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La vida de Lazarillo de Tormes

y de sus fortunas y adversidades


[Novela picaresca. Texto completo.]
Anónimo
Prólogo
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por
ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de
muchos y no se entierren en la sepultura del olvido,
pues podría ser que alguno que las lea halle algo que
le agrade, y, a los que no ahondaren tanto, los
deleite. Y a este propósito dice Plinio que no hay
libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa
buena; mayormente que los gustos no son todos
unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por
ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos,
que de otros no lo son. Y esto para que ninguna cosa
se debería romper ni echar a mal, si muy detestable
no fuese, sino que a todos se comunicase,
mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de
ella algún fruto. Porque, si así no fuese, muy pocos
escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo,
y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no
con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si
hay de qué, se las alaben. Y, a este propósito, dice
Tulio: «La honra cría las artes».
¿Quién piensa que el soldado que es primero del
escala tiene más aborrecido el vivir? No por cierto;
mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro;
y así en las artes y letras es lo mismo. Predica muy
bien el presentado y es hombre que desea mucho el
provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced
si le pesa cuando le dicen: «¡Oh, qué
maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!».
Justó muy ruinmente el señor don Fulano, y dio el
sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber
llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera
verdad?
Y todo va de esta manera: que, confesando yo no ser
más santo que mis vecinos, de esta nonada, que en
este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan
parte y se huelguen con ello todos los que en ella
algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con
tantas fortunas, peligros y adversidades.
Suplico a vuestra merced reciba el pobre servicio de
mano de quien lo hiciera más rico si su poder y
deseo se conformaran. Y pues vuestra merced
escribe se le escriba y relate el caso muy por
extenso, parecióme no tomalle por el medio, sino del
principio, porque se tenga entera noticia de mi
persona, y también porque consideren los que
heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues
Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron
los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña
remando, salieron a buen puerto.

Tratado primero
Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue
Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí
llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y
de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de
Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes,
por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue de esta
manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de
proveer una molienda de una aceña que está ribera de
aquel río, en la cual fue molinero más de quince
años; y, estando mi madre una noche en la aceña,
preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De
manera que con verdad me puedo decir nacido en el
río.
Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi
padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de
los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y
confesó y no negó, y padeció persecución por
justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el
Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo
se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales
fue mi padre (que a la sazón estaba desterrado por el
desastre ya dicho), con cargo de acemilero de un
caballero que allá fue. Y con su señor, como leal
criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se
viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno
de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una
casilla y metióse a guisar de comer a ciertos
estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de
caballos del comendador de la Magdalena, de manera
que fue frecuentando las caballerizas.
Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias
curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas
veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana.
Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de
comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio
de su entrada, pesábame con él y habíale miedo,
viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi
que con su venida mejoraba el comer, fuile
queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de
carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.
De manera que, continuando la posada y
conversación, mi madre vino a darme un negrito muy
bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y
acuérdome que, estando el negro de mi padrastro
trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi
madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con
miedo, para mi madre, y, señalando con el dedo,
decía:
-¡Madre, coco!
Respondió él riendo:
-¡Hideputa!
Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de
mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe de
haber en el mundo que huyen de otros porque no se
ven a sí mismos!».
Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide,
que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y,
hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la
cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y
salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y
sábanas de los caballos hacía perdidas; y, cuando
otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo
esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico.
No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque
el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus
devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un
pobre esclavo el amor le animaba a esto.
Y probósele cuanto digo, y aún más; porque a mí con
amenazas me preguntaban, y, como niño, respondía y
descubría cuanto sabía con miedo: hasta ciertas
herraduras que por mandado de mi madre a un
herrero vendí.
Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi
madre pusieron pena por justicia, sobre el
acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho
comendador no entrase ni al lastimado Zaide en la
suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la triste se
esforzó y cumplió la sentencia. Y, por evitar peligro
y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que
al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí,
padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi
hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser
buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y
candelas y por lo demás que me mandaban.
En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el
cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me
pidió a mi madre, y ella me encomendó a él,
diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual,
por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y
que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que
mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase
por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo
haría y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y
así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo
amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos días,
pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su
contento, determinó irse de allí; y cuando nos
hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos
llorando, me dio su bendición y dijo:
-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de ser
bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo
te he puesto; válete por ti.
Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.
Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a
la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene
forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca
del animal, y, allí puesto, me dijo:
-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido
dentro de él.
Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como
sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó
recio la mano y diome una gran calabazada en el
diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor
de la cornada, y díjome:
-Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha
de saber más que el diablo.
Y rió mucho la burla.
Parecióme que en aquel instante desperté de la
simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije
entre mí: «Verdad dice éste, que me cumple avivar el
ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa
valer».
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días
me mostró jerigonza. Y, como me viese de buen
ingenio, holgábase mucho y decía:
-Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para
vivir muchos te mostraré.
Y fue así, que, después de Dios, éste me dio la vida,
y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera
de vivir.
Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías,
para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres
subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos,
cuánto vicio.
Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus
cosas, vuestra merced sepa que, desde que Dios crió
el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su
oficio era un águila: ciento y tantas oraciones sabía
de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable, que
hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro
humilde y devoto, que, con muy buen continente,
ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con
boca ni ojos, como otros suelen hacer.
Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras
para sacar el dinero. Decía saber oraciones para
muchos y diversos efectos: para mujeres que no
parían; para las que estaban de parto; para las que
eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien.
Echaba pronósticos a las preñadas: si traían hijo o
hija. Pues en caso de medicina decía que Galeno no
supo la mitad que él para muelas, desmayos, males
de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna
pasión, que luego no le decía:
-Haced esto, haréis esto otro, cosed tal yerba, tomad
tal raíz.
Con esto andábase todo el mundo tras él,
especialmente mujeres, que cuanto les decía creían.
De éstas sacaba él grandes provechos con las artes
que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en
un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que,
con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento
ni mezquino hombre no vi; tanto, que me mataba a
mí de hambre, y así no me demediaba de lo
necesario. Digo verdad: si con mi sutileza y buenas
mañas no me supiera remediar, muchas veces me
finara de hambre; mas, con todo su saber y aviso, le
contaminaba de tal suerte que siempre, o las más
veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía
burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas,
aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de
lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de
hierro y su candado y llave; y al meter de las cosas y
sacallas, era con tanta vigilancia y tan por contadero,
que no bastara todo el mundo a hacerle menos una
migaja. Mas yo tomaba aquella lacería que él me
daba, la cual en menos de dos bocados era
despachada. Después que cerraba el candado y se
descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en
otras cosas, por un poco de costura, que muchas
veces del un lado del fardel descosía y tornaba a
coser, sangraba el avariento fardel, sacando, no por
tasa pan, más buenos pedazos, torreznos y longaniza.
Y así, buscaba conveniente tiempo para rehacer, no
la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me
faltaba.
Todo lo que podía sisar y hurtar traía en medias
blancas, y, cuando le mandaban rezar y le daban
blancas, como él carecía de vista, no había el que se
la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada
en la boca y la media aparejada, que, por presto que
él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en
la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego,
porque al tiento luego conocía y sentía que no era
blanca entera, y decía:
-¿Qué diablo es esto, que, después que comigo estás,
no me dan sino medias blancas, y de antes una
blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti
debe estar esta desdicha.
También él abreviaba el rezar y la mitad de la
oración no acababa, porque me tenía mandado que,
en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por
cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a
dar voces diciendo:
-¿Mandan rezar tal y tal oración? -como suelen decir.
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando
comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par
de besos callados y tornábale a su lugar. Mas duróme
poco, que en los tragos conocía la falta, y, por
reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba
el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había
piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja
larga de centeno que para aquel menester tenía
hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro,
chupando el vino, lo dejaba a buenas noches. Mas,
como fuese el traidor tan astuto, pienso que me
sintió, y dende en adelante mudó propósito y
asentaba su jarro entre las piernas y atapábale con la
mano, y así bebía seguro.
Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y
viendo que aquel remedio de la paja no me
aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro
hacerle una fuentecilla y agujero sutil, y,
delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera,
taparlo; y, al tiempo de comer, fingiendo haber frío,
entrábame entre las piernas del triste ciego a
calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y,
al calor de ella luego derretida la cera, por ser muy
poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la
boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la
gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no
hallaba nada. Espantábase, maldecíase, daba al
diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.
-No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le
quitáis de la mano.
Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que halló la
fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como
si no lo hubiera sentido.
Y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro
como solía, no pensando el daño que me estaba
aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme
como solía; estando recibiendo aquellos dulces
tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco
cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor,
sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de
tomar de mí venganza, y con toda su fuerza, alzando
con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó
caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con
todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de
nada de esto se guardaba, antes, como otras veces,
estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me
pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me
había caído encima.
Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de
sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él
se me metieron por la cara, rompiéndomela por
muchas partes, y me quebró los dientes, sin los
cuales hasta hoy día me quedé.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y, aunque
me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se
había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las
roturas que con los pedazos del jarro me había hecho,
y, sonriéndose, decía:
-¿Qué te parece Lázaro? Lo que te enfermó te sana y
da salud -y otros donaires que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y
cardenales, considerando que, a pocos golpes tales, el
cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él;
mas no lo hice tan presto, por hacello más a mi salvo
y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón
y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el
maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante
me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome
coscorrones y repelándome.
Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal,
luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
-¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente?
Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.
Santiguándose los que lo oían, decían:
-¡Mirad quién pensara de un muchacho tan pequeño
tal ruindad!
Y reían mucho el artificio y decíanle:
-¡Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis!
Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.
Y en esto yo siempre le llevaba por los peores
caminos, y adrede, por hacerle mal y daño; si había
piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto; que,
aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí
de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno
tenía. Con esto, siempre con el cabo alto del tiento
me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno
de tolondrones y pelado de sus manos. Y, aunque yo
juraba no hacerlo con malicia, sino por no hallar
mejor camino, no me aprovechaba ni me creía, mas
tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del
traidor.
Y porque vea vuestra merced a cuánto se extendía el
ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de
muchos que con él me acaecieron, en el cual me
parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando
salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de
Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque
no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más
da el duro que el desnudo». Y vinimos a este camino
por los mejores lugares. Donde hallaba buena
acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a
tercero día hacíamos San Juan.
Acaeció que, llegando a un lugar que llaman
Almorox al tiempo que cogían las uvas, un
vendimiador le dio un racimo de ellas en limosna. Y
como suelen ir los cestos maltratados, y también
porque la uva en aquel tiempo está muy madura,
desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en
el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se llegaba.
Acordó de hacer un banquete, así por no poder
llevarlo, como por contentarme, que aquel día me
había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos
en un valladar y dijo:
-Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y
es que ambos comamos este racimo de uvas y que
hayas de él tanta parte como yo. Partillo hemos de
esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que
me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo
haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta
suerte no habrá engaño.
Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego al
segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó
a tomar de dos en dos, considerando que yo debería
hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura,
no me contenté ir a la par con él, mas aún pasaba
adelante: dos a dos y tres a tres y como podía las
comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el
escobajo en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:
-Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has
tú comido las uvas tres a tres.
-No comí -dije yo-; mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En
que comía yo dos a dos y callabas.
A lo cual yo no respondí. Yendo que íbamos así por
debajo de unos soportales, en Escalona adonde a la
sazón estábamos, en casa de un zapatero había
muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen,
y parte de ellas dieron a mi amo en la cabeza. El
cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que
era díjome:
-Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan mal
manjar, que ahoga sin comerlo.
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que
era y, como no vi sino sogas y cinchas, que no era
cosa de comer, díjele:
-Tío, ¿por qué decís eso?
Respondióme:
-Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás
y verás cómo digo verdad.
Y así pasamos adelante por el mismo portal y
llegamos a un mesón, a la puerta del cual había
muchos cuernos en la pared, donde ataban los
recueros sus bestias, y como iba tentando si era allí el
mesón adonde él rezaba cada día por la mesonera la
oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con
un gran suspiro dijo:
-¡Oh, mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De
cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza
ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre
por ninguna vía!
Como le oí lo que decía, dije:
-Tío, ¿qué es eso que decís?
-Calla, sobrino, que algún día te dará éste que en la
mano tengo alguna mala comida y cena.
-No le comeré yo -dije- y no me la dará.
- Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives.
Y así pasamos adelante hasta la puerta del mesón,
adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos,
según lo que me sucedió en él.
