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La democracia inasible

Por una historia conceptual de la política moderna

El difundido y profundo rechazo a la democracia a lo largo del siglo XIX y buena

parte del siglo XX es uno de los tópicos al mismo tiempo más preocupantes y menos

abordados por los estudiosos de la historia política latinoamericana. Aunque perturbador,

su sentido y origen no parecen plantear ningún interrogante digno de consideración

detenida: el mismo trasuntaría, de forma muy evidente, arraigados prejuicios entre la élite

local, que tendrían raíces sociales, culturales o históricas más generales. En este marco, sin

embargo, el estudio de los debates suscitados en torno de dicho concepto pierde toda

relevancia. Éstos nos ilustrarían acerca de circunstancias, puramente externas, que

impedirían la correcta comprensión (o aplicación práctica) del concepto moderno de

democracia; en todo caso, remitirían a cuestiones de orden estrictamente fáctico, que no

hacen a su concepto. Si queremos hallar un sentido sustantivo a estos debates, resulta, en

fin, imprescindible desmontar las premisas de cuño teleológico desde la cual fueron hasta

ahora leídos. Según se busca demostrar aquí, sólo un trabajo sobre los conceptos permite

calibrar la naturaleza profundamente dilemática del tipo de cuestiones a las que los actores

del periodo se enfrentaban. Sólo un reenfoque tal puede asimismo rescatar el caso

latinoamericano del lugar de una mera anomalía local, sin relevancia ninguna para la

historia político-conceptual occidental, en general en que se encuentra colocado, y

reinscribirla como parte inherente y constitutiva suya.

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Democracia y emancipación

En primer lugar, el estudio de las fuentes del periodo nos obliga a matizar la

afirmación de la existencia de un rechazo a la democracia. Analizando las mismas, lo que

se observa, en realidad, es cierta ambigüedad característica. Por un lado, encontramos

reiterados elogios a la democracia en tanto que el rasgo distintivo que identifica a nuestro

sistema institucional. Incluso órganos conservadores como El Orden podrían así asegurar,

sin necesidad de mayor justificación, que “hay ciertos principios sobre los cuales no es

permitida la duda, a los republicanos, sin hacerse reos de lesa democracia”.i Esta

reivindicación de la democracia como un rasgo de identidad coexistirá, sin embargo, casi

sin transiciones con recurrentes y acendradas críticas a la misma. Ello, sin embargo, no

cuestiona lo dicho anteriormente en cuanto a la existencia de un cierto consenso casi

unánime en torno a ella. Para entender esta aparente paradoja, la ambigüedad valorativa de

que la democracia fue objeto, es necesario internarnos en el terreno semántico y observar

las fluctuaciones significativas (y no sólo valorativas) que el término experimentó.

Aquí es necesario introducir una primera distinción entre dos términos

estrechamente asociados al concepto de democracia: los vocablos pueblo y plebe. El

segundo, como sabemos, tenía una carga peyorativa. Sin embargo, más allá de las

valoraciones opuestas de que ambos términos fueron objeto, existía una diferencia de orden

conceptual entre ellos mucho más fundamental y que los historiadores suelen perder de

vista al interpretarla simplemente como una muestra de los prejuicios antidemocráticos y

antipopulares de las élites locales. La idea de pueblo suponía un principio de totalidad. El

concepto de plebe, en cambio, remitía a un sector particular de la sociedad, que es aquél

con que se designaba en la Antigüedad al demos.

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En efecto, en su origen, la idea de democracia se inscribía dentro de una teoría de

las formas de gobierno, la cual se prolonga hasta el siglo XIX. Esta teoría se articulaba en

torno a la pregunta de cuál debía ser aquella parte de la comunidad que gobernara al resto:

uno, varios o muchos (siendo que no era en absoluto claro que el gobierno de los muchos,

la plebe, sea la mejor dc las alternativas). Esta asociación de democracia y “pueblo bajo” se

sostenía, en última instancia, del supuesto de que siempre una parte debe gobernar y otra

ser gobernada. Que todos puedan ser simultáneamente soberanos y súbditos resultaba

simplemente inconcebible. La identificación de un sector particular (como la plebe) con la

totalidad social (el pueblo) sólo podía establecerse por medios retóricos, pero para los

actores del periodo éstos mantendrían aún su carácter como tales. Pasarían todavía muchos

años antes de que algunos de estos usos retóricos se sedimentaran y naturalizaran en el

lenguaje político perdiendo su contenido claramente ideológico.

