en el corral de fuego de una tarde de verano, sostuve aquél día, tercamente, la botella de agua fresca entre mis manos como si fuera un mensaje para entregar a un rey, mientras resbalaba hacia el piso de baldosas coloradas aferrado a esa granada que caía conmigo.
Los vidrios – moscardones verdes
sobre los dedos y los brazos untados de sangre – demostraban el error de una decisión inexplicable; y aturdido veía venir a mi madre, corriendo y pronunciando palabras borrosas, haciendo preguntas que yo no podía contestar.