Era todo lo más que rezaba por mesoneras y por
bodegoneras y turroneras y rameras y así por
semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le
vi decir oración.
Reíme entre mí y, aunque muchacho, noté mucho la
discreta consideración del ciego.
Mas, por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas,
así graciosas como de notar, que con este mi primer
amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y,
con él, acabar.
Estábamos en Escalona, villa del duque de ella, en un
mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase.
Ya que la longaniza había pringado y comídose las
pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que
fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio
el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen
decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego
un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por
no ser para la olla, debió ser echado allí. Y como al
presente nadie estuviese, sino él y yo solos, como me
vi con apetito goloso, habiéndoseme puesto dentro el
sabroso olor de la longaniza, del cual solamente
sabía que había de gozar, no mirando qué me podría
suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el
deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el
dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el
sobredicho nabo en el asador, el cual, mi amo,
dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a
dar vueltas al fuego, queriendo asar al que, de ser
cocido, por sus deméritos había escapado. Yo fui por
el vino, con el cual no tardé en despachar la
longaniza y, cuando vine, hallé al pecador del ciego
que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al
cual aún no había conocido por no haberlo tentado
con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese
en ellas pensando también llevar parte de la
longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alteróse y
dijo:
-¿Qué es esto, Lazarillo?
-¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí echar
algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba
ahí y por burlar haría esto.
-No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la
mano; no es posible.
Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel
trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las
astucias del maldito ciego nada se le escondía.
Levantóse y asióme por la cabeza y llegóse a olerme.
Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen
podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con
la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos,
abríame la boca más de su derecho y
desatentadamente metía la nariz. La cual él tenía
luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se
había aumentado un palmo; con el pico de la cual me
llegó a la golilla.
Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la
brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había
hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con
el destiento de la cumplidísima nariz, medio cuasi
ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron
causa que el hecho y golosina se manifestase y lo
suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes
que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal
alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto
en ella, de suerte que su nariz y la negra mal mascada
longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh gran Dios, quién estuviera aquella hora
sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje
del perverso ciego, que, si al ruido no acudieran,
pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre
sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos
cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el
pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues
por su maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se
allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra
vez, así de la del jarro como de la del racimo, y agora
de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que
toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la
fiesta; mas con tanta gracia y donaire contaba el
ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan
maltratado y llorando, me parecía que hacía
sinjusticia en no reírselas.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una
cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía, y
fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve
para ello, que la meitad del camino estaba andado;
que con sólo apretar los dientes se me quedaran en
casa, y, con ser de aquel malvado, por ventura lo
retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza,
y, no pareciendo ellas, pudiera negar la demanda.
¡Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera
así que así!
Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí
estaban, y, con el vino que para beber le había traído,
laváronme la cara y la garganta. Sobre lo cual
discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
-Por verdad, más vino me gasta este mozo en
lavatorios al cabo del año, que yo bebo en dos. A lo
menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu
padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil
te ha dado la vida.
Y luego contaba cuántas veces me había
descalabrado y harpado la cara, y con vino luego
sanaba.
-Yo te digo -dijo- que, si hombre en el mundo ha de
ser bienaventurado con vino, que serás tú.
Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque
yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió
mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo
de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de
profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice,
aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel
día me dijo salirme tan verdadero como adelante
vuestra merced oirá.
Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de
mí, determiné de todo en todo dejalle, y, como lo
traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer
juego que me hizo afirmélo más. Y fue así que luego
otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había
llovido mucho la noche antes; y porque el día
también llovía, y andaba rezando debajo de unos
portales que en aquel pueblo había, donde no nos
mojamos, mas como la noche se venía y el llover no
cesaba, díjome el ciego:
-Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la
noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada
con tiempo.
Para ir allá habíamos de pasar un arroyo, que con la
mucha agua iba grande. Yo le dije:
-Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo
por donde travesemos más aína sin mojarnos, porque
se estrecha allí mucho y, saltando, pasaremos a pie
enjuto.
Parecióle buen consejo y dijo:
-Discreto eres, por esto te quiero bien; llévame a ese
lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es
invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies
mojados.
Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de bajo de
los portales y llevélo derecho de un pilar o poste de
piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre
otros cargaban saledizos de aquellas casas, y dígole:
-Tío, éste es el paso más angosto que en el arroyo
hay.
Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la
priesa que llevábamos de salir del agua, que encima
de nos caía, y, lo más principal, porque Dios le cegó
aquella hora el entendimiento (fue por darme de él
venganza), creyóse de mí, y dijo:
-Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un
salto y póngome detrás del poste, como quien espera
tope de toro, y díjele:
-¡Sus, saltad todo lo que podáis, porque deis de este
cabo del agua!
Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se
abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su
fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida
para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el
poste, que sonó tan recio como si diera con una gran
calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y
hendida la cabeza.
-¿Cómo, y olisteis la longaniza y no el poste? ¡Oled!
¡Oled! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a
socorrer, y tomo la puerta de la villa en los pies de un
trote, y, antes de que la noche viniese, di comigo en
Torrijos. No supe más lo que Dios de él hizo ni curé
de saberlo.

Tratado segundo
Cómo Lázaro se asentó con un clérigo, y de las
cosas que con él pasó
Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a
un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon
mis pecados con un clérigo, que, llegando a pedir
limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije
que sí, como era verdad; que, aunque maltratado, mil
cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una
de ellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me recibió
por suyo.
Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el
ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la
misma avaricia, como he contado. No digo más, sino
que toda la lacería del mundo estaba encerrada en
éste: no sé si de su cosecha era o lo había anejado
con el hábito de clerecía.
Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual
traía atada con un agujeta del paletoque. Y en
viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era
luego allí lanzado y tornada a cerrar el arca. Y en
toda la casa no había ninguna cosa de comer, como
suele estar en otras algún tocino colgado al humero,
algún queso puesto en alguna tabla o en el armario,
algún canastillo con algunos pedazos de pan que de
la mesa sobran; que me parece a mí que, aunque de
ello no me aprovechara, con la vista de ello me
consolara.
Solamente había una horca de cebollas, y tras la
llave, en una cámara en lo alto de la casa. De éstas
tenía yo de ración una para cada cuatro días, y,
cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguno
estaba presente, echaba mano al falsopeto y con gran
continencia la desataba y me la daba diciendo:
-Toma y vuélvela luego, y no hagáis sino golosinar.
Como si debajo de ella estuvieran todas las conservas
de Valencia, con no haber en la dicha cámara, como
dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de
un clavo. Las cuales él tenía tan bien por cuenta, que,
si por malos de mis pecados me desmandara a más
de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo me
finaba de hambre.
Pues ya que conmigo tenía poca caridad, consigo
usaba más. Cinco blancas de carne era su ordinario
para comer y cenar. Verdad es que partía conmigo
del caldo, que de la carne ¡tan blanco el ojo!, sino un
poco de pan, y ¡pluguiera a Dios que me demediara!
Los sábados cómense en esta tierra cabezas de
carnero, y enviábame por una, que costaba tres
maravedís. Aquélla le cocía, y comía los ojos y la
lengua y el cogote y sesos y la carne que en las
quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y
dábamelos en el plato, diciendo:
-Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor
vida tienes que el papa.
«¡Tal te la dé Dios!» -decía yo paso entre mí.
A cabo de tres semanas que estuve con él vine a tanta
flaqueza, que no me podía tener en las piernas de
pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si
Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis
mañas no tenía aparejo, por no tener en qué dalle
salto. Y, aunque algo hubiera, no podía cegalle,
como hacía al que Dios perdone (si de aquella
calabazada feneció), que todavía, aunque astuto, con
faltalle aquel preciado sentido, no me sentía; mas
estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese
como él tenía.
Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la
concha caía, que no era de él registrada: el un ojo
tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle
los ojos en el casco como si fueran de azogue.
Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta, y, acabado
el ofrecer, luego me quitaba la concha y la ponía
sobre el altar.
No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo
que con él viví, o, por mejor decir, morí. De la
taberna nunca le traje una blanca de vino; mas aquel
poco que de la ofrenda había metido en su arcaz
compasaba de tal forma que le duraba toda la semana
Y por ocultar su gran mezquindad, decíame:
-Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy
templados en su comer y beber, y por esto yo no me
desmando como otros.
Mas el lacerado mentía falsamente, porque en
cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena
comía como lobo y bebía más que un saludador.
Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone, que
jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino
entonces. Y esto era porque comíamos bien y me
hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día
matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento a los
enfermos, especialmente la extremaunción, como
manda el clérigo rezar a los que están allí, yo cierto
no era el postrero de la oración, y con todo mi
corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que le
echase a la parte que más servido fuese, como se
suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo.
Y cuando alguno de éstos escapaba, ¡Dios me lo
perdone!, que mil veces le daba al diablo; y el que se
moría, otras tantas bendiciones llevaba de mí dichas.
Porque en todo el tiempo que allí estuve, que serían
casi seis meses, solas veinte personas fallecieron, y
éstas bien creo que las maté yo, o, por mejor decir,
murieron a mi recuesta; porque, viendo el Señor mi
rabiosa y continua muerte, pienso que holgaba de
matarlos por darme a mí vida. Mas de lo que al
presente padecía, remedio no hallaba; que, si el día
que enterrábamos yo vivía, los días que no había
muerto, por quedar bien vezado de la hartura,
tornando a mi cotidiana hambre, más lo sentía. De
manera que en nada hallaba descanso, salvo en la
muerte, que yo también para mí, como para los otros
deseaba algunas veces; mas no la veía, aunque estaba
siempre en mí.
Pensé muchas veces irme de aquel mezquino amo;
mas por dos cosas lo dejaba: la primera, por no me
atrever a mis piernas, por temer de la flaqueza que de
pura hambre me venía; y la otra, consideraba y decía:
«Yo he tenido dos amos: el primero traíame muerto
de hambre y, dejándole, topé con este otro, que me
tiene ya con ella en la sepultura; pues si de éste
desisto y doy en otro más bajo, ¿qué será, sino
fenecer?». Con esto no me osaba menear, porque
tenía por fe que todos los grados había de hallar más
ruines. Y a abajar otro punto, no sonara Lázaro ni se
oyera en el mundo.
Pues estando en tal aflicción, cual plega al Señor
librar de ella a todo fiel cristiano, y sin saber darme
consejo, viéndome ir de mal en peor, un día que el
cuitado, ruin y lacerado de mi amo había ido fuera
del lugar, llegóse acaso a mi puerta un calderero, el
cual yo creo que fue ángel enviado a mí por la mano
de Dios en aquel hábito. Preguntóme si tenía algo
que adobar.
«En mí teníades bien que hacer, y no haríades poco,
si me remediásedes» -dije paso, que no me oyó.
Mas, como no era tiempo de gastarlo en decir
gracias, alumbrado por el Espíritu Santo, le dije:
-Tío, una llave de este arcaz he perdido, y temo mi
señor me azote. Por vuestra vida, veáis si en ésas que
traéis hay alguna que le haga, que yo os lo pagaré.
Comenzó a probar el angélico calderero una y otra de
un gran sartal que de ellas traía, y yo ayudalle con
mis flacas oraciones. Cuando no me cato, veo en
figura de panes, como dicen, la cara de Dios dentro
del arcaz, y, abierto, díjele:
-Yo no tengo dineros que daros por la llave; mas
tomad de ahí el pago.
Él tomó un bodigo de aquéllos, el que mejor le
pareció, y, dándome mi llave, se fue muy contento,
dejándome más a mí.
Mas no toqué en nada por el presente, porque no
fuese la falta sentida, y, aun porque me vi de tanto
bien señor, parecióme que la hambre no se me osaba
allegar. Vino el mísero de mi amo, y quiso Dios no
miró en la oblada que el ángel había llevado.
Y otro día, en saliendo de casa, abro mi paraíso panal
y tomo entre las manos y dientes un bodigo y en dos
credos le hice invisible, no olvidándoseme el arca
abierta. Y comienzo a barrer la casa con mucha
alegría, pareciéndome con aquel remedio remediar
dende en adelante la triste vida. Y así estuve con ello
aquel día y otro gozoso; mas no estaba en mi dicha
que me durase mucho aquel descanso, porque luego,
al tercero día, me vino la terciana derecha. Y fue que
veo a deshora al que me mataba de hambre sobre
nuestro arcaz, volviendo y revolviendo, contando y
tornando a contar los panes. Yo disimulaba, y en mi
secreta oración y devociones y plegarias decía: «¡San
Juan y ciégale!»
