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A más lenguas, menos español

El ideal de la UE de promover todos los idiomas choca con la realidad - A mayor


cantidad de lenguas más crece una: el inglés

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS


El País 03/03/2008

Europa apuesta por el ideal de la diversidad de idiomas, pero la realidad lleva a


la concentración: a mayor número de lenguas en la UE ampliada, más se impone el
inglés. También ocurrió en la América conquistada con el español. Un informe
redactado por Amin Maalouf para la Comisión, y que ésta convertirá en propuesta en
septiembre, aconseja una tercera lengua en las escuelas.
Los idiomas han entrado en campaña. El 18 de febrero, José Luis Rodríguez Zapatero
visitó el instituto Salvador Allende de Fuenlabrada (Madrid). Después de atravesar
una nube de adolescentes que no paraban de hacerle fotos con los móviles, lanzó
una promesa: en 10 años todos los alumnos que terminen la ESO hablarán inglés con
fluidez.

También Rajoy promete un futuro políglota y, aun así, el optimismo electoral


español va por detrás de las mejores intenciones de la UE. El documento de Maalouf
para la Comisión se titula Un reto provechoso y su subtítulo resume bien su tesis:
Cómo la multiplicidad de lenguas podría contribuir a la consolidación de Europa.
Es fruto del trabajo de un equipo de nueve intelectuales, entre los que no se
encontraba ningún español. Su objetivo es orientar las directrices sobre
multilingüismo que la Comisión presentará en septiembre. No en vano, 2008 ha sido
declarado, de forma mayúscula, Año Europeo del Diálogo Intercultural.
Al contrario que la ONU, que sólo considera oficiales seis lenguas (el inglés, el
francés, el español, el ruso, el árabe y el chino), la UE reconoce como tales las
23 de sus 27 miembros, algo que genera no pocas anécdotas: cuando en 2004 ingresó
Malta sólo se presentaron 40 candidatos para las 135 plazas de traductores del
maltés, una lengua con algo más de 400.000 hablantes. Ese mismo año, la Unión
conoció la mayor ampliación de una sola tacada. Pasó de 15 a 25 socios, en otros
términos, los traductores del Parlamento, el Consejo y la Comisión pasaron de
4.000 a 6.000. En 2007 se les sumaron Bulgaria y Rumania. En cuatro años, las
instituciones comunitarias han pasado de traducir millón y medio de páginas a casi
el doble.
Un tercio del presupuesto de la Eurocámara se destina a labores de traducción e
interpretación, pero en Bruselas ya es un viejo tópico matizar la cifra diciendo
que esos servicios le cuestan a cada ciudadano lo mismo que un café al año. La UE
no piensa, pues, abdicar de su defensa del multilingüismo, al que tiene dedicado
un comisario. ¿Por qué? La respuesta atraviesa el documento de los intelectuales.
"La diversidad lingüística", apunta Maalouf, "constituye el fundamento mismo de la
idea de Europa". Además, sostiene, sería difícil defender la legitimidad de una
Unión que se expresara en un idioma que no fuera el de cada ciudadano, sobre todo
teniendo en cuenta que casi la mitad de los habitantes de la UE sólo entiende su
propia lengua. "Si ignoramos alguna, corremos el riesgo de que sus hablantes
pierdan el interés por las ideas europeas", continúa el autor de León el Africano,
que concluye: "Las lenguas no son intercambiables, ninguna es imprescindible pero
ninguna es superflua".

No obstante, la práctica indica que algunas son, como diría Orwell, más
imprescindibles que otras. Si abre usted un pasaporte europeo por la primera
página entenderá de un vistazo el mito de Babel. Pero si pasa página verá, junto a
su foto, que el número de idiomas en los que se identifican sus datos personales
se ha reducido drásticamente a tres. Se demuestra así un axioma que admiten
incluso los mayores defensores del multilingüismo: cuanto mayor es la dispersión
de lenguas mayor es la importancia de unas pocas comunes, es decir, cuantos más
idiomas promueva la UE, mayor será el peso del inglés, el francés y el alemán,
lenguas en las que se gestiona el 90% de los asuntos comunitarios. Sin olvidar que
el primer borrador de casi todos los documentos comunitarios se produce en la
lengua de Shakespeare.
"Es un proceso natural", afirma Francisco Rodríguez Adrados, académico de la RAE,
que acaba de publicar Historia de las lenguas de Europa (Gredos). "Las lenguas
están hechas para entenderse, y la excesiva diversidad dificulta la comunicación.
Por eso la gente acude a una común. Así, la existencia de centenares de lenguas en
América favoreció la expansión del español, que no necesariamente se impuso a
golpe de espada, aunque alguno hubo. La prioridad era llevar la religión, no el
idioma". Los misioneros se afanaron en ser fieles al principio de Pentecostés:
predicar a cada uno en su lengua. Y el español se convirtió en la única lengua
común entre comunidades diversas. Con todo, fue la independencia de las repúblicas
americanas y la gran emigración del viejo al nuevo mundo lo que impulsó
definitivamente el español. Hasta mediados del siglo XIX, sólo un tercio de la
población americana lo hablaba. Sin perder de vista que era la lengua
administrativa y conocerla aumentaba las posibilidades de promoción social. Cuando
una lengua se convierte en camino hacia el poder, su uso se multiplica. "Como en
su día el latín y hoy, el inglés", abunda Adrados. "Se hace más caso a la
necesidad que a los decretos. Es una cuestión de utilidad, lo que los
estadounidenses llaman poder blando".

