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Rosario es una mujer que está viviendo la mitad de su treintena.

Se casó joven,
enamorada, o tal vez no tanto, cuyo divorcio significó una crisis existecial. Vive
con su hija Javiera, fruto de muchas ilusiones que terminaron en la oficina de un
abogado.

Un día, cansada de llorar sus frustraciones y penas, decidió estudiar. Tras una
larga batalla con el tiempo, los profesores y las notas, finalmente logró
conseguir su diploma de sicóloga.

Trabajó en hospitales, ONGs y para la junta de vecinos de su barrio. Participaba


en foros y alentaba a los más pobres a no quedarse reducidos a la miseria, que si
bien el Estado tenía muchas obligaciones, no era menos cierto que ellos mismos
tenían que tener, primero, las ganas y la esperanza de algo mejor. Era el tiempo
del equilibrio, de las ondas positivas, de reinventarse cada día y buscar algo
nuevo para su desarrollo personal.

Fue en esa búsqueda que conoció a Luis, un hombre de buena facha, que vivía en la
misma ciudad, Barcelona. La casualidad no tiene ni fechas ni apellidos, tampoco un
espacio determinado. Se enamoró de él, sin conocerlo demasiado. Comenzaron a pasar
las semanas y los meses y Rosario comenzó a notar gestos y reacciones extrañas en
Luis. El le había contado que era ingeniero civil y que mantenía su propia
empresa. Por esa razón tenía que viajar mucho y que sólo los fines de semana podía
estar con ella.

Rosario tuvo el don de la comprensión y fue sumisa, enamorada y fiel cada día. Los
sábados aparecía Luis con un ramillete de flores o con un regalito de esos que a
mujeres como Rosario encantaban. Durante el correr de las horas se entregaban al
amor con fuerza y pasión. Ella se sentía amada y no sospechaba de lo que se estaba
por venir.

Un sábado por la tarde, Luis llamó a Rosario para contarle lo mal que se sentía y
que por esa razón no había podido viajar hasta Barcelona. Que mejor se quedaría en
Madrid y que se tomaría el lunes y hasta el miércoles libre para recuperar ese
tiempo perdido. Viajaría en avión, pero que no lo fuera a esperar al aeropuerto,
puesto que él deseaba darle una sorpresa.

Rosario estaba triste, por un lado, pero tan bien feliz por el otro. No podía
creer que un tipo como Luis, con todas las cualidades que poseía, se hubiera
fijado en ella. Se sentía una mujer completa y afortunada. Ese fin de semana tuvo
la idea de ir al centro de la ciudad. Javiera estaba con el padre y ella le
apetecía reunirse con Ana, su mejor amiga. No fueron al café de siempre. Le habían
dado el dato de un bistro de muy buen ambiente, en el que tocaban esa música
Chillout que le encantaba. Ana dijo que sí, que era flexible.

El local estaba casi lleno. Se ubicaron en una mesita pequeña arrimada a la


ventana, un rincón muy acogedor. Solicitaron ver la carta. Pidieron té y café,
también un bocadillo de jamón serrano y queso para cada una. Mientras esperaban
conversaron y Rosario le contó a su amiga la ilusión que estaba viviendo. Se
notaba feliz y optimista. Ana fue al toilette.

Era otoño y la acera estaba repleta de hojas amarillas, que daban vueltas al
compás del viento. Siguió mirando las hojas, mientras pensaba en lo que estaría
haciendo el pobre de Luis, allá en Madrid, enfermo. Vio aparecer un taxi, una
pareja, ella rubia y él...cómo era él?...se parecía a su Luis, pero no era él..o
tal vez si?..no! imposible! Luis estaba enfermo, allá en Madrid y llegaría el
lunes, en avión al aeropuerto. Y Luis no quería que lo fuera a buscar, porque le
tenía guardada una sorpresa. Entonces el hombre se dio la vuelta para besar en los
labios a la mujer rubia, dejando su rostro al descubierto y a Rosario le temblaron
las piernas, se le quebró el corazón...

Cuando Ana volvió del Toilette vio a su amiga casi envejecida, como si la espera
hubiera sido muy larga, miró a través de la ventana y pudo contemplar aquellas
hojas amarillas, tiradas en la acera.

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