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Relato de algunos encuentros con G. I.

Gurdjieff
Por Sir Paul Dukes

En medio del auge cultural y la agitación intelectual


de la Rusia pre-revolucionaria, un joven inglés
estudiante de música se lanza a una aventura
espiritual.

Conducido por una ruta sinuosa hasta llegar a un


apartamento retirado, decorado con tapices orientales,
conoce allí al misterioso Príncipe Ozay.

La experiencia que se le revela centra al joven


estudiante en la vida interior del hombre y en una
asombrosa interpretación de la oración del Padre
Nuestro mediante una técnica que funde la oración, la
música y la respiración a fin de tocar las más
secretas profundidades del alma.

De un solo aliento

Una interpretación perdida del Padre Nuestro

Relato de algunos encuentros con G. I. Gurdjieff


Por Sir Paul Dukes

Desde la antigüedad nos llegan ceremonias, ritos y


oraciones. Sin embargo, a menudo surge el sentimiento
de que "algo" falta, algo que nos permitiría
establecer una relación dinámica con este material,
una clave que nos llevaría a ser tocados de nuevo por
estas tradiciones de acuerdo a su intención inicial.
Lo que sigue es una indicación de lo que es posible.

Una noche, bastante tarde, Lev Lvovich me dijo:


"Quiero que conozcas a alguien. Ven conmigo". No dio
ninguna explicación, aparte de señalar que la persona
que íbamos a ver era uno "de aquéllos de los que hay
muy pocos en el mundo". También exigió estricta
reserva sobre nuestra visita, ya que ese hombre se
hallaba "escondido". ¿Por qué? No lo explicó.

Se encaminó hacia una casa al final de una pequeña


calle no muy lejos de la estación Nikolái. Allí tocó
el timbre de una puerta al final de una escalera
descubierta que sugería modestas viviendas burguesas.
Fuimos conducidos a un apartamento muy sencillo. Lev
Lvovich saludó a la mujer que nos recibió, pero no me
presentó. Fue derecho hasta el final del pasillo y
abrió una puerta. El hueco de la puerta parecía haber
sido perforado a través de la pared del
apartamento contiguo que era más amplio y suntuoso.
Había un marcado toque oriental en la decoración. Las
paredes del pasillo estaban adornadas con tapices;
lámparas de hierro forjado con cristales coloreados
colgaban del techo. Moviéndose como si estuviera en su
casa, Lev Lvovich se asomó a una de las habitaciones y
luego me indicó que lo siguiera.

La habitación, bastante grande, estaba cubierta de


cortinas y otras colgaduras, con lámparas que hacían
juego. En un rincón había u diván grande y bajo
repleto de cojines multicolores. En éste, dos hombres
estaban sentados con las piernas cruzadas, jugando
ajedrez con piezas de lujosa hechura. En una mesa
octogonal a su lado, había café y tazas. De cuando en
cuando los jugadores alargaban las manos para beber un
sorbo. Juzgando por las apariencias, ninguno de los
dos era europeo. Uno, que lucía una bata de seda
estampada y un turbante, era macizo, moreno, con una
barba corta, espesa y negra. El otro, vestido con un
traje ancho y bufanda en lugar de corbata, tenía la
piel bronceada y curtida, los pómulos prominentes, los
ojos sesgados y una pequeña barba de perilla. Salvo
por una leve inclinación de cabeza, ninguno de los dos
prestó la menor atención a nuestra entrada.
Continuaron su juego, intercambiando palabras en una
lengua que yo no comprendía.

"¿Café?", preguntó Lev Lvovich, señalándome un


taburete. Sirvió el café y se puso a mirar el juego.
La partida terminó muy pronto, en medio de una
discusión presumiblemente sobre cómo el perdedor debió
jugar en el momento crítico. Aparentemente había
ganado el hombre del turbante. Volteó la cara y al
verme, dijo, como si yo hubiese estado allí toda la
noche: "¿Juega?" hablaba ruso con un marcado acento.

"No muy bien", conteste, "pero me gusta".

En respuesta hizo un gesto invitándome a ocupar el


puesto del contrincante anterior, quien se puso de pie
para cederme su lugar, y comenzó a charlar
animadamente con Lev Lvovich.

"Quítese los zapatos, si desea estar más cómodo", dijo


mi anfitrión.

Así lo hice, avergonzándome al descubrir que tenía un


agujero en uno de mis calcetines. Traté de ocultarlo
cuando crucé la pierna, pero para mi bochorno, él ya
se había dado cuenta y, sonriendo, dijo: "¿Es
partidario de la ventilación? Muy bien… -¡nada como el
aire fresco!... ¿Blancas o negras?"- y extendió ambos
puños cerrados con los dos peones. Cuando escogí el
blanco me di cuenta de que la otra mano también
contenía uno blanco.

Ahora, sentado frente a él podía ver que sus ojos


oscuros, cuyo resplandor me atravesaba, eran a la vez
compasivos y de un humor chispeante. Yo estaba
agitado, pero de ninguna manera me sentía calificado
para ser su contrincante. Me ganó fácilmente.
"Nichevo –no importa", dijo. "Espero que tenga muchas
ocasiones de tomar la revancha". Hizo una leve
inclinación de cabeza, abriendo sus manos para indicar
que sería recibido.

Luego, una larga conversación tuvo lugar entre los


tres hombres. Por sus ademanes deduje que Lev Lvovich
contaba a los otros dos mis experimentos en curación
mediante la oración del Padre Nuestro. Durante el
último verano visite a menudo una pequeña aldea
cercana a la residencia de un rico terrateniente a
cuyos hijos daba clases. Un día, uno de los ancianos
de la aldea me rogó que ayudara a su esposa, quien se
mantenía en cama con fiebre muy alta desde hacía ya
tres semanas. Me sentí totalmente impotente porque
ninguno de nosotros tenía dinero para un médico.
Finalmente, accediendo a sus súplicas, lo acompañé a
su casa. De pie, ante la mujer enferma de
gravedad, lo único que se me ocurrió fue rezar en voz
alta por su
recuperación –recitando el Padre Nuestro, una y otra
vez, en inglés, una de las pocas oraciones que
recordaba. Sorpresa y turbación me sobrevinieron al
notar que la fiebre se aplacó inexplicablemente. Las
noticias se esparcieron por toda la aldea, y los
lugareños comenzaron a implorarme que rezase de esta
manera cada vez que uno de ellos se enfermara. ¿Qué
sucedía? Mis "pacientes" mejoraban. Estaba aterrado y
curioso por estas misteriosas "curaciones". Por
supuesto me alegraba que mis esfuerzos ayudaran a los
aldeanos, pero fue un alivio cuando el verano,
finalmente, llegó a su término conjuntamente con mi
papel de "sanador".