Después que estuvo un gran rato echando la cuenta,
por días y dedos contando, dijo:
-Si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo dijera
que me habían tomado de ella panes; pero de hoy
más, sólo por cerrar la puerta a la sospecha, quiero
tener buena cuenta con ellos: nueve quedan y un
pedazo.
«¡Nuevas malas te dé Dios!» -dije yo entre mí.
Parecióme con lo que dijo pasarme el corazón con
saeta de montero y comenzóme el estómago a
escarbar de hambre, viéndose puesto en la dieta
pasada. Fue fuera de casa. Yo, por consolarme, abro
el arca y, como vi el pan, comencélo de adorar, no
osando recebillo. Contélos, si a dicha el lacerado se
errara, y hallé su cuenta más verdadera que yo
quisiera. Lo más que yo pude hacer fue dar en ellos
mil besos, y, lo más delicado que yo pude, del
partido partí un poco al pelo que él estaba, y con
aquél pasé aquel día, no tan alegre como el pasado.
Mas, como la hambre creciese, mayormente que
tenía el estómago hecho a más pan aquellos dos o
tres días ya dichos, moría mala muerte; tanto, que
otra cosa no hacía, en viéndome solo, sino abrir y
cerrar el arca y contemplar en aquella cara de Dios,
que así dicen los niños. Mas el mismo Dios, que
socorre a los afligidos, viéndome en tal estrecho,
trajo a mi memoria un pequeño remedio, que,
considerando entre mí, dije: «Este arquetón es viejo
y grande y roto por algunas partes, aunque pequeños
agujeros. Puédese pensar que ratones, entrando en él,
hacen daño a este pan. Sacarlo entero no es cosa
conveniente, porque verá la falta el que en tanta me
hace vivir. Esto bien se sufre».
Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy
costosos manteles que allí estaban, y tomo uno y dejo
otro, de manera que, en cada cual, de tres o cuatro
desmigajé su poco. Después, como quien toma
gragea, lo comí y algo me consolé. Mas él, como
viniese a comer y abriese el arca, vio el mal pesar y
sin duda creyó ser ratones los que el daño habían
hecho, porque estaba muy al propio contrahecho de
como ellos lo suelen hacer. Miró todo el arcaz de un
cabo a otro y viole ciertos agujeros por do
sospechaba habían entrado. Llamóme, diciendo:
-¡Lázaro, mira, mira, qué persecución ha venido
aquesta noche por nuestro pan!
Yo híceme muy maravillado, preguntándole qué
sería.
-¿Qué ha de ser? -dijo él-. Ratones, que no dejan
cosa a vida.
Pusímosnos a comer, y quiso Dios que aun en esto
me fue bien: que me cupo más pan que la lacería que
me solía dar, porque rayó con un cuchillo todo lo que
pensó ser ratonado, diciendo:
-Cómete eso, que el ratón cosa limpia es.
Y así, aquel día, añadiendo la ración del trabajo de
mis manos, o de mis uñas por mejor decir, acabamos
de comer, aunque yo nunca empezaba.
Y luego me vino otro sobresalto, que fue verle andar
solícito quitando clavos de las paredes y buscando
tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los
agujeros de la vieja arca.
«¡Oh Señor mío -dije yo entonces-, a cuánta miseria
y fortuna y desastres estamos puestos los nacidos, y
cuán poco duran los placeres de esta nuestra
trabajosa vida! Heme aquí, que pensaba con este
pobre y triste remedio remediar y pasar mi lacería, y
estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura. Mas
no quiso mi desdicha, despertando a este lacerado de
mi amo y poniéndole más diligencia de la que él de
suyo se tenía (pues los míseros por la mayor parte
nunca de aquélla carecen), agora, cerrando los
agujeros del arca, cerrase la puerta a mi consuelo y la
abriese a mis trabajos».
Así lamentaba yo, en tanto que mi solícito carpintero,
con muchos clavos y tablillas, dio fin a sus obras,
diciendo:
-Agora, donos traidores ratones, conviéneos mudar
propósito, que en esta casa mala medra tenéis.
De que salió de su casa, voy a ver la obra, y hallé que
no dejó en la triste y vieja arca agujero ni aun por
donde le pudiese entrar un mosquito. Abro con mi
desaprovechada llave, sin esperanza de sacar
provecho, y vi los dos o tres panes comenzados, los
que mi amo creyó ser ratonados, y de ellos todavía
saqué alguna lacería, tocándolos muy ligeramente, a
uso de esgrimidor diestro. Como la necesidad sea tan
gran maestra, viéndome con tanta siempre, noche y
día estaba pensando la manera que tendría en
sustentar el vivir. Y pienso, para hallar estos negros
remedios, que me era luz la hambre, pues dicen que
el ingenio con ella se avisa, y al contrario con la
hartura, y así era por cierto en mí.
Pues estando una noche desvelado en este
pensamiento, pensando cómo me podría valer y
aprovecharme del arcaz, sentí que mi amo dormía,
porque lo mostraba con roncar y en unos resoplidos
grandes que daba cuando estaba durmiendo.
Levantéme muy quedito, y, habiendo en el día
pensado lo que había de hacer y dejado un cuchillo
viejo que por allí andaba en parte do le hallase,
voyme al triste arcaz, y, por do había mirado tener
menos defensa, le acometí con el cuchillo, que a
manera de barreno de él usé. Y como la antiquísima
arca, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y
corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me
rindió y consintió en su costado, por mi remedio, un
buen agujero. Esto hecho, abro muy paso la llagada
arca, y, al tiento, del pan que hallé partido, hice
según de yuso está escrito. Y con aquello algún tanto
consolado, tornando a cerrar, me volví a mis pajas,
en las cuales reposé y dormí un poco, lo cual yo
hacía mal, y echábalo al no comer. Y así sería,
porque cierto, en aquel tiempo, no me debían de
quitar el sueño los cuidados del rey de Francia.
Otro día fue por el señor mi amo visto el daño, así
del pan como del agujero que yo había hecho, y
comenzó a dar a los diablos los ratones y decir:
-¿Qué diremos a esto? ¡Nunca haber sentido ratones
en esta casa, sino agora!
Y sin duda debía de decir verdad, porque, si casa
había de haber en el reino justamente de ellos
privilegiada, aquélla de razón había de ser, porque no
suelen morar donde no hay qué comer. Torna a
buscar clavos por la casa y por las paredes, y tablillas
a atapárselos. Venida la noche y su reposo, luego yo
era puesto en pie con mi aparejo y, cuantos él tapaba
de día, destapaba yo de noche.
En tal manera fue y tal prisa nos dimos, que sin duda
por esto se debió decir: «donde una puerta se cierra,
otra se abre». Finalmente, parecíamos tener a destajo
la tela de Penélope, pues, cuanto él tejía de día
rompía yo de noche. Ca en pocos días y noches
pusimos la pobre despensa de tal forma que, quien
quisiera propiamente de ella hablar, más corazas
viejas de otro tiempo, que no arcaz, la llamara, según
la clavazón y tachuelas sobre sí tenía.
De que vio no aprovecharle nada su remedio, dijo:
-Este arcaz está tan maltratado y es de madera tan
vieja y flaca, que no habrá ratón a quien se defienda.
Y va ya tal que, si andamos más con él, nos dejará
sin guarda. Y aun lo peor, que, aunque hace poca,
todavía hará falta faltando, y me pondrá en costa de
tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues
el de hasta aquí no aprovecha: armaré por de dentro a
estos ratones malditos.
Luego buscó prestada una ratonera, y con cortezas de
queso que a los vecinos pedía, contino el gato estaba
armado dentro del arca. Lo cual era para mí singular
auxilio, porque, puesto caso que yo no había
menester muchas salsas para comer, todavía me
holgaba con las cortezas del queso que de la ratonera
sacaba, y sin esto no perdonaba el ratonar del bodigo.
Como hallase el pan ratonado y el queso comido y no
cayese el ratón que lo comía, dábase al diablo,
preguntaba a los vecinos qué podría ser comer el
queso y sacarlo de la ratonera y no caer ni quedar
dentro el ratón, y hallar caída la trampilla del gato.
Acordaron los vecinos no ser el ratón el que este
daño hacía, porque no fuera menos de haber caído
alguna vez. Díjole un vecino:
-En vuestra casa yo me acuerdo que solía andar una
culebra, y ésta debe de ser sin duda. Y lleva razón,
que como es larga, tiene lugar de tomar el cebo, y,
aunque la coja la trampilla encima, como no entre
toda dentro, tórnase a salir.
Cuadró a todos lo que aquél dijo y alteró mucho a mi
amo, y dende en adelante no dormía tan a sueño
suelto, que cualquier gusano de la madera que de
noche sonase, pensaba ser la culebra que le roía el
arca. Luego era puesto en pie, y con un garrote que a
la cabecera, desde que aquello le dijeron, ponía, daba
en la pecadora del arca grandes garrotazos, pensando
espantar la culebra. A los vecinos despertaba con el
estruendo que hacía, y a mí no me dejaba dormir.
Íbase a mis pajas y trastornábalas, y a mí con ellas,
pensando que se iba para mí y se envolvía en mis
pajas o en mi sayo; porque le decían que de noche
acaecía a estos animales, buscando calor, irse a las
cunas donde están criaturas, y aún mordellas y
hacerles peligrar.
Yo las más veces hacía del dormido, y en la mañana,
decíame él:
-¿Esta noche, mozo, no sentiste nada? Pues tras la
culebra anduve, y aun pienso se ha de ir para ti a la
cama, que son muy frías y buscan calor.
-¡Plega a Dios que no me muerda -decía yo-, que
harto miedo le tengo!
De esta manera andaba tan elevado y levantado del
sueño, que, mi fe, la culebra (o culebro por mejor
decir) no osaba roer de noche ni levantarse al arca;
mas de día, mientras estaba en la iglesia o por el
lugar, hacía mis saltos. Los cuales daños viendo él, y
el poco remedio que les podía poner, andaba de
noche, como digo, hecho trasgo.
Yo hube miedo que con aquellas diligencias no me
topase con la llave, que debajo de las pajas tenía, y
parecióme lo más seguro metella de noche en la
boca, porque ya, desde que viví con el ciego, la tenía
tan hecha bolsa que me acaeció tener en ella doce o
quince maravedís, todo en medias blancas, sin que
me estorbase el comer, porque de otra manera no era
señor de una blanca que el maldito ciego no cayese
con ella, no dejando costura ni remiendo que no me
buscaba muy a menudo.
Pues, así como digo, metía cada noche la llave en la
boca y dormía sin recelo que el brujo de mi amo
cayese con ella; mas cuando la desdicha ha de venir,
por demás es diligencia. Quisieron mis hados, o por
mejor decir mis pecados, que, una noche que estaba
durmiendo, la llave se me puso en la boca, que
abierta debía tener, de tal manera y postura que el
aire y resoplo, que yo durmiendo echaba, salía por lo
hueco de la llave, que de cañuto era, y silbaba, según
mi desastre quiso, muy recio, de tal manera que el
sobresaltado de mi amo lo oyó, y creyó sin duda ser
el silbo de la culebra, y cierto lo debía parecer.
Levantóse muy paso con su garrote en la mano, y, al
tiento y sonido de la culebra, se llegó a mí con
mucha quietud, por no ser sentido de la culebra. Y,
como cerca se vio, pensó que allí en las pajas, do yo
estaba echado, al calor mío se había venido.
Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo y
darle tal garrotazo que la matase, con toda su fuerza
me descargó en la cabeza un tan gran golpe que sin
ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó.
Como sintió que me había dado, según yo debía
hacer gran sentimiento con el fiero golpe, contaba él
que se había llegado a mí y, dándome grandes voces,
llamándome, procuró recordarme. Mas, como me
tocase con las manos, tentó la mucha sangre que se
me iba, y conoció el daño que me había hecho. Y con
mucha prisa fue a buscar lumbre y, llegando con ella,
hallóme quejando, todavía con mi llave en la boca,
que nunca la desamparé, la mitad fuera, bien de
aquella manera que debía estar al tiempo que silbaba
con ella.
Espantado el matador de culebras qué podría ser
aquella llave, miróla sacándomela del todo de la
boca, y vio lo que era, porque en las guardas nada de
la suya diferenciaba. Fue luego a proballa, y con ella
probó el maleficio. Debió de decir el cruel cazador:
«El ratón y culebra que me daban guerra y me
comían mi hacienda he hallado».
