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I.

La historia va más o menos así:

Pasé por el Agua de Sol al Cruce de Caminos y me eché mis dos cafeces (no sin antes pelear con la
tapa del frasco) y una platicada de ayeres y mañanas.

Saliendo me topé con un señor que iba apurado, pero que de repente se regresó y a los pocos
segundos me alcanzó.

"Oiga, vi de dónde acaba de salir, acabo de preguntar si venden los libros que tienen ahí, pero me
dijeron que no... ¿no sabe qué libros tienen?"

Luego de explicarle, mientras caminaba casi trotando, me dijo que buscaba libros de inglés para
aprender, y "de química y eso". Le comenté del mercado de arte del Barrio Antiguo, pero al final le
terminé recomendando darse una vuelta a Guerrero, a los libros usados.

Luego, lo inevitable. "¿Y a dónde va?, ¿y usted?, ¿vive lejos de aquí?, ¿cuánto le hace caminando?"

Al señor, de quien lo único que no pregunté fue su nombre, le gusta caminar; hace cerca de una
hora de su casa en la Buenos Aires a su trabajo en el ISSSTE (al que nunca le quitó el "LEÓN"),
donde lleva dos años siendo guardia, aunque a veces se aburre del turno de noche y le gustan más
otros turnos, donde puede ser más activo. Los fines de semana vende en un mercado por su
colonia.

"Me gusta mucho caminar, o será que ya me acostumbré, pero así cuando hay tiempo me agarro
caminando, nomás a ver cuánto hago y hasta dónde llego, pero cuando se me hace tarde tomo el
camión, aunque ese nomás hace como diez minutos"

Así como vino se fue, justo en el cruce de Matamoros y Juárez, se despidió de mí. "Bueno, yo me
voy por esa calle", y antes de que pudiera tomar la decisión de acompañarlo el resto del camino,
se perdió entre la multitud.

"Ni pedo".

Terminé mi camino a pie, ya me había quedado picado. Todo Matamoros hasta llegar a la Prepa 2,
de ahí me metí por la Chepe Vera y salí a las vías, luego al campus y finalmente la USP.

Tardes mágicas, ha de ser el Sol.

II.

Bajó del camión y se dirigió a la salida, a la esquina donde viven los teléfonos públicos, allá por la
Central de Autobuses. Marcó el número de casa; sintió pasar por cada tecla del teléfono, con su
teclado chicloso y bocina pesada; luego del tono, allá le respondieron y acá él comenzó su
discurso.

Que sí, vieja, que llegué bien. Que no, vieja, que no me duele nada. Que sí, vieja, que mañana
mismo empiezo a buscar trabajo. Que no, vieja, que no te preocupes.
Revisó las bolsas de su pantalón. Colgó.

Le habían volado la cartera.

"Pinches putos", murmuró, mientras sus puños temblaban de coraje.

Bienvenido a Monterrey, primo, pásele a lo barrido.

III.

-Bien me lo decía mi padre: 'cría cuervos y tendrás muchos'- Dijo mientras veía el vacío azul
grisáceo de algo así como el cielo de la Ciudad, tirado en la banqueta de la Avenida Juárez, y
extendió la mano como queriendo alcanzar una de esas invisibles estrellas.

-Ya andas pedo, Juan-, le respondió su interlocutor, que sostenía una caguama en la mano
mientras intentaba no morir de soledad en el escalón de una tienda cerrada.

-No, no, te juro que así me decía, es que a mi apá no le gustaba equivocarse y decía puras cosas
así, porque decía que a veces se nos olvidaban las cosas sencillas-, sonrió.

-Y por eso se te olvida cuántas copas te avientas, ¿no? -, lo retó Julián, todavía sentadito sintiendo
cómo se movía el piso bajo sus pies.

-No, Julián, yo hace diez años que no tomo un sólo trago, nomás me salgo a beber la noche, a
apestarme de los aromas del Centro cuando está oscuro, pos total, ¿a qué vinimos sino a gozar y a
recordar? -

-Pos has memoria, pues, ¿dónde dejamos el carro?

Cuando amaneció, Juan y Julián habían desaparecido.

IV.

Lunes.

Ruta dos, seis treinta de la mañana. Apenas se ven los rayos de Sol entre las nubes, afuera está
fresco, adentro hace un frío absurdo.

Poco a poco la marcha se hace más y más lenta. Ha bajado exponencialmente desde que lo
abordé, en la Estación Félix U. Gómez. Cruzamos Cuauhtémoc y apenas avanzamos.

