudores», cuando me callé de golpe. No pude
seguir. Y dije a Dios que no tenía derecho a exigirme eso, pues yo no era quien
ofendía, sino la ofendida… ¿Por qué iba a mentir? No lo haría, no, no podía
hacerlo… Pregunté a Dios por qué se ponía de su parte… ¿Qué daño había causado
yo?
Había tal resentimiento en sus palabras, tal resquemor en sus expresiones, que no
parecía ir a calmarla el paso de las horas. Oír aquello, y verla tan resentida, hería a
Léonie.
—Yolanda, por favor, no sigas —le rogó—. Todo eso pasó hace muchos años,
cuando eras sólo una niña… Deja que tu madre descanse en su tumba de una vez por
todas y cíñete a lo que pretendías contarme.
—Tienes razón, Léonie —respondió Yolanda con una voz ahora más encantadora,
ida ya la violencia de su resquemor de antes—. Pero deja que también entierre mis
recuerdos esta noche para que puedas comprenderlo mejor todo… Desde aquel
tiempo, hasta hace apenas cuatro años, cuando murió mi madre, jamás volví a rezar.
No podía hacerlo, como te he dicho. Después de su muerte he vuelto a rezar, tanto
por ella como por mí misma; no tan frecuentemente como debiera, pero rezaba… Y
lo sigo haciendo. Sabes bien que no puedo perder la fe.
»Tras aquella noche en la que no pude seguir rezando pareció como si los Poderes
de la Oscuridad se expandieran por la casa. No daba esa sensación de día, cuando
estábamos despiertos, ni siquiera cuando el espíritu de la maldad y la maledicencia
escapaba por completo del control de mi madre; era de noche cuando esa sensación
de maldad parecía emponzoñar el aire, a tal punto que no me metía en la cama sin
antes cerrar con llave la puerta de mi habitación. Supe así, te lo aseguro, qué es pasar
miedo. Pero el miedo no hacía más que alentarme a no olvidar, a no someterme, a
luchar en pos de la victoria sobre mí misma. Fue por aquel entonces cuando comencé,
bien que inconscientemente, pues nunca había oído hablar de esas cosas, a caminar
por las fronteras donde ellos dominan… He de decirte que fue también por aquel
tiempo cuando vino a casa Rosina Delré, la criada, para atenderme y cuidar de mi
ropa.
—¡Esa criatura maldita! —exclamó Léonie.
—Bueno, ya está muerta, así que no la execremos más de lo debido, ni le
prestemos una importancia que no merece… Al final hubo de penar sobradamente…
El caso es que no la veía mucho; se limitaba a cumplir con su tarea, que hacía bien,
con presteza; pero alguna vez la vi observándome, como si me vigilase, lo que me
llevó a suponer que quizá quisiera decirme algo y no se atrevía. También pensé que
se apiadaba de mí, sabedora de lo que me detestaba mi madre, lo que me llevó a

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confiar en ella en mayor medida, por creerla mi aliada y mi posible confidente…
Debo confesarte que la soledad pesaba mucho en mi ánimo. No obstante, tardé en
abrirme a ella, mantuve largo tiempo cerrada la boca, hasta que finalmente una serie
de circunstancias hicieron que me decidiese a contarle todo.
Hizo de nuevo una pausa, como si quisiera rearmarse, hacer acopio de coraje
antes de proseguir.
—Una mañana —dijo al fin—, a finales de aquel verano, me encontraba en el
jardín con papá cuando llegó un telegrama que urgía su presencia en Monza. Las
tormentas habían causado inundaciones y era preciso adoptar medidas rápidamente,
pues los ríos amenazaban con desbordarse… En casa, sin embargo, no había caído
una sola gota de lluvia desde hacía muchas semanas y el calor era realmente
insoportable.
»Papá hubo de tomar el primer tren, uno que partía al mediodía, así que tuve que
quedarme sola, junto a mi madre y la servidumbre… Puedes hacerte una idea de cuán
mal me sentí. No hace falta que te cuente cómo transcurrían los almuerzos entre mi
madre y yo; para mí era como almorzar junto a un gato rabioso; sus ojos, aunque
nunca me miraba de frente, en ningún momento se me despegaban. Parecía esperar el
momento más propicio para saltar sobre mí… Sólo hablaba de vez en cuando con el
mayordomo, y todo para decirle que por la tarde no estaría para nadie.
»No te extrañe, por eso, que a diario, cuando se acercaba la hora del almuerzo,
mis nervios hirvieran en una mezcla de ansiedad y furia; hubiera sido capaz de
estrangularla. Me recuerdo tensa, esperando la próxima maldad que me dijera… Pero
la verdad es que se limitaba a comer un poco, a beber y a mirarme con una crueldad
indecible, siempre de reojo; no comía mucho pero bebía sin parar y eso hacía que las
miradas que me dirigía pareciesen por completo ajenas a la mirada humana… Sólo
me mantenía en cierta calma saber que pasaríamos juntas y solas unas pocas semanas.
Fueron tres, al cabo, en las que estuve siempre al borde del pánico, a punto de perder
por completo la paciencia… Una vez concluía el almuerzo, mi madre abandonaba el
comedor y se dirigía a su estudio como un meteoro. Pero un día, apenas se levantó de
la mesa, lo hice yo también para irme a mi cuarto, y entonces se paró en seco, se
volvió y me detuvo.
»—¿Qué pretendes? —me preguntó.
»Estábamos en la puerta del comedor, frente a frente.
»—Voy a mi habitación —respondí.
»Oí cómo me temblaba la voz al responder, de tanta cólera como sentía, de los
nervios que me embargaban. Y me di cuenta de que ella lo notaba; supe que esperaba
algo así, porque comenzó a reírse primero quedamente, con un extraño sonido
gutural, y después a carcajadas, burlándose abiertamente de mí.
»Su risa parecía envolverme poco a poco como una espesa neblina roja. No podía
moverme; me veía allí, sin saber qué hacer, esperando que cesara aquella especie de
tormenta insoportable que era su risa, aguardando a que desapareciera la neblina

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espesa y roja, hasta que me di cuenta de que parecía ordenarme algo, sin dejar de
reírse.
»—¿Es que no me escuchas? —oí que me decía entre las carcajadas, sin alzar la
voz, como en un susurro; y cuando negué con la cabeza, me tomó de los hombros y
me llevó a empujones hasta la puerta de su estudio… Estaba yo tan atónita, tan
hundida, tan derrotada, que dejé que me tratase como le viniera en gana. Apenas me
sostenían las piernas, así que imagínate cuál era mi estado de ánimo, no podía hacerle
frente.
»Abrió violentamente la puerta del estudio y, situándose tras de mí, me dio un
empujón tan violento que caí contra la mesa de papá que había en mitad del salón.
Quedé levemente conmocionada, no obstante lo cual supe que aquello no había hecho
más que empezar, que lo peor estaba por venir… Sé que estuve unos minutos
preguntándome estúpidamente qué me había pasado, como si no quisiera aceptar la
realidad; sobre todo me preguntaba qué hacía tirada en la alfombra, aunque recordaba
bien que me había golpeado en la cabeza contra la mesa. Era como si tuviese una
pesadilla de la que deseara despertar cuanto antes, así que intenté levantarme. Pero un
nuevo golpe me hizo caer otra vez, y entonces oí la voz de mi madre diciéndome una
y otra vez:
»—¡Llora, tienes que llorar! ¡He dicho que llores!
»Entonces me di cuenta de todo, recuperé por completo el sentido y… Léonie,
trata de ponerte en mi lugar… Hice todo lo posible para no darle el gusto de que me
viese llorar… Poco a poco volvían a mí las sensaciones físicas, pero no voy a hablar
de eso… Sabes bien qué has visto en mi espalda… Pero te aseguro que a día de hoy
no sé qué arma utilizó para herirme. Supongo que sería algún objeto metálico, quizá
una cadena, o acaso un gran manojo de llaves; algo, en cualquier caso, que nunca me
había sido dado ver… Intenté ponerme en pie de nuevo, mientras ella se dejaba caer
en una butaca, riendo y canturreando como una loca.
»Allí la dejé; salí lentamente, abatida, arrastrando los pies, para dirigirme a mi
habitación. Creo que no vi a nadie de la servidumbre, pero tampoco puedo decirlo
con certeza. Sólo quería recuperarme del todo, que me asistiera la mente de nuevo,
pues tenía la sensación de que la había perdido. Apenas tenía catorce años entonces,
era una niña, pero aquello acabó por convertirme en una mujer… Y no precisamente
en una buena mujer.
»Cuando entré en la habitación sí vi que alguien sacaba de un armario unas
sábanas. Era Rosina. Antes de que fuese por completo consciente de dónde me
hallaba, me arrojé a sus brazos y oculté el rostro en su pecho, de manera que no
pudiese ver cuán dolida estaba, cuán abatida me sentía. Ella no dijo una palabra; se
limitó a dejar que la abrazase mientras intentaba yo apaciguar mi respiración,
recobrar el aliento… Y así estuvimos largo rato, creo recordar, hasta que comencé a
contarle lo que había pasado. Entonces me hizo tomar asiento en la cama y cerró la
puerta.

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»Créeme, Léonie, que aunque sé bien cómo era, no podré olvidar nunca lo que
hizo por mí entonces; no me hubiese dado tanto consuelo, ni me habría abrazado
como lo hizo, aunque fuera yo su hija. Luego, mientras me bañaba, restañaba mi
herida y vestía, siguió consolándome, alegrándome, diciéndome cosas bonitas,
llamándome con distintos y muy cariñosos diminutivos.
»Me sentí confiada, en fin, al punto de contárselo todo… Cuando comencé a
relatarle lo que había ocurrido en las tres últimas semanas, cuando le dije que ya no
era capaz de rezar, Rosina pareció muy contenta de repente, y empezó a hablar
mucho y a besarme, como si acabara de liberarla de algo, de algún pesar.
»—Sé cómo te sientes, pequeña —me dijo—, pero no creas que eres la única que
no puede rezar. ¿Acaso crees que eres la única persona en este mundo que ha
descubierto la crueldad, la injusticia de la vida? No, yo te digo que no eres la única…
Somos miles y miles, un ejército… Únete a nosotros, que sabremos darte el consuelo
que necesitas. Como nosotros, tú has sido herida por la falsedad, por las antiguas
mentiras de los sacerdotes, que odian a todo el que se libera de ellos y de su Dios,
Jehová. ¿Quieres de veras ser libre, completamente libre para amar u odiar según tu
voluntad? ¿Quieres reírte de esa tiranía a la que llaman religión, quieres saber cuál es
realmente tu naturaleza y lo que eso significa, quieres conocer sus leyes y a través de
ellas conocerte a fondo?
»Decía todo aquello, Léonie, con tal vehemencia que me atrajo, como si lo
hubiese aprendido en un libro que yo deseaba leer a toda costa; sus palabras tenían
peso y autoridad, algo que me asombra tratándose ella de una mujer del campo, de
una mujer iletrada. Sabes hasta qué punto lo era.
»—Sí —dije con un entusiasmo idéntico al suyo—. Todo eso es lo que deseo, ser
libre para ser yo misma y hacer lo que realmente me apetezca… ¿Y cómo podré
conseguirlo? Aún soy una niña y debo obedecer; debo ir a la iglesia cuando me lo
ordenen, y simular que quiero hacerlo.
»No puedo, Léonie, recordar con exactitud qué ocurrió después entre nosotras…
Pero trataré de expresarlo de la mejor manera posible, y espero que a medida que
hable de ello vengan a mí los recuerdos.
»—Es verdad —dijo Rosina—; has de hacer como que quieres ir a la iglesia,
igual que muchos de nosotros… No hay manera de negarse. Pero tómalo como algo
de lo que tienes que vengarte, como habrás de hacerlo de tantas cosas, de todo lo que
te ha herido y decepcionado profundamente… los sacerdotes… su Dios con el que
pretenden aterrorizarte obligándote a prestarle adoración aunque te repugne y
rebele… Mira, si me prometes guardar el secreto, podré enseñarte cómo derrotarlos.
»Prometí que haría lo que me pidiera y siguió diciéndome:
»—Antes que nada, ¿crees en Lucifer, el arcángel que prefirió perder el cielo en
vez de su orgullo? —me preguntó.
»—Sí —respondí—, supongo que sí…
»Entonces expuso con la misma vehemencia y mucha claridad lo que podríamos

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llamar su esquema, ya sabes, Léonie, el que utilizan todos ellos; lo hizo como si
repitiese una lección bien aprendida, para expresar mejor las virtudes de Lucifer, su
triunfo innegable sobre Dios, cuán generoso es con sus adoradores y el mucho poder
que les concede, sin limitarse a prometerles esos vagos disfrutes del cielo de los
cristianos, sino llamándoles a conquistar las cosas concretas y más valiosas de este
mundo.
»—Los mismos sacerdotes —siguió diciéndome— saben todo esto por su
Biblia… Ahí se cuenta cómo Lucifer tentó a Cristo llevándolo a una alta montaña
desde la que le mostró todos los reinos del mundo al mismo tiempo, diciéndole que,
si le adoraba, él, Lucifer, le daría cuanto quisiera.
—Sí, ¡cuántas veces les he oído decir eso! —exclamó entonces Léonie—. Es la
misma historia de siempre, y siempre contada fuera de contexto.
—Sí, Léonie, tienes razón… Ahora sé la verdad, pero entonces era distinto… Las
posibilidades que me ofrecía eran como un trueno que me llenaba la cabeza; y aunque
algo en mi más profundo ser me decía que huyera, que me apartase de todo aquello,
estaba subyugada; otra fuerza tiraba de mí de manera irresistible… Cuando Rosina
vio que era presa fácil, se ausentó apenas un minuto y regresó con un libro en las
manos, un ejemplar con los poemas de Carducci[35], que abrió para hacerme leer esos
versos odiosos, que seguro conoces:

Salute, O Satana, O Ribellione,


O Forza vindice della Ragione,
Sacri à salgano gli incensi ei voti,
Hai vinto il Geova dei Sacerdoti![36]

—Sí, conozco esos versos —dijo Léonie—. ¡Pobre Yolanda! ¡Por qué trance
tuviste que pasar!
—Yo había visto una vez a Carducci, hallándome con papá, que le conocía; les oí
hablar de la humanidad, el progreso y la fraternidad universal; papá estaba de acuerdo
con él en esas cosas y, por eso, su libro me pareció en principio lleno de autoridad, no
tan abominable como lo es realmente… Leí aquel himno una y otra vez, aunque en el
fondo no dejaban de horrorizarme las blasfemias que leía; creía por otra parte, sin
embargo, que en efecto allí estaba mi oportunidad, que si suscribía aquellas palabras
y rompía definitivamente con el cristianismo encontraría la libertad… El caso fue
que, viéndome dudar, Rosina se enojó conmigo y me arrancó violentamente de las
manos aquel maldito libro.
»—Si temes a los sacerdotes —me dijo—, olvídate de esto y corre hasta ellos…
Si eres tan cobarde como para permitir que te castiguen como si fueras un animal,
olvídate de mí… Lamento mucho haber intentado ayudarte.
»Y salió de mi habitación, dejándome sumida en mis pensamientos, y sobre todo

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en mis dudas… Pasaron las horas sin que nadie acudiera a verme, sin que nadie me
llamase para nada. No se dejaba sentir ningún ruido, como si la casa estuviese vacía;
sólo desde el exterior me llegaba, a través de las ventanas abiertas de mi cuarto, algún
trueno lejano… Era la misma habitación que sigo utilizando en el presente, la que da
al jardín… Pasaron las horas, como te digo, y se hizo la oscuridad tan negra que
apenas veía la mesa que hay entre las dos ventanas… Te doy estos detalles para que
te hagas la idea de que la oscuridad externa era tan grande como la que había en mi
propio interior. Era una oscuridad que me impedía ver más allá, que parecía ir a
borrar de mí todo rastro de bondad. Tanto fue así que empecé a decir para mis
adentros que no podía renunciar al odio ni a la venganza, que sería preferible perder
definitivamente mi alma antes que olvidar todo el daño que me había causado mi
madre… Y en aquella oscuridad de mi cuarto me pareció ver una luz muy tenue que
danzaba entre las ventanas y mi lecho por unos segundos, para desaparecer de golpe
dejándome sumida en la más profunda negrura nuevamente.
»Fue sólo una luz, un leve fulgor, como te digo, pero me hizo pensar que mi
elección estaba hecha, que algo o alguien había anotado mis deseos más allá de mí
misma, más allá de cualquier llamada a rechazarlos. No obstante, Léonie, y a pesar de
lo que pueda parecerte, puedes estar segura de que aquellas ideas perversas no habían
hecho presa en las mías, pues mi afán de odiar, mi deseo de cobrarme venganza, no
estaba en mis pensamientos, sino que era un impulso de mi corazón. Es más, fue mi
pensamiento lo que me llevó a rechazar aquel deseo imperioso, sugiriéndome que me
levantase a cerrar las ventanas, como si temiese que la tormenta que se cernía desde
el cielo pudiera aumentar el caudal de odio de mi corazón. Un odio que me hacía
sentir fuego en todo el cuerpo. Pero también debo decirte que en el fondo me sentía
tan orgullosa de aquel odio, me sentía al fin tan valiente, que no lo hice.
»No pasó mucho tiempo hasta que oí abrirse la puerta de mi habitación. Era
Rosina, que me llevaba algo de comer.
»—Será mejor que comas un poco —me dijo—, seguro que estás hambrienta.
Voy a cerrar las ventanas y a encender las velas… ¿Quieres que hablemos mientras
cenas? No te preocupes, que tu madre no nos molestará… Ya me he encargado yo de
que no lo haga… Tiene mucho miedo de que alguien le cuente a tu padre lo que te ha
hecho.
»Yo, sin embargo, sólo quería beber, tenía una sed que me devoraba, que me
abrasaba la garganta… Rosina se dio cuenta de mi estado febril y supo aprovecharse.
Me dio un poco de vino con agua, diciéndome que lo sorbiera lentamente. Luego me
preguntó si aún temía ser libre.
»Después de aquello perdí cualquier atisbo de voluntad y me dejé llevar. Creo que
Rosina hizo conmigo lo que le vino en gana.
»No se dejó nada por decir; cuando pienso en lo hábilmente que me conducía
hasta lo que más le interesaba, aun hoy no dejo de asombrarme. No hubo un solo
punto de su discurso que pudiera rebatirle, y se expresaba con tal inteligencia que