De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes
ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de la
ballena, mas, de cómo esto que he contado oí,
después que en mí torné, decir a mi amo, el cual a
cuantos allí venían lo contaba por extenso.
A cabo de tres días yo torné en mi sentido, y vime
echado en mis pajas, la cabeza toda emplastada y
llena de aceites y ungüentos, y, espantado, dije:
-¿Qué es esto?
Respondióme el cruel sacerdote:
-A fe que los ratones y culebras que me destruían ya
los he cazado.
Y miré por mí, y vime tan maltratado que luego
sospeché mi mal.
A esta hora entró una vieja que ensalmaba, y los
vecinos. Y comiénzanme a quitar trapos de la cabeza
y curar el garrotazo. Y, como me hallaron vuelto en
mi sentido, holgáronse mucho y dijeron:
-Pues ha tornado en su acuerdo, placerá a Dios no
será nada.
Ahí tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reírlas,
y yo, pecador, a llorarlas. Con todo esto, diéronme de
comer, que estaba transido de hambre, y apenas me
pudieron demediar. Y así, de poco en poco, a los
quince días me levanté y estuve sin peligro (mas no
sin hambre) y medio sano.
Luego otro día que fui levantado, el señor mi amo
me tomó por la mano y sacóme la puerta fuera y,
puesto en la calle, díjome:
-Lázaro, de hoy más eres tuyo y no mío. Busca amo
y vete con Dios, que yo no quiero en mi compañía
tan diligente servidor. No es posible sino que hayas
sido mozo de ciego.
Y santiguándose de mí, como si yo estuviera
endemoniado, tórnase a meter en casa y cierra su
puerta.

Tratado tercero
Cómo Lázaro se asentó con un escudero y de lo
que le acaeció con él
De esta manera me fue forzado sacar fuerzas de
flaqueza, y poco a poco, con ayuda de las buenas
gentes, di conmigo en esta insigne ciudad de Toledo,
adonde, con la merced de Dios, dende a quince días
se me cerró la herida. Y, mientras estaba malo,
siempre me daban alguna limosna; mas, después que
estuve sano, todos me decían:
-Tú, bellaco y gallofero eres. Busca, busca un buen
amo a quien sirvas.
«¿Y adónde se hallará ése -decía yo entre mí-, si
Dios agora de nuevo, como crió el mundo, no le
criase?»
Andando así discurriendo de puerta en puerta, con
harto poco remedio, porque ya la caridad se subió al
cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la
calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso y
compás en orden. Miróme, y yo a él, y díjome:
-Muchacho, ¿buscas amo?
Yo le dije:
-Sí, señor.
-Pues vente tras mí -me respondió-, que Dios te ha
hecho merced en topar conmigo; alguna buena
oración rezaste hoy.
Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que le oí, y
también que me parecía, según su hábito y
continente, ser el que yo había menester.
Era de mañana cuando éste mi tercero amo topé, y
llevóme tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos
por las plazas do se vendía pan y otras provisiones.
Yo pensaba, y aun deseaba, que allí me quería cargar
de lo que se vendía, porque ésta era propia hora
cuando se suele proveer de lo necesario, mas muy a
tendido paso pasaba por estas cosas.
«Por ventura no lo ve aquí a su contento -decía yo-, y
querrá que lo compremos en otro cabo».
De esta manera anduvimos hasta que dio las once.
Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él, y
muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios
divinos, hasta que todo fue acabado y la gente ida.
Entonces salimos de la iglesia. A buen paso tendido
comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más
alegre del mundo en ver que no nos habíamos
ocupado en buscar de comer. Bien consideré que
debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en
junto, y que ya la comida estaría a punto y tal como
yo la deseaba y aun la había menester.
En este tiempo dio el reloj la una después de
mediodía, y llegamos a una casa, ante la cual mi amo
se paró, y yo con él, y, derribando el cabo de la capa
sobre el lado izquierdo, sacó una llave de la manga y
abrió su puerta y entramos en casa, la cual tenía la
entrada oscura y lóbrega, de tal manera que parece
que ponía temor a los que en ella entraban, aunque
dentro de ella estaba un patio pequeño y razonables
cámaras.
Desque fuimos entrados, quita de sobre sí su capa y,
preguntando si tenía las manos limpias, la sacudimos
y doblamos y, muy limpiamente soplando un poyo
que allí estaba, la puso en él. Y hecho esto, sentóse
cabo de ella, preguntándome muy por extenso de
dónde era y cómo había venido a aquella ciudad. Y
yo le di más larga cuenta que quisiera, porque me
parecía más conveniente hora de mandar poner la
mesa y escudillar la olla que de lo que me pedía. Con
todo eso, yo le satisfice de mi persona lo mejor que
mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo
demás, porque me parecía no ser para en cámara.
Esto hecho, estuvo así un poco, y yo luego vi mala
señal por ser ya casi las dos y no verle más aliento de
comer que a un muerto. Después de esto, consideraba
aquel tener cerrada la puerta con llave ni sentir arriba
ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo
que yo había visto eran paredes, sin ver en ella
silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz
como el de marras. Finalmente, ella parecía casa
encantada. Estando así, díjome:
-Tú, mozo, ¿has comido?
-No, señor -dije yo-, que aún no eran dadas las ocho
cuando con vuestra merced encontré.
-Pues, aunque de mañana, yo había almorzado, y,
cuando así como algo, hágote saber que hasta la
noche me estoy así. Por eso, pásate como pudieres,
que después cenaremos.
Vuestra merced crea, cuando esto le oí, que estuve en
poco de caer de mi estado, no tanto de hambre como
por conocer de todo en todo la fortuna serme
adversa. Allí se me representaron de nuevo mis
fatigas y torné a llorar mis trabajos; allí se me vino a
la memoria la consideración que hacía cuando me
pensaba ir del clérigo, diciendo que, aunque aquel
era desventurado y mísero, por ventura toparía con
otro peor. Finalmente, allí lloré mi trabajosa vida
pasada y mi cercana muerte venidera. Y con todo
disimulando lo mejor que pude, le dije:
-Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por
comer, bendito Dios. De eso me podré yo alabar
entre todos mis iguales por de mejor garganta, y así
fui yo loado de ella hasta hoy día de los amos que yo
he tenido.
-Virtud es ésa -dijo él-, y por eso te querré yo más,
porque el hartar es de los puercos y el comer
regladamente es de los hombres de bien.
«¡Bien te he entendido! -dije yo entre mí-. ¡Maldita
tanta medicina y bondad como aquestos mis amos
que yo hallo hallan en la hambre!»
Púseme a un cabo del portal y saqué unos pedazos de
pan del seno, que me habían quedado de los de por
Dios. Él, que vio esto, díjome:
-Ven acá, mozo. ¿Qué comes?
Yo lleguéme a él y mostréle el pan. Tomóme él un
pedazo, de tres que eran, el mejor y más grande, y
díjome:
-Por mi vida, que parece éste buen pan.
-¡Y cómo agora -dije yo-, señor, es bueno!
-Sí, a fe -dijo él-. ¿Adónde lo hubiste? ¿Si es
amasado de manos limpias?
-No sé yo eso -le dije-; mas a mí no me pone asco el
sabor de ello.
-Así plega a Dios -dijo el pobre de mi amo.
Y, llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan
fieros bocados como yo en lo otro.
-¡Sabrosísimo pan está -dijo-, por Dios!
Y como le sentí de qué pie cojeaba, dime prisa,
porque le vi en disposición, si acababa antes que yo,
se comediría a ayudarme a lo que me quedase. Y con
esto acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a
sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien
menudas, que en los pechos se le habían quedado. Y
entró en una camareta que allí estaba, y sacó un jarro
desbocado y no muy nuevo, y, desque hubo bebido,
convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije:
-Señor, no bebo vino.
-Agua es -me respondió-. Bien puedes beber.
Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de
sed no era mi congoja.
Así estuvimos hasta la noche, hablando en cosas que
me preguntaba, a las cuales yo le respondí lo mejor
que supe. En este tiempo metióme en la cámara
donde estaba el jarro de que bebimos, y díjome:
-Mozo, párate allí, y verás cómo hacemos esta cama,
para que la sepas hacer de aquí adelante.
Púseme de un cabo y él de otro, e hicimos la negra
cama, en la cual no había mucho que hacer, porque
ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual
estaba tendida la ropa, que, por no estar muy
continuada a lavarse, no parecía colchón, aunque
servía de él, con harta menos lana que era menester.
Aquél tendimos, haciendo cuenta de ablandalle, lo
cual era imposible, porque de lo duro mal se puede
hacer blando. El diablo del enjalma maldita la cosa
tenía dentro de sí, que, puesto sobre el cañizo, todas
las cañas se señalaban y parecían a lo proprio
entrecuesto de flaquísimo puerco. Y sobre aquel
hambriento colchón, un alfamar del mismo jaez, del
cual el color yo no pude alcanzar.
Hecha la cama, y la noche venida, díjome:
-Lázaro, ya es tarde, y de aquí a la plaza hay gran
trecho. También en esta ciudad andan muchos
ladrones, que, siendo de noche, capean. Pasemos
como podamos, y mañana, venido el día, Dios hará
merced; porque yo, por estar solo, no estoy proveído,
antes he comido estos días por allá fuera. Mas agora
hacerlo hemos de otra manera.
-Señor, de mí -dije yo- ninguna pena tenga vuestra
merced, que bien sé pasar una noche y aún más, si es
menester, sin comer.
-Vivirás más y más sano -me respondió-, porque,
como decíamos hoy, no hay tal cosa en el mundo
para vivir mucho que comer poco.
«Si por esa vía es -dije entre mí-, nunca yo moriré,
que siempre he guardado esa regla por fuerza, y aún
espero, en mi desdicha, tenella toda mi vida».
Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las
calzas y el jubón, y mandóme echar a sus pies, lo
cual yo hice; mas, maldito el sueño que yo dormí,
porque las cañas y mis salidos huesos en toda la
noche dejaron de rifar y encenderse; que con mis
trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo
no había libra de carne, y también, como aquel día no
había comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual
con el sueño no tenía amistad. Maldíjeme mil veces
(Dios me lo perdone), y a mi ruin fortuna, allí lo más
de la noche, y lo peor, no osándome revolver por no
despertalle, pedí a Dios muchas veces la muerte.
La mañana venida, levantámonos, y comienza a
limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa.
¡Y yo que le servía de pelillo! Y vísteseme muy a su
placer de espacio. Echéle aguamanos, peinóse y
púsose su espada en el talabarte, y, al tiempo que la
ponía, díjome:
-¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es ésta! No hay
marco de oro en el mundo por que yo la diese; mas
así, ninguna de cuantas Antonio hizo no acertó a
ponelle los aceros tan prestos como ésta los tiene.
Y sacóla de la vaina y tentóla con los dedos,
diciendo:
-¿La ves aquí? Yo me obligo con ella cercenar un
copo de lana.
Y yo dije entre mí: «Y yo con mis dientes, aunque no
son de acero, un pan de cuatro libras».
Tornóla a meter y ciñósela, y un sartal de cuentas
gruesas del talabarte. Y con un paso sosegado y el
cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy
gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el
hombro y a veces so el brazo, y poniendo la mano
derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo:
-Lázaro, mira por la casa en tanto que voy a oír misa,
y haz la cama y ve por la vasija de agua al río, que
aquí bajo está, y cierra la puerta con llave, no nos
hurten algo, y ponla aquí al quicio porque, si yo
viniere en tanto, pueda entrar.
Y súbese por la calle arriba con tan gentil semblante
y continente, que quien no le conociera pensara ser
muy cercano pariente al conde de Arcos, o, al menos,
camarero que le daba de vestir.
«¡Bendito seáis Vos, Señor -quedé yo diciendo- que
dais la enfermedad y ponéis el remedio! ¿Quién
encontrará a aquel mi señor que no piense, según el
contento de sí lleva, haber anoche bien cenado y
dormido en buena cama, y, aunque agora es de
mañana, no le cuenten por muy bien almorzado?
¡Grandes secretos son, Señor, los que vos hacéis y
las gentes ignoran! ¿A quién no engañará aquella
buena disposición y razonable capa y sayo? ¿Y quién
pensará que aquel gentil hombre se pasó ayer todo el
día sin comer con aquel mendrugo de pan que su
criado Lázaro trajo un día y una noche en el arca de
su seno, do no se le podía pegar mucha limpieza, y
hoy, lavándose las manos y cara, a falta de paño de
manos, se hacía servir de la halda del sayo? Nadie
por cierto lo sospechará. ¡Oh Señor, y cuántos de
aquéstos debéis Vos tener por el mundo derramados,
que padecen por la negra que llaman honra, lo que
por Vos no sufrirán!»
