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Clásicos del Derecho Internacional.

Le Droit des Gens. Ou Principes de la Loi Naturelle, Appliqués


à la conduite & aux affaires des Nations & des Souverains, de
Emmerich de Vattel.

Nota introductoria y traducción de Raúl Pérez Johnston

Emmerich de Vattel (1714-1767), jurista suizo, egresado de la Universidad de


Ginebra, aquella que fuera fundada por Calvino en 1559 y que vio pasar por sus aulas
algunas de las mentes más ilustradas de los siglos XVI a XVIII, es uno de los gigantes
del derecho internacional, aun cuando su obra haya caído un tanto en el olvido.
Siguiendo la tradición de Grocio, Puffendorf y Burlamaqui, de quien se presume fue
alumno en la universidad por la similitud de sus conceptos, los cuales muy bien pudo
haber obtenido en el aula de clase, Vattel es definitivamente heredero de la tradición y
escuela racional del derecho natural que surge junto con la Reforma. Es a través de esta
escuela de pensamiento, y gracias a un estilo lúcido y ligero para escribir, que Vattel
llega en un momento en que las naciones estaban ávidas del mensaje que él portaba,
convirtiéndolo en un actor influyente en las áreas del derecho político, del derecho
natural y del derecho de gentes, de las naciones o internacional, así como en la
estructuración y redacción de las constituciones de muchas de las nacientes naciones de
finales del siglo XVIII y del siglo XIX.

Su obra principal, su Derecho de Gentes, publicada en el año de 1758 tiene un


impacto inmediato en Europa, incluida Francia, en donde jugará un papel importante en
la Revolución, a la par de los trabajos de contemporáneos suyos como Rousseau y
Montesquieu. El éxito obtenido le vale ser traducido a otros idiomas que el de su
original francés, lo cual provocará paulatinamente que tal texto trascienda las fronteras
del continente europeo, para instalarse en el Nuevo Mundo. En Estados Unidos, la obra
se difunde a través de una traducción al inglés que llega a las aun colonias inglesas en
América en el año de 1775 a manos de Benjamín Franklin, y para cuando se redacta la
Constitución en Filadelfia, en el año de 1787, la gran mayoría de las universidades en
dicha nación, usan a Vattel como libro de texto para la enseñanza del derecho público y
del derecho internacional. En la “América española”, Vattel está presente a más tardar a
principios de los años 1820, a donde ha llegado una versión traducida al español, que
servirá de guía ideológica para constituyentes como el de 1824 en México. A través de
debates y controversias varias, como la sostenida entre el Gobierno de la República y el
Supremo Poder Conservador en 1840 con motivo de la Ley sobre Ladrones, sabemos
que Emmerich de Vattel sigue siendo una figura prominente y de gran autoridad
académica para los juristas en México y presumiblemente también en el resto de la
América Latina. Pero si bien, fue una figura de gran importancia para el mundo de las
relaciones internacionales y del derecho constitucional, inexplicablemente, a partir de la
segunda mitad del siglo XIX, es estudiado ya únicamente con motivo de las máximas de
derecho internacional que contiene la obra, y para el siglo XX, ya es todo un clásico y
deja de ser fuente directa de estudio en las universidades.
Sin embargo, Le Droit des Gens es un tratado que tiene una gran valía a pesar de
haber sido olvidado. Su estructura en cuatro libros, nos da un panorama muy claro de su
contenido, ya que en el primero trata sobre las relaciones dentro del estado, del estado
constitucional, que caracteriza con un gobierno limitado en el que la Constitución es en
cualquier caso la ley suprema, y que por tal motivo, no debe ser reformada con motivo
de cualquier capricho, siendo necesario un mecanismo especial para tal efecto. En el
segundo, se habla de las relaciones entre las naciones en general, mientras que el tercero
es dedicado a la guerra y el cuarto al restablecimiento de la paz y al establecimiento y
funcionamiento de las embajadas.

No obstante ello, y aunque nos gustaría poder hacer un análisis mucho más
extenso de esta obra, para efectos de la presente sección, consagrada a clásicos del
derecho internacional, restringiremos el contenido de la traducción en comento al
capítulo concerniente que dentro del derecho relacionado con la guerra se refiere a los
soberanos que ejercen una guerra injusta, por parecer el tema en boga.