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acabó por hacerme su esclava.
»Había comenzado hablando de mi belleza. Después habló del amor —y aún me
avergüenza recordar lo que decía sobre el amor—, para decir que los sacerdotes y la
Iglesia eran los enemigos del amor, y que, en tanto siguiera siendo yo cristiana, el
amor me estaría prohibido. Claro está, no perdió ocasión de hablar también acerca del
odio que me tenía mi madre, y de cómo habría de hacérselo pagar yo con un odio aún
mayor. Culpó a Dios de ese odio de mi madre, llamándome a rebelarme en su contra,
pues, según me dijo, era Dios quien había insuflado ese odio en mi madre… El caso
es que por mis respuestas supo que sus palabras calaban hondo en mí, que me hacían
reflexionar profundamente acerca de mis padecimientos… Finalmente, me hizo leer
de nuevo el himno de Carducci, lo que hice con mucha tranquilidad y complacencia,
aunque en el fondo seguía alentando en mí el pensamiento de que era un poema
odioso, y luego me hizo repetir en voz alta, varias veces, que yo pertenecía a Satanás.
Al principio me negué a decirlo, pero insistió de tal manera, instándome a ello una y
otra vez, diciéndome que lo dijese o no ya pertenecía a Satanás y no a los sacerdotes,
que al final cedí y dije lo que pretendía ella.
»—Quiero oírtelo decir otra vez —insistió.
»—Pertenezco a Satanás, no a los sacerdotes —repetí.
»Entonces añadió que, para demostrar que mis palabras eran sinceras, tenía que
superar una prueba con la que demostrar a mi nuevo amo que decía la verdad.
»—¿Y qué he de hacer? —pregunté.
»—Nada que te resulte peligroso, ni difícil —respondió—. Tiene que ver con ese
pedacito de barquillo que los sacerdotes dan en lo que llaman comunión… Sabes bien
cómo comulgar… Así que lo harás de nuevo, pero guardándote la hostia para mí.
»Tras decir esto, se acercó a mí para mirarme tan de cerca que no pude apartar los
ojos de los suyos. Perdí entonces toda capacidad de pensar por mí misma, y hasta el
simple deseo de hacerlo. Sólo quería lo que ella quería… Dije entonces que sí, que
haría lo que acababa de pedirme, pues no podía ni pensar ni decir otra cosa, tenía la
voluntad completamente anulada.
»Unos diez días más tarde, cuando me sentí fuerte como para ir de nuevo a la
iglesia y comulgar, fui con Rosina a la catedral. Se mantuvo todo el tiempo cerca de
mí, incluso cuando me acerqué a los peldaños que conducen al altar. Una vez hubo
acabado la misa regresamos juntas a casa; luego subí a mi habitación y le entregué la
hostia, que había guardado en mi pañuelo… Hube de apartar los ojos para hacerlo, no
podía mirar abiertamente la sagrada forma.
»Un mes después, más o menos, la convencí al fin para que me presentase a sus
amigos, pues deseaba conocerlos, ya que tanto me había hablado de ellos, ya sabes…
De los satánicos… Se había pasado todo ese lapso de tiempo contándome cuán
felices son los satánicos, diciéndome que no había en el mundo gente tan libre como
ellos, ni que supiera disfrutar del placer como lo hacían. Me dio a leer algunos libros
que tenían ilustraciones espantosas… Al principio no podía ni abrirlos, pues era

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hacerlo y sentía la necesidad de lavarme las manos. Y cuando lo hice me avergoncé al
mirarme en el espejo… No obstante, poco a poco me hice a la idea de que acaso no
fuera tan malo leerlos y contemplar aquellas ilustraciones… Tenía sólo catorce años,
Léonie, y me pudo la curiosidad. Así que acabé abriéndolos tranquilamente y leyendo
lo que allí se decía… Ten por seguro que desde entonces no hace mi mente otra cosa
que luchar contra las consecuencias de aquellas lecturas.
»La verdad, Léonie, quedé maravillada… Sentí que no era mala por haber leído
aquellos libros, al contrario; sentí igualmente que no sólo no había perdido mi alma al
hacerlo, sino que la tenía más viva… Pero la verdad es que aquellos libros no habían
obrado en mí otro efecto que el pretendido por Rosina, que no era sino el de
prepararme para ser entregada a ellos, para que saciaran en mí su apetito de
atrocidades… Ya sabes… la misa negra y todo lo demás… Supongo que te
imaginarás lo que pasó… En efecto, fui iniciada como novicia de Satanás.
»Así ocurrió… Cuando Rosina consideró que ya estaba preparada, me llevó un
viernes por la noche a esa maldita casa que tanto tú como yo conocemos bien, a
nuestro pesar…
»Imagínate qué contenta me sentí cuando, entre las personas a las que fui
presentada por Rosina, vi a Botti, un hombre al que conocía desde muy pequeña pues
era el viejo médico de la familia… Se mostró conmigo tan educado y cariñoso como
siempre, y me condujo de la mano hasta esa habitación de la planta superior… ya
sabes cuál… Allí me habló mucho rato, y al final me instruyó acerca de lo que me
ocurriría, nada bueno, si los traicionaba. También extendió su amenaza a mi padre.
Luego me tomó juramento y bajamos con los demás… Y abrió la puerta de esa
capilla que es realmente la boca del infierno.
»No me pidas, Léonie, que te haga una descripción detallada de lo que siguió…
Compadécete de mí… La primera ponzoña me vino de los quemadores en donde
ardían las semillas que daban un humo negro; después fui envenenada aún más
mediante aquella caricatura de la crucifixión que hicieron; e imagínate cuán grotesco
era Botti con su birrete de cuernos de búfalo pintados de rojo… Y con aquellas
túnicas espantosas bordadas en la espalda con la vil imagen de Satanás. Todo eso no
podía por menos que golpear duramente cualquier atisbo de mi inteligencia. Pero
aquélla fue mi primera misa negra.
»Créeme, Léonie… Cuando Botti lanzó la hostia consagrada hacia el grupo de
hombres y de mujeres allí reunido, me sentí enferma, literalmente enferma… Rosina
tuvo que sacarme de allí, pues me desvanecí… Creo que temió que la impresión
sufrida me hiciera rechazarlos e ir a contar a mi padre y a los sacerdotes todo lo que
había visto… El caso fue que habló con Botti y le dijo que sería preferible aguardar
un tiempo, antes de consagrarme cono novicia de Satanás; que sería mejor esperar a
que me recuperase de la impresión y viera claramente que no podía tener miedo más
que de ellos.
»Te cuento, en resumen, que con posterioridad asistí a varias misas negras más,

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pero también te digo que no podía contemplar esa perversa ceremonia que hacen con
la hostia consagrada. Siempre cerraba los ojos llegado ese momento. Y bien Sabe
Dios que no me quedaba allí mucho más tiempo, y que me iba aunque pretendieran
retenerme, pues de haberlo intentado alguien férreamente, hombre o mujer, lo hubiese
matado… Nunca, desde que fui un poco más mayor, acudí a esa maldita casa sin
llevar conmigo un arma… ¿Me crees, verdad, Léonie?
Léonie alzó la mirada y clavó los ojos en su amiga.
—Nunca he creído a nadie como te creo a ti, Yolanda —dijo.
Léonie contempló el pálido rostro de la amiga, su entera dignidad, no obstante la
confesión que acababa de hacerle. Bajó los ojos de nuevo y se hizo un largo silencio.
—Pero hay algo —siguió diciendo Yolanda al cabo— que no te he contado,
Léonie… La verdad es que contraje un compromiso…
—¿Un compromiso?
—Sí, un compromiso para encontrar una salida a medias, aunque no por eso mi
pecado haya sido menor… No hace tantos meses que…
—Bien —la interrumpió Léonie, nerviosa—, ¿qué hiciste, Yolanda? ¿Qué pecado
no pudiste evitar? ¿Quieres decir que has seguido tratando con ellos todo este
tiempo?
—No sé qué vas a decir cuando te lo cuente —dijo Yolanda—, pero tienes que
saber que no di a Botti una sola hostia, aquélla de mi iniciación… Hace apenas unos
meses, y para que me dejasen en paz, acepté robar las hostias sin consagrar que había
en la catedral… Fui allí una noche, entré a hurtadillas en la sacristía y las robé para
dárselas a Botti.
—¿Qué puedo decirte, Yolanda? ¡Es terrible! ¡Es un acto repugnante!
—Tienes razón… Y no sé qué hacer… Al fin y al cabo, es un acto igual de
espantoso que robar del tabernáculo las hostias consagradas para la comunión de los
fieles.
Para sorpresa de Yolanda, sin embargo, no hizo Léonie el menor esfuerzo por
seguir afeándole su sacrilegio. Quedó en silencio largo rato, como si discutiese
consigo misma acerca de cualquier otro asunto.
—Yolanda, querida —dijo al fin—, cuenta conmigo en cualquier caso; tienes que
saber que haré contenta lo que sea para ayudarte… Estamos unidas en nuestro
enfrentamiento con las fuerzas del mal y no será tarea fácil llevarlo a término… Me
estremece pensar en lo que puede depararnos el futuro.
Entonces Léonie se dejó caer de rodillas, y comenzó a rezar pidiendo la fuerza
necesaria, y la sabiduría precisa, para enfrentarse a esos poderes que estaban más allá
de ambas, a esos poderes que las acechaban, ocultos en la oscuridad y la noche.

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Marie Belloc Lowndes
(1868 - 1947)

El viernes 31 de agosto de 1888, pasadas las tres y media de la madrugada, el


sargento Kerby de la policía metropolitana de Londres hallaba el cuerpo sin vida de
una joven prostituta llamada Mary Ann Nichols, conocida entre sus amigas y clientes
como «Polly» Nichols. El cadáver estaba a la entrada de un establo situado en una
callejuela llamada Buck’s Row (que todavía existe bajo el nombre de Durward
Street), muy cerca del London Hospital. Había sido estrangulada y su garganta
seccionada con un cuchillo muy afilado, hasta separarle casi por completo la cabeza
del tronco; solamente unas tiras de piel y de músculos impidieron que fuera
totalmente decapitada…
Así empezaron, al menos oficialmente, las andanzas criminales del psycho killer
más famoso de la historia, Jack el Destripador, quien también acabó con la vida de
otras cuatro mujeres, Annie Chapman (8 de septiembre de 1888), Elizabeth Stride,
Catherine Eddowes (ambas asesinadas el 30 de septiembre de 1888) y Mary Jane
Kelly (9 de noviembre de 1888), mujeres que, como Nichols, malvivían vendiendo su
cuerpo en las siniestras calles de Whitechapel, uno de los once barrios que conforman
el llamado East Side de la capital británica. Whitechapel, a finales del siglo XIX, era
un suburbio sucio y maloliente donde se hacinaban, en decrépitas viviendas o en
casas de caridad, toda suerte de desdichados —enfermos mentales, borrachos,
inválidos, mendigos, huérfanos, adolescentes que se prostituían para comer…—,
además de delincuentes de baja estofa y obreros castigados por el hambre, la
explotación infantil, las enfermedades y el trabajo inhumano sin derechos ni
descanso. Un lugar infernal que Jack London describió con todo lujo de detalles en su
extraordinario libro El pueblo del abismo (The People of the Abyss, 1903) —
publicado por Valdemar en su colección El Club Diógenes (2003)—, después de
disfrazarse de marinero sin trabajo y vivir durante varias semanas en el East Side,
frecuentando albergues públicos y compartiendo con los más pobres sus alimentos.
Ése era el mundo de Jack el Destripador.
Y el día en que El Destripador empezó a matar, nacía para la literatura Marie
Belloc Lowndes, escritora que alcanzaría la fama gracias a la ficción criminal, al
thriller concretamente y, en especial, a “El huésped” (The Lodger, 1911), un
perturbador relato de misterio alrededor de los espeluznantes crímenes de
Whitechapel y de su enigmático y escurridizo autor. Aparecido el mismo año en que
Bram Stoker publicaba La guarida del gusano blanco (Lair of the White Worm) y M.
R. James hacía lo propio con Más historias de fantasmas de un anticuario (More
Ghost Stories of an Antiquary) —junto a Algernon Blackwood, Elliot O’Donnell y

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Gaston Leroux, autores respectivamente de El centauro (The Centaur), The Sorcery
Club y El fantasma de la ópera (Le fantôme de l’Opéra)—, “El huésped” no era la
primera historia de ficción basada en las sangrientas andanzas de Jack el Destripador.
Margaret Harkness (1854— 1921), una reformista social preocupada por las
condiciones de vida en el East Side, se había adelantado en 1889 con In the Darkest
London. No obstante, el texto de Lowndes triunfó porque dejó a un lado cualquier
alusión a las tristes condiciones de vida de los vecinos de Whitechapel, acertando a
combinar una textura gótica añeja, propia de otros tiempos, y la modernidad narrativa
de un Arthur Conan Doyle —a quien la escritora admiraba, como tantos ingleses, por
su más célebre criatura: Sherlock Holmes—. Y, sobre todo, le supo dar a El
Destripador un doble motivo, tremendamente melodramático, para cometer sus
horribles fechorías: la venganza y la locura.
Originariamente, “El huésped” fue un cuento de 11.000 palabras publicado en la
revista estadounidense McClure’s Magazine (vol. 36, nº 3). Más tarde, ya en Gran
Bretaña, se transformó en una novela de 80.000 palabras de éxito arrollador, sentando
cátedra para futuras ficciones literarias y cinematográficas alrededor del psicópata de
Whitechapel, creando una mitología, una iconografía. De ahí que “El huésped” haya
sido una importante fuente de inspiración para cineastas tan viscerales como Alfred
Hitchcock —El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927)— y John Brahm —Jack el
destripador (The Lodger, 1944)—, e incluso para Robert S. Baker y Monty Berman
—Jack the Ripper (1958)— y Bob Clark —Asesinato por decreto (Murder by
Decree, 1979)—, o para novelistas como Robert Bloch —“Suyo afectísimo, Jack el
Destripador” (Yours Truly, Jack the Ripper, 1943)—, Ellery Queen (Daniel Nathan y
Manford Lepofsky) —“Estudio en terror” (Study in Terror, 1966)— o Vincent
McConnor —“Las libertinas de Whitechapel” (The Whitechapel Wantons, 1976)—.
Resulta curioso pensar que todo surgió escuchando una conversación ajena, tal y
como Marie apuntó en su diario: «… un hombre que no conocía, durante una cena a
la que me invitaron, le explicaba a una mujer sentada a su lado que su madre había
tenido a su servicio un matrimonio, él mayordomo y ella cocinera, quienes ahora
tenían huéspedes en su casa. Pues bien, estaban convencidos, según le explicaron a su
antigua patrona, de que uno de ellos era el mismísimo Jack el Destripador».
Como ha sucedido tantas veces en la historia de la literatura, “El huésped” eclipsó
el resto de la obra de Marie Belloc Lowndes —cuyo verdadero nombre era Marie
Adelaide Belloc—, obra integrada por más de cuarenta novelas de signo dispar, desde
dramas de ideología feminista —Barbara Rebell (1905)— hasta thrillers - Thou Shalt
No Kill (1927), Lizzie Borden (1940)—. Nacida en la pequeña población francesa de
Celles St. Cloud, cerca de París, su padre fue Louis Belloc, un abogado de éxito, y su
madre, Elizabeth «Bessie» Rayner Parkes, una activa sufragista nieta de Joseph
Priestley (1733-1804), químico angloamericano descubridor de gases como el
amoníaco, el ácido clorhídrico y el oxígeno, aparte de activo abolicionista y
apasionado defensor de los principios de la Revolución Francesa. Las ideas

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progresistas que marcaron su formación cultural llevaron a Marie, años más tarde, a
participar en la fundación de la Women Writers Suffrage League y a interesarse,
principalmente, «por las relaciones entre hombres y mujeres a todos los niveles y,
sobre todo, en lo tocante al asesinato…» Su actividad profesional como escritora
comienza pronto, a los 16 años, cuando vende su primer cuento en 1884, con su
familia establecida definitivamente en Inglaterra. En 1890 empieza a colaborar
regularmente en la revista literaria Review of Reviews y en otras publicaciones
similares como especialista en literatura francesa —es célebre su entrevista, en 1895,
a Julio Verne para The Strand—. Su amistad con Henry James y el matrimonio Wilde,
Constance y Oscar, y su pasión por la ficción, acaban por desplazar su carrera
ensayística; pasión que logra su espaldarazo definitivo a raíz de su matrimonio con el
sub-editor de The Times, Frederic Sawrey Lowndes.
“La mujer del purgatorio” (The Woman from Purgatory), cuya publicación
original ha sido imposible determinar —su primera edición está integrada en la
antología Studies in Love and Terror (Books for Libraries, Pennsylvania, 1970), junto
a “Price of Admiralty”, “The Child”, “St. Catherine’s Eve”, “The Woman” y “Why
They Married”—, posee ciertas peculiaridades que lo sitúan más allá de las
convenciones de la ghoststory. “La mujer del purgatorio” despliega un rampante
moralismo de honda raíz cristiana —Marie Belloc Lowndes era una ferviente
católica, casi una excentricidad en un país de mayoría protestante como Gran Bretaña
— en torno a cuestiones como el adulterio, las relaciones maritales, los términos en
que debe establecerse la fidelidad conyugal, la amistad entre mujeres o entre hombres
y mujeres e, incluso, la fe. La huidiza intervención de lo sobrenatural —¿o acaso es
simplemente una fantasía de la protagonista?— a través del espectro de la amiga
adúltera que se suicidó tras abandonar a su esposo por otro hombre, no es más que
una presencia que aconseja, predice, advierte, de los peligros que entraña seguir la
misma senda de vicio. Con todo, si bien la ideología de “La mujer del purgatorio”
puede disgustarnos, la destreza estilística de su autora para crear un clima, una textura
de inquietud, dejando constancia al mismo tiempo de la mentalidad de una época, de
una sociedad, puede ayudarnos a apreciar el relato en lo que vale.