Así estaba yo a la puerta, mirando y considerando
estas cosas y otras muchas, hasta que el señor mi
amo traspuso la larga y angosta calle. Y, como lo vi
trasponer, tornéme a entrar en casa y en un credo la
anduve toda, alto y bajo, sin hacer represa, ni hallar
en qué. Hago la negra dura cama y tomo el jarro y
doy comigo en el río, donde en una huerta vi a mi
amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, al
parecer de las que en aquel lugar no hacen falta,
antes muchas tienen por estilo de irse a las
mañanicas del verano a refrescar y almorzar sin
llevar qué, por aquellas frescas riberas, con confianza
que no ha de faltar quién se lo dé, según las tienen
puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del
lugar.
Y como digo, él estaba entre ellas hecho un Macías,
diciéndoles más dulzuras que Ovidio escribió. Pero,
como sintieron de él que estaba bien enternecido, no
se les hizo de vergüenza pedirle de almorzar con el
acostumbrado pago.
Él, sintiéndose tan frío de bolsa cuanto caliente del
estómago, tomóle tal calofrío que le robó la color del
gesto, y comenzó a turbarse en la plática y a poner
excusas no válidas. Ellas, que debían ser bien
instituidas, como le sintieron la enfermedad,
dejáronle para el que era.
Yo, que estaba comiendo ciertos tronchos de berzas,
con los cuales me desayuné, con mucha diligencia,
como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a
casa. De la cual pensé barrer alguna parte, que era
bien menester; mas no hallé con qué. Púseme a
pensar qué haría, y parecióme esperar a mi amo hasta
que el día demediase, y si viniese y por ventura
trajese algo que comiésemos; mas en vano fue mi
experiencia.
Desque vi ser las dos y no venía y la hambre me
aquejaba, cierro mi puerta y pongo la llave do
mandó, y tórnome a mi menester. Con baja y
enferma voz y inclinadas mis manos en los senos,
puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su nombre,
comienzo a pedir pan por las puertas y casas más
grandes que me parecía. Mas como yo este oficio le
hubiese mamado en la leche (quiero decir que con el
gran maestro, el ciego, lo aprendí), tan suficiente
discípulo salí, que, aunque en este pueblo no había
caridad, ni el año fuese muy abundante, tan buena
maña me di, que, antes que el reloj diese las cuatro,
ya yo tenía otras tantas libras de pan ensiladas en el
cuerpo, y más de otras dos en las mangas y senos.
Volvíme a la posada y, al pasar por la tripería, pedí a
una de aquellas mujeres, y diome un pedazo de uña
de vaca con otras pocas de tripas cocidas.
Cuando llegué a casa, ya el bueno de mi amo estaba
en ella, doblada su capa y puesta en el poyo, y él
paseándose por el patio. Como entré, vínose para mí.
Pensé que me quería reñir por la tardanza; mas mejor
lo hizo Dios. Preguntóme dó venía. Yo le dije:
-Señor, hasta que dio las dos estuve aquí, y de que vi
que vuestra merced no venía, fuime por esa ciudad a
encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado
esto que veis.
Mostréle el pan y las tripas, que en un cabo de la
halda traía, a lo cual él mostró buen semblante, y
dijo:
-Pues, esperado te he a comer, y, de que vi que no
viniste, comí. Mas tú haces como hombre de bien en
eso, que más vale pedillo por Dios que no hurtallo. Y
así Él me ayude, como ello me parece bien, y
solamente te encomiendo no sepan que vives
conmigo por lo que toca a mi honra; aunque bien
creo que será secreto, según lo poco que en este
pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de
venir!
-De eso pierda, señor, cuidado -le dije yo-, que
maldito aquel que ninguno tiene de pedirme esa
cuenta ni yo de dalla.
-Agora, pues, come, pecador, que, si a Dios place,
presto nos veremos sin necesidad; aunque te digo
que, después que en esta casa entré, nunca bien me
ha ido. Debe ser de mal suelo, que hay casas
desdichadas y de mal pie, que a los que viven en
ellas pegan la desdicha. Ésta debe de ser, sin duda,
de ellas; mas yo te prometo, acabado el mes, no
quede en ella, aunque me la den por mía.
Sentéme al cabo del poyo y, porque no me tuviese
por glotón, callé la merienda. Y comienzo a cenar y
morder en mis tripas y pan, y, disimuladamente,
miraba al desventurado señor mío, que no partía sus
ojos de mis faldas, que aquella sazón servían de
plato. Tanta lástima haya Dios de mí, como yo había
de él, porque sentí lo que sentía, y muchas veces
había por ello pasado y pasaba cada día. Pensaba si
sería bien comedirme a convidalle; mas, por haberme
dicho que había comido, temíame no aceptaría el
convite. Finalmente yo deseaba que el pecador
ayudase a su trabajo del mío, y se desayunase como
el día antes hizo, pues había mejor aparejo, por ser
mejor la vianda y menos mi hambre.
Quiso Dios cumplir mi deseo, y aun pienso que el
suyo; porque como comencé a comer y él se andaba
paseando, llegóse a mí y díjome:
-Dígote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia
que en mi vida vi a hombre, y que nadie te lo verá
hacer que no le pongas gana, aunque no la tenga.
«La muy buena que tú tienes -dije yo entre mí- te
hace parecer la mía hermosa».
Con todo, parecióme ayudarle, pues se ayudaba y me
abría camino para ello, y díjele:
-Señor, el buen aparejo hace buen artífice. Este pan
está sabrosísimo, y esta uña de vaca tan bien cocida y
sazonada que no habrá a quien no convide con su
sabor.
-¿Uña de vaca es?
-Sí, señor.
-Dígote que es el mejor bocado del mundo, y que no
hay faisán que así me sepa.
-Pues pruebe, señor, y verá qué tal está.
Póngole en las uñas la otra, y tres o cuatro raciones
de pan de lo más blanco. Y asentóseme al lado y
comienza a comer como aquél que lo había gana,
royendo cada huesecillo de aquéllos mejor que un
galgo suyo lo hiciera.
-Con almodrote -decía- es éste singular manjar.
«¡Con mejor salsa lo comes tú!» -respondí yo paso.
-Por Dios, que me ha sabido como si hoy no hubiera
comido bocado.
«¡Así me vengan los buenos años como es ello!» -
dije yo entre mí.
Pidióme el jarro del agua y díselo como lo había
traído. Es señal que, pues no le faltaba el agua, que
no le había a mi amo sobrado la comida. Bebimos, y
muy contentos nos fuimos a dormir, como la noche
pasada.
Y por evitar prolijidad, de esta manera estuvimos
ocho o diez días, yéndose el pecador en la mañana
con aquel contento y paso contado a papar aire por
las calles, teniendo en el pobre Lázaro una cabeza de
lobo.
Contemplaba yo muchas veces mi desastre, que,
escapando de los amos ruines que había tenido y
buscando mejoría, viniese a topar con quien no sólo
no me mantuviese, mas a quien yo había de
mantener. Con todo, le quería bien, con ver que no
tenía ni podía más, y antes le había lástima que
enemistad. Y muchas veces, por llevar a la posada
con que él lo pasase, yo lo pasaba mal. Porque una
mañana, levantándose el triste en camisa, subió a lo
alto de la casa a hacer sus menesteres y, en tanto yo,
por salir de sospecha, desenvolvíle el jubón y las
calzas, que a la cabecera dejó, y hallé una bolsilla de
terciopelo raso, hecha cien dobleces y sin maldita la
blanca ni señal que la hubiese tenido mucho tiempo.
«Éste -decía yo- es pobre, y nadie da lo que no tiene;
mas el avariento ciego y el malaventurado mezquino
clérigo, que, con dárselo Dios a ambos, al uno de
mano besada y al otro de lengua suelta, me mataban
de hambre, aquéllos es justo desamar y aquéste es de
haber mancilla».
Dios es testigo que hoy día, cuando topo con alguno
de su hábito con aquel paso y pompa, le he lástima
con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir; al cual,
con toda su pobreza, holgaría de servir más que a los
otros, por lo que he dicho. Sólo tenía de él un poco
de descontento: que quisiera yo que no tuviera tanta
presunción; mas que abajara un poco su fantasía con
lo mucho que subía su necesidad. Mas, según me
parece, es regla ya entre ellos usada y guardada:
aunque no haya cornado de trueco ha de andar el
birrete en su lugar. El Señor lo remedie, que ya con
este mal han de morir.
Pues, estando yo en tal estado, pasando la vida que
digo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme no
era satisfecha, que en aquella trabajada y vergonzosa
vivienda no durase. Y fue, como el año en esta tierra
fuese estéril de pan, acordaron el Ayuntamiento que
todos los pobres extranjeros se fuesen de la ciudad,
con pregón que el que de allí adelante topasen fuese
punido con azotes. Y así, ejecutando la ley, desde a
cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una
procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles.
Lo cual me puso tan gran espanto que nunca osé
desmandarme a demandar.
Aquí viera, quien vello pudiera, la abstinencia de mi
casa y la tristeza y silencio de los moradores, tanto
que nos acaeció estar dos o tres días sin comer
bocado ni hablar palabra. A mí diéronme la vida unas
mujercillas hilanderas de algodón, que hacían
bonetes y vivían par de nosotros, con las cuales yo
tuve vecindad y conocimiento. Que, de la lacería que
les traían, me daban alguna cosilla, con la cual muy
pasado me pasaba.
Y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de
mi amo, que en ocho días maldito el bocado que
comió. A lo menos en casa bien los estuvimos sin
comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía.
¡Y velle venir a mediodía la calle abajo con estirado
cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y por lo
que toca a su negra que dicen honra, tomaba una
paja, de las que aun asaz no había en casa, y salía a la
puerta escarbando los que nada entre sí tenían,
quejándose todavía de aquel mal solar, diciendo:
-Malo está de ver, que la desdicha de esta vivienda lo
hace. Como ves, es lóbrega, triste, oscura. Mientras
aquí estuviéremos, hemos de padecer. Ya deseo se
acabe este mes por salir de ella.
Pues estando en esta afligida y hambrienta
persecución, un día, no sé por cuál dicha o ventura,
en el pobre poder de mi amo entró un real, con el
cual él vino a casa tan ufano como si tuviera el tesoro
de Venecia, y con gesto muy alegre y risueño me lo
dio, diciendo:
-Toma, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano. Ve
a la plaza y merca pan y vino y carne: ¡quebremos el
ojo al diablo! Y más te hago saber, porque te
huelgues: que he alquilado otra casa y en ésta
desastrada no hemos de estar más de en cumpliendo
el mes. ¡Maldita sea ella y el que en ella puso la
primera teja, que con mal en ella entré! Por nuestro
Señor, cuanto ha que en ella vivo, gota de vino ni
bocado de carne no he comido, ni he habido
descanso ninguno; mas ¡tal vista tiene y tal oscuridad
y tristeza! Ve y ven presto y comamos hoy como
condes.
Tomo mi real y jarro y, a los pies dándoles prisa,
comienzo a subir mi calle encaminando mis pasos
para la plaza, muy contento y alegre. Mas, ¿qué me
aprovecha, si está constituido en mi triste fortuna que
ningún gozo me venga sin zozobra? Y así fue éste,
porque, yendo la calle arriba, echando mi cuenta en
lo que le emplearía que fuese mejor y más
provechosamente gastado, dando infinitas gracias a
Dios que a mi amo había hecho con dinero, a deshora
me vino al encuentro un muerto, que por la calle
abajo muchos clérigos y gente que en unas andas
traían. Arriméme a la pared por darles lugar, y,
desque el cuerpo pasó, venía luego a par del lecho
una que debía ser su mujer del difunto, cargada de
luto, y con ella otras muchas mujeres; la cual iba
llorando a grandes voces y diciendo:
-Marido y señor mío, ¿adónde os me llevan? ¡A la
casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y oscura, a
la casa donde nunca comen ni beben!
Yo, que aquello oí, juntóseme el cielo con la tierra, y
dije:
«¡Oh desdichado de mí, para mi casa llevan este
muerto!»
