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Huaorani

Muchas costumbres huaorani solo permanecerán mientras viva la


generación Huepe. Aquí con su bodoquera y su pote de curare.
No es fácil describir a un pueblo tan original, poseedor de una reputación de despiadada
ferocidad; ni es fácil que la sociedad occidental comprenda su manera de pensar y de vivir.
Existen muchos relatos y libros acerca de ellos, muchos cargados de fantasía o que se concentran
únicamente en los cruentos detalles de su historia bélica.

Este pretende ser un relato diferente. No es un análisis antropológico, tampoco la exaltación de


un mito ni la descripción de la guerra de las lanzas que vivió este pueblo hace no más de 40 años.
Aquí intento retratar una faceta poco conocida que me brindaron algunos de los miembros más
viejos de esta fantástica cultura en los tres años que viví entre ellos, y que, ojalá, ayude a que
nos acerquemos a su verdadero corazón. Estos viejos son un ejemplo de lo que puede alcanzar el
ser humano a través de generaciones de vivir inmerso en la naturaleza, en Dios y en sus
congéneres. Lo que relato aquí es lo que me han permitido ver y entender estos personajes.
Seres únicos, cada uno arquetipo de las diferentes expresiones humanas reducidas a su forma
más pura e inalterada. Nadie pretende ser como nadie y cada quien es simplemente quien es.

Fluidos y dinámicos, sin atadura a cosa alguna, acostumbrados a nada, totalmente desprendidos,
viviendo únicamente en el presente. Siempre están listos a saltar y correr o a entregarse desde la
madrugada a horas enteras de cánticos. Más fuertes que ninguno pero sin sentido de su propia
fuerza o de la perfección de su cuerpo. ¡Qué manera de reír, qué manera de gozar! Con una
sinceridad completa en cada movimiento, en cada frase y en cada silencio. Uno no puede menos
que conmoverse ante la perfecta integración que parecen haber logrado entre sus mentes,
espíritus y cuerpos, y a la vez con la energía divina del universo. Son soberanos absolutos: libres
de dudas, libres de ataduras y de caos interno.

Sin embargo, hay que hacer un esfuerzo sincero para llegar a conocerlos ya que son personas que
viven adentrados en sí mismos. Si no te das cuenta de que son como un espejo en el que se
refleja tu propio estado de conciencia, te puedes decepcionar profundamente. En la mayoría de
ocasiones dirán lo que quieres escuchar y harán lo que quieres ver y esto dura hasta que les da la
gana. Son capaces de robarte todo lo que has traído y dejarte botado en medio del monte o verte
como a un árbol de frutas del que pueden cosechar todas sus posesiones materiales. A mí, creo
que por la actitud sincera con que llegué, siempre me trataron como a un amigo y no me robaron
más que el corazón. Yo fui sin prejuicios, sin deseos de ninguna clase, no llevé mucho más que
mis manos para trabajar. Creo que por eso tuve el privilegio de que me llamaran huebeca
huaorani. Ese es mi consejo para quien quiera conocerlos: que vaya con el corazón sincero y que
llegue donde los viejos, que son los que nunca cambian; que se acerque como a hermanos de la
misma patria, aunque la mayoría de ellos, especialmente los de más edad, ni siquiera sepan que
viven en el Ecuador.

No comprendo hasta ahora que Huepe, un anciano de Quehueiriono, nunca duerma. Durante dos
semanas fui el primero en despertarme y el último en cerrar los ojos, solo para intentar verlo
descansar. Sentado cómodamente en su hamaca, mientras hilaba chambira, Huepe no dormía la
noche entera. Me despertaba en la madrugada, junto al fogón que se había apagado al costado de
mi hamaca.

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Huepe lo prendía y se retiraba riendo, como si supiera de mi plan para sorprenderlo durmiendo. En todas las
visitas que después hice a su casa, jamás lo vi dormir, ni siquiera acostarse para descansar. Al ver su cuerpo
de madera dura y sus brazos de sólida piedra, tuve que preguntarle “Huepe, ¿cómo lo has logrado?, tienes casi
cien años y estás más fuerte que cualquiera’. Él me respondió: “No hay nada de vago en mi cuerpo, siempre
estoy caminando y mi mente está libre”. En ese momento me di cuenta que estaba ante la presencia de un
maestro.