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LA MUJER DEL PURGATORIO
… dirás no a la muerte, esa amiga; dirás no a la muerte,
mas, en el sendero que como mortales hollamos,
seguiremos adelante, daremos unos pasos más
en busca del final.
Y así, cuando hayas tomado el último recodo,
volverás a encontrarte cara a cara con ella,
tu amiga, tu querida y gentil muerte.

Mrs. Barlow, la más bella y elegante entre las jóvenes esposas de Summerfield, se
dirigía al templo católico. Iba a consultar con el viejo sacerdote acerca de sus
problemas con una sirvienta cuyo comportamiento en nada le placía. Agnes Barlow
era, además de inteligente y bella, una mujer feliz.
Los más tontos, generalmente, suelen decir a modo de sentencia esa tontería
según la cual «si eres bueno serás feliz, pero no disfrutarás de la vida». Quien es
inteligente, sin embargo, va comprendiendo poco a poco, y a lo largo de toda una
vida, que la bondad va siempre acompañada de la felicidad, con lo cual se acaba
disfrutando realmente de la vida.
Así era, en suma, Agnes Barlow; una mujer feliz en su aún joven vida. Sus
buenos padres la criaron en una de las casas más nuevas y excelentes de la antañona
villa de Summerfield, a unas quince millas de distancia de Londres. Allí había
nacido; allí habían transcurrido sus deliciosos años de infancia, en la escuela del
convento de la colina; allí había ido creciendo alegre y feliz hasta convertirse en una
muchacha excepcionalmente hermosa; y allí, finalmente —y nada más lógico que tal
fuera su final—, había conocido al muy distinguido, inteligente y fascinante abogado
Frank Barlow.
Frank y ella se comprometieron muy pronto, por lo que todas las demás jóvenes
envidiaron a Agnes, y no mucho después contrajeron matrimonio en una de las
ceremonias más felices que se recuerdan en la villa; el suyo fue, pues, uno de los
matrimonios en los que era más evidente el amor que se puedan profesar un hombre y
una mujer. Vivían en una encantadora casita llamada The Haven[37], progenitores
muy orgullosos de un pequeño llamado Francis, como su padre, que nunca les daba
los quebraderos de cabeza que suelen dar los niños a muchos padres, pues se criaba
sano.
Mas, inopinadamente, comenzaron a suceder cosas extrañas —no de manera
frecuente, sin embargo, pero sí con cierta reiteración—, lo que no dejaba de resultar
extraño en aquel ambiente delicioso, en el feliz mundo de la familia… En todo eso

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pensaba Agnes Barlow aquella hermosa tarde de mayo, cuando se dirigía a la iglesia;
es más, también pensaba la bella y feliz dama, si bien de manera menos grata, incluso
turbadora, en otra mujer, una buena amiga que no era tan feliz, ni acaso tan buena,
como ella.
Pensaba en Teresa Maído, una bonita muchacha medio española, que había sido
su compañera de estudios en la escuela del convento de la colina.
¡Pobre Teresa, tan débil y desdichada! Sólo diez años atrás había hecho algo tan
extraordinario, tan pavoroso e insólito, que Agnes Barlow no podía dejar de pensar en
ello con cierta frecuencia. Teresa Maído se había escapado entonces de su casa y de
su marido para huir con un hombre casado.
Teresa y Agnes eran de la misma edad; habían recibido una educación idéntica y
eran bellísimas, si bien distintas, cada una con sus características; para mayores
coincidencias, habían contraído matrimonio el mismo día del mismo mes.
¡Pero qué diferentes fueron sus vidas y destinos a partir de aquel día!
Teresa descubrió un mal día que su esposo bebía. No obstante, como le amaba,
pensó que todo pasaría, que su matrimonio estaba a salvo, gracias precisamente al
amor que le profesaba. Por desgracia, las cosas no sólo no cambiaron, sino que fueron
a peor, llenando de amargura el corazón de la joven esposa. Él no paraba de beber.
Las cotillas de Summerfield murmuraban por las calles de la villa, y sacudían
burlonas sus cabezas cuando Teresa Maído pasaba ante ellas.
Los hombres, por su parte, lamentaban que aquello supusiera sufrimiento para tan
adorable dama, una mujer bendecida por lo que desde antiguo se dice en los pueblos
que es la mirada del Altísimo. Para muchos se convirtió en propósito inexcusable
consolar a la bella dama de la desgracia de haberse casado con un hombre tan infame
como lo era Maído. Las cosas llegaron a un punto que Frank Barlow instó a Agnes a
rechazar las invitaciones de Teresa y, aun con mucho dolor, lo aceptó ella de buen
grado pues sabía que a Frank le asistía la razón. En consecuencia, ya no podría
disfrutar de la compañía de Teresa, ni visitarla en su casa como hasta entonces.
Un atardecer sucedió algo especialmente significativo y doloroso. Una cosa en la
que no podía dejar de pensar Agnes, no obstante el tiempo transcurrido, cada vez que
estaba a solas.
Unos tres días antes de que Teresa hiciera lo que hizo, aquella locura de huir con
un hombre casado, mandó un recado a Agnes Barlow, diciéndole que necesitaba
hablar con ella.
Teresa, la que ya no era bienvenida, acudió después a visitar a Agnes y hablaron
largamente, como lo habían hecho siempre antes; Agnes estaba muy contenta de
poder hablar de nuevo con la que había sido su mejor amiga, aunque le preocupaba la
posibilidad de que alguien la hubiese visto llegar a su casa.
Cuando ya se iba Teresa (felizmente, unos minutos antes de que Frank regresara
de la ciudad), Agnes salió a despedirla hasta la puerta de The Haven, y Teresa, con
gesto atribulado, le dijo de súbito:

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—La verdad es que vine para contarte algo, pero como te veo tan feliz, prefiero
no hacerlo, Agnes, no me es nada grato darte malas nuevas… ¡No sabes cuán
desgraciada soy, no sabes lo mal que me siento! Pero no puedo contártelo… No
obstante, Agnes, pase lo que pase, sé condescendiente conmigo y apiádate… Sólo te
pido que me comprendas.
Entonces resultó dolorosamente claro para Agnes Barlow que Teresa Maído había
ido a verla con la intención de comunicarle algo muy grave, cual lo era lo que poco
después sabría todo el mundo, aquella maldad diabólica cometida por la que siempre
fue su mejor amiga, la dulce Teresa. Muchas veces se preguntó la bella y devota
Agnes si no hubiese podido hacer algo para disuadirla, de haberle contado ella lo que
pretendía; quizá, sin más, evitar que se hundiera en el légamo de la perdición.
Pero no. Agnes creía no poder reprocharse nada. ¿Cómo evitar que una mujer
deje a su marido para irse con otro hombre, cuando ya ha tomado la decisión de
hacerlo?
Agnes, por lo demás, pensaba en aquellos pecadores, su amiga y el hombre con el
que se fugó, con una mezcla de rechazo, curiosidad y fascinación. Contaban en la
villa que habían huido a París y que Teresa vivía allí muy contenta, disfrutando de
una estancia pródiga y excitante.
Agnes se maravillaba de que una mujer como Teresa, joven, bella y casada, y con
muy sólidas creencias, pudiera deslizarse por la senda del vicio y disfrutarlo… Y a la
vez, no dejaba de parecerle irritante e injusto que no pudiera Teresa, por ello, gozar
de la vida apacible y de los deberes de una joven esposa, algo tan importante en la
existencia de Agnes. Nunca más podría intercambiar con ella recetas de cocina… Y
era precisamente sobre algo relacionado con la cocina, sobre la cocinera recién
tomada por Agnes, que deseaba consultar al padre Ferguson, ya que él mismo le
había recomendado que la admitiese, aun tratándose de una irlandesa tozuda e
impertinente que siempre hacía lo que le venía en gana y se negaba a lucir la cofia en
la cabeza.
Mas, no obstante lamentar que Teresa no pudiese disfrutar ya más de los sencillos
placeres domésticos, tampoco podía dejar de asombrar a Agnes que quien había
pecado viviera, lejos de todo castigo, una vida de lujos, en magníficos hoteles,
trasladándose en automóviles y visitando las tiendas más caras, o acudiendo a los
teatros y a los espectáculos musicales cada noche.
Al cabo, sin embargo, consiguió quitarse de la mente a Teresa Maldo, al menos en
buena medida. Sabía que no era sano pensar en ciertas gentes, y en las cosas que
hacen.
Aquellos con los que se cruzaba de camino a la iglesia la saludaban y sonreían,
pero nadie la detuvo para conversar, ni para comunicarle nada. Caminaba rauda, pues
iba por el camino más largo, que también era el más bonito. Y por no pasar ante la
casa en la que había vivido quien fuera su mejor amiga.
Entonces le salió al paso, desde su casa, un buen amigo llamado Ferrier. Era un

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hombre alto y apuesto, además de inteligente y vivaz. Vestía un traje azul de fina
lana, de muy buen corte, y aunque aún era primavera se tocaba ya con un sombrero
de paja.
Agnes le devolvió sonriente el saludo. Era, como ya se ha dicho, una mujer afable
y feliz, por lo que siempre lucía una sonrisa encantadora. Pero una mujer tan hermosa
como ella no podía por menos que ser tentada en innumerables ocasiones, no obstante
conocer todo el mundo que estaba felizmente casada, que era madre de gran
abnegación y que procedía de una familia respetabilísima. Aquel hombre apuesto se
dirigía a ella lentamente, con su enorme porte, sonriente y adulón. Lo cierto es que
jugaba un papel de cierta importancia en la vida de Agnes, siquiera fuese por los
requiebros y galanterías que le dedicaba siempre, como si no aspirase más que a
contraer méritos a sus ojos.
Agnes sabía muy bien, en cualquier caso, pues incluso la mujer con menos
imaginación sabe que hay que proceder siempre con gran cautela en estas situaciones,
que si no se comportaba con la compostura y modestia necesarias, lo propio de una
dama de probada dignidad y respeto, no sólo correrían habladurías por ahí, sino que
alentaría las esperanzas de aquel hombre joven y apuesto que, desde luego, aspiraba a
seducirla. Él, aunque sabía que Agnes no era presa fácil, por lo que nunca se
mostraba franco en su flirteo, ni la requería en amores abiertamente, no cejaba en su
afán de cubrirla de alabanzas. Ella, simplemente, le trataba como un amigo con el que
conversaba ocasionalmente, sin que ello desmereciese de su plácida existencia
matrimonial, sin que la vida en apariencia un tanto turbulenta del joven caballero
pudiera afectarla.
Mr. Ferrier se quitó el sombrero al llegar a su altura. Sonrió mirando fijamente los
azules ojos de Agnes… Aquellos ojos tan puros y tan bellos… Unos ojos de un azul
así de profundo como exquisito, sin maldad, inocentes como los ojos de los niños.
—Aguardaba que pasara —dijo él—, pues tenía el pálpito de que la vería hoy…
Así que me he olvidado de mis tareas, ya ve, por esperarla —su voz, sin embargo,
parecía traslucir cierta dubitación, extraña en él.
Agnes tenía interés en el trabajo de Ferrier, que no era sólo un escritor, el único
que conocía… También era un poeta. Había hecho mucha ilusión a Agnes que Ferrier
le regalase sólo dos meses atrás, cuando se conocieron, un libro de versos en el que le
puso esta dedicatoria: De G. G. F. a A. M. B.
Mr. Ferrier decía poseer un bonito estudio, un ático, en Chelsea, ese extraño y
remoto confín de Londres donde viven los artistas, lejos de las zonas de la ciudad
llenas de tiendas y de teatros, que eran precisamente las que mejor conocía Agnes de
sus visitas a la City. Pasaba el verano, sin embargo, en la campiña; sus veranos
comenzaban en realidad el primero de mayo, para concluir el primero de octubre, y
siempre permanecía dos meses en Summerfield, muy cerca de The Haven, residencia
en la que era bien recibido.
Solían verse por ello frecuentemente en esos dos meses, cuando Summerfield es

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un auténtico edén. Si estaban solos, Agnes no paraba de hablar de Frank, pero no
tontamente, por nada, sino para referirse siempre al amor que se tenían y a la
felicidad que los embargaba.
¡Qué fácil es mantener una amistad semejante entre un hombre y una mujer,
siempre y cuando ella decida que no han de traspasarse ciertos límites! Y qué triste le
resultaba a Agnes pensar que Teresa Maído había permitido que un hombre los
cruzara… Más aún, hallándose aquel hombre separado de su mujer, pero no
divorciado… ¡Qué gran diferencia entre lo que hacía ella y el proceder de Teresa!
Bien segura estaba Agnes de que, si Mr. Ferrier hubiese estado casado, aun separado
de su esposa, jamás habría consentido en aquella amistad que mantenían.
Mr. Ferrier —a Agnes nunca se le hubiera pasado por la cabeza llamarlo por su
nombre, Gerald, aunque él se lo pidió en una ocasión— tenía en las manos un
periódico vespertino.
—La verdad es que había considerado la posibilidad de ir a The Haven —dijo—
para mostrarle estos versos míos que han publicado en el periódico… ¿Prefiere que se
lo lleve más tarde, o le hago entrega del periódico ahora, para que los tenga consigo
sin más demora? En cualquier caso, ¿podría visitarla mañana, sobre las cuatro de la
tarde?
—De acuerdo, visíteme mañana a las cuatro, y deme ahora el periódico, se lo
ruego.
Siguió Agnes su camino, ahora más despacio, mientras Ferrier, con las manos a la
espalda, andaba a su lado. Agnes no pudo resistir la placentera tentación de echar un
vistazo a la página donde iban los poemas, para lo que abrió el periódico a fin de leer
de pasada algunos versos.
Leyó entero un poema titulado Mi Señora de las nieves; un poema muy sentido
que hablaba de la belleza, si bien en términos un tanto plúmbeos. Aquellos versos
aludían a una dama a la que el poeta amaba desesperadamente, pero aún con mayor y
más cierto respeto.
No pudo evitar ruborizarse. «No debo leer más, pues voy a la iglesia», se dijo
bastante turbada.
—Buenas tardes, Mr. Ferrier… Mañana le devolveré su periódico, me gustaría
mostrarle sus poemas a Frank; hoy no ha podido ir al bufete, pues no se encuentra
bien, y seguro que le apetece mucho echar un vistazo al periódico.
Mr. Ferrier levantó su sombrero para despedirla, con un gran aire de tristeza, y
volvió a su casa. Mientras Agnes se alejaba, sentía él una gran desazón. Temía que su
buena amiga no hubiese apreciado el poema, como había supuesto que lo haría.
Cuando entró en aquella iglesia, en cuya construcción habían colaborado
decididamente sus padres, se arrodilló Agnes para rezar unas oraciones. Luego se
levantó para dirigirse a la sacristía, donde esperaba reunirse con el padre Ferguson.
Agnes Barlow conocía al anciano sacerdote desde siempre. Él fue quien le dio las
aguas bautismales; fue además capellán de la escuela del convento durante el tiempo