A lo largo del siglo XIX, se superpondrán ya, en realidad, dos sentidos distintos del

concepto de democracia. Analizando las fuentes del periodo puede observase una doble

cadena asociativa que lleva, por un lado, a comprender la democracia como índice de la

soberanía popular, y, por otro, como una forma de gobierno. Ambos sentidos nunca

llegarían a identificarse mutuamente. En el primero de los casos, en tanto que índice de la

soberanía popular, la democracia constituiría el contenido genérico de todo régimen

postradicional. Privados ya de garantía trascendente alguna, los nuevos gobiernos nacidos

de la revolución sólo podrían fundar su legitimidad en el consentimiento de los sujetos. Sin

embargo, este contenido democrático genérico aceptaría, por ello mismo, diversas

traducciones en el plano institucional. Como decía Juan Bautista Alberdi: “la democracia

reside en la soberanía popular, principio conciliable con todas las formas de gobierno”.ii

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“La misma calidad hereditaria del poder”, asegura, “no desvirtúa la democracia, si la

sucesión ha sido instituida y puede ser abolida por el pueblo”.iii

La naturaleza problemática de la democracia reside, sin embargo, en el hecho de

que este carácter genérico suyo que hace que la misma admita diversas traducciones

posibles en el plano institucional, impide, al mismo tiempo, su completa coincidencia con

ninguna de ellas. En última instancia, la institución de un orden cualquiera que fuere

supondría la cancelación o suspensión transitoria de la democracia en tanto que

manifestación de la soberanía popular. Inversamente, su manifestación conllevaría la puesta

en suspenso toda autoridad. Como aseguraba Mariano Moreno, la soberanía es, por

definición, “indivisible e inalienable”, “de aquí es”, concluye, “que, siempre que los

pueblos han logrado manifestar su voluntad general, ha quedado en suspenso todos los

poderes que antes los reglan”.iv

La democracia remitiría a un plano anterior a toda forma instituida de gobierno, se

identificaría, en fin, con el poder constituyente, cuya emergencia supondría la destitución

del ordenamiento existente. Habría así una incompatibilidad de principio entre democracia

y gobierno. Como indica a continuación Moreno, inversamente, bajo un régimen instituido,

la soberanía sólo podría ejercerse en un plano privado; no así en la arena pública, en que el

ciudadano permanece subordinado la Ley y, en definitiva, sometido a la voluntad de su

portadora, la autoridad establecida.

De que resulta, que si en actos particulares, y dentro de su territorio, un


miembro de la federación obra independientemente como legislador de sí
mismo, en los asuntos generales obedece en clase de súbdito a las leyes y
decretos de la autoridad nacional.v

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Toda institución de un gobierno supone, de hecho, el término de la igualdad,

conlleva necesariamente una escisión operada en el seno la sociedad por la cual los sujetos

se recortaran en gobernantes y gobernados. La doble naturaleza del concepto de democracia

esconde así otra paradoja más fundamental: si la democracia es la esencia genérica de todo

gobierno postradicional, también lo es la aristocracia. Como señalara Cornelio Saavedra en

su réplica a Moreno: “Esta distinción, consideraciones y premios de servicios efectivos

[sobre cuyas bases se forman los gobiernos] son los que constituyen el verdadero honor de

los hombres sea también cual fuere el sistema que domine a las sociedades.vi

Tras la independencia, la democracia se convertiría así al mismo tiempo en un

destino y un problema. En tanto que índice de la soberanía popular, constituiría el

contenido genérico de todo gobierno postradicional, el cual, sin embargo, no encontraría

nunca, por definición, una expresión en el plano político (“las mayorías”, decía Alberdi,

“tienen el gobierno platónico del mundo; las minorías tienen el gobierno real”). En la

medida en que la institución de una forma de gobierno involucraría la partición de la

sociedad, la democracia aparecería como algo siempre aludido, pero siempre elusivo,

inexpresable.vii Y ello no sólo en cuanto a los modos de su realización práctica, sino que

haría a su mismo concepto. Ésta resultaría inevitablemente equívoca, en la medida en que

remitiría simultáneamente a dos planos distintos: el de los fundamentos del poder y las

formas efectivas de su ejercicio.viii

Esto explica la coexistencia (muchas veces en un mismo párrafo), aparentemente

contradictoria, de reivindicación y crítica de la democracia. Estas críticas, en que los

historiadores de ideas sólo alcanzan a descubrir la persistencia de prejuicios

antidemocráticos, referirían precisamente a aquellos intentos de suprimir esta ambigüedad

inherente a su concepto, esto es, a la empresa (entendida como en última instancia

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irrealizable, por definición) de pretender darle a ese contenido genérico una expresión

unívoca en el plano político-institucional.

