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POLONIA PASA PÁGINA

EL INFINITO VIAJAR, CLAUDIO MAGRIS, ANAGRAMA

VARSOVIA – En la esquina de una calle del Casco Antiguo, un ciego toca el


acordeón y canta: delante de él hay un platito para las monedas y una caja de cartón,
con una hendidura, pera los billetes. Es domingo, y los viandantes no se muestran
insensibles a esas canciones que los acogen, cuando salen de la iglesia donde han
escuchado promesas de eternidad, con la voz callejera de la vida que pasa y se dispersa.
El Casco Antiguo es familiar e irreal a la vez: habiendo sido destruido completamente
durante la Segunda Guerra Mundial como toda Varsovia, fue reconstruido con
meticulosa fidelidad: es una imitación perfecta, una copia de los barrios y los edificios
donde se ha desarrollado la historia polaca, una falsificación. En esta antigüedad
rehecha hay también algo espectral; nos preguntamos qué sucedería si por doquier, en
todo el mundo, se reconstruyese de continuo, con nuevas versiones impecables, lo que
el tiempo, el mal tiempo, la consunción y las guerras destruyen. Aviones aterrizarían en
castra romanos cerca de templos de Mercurio, agentes de bolsa en Wall Street crearían
y desharían imperios no ya entre rascacielos, sino entre casitas holandesas o wigwam
indios a estrenar. Haríamos todos como los nómadas del desierto, que vuelven a
montar la misma tienda cuando el viento la ha destrozado.

Pero esta antigüedad artificial es verdadera, y lo es cada vez más; entre estas casas
viven personas, suceden acontecimientos de una historia no menos grande y
tumultuosa que la del pasado que evocan. Esos edificios son un escenario del presente y
poco a poco envejecen y se agrietan ellos también: llegará el momento en que será
preciso rehacerlos una vez más, como si se restaurase una copia de la Gioconda pintada
hace pocos años. El Casco Antiguo es el corazón de Varsovia, encarna esa memoria
histórica, esa fidelidad al pasado, a la tradición y a sí mismos que ha sido la fuerza de
resistencia de Polonia contra todo aquello que, tantas veces a lo largo de los siglos, ha
amenazado con destruirla y borrarla disolviendo su identidad.

Los totalitarismos aniquilan la memoria, así como la rápida transformación de las


sociedades dinámicasy opulentas que ofrece a los individuos múltiples posibilidades de
libertad y crecimiento, también espiritual, tiende a arrancar el recuerdo
desarraigándolo, a meter la historia en el desván o en el museo. Esa reconstrucción de
la vieja ciudad tiene además la grandeza de la fidelidad, un temerario e intrépido
desprecio del cambio sin el que, probablemente, serían menos comprensibles ciertos
gestos de valentía y desafío de los que es rica la historia polaca.

El ciego del acordeón realizó unos gestos. Un amigo me contó que, siendo todavía un
mozuelo, de catorce años según recuerdo, tomó parte en la épica insurrección de
Varsovia contra los nazis en 1944. Al ver una bomba que estaba a punto de estallar
cerca de un polvorín, se abalanzó sobre ella y le explotó en la cara, pero consiguió salvar
el depósito e impedir la catástrofe que la deflagración había provocado. Su rostro, de
hecho, está desfigurado por cicatrices, marcado por hoyos e irregularidades como un
terreno accidentado.
Mirando su cara, se piensa con desazón que a menudo nuestra cultura da muestras,
complaciéndose a veces en ello, de haber perdido el sentido del valor y de escarnecer
aquello que hace posibles estos gestos y, por consiguiente, aquella insurrección.
Justamente, Brecht calificaba de tristes los tiempos que necesitan héroes, pero sabía
que, en los tiempos tristes – como lo eran los del dominio nazi y lo son los de tantos
otros dominios y amenazas, políticos e individuales – se necesita precisamente a los
héroes. No desde luego a los héroes monumentales y retóricos inflamados de ardor
guerrero y orgullosos de hacerse los valientes y poner en peligro su vida y la de los
demás; esta ostentación culturista de músculos y hazañas, grata a los regímenes a los
que les gusta hacer marchar a la gente, es una parodia del coraje y provoca tragicómicos
desastres. Pero hay una valentía de la que, para vivir, no se puede prescindir; la valentía
de quien detesta las marchas en fila y prefiere pasear o ir al bar pero sabe que, para
defender su derecho y el de los demás de pasear o ir al bar, puede ser dolorosamente
necesario vender la capa o comprarse una espada y afrontar, con el corazón acoquinado
y el tembleque en las piernas, al Leviatán que siembra tiranía, crueldad y muerte.