Estábamos un día juntando leña para sus dos mujeres. Cada una tiene su propia casa, y él ahora vive con la
más joven. Había una gran cantidad de leña en el yucal y yo me disponía a cortarla, pero me regañó diciendo
que solo la leña más fina es para sus esposas. Caminamos cerca de una hora hasta llegar a un árbol tumbado
en una pendiente. La dureza de la madera y lo pronunciado del terereno dificultaban mi trabajo, por lo que
Huepe me quitó el hacha y en menos de media hora tenía llenas dos canastas de leña.

Si no estábamos cortando leña, nos dedicábamos a la artesanía, a la pesca, a la limpieza de la chacra o a la


preparación de una nueva. Desde el amanecer hasta el anochecer, pasaban los días y no había un solo
momento en que no estuviéramos trabajando en algo.

Las tardes y madrugadas, Huepe las pasaba contando historias del tiempo pasado. Las más interesantes eran
las que hablaban de un único dios: Meme Huengongui, el Abuelito Creador, y su esposa Huencantoqui. El
Abuelito Creador mandó las aguas para matar a la gente que había dejado la vida sana y las instrucciones
originales: vivir en paz, no mentir, no robar, respetar las relaciones matrimoniales y no hablar mal de los otros.

Dios venía caminando y en sus brazos tenía amarradas cintas de algodón de donde colgaban flores rojas de
ehuenbaveng y, tras de él, venían las grandes aguas.

“Abuelito Creador, no nos mates, nosotros siempre hemos respetado para vivir, tal como nos has dicho”, decía
un hombre. Y Dios golpeaba fuertemente con su pie en el suelo para que las aguas se apartaran de alrededor
de la gente. A otra familia que vivía correctamente, el Abuelito Creador le dijo que haga una canoa del árbol de
emebu, y que cuando la tuviera lista y escuchara que estaban llegando las aguas, subieran todos al bote con
todas sus plantas cultivadas. De esa manera es como se salvó aquella familia.

Cuando yo le preguntaba si esta historia no la habían aprendido de los misioneros, por su parecido a la de Noé,
Huepe se reía diciéndome “cuando los misioneros llegaron me contaron sobre Dios y yo les dije: ya sé todo lo
que me dicen, ahora déjenme enseñarles a ustedes cómo es, pero no quisieron escuchar”. Él solía decirme
riendo “qué sencilla es la visión de ellos, piensan que saben todo pero tienen los ojos y las orejas tapadas”.
“Nosotros ahora estamos en el cuarto mundo”, me dijo, “y el gran diluvio fue la última de las etapas de
destrucción. Antes de eso, solo había una lanza de chonta con la que las familias se acababan entre sí. Después
llegó Nenquihuenga, el hijo del sol, y enseñó a un huaorani cómo se hacían las lanzas de chonta. Antes de eso,
la gente había sido destruida por el fuego y únicamente dos familias que vivían correctamente se salvaron. Esto
fue en tiempos muy antiguos. Hay muchas, muchas historias”.

Un día soleado caminábamos por la selva, cuando el viejo Huele con mucho entusiasmo me señaló una
mariposa. Era una mariposa insignificante, ni siquiera era una de aquellas con notables colores. Simplemente
una aburrida mariposita cualquiera, pero para Huepe parecía ser el más estupendo espectáculo. Mira, mira
decía, mientras saltaba de emoción. La mariposa bajaba lentamente hacia una flor, también una flor poco
llamativa. Huepe se moría de la risa, casi no podía respirar. Cuando la mariposa comenzó a alimentarse de la
flor, el espectáculo llegó a su cumbre. Desde el suelo, donde estaba caído riendo y riendo con las manos en la
barriga, levantaba la cabeza para verlo.

Una ocasión en que nos adentrábamos al que sortear un pequeño barranco que había al otro lado del mismo.
Después de hacerlo, me di la vuelta para ayudarlo a subir. Me miró a la cara y pasó saltando con gran risa.
¿Qué te pasa, -me dijo- quieres matarme?. Ese momento comprendí cuál es el corazón del pueblo Huaorani: su
soberanía. Cada familia es una nación y cada individuo es un soberano totalmente independiente, y cada quien
tiene que lograr esa soberanía por sí mismo.