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en que ella cursó estudios; y desde hacía años era el párroco de Summerfield.
Sin embargo, Agnes no se sentía tan confiada con el padre Ferguson como podía
estarlo con otro sacerdote al que conociera menos; no obstante, el padre Ferguson
siempre era amable y cariñoso con ella. Cuando la vio entrar en la sacristía sonrió
abiertamente.
—¿Y bien? ¿Qué se te ofrece, Agnes, pequeña? —preguntó el sacerdote.
Agnes dejó caer el periódico en una silla. Y para su sorpresa, el padre Ferguson lo
tomó y le echó un vistazo.
Era un hombre muy sagaz; a veces le parecía que Summerfield era un lugar
extraño, más complicado de lo que parecía, aun a despecho de la tranquilidad que se
respiraba allí, una tranquilidad muy provinciana.
Acaso por ello le gustaba enterarse de las noticias del gran mundo, aunque éstas,
tantas veces, lo llenaban de pena, cuando no de indignación. En aquella ocasión, por
ejemplo, no pudo disimular el gesto de amargura y de dolor que lo embargó al poco
de que empezara a leer algo.
—¿Qué ocurre, padre? —le preguntó Agnes Barlow, extrañamente alterada—.
¿Ha ocurrido algo grave, padre Ferguson?
El anciano sacerdote señalaba con dedo tembloroso una noticia. El titular decía lo
siguiente: Suicidio de una dama en Dover. Agnes leyó la noticia, una lectura que la
dejó sumida en una tristeza infinita.
Teresa Maído, a la que tan poco antes había imaginado llevando una vida de lujos
y placeres junto a su amante, se había suicidado. Se había tirado por una ventana del
hotel de Dover, muriendo en el acto.
Agnes seguía leyendo la noticia, horrorizada. A sus veintiséis años era la primera
vez que tenía la sensación de ver la muerte de cerca, no obstante lo muy lejos de sí
que la supusiera hasta ese preciso instante. Todas sus compañeras de estudios vivían
felices. Todas, menos la pobre Teresa, la pecadora Teresa, que además había muerto
por su propia mano.
El anciano padre Ferguson tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Pobre infeliz! —exclamó entre sollozos, con la voz quebrada—. ¡Pobre y
desgraciada Teresa! Nunca imaginé que pudiera morir de forma tan espantosa.
Agnes apenas podía articular una palabra. Ciertamente, Teresa había sido una
mujer desgraciada y era digna de piedad; pero también fue muy débil; y acababa de
pagar el precio de su debilidad suicidándose.
—Tres o cuatro días antes de marcharse —comenzó a decir el sacerdote tras
aquella larga pausa—, vino a verme. Hice cuanto me fue posible por detenerla, pero
en vano… Había dado su palabra a ese hombre…
—¿Que le había dado su palabra? —se extrañó Agnes.
—Sí —dijo el padre Ferguson—; había dado su palabra a ese hombre malvado…
La pobre estaba convencida de que si no se iba con él, la mataría… Le rogué que
hablase con otras mujeres, con vosotras, mujeres virtuosas y dignas, que podríais

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comprenderla y prestarle ayuda… Pero supongo que sus temores eran mucho más
fuertes que cualquier consejo que yo pudiera darle.
Agnes lo miraba con los ojos llenos de angustia.
—Yo la quería de todo corazón —siguió diciendo el sacerdote—. Era una mujer
generosa, una criatura desvalida… Y te quería mucho, Agnes, mucho…
Agnes sintió que se le hacía un nudo en la garganta. El padre Ferguson decía la
verdad. Teresa fue siempre generosa y desvalida; y realmente la quería mucho…
Agnes comenzó a preguntarse si hubiese podido hacer algo más por ella; incluso
comenzó a sentir un fuerte cargo de conciencia, suponiendo que quizá no había
sabido hablar a su amiga con las palabras precisas y necesarias para responder a
aquellas palabras nerviosas y atropelladas con que Teresa le habló la última vez que
se vieron.
—Lo que más me duele, padre Ferguson —dijo al cabo—, lo que más me duele y
aterroriza es que ni siquiera podamos rezar por su alma.
—¿Cómo que no podemos rezar por su alma? —dijo vehemente el anciano
sacerdote—. ¿Cómo no vamos a poder rezar siquiera por el alma de esa pobre
criatura? Te aseguro que yo rezaré por su alma todos los días, de hoy en adelante.
—¿Y cómo podrá hacerlo, si se ha suicidado?
El padre Ferguson la miró sorprendido.
—¿Es que acaso dudas de la misericordia de Dios? ¿Cómo sabemos que Teresa
no hizo acto de contrición en los últimos instantes de su vida? —y musitó algo que
parecía un poema; algo que Agnes no alcanzó a oír bien. Y una vez más, volvió a
sentir hacia el padre Ferguson aquel atisbo de rebeldía que tantas veces la
sobresaltaba, aquel desagrado que a menudo sentía al hablar con él.
Por supuesto que, como decía el padre Ferguson, Teresa quizá tuvo tiempo de
hacer un acto de contrición… Pero todo el mundo sabe que el suicidio es un pecado
mortal. Agnes se decía que, de ocurrírsele a ella hacer alguna vez eso, merecería el
infierno. No obstante, y a pesar de sus ocultos sentimientos, nunca osaba contradecir
al sacerdote, ni desobedecerle, así que lo siguió hasta la iglesia y juntos se
arrodillaron para rezar por el alma de la pobre Teresa Maído. Cada uno, sin embargo,
hizo una oración diferente.
Cuando regresaba Agnes a su casa, caminando despacio y abatida, ahora por el
camino más corto, pensaba en aquellos versos que pensaba pudo recitar el padre
Ferguson. Unos versos de los que, no obstante, no podía estar segura, pues no le oyó
bien. Pero no, no podían ser esos que dicen:

Entre la ventana y la tierra,


pidió compasión y compasión recibió.

No, no podía ser; Agnes estaba segura de que el sacerdote no había dicho la
palabra ventana, aunque por otra parte creía que era la única palabra que le había

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oído pronunciar claramente. Y tampoco estaba segura de que hubiese dicho pidió
compasión y recibió compasión, sino, acaso, sólo pidió compasión… Todo era muy
extraño. Pero es que el propio padre Ferguson le resultaba muy extraño en ocasiones.
Aunque era verdad que gustaba de recitar versos en sus sermones; versos que, en
tantas ocasiones, nadie conocía.
De repente se dio cuenta de que, con el anonadamiento producido por la noticia,
se había olvidado el periódico de Mr. Ferrier en la sacristía. Y le disgustó
profundamente la posibilidad de que el padre Ferguson leyera aquel bonito poema
titulado Mi Señora de las nieves. ¡Y también había olvidado hablarle de la
impertinente cocinera irlandesa!

II

De nuevo nos encontramos a Agnes Barlow caminando por Summerfield, pero


esta vez por el feo sendero entre matojos que arranca desde la parte trasera de The
Haven y llega a la estación de tren. Estamos en noviembre; la pesada calma de la
tarde parece anidar sobre la tierra mustia a cada lado del sendero por el que camina
Agnes.
Hace seis meses que se suicidó Teresa Maído, pero ya nadie habla de ella; nadie
parece recordarla siquiera, salvo el padre Ferguson.
La propia Agnes sólo se acordaba de la pobre Teresa cuando hacía sus oraciones,
pues vivía rodeada de felicidad y con los pensamientos ocupados en muchas otras
cosas diferentes. Aunque rezara por ella, el recuerdo que de Teresa tenía Agnes iba
debilitándose día a día.
Algo extraño, inopinado e imprevisto, además de terrible y desde luego
sorprendente, le ocurrió poco después a Agnes Barlow. Fue como si el tejado de su
casa se hundiera de repente un mal día, atrapándola, causándole heridas que la
dejaran ciega y mutilada.
Todo ocurrió en un segundo; desde entonces no la dejaría el dolor ni un solo
instante.
Fue justo después de que llegara a casa desde Westgate con el pequeño Francis.
El niño había enfermado por primera vez desde que naciese y la madre se lo llevó
junto al mar durante seis semanas.
El verano fue malo, parecía haberse tornado en invierno, y llovió como sólo
llueve junto al mar; por ello decidió Agnes regresar antes de lo previsto a su amoroso
nido casero; una semana antes, cuando Frank aún no la esperaba.
Agnes actuaba así en ocasiones, llevada de un impulso repentino; aquella vez lo
hizo al amanecer un día especialmente oscuro y lluvioso.
El telegrama que envió a su esposo, sin embargo, estaba sin abrir sobre la mesa
del vestíbulo de The Haven. Aparentemente, Frank había pasado la noche en la

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ciudad; nada que sorprendiese a Agnes, aunque sí la entristeció porque ansiaba la
bienvenida de su esposo, ansiaba darle aquella feliz sorpresa de su regreso adelantado
junto a Francis. Bueno, en cualquier caso Frank quedaría gratamente sorprendido al
verlos allí cuando llegase en breve.
Como no tenía nada mejor que hacer aquella tarde de su regreso, Agnes se puso a
sacar del armario la ropa de su marido para llevarla después a la lavandería. Buena
ama de casa como lo era, no estaba dispuesta a dejarse una sola prenda, ni siquiera las
que usaba Frank para jugar al cricket… Pero, para su mayor sorpresa, en una de
aquellas prendas encontró tres cartas; eran en realidad tres sobres que parecían
contener sus correspondientes invitaciones, y como Frank era muy popular entre las
damas de Summerfield, y entre las damas todas, realmente, Agnes no pudo reprimir
la tentación de extraer de los sobres lo que suponía unas invitaciones, llevada de un
oscuro presentimiento en el que sin embargo no quería consentir, diciéndose que
probablemente se trataría de asuntos de tipo profesional.
Pero de golpe supo Agnes todo lo que había pasado, y cuán terrible es descubrir
la realidad en la misma casa de tu mayor dicha; cuán terrible es comprobar cómo se
desvanecen súbitamente los sueños, golpeados por esa dura realidad. Las tres
aparentes invitaciones estaban escritas con la misma letra de mujer y firmadas por
una tal Janey; y en cada una de ellas se pedía a Frank, en términos muy amorosos y
zalameros, el envío urgente de una cierta cantidad de dinero.
Aun ahora, transcurridos otros seis meses desde aquello, Agnes seguía sin poder
recuperarse del dolor, del sentimiento frío y enfermizo que la embargase entonces; un
sentimiento más de miedo y angustia que de rabia, sin embargo; lo propio de quien se
siente profundamente humillado.
Aquel día en que descubrió la traición de su esposo, Agnes cerró violentamente el
armario y se puso a buscar con ahínco por toda la casa más cartas y hasta facturas,
algo que sabía deshonroso pero que no podía evitar. Encontró, en efecto, facturas de
restaurantes como el Savoy, el Carlton y el Prince’s, lugares donde era evidente que
su marido y la amante que se había echado comían y cenaban con más que alguna
frecuencia mientras ella estaba de vacaciones con el hijo de ambos. Halló igualmente
unas cuantas notas más de la tal Janey, escritas todas en un tono lisonjero. Eran los
mismos restaurantes a los que iba ella junto a Frank tres o cuatro veces al año, y en
los que disfrutaba riendo y hablando con él. No podía comprender cómo había
cometido Frank la desfachatez de llevar a una amante a los mismos sitios a los que
acudía con ella, y hacerlo además tantas veces en el corto espacio de tiempo que el
niño y ella estuvieron de vacaciones, pues las facturas eran muy numerosas.
En aquellas notas descubrió que Frank había conocido a la tal Janey, Janey
Cartwright, por algo relacionado con su bufete profesional; en concreto, por un
asunto relacionado, sarcásticamente, con otro hombre. Una de aquellas cartas
comenzaba diciendo así: Querido Mr. Barlow, le pido perdón por escribirle a su
domicilio particular (etcétera, etcétera).

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Los diez días que siguieron a su terrible descubrimiento los pasó Agnes con el
alma y el corazón encogidos. Frank, además, pareció realmente molesto por su
regreso, si bien pretendía demostrar lo contrario; creyó verlo en sus ojos; le pareció
que las miradas que le dirigía su marido eran miserables, las propias de un traidor, de
un cobarde.
A veces, impostando el tono, Frank le preguntaba si se sentía mal, si estaba
enferma. Ella respondía diciéndole que sí, que no se encontraba nada bien, que la
estancia junto al mar no le había resultado grata por culpa del mal tiempo.
Al cabo de aquellos diez días terribles, Gerald Ferrier regresó a Summerfield, y
Frank y ella lo invitaron a cenar en The Haven. Gerald Ferrier se dio cuenta de que
algo no iba bien, por lo que redobló sus esfuerzos por parecer simpático y encantador
a los ojos de Agnes. Luego, cuando su anfitrión le acompañó a la puerta para
despedirlo, dijo a Frank —y Agnes lo pudo oír con claridad desde la ventana—:
—Tengo la impresión de que Mrs. Barlow no se encuentra bien… ¿Qué le parece
si la invito a acompañarme en algún paseo por Londres y luego a almorzar?
Frank asintió encantado.
Agnes iría varias veces a Londres, y Ferrier hizo denodados esfuerzos por
levantarle el ánimo.
Como consecuencia de aquello, la relación entre ambos fue estrechándose poco a
poco, no obstante lo cual en ningún momento confesó Agnes a Ferrier el motivo de
su desazón, qué había hecho de ella una mujer doliente, qué había acabado con su
alegre juventud de esposa abnegada. Él, por supuesto, trataba de averiguarlo.
Frank comenzó entonces a sospechar que ella sabía de su infidelidad, y lejos de
pretender la superación del trance pasaba cada vez menos tiempo en el hogar, que se
le antojaba día a día más incómodo. Partía por las mañanas una hora antes de lo que
solía hasta entonces, y luego, bajo cualquier pretexto, aludiendo siempre a
obligaciones profesionales, decía quedarse en su despacho hasta muy tarde.
Regresaba cuando ya había cenado, lo que, bien lo sabía Agnes, hacía todas las
noches con Janey.
No tardó mucho Agnes, por todo ello, en establecer comparaciones entre los dos
hombres. Entre el esposo, al que tan apasionadamente había amado, y el que tan
cruelmente le había roto el corazón, y el amigo a quien iba conociendo más y más; el
que, lejos de toda hipocresía, se mostraba galante y cariñoso con ella, además de muy
comprensivo; el que parecía vivir enteramente entregado a ella; y el que en todo el
tiempo que siguieron viéndose varias veces a la semana jamás le confesó, empero, su
amor, ni trató de apartarla de Frank.
En efecto, Gerald Ferrier era noble. Y Frank Barlow cada vez aparecía más
innoble a ojos de su esposa. Así que ella se preguntaba varias veces al día, con labios
temblorosos, por qué no podía estar con un hombre tan noble como Gerald, en vez de
verse obligada a vivir junto a quien había defraudado todas sus expectativas y su
mayor confianza. Pero se decía que el único remedio posible era la resignación. Y un

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día, una semana antes de que la encontráramos caminando hacia la estación de
Summerfield, sin embargo, a la pobre Agnes se le cayó al fin la venda de los ojos,
pues descubrió que la nobleza de Ferrier no era tal.
Habían paseado juntos por Battersea Park y, tras uno de esos largos silencios que
hacen más profunda la intimidad entre un hombre y una mujer, él le pidió que fuesen
a su casa para tomar el té.
Ella negó con la cabeza, sin decir palabra pero sonriendo. Y entonces Ferrier se
abalanzó sobre ella impetuoso y torrencial, diciéndole ardientes palabras de amor,
palabras de angustia amorosa y ruego. Agnes se sintió a la vez atemorizada y
fascinada, además de halagada.
Pero ahí no paró todo.
Sorprendiéndose ante la aceptación que hacía de los requerimientos del hombre,
algo que su código moral, tan estricto, tenía que rechazar por fuerza, logró reponerse
Agnes del encantamiento, en cualquier caso, y se negó a acompañarlo, ahora de viva
voz, afeándole su comportamiento, si bien en términos amables. Aquélla fue su
primera pelea.
—Si vuelves a hablarme así, no te veré más —le dijo ella.
Pero él se mostró una vez más ardiente y torrencial, aunque dolido.
—Pues quizá sea mejor que no volvamos a vernos… Después de todo, soy un
hombre, ¡caramba!
Se enemistaron. Mas aquella misma noche Ferrier escribió a Agnes una carta
llena de sentimiento en la que pedía su perdón, añadiendo que para hacerlo se ponía
de rodillas ante ella, pues lamentaba profundamente todo lo que le había dicho.
Aquella carta ablandó el corazón de Agnes. No podía olvidarse ni un momento, por
otra parte, de la traición de Frank, lo que le hacía considerar la posibilidad de que
acaso, ante su negativa, Ferrier se sintiera tan dolido como ella misma lo estaba.
Entonces, por primera vez, comenzó a considerar Agnes seriamente la posibilidad
de entregarse a aquel hombre que la amaba; así, de paso, vengaría también la traición
cometida por Frank, hiriendo su honor como él había destrozado el suyo.
Y comenzó a darse en ella un combate interior, que al cabo se decantó a favor del
amador poeta, pues ella misma se sentía también imbuida del espíritu de la poesía.
Al día siguiente de su primera pelea, y de que recibiera ella la carta de Ferrier
solicitando su perdón, Gerald Ferrier cayó enfermo. Pero no lo suficiente como para
dejar de escribir. Cuatro días después, y cuando aún no se había repuesto del todo,
sabedor de que Agnes tenía que sentirse mal por fuerza, volvió a escribir una carta a
su amada para contarle una deliciosa visión que le había sido dado gozar, en la que
todo lo llenaba ella.
El cartero que le llevó la carta de Ferrier le hizo entrega igualmente de una cajita,
remitida por Frank, que contenía una espléndida gargantilla con una perla y un
diamante.
Agnes tuvo unos instantes sobre sus rodillas ambas cosas, la carta del amador y la

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cajita del esposo; luego observó detenidamente la joya. ¿Acaso quería comprar Frank
su olvido de la traición?
Si Ferrier nunca le hubiera enviado aquella carta, si Frank no le llega a regalar la
joya, puede que Agnes jamás se hubiese decidido a hacer lo que hizo, que no fue sino
dirigirse a convertir en realidad el sueño de Ferrier.

Por fin la vemos llegando a la pequeña estación de tren de Summerfield.


