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Razones para el amor

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 12: Curas felices

La semana pasada me ha ocurrido algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin
dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que
esta alegría me durase siempre. Lo decía con la misma naturalidad con que pude escribir que me gusta la
música o que prefiero el sol a la tormenta.

Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es
sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tenga
mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, estupefacto, sin acabar de entender que
alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan simplemente elementales. En rigor, yo
no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy.

Pero, por lo visto, según quienes me escriben, ahora los curas se sienten como avergonzados de serlo;
ocultan su sacerdocio como un hijo ¡legítimo; y el que no abandona el ministerio -dicen- es porque aún no
ha encontrado una forma mejor de ganarse la vida.

Pero ¡qué tontería! Creo que voy a devolver sus cartas a mis comunicantes para decirles que el número de
curas felices es infinitamente mayor de lo que ellos se imaginan y que si no todos lo gritan en sus púlpitos
o en los periódicos es por sentido común o porque ahora lo que está de moda es presumir de malos, y as!,
mientras hoy uno puede encontrarse en la prensa la foto de una señora con un cartel que dice: «Soy una
adúltera», resultaría bastante rarito que los curas caminaran por la calle con un rótulo que pregonara: !Soy
feliz.»

Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son las raíces por las que el prestigio de la vocación sacerdotal
ha bajado tantos kilómetros en la estimación pública. Porque esto sí es un hecho. Antaño, el
anticlericalismo era una indirecta manifestación de estima, ya que sólo se odia lo que se considera
importante. Hoy, me parece, funciona más que el anticlericalismo el desprecio, la devaluación, la
ignorancia.

Los síntomas de esta bajada del clero a la tercera división social son infinitos. Citaré un par de ellos. Se
publicó hace tiempo un librito, editado por el Ministerio de Educación, dedicado a presentar a los
muchachos los Estudios y profesiones en España. Un libro supercompletísimo. ¿Que el muchacho quiere
ser buzo? Busque en la página 64. ¿Le apetece ría ser entomólogo? Encontrará orientación en la 78.
¿Prefiere ser bodeguero, bailarín o cristalógrafo? La tiene en las páginas 66, 135 y 101, respectivamente.
Así que no sólo se ofrecen las tradicionales profesiones -médicos, abogados, maestros, ingenieros-, sino
también las más nuevas o estrambóticas: azafata de congresos, actor, ceramista, peluquero,
sedimentólogo, terapeuta, sociólogo, especialista en calderería de chapa. Todo cuanto usted pueda desear.
Pero, naturalmente, no busque usted en la letra S la profesión de sacerdote; ni en la C, la de cura o la de
clérigo. Menos, claro, busque en la M la vocación de ministro del culto. Ni siquiera busque en la B de
brujo. Ser todo eso, para el Ministerio, debe de ser, cuando más, una vocación tolerada para la que no se
ofrecen ni orientaciones ni posibilidades, como, por lo demás, tampoco se enseña a ser ladrón o atracador.

Pero más doloroso me parece el otro síntoma: el Instituto Gallup hace cada varios años un estudio sobre
el reconocimiento social de las principales profesiones, y pide a sus encuestados que valoren «el nivel
moral o grado de honestidad» que atribuyen a los miembros de cada uno de los principales grupos
sociales. ¿Quedarán los sacerdotes en cabeza al menos en la valoración de su honestidad? En el último
estudio aparecemos exactamente en la mitad de la tabla, en el puesto décimo entre veintiuna
profesiones. ]Por delante de los banqueros, los políticos o los empresarios. Pero muy por debajo de
ingenieros, médicos, periodistas, policías o abogados. Y lo que es peor, estarnos en descenso: cinco años
antes ese mismo sondeo situaba al clero en el quinto lugar de la tabla.
Voy a aclarar que a mí no me preocupara el descenso de valoración «social». El que los curas, en cuanto
tales, hayamos dejado de ser parte de los «notables», de las «fuerzas vivas» de la ciudad, no me parece
ninguna pérdida. A Cristo y los suyos, evidentemente, nadie los colocaba junto a Pilato y Herodes. A
mucha honra.

Más me angustia la pérdida de aprecio «moral» y -¿tal vez como consecuencia?- el que muchos
sacerdotes pongan en duda lo que se llama «su identidad sacerdotal». Que ellos no acaben de ver muy
bien para qué sirven y que tampoco lo entienda y valore suficientemente la comunidad.

Yo no sería honesto si no dijera que en esto ha contribuido decisivamente la curva de secularizaciones de


los años posconciliares. Dios me librará, claro está, de juzgar a las personas. Que a alguien por un
momento lo haya deslumbrado el amor de una muchacha más de lo que le alumbra el fuego apagado de su
vocación me parece doloroso, pero comprensible. Que alguien no sea capaz de soportar la soledad es uno
de tantos precios que paga la condición humana. Pero lo que ya me resulta incomprensible es que el
sacerdocio se abandone por cansancio, por desilusión, por sensación de inutilidad o porque ---dicen- les
asfixia la estructura de la Iglesia, para encontrarse -al salir- con que todas las estructuras de este mundo
son hermanas gemelas, y la peor de todas es la propia mediocridad.

Y lo peor del asunto es que hayamos convertido la crisis de las personas -de algunas personas- en la crisis
del clero. Es cierto: un cura que se iba, daba más que hablar que cien que permanecían. Y cuando en un
bosque se talan dos docenas de árboles, todos los convecinos sienten como si el hacha golpeara también
su corteza.

Toda esta serie de factores ha hecho que hayamos ido pasando del cura orgulloso de su ministerio al
desconcertado de ser lo que es. Quisimos -y yo creo que con razón- dejar de ser «bichos raros», alejarnos
de unos vestidos que nos alejaban; quisimos -y creo que con acierto-. sentirnos hombres «mezclados» con
los demás hombres, y parece que nos hubiéramos vuelto «iguales» a los demás hombres, empezando por
contagiarnos de esa tristeza colectiva, de ese desencanto que parece característico del hombre
contemporáneo.

Y -¡claro!- comenzaron a bajar las vocaciones. Recuerdo que cuando yo fui, de niño, al seminario lo lúce
ante todo por nacientes razones religiosas. Pero también porque admiraba la obra de algunos sacerdotes
muy concretos, porque veía que sus vidas estaban muy llenas, porque entendí o imaginé que siendo como
ellos sería feliz como ellos eran.

Hoy entiendo que sea más difícil para un muchacho iniciar una carrera en la que no sólo va a ganar menos
que siendo fontanero o peón de albañil, sino en cuya realización no viera felices y radiantes a quienes la
viven.

Por eso me pregunto si una de las primeras tareas de la Iglesia de hoy -de toda ella: curas, religiosas,
sacerdotes- no seria precisamente la de devolver a quienes la hubieran perdido su alegría y lograr que
quienes -y son la mayoría- la tienen, pero apenas se atreven a mostrarla, saquen a la calle el gozo de ser lo
que son. Aunque tengan que ir contra corriente de una civilización en la que lo que parece estar de moda
es pasarse las horas contando cada uno la tripa que se nos rompió ayer por la tarde y en la que ser feliz y
demostrarlo resulta una rareza.

Para ello no hace falta ponerse una careta con sonrisa-profidén. Basta con vivir lo que de veras se ama. Y
saber que aunque en la barca de la Iglesia entra mucha agua por las ranuras de nuestros egoísrnos, es una
barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas, no valgamos la pena.
Pero el sacerdocio, sí.

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