Al rato, Lev Lvovich se dirigió a mi y me pidió que


dijera, para mi anfitrión, las palabras del Padre
Nuestro de la forma como yo las había recitado a mis
pacientes. Así lo hice, más bien cohibido.

"¿Es usted inglés?", preguntó mi anfitrión, en inglés.

"Si".

"Por favor, diga su Padre Nuestro de nuevo". Hablaba


el inglés mejor que el ruso, casi correctamente y con
menos acento.

Repetí el "encantamiento".

"Muy, pero muy in-te-re-san-te," dijo, observándome


con tanta atención que me vi obligado a desviar la
mirada. Advertí que Lev me observaba cuando se
disponía a jugar una partida de ajedrez con el hombre
de los ojos sesgados. Me hizo una señal con la cabeza,
con una mirada que daba la impresión que debiera
prestar una especial atención a todo lo que dijera
nuestro huésped.
Continuamos hablando en inglés, y la conversación –que
tengo razones suficientes para recordar- de desarrolló
de la manera siguiente. La reconstruyo de la mejor
manera posible guiándome por los apuntes tomados en
aquel momento.

"¿Quién le enseño a rezar así el Padre Nuestro?"

"Nadie. Sólo se me ocurrió hacerlo así".

"Diga la oración completa, de la misma forma".

Así lo hice, balbuceando una o dos veces.

"¡Usted la interrumpió! Dijo las primeras frases sin


detenerse, pero entonces tomó aire. Eso es incorrecto.
Esta es la manera como el Padre Nuestro debería
decirse. Escuche y observe". Puso sus manos sobre las
piernas, fijó la mirada en mí, y comenzó a respirar
lenta y profundamente, reteniendo el aire unos
momentos, sin moverse. Había mucha tranquilidad en la
habitación. Lev Lvovich y el otro hombre estaban
absortos en su juego. Parecían pertenecer a otro
mundo. Yo sentía que estaba entrando en uno nuevo.

Una nota musical grave, baja y plena como un sol por


debajo del do central comenzó a sonar en el lugar, un
sonido puro y seco, asordinado por las telas. Mi
anfitrión había comenzado a cantar el Padre Nuestro.
Las palabras surgían lenta y suavemente, las sílabas
brotaban en forma equidistante y pareja, en el fluir
de la nota. Las consonantes, apenas sonaban lo
suficiente para articular las palabras. De principio a
fin no había interrupción, ni vacilación, ni descanso
para respirar, ni variación en el tono; era un sonido
único, integral y retenido, que le impartía a la
oración un significado más profundo que las propias
palabras. El "amén" –pronunciado, por supuesto,
"aaa-meen"- se alargaba hasta lo inaudible de una
manera tal que fundía la nota musical que se
apagaba, con el silencio que le seguía. Cantado
lentamente, de un solo aliento, parecía durar un
tiempo muy largo.

Embelesado, me senté lleno de expectativas. El sonido


de la nota cantada tenía un efecto penetrante y
singular. Me sentía como si aquello hubiera entrado en
mí. Poco después dijo: "se da cuenta, aunque las
palabras tengan un significado profundo, esto no es lo
más importante. Incluso hay dudas de que las palabras
nos hayan sido transmitidas correctamente. Las
versiones difieren y se introducen matices en la
traducción. Lo más importante del Padre Nuestro es que
nos proporciona una medida conveniente de un solo y
entrenado aliento".

Me encontraba perplejo. "¿Qué tiene que ver el aliento


con esto?"
Su respuesta fue larga. Sólo puedo transmitir a medias
lo que me dijo. El Padre Nuestro, decía siempre
refiriéndose a él como a "su Oración de nuestro
Señor", era originalmente "un ejercicio devocional de
respiración para ser cantado de un solo aliento
llano". Esto mismo se aplicaba a otras oraciones
antiguas compuestas en Oriente en un pasado lejano.
Beneficios sutiles de gran valor,
decía, se derivan de las vibraciones producidas por la
entonación correcta, mentalmente polarizada por las
palabras de las oraciones. Para entonarlas de la
manera como estaban destinadas a serlo, debe prestarse
igual atención a los tres elementos: el aliento, el
sonido y las palabras. En la religión moderna de
Occidente, que ha degenerado en un formalismo
institucional sin remedio, se toman las palabras por
los hechos. "He estado en muchas iglesias de
Inglaterra y Norteamérica", dijo mi anfitrión
misterioso, "y siempre escuché a
la congregación mascullar el Padre Nuestro, todo
corrido, en un gruñido confuso, como si el mero
murmullo repetido de la fórmula fuese lo requerido.
¿Ha leído usted sus Escrituras?"

Le conté que me habían hecho tragar la Biblia cuando


niño y, por consiguiente, hubo momentos en que estuve
a punto de odiarla.

"Es mejor odiar algo, que serle indiferente", replicó.


"Eso significa que puede llegar a quererlo cuando lo
comprenda correctamente".

"Mi padre fue clérigo", expliqué.

"¡Oh! Tuvo un mal comienzo. Uno no espera que los


sacerdotes comprendan la Biblia. Ellos se aferran al
texto. Usted notará que aunque Jesús abiertamente
dictó las palabras de su oración modelo, cuando quiso
mostrar cómo debían pronunciarse –la parte más
importante del ejercicio-, llevó a unos pocos
discípulos elegidos a un sitio apartado y les dio
instrucciones especiales. Eso nunca se dijo, no quedó
registrado".

"¿Por qué no?"