Dejo el camino que llevaba, y hendí por medio de la
gente, y vuelvo por la calle abajo a todo el más correr
que pude para mi casa. Y entrando en ella, cierro a
grande priesa, invocando el auxilio y favor de mi
amo, abrazándome de él, que me venga a ayudar y a
defender la entrada. El cual, algo alterado, pensando
que fuese otra cosa, me dijo:
-¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces das? ¿Qué has?
¿Por qué cierras la puerta con tal furia?
-¡Oh señor -dije yo-, acuda aquí, que nos traen acá un
muerto!
-¿Cómo así? -respondió él.
-Aquí arriba lo encontré y venía diciendo su mujer:
«Marido y señor mío, ¿adónde os llevan? ¡A la casa
lóbrega y oscura, a la casa triste y desdichada, a la
casa donde nunca comen ni beben!». Acá, señor, nos
le traen.
Y ciertamente, cuando mi amo esto oyó, aunque no
tenía por qué estar muy risueño, rió tanto que muy
gran rato estuvo sin poder hablar. En este tiempo
tenía ya yo echada el aldaba a la puerta y puesto el
hombro en ella por más defensa. Pasó la gente con su
muerto, y yo todavía me recelaba que nos le habían
de meter en casa. Y, desque fue ya más harto de reír
que de comer, el bueno de mi amo, díjome:
-Verdad es, Lázaro, según la viuda lo va diciendo, tú
tuviste razón de pensar lo que pensaste; mas, pues
Dios lo ha hecho mejor y pasan adelante, abre, abre y
ve por de comer.
-Dejálos, señor, acaben de pasar la calle -dije yo.
Al fin vino mi amo a la puerta de la calle, y ábrela
esforzándome, que bien era menester, según el miedo
y alteración, y me torno a encaminar. Mas, aunque
comimos bien aquel día, maldito el gusto yo tomaba
en ello. Ni en aquellos tres días torné en mi color. Y
mi amo, muy risueño todas las veces que se le
acordaba aquella mi consideración.
De esta manera estuve con mi tercero y pobre amo,
que fue este escudero, algunos días, y en todos
deseando saber la intención de su venida y estada en
esta tierra; porque, desde el primer día que con él
asenté, le conocí ser extranjero, por el poco
conocimiento y trato que con los naturales de ella
tenía.
Al fin se cumplió mi deseo y supe lo que deseaba;
porque, un día que habíamos comido razonablemente
y estaba algo contento, contóme su hacienda y
díjome ser de Castilla la Vieja, y que había dejado su
tierra no más de por no quitar el bonete a un
caballero, su vecino.
-Señor -dije yo-, si él era lo que decía y tenía más
que vos, ¿no errábades en no quitárselo primero,
pues decís que él también os lo quitaba?
-Sí es y sí tiene, y también me lo quitaba él a mí;
mas, de cuantas veces yo se le quitaba primero, no
fuera malo comedirse él alguna y ganarme por la
mano.
-Paréceme, señor -le dije yo-, que en eso no mirara,
mayormente con mis mayores que yo y que tienen
más.
-Eres muchacho -me respondió- y no sientes las
cosas de honra, en que el día de hoy está todo el
caudal de los hombres de bien. Pues te hago saber
que yo soy, como ves, un escudero; mas ¡vótote a
Dios!, si al Conde topo en la calle y no me quita muy
bien quitado del todo el bonete, que otra vez que
venga, me sepa yo entrar en una casa, fingiendo yo
en ella algún negocio, o atravesar otra calle, si la hay,
antes que llegue a mí, por no quitárselo. Que un
hidalgo no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni es
justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto
de tener en mucho su persona. Acuérdome que un día
deshonré en mi tierra a un oficial y quise poner en él
las manos, porque cada vez que le topaba, me decía:
«Mantenga Dios a vuestra merced». «Vos, don
villano ruin -le dije yo-, ¿por qué no sois bien
criado? ¿Manténgaos Dios, me habéis de decir, como
si fuese quienquiera?» De allí adelante, de aquí
acullá, me quitaba el bonete y hablaba como debía.
¿Y no es buena manera de saludar un hombre a otro -
dije yo- decirle que le mantenga Dios?
-¡Mira, mucho de enhoramala! -dijo él-. A los
hombres de poca arte dicen eso; mas a los más altos,
como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las
manos de vuestra merced», o por lo menos: «Bésoos,
señor, las manos», si el que me habla es caballero. Y
así, de aquél de mi tierra que me atestaba de
mantenimiento, nunca más le quise sufrir, ni sufriría
ni sufriré a hombre del mundo, del rey abajo, que:
«Manténgaos Dios», me diga.
«Pecador de mí -dije yo-, por eso tiene tan poco
cuidado de mantenerte, pues no sufres que nadie se
lo ruegue».
-Mayormente -dijo- que no soy tan pobre que no
tengo en mi tierra un solar de casas, que, a estar ellas
en pie y bien labradas, dieciséis leguas de donde
nací, en aquella Costanilla de Valladolid, valdrían
más de doscientas veces mil maravedís, según se
podrían hacer grandes y buenas. Y tengo un palomar
que, a no estar derribado como está, daría cada año
más de doscientos palominos. Y otras cosas que me
callo, que dejé por lo que tocaba a mi honra; y vine a
esta ciudad pensando que hallaría un buen asiento;
mas no me ha sucedido como pensé. Canónigos y
señores de la iglesia muchos hallo; mas es gente tan
limitada que no los sacarán de su paso todo el
mundo. Caballeros de media talla también me
ruegan; mas servir a éstos es gran trabajo, porque de
hombre os habéis de convertir en malilla, y, si no,
«andad con Dios» os dicen. Y las más veces son los
pagamentos a largos plazos, y las más y las más
ciertas, comido por servido. Ya, cuando quieren
reformar consciencia y satisfaceros vuestros sudores,
sois librado en la recámara, en un sudado jubón o
raída capa o sayo. Ya, cuando asienta un hombre con
un señor de título, todavía pasa su lacería. Pues por
ventura ¿no hay en mí habilidad para servir y
contentar a éstos? Por Dios, si con él topase, muy
gran su privado pienso que fuese, y que mil servicios
le hiciese, porque yo sabría mentille tan bien como
otro y agradalle a las mil maravillas. Reílle ya mucho
sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las
mejores del mundo; nunca decille cosa con que le
pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy
diligente en su persona, en dicho y hecho; no me
matar por no hacer bien las cosas que él no había de
ver, y ponerme a reñir, donde él lo oyese, con la
gente de servicio, porque pareciese tener gran
cuidado de lo que a él tocaba. Si riñese con algún su
criado, dar unos puntillos agudos para encenderle la
ira y que pareciesen en favor del culpado; decirle
bien de lo que bien le estuviese y, por el contrario,
ser malicioso, mofador, malsinar a los de casa, y a
los de fuera pesquisar y procurar de saber vidas
ajenas para contárselas, y otras muchas galas de esta
calidad que hoy día se usan en palacio y a los señores
de él parecen bien; y no quieren ver en sus casas
hombres virtuosos, antes los aborrecen y tienen en
poco y llaman necios y que no son personas de
negocios, ni con quien el señor se puede descuidar. Y
con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy,
de lo que yo usaría; mas no quiere mi ventura que le
halle.
De esta manera lamentaba tan bien su adversa
fortuna mi amo, dándome relación de su persona
valerosa.
Pues, estando en esto, entró por la puerta un hombre
y una vieja. El hombre le pide el alquiler de la casa y
la vieja el de la cama. Hacen cuenta, y de dos en dos
meses le alcanzaron lo que él en un año no alcanzara.
Pienso que fueron doce o trece reales. Y él les dio
muy buena respuesta: que saldría a la plaza a trocar
una pieza de a dos y que a la tarde volviesen; mas su
salida fue sin vuelta.
Por manera que a la tarde ellos volvieron; mas fue
tarde. Yo les dije que aún no era venido. Venida la
noche y él no, yo hube miedo de quedar en casa solo,
y fuime a las vecinas y contéles el caso y allí dormí.
Venida la mañana, los acreedores vuelven y
preguntan por el vecino; mas a esta otra puerta. Las
mujeres le responden:
-Veis aquí su mozo y la llave de la puerta.
Ellos me preguntaron por él, y díjele que no sabía
adónde estaba, y que tampoco había vuelto a casa
desque salió a trocar la pieza, y que pensaba que de
mí y de ellos se había ido con el trueco.
De que esto me oyeron, van por un alguacil y un
escribano. Y helos do vuelven luego con ellos, y
toman la llave, y llámanme, y llaman testigos, y
abren la puerta y entran a embargar la hacienda de mi
amo hasta ser pagados de su deuda. Anduvieron toda
la casa y halláronla desembarazada, como he
contado, y dícenme:
-¿Qué es de la hacienda de tu amo, sus arcas y paños
de pared y alhajas de casa?
-No sé yo eso -le respondí.
-Sin duda -dicen ellos- esta noche lo deben de haber
alzado y llevado a alguna parte. Señor alguacil,
prended a este mozo, que él sabe dónde está.
En esto vino el alguacil y echóme mano por el collar
del jubón, diciendo:
-Muchacho, tú eres preso, si no descubres los bienes
de este tu amo.
Yo, como en otra tal no me hubiese visto (porque
asido del collar sí había sido muchas e infinitas
veces, mas era mansamente de él trabado, para que
mostrase el camino al que no veía), yo hube mucho
miedo y, llorando, prometíle de decir lo que me
preguntaban.
-Bien está -dicen ellos-. Pues di todo lo que sabes y
no hayas temor.
Sentóse el escribano en un poyo para escribir el
inventario, preguntándome qué tenía.
-Señores -dije yo-, lo que este mi amo tiene, según él
me dijo, es un muy buen solar de casas y un palomar
derribado.
-Bien está -dicen ellos-; por poco que eso valga, hay
para nos entregar de la deuda. ¿Y a qué parte de la
ciudad tiene eso? -me preguntaron.
-En su tierra -les respondí.
-Por Dios, que está bueno el negocio -dijeron ellos-.
¿Y adónde es su tierra?
-De Castilla la Vieja me dijo él que era -le dije.
Riéronse mucho el alguacil y el escribano, diciendo:
-Bastante relación es ésta para cobrar vuestra deuda,
aunque mejor fuese.
Las vecinas, que estaban presentes, dijeron:
-Señores, éste es un niño inocente y ha pocos días
que está con ese escudero y no sabe de él más que
vuestras mercedes; sino cuanto el pecadorcico se
llega aquí a nuestra casa, y le damos de comer lo que
podemos por amor de Dios, y a las noches se iba a
dormir con él.
Vista mi inocencia, dejáronme, dándome por libre. Y
el alguacil y el escribano piden al hombre y a la
mujer sus derechos. Sobre lo cual tuvieron gran
contienda y ruido, porque ellos alegaron no ser
obligados a pagar, pues no había de qué ni se hacía el
embargo. Los otros decían que habían dejado de ir a
otro negocio, que les importaba más, por venir a
aquél.
Finalmente, después de dadas muchas voces, al cabo
carga un porquerón con el viejo alfamar de la vieja,
aunque no iba muy cargado, allá van todos cinco
dando voces. No sé en qué paró. Creo yo que el
pecador alfamar pagara por todos. Y bien se
empleaba, pues el tiempo que había de reposar y
descansar de los trabajos pasados, se andaba
alquilando.
Así, como he contado, me dejó mi pobre tercero
amo, do acabé de conocer mi ruin dicha, pues,
señalándose todo lo que podía contra mí, hacía mis
negocios tan al revés, que los amos, que suelen ser
dejados de los mozos, en mí no fuese así, mas que mi
amo me dejase y huyese de mí.
Tratado cuarto
Cómo Lázaro se asentó con un fraile de la
Merced, y de lo que le acaeció con él
Hube de buscar el cuarto, y éste fue un fraile de la
Merced, que las mujercillas que digo me
encaminaron, al cual ellas le llamaban pariente. Gran
enemigo del coro y de comer en el convento, perdido
por andar fuera, amicísimo de negocios seglares y
visitar, tanto que pienso que rompía él más zapatos
que todo el convento. Éste me dio los primeros
zapatos que rompí en mi vida; mas no me duraron
ocho días, ni yo pude con su trote durar más. Y por
esto, y por otras cosillas que no digo, salí de él.

Tratado quinto
Cómo Lázaro se asentó con un buldero, y de las
cosas que con él pasó
En el quinto por mi ventura di, que fue un buldero, el
más desenvuelto y desvergonzado, y el mayor
echador de ellas que jamás yo vi ni ver espero, ni
pienso nadie vio, porque tenía y buscaba modos y
maneras y muy sutiles invenciones.
