en los que el líquido tiembla como una lágrima asomada en un ojo.
Con cuidados de equilibrista
la mano la acerca a los labios; la ginebra refulge, saca una radiografía del pulso, y desaparece, casi siempre, en un único trago.
En el bar cerca de casa
vos tomabas tus ginebras sin dar explicaciones. Yo era muy chico para pedírtelas, aunque entendía que la melancolía y la rabia te habían matado antes de morir.
Pasaron los años,
las cuentas impagas que llovían, los cortes de luz en medio de las tormentas, los incendios que ocurrieron cuando no estabas. Pero todos te seguíamos queriendo.
Un día, bebiste la anteúltima ginebra
a la salida del consultorio, con el diagnóstico feroz entre los dedos manchados de nicotina.
Me acuerdo de esa ginebra
y también me acuerdo de la última. La pediste, a modo de desafío, en la barra de "El Blasón", creyendo que nadie te miraba y sintiéndote solo, con esa soledad que siempre te acompañaba, como una lluvia de invierno.