"No puede ser registrado. Es un asunto individual. No


importa lo semejantes que podamos ser en las
apariencias, todos estamos construidos más o menos
diferentes unos de otros. Tiene mucho que ver con la
manera como un hombre respira, y no hay dos personas
que lo hagan exactamente de la misma manera.
Se tenía que enseñar a respirar a cada uno de los
discípulos, y luego a encontrar la nota y el too
correspondiente a sí mismo con lo cual la entonación
logra el mejor efecto".
"Pero, ¿acaso la naturaleza no nos enseña a respirar?"
repliqué.
Respondió que la naturaleza, por supuesto, nos obliga
a respirar; vivimos por la respiración, pero
habitualmente desempeñamos dicha función de un manera
limitada, sin estudiarla, sólo lo suficiente como para
mantener unidos el cuerpo y el alma. Inclusive los
cantantes y los atletas solamente estudian la
respiración adaptada a su actividad particular.
"También nos ponemos en cuatro patas y gateamos,
hacemos ruidos, y realizamos muchos actos sin
instrucción especial, pero para caminar, hablar y
cantar necesitamos aprender. Sin embargo, nadie piensa
que es necesario enseñar a los niños a respirar –es
decir, nadie, aparte de ciertos círculos reducidos. Se
vincula una técnica a cada cosa antes de poder hacerse
con mejor provecho, y esto es especialmente cierto en
relación al aliento de la vida, aunque muy poca gente
se de cuenta".
Insistí en que la respiración era una función tan
natural como la digestión, o la circulación de la
sangre, y mientras más permitamos que estas cosas
funciones por sí solas, mucho mejor. "Además", dije,
"la oración no es una cuestión física, es espiritual".

"¿Dónde está la frontera?" replicó.


"Si la oración no tiene que ver con las funciones
físicas, ¿Por qué todas las grandes religiones,
incluyendo aquellas que se fundamentan en su Biblia,
insisten en asociar la oración con el ayuno?".

Me sentí perplejo ante ese comentario.


"Así que la oración en su más alto nivel pareciera
después de todo tener algo que ver con la digestión, e
incluso con la calidad y la circulación de la sangre".

Este pensamiento revolucionario necesitaba ser


digerido. Cambié de tema.
"¿Por qué es necesario que la oración sea entonada?
¿Por qué no se puede simplemente recitar?"

Por toda respuesta él descubrió su poderoso pecho y,


tomando mi mano, dijo: "Ponga su dedo aquí". Coloqué
la punta de los dedos, como él me indicaba, en la base
de su pecho. Tomó una bocanada de aire profundamente y
comenzó a entonar aproximadamente la misma nota de
antes. Podía sentir su torso entero vibrando, y la
vibración me era transmitida como una suave corriente
eléctrica.

Retiré mis dedos, y después de un breve intervalo,


dije: "Usted no articuló palabras, cantó un solo
sonido, `O', y luego continuó con una `M'".

"Nada se le escapa", se rió entre dientes, animándome.


"Este es un ejercicio con el cual se puede empezar.
¿Le gustaría tratar? Cante la palabra home" .
Deslicé la punta de los dedos dentro de mi camisa,
colocándolas justo en el esternón, y empecé a cantar,
pero, ¡qué diferente había sido el efecto cuando lo
hice con él! Sólo podía sentir una vibración débil, al
mismo tiempo que mi entonación sonaba como un gruñido
quebrado.

"No importa", dijo amablemente. "Le enseñaré como


practicar, y al cabo de pocos años si usted se aplica,
obtendrá resultados".

"¿Años?" exclamé desanimado.


"Bueno, ¿cuántos años toma adquirir pericia en música?
La oración es un arte al igual que la música, la
pintura, la actuación o la escultura y, cuando menos,
posee el mismo grado de dificultad. Algunos tardan
toda una vida en aprender".

"¡Toda una vida! ¿De qué sirve aprender al final de


una vida?!"

"Joven", me dijo con seriedad, "mucho de lo que le


digo ahora sólo lo podrá comprender a cabalidad más
adelante. Recuerde esto, rezar es un arte, y en el
arte no hay una meta final. Siempre se puede ir más
allá. Es un viaje de descubrimiento infinito y, como
sucede en tales viajes, lo que se adquiere en la
marcha a menudo es tan valioso como lo que se
encuentra al final del camino".

Los dos hombres que jugaban ajedrez al fondo de la


habitación habían concluido su juego. Lev lvovich se
acercó y le dijo algo a mi anfitrión, quien sacudió la
cabeza y contestó secamente, como si deseara seguir
hablando conmigo. Lev regresó con su compañero y
comenzó otra partida.

"Por favor, diga el Padre Nuestro otra vez", le rogué.

Una vez más mi anfitrión juntó sus manos, se preparó,


tomó aliento lenta y profundamente. Y de nuevo la nota
profunda se esparció, llevando las palabras familiares
en su recorrido como una marea que lleva a los barcos
lentamente a puerto.

"¿Puedo intentarlo?" me atreví a preguntar.

"Por supuesto. Usted debe aprender".

Pero de nuevo, mi voz, en comparación con la suya


sonaba débil y áspera, el tono vacilante y quebrado.
Tratando de pronunciar las palabras tan lentamente
como lo había hecho él, jadeaba cuando apenas iba por
la mitad.

"No importa", dijo de nuevo. "Regrese otra noche y le


enseñaré cómo empezar".
"¿Tengo también que ayunar?", pregunté.
Me miró por un momento, y estalló en una carcajada.
"Si, claro. Pero ¡no ahora!"
Dio una palmada y entró un criado, le dio una orden, y
el criado regresó con una bandeja surtida de zakuski y
bebidas. Mi anfitrión llenó dos copas. "Pruebe mi
fórmula" dijo, "mucho mejor que el whisky. ¡Brindo por
nosotros!"
Vació su copa al estilo ruso, y para no quedarme
atrás, yo hice lo mismo. Menos mal que yo tenía
práctica –el brebaje era potente. Apuntando con el
pulgar a Lev Lvovich y su compañero, dijo: "Esos dos
vejestorios se han quedado atascados en su juego.
Vamos a tomarnos otro".

Después de una segunda copa llamó a los dos hombres,


quienes interrumpieron su juego para reunirse con
nosotros. La conversación, inevitablemente, nos
apartó, pues el hombre de los ojos sesgados hablaba
muy poco ruso y nada de inglés, de manera que yo no
pude hablar con él, y así, los tres conversaron entre
ellos en su propia lengua. Lev me hablaba en ruso,
mientras mi anfitrión prefería el inglés. Cuentos
subidos de tono formaban parte de la conversación. Mi
anfitrión me traducía con gusto algunos de ellos. Me
sabía uno o dos, que él también tradujo con gran
beneplácito.

Después de la cena, Lev Lvovich y su compañero


reanudaron la partida, y mi anfitrión dijo: "Le
cantaré algunas canciones orientales". Dio una palmada
y el criado le trajo una especie de guitarra con la
que tocó quejumbrosas tonadas orientales, a veces
tarareando, otras cantando suavemente con un exquisito
timbre de barítono.

"¿En que idioma está usted cantando?", pregunté.