El que solicita ayuda está invitando a la muerte. Desde los 11 años, un huaorani ya puede sobrevivir solo en la
selva, o así es en el caso de los que no han sido aún colonizados. Ahora he escuchado que piden hasta el propio
calzonario a quien los va a visitar, aunque entre ellos sigan viviendo esa soberanía. Esta independencia
personal es vivida hasta en los detalles más sencillos de su vida. Si hay algo que se necesita que está al otro
lado de la casa, uno no le pide a alguien que está por ese lado que se lo pase, uno mismo se levanta y lo toma.
Tampoco nadie le dice a nadie lo que debe hacer ni cómo hacerlo, ni siquiera a los niños. En otra ocasión vi una
expresión más exagerada de esta independencia brutal y cuán firme se la vive. A un hombre le picó una
mantarraya, aguantando el agónico dolor, intentó regresar a su casa, mientras los otros huaorani pasaban
junto a él como si estuviera sano. Él no les pidió que le ayudaran ni tampoco ellos le preguntaron si necesitaba
ayuda.

Personalmente creo que ésta es una situación extrema, pero demuestra de una manera desnuda, descamada,
la vivencia de la independencia total. Me ponía a pensar cuántos problemas de nuestras vidas se originan de
esa falta de independencia en lo social, económico o emocional, y cuánto menos nos afectarían las crisis del
sistema en que vivimos si no dependiéramos tanto de él.

Una señora, ya abuelita, nos enseñó a unos vecinos y a mí una cicatriz en su barriga por donde había pasado
una lanza, y nos contó: “casi muero cuando me atravesaron por la barriga. Mi familia cortó la lanza por ambos
lados y quedó dentro de mí un pedazo. Por una semana estuve tendida en la hamaca, luego me sentí un poco
mejor y tomé algo de chicha. Cuando tuve otra vez algo de fuerza me fui a trabajar en la chacra, allí se cayó el
pedazo de lanza y luego me sané.

Yo pensaba en la increíble fuerza física y espiritual de esta gente, porque cualquier otra persona hubiera
muerto. Entre los pueblos amazónicos, los Huaorani son únicos de varias maneras. Talvez la más notable sea
que no utilizan ninguna substancia psicotrópica. No beben ayahusca ni floripondio ni chiricaspi. Tampoco fuman
tabaco y cuando la chicha se pone fuerte, la botan.

“Ésta es la manera durani bai, la manera de los antepasados”, me decía Kai una tarde, sentados a la orilla del
río Yasuní. Actualmente, los jóvenes han aprendido otras maneras: ahora toman chicha fuerte y se
emborrachan, fuman tabaco y algunos han aprendido a tomar ayahuasca y floripondio con sus vecinos
quichuas. A pesar de que los viejos nunca utilizan plantas tóxicas, tienen un profundo conocimiento de ellas y
de sus efectos. Gomo, el shamán tigre, me relató que en épocas antiguas, cuando los huaorani todavía eran
hombres muy pequeños, como los monacagaeri, y el cielo todavía estaba cerca de la tierra, no comían carne ni
mataban animales. Vivían únicamente de chicha de ungurahua machucada con hojas de miiyabu (una variedad
de ayahuasca silvestre). El miiyabu viene de la sangre de la boa arco iris, que en tiempos ancestrales era lo que
unía la tierra con el cielo.

En el tiempo que pasé con ellos tampoco los vi realizar ningún tipo de rito ni ceremonia definida. Los rituales de
alguna manera son eslabones entre los individuos con su naturaleza original. Con el tiempo, muchos fueron
suplantados por sus fetiches, sin los cuales la gente se sentía vacía.

Esta dependencia aisla al individuo de su naturaleza original, pero el individuo libre, el que no se ha desviado
de su esencia, no depende de rituales, ni de su cultura ni de sus creencias, y así he visto a los viejos huaorani.
Siempre están en unión con lo divino, cada momento es como una nueva vida y cada instante es un eterno
estado de frescura. Es esta integración espiritual y la conservación de su naturaleza original el mayor tesoro al
que cualquier ser humano puede aspirar, por ello me considero afortunado de haber podido conocer a esta
gente y haber podido aprender de ellos. Lamentablemente ahora la colonización y aculturación de su pueblo los
está haciendo separarse de esa naturaleza prístina. Ahora comienzan las épocas difíciles para ellos. Como dijo
el Gran Jefe Seattle de Norteamérica cuando ocurría un proceso parecido con su gente: ‘Es el fin de la vida y el
principio de la supervivencia”.

Hay unas grandes celebraciones de la abundancia del bosque con infinidad de cantos y bailes tradicionales. De
hecho, en una aldea tradicional huaorani (cada vez más escasas) durante todo el día y gran parte de la noche,
se puede escuchar a alguien cantando. Cuando en una casa dejan de cantar, en otra casa comienzan. “La
historia es muy larga —me dijo Nenquemo— por eso siempre tenemos que estar cantando, para no olvidar”.