También ese mozuelo, cuyos ojos abiertos de par en par ahora no pueden verme,
habría preferido jugar a policías y ladrones y que sus compañeros le soplasen cuando le
sacaban al encerado. Pero hay momentos, en los que sólo salva su vida quien está
dispuesto a perderla. Me inclino hacia ese rostro tan lejano de las caras- sonrisa cheese
o intelectual – arrogantes a las que estamos acostumbrados y – sin mérito alguno
puesto que no sé qué hacer con los zlotyque me han dejado y no puedo cambiar ni
llevarme a Italia – dejo en la caja una cantidad considerable. Tras haberme alejado
unos pasos, queriendo llamar desde un teléfono público, me percato de no tener una
moneda de veinte zloty ; vuelvo atrás y, farfullando azarado, le pido una al ciego y la
cojo del platito. Un paseante me mira perplejo al verme pedirle limosna.

La mesa redonda en la que participan gobierno y oposición es, naturalmente, un


punto central del interés general. Pero, sin pretender disminuir su importancia, cabe
decir que no es un punto de llegada sino un paso indudablemente relevante. Se percibe
la sensación física del desmantelamiento del régimen comunista en los países del Este,
del intento de transformar Europa Oriental en una Finlandia. Aparte de los países
atenazados aún y excluidos de este proceso – Checoslovaquia, Rumanía – tal vez se
diga mañana que los gobiernos han sido tan meritorios artífices suyos como las
oposiciones, necesarias – casi por dar en el gusto a la vieja dialéctica – para consentir
inicialmente a los gobiernos que emprendan ese camino, para darles esos empujones
que utilizarán, regularán y contendrán en los momentos en los que se impone una
parada con el fin de poder avanzar de nuevo después.

Las grandes esperanzas que se abren en el Este están amenazadas bien por el temor
de una regresión, bien por el peligro de una desestabilización tal como para sumir en el
caos a ese continente geopolítico. En algunos países, de los cuales se espera que estén
encaminándose a una democracia parlamentaria y pluripartidista, hay ya un hormigueo
centrífugo de movimientos y grupos que, dentro de poco, podrían poner a la
democracia recién instaurada ante la amenaza de una ingobernabilidad propiciatoria a
su vez, como enseña el ejemplo de Weimar, del regreso al triunfo de la tiranía. No les
envidio a los dirigentes de los países socialistas pilotos en esta ruta entre tantas Escilas
y Caribdis. Ciertamente, a diferencia de cuando nos parecía que todo cuanto sucedía en
esta “ otra” Europa no nos incumbía, hoy sentimos que esta partida es también la
nuestra, que aquí también se juega nuestro destino, el de la Europa tout court.
En esa iglesia, me dice un amigo, se ve de vez en cuando a un viejo cura que confesó a
Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, antes de su ejecución. Me maravillo de que
Höss se confesara; pocas semanas antes había escrito su libro autobiográfico sobre
Auschwitz, un libro tremendo y grandioso donde el horror se cuenta con imperturbable
objetividad sin arrepentimientos ni reticencias, sin buscar atenuantes y sin esconder
nada, sin comentario ni juicio, como si quien canta ese infierno fuera la naturaleza
indiferente e impasible, que no esconde ni justifica nada y no se arrepiente de nada. La
confesión duró trece horas divididas en tres sesiones. No entiendo por qué fue
necesario tanto tiempo. Si uno de nosotros no se confiesa durante muchos años,
necesitará después horas y horas para hacer la lista de las innumerables, pequeñas y
mezquinas culpas con las que se mancha cada día. Pero a Höss le habría bastado medio
minuto, el tiempo de decir: “He asesinado a millones de personas”.