"En la lengua de los páramos rocosos de los montes


inaccesibles",
dijo.

Al cabo de un rato los otros finalizaban la partida, y


después de varios tragos más Lev dijo que era hora de
irse.
"¿Volverá?" dijo mi anfitrión.
"Me gustaría muchísimo".
"Lev Lvovich lo traerá", dijo, y se levantó del diván
para acompañarnos hasta la puerta. Entonces noté que
era de contextura robusta y de mediana estatura.
Al despedirnos, su apretón de manos fue cálido y
fuerte. Salimos como entramos, atravesando la puerta
que daba al primer apartamento y posteriormente a la
angosta callejuela por donde llegamos. La ciudad
dormía. Nuestras pisadas se amortiguaban sobre una
delgada capa de nieve. Pequeños copos caían en
silencio centelleando bajo el resplandor de los
faroles.
"¿Entonces?", preguntó Lev, "¿Qué te pareció el
Príncipe?"
"¿El Príncipe?"
"Nosotros lo llamamos el Príncipe".
"¿Qué Príncipe? ¿Acaso es un príncipe?"
Lev Lvovich vaciló. "Llámalo Príncipe Ozay", dijo él.
"Pero su nombre no importa. ¿Qué te pareció?"

No podía encontrar palabras para expresar lo que


sentía, y atiborré a Lev de preguntas sobre él. Sin
embargo, no agregó nada –sólo dijo que volveríamos
próximamente.

Regresamos varias veces. Al principio estaba tan


intrigado por la verdadera identidad del "Príncipe
Ozay" como por sus palabras y acciones –curiosidad
natural de la juventud. ¿Quién era él? ¿Por qué tanto
misterio? Todavía no lograba librarme de las
inhibiciones de una sociedad escéptica que exige
requisitos convencionales como garantía de autoridad.
Pero había visto en Lev Lvovich que tales requisitos
le importaban muy poco. Desde entonces he podido
observar que frecuentemente conducen a conclusiones
erróneas. Hay abundancia de tontos con títulos
académicos. Tenía razones para pensar que mi extraño
anfitrión era, al menos nominalmente, musulmán a
parsi. Siempre habló de la Biblia como "sus"
Escrituras, pero fuese él turco, tártaro, teutón o
tibetano; fuese su profesión la de calderero, sastre,
soldado, marinero o vagabundo; fuese su reclusión
voluntaria, forzada, o el resultado de motivos
políticos, sociales, comerciales o religiosos -¿Qué
importancia tendría todo esto, mientras yo pudiera
recoger algo que necesitara y que él a su vez estaba
deseoso de compartir? Él era un hombre bastante sabio,
que había viajado mucho, con su conocimiento profundo
de las religiones comparadas y de la filosofía –no
sólo de la universitaria, sino de la filosofía de la
vida- de las que hablaba en términos tan poco
convencionales que sería difícil transmitirlas, tan
salpicadas como estaban de comentarios incesantes
sobre eventos y anécdotas de todo tipo.
Me fue difícil registrar más de una fracción de lo que
él decía. En cuanto a su profesión formal, por lo que
se veía, bien podía ser un mercader o un cacique de
alguna tribu rebelde, o un periodista, o (como por un
momento llegué a sospechar) un visitante de la capital
rusa en alguna misión religiosa. Nunca lo averigüé, y
como no era asunto mío, no permití que me siguiera
molestando demasiado. Lev Lvovich siempre se refirió a
él con el más profundo respeto. Me acompañó en todas
las visitas. Fuimos recibidos siempre de la misma
forma misteriosa, entrando por el apartamento trasero,
y permanecíamos allí hasta las tres de la madrugada.
El hombre de los ojos sesgados y de la barba de
perilla era la única otra persona que estaba allí,
exceptuando el criado, un
mulato, que traía la comida y las bebidas.

El Príncipe Ozay amaba la música y se interesó en mí


no sólo por mis experimentos de curación sino también
por venir de tan lejos, de Inglaterra, a estudiar en
el Conservatorio Ruso. Era el aspecto musical de lo
que planteaba –cantar de un solo aliento- lo que más
me cautivó, pero muy pronto descubrí que esto se
vinculaba inextricablemente con el resto –la física,
la medicina, la
filosofía. Pero él no era siempre fácil de descifrar.
Como norma era provocativamente evasivo, hasta que yo
emitiera algún comentario inusual o desafiante.

Por ejemplo. Véanme una vez más sentado con las


piernas cruzadas frente a él –un chela a los pies de
su guru, imagino que algunos prefieren esto a las
palabras "alumnos" y "maestro" que no dan la talla (de
esos hay muchos). Mi guru es con certeza divino –en
el mejor sentido, lo que significa enteramente humano-
y su primera pregunta no es sobre el alma del chela
sino sobre sus calcetines. Pero esta vez vine
preparado –tengo calcetines nuevos. "¿No hay
agujeros de ventilación? ¡Qué lástima!
Esto me recuerda al hombre que…"y así pasa de una
anécdota a otra. Trato de decir algo sobre los temas
que tanto me interesan –pero él prefiere jugar
ajedrez. Más tarde lo vuelvo a intentar –pero insiste
en probar una nueva bebida que ha creado, más fuerte
que la que ingerimos en la primera visita.
A eso de las dos de la madrugada murmuro: "Discúlpeme,
Príncipe,
pero…." Sin ningún resultado. Llegan más bebidas. Pero
a mi no me hacen trampas. Espero la ocasión y digo
abruptamente con la boca media llena: "Príncipe, si el
Padre Nuestro está ligado al ayuno, por qué dice,
`Danos hoy –nuestro pan de cada día'?"
Ese era el tipo de comentario que él estaba esperando.
"Usted se equivoca. No es con el Padre Nuestro que
está ligado el ayuno, sino con el descubrimiento de la
nota en la cual tales oraciones deben ser cantadas.
Sin ayunar no se puede descubrir el Nombre".
"¿Qué nombre?"
"Bueno, cuando usted dice `santificado sea tu Nombre',
¿qué quiere decir?"
Tuve que confesar que nunca me había detenido a pensar
en esto.
"En su Iglesia nadie piensa en esto. Eluden la
pregunta la pregunta diciendo que es el nombre de
`Dios' y hasta ahí llegan. Sin embargo, la clave está
es sus Escrituras: `En el principio era el Nombre y el
Nombre estaba con Dios y el Nombre era Dios".
"En el principio era la Palabra, no el Nombre",
corregí.
"Logos, si quiere discutir", replicó.
"De hecho, cuando aún no existía ningún lenguaje no
podían existir palabras ni tampoco nombres en el
sentido ordinario".
"Entonces, ¿qué era el logos?"
"Un sonido. El primer sonido. El sonido más profundo.
Lo que podría llamarse la nota tónica del mundo".
"¿Un sonido que podemos escuchar?"
"Sentir. No oír en el sentido ordinario. El sonido más
penetrante es inaudible, de la misma manera que la luz
más penetrante es invisible. Pero mediante
entrenamiento uno puede producir un eco audible del
sonido porque cada octava es una réplica a un nivel
diferente de cualquier otra octava, como todo el mundo
sabe. La función de la oración no es rogar o alabar,
sino afinar".