Todos los años su padre le regalaba un bono por cada estación, para que viajase a
Londres cuantas veces quisiera, lo que no solía hacer con frecuencia, sin embargo.
Ahora, no obstante, prefirió no utilizar el bono correspondiente, y sacó un billete
simple en la taquilla.
El taquillero no pudo por menos que sorprenderse al verla tan bien arreglada
como siempre, pero tocándose con un sombrero y cubierto su rostro con un velo…
Agnes tuvo la sensación de que aquel hombre sospechaba que iba a reunirse con un
amante y, molesta por la insistente mirada del taquillero, tomó rauda el billete y se
dirigió al andén, sin decirle una palabra. ¿Sería posible que llevara escrita en el rostro
la infidelidad a su esposo?
Por todo eso se sintió contenta y aliviada cuando el tren hizo su entrada en la
estación, llenándola de vapor. Subió a un compartimento vacío, pues aún no había
comenzado el trasiego diario de gente entre Londres y los suburbios.
Y entonces, para su asombro, se dio cuenta de que pensaba en su esposo, no en el
hombre al que iba a ver, y que aquel pensamiento le llenaba el corazón de amargura,
pero también de evocaciones en las que aún alentaba la ternura.
Aquellas evocaciones, todas relacionadas con Frank, incidían siempre en lo que
más triste le resultaba ahora: su amor por él y el amor que él le había mostrado en
otro tiempo. Las lágrimas le llenaban los ojos mientras aquellos recuerdos le traían la
placidez momentánea de un tiempo mejor; y sus recuerdos culminaron en el día de la
boda de ambos, en su luna de miel, en aquel tiempo de risas y de amigos que
compartieron con ellos su felicidad, que les despidieron en el inicio de su viaje de
novios allí mismo, en el andén de la pequeña estación de Summerfield del que ahora
estaba a punto de partir.
Recordó también el temblor delicioso cuando se descubrió sola, completamente a
solas con su esposo; en la dulce hora de su entrega al hombre que amaba, para
consumar el matrimonio.
¡Cuán infinitamente tierno y delicado fue Frank con ella!
Y se recordó Agnes con el hálito entrecortado, evocando aquella delicadeza de
Frank… Pero es que los hombres como Frank son siempre dulces y delicados con las
mujeres. Con todas las mujeres.
Después hicieron otros viajes juntos, siempre felices y sonrientes, con Frank
burlándose gentil de ella tantas veces, bromista siempre. Y sobre todo recordaba un
viaje de apenas un mes después de que naciese Francis.

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Frank había ido a la estación con ella, con el pequeño y con la niñera, pero sólo
para verlos partir. Él no podía acompañarles por tener un caso urgente que atender en
los juzgados; estaba más que justificado, pues, que no fuese a Littlehampton y estar
junto a ella en el siempre necesario cambio de aires, y para una no menos necesaria
estancia junto al mar, que eso había recomendado el médico a Agnes que hiciera a fin
de que se produjese su recuperación definitiva tras el parto.
Pero en el último instante, cuando ya salía el tren, Frank saltó al vagón sin billete
e hizo parte del viaje junto a ella, apeándose en la estación de Horsham para tomar
allí un tren de regreso. Recordaba Agnes el asombro de la niñera ante aquello, su
expresión con la que quería decir a su señora que jamás había visto un esposo tan
amantísimo como el suyo.
Pero ese montón de recuerdos acabaron hastiándola. Los execraba. No hicieron
mella en su ánimo ni la desviaron de sus propósitos. Muy al contrario, comenzó a
sentir mayor ternura aún hacia Gerald Ferrier, cuya vida era la de un hombre solitario,
un hombre que había disfrutado apenas del gozo de las costumbres más morigeradas
y hogareñas, un hombre que nunca —pues eso le había confesado con una mezcla de
tristeza y burla hacia sí mismo— había sido amado honestamente por una mujer a la
que amar sin reservas.
Y volvió a resonar con fuerza en sus oídos aquello que le dijera Ferrier: «¿Crees
que te hubiese dicho una sola palabra de amor, de no haberme percatado de que ya no
eras feliz? ¿Crees que te hubiera pedido que te quedases conmigo, de haber visto yo
que podías seguir siendo feliz con tu esposo?»
Agnes sabía que Ferrier le había dicho la verdad, que hablaba de todo corazón.
Era cierto que nunca había pretendido apartarla de Frank. Agnes supo así que la
amaba sinceramente, que la amistad que sentían ambos era, además, simple y puro
amor.

III

El tren llegó a la brumosa estación de Londres; Agnes Barlow bajó lentamente del
vagón. Sintió cierta aprensión al sentirse sola. En las últimas semanas Ferrier siempre
había ido a recibirla, y la esperaba en el andén, tomando luego un taxi junto a ella
para llevarla a una galería de arte, a un concierto, o a uno de esos grandes jardines
que la ciudad aún puede ofrecer a los que se aman.
Pero en esta ocasión Ferrier no la esperaba. Ferrier estaba enfermo, solo, en
aquellas habitaciones vacías a las que llamaba su casa.
Agnes Barlow salió de la estación.
El corazón le latía como un martillo. Para Agnes, aquello era una sensación
nueva; temió que quizá le latiera así el corazón por la posibilidad de encontrarse con
algún conocido, y que éste le preguntase qué hacía allí sola. Temía no poder

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esconderse en ese caso en la niebla de Londres.
Y entonces aconteció algo que hizo estremecerse a Agnes. Caminaba lentamente
ya en las afueras de la estación cuando se le acercó un hombre alto. Al llegar hasta
ella se quitó el sombrero y la miró fijamente, no sin cierta insolencia.
—Creo que he tenido el placer de verla antes —le dijo.
Ella lo miró curiosa, aunque intranquila, con el corazón inquieto. Temió que se
tratase de un compañero de trabajo de Frank, o de alguien que hubiera tenido con él
algún tipo de relación profesional.
—No… no lo creo —acertó a decir.
—¡Oh, sí, claro que sí! —dijo aquel hombre—. ¿No me recuerda de hace dos
años, en el Pirola, en Regent Street? No creo que me equivoque…
Entonces cayó en la cuenta Agnes.
—No creo —dijo, sin embargo, apretando el paso—. Está usted en un error.
El hombre la contempló irse con una sonrisa sarcástica, pero no hizo nada por
seguirla ni por importunarla.
Agnes temblaba, agotada por el miedo, por el disgusto que acababa de llevarse.
Era extraño, pero nunca le habían ocurrido cosas así a la bella Agnes Barlow. Claro
que tampoco era frecuente verla caminar sola por Londres; nunca se había hallado
envuelta, por lo demás, en la neblina, como lo estaba aquella tarde que ya se acercaba
a la noche, una de esas noches que invitan a que los seres más indeseables se
acerquen a una dama.
Entonces se dirigió a una mujer de aspecto respetable.
—¿Podría indicarme, por favor, cómo ir a Flood Street, en Chelsea? —dijo con
voz temblorosa.
—Claro que sí… Está un poco lejos, pero no tiene pérdida… Siga todo recto y
vuelva a preguntar cuando haya caminado durante veinte minutos, aproximadamente.
No tiene pérdida —y apretó el paso antes de que Agnes pudiera preguntarle algo más.
Salir de la estación comenzaba a parecerle una aventura terrorífica. Es más, sintió
que alguien la observaba a sus espaldas. Pero cuando se giró despacio y miró por
encima de su hombro, comprobó que la acera estaba vacía.
Siguió caminando hasta un lugar en el que convergían cuatro calles. Agnes temió
confundirse en aquella encrucijada. Algunas siluetas oscuras pasaban raudas junto a
ella, como si estuviesen ocupadas en asuntos muy serios. ¿Y si volvía a abordarla otro
hombre? En la última media hora Agnes había comenzado a sentir miedo, un
auténtico pavor, hacia los hombres.
Y entonces, como si alguna fuerza invisible quisiera hacer del todo ciertos sus
temores, vio emerger, entre dos grandes masas de niebla, la figura de una mujer que
se apoyaba contra un muro.
Agnes comenzó a cruzar la calle, pero aún no lo había hecho del todo cuando se
detuvo en mitad de la calzada y, volviéndose hacia aquella mujer apoyada contra un
muro, gritó con la voz ahogada, con la voz a punto de rompérsele en un sollozo.

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—¡Teresa! —dijo—. ¡Teresa!
En aquella silueta entre la niebla y las sombras de la noche acababa de reconocer,
a despecho de su incredulidad, la entonces aterradora figura de Teresa Maído.
Pero su grito no recibió respuesta, aunque por momentos le parecía que no se
había equivocado, que aquella mujer a la que viera entre la neblina y las sombras de
la noche era Teresa, con su carita de niña, con su negra cabellera siempre revuelta,
como la de las niñas traviesas, con los ojos bien abiertos, como los tienen los vivos.
Aquella mujer alta de figura estatuaria que había evocado en Agnes a Teresa tenía
sin embargo a un niño de la mano.
Aún sobrecogida por aquella visión que la llevó al grito, sin querer creer en lo que
había visto, Agnes se dirigió al grupo melancólico que componían la mujer y el niño.
—¿Podría decirme por dónde he de ir para llegar a Flood Street? —preguntó
Agnes ante la aparente indiferencia de la otra.
La mujer, no obstante, se la quedó mirando con mucha fijeza.
—No lo sé —respondió suavemente—, no soy de aquí.
Entonces, con una energía que pareció insólita en ella, se dirigió a Agnes en una
doliente súplica:
—Por el amor de Dios, señora, deme algo para que pueda volver a casa… He
venido a pie desde Essex con el niño y no tengo un penique. Vine en busca de mi
marido, pero parece haberse perdido, no he sido capaz de encontrarlo.
Una semana atrás, Agnes Barlow hubiera negado con la cabeza, sin mirarla, y
habría seguido su camino. Sostenía la opinión, inculcada por sus padres desde niña,
de que era un error muy grave dar limosna a los pobres.
Pero acaso la ilusión que acababa de experimentar le hizo recordar las enseñanzas
y consejos del padre Ferguson. De golpe recordó aquel sermón del anciano sacerdote
que tanto alteró a su parroquia, pues dijo que era preferible dar limosna a nueve
impostores antes que negársela a un hombre justo y necesitado; y recordó también
Agnes que Cristo se mostró tantas veces como un mendigo ante los poderosos.
Tomó cinco chelines de su bolso, y los puso, no en la mano de la mujer, sino en la
del niño.
—Gracias, señora —dijo conmovida la pedigüeña—, y que Dios la bendiga.
Eso fue todo. Pero no halló Agnes gran consuelo con ello, marchándose de allí
apenas confortada.

Finalmente, ayudada en su camino por más de un transeúnte de buen corazón,


llegó a la estrecha calle de Chelsea en la que vivía Ferrier. La neblina llegaba cada
vez más densa desde el río, a pesar de lo cual no tardó mucho Agnes Barlow en dar
con un portalón abierto sobre el que había un letrero en el que podía leerse;
Apartamentos Tomás Moro.
Agnes se adentró tímidamente en el portalón, y ya más confiada atravesó un patio
perfectamente cuadrado y vacío en el que había un farol de gas. Se detuvo y echó un

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vistazo a su alrededor. El lugar le pareció muy feo, lamentable; un sitio, en suma,
muy distinto de aquellas dos casas en las que había transcurrido su hasta entonces
feliz existencia, unas casas con luz eléctrica.
Le resultaba muy extraño, por ello, que Ferrier le hubiese contado que vivía en un
edificio muy bonito.
Siguió hasta un portal que había al fondo del patio, del que arrancaba una
herrumbrosa escalera de hierro y comenzó a subir los chirriantes peldaños con una
mezcla de angustia propia de quien conoce el significado de la palabra felicidad, y de
quien se sabe haciendo algo que podría poner en peligro su buena reputación.
No obstante eso, Agnes no se vino abajo ni se olvidó de cuál era el motivo de que
estuviese en aquel lugar tan sórdido. Aún se sentía herida en su amor propio y
precisaba de cariño.
Pero a despecho de que aquel ambiente fuese una agresión para su espíritu, su
determinación en pos de la venganza era clara, tanto como el hecho incuestionable de
que la carne es débil. Y mientras subía despacio la vieja escalera de hierro, se
entretenía contemplando su grotesca sombra en los peldaños, para no pensar en nada,
y se entretenía también escuchando sus propias pisadas en los chirriantes peldaños.
Las lámparas de gas de la escalera exhalaban un tufo repugnante que pareció a
Agnes una agresión. No se explicaba tanto abandono por parte de los propietarios de
aquel edificio extraño o, más que extraño, sórdido y sucio.
Sin duda hubiese pasado un mal rato de haber topado con algún conocido, pero
eso dejó de atormentarla. Allí no se encontraría con nadie que supiera de su dignidad,
de su reputación de madre y de esposa amantísima; allí no podría encontrarse con
nadie que le reprochase el abandono de su hasta entonces plácida y confortable vida.
Pero, para su sorpresa, de una de las puertas salió de repente un hombre de edad,
cubierto con un abrigo oscuro y tocado con un sombrero.
A Agnes le dio un vuelco el corazón. Sí, acababa de ocurrir lo que tanto temía
desde que salió de Summerfield. En la penumbra del descansillo de la escalera
reconoció a aquel hombre, un excéntrico conocido de su padre.
—¿Mr. Willis? —dijo aterrorizada, casi en un susurro, al verse frente a él.
El anciano la miró sorprendido, y acaso con un cierto gesto de resentimiento.
—No me llamo Willis —respondió casi gruñendo y sin prestarle mayor atención,
bajando la escalera.
A Agnes le pareció que su corazón se detenía, aun sin saberse aliviada porque
aquel hombre no era quien había supuesto, o conturbada por ello. Por otra parte, ¿es
que se estaba volviendo loca? ¿Cómo pudo ser tan imbécil como para confundir a
aquel hombre, una especie de oso gruñón, con el afable Mr. Willis?
Casi estaba llegando al último piso. Unos peldaños más y llegaría. Sus pasos
seguían siendo lentos, y más pesados ahora, pero comenzaba a experimentar una
extraña paz en su interior. En nada estaría a salvo para siempre, en los brazos de
Ferrier. ¡Qué extraño le resultaba decirse eso así de tranquilamente!

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Pero entonces… entonces… como poseída por una suerte de encantamiento que
le hubiese llegado con la neblina de la noche londinense, vio ante ella una silueta alta
y grisácea aparecida de no se sabía dónde. Una silueta que le salía al paso.
Agnes se aferró al pasamanos, tan aterrorizada que no pudo ni gritar. Ni siquiera
pudo preguntar, como había hecho en la calle, si era Teresa. Ni una palabra salió de
sus labios, temerosa de que si preguntaba aquella aparición le respondiera.
Pero Teresa Maído, la amiga de Agnes, casi su hermana tantos años, había roto
las estrechas márgenes que separan la vida de la muerte. Aunque la viva no había
sabido qué hacer por la muerta, ésta se disponía a prestarle su ayuda, sabedora de que
Agnes estaba a punto de arrojarse a unas profundidades ignotas y peligrosas cuya
corriente podría arrastrarla sin remedio.
Agnes se quedó contemplando la aparición, con miedo y a la vez fascinada. La
silueta permanecía inmóvil, grisácea y a la vez con el color de la cera, pero sus ojos,
que miraban con una dulzura inmensa a la recién llegada, poseían una expresión
luminosa que inspiraba tranquilidad, que sugería la posibilidad de la salvación.
Agnes, de súbito, recuperada de aquella profunda sensación, de aquel terror que la
embargaba, halló las fuerzas que pretendía para correr escalera abajo, atravesar a toda
prisa el patio cuadrado y salir a la calle.
A pesar de verse envuelta por la neblina cada vez más densa, no dejaba de mirar
atrás en su carrera, por ver si era seguida. Y por ver también aquella ventana con luz
de la última planta de la casa en la que estaría el pobre Ferrier, al que ya no vería.
Pero no la ocupaba ya otro pensamiento que el de regresar a casa cuanto antes; antes,
incluso, de que lo hiciese Frank, lamentando haberse dejado llevar de aquel rapto que
a punto estuvo de arruinar definitivamente su vida sólo por afán de venganza.
Finalmente llegó a Summerfield, pero no concluyeron con ello sus angustias.
Cuando salió de la estación para dirigirse a The Haven, apenas había comenzado a
caminar cuando escuchó unos pasos a sus espaldas. Aterrada, quiso andar más
velozmente pero no podía más, estaba agotada, y comenzó a sollozar, con la sola
esperanza de que al menos algún vecino apareciese para ayudarla, para espantar a su
perseguidor. El que la seguía estaba cada más cerca de ella. Y cuando se puso a su
altura encendió una cerilla.
—¿Agnes? —preguntó; era la voz de Frank Barlow, extrañado—. ¿Eres tú? Vine
a buscarte porque supuse que regresarías en este tren.
Y como ella no pudo responderle nada, no insistió Frank en sus preguntas… Sólo
Dios sabía la razón de que regresara a hora tan intempestiva a casa; mucho más tarde,
incluso, de lo que ya venía siendo habitual en ella. Entonces la tomó en sus brazos.
—Cariño —susurró él—, sé que me he portado contigo como una mala bestia,
pero te aseguro que jamás dejé de amarte… No puedo soportar por más tiempo tu
frialdad, Agnes; vivir así es un infierno… Sólo puedo pedirte que me perdones, ángel
mío.
Y el ángel de Frank lo perdonó al instante, con la generosidad que siempre fue

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propia de ella, esa generosidad de la que tanto sabía Frank. Más aún, Agnes nunca
quiso saber más de su poeta amador, Ferrier, pues siempre que se le venía a las
mientes lo asociaba con el avatar terrible por el que había pasado, y con el hecho de
que alguna vez se le pasó por la mente romper su feliz matrimonio.