Breslaw- Wroclaw – El estropicio de la caótica reconstrucción que en los años


cincuenta ha deformado aquí, como en todas partes, el paisaje histórico urbano no ha
borrado la vieja huella alemana de esta ciudad polaca con dos nombres, centro de una
zona mixta y complicada como Slesia, con un pasado no sólo polaco, sino también
austriaco y prusiano. El Aula Leopoldina, el aula magna de la universidad donde
todavía hoy sigue inaugurándose el año académico , tiene la majestad barroca de un
saber concebido como espejo del orden y la magnificencia del mundo; bajo las pinturas
del fresco del techo que se abren hacia el infinito, con los efectos ilusionistas típicos de
esa época, santos, ángeles, doctos y soberanos custodian la universalidad del imperio y
de la ciencia.

En la iglesia de San Matías está enterrado Angelus Silesius, el gran poeta místico
alemán del siglo XVII; en otra se casó Eichendorff, el poeta lírico romántico autor de
los Lieder musicados por Schubert y Scumann; en lugares poco distantes de ella,
Gryphius, el oscuro autor de tragedias, cantaba la vanidad y la fugacidad del mundo:
toda Slesia es una fecunda tierra de la literatura alemana, así como de la polaca.

Esta plaza del mercado, con su ayuntamiento gótico, se repite en toda Europa central,
desde el Báltico a Transilvania; es huella familiar de una cultura que ha conferido cierta
unidad a un múltiple mosaico de pueblos y civilizaciones, como en su tiempo los
acueductos romanos. Después de la guerra, ese pasado plurinacional atestiguado
ahora, por ejemplo, por su escritor alemán como Horst Bienek, que vive en Múnich, se
borró d ela conciencia polaca. Ahora se vuelve a empezar, a hablar, a recordar que
Gdansk y Slesia también tienen tradiciones alemanas. Algo se mueve en este sentido,
al igual que en la recuperación de las minorías y la complejidad nacional de estos
países; recientemente, en un café literario de Wroclaw, ha sido presetada una antología
de poetas polacos de Lwow (Lenberg, Leópolis), hoy en territorio soviético.

Hasta hace poco, una cosa semejante habría sido impensable. La conmoción que tiene
lugar en el Este también hace reaflorar la memoria histórica, vuelve a dar voz a pueblos
y minorías, a seculares tradiciones sepultadas. Pero este amplio y liberatorio despertar
puede tener sus riesgos, degenerar en resentidos nacionalismos que acaso reproduzcan
los rencores fatales del pasado.

Esas plazas alemanas que se extienden por Europa como hitos de una calzada real
recuerdan la exigencia de una unidad de civilizaciones respetuosa para con todas las
diversidades, pero no fraccionada en una Babel de particularismos. La unidad de
Europa central bajo la hegemonía alemana y la soviética ha fracasado; la nueva Europa
que esperamos que salga del actual rebullir habrá de ser, dentro de su variedad, una
civilización de alguna manera unitaria, y no un furibundo archipiélago de naciones y
etnias obsesionadas por su propia particularidad.

Un gran poeta polaco, Milosz, recordaba como una dolorosa pérdida el momento en
que las familias tuvieron que elegir, dada la tensión política entre sus ascendencias
polacas y las lituanas, amputándose una parte de sí mismas. Pero el mismo Milosz
cuenta que un pariente suyo le había enseñado, sí, a defender su identidad amenazada,
pero también le había amonestado para que no se dejase absorber del todo por esa
defensa, para que recordase que, además de su identidad personal, había otra más alta.
No por azar, el libro que contiene esta página se llama Mi Europa.

9 de abril de 1989

El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas


en el Corriere della Sera, reorganizadas geográficamente teniendo en
cuenta dos formas contrapuestas de entender el viaje en nuestra
cultura occidental: la clásica del viaje circular, que implica la vuelta al
lugar de donde se procede ( como en el caso de Ulises, desde Homero
hasta Joyce) ; y la concepción moderna, de raíz nietzscheana, en la
que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta es la muerte que
precisamente se intenta diferir a través de ese infinito viajar que
implica ir cambiando a medida que nos desplazamos, mientras
damos cuenta de esa transformación mediante la escritura. Porque
para él ( el autor)” vivir, viajar y escribir”son tres facetas de un única
experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura
donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes”.

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