"¿Afinar qué?"
"El cuerpo. O el alma, si usted prefiere esa
metáfora". (A menudo usaba esta expresión, "cuerpo –o
alma si usted prefiere la metáfora"). "Usted es un
instrumento musical al igual que un piano, y necesita
mantenerse afinado. Es ahí donde intervienen el ayuno
y otros ejercicios; usted es incapaz de recibir y
devolver vibraciones finas cuando su cuerpo –o alma,
si lo prefiere- está sobrecargado de alimentos
resonando en el estómago, o mientras la sangre retumba
en las venas y en las arterias".
"¿La sangre? ¿Retumbando?"
"Como una cascada. No se puede oír cuando se está
siempre escuchando hacia fuera. Uno tiene que escuchar
hacia adentro –y eso, de por sí, es un arte. Mientras
sus principales vías de comunicación estén llenas del
ruido de ese tráfico interior, ¿cómo puede esperar oír
algo?"
"Entonces, ¿para qué atiborrarse de comida ahora?"
Dije esto con un genuino desaliento, poniendo mi
tenedor y cuchillo sobre la mesa.Mi gesto fue de tal
franqueza que logró que él estallara de la risa. Se
detuvo para contarle a Lev Lvovich y al otro hombre lo
que yo acababa de decir. Lev me miró benévolamente
como preguntándose si me estaría afectando demasiado
el comportamiento de nuestro anfitrión. No obstante,
yo estaba seguro de que lo único que me quedaba por
hacer era esperar.

"¡Escuche, joven! ¿Cuántas asignaturas estudia usted


en el Conservatorio?"
Las enumeré: piano, armonía, contrapunto,
orquestación, dirección orquestal, historia de la
música, estética, etc.
"Sin embargo, ¿no es verdad que, entre todas,
conforman un todo?" prosiguió. "Bueno, es exactamente
lo mismo con el arte de la oración. El aficionado
piensa que puede hacerlo al igual que un aficionado
que hace música, a través de una especie de
`instinto', o siguiendo los dictados de su `alma', o
algún disparate por el estilo, cuando es precisamente
el `alma' la que necesita ser
dirigida. El `alma', o sentimiento, como debería ser
llamado, penetra la música; pero, no obstante, el
conocedor sabe que, para ser perfecta, la música más
conmovedora requiere una técnica entrenada".
"El ayuno es un tributario del arte de la oración",
prosiguió, "pero también es un arte en sí mismo y no
necesita ser estudiado de forma sistemática, no de
manera fortuita o superficial".

La respiración también es un arte, decía, igual que el


sexo. "Nadie –en quien el sexo sea débil o no
desarrollado o desequilibrado o anormal- puede esperar
jamás afinarse a la perfección".

"¿Y que me dice del celibato?", le pregunté.


"En ciertas etapas del entrenamiento, el celibato
temporal es tan esencial como el ayuno", replicó,
"pero sería estúpido hacer del ascetismo un fin en sí
mismo. El fanático que se convierte en célibe
permanente es como el músico que pasa toda su vida
haciendo un mismo ejercicio".

"Dios", tomé nota de lo que decía en otra oportunidad,


"no se alcanza por medio de la actividad, sino más
bien a través del cese de toda actividad. El cese,
hasta el mayor límite posible, de dieta, respiración y
sexo. Estos son los tres pilares sobre los que se
edifica la oración. Cada uno tiene que ser entrenado y
disciplinado por la restricción –no existe otra manera
de hacerlo pues todos son caballos desbocados. Sólo
cuando el terreno está limpio se puede comenzar una
verdadera construcción. Solamente desde allí se puede
actuar concientemente. Decir que la oración es
`mental' o `espiritual' sería eludir el asunto. La
oración es fisiológica. Sus Escrituras mismas lo dan a
entender, pero el formalismo le ha tapado los oídos a
la mayoría de sus sacerdotes para que no comprendan, y
la vista también, para que no perciban".

Mucho de lo que él dijo estaba muy por encima de mi


entendimiento en aquel momento y solo llegue a
comprenderlo después. Él debe haber notado la
expresión de desaliento que a veces me invadía, ya que
repitió más de una vez: "Joven, recuerde lo que le
dije acerca de que éste es un viaje de
descubrimientos. Hay tanto por aprender a lo largo del
camino como al final, y unos cuantos pasos son mejores
que ninguno, aunque tropiece".

Las interpretaciones del Príncipe Ozay me abrieron


perspectivas inesperadas e ilimitables. Lo más
importante para mi entonces era que el Evangelio
bíblico debía estudiarse de una manera absolutamente
diferente de la que me había sido inculcada durante la
infancia. Tenía un significado que sólo mediante una
búsqueda diligente podía descubrirse; para atesorarlo,
porque la clave de su
aplicación se basaba en las cosas simples prácticas de
la vida cotidiana, empezando antes que nada con el
entrenamiento del cuerpo físico, hasta convertirlo en
templo apropiado para el espíritu.
Visto no solamente como un libro abierto sino como
algo para lo cual era necesario encontrar una clave,
el Evangelio se convertía así en algo intensamente
personal, libre de cualquier tipo de dogma: un mensaje
viviente, con la oración del Padre Nuestro como
emblema y las parábolas como ejemplo. "Busca y
encontrarás", sonaba como una clarinada penetrante
salida de las profundidades, un reto al esfuerzo y la
aventura, un llamado para hacer y arriesgar, en primer
lugar con uno mismo.