En el capítulo seleccionado, Vattel hace un análisis de la responsabilidad derivada


del ejercicio de una guerra injusta. Empieza con el análisis de la responsabilidad del
soberano, o en este caso de aquel ente del gobierno en quien resida la decisión de
declarar o iniciar una guerra en contra de otra nación. Para el jurista suizo, el soberano
es plenamente responsable de todos los daños causados en una guerra injusta, ya que la
falta de un título justo no le da ningún derecho y consecuentemente cualquier daño
causado por la guerra debe ser reparado por aquel que la causó. Esto nos lleva a
constatar, como lo hace Vattel, el problema sobre el monto y la forma de cubrir las
reparaciones, ya que en principio, Vattel atribuye al soberano en lo particular la
obligación de cubrir los daños con su propio patrimonio, el cual es evidentemente
insuficiente ante la magnitud de los estragos que se causan por los conflictos bélicos, sin
poder disponer para tal efecto de los bienes de la nación, ya que en primer lugar no le
pertenecen, y en segundo lugar, pudiendo disponer de ellos, sólo estaría transfiriendo el
daño hacia su propio pueblo que se vería despojado de riquezas ya sea personales o
indispensables para que el Estado cumpla con sus fines con tal de cubrir los destrozos
causados por quien en su nombre ejerce la soberanía y libra una guerra injusta. Si los
daños no pueden ser cubiertos, sin embargo, Vattel no nos dice que tipo de castigo debe
aplicarse al soberano, pero desde el momento en que establece que: “Aquel que provoca
perjuicio, es responsable de la reparación del daño, o a una justa satisfacción, si el mal
es irreparable, e incluso a una pena, si la pena es necesaria para poner el ejemplo, para
la seguridad del ofendido, y para la de la sociedad humana”; no veríamos incompatible
con este planteamiento un sistema de aplicación de penas a nivel internacional que
pudiera mostrarse anticipatorio de nuestros contemporáneos tribunales internacionales
para juzgar crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Por otro lado, Vattel también toca el tema de la responsabilidad de un pueblo


frente a una guerra injusta ejercida por sus representantes legítimos, en donde concluye
que al menos que se compruebe fehacientemente que la guerra es injusta, el pueblo en
general, así como los generales, oficiales y soldados en la guerra, tienen un deber de
obediencia al gobierno establecido y por tanto sus hechos en la guerra provienen de
órdenes presumiblemente legítimas que los exoneran de responsabilidad. Sin embargo,
el punto interesante que surge aquí es con respecto a qué sucede si un pueblo descubre
que una guerra presente o pasada ha sido ejercida sin justo título y que se le ha
engañado para ir a una guerra, con las consecuencias que ello sigue teniendo en un

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pueblo por más que sea el agresor (gasto en vidas, bienes, ingresos, daño psicológico y
moral, etc.). Vattel no abunda en el tema, pero si interpretamos lo que dice, en el sentido
de que demostrada la injusticia de la guerra cesa el deber de obediencia, pareciera haber
dos respuestas. Con respecto a los actos pasados, que han quedado ya consumados,
pareciera que la única forma que queda a un pueblo es el de la desaprobación, lo cual
internamente, puede traducirse ya sea a través de un voto de censura por medio de sus
representantes en un Parlamento, o por medio de las elecciones en donde el pueblo, en
claro desapruebo de la política exterior del gobierno, decide por otra opción electoral.

Con respecto a los actos presentes y futuros, cesaría el deber de obediencia, lo


cual en determinado caso se traduciría por crear una crisis de legitimidad en el gobierno
y en inoperancia en el ejército, especialmente si la gente empieza a rehusarse a seguir
peleando, forzando al repliegue de las tropas, lo cual puede ocurrir de forma pacífica o
incluso por medio de motines, asonadas, cuartelazos, o incluso por medio de disturbios
internos que pudieran llevar hasta al derrocamiento del gobierno establecido por la vía
de las armas. Recordemos en este punto, que Vattel, al igual que sus predecesores, ve
legítimo el ejercicio del derecho de resistencia a la opresión. Sin embargo, si a pesar del
engaño, el pueblo ratifica al gobierno en las urnas, ¿se hace co-responsable de los daños
en la guerra? Si el pueblo está consciente de librar una guerra injusta contra una nación
extranjera, se desprende un derecho de las demás naciones de exigir que todos los
ciudadanos cubran, incluso con su patrimonio personal, los daños causados por una
conflagración a que no tenían derecho? Vattel, no da la respuesta, pero sería interesante
ver si un principio así pudiera o no ser ejecutable en derecho internacional, más allá de
la construcción lógica y consecuencial de lo planteado por el autor en comento.