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Edith Nesbit
(1858 - 1924)

En el transcurso de una de sus agotadoras giras promocionales, allá por 2006, con
motivo de la publicación de Harry Potter y el misterio del príncipe, la popular
escritora inglesa J. K. Rowling confesó: «La autora con la que más me identifico es
Edith Nesbit. Es genial; creó extraordinarias y graciosas historias de fantasía. Sus
niños, sus personajes, son muy reales, y fue muy innovadora para su época». De
pronto, gran parte de los incondicionales de J. K. Rowling se sintieron
desconcertados. ¿Quién era Edith Nesbit? Desconcierto que aumentó con motivo de
la reedición en Gran Bretaña y Estados Unidos de algunos de los mejores textos de
Nesbit —cf. Los buscadores de tesoros (Story of the Treasure-Seekers, 1899), The
Railway Children (1906), El castillo encantado (The Enchanted Castle, 1907)—, ya
que la prensa especializada se apresuró en presentar a la novelista, en un requiebro
publicitario ciertamente hábil, como «la abuela de Harry Potter».
Pero el poderoso influjo de Edith Nesbit en la narrativa infantil y juvenil del
mundo anglosajón viene de lejos. Sus cuarenta libros comprendidos dentro de este
género —algunos tan inolvidables como Historias de dragones (The Book of
Dragons, 1901)— inspiraron a Pamela Lyndon Travers (1899-1996) —creadora de la
saga Mary Poppins—, Diana Wynne Jones (n. 1934) —Howl’s Moving Castle (1986)
—, Edward McMaken Eager (1911-1964) —quien, por influencia de Nesbit, hizo de
la magia uno de los ejes dramáticos fundamentales de su obra, como prueba Magic
By the Lake (1957) o Magic Or Not? (1959)— y C. S. Lewis (1898-1963) —cuyas
famosas Crónicas de Narnia rindieron un homenaje personal a la obra de Edith
Nesbit—. Uno de sus más rendidos admiradores, el estadounidense Gore Vidal,
escribió en un artículo titulado “The Writing of E. Nesbit”, en la revista The New
York Review of Books (vol. 3, nº 8, 3 de diciembre de 1964): «Después de Lewis
Carroll, Edith Nesbit fue la mejor fabuladora inglesa que escribió sobre los niños
(ninguno de los dos lo hizo para los niños) y, como Carroll, creó un mundo de la
magia y de la lógica invertida que era enteramente propio». Tal vez la clave de su
éxito cualitativo radicaba en su honestidad. Ella misma explicó su método en una
carta a su amiga Berta Ruck: «Es una cuestión de honor para mí no subestimar jamás
a los chicos. Algunas veces, a propósito, pongo una palabra que sé que no van a
entender para que le pregunten a un adulto el significado y, de paso, aprendan algo».
Edith Nesbit publicó en vida dos recopilatorios de cuentos de fantasmas y de
horror, Grim Tales (1893) —que incluye “The Ebony Frame”, “John Charrington’s
Wedding”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Mystery of the Semi-Detached”,
“From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “The Mass for the Dead”— y Fear (1910)
—que contiene “The Head”, “In the Dark”, “The Ebony Frame”, “Hurst of

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Hurstcote”, “Uncle Abraham’s Romance”, “The Violet Car”, “The Shadow” y “The
Followers”, además de “From the Dead”, “Man-Size in Marble” y “John
Charrington’s Wedding”—. Cuantitativamente, efectúan un breve paseo por las
oscuras regiones de lo fantástico y lo macabro, pero en lo tocante a la calidad, su obra
es lo suficientemente trascendental como para auparla a la altura de los más grandes
maestros del género. Su agnosticismo en lo referente a temas religiosos y/o
sobrenaturales convierte los relatos de terror de Edith Nesbit en un magnífico
ejemplo de lo que ha venido a llamarse, según Rafael Llopis (Historia natural de los
cuentos de miedo, Ediciones Júcar, col. La Vela Latina, Madrid, 1974), «el cuento de
miedo realista». El impresionante desarrollo económico, científico e industrial de la
Inglaterra victoriana, con sus grandes revoluciones artísticas, filosóficas y sociales,
había desactivado por completo los artificios de la novela gótica tradicional.
Brevedad, ciertas dosis de ironía y, fundamentalmente, verosimilitud eran los
elementos narrativos que articulan dicha tendencia. Tendencia que no excluye una
atmósfera de misterio, de insania, que poco a poco va enrareciéndose hasta hacerse
insoportable; una interacción dramática, sugerida pero evidente, entre los vivos y los
muertos o, si se prefiere, entre el mundo real y el más allá. Interacción que, en la
mayoría de casos, culmina con un efecto de terror o un clímax que pueda
escandalizar, parafraseando a Marcel Schneider (Déja la niege, Ed. Grasset, París,
1974), tanto la razón práctica como la razón especulativa.
Al respecto, el relato de terror más famoso de Edith Nesbit, “De mármol, tamaño
natural” (Man-size in Marble, 1886), el único reiteradamente traducido al castellano
—cf. Historia de fantasmas de la literatura inglesa, de Michael Cox & R. A. Gilbert
(Eds.) (Ed. Edhasa, Barcelona, 1989), La Eva fantástica, de J. A. Molina Foix (Ed.)
(Ed. Siruela, Madrid, 1989)—, es un prodigioso compendio de todo lo anteriormente
expuesto. Magistral fusión de estilo e ingenio narrativo, la escritora decide destruir,
de manera trágica, el escepticismo de su protagonista, un hombre que no cree en
leyendas ni siniestras maldiciones. Y todo sin hacer evidente la amenaza
sobrenatural, oculta tras una fascinante panoplia de sugerencias, intuiciones, de
improbables indicios y casualidades. Algo similar sucede en “La casa encantada”
(The Haunted House, 1913) —aparecida en el número de diciembre de The Strand
Magazine—, interesante mezcla de vampirismo, mansiones embrujadas y ciencia-
ficción con mad doctor incluido. El protagonista, a semejanza de los protagonistas de
El fantasma de Canterville (The Canterville Ghost, 1887) de Oscar Wilde —a quien
Nesbit rinde homenaje a través del humorístico detalle del anuncio en prensa
buscando un «investigador» psíquico—, descubrirá que algunos mitos pueden ser el
marco donde se agazapan amenazas mucho más cotidianas. A pesar del opresivo
materialismo de la historia, de su grandguiñolesco final, Nesbit acumula toda su
sabiduría artística en los detalles, en la inquietante subjetividad de las situaciones:
«… quiso hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño
terrible y enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las

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cosas, como en los sueños, se hacían más y más enrevesadas, más y más terribles. En
aquel lugar parecía haber algo aún más aterrador que el propio Prior. No, no era su
sombra. La sombra del Prior era negra y llegaba hasta una arcada del techo de la
cripta. Lo otro era blanco y pequeño. Pero parecía agrandarse; era como una simple
línea blanca, pero se estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía
emerger desde un ataúd que tenía frente a sí». De este modo, quizá algo efectista,
pero de una brillantez literaria incuestionable, “La casa encantada”, como las
restantes fábulas terroríficas de Edith Nesbit, reproduce un sentimiento colectivo de
cataclismo inminente e inevitable, de hundimiento del mundo tal y como lo
conocemos, y de total subversión/perversión de los valores culturales y morales
tradicionales.
Edith Nesbit fue la menor de seis hermanos —Saretta, John, Mary, Alfred y
Henry— que, al igual que sus padres, la llamaron «Daisy» («Margarita») toda su
infancia. Desde muy temprana edad, fue fantasiosa e indisciplinada: cuentan que a los
tres años dejó caer sus zapatos en la pila bautismal de la iglesia donde acudía cada
domingo su familia, para que navegaran como botes. Edith creció en el campo, en
Kennington Lane, a las afueras de Londres, donde su padre, John Collins, dirigía la
primera escuela agrícola de Inglaterra, la «Classical, Comercial and Scientifie
Academy». Pionero y experto en fertilización —publicó varios libros acerca del tema
—, Collins murió cuando su hija pequeña contaba cuatro años, lo que estrechó aún
más los vínculos sentimentales entre Edith, su madre y sus hermanos.
Dos hechos marcan el carácter de la futura escritora. Primero, la formidable
habilidad de Saretta para contar cuentos —«Mi hermana mayor era el recurso para los
días de lluvia, cuando lo único que se podía hacer era escuchar cuentos. Y mi
hermana era un genio contando cuentos. Si hubiera escrito aquellos cuentos que
contaba, seguro que no habría ni un niño en toda Inglaterra que quisiera leer otros
cuentos», explicó en su autobiografía Long Ago When I Was Young (¿1902?)—, que
estimuló su pasión por la narrativa infantil y juvenil. Y segundo, la enfermedad
pulmonar de Mary, que obligó a su madre a efectuar periódicos viajes a lugares más
cálidos situados en el Continente, en países como Alemania, España y Francia. Y fue
en Francia, concretamente durante su visita en 1896 a la iglesia de Sant Michel
(Bordeaux), donde tuvo su primer contacto con el terror, con el terror real—, sufrió
un ataque de pánico cuando contempló las amplias catacumbas donde reposan más de
200 cuerpos momificados de hombres, mujeres y niños, de huesos apenas recubiertos
por finas tiras de piel apergaminada y amarillenta, ataviados con viejas y polvorientas
ropas. «Parecía que todos me estuvieran observado, a punto de abalanzarse sobre
mí…», escribió. Tan traumática experiencia hizo que Edith Nesbit padeciera
scotofobia (miedo a la oscuridad) hasta bien entrada en la edad adulta.
Embarazada de siete meses, el 22 de abril de 1880 Nesbit se casó con Hubert
Bland (1855-1914), político e ideólogo socialista, y uno de los fundadores de la
Sociedad Fabiana —precursora del Partido Laborista—, entre cuyos miembros se

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hallaban George Bernard Shaw, H. G. Wells, Annie Besant, Graham Wallas, Sydney
Olivier, Oliver Lodge, Leonard Woolf y Emmeline Pankhurst, además de la recién
casada. No tardó en darse cuenta la escritora —según palabras de Marisol Dorao, una
de las mejores conocedoras de la obra de Edith Nesbit en España— que se había
unido a un hombre de carácter débil, indeciso, contradictorio y enamoradizo: tuvieron
cinco hijos y, aunque dos de ellos no eran de Edith, ella los cuidó como si lo fueran.
Al matrimonio, más que el amor, lo unía una sólida camaradería. Por otro lado, no
existía posibilidad de separación, puesto que, según la ley inglesa de aquellos
tiempos, una mujer sólo podía separarse del esposo alegando malos tratos; el
adulterio no era causa suficiente.
La débil salud de Bland, unida a su escasa habilidad para los negocios, ocasionó
graves dificultades económicas a la pareja. Pero Edith no se amilanó y, resuelta a
sacar a su familia adelante, explotó sus dones: su afición a la literatura, su talento
como pintora e ilustradora y sus dotes para recitar poemas. Fue entonces cuando su
editor la convenció para que, debido a los prejuicios de la época, firmara sus obras
con una ambivalente «E» antes de su apellido. Curiosamente, todavía hoy se publican
sus obras como «E. Nesbit» y, en la época, H. G. Wells creyó que se trataba de un
hombre, hasta que Edith le fue presentada en una de las reuniones de la Sociedad
Fabiana. La famosa «E» también despistó al erudito inglés Montague Summers, que
en su monumental obra Supernatural Omnibus (1931), donde recuperó los relatos
“De mármol, tamaño natural” y “John Charrington’s Wedding”, la (re)bautizó como
«Evelyn» (¡).
Edith Nesbit fue un enigma incluso para sus contemporáneos. H. G. Wells la
definió como pura diversión por sus ocurrentes charlas, mientras que George Bernard
Shaw la describió como melancólica. No obstante, sí puede afirmarse que no era nada
convencional. Para horror de sus vecinos, le gustaba desplazarse en bicicleta,
vehículo tan poco «decoroso» para una dama, recibía a jóvenes admiradores en su
casa en ausencia de su marido, se vestía sin corsé y con ropas supuestamente para
hombres, se cortó el pelo a lo garçon, dejaba correr a sus chicos descalzos y sin
guantes, y se convirtió en una de las primeras mujeres de Inglaterra que fumó en
público —su afición por el tabaco desembocó en el cáncer de pulmón que la llevó a
la tumba—. Tras la muerte de su primer esposo, en 1914, contrajo segundas nupcias
con Thomas Tucker, el 20 de febrero de 1917, lo que también levantó polvareda entre
la sociedad biempensante. Pero Tucker, un experimentado capitán de la marina
mercante que enviudó dos años antes que Edith, amable y divertido, además de
miembro de la Sociedad Fabiana, aportó a su esposa la felicidad conyugal que jamás
tuvo con Bland. Ella escribió: «… es como si después de la fría tristeza de estos tres
últimos años, alguien me hubiera echado un cálido abrigo sobre los hombros (…) yo
era un náufrago en una isla desierta, que ha encontrado a otro náufrago que le ayuda a
construir una choza y a encender una hoguera». Además, Thomas se ocupó de
preservar para la posteridad la obra de su mujer, quien abandonó la profesión en

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1919, echándole una mano esporádicamente a su esposo con sus artículos sobre temas
náuticos para la Westmisnter Gazette. Al morir su esposa, y por expreso deseo de ella,
Thomas talló un par de postes de madera que sostienen la sencilla inscripción que
señala la tumba de Edith Nesbit en el cementerio de la iglesia de St. Mary-in-the-
Marsh —«Resting E. Nesbit. Mrs. Bland-Tucker. Poet and Author»—. No quiso
ninguna lápida.

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LA CASA ENCANTADA
Fue por mero accidente que Desmond llegó a la casa encantada. Había estado
fuera de Inglaterra durante seis años, y tantos meses de feliz distancia le habían
enseñado cuán fácilmente se desgaja uno de su lugar de origen.
Había tomado habitaciones en Greyhound tras convencerse de que no había razón
para que siguiera en Elmstead más tiempo que en cualquier otro sombrío lugar a las
afueras de Londres. Escribió a todos sus amigos cuyas direcciones recordaba y se
dispuso a esperar la respuesta a sus cartas.
Quería hablar con alguien, pero no tenía con quién hacerlo. Mientras, se tumbaba
en el largo sofá con el diario de avisos entre las manos y sus apacibles ojos grises
seguían las líneas una tras otra con un aburrimiento intolerable. Pero un día, de
repente, exclamó: «¡Vaya!», y se puso de pie. Esto fue lo que leyó:

UNA CASA ENCANTADA: Anunciante ansioso de que se investigue el fenómeno.


Cualquier investigador acreditado recibirá todas las facilidades. Escribir a
Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres.

«¡Esto suena bien!», se dijo. Conocía a Wildon Prior, era el tipo más bromista y
zascandil de su club. Tenía que ser él, no era un nombre común. Además, no perdía
nada con intentarlo, así que le envió un telegrama:

Wildon Prior, Museum Street, 237, Londres. ¿Puedo pasar uno o dos días en
su casa y ver al fantasma? WILLIAM DESMOND.

Cuando al día siguiente regresó de dar un paseo, había un sobre amarillo sobre la
amplia mesa Pembroke del salón.

Encantado. Lo espero hoy mismo. Saque billete a Crittenden desde Charing


Cross. Tren eléctrico. WILDON PRIOR, Rectoría de Ormehurst, Kent.

«¡Perfecto!», se dijo Desmond y comenzó a hacer la maleta; luego pidió en el bar


un horario de trenes.
«Wilson, ese estupendo canalla… Será divertido verlo otra vez».
Frente a la estación de Crittenden esperaba un curioso ómnibus que parecía una
bañera mecánica, y su conductor, un hombre bajito, moreno y de cara abrupta, con los
ojos líquidos, le espetó al verle:
—¿Es usted amigo de Mr. Prior, señor?
Le ayudó a subir a su bañera mecánica y luego cerró la puerta. El viaje fue largo,

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y mucho menos placentero, desde luego, que si lo hubiese hecho en un carruaje.
La última parte del mismo discurrió a través de un bosque; luego pasaron ante un
cementerio y una iglesia, y la bañera mecánica entró al fin por la puerta de una gran
verja, siempre al amparo de unos árboles muy altos. Frente a la verja se alzaba una
casa blanca con las ventanas desnudas, desoladoras.
«¡Qué lugar tan divertido, caramba!», se dijo Desmond sarcástico, mientras
pegaba botes en el asiento de la traqueteante bañera mecánica.
El conductor dejó la maleta del viajero en los peldaños desconchados que
llevaban a la puerta, y se fue. Desmond tiró de una cadena herrumbrosa y su cabeza
se llenó al instante del sonido de una campanilla no menos herrumbrosa.
Nadie salió a la puerta, por lo que volvió a llamar. Tampoco acudió nadie a su
llamada en esta ocasión, pero oyó el sonido inequívoco de una ventana abriéndose
sobre el porche. Dio unos pasos atrás y miró hacia arriba.
Un joven pelirrojo y de ojos translúcidos le miraba. No era Wildon, desde luego,
no se parecía en nada a Wildon. Tampoco decía una palabra, aunque daba la
impresión de que le hacía una seña. Y la seña parecía decirle: «¡Lárguese!»
«¿No será esto un asilo para lunáticos?», se preguntó Desmond y volvió a hacer
sonar la campanilla herrumbrosa.
Al fin oyó pasos tras la puerta, en el interior. Las pisadas de unas botas sobre la
piedra. Se dejó sentir el sonido de un cerrojo, después de lo cual se abrió la puerta, y
Desmond, confuso y un tanto arrebolado, se sorprendió escrutando un par de ojos
muy oscuros, de mirada amigable, mientras oía una voz que le preguntaba:
—¿Es usted Mr. Desmond? Entre, por favor, le ruego que me perdone.
Quien así decía le ofreció una mano cálida, y tras estrechársela se vio siguiendo a
un hombre en su edad más que madura, atractivo y elegante, imbuido de un gran aire
de serenidad y dominio; era justo eso que suele definirse como un hombre de mundo.
El hombre abrió una puerta y lo introdujo en un oscuro pero acogedor salón
biblioteca.
«Será su tío», pensó Desmond dejándose caer en un confortable sillón orejero.
—¿Cómo estará Wildon? Espero que bien… —dijo entonces en voz alta.
El otro le miraba.
—Perdone, señor —dijo dubitativo.
—¿Quizá he preguntado cómo estará Wildon?
—Estoy muy bien, gracias —dijo el otro con bastante formalidad.
—Ahora le ruego yo que me disculpe —dijo entonces Desmond—; no supuse que
también se llamara usted Wildon… Wildon Prior.
—Soy Wildon Prior —respondió el otro— y usted, supongo, ha de ser el experto
de la Sociedad Psíquica…
—¡No, por Dios! —exclamó Desmond—. Soy amigo de Wildon Prior, pero está
claro que hay dos Wildon Prior.
—Pero ¿no mandó usted un telegrama? ¿No es usted Mr. Desmond? La Sociedad