Caras de molestia, rencor. Luces rojas y azules nos sacan del letargo; hay cientos y cientos de
personas en la calle.

Taxis hasta donde alcanza la vista y una fila interminable de gente que camina al metro
arrastrando maletas y objetos que hacen la misma función: cajas de huevo, bolsas de plástico
grueso, como de cobijas, grandes costales, jícaras, calabazas, rendijas de madera que seguro
todavía huelen a tomate, cajas de plástico amarradas a un hilo, y todo aquello que la imaginación
del paisano puede concebir.

A mi derecha un hombre trajeado viendo constantemente la hora en su celular. A mi izquierda un


obrero medio muerto, de esos que uno se topa y que no sabe si va o si viene, y que luego no
vuelve a ver jamás excepto cuando sí, porque descubre que para las seis y treinta él ya está en el
camión desde quién sabe dónde y se baja quién sabe cuándo.

El camión se detiene por enésima vez y la veo. Una chica sencilla, vestida con lo que parece ser
una pijama: pants grises, blusa negra holgada. Está parada junto a una maleta de la mitad de su
estatura, encima de ella una colcha doblada a las carreras y una almohadita celeste que hace
juego con un gorro que sostiene en su mano izquierda. El cabello lacio cayendo sobre sus ojos
todavía con sueño. Una sonrisa en el rostro.

Lunes y seis cuarenta y siete de la mañana.

Sé que, al menos para ella, valió la pena.

Bienvenidos de regreso a Monterrey.

V.

Crónicas del taxímetro.

Además de ver con ojos de perrito los números para no pasarme de lo que traigo en la bolsa, el
viaje en taxi siempre resulta ser bastante interesante.

Será el sereno o los asegunes; hace tiempo abordé uno, allá por el sector San Bernabé, en el que el
chofer me comentó, entre consternado y acostumbrado, cómo habían encontrado al cadáver de
su amigo (que llevaba días desaparecido) y que esa sería la última corrida del día antes de asistir a
su velación; luego hace poco un taxista me tiró carro sobre mi cabello y terminamos hablando de
la música vallenata (que dará para una anécdota más extensa), hasta que finalmente me regaló un
disco de música que normalmente se queda en Colombia y no llega para estos rumbos (la más
significativa, una canción con harmónica).

Hoy fueron dos. El de ida, ex-baterista de una banda norteña al que le gusta de todo (y me lo
demostró con su repertorio musical) menos "el rock", porque su único referente es el death metal
que escucha su prima. Y el de regreso, que no habló mucho, pero me comentó por qué le gusta
más andar de noche por la Ciudad.

A veces hasta me creo que soy psicólogo.

A veces, sólo recuerdo que soy humano.

Me gustan las Ciudades de la Ciudad.

VI.
Hoy salí a caminar después de mucho tiempo; el destino, Apodaca.

La lluvia (y el granizo) me regresó temprano, pero pienso volver. Hacía ya años que no veía
luciérnagas en la Ciudad, y que no escuchaba las risas de niños jugando en las calles (en mi calle
también juegan, pero no es lo mismo cuando comienzan a gritarse maldiciones entre ellos).

Pos qué bonito es Apodaca y qué bonito es el Mezquital; ya luego lo visitaré con calma (o con
paraguas... o casco).

VII.

Los hombrecitos.

Regresaba del sur de la Ciudad a bordo de un camión a punto de caerse a pedazos que más de una
vez me lanzó del asiento.

Me gusta esa ruta porque pasa dentro de varias colonias, bastante vivas por las noches y los fines
de semana; esa misma noche vi con nostalgia a dos niñas haciendo su tarea en un balcón frente a
la primaria...

Pero la verdadera historia, chiquita, ocurrió cuando nos incorporamos a una de las avenidas
principales de San Nicolás. Luego de sortear algunos semáforos, quedamos atrapados cerca de una
calle con nombre de Cerros.

Y ahí estaban ellos, los hombrecitos.

Sentados como estaban, parecían más pequeños que yo, y más frágiles; sus rostros confundidos
por el tráfico, su cara de foráneos, exploradores de tierras extrañas. Sus cabezas pequeñas dentro
de los gruesos cascos y sus ojos cansados.

Uno de ellos me miró fijamente y correspondí a través de la ventana. Sus ojos estaban vidriosos y
su expresión parecía gritar que él no quería estar ahí. Pero ahí estaba, y ahí estaba yo también.

El camión aceleró y los perdimos. Luego de las miradas, me quedó un vacío de esos que se llenan
llorando, pero que nunca me atreví a llenar.

Primer encuentro de frente con la Policía Militar. Los hombrecitos.

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