En entrando en los lugares do habían de presentar la
bula, primero presentaba a los clérigos o curas
algunas cosillas, no tampoco de mucho valor ni
sustancia: una lechuga murciana, si era por el tiempo,
un par de limas o naranjas, un melocotón, un par de
duraznos, cada sendas peras verdiñales. Así
procuraba tenerlos propicios, porque favoreciesen su
negocio y llamasen sus feligreses a tomar la bula.
Ofreciéndosele a él las gracias, informábase de la
suficiencia de ellos. Si decían que entendían, no
hablaba palabra en latín por no dar tropezón; mas
aprovechábase de un gentil y bien cortado romance y
desenvoltísima lengua. Y si sabía que los dichos
clérigos eran de los reverendos, digo que más con
dineros que con letras y con reverendas se ordenan,
hacíase entre ellos un santo Tomás, y hablaba dos
horas en latín, a lo menos que lo parecía, aunque no
lo era.
Cuando por bien no le tomaban las bulas, buscaba
cómo por mal se las tomasen. Y para aquello hacía
molestias al pueblo, y otras veces con mañosos
artificios. Y porque todos los que le veía hacer sería
largo de contar, diré uno muy sutil y donoso, con el
cual probaré bien su suficiencia.
En un lugar de la Sagra de Toledo había predicado
dos o tres días, haciendo sus acostumbradas
diligencias, y no le habían tomado bula ni, a mi ver,
tenían intención de tomársela. Estaba dado al diablo
con aquello y, pensando qué hacer, se acordó de
convidar al pueblo para otro día de mañana despedir
la bula.
Y esa noche, después de cenar, pusiéronse a jugar la
colación él y el alguacil. Y sobre el juego vinieron a
reñir y a haber malas palabras. Él llamó al alguacil
ladrón y el otro a él falsario. Sobre esto, el señor
comisario, mi señor, tomó un lanzón, que en el portal
do jugaban estaba. El alguacil puso mano a su
espada, que en la cinta tenía. Al ruido y voces que
todos dimos, acuden los huéspedes y vecinos, y
métense en medio. Y ellos, muy enojados,
procurándose de desembarazar de los que en medio
estaban, para matarse. Mas, como la gente al gran
ruido cargase, y la casa estuviese llena de ella,
viendo que no podían afrentarse con las armas,
decíanse palabras injuriosas, entre las cuales el
alguacil dijo a mi amo que era falsario y las bulas
que predicaba eran falsas.
Finalmente, que los del pueblo, viendo que no
bastaban a ponellos en paz, acordaron de llevar al
alguacil de la posada a otra parte. Y así quedó mi
amo muy enojado. Y, después que los huéspedes y
vecinos le hubieron rogado que perdiese el enojo y se
fuese a dormir, se fue y así nos echamos todos.
La mañana venida, mi amo se fue a la iglesia y
mandó tañer a misa y al sermón para despedir la
bula. Y el pueblo se juntó, el cual andaba
murmurando de las bulas, diciendo cómo eran falsas
y que el mismo alguacil, riñendo, lo había
descubierto. De manera que, atrás que tenían mala
gana de tomalla, con aquello del todo la
aborrecieron.
El señor comisario se subió al púlpito, y comienza su
sermón y a animar la gente que no quedasen sin tanto
bien y indulgencia como la santa bula traía.
Estando en lo mejor del sermón, entra por la puerta
de la iglesia el alguacil y, desque hizo oración,
levantóse y, con voz alta y pausada, cuerdamente
comenzó a decir:
-Buenos hombres, oídme una palabra, que después
oiréis a quien quisierdes. Yo vine aquí con este
echacuervo que os predica, el cual me engañó, y dijo
que le favoreciese en este negocio, y que partiríamos
la ganancia. Y agora, visto el daño que haría a mi
conciencia y a vuestras haciendas, arrepentido de lo
hecho, os declaro claramente que las bulas que
predica son falsas, y que no le creáis ni las toméis y
que yo, directe ni indirecte, no soy parte en ellas, y
que desde agora dejo la vara y doy con ella en el
suelo. Y, si en algún tiempo éste fuere castigado por
la falsedad, que vosotros me seáis testigos cómo yo
no soy con él ni le doy a ello ayuda; antes os
desengaño y declaro su maldad. -Y acabó su
razonamiento.
Algunos hombres honrados que allí estaban se
quisieron levantar y echar al alguacil fuera de la
iglesia, por evitar escándalo; mas mi amo les fue a la
mano y mandó a todos que, so pena de excomunión,
no le estorbasen; mas que le dejasen decir todo lo
que quisiese. Y así, él también tuvo silencio mientras
el alguacil dijo todo lo que he dicho. Como calló, mi
amo le preguntó si quería decir más que lo dijese. El
alguacil dijo:
-Harto hay más que decir de vos y de vuestra
falsedad; mas por agora basta.
El señor comisario se hincó de rodillas en el púlpito
y, puestas las manos y mirando al cielo, dijo así:
-Señor Dios, a quien ninguna cosa es escondida,
antes todas manifiestas, y a quien nada es imposible,
antes todo posible: tú sabes la verdad y cuán
injustamente yo soy afrentado. En lo que a mí toca,
yo le perdono, porque tú, Señor, me perdones. No
mires a aquél, que no sabe lo que hace ni dice; mas la
injuria a ti hecha te suplico, y por justicia te pido no
disimules. Porque alguno que está aquí, que por
ventura pensó tomar aquesta santa bula, y dando
crédito a las falsas palabras de aquel hombre, lo
dejará de hacer. Y pues es tanto perjuicio del
prójimo, te suplico yo, Señor, no lo disimules; mas
luego muestra aquí milagro, y sea de esta manera:
que, si es verdad lo que aquél dice y que yo traigo
maldad y falsedad, este púlpito se hunda conmigo y
meta siete estados debajo de tierra, do él ni yo jamás
parezcamos; y, si es verdad lo que yo digo y aquél,
persuadido del demonio, por quitar y privar a los que
están presentes de tan gran bien, dice maldad,
también sea castigado y de todos conocida su
malicia.
Apenas había acabado su oración el devoto señor
mío, cuando el negro alguacil cae de su estado y da
tan gran golpe en el suelo que la iglesia toda hizo
resonar, y comenzó a bramar y echar espumajos por
la boca y torcella, y hacer visajes con el gesto, dando
de pie y de mano, revolviéndose por aquel suelo a
una parte y a otra.
El estruendo y voces de la gente era tan grande, que
no se oían unos a otros. Algunos estaban espantados
y temerosos. Unos decían: «El Señor le socorra y
valga». Otros: «Bien se le emplea, pues levantaba tan
falso testimonio».
Finalmente, algunos que allí estaban, y a mi parecer
no sin harto temor, se llegaron y le trabaron de los
brazos, con los cuales daba fuertes puñadas a los que
cerca de él estaban. Otros le tiraban por las piernas y
tuvieron reciamente, porque no había mula falsa en
el mundo que tan recias coces tirase. Y así le
tuvieron un gran rato. Porque más de quince hombres
estaban sobre él y a todos daba las manos llenas y, si
se descuidaban, en los hocicos.
A todo esto el señor mi amo estaba en el púlpito de
rodillas, las manos y los ojos puestos en el cielo,
transportado en la divina esencia, que el planto y
ruido y voces, que en la iglesia había, no eran parte
para apartalle de su divina contemplación.
Aquellos buenos hombres llegaron a él y, dando
voces le despertaron y le suplicaron quisiese socorrer
a aquel pobre que estaba muriendo y que no mirase a
las cosas pasadas ni a sus dichos malos, pues ya
dellos tenía el pago; mas, si en algo podría
aprovechar para librarle del peligro y pasión que
padecía, por amor de Dios lo hiciese, pues ellos
veían clara la culpa del culpado y la verdad y bondad
suya, pues a su petición y venganza el Señor no
alargó el castigo.
El señor comisario, como quien despierta de un dulce
sueño, los miró y miró al delincuente y a todos los
que alrededor estaban, y muy pausadamente les dijo:
-Buenos hombres, vosotros nunca habíades de rogar
por un hombre en quien Dios tan señaladamente se
ha señalado; mas, pues Él nos manda que no
volvamos mal por mal y perdonemos las injurias, con
confianza podremos suplicarle que cumpla lo que
nos manda, y Su Majestad perdone a éste que le
ofendió poniendo en su santa fe obstáculo. Vamos
todos a suplicalle.
Y así, bajó del púlpito y encomendó a que muy
devotamente suplicasen a nuestro Señor tuviese por
bien de perdonar a aquel pecador y volverle en su
salud y sano juicio y lanzar de él el demonio, si Su
Majestad había permitido que por su gran pecado en
él entrase.
Todos se hincaron de rodillas y delante del altar, con
los clérigos, comenzaban a cantar con voz baja una
letanía; y viniendo él con la cruz y agua bendita,
después de haber sobre él cantado, el señor mi amo,
puestas las manos al cielo y los ojos que casi nada se
le parecía, sino un poco de blanco, comienza una
oración no menos larga que devota, con la cual hizo
llorar a toda la gente, como suelen hacer en los
sermones de Pasión, de predicador y auditorio
devoto, suplicando a Nuestro Señor, pues no quería
la muerte del pecador, sino su vida y
arrepentimiento, que aquél, encaminado por el
demonio y persuadido de la muerte y pecado, le
quisiese perdonar y dar vida y salud, para que se
arrepintiese y confesase sus pecados.
Y esto hecho, mandó traer la bula y púsosela en la
cabeza. Y luego el pecador del alguacil comenzó
poco a poco a estar mejor y tornar en sí. Y desque
fue bien vuelto en su acuerdo, echóse a los pies del
señor comisario y, demandándole perdón, confesó
haber dicho aquello por la boca y mandamiento del
demonio; lo uno, por hacer a él daño y vengarse del
enojo; lo otro, y más principal, porque el demonio
recibía mucha pena del bien que allí se hiciera en
tomar la bula.
El señor mi amo le perdonó, y fueron hechas las
amistades entre ellos. Y a tomar la bula hubo tanta
prisa, que casi ánima viviente en el lugar no quedó
sin ella: marido y mujer, y hijos y hijas, mozos y
mozas.
Divulgóse la nueva de lo acaecido por los lugares
comarcanos y, cuando a ellos llegábamos, no era
menester sermón ni ir a la iglesia, que a la posada la
venían a tomar, como si fueran peras que se dieran
de balde. De manera que, en diez o doce lugares de
aquellos alrededores donde fuimos, echó el señor mi
amo otras tantas mil bulas sin predicar sermón.
Cuando él hizo el ensayo, confieso mi pecado, que
también fui de ello espantado, y creí que así era,
como otros muchos; mas con ver después la risa y
burla que mi amo y el alguacil llevaban y hacían del
negocio, conocí cómo había sido industriado por el
industrioso y inventivo de mi amo.
Acaeciónos en otro lugar, el cual no quiero nombrar
por su honra, lo siguiente: y fue que mi amo predicó
dos o tres sermones, y dó a Dios la bula tomaban.
Visto por el astuto de mi amo lo que pasaba, y que
aunque decía se fiaban por un año no aprovechaba, y
que estaban tan rebeldes en tomarla, y que su trabajo
era perdido, hizo tocar las campanas para despedirse
y, hecho su sermón y despedido desde el púlpito, ya
que se quería abajar, llamó al escribano y a mí, que
iba cargado con unas alforjas, y hízonos llegar al
primer escalón, y tomó al alguacil las que en las
manos llevaba, y las que yo tenía en las alforjas
púsolas junto a sus pies, y tornóse a poner en el
púlpito con cara alegre, y arrojar desde allí de diez en
diez y de veinte en veinte de sus bulas hacia todas
partes diciendo:
-Hermanos míos, tomad, tomad de las gracias que
Dios os envía hasta vuestras casas, y no os duela,
pues es obra tan pía la redención de los cautivos
cristianos que están en tierra de moros, porque no
renieguen nuestra santa fe y vayan a las penas del
infierno, siquiera ayudalles con vuestra limosna y
con cinco Pater nostres y cinco Ave Marías, para que
salgan de cautiverio. Y aun también aprovechan para
los padres y hermanos y deudos que tenéis en el
Purgatorio, como lo veréis en esta santa bula.
