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Dicho así suena muy complejo. Sin embargo, lo cierto es que los individuos y grupos
que participan en la actividad política pronto son capaces de operar dentro de ese
sistema y hasta de interpretar y prever muchos de sus comportamientos. Sobre el
hecho de que a veces los participantes se equivocan el general Omar Torrijos decía
que “en política no hay sorpresas, sino sorprendidos”.
Pero esos sistemas vivos cumplen sus funciones de control y cambios sociales en
determinadas circunstancias históricas y al cabo se transforman o agotan. En gran
parte de América Latina, no hace mucho tiempo, vivimos transiciones de los sistemas
dictatoriales a un nuevo ciclo de democracias liberales que, inicialmente, aliviaron la
situación y despertaron grandes ilusiones. Pero enseguida intervino un nuevo
fenómeno, la hegemonía neoliberal, que recondujo esas transiciones y defraudó sus
expectativas.
El paso de las dictaduras a las democracias fue promovido por luchadores sociales y
políticos surgidos de nuestras propias sociedades, pero el neoliberalismo vino como
una imposición externa. A que dicha imposición externa se consolidara contribuyó que
los procesos democratizadores llegaron acompañados de la vulnerabilidad económica
y el endeudamiento externo que dejaron las dictaduras y en medio de un panorama
donde el agotamiento del desarrollismo latinoamericano, el colapso soviético y el
desconcierto de las izquierdas pusieron todas las cartas en manos de los acreedores
foráneos y los organismos financieros internacionales.
A esto se añadió que el fin de la guerra fría no conllevó un nuevo multilateralismo que
contribuyera a reconstruir el escenario económico internacional, sino un mundo
unipolar que, con la pérdida de los modelos alternativos, facilitó la imposición de un
modelo económico adverso para el desarrollo democrático.
Esto tiene dos efectos notorios: los candidatos se convierten en rehenes de los
grandes donantes y se fomenta la corrupción. Parte de los cargos elegidos ya no
representan a sus votantes sino a quienes financiaron las campañas, cuyos fondos -en
algunos casos se ha comprobado-, provenían del narcotráfico y otros orígenes
indeseables. Por pocos que sean esos casos, es suficiente para desacreditar a todo el
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sistema.
Otra más es el oportunismo que eso conlleva, según cual los partidos progresistas
deben irse posicionando hacia el centro del espectro político, renunciando de
antemano a partes fundamentales del programa que les dio origen. Al cabo el dirigente
político se mira al espejo y ya no puede reconocerse a sí mismo. Con el señuelo de
que en el centro el partido encontrará votantes adicionales, éste pierde a sus
seguidores originales. Eso incide en la política de alianzas, que lleva a buscar socios
en la derecha. Su precio fatal es perder el proyecto y la identidad, lo que luego implica
perder tanto la legitimidad como el respeto público. En términos morales, como bien
comentó un crítico de esa mala opción, “más vale perder solo que ganar mal
acompañado”.
Al final esas cosas acumulan efectos que conducen a un malestar social que empieza
por la abstención electoral hasta llegar a rebeliones que acaban por romper el sistema,
como hemos visto en Ecuador, Bolivia y Venezuela. En este último país el primer
síntoma fue la elección del “chiripero”: un conglomerado de pequeñas agrupaciones
políticas derrotó a los dos grandes partidos tradicionales pero, cuando ese
conglomerado desaprovechó esa oportunidad para reformar el sistema político, a la
postre culminó en la espontánea simpatía popular concitada por el intento de golpe
militar, lo que finalmente se tradujo en la inmensa marejada del chavismo.
Así como el sistema político se agota, con él se agotan los partidos que no son
capaces de prever y conducir los cambios y transformaciones necesarios. En
Venezuela, después de su hegemonía en el panorama político durante más de 50
años, Acción Democrática y el COPEI perdieron sus funciones históricas y han
desaparecido. Su caso no es excepcional.
Con todo, en la actualidad el repudio social a la situación imperante lleva a los partidos
progresistas a ganar elecciones y acceder al gobierno. No al poder, sino al gobierno.
Pero esto a su vez demanda convocar a las mayorías populares para realizar reformas
sustantivas. Por lo mismo, también es indispensable identificar los objetivos y
concretar las correspondientes propuestas.
Aun así hay reformas y reformas. Para cambiar las cosas no bastan aquellas que
apenas le ponen paliativos a las amargas consecuencias del subdesarrollo histórico,
ahora exacerbadas por el neoliberalismo. Para que ni el partido ni el sistema se agoten
sino que se transformen, interesan objetivos y reformas estratégicos encaminados a
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iniciar otra etapa histórica donde la democratización pueda impulsar un desarrollo
capaz de combatir la pobreza, la desigualdad, la exclusión y el atraso.
La situación que reina ha perdido aceptación y debe ser transformada. Para esto, un
partido vivo tiene unos papeles que cumplir: promover un proyecto alternativo e
incluyente, impulsar condiciones sociales capaces de cambiar la cultura política
dominante, incorporar o reincorporar al sistema a los grandes grupos sociales que no
participan en el quehacer político o han dejado de hacerlo, crear capacidad de
organización popular, para que los sectores más damnificados participen en la
solución de sus propios problemas.
Es preciso reformular el sistema antes que el caos venga a remplazarlo. Solo así
podrá revitalizarse el proceso democrático.