El Príncipe Ozay me animaba a ensayar la composición


de mis propias oraciones de un solo aliento como
ejercicios, tomando al Padre Nuestro como medida de
duración, para ser cantado de la misma manera, en la
nota adecuada más profunda, cada vez de un solo y
firme aliento. Compuse un cierto número de tales
oraciones, de las cuales la que sigue, con la que él
estuvo muy complacido, fue la primera:

"Señor de la Vida, cuyo poder omnipotente habita hasta


en la más ínfima célula de este cuerpo, manifiesta Tu
gloria aquí dentro, hasta la perfección plena. Permite
que esas fuerzas radiantes que llenan Tu universo me
purifiquen y me eleven, y que a través de la
observación gozosa de Tus leyes pueda adquirir la
fuerza divina y la salud, y de esta manera consagrarme
a Tu servicio por el resto de mis días".

El canto de las oraciones en esta manera especial,


decía Ozay, era practicada en la Iglesia Cristiana
primigenia, que la había heredado de los antiguos
egipcios, de los caldeos, de los brahmines y de otras
tradiciones del Oriente, donde se le conocen como la
ciencia del Mantra. Este aspecto esotérico del
Cristianismo se había perdido en la Iglesia occidental
desde hace siglos. La estandarización de credos y
dogmas tendió a extinguirlo, y el uso de órganos en
las Iglesias precipito la declinación del canto
mántrico. Una reminiscencia, prueba de que existió en
la antigüedad, perdura en la costumbre de entonar
oraciones en una sola nota. Pero el arte de la
respiración que lo controlaba apropiadamente se ha
perdido por completo. No queda más que un desalentado
y deprimente zumbido monótono que hace de cada oración
un lamento. La mayoría de los sacerdotes oficiantes
contemporáneos de las Iglesias Anglicanas o Católicas
se sorprenderían mucho –por no decir que sufrirían un
choque- si se les dijera que sus prácticas son una
crasa degradación de lo que una vez tuvo la intención
de ser un ejercicio físico
devocional de gran valor espiritual, diseñado para
entrenar el aliento de vida por medio del cual
vivimos, y ser ejecutado con esta intención en ciertas
posiciones del cuerpo claramente definidas, muy
diferentes de la actitud tensa, contraída, que es la
costumbre adulterada de hoy. Una presencia mayor del
arte mántrico prevaleció dentro de la Iglesia Ortodoxa
Griega, especialmente en su vertiente rusa, como
resultado de su devoción por la canción pura, sin
interferencia instrumental alguna. La Iglesia Ortodoxa
nunca consintió que su canto fuera estropeado o
degradado con la "ayuda" del órgano, y en
consecuencia, no permitió que entrara en las iglesias.

Pero la Iglesia Ortodoxa propiamente dicha se


envileció con su asociación política y su servilismo
al poder secular, y el conocimiento que alguna vez
conservó detrás de su fachada dogmática se perdió en
gran parte. En efecto, a sus popes todavía se les
entrena como cantores, lo que incluye tanto la
vocalización como el control de la respiración;
desapareció hace ya mucho tiempo la concepción
primigenia de la conexión esencial e inseparable entre
lo
espiritual y lo psicológico.

No obstante, el Príncipe Ozay me dijo una noche cuando


se tocaba este tema: "¿Le gustaría escuchar un eco del
sonido del que le he estado hablando?"
En realidad no había nada que yo deseara más.
"Entonces, vaya a los oficios de la abadía de Alexandr
Nevsky esta semana", dijo, "y ponga particular
atención en todo lo que escuche".

Era el comienzo de la Semana Santa y los grandes


oficios previos a la Pascua se celebraban diariamente
en todas las iglesias de la región. Dejé todo a un
lado para asistir a la Abadía la mañana siguiente muy
temprano.

El amplio interior de la Abadía está oscuro. Sólo unas


pocas velas centellean aquí y allá ante los iconos
enmarcados en bronce con sus caras pintadas de oscuros
tonos que atisban misteriosamente por detrás de su
moldura de metal adornado. En la lejanía se oye flotar
un canto monótono que parece surgir de la parte
trasera del gran iconostasio. Los feligreses comienzan
a congregarse, hacen reverencias, se persignan al
entrar y prenden velas al pie de los
iconos de su predilección. También se encienden cirios
frente al iconostasio y en el atril dorado que se
ubica sobre el estrado, en la nave de la iglesia. El
canto distante que se alarga, quejumbroso, se prolonga
sin cesar, destruyendo todo sentido de tiempo y
materialidad.

Ahora la iglesia se llena, feligreses de pie o


arrodillados, solos o en pequeños grupos. El canto
llega a su término. El oficio está a punto de
comenzar. Se da una pausa, y de pronto el coro estalla
en una canción magnífica, angelical. La abadía de
Alexandr Nevski era famosa por la belleza superlativa
de sus cánticos, incluso entre una constelación de
catedrales. Mientras los acordes divinos resuenan por
la Abadía, las grandes puertas del iconostasio se
abren de par en par y el archimandrita junto con
algunos popes asistentes, mitrados y engalanados con
túnicas suntuosas, se adelantan, trayendo incensarios
para sahumar a la congregación. La música, el color,
el perfume -¡fueron verdaderamente sabios, quienes,
por su condición artística, idearon este trasfondo
sensible al ejercicio religioso!El elaborado oficio
sigue su curso. El tono bajo, fuerte y profundo de un
pope tras otro arrastra las invocaciones; el coro hace
resonar las respuestas. Finalmente llega el momento de
leer las Escrituras. Un pope joven –es difícil estimar
se edad a través de sus abundantes bucles y espesa
barba, aunque pareciera estar rondando los treinta- se
sube al estrado y ocupa su sitio en el atril. El resto
de los oficiantes se ubican a los lados. El escenario
es impresionante. Una quietud momentánea se asienta en
el lugar. El joven pope se acomoda la sotana, hace una
genuflexión frente al altar, se persigna y se prepara
para leer. ¿Para "leer"?
El primer indicio de que lee es la reverberación, en
medio de la inmensidad silenciosa de la iglesia, de un
sonido –bajo, parejo, extendido. Con cada aliento que
se prolonga canta una sola frase, muy lentamente,
articulando todas las sílabas en forma pareja. Es un
fuerte barítono, muy parecido en el tono a las voces
de sus colegas, pero más pulido, más vibrante.
Comienza con una nota como una octava por debajo del
do central, subiendo un semitono en cada frase,
aumentando al mismo tiempo el volumen. Cuando llega a
la dominante,
su voz resuena vigorosamente entre las bóvedas y los
arcos. Cuando, al concluir, en la octava, alcanza el
clímax de la "lectura", la nota es como su carta de
triunfo final –exultante, majestuosa, triunfante,
sobrecogedora.