Como el pueblo las vio así arrojar, como cosa que la
daba de balde y ser venida de la mano de Dios,
tomaban a más tomar, aun para los niños de la cuna y
para todos sus difuntos, contando desde los hijos
hasta el menor criado que tenían, contándolos por los
dedos. Vímonos en tanta prisa, que a mí aínas me
acabaron de romper un pobre y viejo sayo que traía,
de manera que certifico a vuestra merced que en
poco más de una hora no quedó bula en las alforjas y
fue necesario ir a la posada por más.
Acabados de tomar todos, dijo mi amo desde el
púlpito a su escribano y al del Concejo que se
levantasen, y para que se supiese quién eran los que
habían de gozar de la santa indulgencia y perdones
de la santa bula y para que él diese buena cuenta a
quien le había enviado, se escribiesen.
Y así, luego todos de muy buena voluntad decían las
que habían tomado, contando por orden los hijos y
criados y difuntos.
Hecho su inventario, pidió a los alcaldes que, por
caridad, porque él tenía que hacer en otra parte,
mandasen al escribano le diese autoridad del
inventario y memoria de las que allí quedaban, que
según decía el escribano eran más de dos mil.
Hecho esto, él se despidió con mucha paz y amor, y
así nos partimos de este lugar. Y aun, antes que nos
partiésemos, fue preguntando él por el teniente cura
del lugar y por los regidores si la bula aprovechaba
para las criaturas que estaban en el vientre de sus
madres. A lo cual él respondió, según las letras que
él había estudiado, que no, que lo fuesen a preguntar
a los doctores más antiguos que él y que esto era lo
que sentía en este negocio.
Y así nos partimos, yendo todos muy alegres del
buen negocio. Decía mi amo al alguacil y escribano:
-¿Qué os parece, cómo a estos villanos, que con sólo
decir cristianos viejos somos, sin hacer obras de
caridad, se piensan salvar, sin poner nada de su
hacienda? Pues, por vida del licenciado Pascasio
Gómez, que a su costa se saquen más de diez
cautivos.
Y así nos fuimos hasta otro lugar de aquel, cabo de
Toledo, hacia la Mancha que se dice, adonde
topamos otros más obstinados en tomar bulas.
Hechas mi amo y los demás que íbamos nuestras
diligencias, en dos fiestas que allí estuvimos, no se
habían echado treinta bulas. Visto por mi amo la gran
perdición y la mucha costa que traía, y el ardideza
que el sutil de mi amo tuvo para hacer despender sus
bulas fue que este día dijo la misa mayor y, después
de acabado el sermón y vuelto al altar, tomó una cruz
que traía de poco más de un palmo, y en un brasero
de lumbre que encima del altar había, el cual habían
traído para calentarse las manos, porque hacía gran
frío, púsole detrás del misal, sin que nadie mirase en
ello. Y allí, sin decir nada, puso la cruz encima la
lumbre y, ya que hubo acabado la misa y echada la
bendición, tomóla con un pañizuelo bien envuelta la
cruz en la mano derecha y en la otra la bula, y así se
bajó hasta la postrera grada del altar, adonde hizo
que besaba la cruz. E hizo señal que viniesen adorar
la cruz. Y así vinieron los alcaldes los primeros y los
más ancianos del lugar, viniendo uno a uno, como se
usa. Y el primero que llegó, que era un alcalde viejo,
aunque él le dio a besar la cruz bien delicadamente,
se abrasó los rostros y se quitó presto afuera. Lo cual
visto por mi amo, le dijo:
-¡Paso, quedo, señor alcalde! ¡Milagro!
Y así hicieron otros siete u ocho, y a todos les decía:
-¡Paso, señores! ¡Milagro!
Cuando él vio que los rostriquemados bastaban para
testigos del milagro, no la quiso dar más a besar.
Subióse al pie del altar y de allí decía cosas
maravillosas, diciendo que por la poca caridad que
había en ellos había Dios permitido aquel milagro, y
que aquella cruz había de ser llevada a la santa
iglesia mayor de su obispado, que por la poca caridad
que en el pueblo había, la cruz ardía.
Fue tanta la prisa que hubo en el tomar de la bula,
que no bastaban dos escribanos ni los clérigos ni
sacristanes a escribir. Creo de cierto que se tomaron
más de tres mil bulas, como tengo dicho a vuestra
merced.
Después, al partir, él fue con gran reverencia, como
es razón, a tomar la santa cruz, diciendo que le había
de hacer engastonar en oro, como era razón. Fue
rogado mucho del Concejo y clérigos del lugar les
dejase allí aquella santa cruz, por memoria del
milagro allí acaecido. Él en ninguna manera lo quería
hacer, y al fin, rogado de tantos, se la dejó; con que
le dieron otra cruz vieja que tenían, antigua, de plata,
que podrá pesar dos o tres libras, según decían.
Y así nos partimos alegres con el buen trueque y con
haber negociado bien. En todo no vio nadie lo
susodicho, sino yo, porque me subía par del altar
para ver si había quedado algo en las ampollas, para
ponello en cobro, como otras veces yo lo tenía de
costumbre, y como allí me vio, púsose el dedo en la
boca, haciéndome señal que callase. Yo así lo hice,
por que me cumplía, aunque, después que vi el
milagro, no cabía en mí por echallo fuera, sino que el
temor de mi astuto amo no me lo dejaba comunicar
con nadie, ni nunca de mí salió, porque me tomó
juramento que no descubriese el milagro y así lo hice
hasta agora.
Y, aunque muchacho, cayóme mucho en gracia, y
dije entre mí: «¡Cuántas de éstas deben hacer estos
burladores entre la inocente gente!».
Finalmente, estuve con este mi quinto amo cerca de
cuatro meses, en los cuales pasé también hartas
fatigas, aunque me daba bien de comer, a costa de los
curas y otros clérigos do iba a predicar.

Tratado sexto
Cómo Lázaro se asentó con un capellán, y lo que
con él pasó
Después de esto, asenté con un maestro de pintar
panderos, para molelle los colores, y también sufrí
mil males.
Siendo ya en este tiempo buen mozuelo, entrando un
día en la iglesia mayor, un capellán de ella me
recibió por suyo, y púsome en poder un asno y cuatro
cántaros y un azote, y comencé a echar agua por la
ciudad. Éste fue el primer escalón que yo subí para
venir a alcanzar buena vida, porque mi boca era
medida. Daba cada día a mi amo treinta maravedís
ganados, y los sábados ganaba para mí, y todo lo
demás, entre semana, de treinta maravedís.
Fueme tan bien en el oficio que, al cabo de cuatro
años que lo usé, con poner en la ganancia buen
recaudo, ahorré para vestirme muy honradamente de
la ropa vieja, de la cual compré un jubón de fustán
viejo, y un sayo raído de manga trenzada y puerta, y
una capa que había sido frisada, y una espada de las
viejas primeras de Cuéllar. Desque me vi en hábito
de hombre de bien, dije a mi amo se tomase su asno,
que no quería más seguir aquel oficio.

Tratado séptimo
Cómo Lázaro se asentó con un alguacil, y de lo
que le acaeció con él
Despedido del capellán, asenté por hombre de
justicia con un alguacil; mas muy poco viví con él,
por parecerme oficio peligroso. Mayormente que una
noche nos corrieron a mí y a mi amo a pedradas y a
palos unos retraídos. Y a mi amo, que esperó,
trataron mal; mas a mí no me alcanzaron. Con esto
renegué del trato.
Y pensando en qué modo de vivir haría mi asiento,
por tener descanso y ganar algo para la vejez, quiso
Dios alumbrarme y ponerme en camino y manera
provechosa. Y con favor que tuve de amigos y
señores, todos mis trabajos y fatigas hasta entonces
pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré,
que fue un oficio real, viendo que no hay nadie que
medre, sino los que le tienen.
En el cual el día de hoy vivo y resido a servicio de
Dios y de vuestra merced. Y es que tengo cargo de
pregonar los vinos que en esta ciudad se venden, y en
almonedas y cosas perdidas, acompañar los que
padecen persecuciones por justicia y declarar a voces
sus delitos: pregonero, hablando en buen romance.
En el cual oficio, un día que ahorcábamos un
apañador en Toledo, y llevaba una buena soga de
esparto, conocí y caí en la cuenta de la sentencia que
aquel mi ciego amo había dicho en Escalona, y me
arrepentí del mal pago que le di, por lo mucho que
me enseñó, que, después de Dios, él me dio industria
para llegar al estado que ahora estoy.
Hame sucedido tan bien, y yo le he usado tan
fácilmente, que casi todas las cosas al oficio tocantes
pasan por mi mano, tanto que, en toda la ciudad, el
que ha de echar vino a vender, o algo, si Lázaro de
Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar
provecho.
En este tiempo, viendo mi habilidad y buen vivir,
teniendo noticia de mi persona el señor arcipreste de
San Salvador, mi señor, y servidor y amigo de
vuestra merced, porque le pregonaba sus vinos,
procuró casarme con una criada suya. Y visto por mí
que de tal persona no podía venir sino bien y favor,
acordé de hacerlo. Y así, me casé con ella, y hasta
agora no estoy arrepentido, porque, allende de ser
buena hija y diligente servicial, tengo en mi señor
arcipreste todo favor y ayuda. Y siempre en el año le
da, en veces, al pie de una carga de trigo; por las
Pascuas, su carne; y cuando el par de los bodigos, las
calzas viejas que deja. E hízonos alquilar una casilla
par de la suya; los domingos y fiestas casi todas las
comíamos en su casa.
Mas malas lenguas, que nunca faltaron ni faltarán, no
nos dejan vivir, diciendo no sé qué y sí sé qué, de
que ven a mi mujer irle a hacer la cama y guisalle de
comer. Y mejor les ayude Dios, que ellos dicen la
verdad, aunque en este tiempo siempre he tenido
alguna sospechuela y habido algunas malas cenas por
esperalla algunas noches hasta las laudes, y aún más,
y se me ha venido a la memoria lo que a mi amo el
ciego me dijo en Escalona, estando asido del cuerno;
aunque, de verdad, siempre pienso que el diablo me
lo trae a la memoria por hazerme malcasado, y no le
aprovecha.
Porque allende de no ser ella mujer que se pague de
estas burlas, mi señor me ha prometido lo que pienso
cumplirá; que él me habló un día muy largo delante
de ella y me dijo:
-Lázaro de Tormes, quien ha de mirar a dichos de
malas lenguas nunca medrará. Digo esto, porque no
me maravillaría alguno, viendo entrar en mi casa a tu
mujer y salir de ella. Ella entra muy a tu honra y
suya. Y esto te lo prometo. Por tanto, no mires a lo
que pueden decir, sino a lo que te toca, digo, a tu
provecho.
-Señor -le dije-, yo determiné de arrimarme a los
buenos. Verdad es que algunos de mis amigos me
han dicho algo de eso, y aun por más de tres veces
me han certificado que, antes que comigo casase,
había parido tres veces, hablando con reverencia de
vuestra merced, porque está ella delante.
Entonces mi mujer echó juramentos sobre sí, que yo
pensé la casa se hundiera con nosotros. Y después
tomóse a llorar y a echar maldiciones sobre quien
comigo la había casado, en tal manera que quisiera
ser muerto antes que se me hubiera soltado aquella
palabra de la boca. Mas yo de un cabo y mi señor de
otro, tanto le dijimos y otorgamos que cesó su llanto,
con juramento que le hice de nunca más en mi vida
mentalle nada de aquello, y que yo holgaba y había
por bien de que ella entrase y saliese de noche y de
día, pues estaba bien seguro de su bondad. Y así
quedamos todos tres bien conformes.
Hasta el día de hoy nunca nadie nos oyó sobre el
caso; antes, cuando alguno siento que quiere decir
algo de ella, le atajo y le digo:
-Mirad, si sois mi amigo, no me digáis cosa con que
me pese, que no tengo por mi amigo al que me hace
pesar, mayormente si me quieren meter mal con mi
mujer, que es la cosa del mundo que yo más quiero,
y la amo más que a mí, y me hace Dios con ella mil
mercedes y más bien que yo merezco. Que yo juraré
sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer
como vive dentro de las puertas de Toledo. Quien
otra cosa me dijere, yo me mataré con él.
De esta manera no me dicen nada, y yo tengo paz en
mi casa.
Esto fue el mismo año que nuestro victorioso
Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y
tuvo en ella Cortes, y se hicieron grandes regocijos,
como vuestra merced habrá oído. Pues en este
tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de
toda buena fortuna.
De lo que de aquí adelante me sucediere, avisaré a
vuestra merced.
FIN

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