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Psíquica convino en enviar un experto, y creí por eso…
—Comprendo —dijo Desmond—. Y yo creí que era usted Wildon Prior, mi viejo
amigo… un hombre aún joven… —y no pudo evitar ponerse colorado.
—¡Ah, ya veo! —dijo Wildon Prior—. Sin duda, es usted amigo de mi sobrino.
¿Y sabe él que venía usted? Pues no ha dicho nada… Le confieso que me siento un
tanto confuso, pero me alegro mucho de conocerle… Se quedará usted, ¿verdad? Si
es que puede soportar la visión del espectro de un anciano como yo, claro… Esta
misma noche escribiré a Will pidiéndole que se reúna cuanto antes con nosotros.
—Yo también celebro conocerle —dijo Desmond—, y me alegro mucho de haber
venido… También me alegró mucho leer el nombre de Wildon en el diario de avisos,
porque… —y comenzó a hablar de Elmstead, de su soledad y de su aburrimiento.
Mr. Prior lo escuchaba con gran interés.
—¿Dice que no ha podido reunirse con sus amigos? ¡Qué triste! Pero al menos le
habrán escrito… Supongo que les daría usted su dirección…
—Pues no lo hice… ¡Por Júpiter! —dijo Desmond—. Pero puedo escribirles de
nuevo. ¿Podré ir a Correos?
—Claro —le dijo el otro—. Escriba las cartas que desee, que mi criado las llevará
a Correos; después cenaremos y le hablaré del fantasma…
Desmond escribió rápidamente varias cartas. Justo cuando había acabado entró
Mr. Prior.
—Lo llevaré a usted a su habitación —le dijo tomando las cartas en sus largas
manos, muy blancas—. Quizá quiera descansar un poco. Cenaremos a las ocho.
La habitación, como el salón biblioteca, era confortable y cálida.
—Espero que esté cómodo —le dijo el anfitrión, cortés y solícito.
Desmond estaba seguro de que se encontraría cómodo.
Casi al instante se presentaba el hombre bajo y moreno que había llevado a
Desmond a la casa, desde la estación, con un candelabro de plata en la mano.
Avanzando desde las sombras de la puerta hasta ellos, entre los círculos de luz que
arrojaban las velas, surgió entonces una figura.
—Mi ayudante, Mr. Verney —dijo el anfitrión al huésped, y Desmond alargó su
mano para estrechar la mano blanda y húmeda de aquel hombre, que le pareció era el
que se había asomado a la ventana cuando llegó a la casa, el que pareció hacerle un
gesto diciéndole ¡lárguese!
Quizá fuese Mr. Prior un médico que tuviera allí huéspedes de pago, por no decir
pacientes, o chiflados, como pensó Desmond, pero Prior había dicho mi ayudante.
—¿Sabe? —dijo Desmond a Mr. Prior—. Lo tomé a usted por un clérigo… La
Rectoría, todo eso… Pensé que Wildon, mi amigo Wildon, vivía con un tío que era
clérigo…
—Oh, no —dijo Mr. Prior—, sólo tengo alquilada La Rectoría… El rector opina
que es un lugar muy húmedo, y la iglesia está abandonada… No pueden hacer frente
a los gastos de su restauración… Sirva un vino a Mr. Desmond, López.

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El hombre bajito y moreno de rostro abrupto le llenó una copa.
—Este lugar es magnífico para realizar mis experimentos —siguió diciendo Mr.
Prior—. Digamos que sé un poco de química, Mr. Desmond, materia en la que me
asiste Verney.
Verney susurró algo parecido a «es un orgullo para mí», hundiéndose de nuevo en
su silencio.
—Todos tenemos nuestro hobby —continuó Mr. Prior—, y el mío es la química.
Felizmente, dispongo de una buena renta que me permite ocuparme de ello. Wildon,
mi sobrino, ya sabe, se ríe de mí y llama a la química la ciencia de los malos olores,
pero le aseguro que es algo que lo absorbe a uno por completo… Sí, es un hobby muy
absorbente…
Una vez hubieron cenado, Verney salió del salón comedor, mientras Desmond y
su anfitrión estiraban los pies para ponerlos cuanto más cerca pudieran del fuego del
hogar, eso que Mr. Prior llamó «la reconfortante caricia del fuego», pues la noche
comenzaba a ser fría.
—Y ahora —dijo Desmond—, ¿querría contarme la historia de ese fantasma?
El otro echó un vistazo alrededor del salón.
—La verdad es que no puede decirse que sea una historia de fantasmas, ni
siquiera la historia de un fantasma; ocurre que… bueno, a mí nunca me ha pasado,
pero sí a Verney, pobre muchacho… Y eso le ha destrozado los nervios, no ha vuelto
a ser el mismo.
Desmond notó que algo temblaba dentro de sí.
—La habitación encantada… ¿es la mía? —preguntó al fin.
—No se puede hablar de una habitación ni de una dependencia de la casa en
concreto —dijo el otro, hablando muy despacio—. Ni se puede hablar de que se le
haya aparecido a alguien en concreto…
—¿Eso quiere decir que lo podría ver cualquiera?
—Es que, en realidad, nadie lo ve; no es el tipo de fantasma al que se ve o se
oye…
—Puede que le parezca estúpido, pero lo cierto es que no comprendo una palabra
—dijo Desmond, sorprendido—. ¿Cómo va a ser un fantasma, si no se le ve ni se le
oye?
—Bueno, yo no he dicho que sea realmente un fantasma —precisó Mr. Prior—.
Sólo digo que en esta casa hay algo que no es normal… Varios de mis ayudantes han
tenido que irse de aquí sucesivamente… Ese algo les afectó los nervios.
—¿Y qué ha sido de esos ayudantes suyos? —preguntó Desmond.
—Bueno, no lo sé, se fueron, ya sabe… —respondió Prior vagamente—. Uno no
va a esperar que la gente quiera sacrificar su salud, claro… A veces pienso, ya sabe
usted, Mr. Desmond, que hay mucho cotilleo en los pueblos, a veces pienso que hay
gente dispuesta a asustarse por lo que sea; y entre esos cotilleos de los que hablo hay
mucha fantasía… Confío en que el experto que nos envíe la Sociedad Psíquica no sea

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un neurótico más. Aunque también es verdad que aun sin ser un neurótico, uno
puede… Pero no, usted no cree en fantasmas, Mr. Desmond. Su sentido común, tan
anglosajón, se lo impide.
—Mucho me temo que no soy exactamente anglosajón —replicó Desmond—.
Por parte de padre soy completamente celta, aunque la verdad es que no doy mucha
importancia a la raza.
—¿Y por parte de madre? —preguntó Mr. Prior con gran interés.
Era el suyo un interés que pareció desproporcionado e intempestivo, ante la forma
en que Desmond había planteado la cuestión. Eso hizo que sintiera un cierto grado de
resentimiento hacia su anfitrión, al que de pronto comenzó a percibir como un
antagonista.
—Bueno —respondió como si nada—, creo que tengo algo de sangre china; de
hecho me he llevado muy bien con la gente de Shangai, aunque allí me decían que
por mi nariz, a buen seguro tuve un antepasado indio piel roja.
—Supongo que no tendrá usted sangre negra —preguntó el anfitrión, con una
insistencia bastante descortés.
—Pues no sabría decirlo —respondió Desmond a punto de echarse a reír, pero
conteniéndose—. Mi cabello, ya lo ve, es más bien rizado, y la verdad es que muchos
de mis antepasados por parte de madre anduvieron por las Indias Occidentales…
¿Debo entender que está usted interesado en las diferencias raciales?
—No exactamente, no —dijo Mr. Prior un tanto sorprendido por la pregunta—.
Pero comprenda que puedan interesarme algunos detalles sobre su familia, Mr.
Desmond… Me parece —añadió con una sonrisa tan enigmática como afable— que
usted y yo vamos a ser buenos amigos.
Desmond no podía decirse a qué era debida aquella sensación de desagrado que
experimentaba, una sensación que se había impuesto a la primera y tan placentera de
confort, pues hasta entonces se sintió muy bien atendido por aquel hombre.
—Es usted muy amable —dijo Desmond—, le agradezco que se preocupe tanto
de un extraño como yo.
Mr. Prior volvió a sonreír. Tomó un cigarro de la caja de puros, se sirvió whisky
con soda, y comenzó a contar, al fin, la historia de la casa.
—Los primeros cimientos de la casa datan, a buen seguro, del siglo XIII —dijo—.
Esto fue un priorato, ya sabe… Hay una leyenda según la cual el propio rey Enrique
VIII le dio tal consideración cuando comenzó a desamortizar los monasterios. Pero
aquello, más bien, acabaría convirtiéndose en una maldición; sí, parece que hubo en
ello una maldición, pues…
De golpe se apagó la voz fuerte, clara y bien timbrada de aquel hombre. Desmond
supuso que había escuchado algo extraño, pero el otro, tras la pausa, siguió diciendo:
—Una maldición que causó muchas muertes… Y cada cien años se produce una
muerte más, siempre del mismo y misterioso modo.
Desmond se vio de repente de pie; estaba como adormilado y se escuchó decir:

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—Esas viejas leyendas son muy interesantes. Muchas gracias por todo. Espero
que no me tenga por un maleducado, pero creo que ha llegado el momento de que me
retire, la verdad es que estoy cansado.
—Claro, claro, mi querido amigo…
Mr. Prior acompañó a Desmond hasta su habitación.
—¿No desea nada más, no necesita nada? Bien… Cierre la puerta por dentro, así
se sentirá más tranquilo. Naturalmente, las cerraduras no son un impedimento para
los fantasmas, pero a uno siempre le parece que si echa el cerrojo será más difícil que
entren, aunque si le dijésemos esto a un amigo se echaría a reír sin remedio. La risa
también espanta a los fantasmas, por lo demás, estoy seguro.
William Desmond cayó en la cama como el hombre joven y fuerte que era,
durmiendo profundamente. Pero despertó al amanecer, temeroso y temblando. Se
sintió muy cansado y confundido. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? Su cerebro,
débil y oscuro al principio, le negaba las respuestas. Y cuando lo recordó todo, un
espasmo de repugnancia, algo que le pareció haber sentido en algún momento durante
la noche, volvió a golpearle fuertemente, dejándole sin aliento. Pensó que lo habían
envenenado, que le habían drogado.
«Tengo que salir de aquí», se dijo mientras saltaba de la cama para dirigirse al
tirador de la campanilla, envuelto en seda, que pendía junto a la puerta.
Tiró para llamar, y al momento la cama, el armario, el mobiliario todo de la
habitación pareció dar vueltas a su alrededor y caerle luego encima. Perdió el
conocimiento.
Lo siguiente que supo fue que alguien le ponía un poco de brandy en los labios.
Abrió entonces los ojos y vio ante sí a Prior, que parecía preocuparse por él. A su
lado estaba su ayudante, pálido y con los ojos acuosos y translúcidos. Vio también al
criado moreno, estólido y silencioso. Y escuchó que Verney decía a Prior:
—Esto es intolerable; quiero decirle que…
—Cállese, está recuperando el sentido.
Cuatro días después yacía Desmond en una tumbona, en el césped, no del todo
enfermo pero sí bastante ajeno a cuanto le rodeaba. Unos buenos alimentos, bebidas,
té, distintos estimulantes y un cuidado constante, le devolvían poco a poco a su
estado más o menos normal. Se preguntaba a veces por aquella vaga sospecha suya,
que recordaba con no menor vaguedad, de su primera noche en la casa; pero todos
ellos, con sus atenciones, le demostraban que su sospecha era absurda, por mucho
que estuviese en una casa encantada.
—Pero ¿qué me ha hecho caer en este estado? —preguntó por enésima vez a su
anfitrión—. ¿Por qué razón yo mismo me siento como si fuera un imbécil?
Esta vez Mr. Prior no le pidió que lo olvidara, como había hecho en otras
ocasiones para decirle después que esperase a sentirse más recuperado.
—Me temo que lo sabe —le respondió entonces—. Creo que ha sido el fantasma,
y me parece que a partir de ahora voy a reconsiderar mi opinión al respecto.

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—¿Y por qué no ha vuelto?
—Bueno, me he quedado a su lado todas estas noches, ya lo sabe usted —le
recordó su anfitrión, pues en efecto no lo había dejado solo ni un momento desde
aquel amanecer en que hizo sonar la campanilla del cuarto—. Ahora —siguió
diciendo Mr. Prior—, si no me considera poco hospitalario, creo que le vendría
mucho mejor irse de aquí… Debería ir junto al mar.
—Supongo que no he recibido correspondencia —dijo Desmond con cierto
desaliento.
—Nada… ¿Puso usted el remite correcto? Rectoría Ormehurst, Crittenden, Kent,
ya sabe…
—Creo que no puse Crittenden —dijo Desmond—. Copié la dirección de su
telegrama —dijo sacando el papel rosado de su bolsillo.
—Pues será por eso —dijo el otro.
—Ha sido culpa suya, señor —dijo Desmond abruptamente.
—Eso no tiene sentido, joven —replicó el otro con benevolencia—. Sólo deseo
que venga Willie, pero ese bandido nunca escribe si no es para enviar un telegrama
diciendo que no puede venir.
—Supongo que se lo estará pasando muy bien por ahí —dijo Desmond con
envidia—; pero, escuche… Cuénteme más sobre ese fantasma, si es que realmente
hay algo que contar… Ya estoy bastante bien, me siento tranquilo y recuperado, y me
gustaría saber por qué he llegado a enloquecer de este modo.
—Bien —Mr. Prior miró a su alrededor, contemplando el rojo y el dorado de las
dalias y los girasoles, luminosos bajo el sol de septiembre—. Aquí y ahora, no tengo
noticia de que ese supuesto fantasma cause realmente daño. ¿Recuerda la historia que
le conté acerca de aquel hombre que recibió de Enrique VIII esta casa, recuerda usted
lo que le dije de una maldición? La esposa de aquel hombre fue enterrada en la cripta
de la iglesia… Pues bien, hay sobre eso algunas leyendas… y le confieso que deseaba
ardientemente ver esa tumba, por lo que entré allí… Esa cripta estaba cerrada por una
puerta de hierro, que abrí con una vieja llave. Pero no pude cerrarla de nuevo.
—¿De veras? —se asombró Desmond.
—Supondrá usted que llamé a un cerrajero, claro; pero no lo hice. Verá… Esa
pequeña cripta me pareció un buen lugar para instalar un laboratorio suplementario;
además, si hubiera llamado a alguien para que viese la cerradura, habría ido
contándolo por ahí… Tendría que haber dejado, al cabo, mi laboratorio, quizá
también mi casa.
—Comprendo…
—Pero lo más curioso —siguió diciendo Mr. Prior, ahora en voz más baja— es
que fue a partir de ese instante cuando la casa se tornó… eso que decimos encantada.
Fue a partir de ese momento cuando comenzaron a suceder esas cosas.
—¿Qué cosas?
—Pues que algunas personas que caían por aquí enfermaban de repente, como

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usted mismo… Y que como consecuencia de esa especie de ataque sufrido padecían
de pérdida de sangre. Además —dudó un instante—, además… esa herida que
muestra usted en la garganta… Le dije que quizá se había herido al caer desvanecido
después de tocar la campanilla. Pero no es verdad. Lo cierto es que usted tiene en la
garganta esa misma herida pequeña y reblandecida, un tanto blanquecina, que
mostraban los demás… No sabe cuánto desearía —añadió frunciendo el ceño—
cerrar de nuevo esa cripta… Pero la vieja llave no sirve.
—Me pregunto si yo mismo podría hacer algo —dijo Desmond, secretamente
convencido de que en realidad se había herido en la garganta al caer sin sentido, y
que la historia que le contaba su anfitrión, era, sin más, cosa de lunáticos; total,
poniendo una nueva cerradura se acababa el caso—. Soy ingeniero, señor —siguió
diciendo con cierta altivez tras una pausa, mientras se levantaba de la tumbona—.
Pero es posible que ni siquiera haga falta cambiar la cerradura; puede que con un
poco de aceite, sin más… Bien, echemos un vistazo a esa cerradura.
Siguió a Mr. Prior hasta la iglesia. Con una llave grande y brillante, que abría
bien, entraron en el recinto, húmedo y con musgo en el suelo.
La hiedra cubría las ventanas destrozadas, y el azul del cielo parecía estrellarse
contra los agujeros del tejado. Otra llave abrió una puerta baja y de roble macizo que
había más allá de lo que en tiempos fuera la capilla de la Virgen y, tras abrirla, Mr.
Prior se detuvo para encender una vela que había en una palmatoria, sobre una repisa
excavada en la piedra.
Luego bajaron por unos peldaños cubiertos de polvo y de borde desgastado. Era
una cripta típicamente normanda, de belleza muy sencilla. Al fondo de la misma
había un hueco al que impedía el acceso una reja antigua y muy bien trabajada, tras
de la cual había una puerta de hierro.
—Antiguamente se pensaba que las rejas y las puertas de hierro brindaban
protección contra la hechicería —dijo Mr. Prior—. Ésta es la cerradura —dijo
alumbrándola con la vela; la puerta estaba entreabierta.
Entraron, pues la cerradura estaba justo del lado contrario de la puerta. Desmond
trabajó apenas un minuto, impregnando el mecanismo con una pluma de ave untada
en aceite.
Luego giró la llave perfectamente en el interior de la cerradura, a un lado y otro.
—Creo que ya está —dijo alzando los ojos, con una rodilla hincada en el suelo y
la llave en la mano, girándola una y otra vez en el interior de la cerradura.
—¿Me permite?
Mr. Prior tomó el lugar de Desmond, metió la llave en la cerradura, la hizo girar,
la sacó después y se incorporó. Entonces cayeron al suelo de piedra la palmatoria y la
llave, y el anciano se abalanzó sobre Desmond.
—¡Ya lo tengo! —gruñó en la oscuridad, y Desmond comprendió que las manos
de aquel hombre eran garras, y que su voz era el rugido de una bestia.
Desmond intentaba resistirse utilizando sus brazos. El otro lo tenía férrea,