En una de esas celebraciones, había casi 300 personas entre mujeres y hombres. Todas las comunidades
estaban presentes menos los clanes no contactados: los Tagaeri, Taromenane y Huiatare. Ellos no querían
saber nada de nadie, ni de los huaorani que han querido aceptar el mundo cohuodi. Por eso no llegaron a la
fiesta, ni tampoco hubo quién se atreviera a invitarlos.

Todas las mujeres estaban en el centro de la casa, abrazadas fuertemente. Sus caras pintadas y sus cabezas
con coronas, con hojas amarradas en sus brazos y hojas de palmeras en las manos. Mientras cantaban, se
desplazaban en círculos en el centro de la casa: “Somos como las loras de colores briosos, estamos volando por
el aire buscando los árboles de frutas. Una encuentra las frutas, canta y así el resto viene para gozar, somos la
gente del bosque. Ésta es la fiesta del bosque”. En los bordes de la casa, los hombres saltaban y corrían
alrededor de ellas, con sus manos sobre los hombros de los otros, también cantando:

“Somos como los sahínos, corriendo en grupo, siguiendo a las loras, cuando ellas encuentran un árbol de frutas
y se ponen a chupar, nosotros vamos a comer todas las frutas que hacen caer, somos los Huaorani, somos la
gente del bosque. Ésta es la fiesta del bosque”.

En medio de los cantos le pregunté a Untugamo qué quería decir cohuodi. “Es es el nombre para todos los que
no son huaorani”, me dijo mi amigo. Luego me enteré que quería decir caníbal o “los que cortan todo en
pedazos”. Ésta es su historia: En la antigüedad, un hombre deseaba la esposa de su hermano y ya no
aguantaba las ganas. La siguió hasta la chacra, donde vio cómo una boa salía del río y se enroscaba en el
cuerpo de la mujer. Regresó corriendo el hermano y, cuando el hombre regresó de cazar, lo invitó a comer y le
dijo: hermano, creo que tu mujer está teniendo relaciones con una boa, debes seguirla a la chacra y esconderte
para ver. Así lo hizo, y cuando la boa se enroscó en su mujer, salió de su escondite y la mató de un solo golpe.

A su mujer la llevó a la casa y le dio unas plantas para que abortara. Ella abortó puras culebras. Cuando
después de unas semanas ella regresó a la chacra, vio cómo los gusanos de la boa podrida se transformaban
en niños frente a sus propios ojos y le decían “mamá, mamá”.

Ya que había tenido relaciones con la boa, pensó que podrían ser sus hijos y los llevó hasta su casa y allí los
crió. Estos niños eran todos de razas distintas, y de los dientes de la boa sacaban artefactos que los huaorani
nunca habían visto: botas, machetes de metal y carabinas. Cuando crecieron un poco, supieron por el canto de
la pava hedionda que su verdadero padre, la boa, fue muerto por el marido de su madre. Se organizaron entre
ellos para vengarse y mataron a su padre huaorani que los había criado, ahumaron su carne y se la comieron.
Luego robaron las plantas de los huaorani y se fueron a vivir río abajo. Esta es la historia del origen de todas
las razas, los que comieron a su papá, los cohuodi. Todos los que no son huaorani entran en esta
denominación, excepto los huebeca huaorani, que son otras personas que viven como ellos, como la gente, en
otros lugares.

Los huaroani. Un pueblo guerrero que ha luchado durante un siglo contra caucheros, soldados y petroleros que
asediaban su territorio, hoy han aceptado de manera consciente la paz porque es lo que todos ellos aman. Sin
embargo, ahora enfrentan su reto más difícil: la inserción en la economía de mercado y un contacto cultural
despiadadamente desigual. En realidad, el cambio ya ha comenzad y se adueña de las nuevas generaciones:
cuando mueran estos viejos, sus hechos y costumbres no quedarán más que en la memoria de los que tuvimos
la suerte de conocerlos. En pocos años, este maravilloso pueblo amazónico ya no será el mismo.

Sin duda, lo mejor que se puede hacer por los huaorani es simplemente dejarlos solos. Ellos saben cómo vivir y
definitivamente no necesitan la ayuda de nadie. Más programas gubernamentales, carreteras petroleras,
misiones religiosas o asistencia de fundaciones, lo único que logran es acrecentar el caos entre los huaorani, no
importa cuáles sean las intenciones. Si la nación ecuatoriana tan solo pudiera dejarlos vivir de la manera que
hasta ahora lo han hecho, creo que ellos se encargarán de seguir siendo los pilares entre el cielo y la tierra.

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