La regla de que a mayor diversidad, mayor concentración no la sufren sólo las


lenguas con pocos hablantes. Incluso una de tanta tradición como el francés vio
mermada su influencia con la entrada en la Unión de Austria, Finlandia y Suecia en
1995. Las posteriores ampliaciones hacia el centro y el este no han hecho más que
reforzar el peso del inglés y, aunque menos de lo previsto, fortalecer el alemán,
el idioma que más europeos tienen como lengua materna. En ese ámbito, el
demográfico, el español ocupa el quinto puesto tras el inglés, el italiano y el
francés y al mismo nivel que el polaco. La hipotética entrada de Turquía en la UE,
con 73 millones de habitantes, reordenará drásticamente esa lista y la correlación
de fuerzas.
¿Qué hacer? ¿Resignarse a que los teóricos del europeísmo promuevan la diversidad
idiomática mientras la práctica cotidiana tiende irremisiblemente hacia la
concentración? Ante esa pregunta surgió el grupo encabezado por Maalouf. Y su
respuesta se llama "lengua personal adoptiva", es decir, una tercera lengua
distinta de la "identitaria" y de la internacional de comunicación (o sea, del
inglés). "Tal y como nosotros la concebimos", afirma, "no sería una segunda lengua
extranjera, sino más bien una segunda lengua materna". Elegida libremente y
"aprendida en profundidad, hablada y escrita con frecuencia", se integraría en el
trayecto escolar de todo ciudadano. Para aclarar su teoría, los padres de la
propuesta recurren a Joseph Conrad. El autor de El corazón de las tinieblas tenía
el polaco como lengua materna y usaba el francés como lengua franca, pero eligió
el inglés para escribir su obra. Por el lado pragmático, la "lengua personal
adoptiva" sería un plus en un futuro en el que el inglés será cada vez más
necesario pero menos suficiente. Se trataría, además, de facilitar los negocios
bilaterales entre países sin tener que pasar por una lengua ajena a los dos
interlocutores.

"A veces se desaprovecha la proximidad entre las propias lenguas románicas y vemos
a estudiantes italianos y españoles hablando en inglés", apunta Albert
Branchadell, profesor de traducción e interpretación de la Universidad Autónoma de
Barcelona y presidente de la Organización por el Multilingüismo. Para él, la
propuesta de la lengua adoptiva es interesante pero "complicada como realidad a
corto plazo. Sobre todo teniendo en cuenta que en España, el nivel de inglés es
deprimente". Branchadell ha sido siempre muy crítico con el llamado
internacionalismo lingüístico, que defiende la concentración. Uno de sus más
brillantes estudiosos españoles fue Juan Ramón Lodares, autor de ensayos ya
clásicos como Gente de Cervantes o El porvenir del español (publicados por
Taurus). Lodares, fallecido hace tres años, insistía en que la tendencia a la
selección lingüística es imparable por una razón básica: la gente no se pregunta
por qué aprender una lengua, sino para qué. Defensor de una visión materialista de
las lenguas, el filólogo resumía su punto de vista con un dato y una pregunta:
"Antes de 1850 el territorio europeo que actualmente recorremos en francés e
italiano, había de recorrerse en docenas de variedades idiomáticas. El hecho de
que hoy se pueda andar por el mismo territorio con dos idiomas y una moneda, ¿ha
sido una catástrofe para Europa?". En opinión de Branchadell, que polemizó
largamente con Lodares, una de las mayores contradicciones del internacionalismo
es que los que lo promueven para los idiomas de menor peso no la aceptarían para
los de peso intermedio frente al peso pesado del inglés. "La reducción al inglés
nunca tendrá el aval de ningún país", apunta. "Malta, que es bilingüe, podría
renunciar a la oficialidad del maltés, pero ¿lo harían España o Alemania?".
A la eterna pregunta de si puede haber una identidad común sin una lengua común,
Branchadell responde que adoptar el inglés tampoco generaría sentimiento de
comunidad porque la vemos como una lengua instrumental: "La lengua de Europa es la
traducción". Para él, la solución no es "ni el english only ni el multilingüismo
sin fin". Existen, dice, casos intermedios que hay que pactar atendiendo a la
soberanía de los Estados (aunque tenga lenguas pequeñas), a la demografía (donde,
ya vimos, domina el alemán) o a su proyección internacional (el gran fuerte del
español, una lengua más americana que europea por el número de hablantes nativos;
además, según el Instituto Cervantes, de los 14 millones de personas que lo
estudian como lengua extranjera sólo 3,5 millones lo hacen en Europa; 2,5 en
Francia).
Por el lado institucional, el inglés está, pues, lejos de convertirse en el euro
de los idiomas. Mueve más sentimientos y genera, en todos los sentidos, más
literatura. Pero también genera dividendos. No es extraño que haya hecho fortuna
la metáfora del español como una "empresa multinacional" que crece en hablantes
nativos más que ninguna otra (exceptuando al árabe) y que ocupa el tercer puesto
mundial. Otra metáfora afortunada es la de la lengua como "el petróleo de España".
Pero que un país produzca petróleo no quiere decir que lo refine y lo
comercialice. De hecho, no sería descabellado que la explotación industrial del
español -de la publicidad a la música, el cine o los libros- se establezca en
países que no lo tienen como lengua oficial. Por otro lado, el reciente estudio
Economía del español de la Fundación Telefónica apunta que si en el área de habla
hispana se dispusiera de tantas líneas telefónicas como en los países anglófonos,
la presencia de la lengua de Don Quijote en Internet se incrementaría en un 170%.
Una cifra ya clásica es la que sitúa la potencia económica del español en el 15%
del PIB del país. Una cantidad nada desdeñable, pero que no es más que un tercio
de lo que el español produce en Estados Unidos. Se explica así que la entrada en
campaña de los idiomas vaya más allá de Fuenlabrada. La web de Hillary Clinton
alberga una ventana que reza "Página bilingüe". En la de Barack Obama el rótulo es
más explícito: "En español".

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