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violentamente atrapado.
Sacó una cuerda de algún lado y comenzó a amarrar las manos de Desmond.
Desmond odiaba considerar que chillaba en medio de la oscuridad como una
liebre atrapada. Entonces recordó que era un hombre y comenzó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!
Pero sintió de inmediato una mano en la boca, y luego que un pañuelo anudado a
su nuca se la tapaba. Ahora estaba en el suelo, debatiéndose, resistiéndose inútilmente
contra algo. Las manos de Prior ya le habían soltado.
—Créame —dijo Prior sin resuello, mientras encendía un fósforo que mostró a
Desmond en el suelo de piedra, junto a una pared de nichos en los que había, supuso
él, ataúdes—, créame que siento mucho hacer lo que hago, pero la ciencia está por
encima de la amistad, mi querido Desmond —su voz sonaba ahora franca y amistosa
—. Voy a explicarle el porqué de mi proceder, y estoy seguro de que sabrá
comprenderme; verá que un hombre de honor no podría actuar de otra manera…
Claro está, ninguno de sus amigos sabe dónde se encuentra usted, el lugar más
necesario, por otra parte. Me di cuenta desde el principio. Pero permita que me
explique, pues no creo que lo pueda entender usted por las buenas… No importa. Soy
el más grande científico desde Newton, y crea que lo digo sin la menor vanidad. Sé
cómo modificar la naturaleza de los hombres. Puedo hacer de un hombre lo que me
venga en gana. Y todo, mediante una simple transfusión de sangre. Lopez, ya lo
conoce usted, mi criado, tiene sangre de perro en las venas; se la puse yo e hice de él
mi esclavo. Es como un perro. Verney también es mi esclavo; tiene sangre de perro,
igualmente, pero también lleva la sangre de quienes vinieron alguna vez a investigar
lo del fantasma; y lleva además algo de mi propia sangre, porque era mi deseo que
fuese lo suficientemente inteligente como para que pudiese prestarme ayuda. Y es
que, amigo mío, hay algo muy grande detrás de todo esto. Lo comprenderá usted
cuando le diga… —y empezó a utilizar una serie de términos técnicos y muchas
palabras que para Desmond no significaban nada; no hacía más que pensar, sin
embargo, en cómo huir de allí.
De no hacerlo, moriría en un agujero, como una rata. ¡En un agujero, como una
rata! Si al menos pudiera aflojarse el pañuelo y gritar otra vez…
—Me atiende, ¿verdad? —dijo Prior y le dio un golpe—. Perdóneme, querido
amigo —añadió suavemente—, pero esto es muy importante. Verá usted que el
auténtico elixir de la vida es la sangre. La sangre es la vida, ya lo sabe usted, y mi
gran descubrimiento no es otro que el haber logrado la inmortalidad del hombre,
devolviéndole su juventud cuando lo amerite… Uno sólo necesita sangre de alguien
que lleve en sí la de cuatro razas, la de los cuatro colores, blanca, negra, amarilla y
roja… Su sangre es única, amigo mío, porque reúne esas cuatro cualidades… Ya
tomé bastante de su sangre aquella noche, cuando se desvaneció usted… Yo soy el
vampiro que se la tomó, ya lo ve… —y se echó a reír de buena gana—. Pero su
sangre no me hizo el efecto que esperaba… Quizá la droga que le di para que

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durmiese destruyó gérmenes vitales. O quizá no tomé la cantidad necesaria… Pero en
esta ocasión lo haré, créame.
Desmond no había perdido el tiempo; todo el rato había estado intentando aflojar
el pañuelo con los dientes, tirando de él hasta que consiguió deslizar su nudo de la
nuca al cuello. Ya tenía liberada la boca, así que dijo:
—No es cierto lo que dije sobre mi sangre china. Bromeaba, nada más. Toda la
familia de mi madre proviene de Devon.
—No puedo culparle —dijo Prior—; yo también diría lo mismo si estuviese en su
lugar.
Y volvió a taparle la boca, fuertemente, con el pañuelo. La vela daba ahora mucha
luz, desde donde estaba, en un nicho.
Desmond vio entonces con claridad que en los otros nichos había ataúdes. Se
preguntaba qué haría aquel loco con su cadáver cuando todo hubiese acabado.
Comenzó a sangrarle de nuevo la pequeña herida que tenía en el cuello. Notó la
sangre tibia resbalando por su cuello. Se preguntó si no volvería a desmayarse, sentía
que le iba a pasar.
—Hubiese preferido traerle aquí el primer día, cuando llegó a mi casa… Pero
Verney se puso a beber pintas y más pintas de cerveza, no pude contar con él…
Además, hubiera sido una cruel pérdida de tiempo.
Prior guardó silencio unos instantes, mirándolo fijamente.
Desmond, consciente de su debilidad física, desesperado por momentos, quiso
hallar alivio preguntándose si todo aquello no sería una pesadilla, un sueño terrible y
enloquecido; el dolor físico no le hacía abandonar ese pensamiento, pues las cosas,
como en los sueños, se hacían más y más enrevesadas, más y más terribles. En aquel
lugar parecía haber algo aún más aterrador que el propio Prior. No, no era su sombra.
La sombra de Prior era negra y llegaba hasta una arcada del techo de la cripta. Lo
otro era blanco y pequeño. Pero parecía agrandarse; era como una simple línea
blanca, pero se estiraba más y más, hasta hacerse larga, estrecha, y parecía emerger
desde un ataúd que tenía frente a sí.
Prior seguía mirándole en silencio, contemplando cómo se debatía. Las
emociones, sin embargo, parecían agostarse en los sentidos cada vez más debilitados
de Desmond. En sueños, si uno grita puede despertarse; pero él no podía gritar. En
sueños, uno puede tomar la decisión de moverse, y se mueve, despertándose
igualmente… Pero no podía hacerlo.
Lo que se movía allí era otra cosa. Se levantó lentamente la tapa chirriante de un
ataúd y emergió una forma espantosa, con un sudario blanco, que se abalanzó sobre
Prior haciendo que rodase por el suelo de piedra de la cripta, en silencio, sin lucha.
Lo último que pudo escuchar Desmond antes de desmayarse fue un horrible chillido
de Prior; lo último que vio fue que el sudario blanco se dirigía hacia donde estaba él.

—Ya ha pasado todo —fue lo siguiente que escuchó; era la voz de Verney, que le

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ofrecía un poco de brandy—. Ya está usted a salvo… Prior está encerrado y atado en
el laboratorio… Todo está bien.
Desmond miró con horror hacia el ataúd del que había visto salir el sudario
blanco.
—Era yo… Fue lo único que se me ocurrió para salvarlo a usted… ¿Puede
caminar? Permita que le ayude… Vamos, saldremos sin problemas, he dejado abiertas
las puertas.
Desmond hubo de cerrar los ojos ante la luz diurna, que nunca creyó que volvería
a ver. Allí estaba al poco, de nuevo en la tumbona del césped, mirando ahora el reloj
de sol que había en la fachada de la casa. Todo había sucedido en menos de cincuenta
minutos.
—Cuénteme —pidió a Verney, que comenzó a contárselo todo sucintamente,
haciendo alguna corta pausa—. Quise prevenirle, recuerde que salí a la ventana… Al
principio creí en la valía de sus experimentos, estaba plenamente convencido… Por
aquel entonces yo era muy joven aún, y bien sabe Dios cuánto he pagado por ello.
Pero cuando lo vi llegar a usted, me acordé de golpe de lo que les había pasado a
otros que vinieron a esta casa… Lopez, esa bestia, se encargaba de ellos después de
emborracharse. Es un bruto inhumano. Yo hablé con Prior la primera noche, y me
prometió que no le haría nada a usted… Pero lo hizo.
—Debió de avisarme…
—Usted no estaba como para oír ciertas cosas. Prior, además, me prometió que le
dejaría ir en cuanto se recuperase. Quise confiar en él de nuevo, pero cuando le oí
contar lo de la llave y la cripta, bien… supe lo que pasaría… Así que tomé una
sábana, y ya sabe el resto…
—¿Y por qué no intervino antes?
—No me atrevía… Una vez allí me paralizó el miedo. Él me hubiese destrozado
de haberme descubierto. No paraba de moverse de un lado a otro. Tenía que
sorprenderlo de repente, cuanto estuviese descuidado y quieto; aproveché el instante
en que realmente pudiera creer que un muerto salía de su ataúd para defenderlo a
usted, eso le paralizaría… Bueno, voy a preparar el caballo y el coche para llevarlo a
usted a la comisaría de policía de Crittenden. A Prior vendrán a buscarlo para
encerrarle. Todo el mundo sabe que está loco de remate, que es un loco peligroso.
—Pero usted… La policía… ¿No corre peligro?
—No, estoy a salvo… Nadie me conoce, salvo ese maldito loco; y nadie creerá lo
que diga… Nunca envió las cartas que escribió usted a sus amigos, ni escribió él
mismo a su amigo Prior para que viniera a reunirse con usted… No he podido dar con
López; debió sospechar algo y se largó.
Pero no pudo hacerlo. Lo encontraron mudo, lloriqueante, tembloroso, escondido
en la cripta. Llegaron varios policías, media docena de ellos, por lo menos, para
llevarse al viejo loco de la casa encantada. El señor enmudeció tanto como su criado.
No dijo una palabra. No volvería a hablar desde aquel día.

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Notas

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[1] No estaría de más recordar que fue una mujer, Irene Bessière, en Le récit
fantástique (Librairie Larousse, col. Thèmes et Textes”, Paris, 1974), la que
propondrá una de las definiciones de lo fantástico en la literatura más interesantes
que se han hecho hasta la fecha: Lo fantástico (…) supone una lógica narrativa a la
vez formal y temática que, sorprendente o arbitraria para el lector, refleja, bajo el
juego aparente de la invención pura, las metamorfosis culturales de la razón y de lo
imaginario comunitario. Lo fantástico no es sino uno de los caminos de la
imaginación, cuya fenomenología semántica surge a la vez de la mitografía, de la
religiosidad, de la psicología normal y patológica y que, por eso mismo, no se
distingue de aquellas manifestaciones aberrantes de lo imaginario o de sus
expresiones codificadas en la tradición popular. Pág. 10. <<

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[2] Publicada en 1989 por The Feminist Press at the City University of New York. <<

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[3]
Stefan Bollmann: Las mujeres, que leen, son peligrosas. Maeva Ediciones,
Madrid, 2006. Págs. 29-31. <<

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[4] Pouvoin de l’horreur. Essai sur l’abjection, Editions Seuil, col. “Tel quel”, Paris,

1980. Págs. 41-67. <<

www.lectulandia.com - Página 337


[5] Sandra Gilbert y Susan Gubar: The Madwoman in the Attic: The Woman Writer

and the Nineteenth-Century Literary Imagination, Yale University Press,


Connecticut, 1979. <<

www.lectulandia.com - Página 338


[6] El horror en la literatura, Alianza Editorial S. A., col. El Libro de Bolsillo,

Madrid, 1984. Pág. 7. <<

www.lectulandia.com - Página 339


[7] Óp. cit. 3. Pág. 28. <<

www.lectulandia.com - Página 340


[8] Rafael Llopis: Historia natural de los cuentos de miedo. Ediciones Júcar, col. La

Vela Latina, Madrid, 1974. Pág. 35. <<

www.lectulandia.com - Página 341


[9] Ibídem. Pág. 37. <<

www.lectulandia.com - Página 342


[10] Lisa Tuttle (Editora): Skin of the Soul: New Horror Stories By Women. The

Women’s Press, Londres, 1990. Pág. 11. <<

www.lectulandia.com - Página 343


[11]
Stefan Bollmann: Women Who Write. Merrell Publishers Limited, Londres /
Nueva York 2007. Pág. 48. <<

www.lectulandia.com - Página 344


[12]
Stefan Bollmann: Women Who Write, Merrell Publishers Limited, Londres /
Nueva York, 2007. Pág. 13. <<

www.lectulandia.com - Página 345


[13] El nombre de la localidad es un tanto curioso: literalmente, Obispo que lleva

boca, mejor que La boca del obispo. (N. del T.) <<

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[14] La Virgen María llama así a Elizabeth, sin duda porque el nombre de Jemina

significa paloma, cálida, afectuosa. El de Jemina es, para la mitología religiosa de


inspiración judeocristiana, el nombre de la primera de las hijas de Job, las cuales
fueron las mujeres más hermosas de toda la región. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 347


[15] Hubo, en efecto, un doctor Clanny, médico de mineros, que inventó una lámpara

para éstos en 1813, perfeccionada por él mismo en 1816. No consta, sin embargo, que
escribiese obra alguna sobre lo que sugiere la autora, ni que inventase cualquier otro
tipo de lámpara. Constan sólo varios trabajos suyos que contienen la explicación de
su invento, así como otros acerca de las prevenciones que, en aras de su seguridad,
habrían de observar los mineros en su trabajo. (N. del T.) <<

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[16] El doctor Clanny me ha informado personalmente de que Mary Jobson es en el

presente una joven muy bien educada y respetable. (N. del A.) <<

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[17] Referencia a las primas Julie de Wolmar y Claire d’Orbe, personajes de la novela

epistolar de Jean-Jacques Rosseau Julie ou la nouvelle Héloïse (1791). (N. del T.) <<

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[18] A toda velocidad. (N. del T.) <<

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[19] Alma condenada. (N. del T.) <<

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[20] Cortina que cuelga en una puerta. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 353


[21] Referencia a Sarah Biffin (1784-1850), pintora británica sin brazos que pintaba

con la boca. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 354


[22] Referencia al general James Wolfe (1727-1759), jefe británico del ejército que

derrotó a los franceses en Canadá. Murió en la batalla de las llanuras de Abraham.


(N. del T.) <<

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[23] Referencia a la historia de «Scratching Fanny». En 1762 provocó sensación en

todo Londres la historia de Fanny Lynes, antigua residente en una habitación de este
callejón, que dos años antes había muerto de viruela cuando convivía con su amante,
quien había enviudado de su hermana y con el que se había fugado. Supuestamente,
Fanny empezó a aparecerse a los dueños de la casa de huéspedes acusando a su ex
amante de haberla asesinado, manifestándose mediante arañazos en las maderas (de
ahí el nombre) y golpes. En todo Londres, el escándalo (y el entretenimiento)
consiguiente fue considerable. Está generalmente considerado como un fraude. (N.
del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 356


[24] «Davey Jones’ Locker» es, en argot marinero, «el fondo del mar», el lugar de

descanso de los marineros muertos. (N. del T.) <<

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[25] Una superstición compartida entre algunas de las clases más bajas de Francia (N.

del T.) <<

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[26] Arenoso, de color terroso. También se llama así al cabello rubio rojizo. (N. del T.)

<<

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[27] No existe tal santo. Es una broma de la autora, que alude a lord John Avebury

Lubbock (1834-1913), contemporáneo suyo y hombre muy popular en su tiempo,


autor de la llamada Ley de Fiestas Bancarias (Bank Holiday Act) y de la ley para la
reglamentación de las horas de trabajo. Lubbock, además de legislador y miembro de
la Cámara de los Lores, fue un notable naturalista con abundante obra publicada al
respecto. (N. del T.) <<

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[28] Alboroto, desorden. (N. del T.) <<

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[29] Alude a la leyenda bíblica (Primer Libro de los Reyes 2, 23-24) que refiere uno

de los primeros milagros del profeta Eliseo el Calvo, discípulo de Elías: «De allí
subió a Betel, y según subía por el camino salieron unos muchachos y se burlaron de
él, diciéndole: ¡Calvo, sube! Se volvió Eliseo a mirarlos, y los maldijo en nombre del
Señor, y salieron del bosque dos osos que destrozaron a cuarenta y dos de los
muchachos». (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 362


[30] Tontorrón. (N. del T.) <<

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[31] Borrachuzo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 364


[32] Precipitado, impulsivo. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 365


[33] Valentón, envalentonado. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 366


[34] Zorra. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 367


[35] Giouse Carducci (1835-1907), premio Nobel de Literatura en 1906. Su Himno a

Satanás data de 1863. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 368


[36] Loor a ti, Satanás, Señor de los Rebeldes, / Fuerza vindicativa de la Razón, / El

que con su incienso y sus votos / Fumiga y vence al Jehová de los sacerdotes. (N. del
T.) <<

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[37] El Refugio. (N. del T.) <<

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