Al principio fui tocado únicamente por la riqueza de


una voz que pudo haber cosechado fama mundial para su
dueño si éste hubiese querido explotarla en el
escenario de la ópera. El hecho en sí, sin embargo, no
era nada excepcional en la Iglesia Rusa. Chaliapin no
fue el único gran cantante ruso que se inició en un
coro de pueblo. Ni tampoco fue inusual su manera de
leer. Era la práctica
establecida; en aquel momento las Escrituras se leían
de la misma manera en todas las iglesias del país. No
obstante, la voz de este joven pope era diferente de
la de todos los demás. Cuando se acercaba al mi bemol
se notaba cómo algo extraordinario sucedía con su voz.
Parecía estar "dirigiéndola" de una cierta forma (esa
es la única expresión que puedo encontrar para
describirlo). Se había asido con fuerza al facistol,
había erguido el tronco, alzado levemente la cabeza y
parecía estar proyectando los sonidos hacia algún
punto localizado en los vastos espacios de lo alto. No
escuche el efecto, lo sentí, -agudamente, casi como un
dolor, análogo al dolor que se siente en la vista al
desplazarla abruptamente de la oscuridad a la luz
brillante. Obtenía ese extraño efecto sólo con ciertas
vocales, y con éstas yo sentía el sonido como si
estuviera
produciéndose dentro de mi propia cabeza y en todo mi
cuerpo. Yo parecía estar identificado con eso, y su
efecto era lograr que todo a mí alrededor se
manifestara como si estuviese nadando y, por un
momento, se convirtiera en algo etéreo e irreal. Tuve
miedo de tambalearme y caer, por lo que fue necesario
restablecerme a la fuerza. Fue una experiencia
desconcertante.

Cuando el joven pope alcanzó su exultante nota final,


la sensación de ser arrastrado se me hizo poco menos
que intolerable, aunque no hubiera hecho nada por
detenerla o evadirla. Pero experimenté un sentimiento
casi de alivio cuando el coro rompió a cantar de
nuevo. Pronto volví a mis cabales y miré a mí
alrededor para observar si otros habían sido afectados
al igual que yo. Si alguien más había "sentido" los
mismos acordes que yo, no sabría decirlo, pero
lo que no admitía ninguna duda era que toda la
congregación había sido poderosamente impresionada. La
mayoría estaba de rodillas, llorando.

El joven pope bajo del estrado y la ceremonia siguió


su curso. Me alejé con la certeza de que había oído lo
que el Príncipe Ozay deseaba que oyera, y yo ansiaba
conservar un recuerdo vivo de ello.Asistí dos o tres
veces más durante la semana y tuve la misma
experiencia, siempre misteriosa, aunque cada vez menos
desconcertante por estar ya la expectativa.

Le conté primero a Lev Lvovich.


"Debes contárselo al Príncipe", me dijo.
El mero hecho de que el Príncipe Ozay supiera del pope
establecía en mi mente una conexión inevitable entre
ambos.
"¿Será ese joven pope un alumno del Príncipe?", le
pregunté a Lev con curiosidad, pero no fui alentado a
husmear en lo no me incumbía.

Me llevó a ver al Príncipe Ozay, y una de las primeras


preguntas que le hice se refería a si otros en la
congregación podrían haber tenido una experiencia
semejante a la mía. Me respondió que esto era
improbable, aunque cualquiera persona sensible podía
ser impactada por la calidad excepcional de la voz.

"Debería tomar su experiencia como una señal


alentadora", dijo. "Esto significa que aún partiendo
de unos pocos ejercicios, su cuerpo –o alma, si lo
prefiere- ha comenzado a ser receptivo al Nombre, o a
la Palabra, si lo prefiere. Dentro de unos años, si
usted persiste, notará los resultados".

"Sin embargo", repliqué con obstinación, "no puedo


decir que fue precisamente agradable, especialmente la
primera vez".

"Joven", respondió con severidad, "¿condena usted al


sol porque lo ciega cuando lo mira, o al fuego porque
lo quema cuando lo toca, o a sus músculos porque le
duelen después de un esfuerzo? La verdad siempre debe
ser revelada en pequeñas dosis muy diluidas. Y el
sonido también tiene que ser racionado, especialmente
el Nombre que está por encima de todo Nombre, como lo
expresan las Escrituras suyas. Por eso es que el
Nombre debe ser santificado. Una sobredosis fácilmente
podría causar su muerte de no estar lo suficientemente
entrenado".

"¿Podía, por esto, haberme muerto en la catedral?",


pregunté aterrado.

"Si, si esto hubiera estado más concentrado, al igual


que una cuerda de violín estalla al ser pulsada con
demasiada fuerza o que notas musicales de una cierta
calidad pueden quebrar objetos sólidos a distancia".

Comencé a pensar que me había librado de un aprieto.Mi


cara debió haberme traicionado porque vi como cambiaba
su expresión.
"Joven", dijo, reprochándome suavemente, "podría darle
muerte en un instante, aquí sentado, sin necesidad de
que ninguno de los dos movamos ni un músculo".

Lo miré con estupor, incrédulo por un momento. Pero


había algo en su tono y actitud que implicaba una
convicción. Permanecí sentado, avergonzado,
profundamente desconcertado.

"¿Le tiene usted miedo al riesgo?", me dijo una vez


más con gentileza, aunque todavía con algo de
reproche. "Comprenda esto claramente. Ningún hombre
puede adquirir un conocimiento de esta naturaleza sin
riesgo de morir. Dios, mal aplicado, es el Diablo.
Sólo hay una fuerza en la Creación. El bien y el mal
dependen exclusivamente de su aplicación".

El Padre Nuestro

Padre nuestro, que estás en los cielos,


santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino,
hágase tu Voluntad
así en la tierra como en el cielo.
Danos hoy
nuestro pan de cada día;
y perdónanos nuestras ofensas,
así como nosotros perdonamos
a quienes nos ofenden;
y no nos dejes caer en tentación,
más líbranos del mal.
Porque tuyo es el reino,
el poder
y la gloria
por los siglos. Amén.

¿Quién es el Príncipe Ozay?