Llegamos aquí a la reformulación fundamental a que conduce una aproximación al

tema de la democracia en el siglo XIX desde un punto de vista histórico-conceptual. La

democracia no referiría, en realidad, a ningún objeto, nada que la defina de un modo

determinado o determinable (ningún conjunto de principios, máximas o instituciones), sino

que designa, básicamente, un problema: cómo operar el tránsito hacia la institución de un

poder coercitivo, cómo producir la partición de la sociedad, sin dislocar el sustrato

igualitario que forma ahora su premisa. Y este no sería en absoluto sencillo de resolver.

Para hacerlo sería antes necesario que la noción de democracia perdiera su naturaleza dual.

Y ello supondrá, a su vez, un doble movimiento por el cual, por un lado, ésta estrechará su

contenido cortando su vínculo genérico con la soberanía popular y se verá reducida a una

mera forma de gobierno (la cristalización de la soberanía popular se convertirá así en una

mera cuestión de ingeniería política), y, por otro lado, ampliará su sentido convirtiéndose

en la única forma legítima: producida esta reducción, el término opuesto a la democracia

(su contraconcepto) ya no va a ser la aristocracia o la monarquía sino el autoritarismo.

Vemos aquí también hasta qué punto las perspectivas teleológicas obstaculizan la

comprensión histórica. Más que al descubrimiento progresivo de alguna verdad eterna, del

“auténtico” sentido de democracia representativa moderna, los actores del periodo se

enfrentarán a la tarea, mucho más ardua, de obturar sus inconsistencias inherentes y

desarrollar aquellos puntos ciegos a partir de los cuales erigir el conjunto de idealizaciones

que permitirán naturalizar expresiones que en su origen eran simplemente contradictorias,

como la de democracia representativa. Una reconstrucción más rigurosa del lenguaje

político del periodo, del sentido que tenían las categorías involucradas, obliga así a

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replantear el tipo de interrogantes con que abordamos la cuestión. La pregunta que aquí

surge ya no es por qué los actores del periodo no lograron entender (o implementar) la idea

moderna de democracia representativa, a la que se la supone autoevidente, sino cómo

explicar esta falla en el proceso de naturalización por el cual el término democracia va a

perder esta doble naturaleza que tendría en su origen.

En definitiva, sólo este trabajo sobre los conceptos permite recobrar un sentido

sustantivo para los debates del periodo y calibrar la naturaleza profundamente dilemática

del tipo de cuestiones a las que sus actores se enfrentaban. Y, de este modo, rescatar

también el caso latinoamericano del lugar de una mera anomalía local, sin relevancia

ninguna para la historia político-conceptual occidental, en general, y reinscribirla como

parte inherente y constitutiva suya.

i
“La verdad de la oposición y la sentencia de los partidos”, El Orden 899, 26 de agosto de
1858.
ii
Juan Bautista Alberdi, Escritos póstumos. vol. XII, p. 113, itálicas agregadas.
iii
Alberdi, Fragmento preliminar al estudio del derecho (Buenos Aires: Biblos, 1984), p.
256.
iv
Mariano Moreno, “Sobre el Congreso”, en Escritos políticos y económicos (Buenos Aires:
La Cultura Argentina, 1915), p. 284.
v
Moreno, “Sobre el Congreso”, en Escritos, pp. 299-300.
vi
Cornelio Saavedra, Memoria autógrafa (Buenos Aires, Carlos Pérez Editor, 1969), pp. 9-
10.
vii
Alberdi, Escritos póstumos (Buenos Aires: Imprenta Cruz Hnos., 1899), vol. XII, p. 264.
viii
Como señala Pierre Rosanvallon, “bien lejos de corresponder a una simple incertidumbre
práctica sobre sus distintos modos de funcionamiento, el sentido flotante de la democracia
participa fundamentalmente de su esencia. Alude a un tipo de régimen que no ha dejado de
resistirse a una categorización libre de discusiones” [Pierre Rosanvallon, Por una historia
conceptual de lo político (Buenos Aires, FCE, 2005), pp. 21-22].

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