Recapitulando, podríamos decir que en este autor enfrentamos una teoría un tanto
radical sobre la responsabilidad en la guerra, dependiendo de si ella se realiza o no con
un título justo, la cual no sólo trae consecuencias graves sobre el sistema de
reparaciones que surgirían por la ausencia de un título justo para ejercerla, sino que
incluso podría llevar a la desobediencia y al derrocamiento mismo del gobierno que la
encabece. En este contexto, esperamos que sea de interés la lectura del segmento que se
presenta a continuación:

EMMERICH DE VATTEL, Le Droit des Gens. Ou Principes de la Loi


Naturelle, Appliqués à la conduite & aux affaires des Nations & des Souverains,
tomo II, libro III, capítulo XI, Ed. University Press, Londres, 1758, pp. 158-162:

Libro III
De la Guerra

[158] Capítulo XI
Del Soberano que hace una guerra injusta.

Párr. 183. Una guerra injusta no da ningún derecho.


Todo el derecho de aquel que hace la guerra proviene de la justicia de su causa. El
injusto que lo ataca, o que lo amenaza, que le rehúsa lo que le pertenece, en una palabra,
que le causa un perjuicio, lo pone en la necesidad de defenderse, o de hacerse justicia
con las armas en la mano; lo autoriza a todos los actos de hostilidad necesarios para
procurarse una satisfacción completa. Quienquiera que tome las armas sin título

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legítimo, no tiene en lo absoluto ningún derecho; todas las hostilidades que comete son
injustas.

Párr. 184. Qué tan culpable es el Soberano que la emprende.


Es responsable de todos los males, de todos los horrores de la Guerra: la sangre
vertida, la desolación de las familias, las rapiñas, las violencias, los estragos, los
incendios que hacen sus obras y sus crímenes. Culpable frente al enemigo, que ataca,
que oprime, que masacra sin título: culpable frente a su pueblo, a quien arrastra a la
injusticia, que expone sin necesidad, sin razón; frente a aquellos de sus súbditos que la
guerra atormenta, o pone en sufrimiento, que pierden la vida en ella, sus bienes o su
salud: culpable en fin frente al género humano en su conjunto, del cual interrumpe el
descanso y al cual le da un pernicioso ejemplo. ¡Que cuadro más aterrante de miserias y
crímenes! ¡Que cuentas a rendir al Rey de Reyes, al Padre común de todos los hombres!
¡Pueda este ligero esbozo impresionar los ojos de los Conductores de las Naciones, de
los [159] Príncipes y de sus Ministros! ¿Por qué no podríamos esperar de ello algún
fruto? ¿Los Grandes habrían perdido todo sentimiento de honor, de humanidad, de
deber y de religión? Y si nuestra débil voz pudiera, en los siglos a venir prevenir tan
sólo una guerra; ¿qué recompensa más gloriosa de nuestras vísperas y de nuestro
trabajo?

Párr. 185. A qué se atiene.


Aquel que provoca perjuicio, es responsable de la reparación del daño, o a una
justa satisfacción, si el mal es irreparable, e incluso a una pena, si la pena es necesaria
para poner el ejemplo, para la seguridad del ofendido, y para la de la sociedad humana.
Es el caso de un Príncipe autor de una guerra injusta. Debe restituir todo lo que ha
tomado, devolver a su costa los prisioneros que ha tomado; debe indemnizar al enemigo
de los males que le ha hecho sufrir, de las pérdidas que le ha causado; encargarse de las
familias desoladas, reparar, si es posible, la pérdida de un padre, de un hijo, de un
esposo.

Párr. 186. Dificultad de reparar los males que ha causado.


Pero ¿cómo reparar tantos males? Varios son irreparables por su propia naturaleza.
En cuanto a aquellos que pueden ser compensados por un equivalente; ¿de dónde sacará
el guerrero injusto para reparar sus violencias? Los bienes particulares del Príncipe no
serían suficientes. ¿Otorgará aquellos de sus súbditos? No le pertenecen. ¿Sacrificará
los territorios y bienes de la Nación, una porción del Estado? Pero el Estado no es su
patrimonio (Lib. I. párr. 61[1]); no puede disponer de él a su voluntad. Y aun cuando a la
Nación se le tenga por responsable, hasta cierto punto, de los hechos de su Conductor;
independientemente de que sería injusto castigarla directamente por faltas de las que no
es [160] culpable, si se le tiene por responsable de los hechos del soberano, es
solamente frente a las demás naciones, que tienen recurso contra ella (Lib. I. párr. 40[2]
y Lib. II. párrs. 81. 82.[3]); el soberano no puede desviarle la pena de sus injusticias, ni
despojarla para repararlas. Y si así lo pudiera, ¿estará lavado de todo, y puro en su
conciencia? Absuelto ante el enemigo, ¿lo estará frente a su pueblo? Es una extraña
justicia aquella en la que un hombre repara sus daños a expensas de un tercero: lo único
que hace es cambiar el objeto de su injusticia. Medid todas estas cuestiones, o
Conductores de las Naciones; y cuando hayáis visto claramente que una guerra injusta
os lleva a una multitud de inequidades, en donde la reparación está muy por encima de
todo vuestro poder, tal vez estaréis menos prontos a emprenderla.

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Párr. 187. Si la Nación y la gente de guerra son responsables de algo.
La restitución de las conquistas, de los prisioneros y de los efectos que pueden
encontrarse en la naturaleza, no tiene dificultad alguna, cuando la injusticia de la Guerra
es reconocida. La Nación en cuerpo y los particulares, conociendo de la injusticia de su
posesión, deben deshacerse de ella y restituir todo aquello que ha sido mal adquirido.
Pero por cuanto a la reparación del daño, las personas de guerra, generales, oficiales y
soldados, ¿están obligados en conciencia a reparar de aquellos males que han causado,
no por su propia voluntad, sino como instrumentos de la mano del Soberano? Estoy
sorprendido que el juicioso GROCIO se incline sin distinción por la afirmativa (a). Esta
decisión no puede sostenerse [161] más que en el caso de una guerra tan manifiesta e
indudablemente injusta, que no pudiéramos suponer alguna razón de Estado secreta y
capaz de justificarla; caso casi imposible en política. En cualquier ocasión susceptible
de duda, la Nación entera, los particulares y singularmente las personas involucradas en
la guerra, deben referirse a aquellos que gobiernan, al Soberano.

Están obligados, por los principios esenciales de la sociedad política, del gobierno.
¿A dónde llegaríamos si, frente a cada acto del Soberano, los súbditos pudieran valorar
la justicia de sus razones; si pudieran rehusar de marchar hacia una guerra que no les
parezca justa? Seguido incluso, la prudencia no permite al Soberano publicar todas sus
razones. El deber de los súbditos es de presumirlos justos y sabios en tanto que la
evidencia plena y absoluta no les demuestre lo contrario. Luego entonces, en este
espíritu, han prestado su brazo para una guerra que en lo subsiguiente se ha demostrado
injusta; el Soberano solo es culpable, él solo es responsable de reparar sus daños. Los
súbditos y en particular la gente de guerra, son inocentes; sólo han actuado a través de
una obediencia necesaria: deben solamente vaciar sus manos de aquello que han
adquirido en una guerra de tales características, ya que lo estarían poseyendo sin título
legítimo. He ahí, creo yo, el sentimiento casi unánime de las personas de bien, la forma
de pensar de los guerreros más llenos de honor y de probidad. Su caso es aquí aquel de
todos aquellos que son ministros de órdenes [162] soberanas. El gobierno se torna
imposible, si cada uno de sus ministros pretende valorar y conocer a fondo la justicia de
las órdenes previo a ejecutarlas. Pero si deben, por el bien del Estado, presumir justas
las órdenes del Soberano, no pueden ser responsables de ellas.
(a) Derecho de la G. & de la P. Lib. III Cap. X.

[1]
La idea principal de este párrafo en referencia es que la sucesión del soberano puede ser modificada por
la Nación, puesto que el primero no tiene un título hereditario sobre la última, ya que la existencia de un
título hereditario implicaría a la nación como patrimonio del Príncipe, cuando el príncipe fue establecido
para ventaja y bien del Estado y la finalidad del patrimonio únicamente para el provecho de su poseedor,
lo que generaría la existencia de un gobernante absoluto, despótico y tiránico.
[2]
Se refiere al carácter representativo del Soberano de una Nación, por lo que él no es la Nación, ni el
titular de la Soberanía, sino su representante electo por el cuerpo soberano (el pueblo).
[3]
En los párrafos aludidos, Vattel explica que la propiedad de los ciudadanos, frente a los demás Estados,
pertenece al cúmulo de riquezas de la Nación en su conjunto, ya que por ella se establece y que por
consiguiente, en relaciones de Estado a Estado, una nación puede disponer de la propiedad individual de
otro para obtener una reparación en una causa. Sin establecer un principio de dominio eminente de la
Nación, Vattel establece que la propiedad privada en un Estado se respetará según las reglas establecidas
por una sociedad que se organiza políticamente, pero que si esa nación tiene una deuda con otra, de tal
suerte que ésta tenga derecho a una porción de la propiedad de la nación agresora, la nación ofendida
puede disponer igualmente de la propiedad privada de los ciudadanos de la nación ofensora, hasta en
tanto sean reparados los daños causados. Ahora, con respecto al actuar del soberano, pareciera que Vattel
con estas referencias está deslindando a la Nación de quien ejerce la soberanía, salvo el caso, como se ha
visto de que la Nación, por la naturaleza de sus relaciones, haya creado a otra un título o un derecho a
favor de otra con respecto a una porción de su territorio.

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