Según recuerdos y memorias de los alumnos de


Gurdjieff, el maestro de la oración, el Príncipe Ozay,
fue de hecho Gueorgui Ivánovich Gurdjieff (1866_1949)
, un maestro espiritual cuyo período activo en la
Rusia de 1914 coincide con la época en que sucedieron
estos acontecimientos.Nacido en Alexandropol, en la
frontera ruso – turca, el joven Gurdjieff fue criado y
educado en un ambiente cultural de extraordinaria
riqueza, una encrucijada de influencias de Oriente y
Occidente.

Había llegado a Moscú y San Petersburgo después de una


larga odisea a través de monasterios y escuelas
esotéricas ocultas del Medio y Lejano Oriente, lo
había guiado su inagotable pregunta: ¿Cuál es el
sentido y el propósito de la vida en la Tierra, y en
particular, de la vida humana? Esta búsqueda le aportó
gradualmente el antiguo conocimiento que más tarde
trajo a Occidente.

Entre quienes fueron atraídos a su enseñanza se


encontraban P. D. Ouspensky, Catherine Mansfield, T.
S. Eliot, Frank Lloyd Wright, Jean Toomer, Maurice
Nicoll, A. R. Orage, y muchos más. Sus ideas y métodos
prácticos para la transformación conciente del hombre
pulsaron una cuerda sonora en algunos miembros de una
generación desilusionada por las calamidades de la
Primera Guerra Mundial que buscaban un sentido más
profundo para sus vidas aparentemente afortunadas.

Gurdjieff introdujo su enseñanza en Norteamérica a


mediados de los años veinte con charlas públicas y
presentaciones de sus "Movimientos", las danzas
sagradas que había traído de Oriente. Más que
ejecuciones fragmentarias o ejercicios calisténicos,
los Movimientos son un lenguaje físico mediante el
cual se transmite el conocimiento y se transforma en
comprensión.
El trabajo de Gurdjieff se ha extendido por el mundo
en los años posteriores a su muerte, el 28 de octubre
de 1949. Gurdjieff se refería a su enseñanza como una
"Escuela del Cuarto Camino".

Diferenciaba al Cuarto Camino de los tres caminos


tradicionales de progreso espiritual: el del faquir,
el monje y el yogui.

El faquir se esfuerza por obtener maestría sobre su


cuerpo como vía de acceso hacia la unión con la
Divino. El monje intenta, mediante los sentimientos y
la devoción, encaminarse hacia la misma meta. El
camino del yogui hacia la unión, el sendero de la
comprensión, es a través de la mente.
Cada uno de estos caminos, aunque efectivos, son
incompletos. En algún momento el adepto debe
equilibrar las tres funciones en su totalidad. Estos
caminos tradicionales usualmente exigen que el
buscador se aísle del mundo.

El Cuarto Camino trabaja sobre las tres funciones


–cuerpo, mente, sentimiento- simultáneamente, para
permitir el desarrollo armónico del hombre.

También es característico del Cuarto Camino el hecho


de que puede seguirse dentro de las condiciones de
vida ordinaria del buscador.

Las ideas de Gurdjieff han ejercido su influencia en


muchos ámbitos: las artes, la ciencia, la educación,
la teoría social y la filosofía, a menudo como una
corriente que fluye justo bajo la superficie.
Actualmente, existen grupos que trabajan unidos en
todo el mundo tratando de comprender las ideas de
Gurdjieff y de hacer uso de las técnicas para el
desarrollo armónico que conforman su legado.

¿Quién es Paul Dukes?

Desde su más temprana edad como hijo de un


ministro-párroco en Inglaterra, Paul Dukes, nacido el
10 de febrero de 1889, fue atraído por el misterio. Su
mente joven cobraba vida con el deseo de ver y conocer
lo que se ocultaba detrás de las apariencias. Su
espíritu de aventurero y su propia pasión por la
actividad física febril se equilibran y complementan
con su profundo sentimiento por la música y un sentido
de su poder para vincularnos a un orden superior.

En estos años Paul Dukes se interesaba en la teosofía,


el espiritismo y el hipnotismo e investigaba fenómenos
de curación "espiritual" en el momento que este ensayo
es redactado. Paul Dukes tiene el honor de ser el
primer alumno inglés de Gurdjieff. Fue miembro de ka
Comisión Anglo-Rusa desde 1915 hasta 1918 y sirvió
como oficial de la Inteligencia Británica en Rusia
entre 1918 y 1919. A cargo de una comisión itinerante
de investigación en la Rusia europea, su dominio del
ruso, su habilidad para disfrazarse, su audacia y su
disponibilidad para cruzar fronteras e internarse en
zonas peligrosas le hicieron vivir numerosas aventuras
durante el servicio a su país.

Bajo el seudónimo de Afirenko, portando un pasaporte


ruso que lo hacía pasar por un agente de la Checa
(precursora de la KGB), se infiltró en Leningrado
después de cruzar la frontera finlandesa en el
silencio de la noche. Su suerte era extraordinaria, y
hubo veces en que se alistó en el Ejercito Rojo, e
incluso en el propio Partido Comunista, para obtener
información. Fue gracias a estos servicios, un
historial de aventuras románticas e intrigas en medio
de la
Revolución Rusa, que le fue otorgado la orden de
Caballero del Imperio Británico a la edad de treinta
años.

Sir Paul Dukes fue autor de Read Dust and the Morrow
(1922) The Store of Secret Agent ST25 (1938), ambos
recuentos de sus experiencias en Rusia. También
escribió An Epic of the GESTAPO (1940) y The Unending
Quest (1950), una serie de bocetos autobiográficos
entre los cuales este ensayo fue publicado por primera
vez.

En 1922, se casó con Orden Mills, hija de la Sra. W.


K. Vanderbilt de Nueva Cork. Se divorciaron en 1929, y
en 1959 él se casó con Diana Fitzgewrald. Paul Dukes
se radicó en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde murió
el 27 de agosto de 1967.

Obras de G. I. Gurdjieff

Relatos de Belcebú a su Nieto (Del Todo y De Todo,


Primera Serie)
Encuentros con Hombres Notables (Del Todo y De Todo,
Segunda Serie)
La Vida no es real sino cuando "Yo Soy" (Del Todo y De
Todo, Tercera
Serie)
Perspectivas desde el Mundo Real

Algunas obras de sus alumnos

De Hartmann, Thomas. Nuestra vida con el señor


Gurdjieff.
Fremantle, Christopher. De la Atención.
Orage, A. R. Del Amor y otros ensayos.
Ouspensky, P. D. Fragmentos de una Enseñanza
Desconocida.
Ouspensky, P. D. Psicología de la Posible Evolución
del Hombre.
Vaysse, Jean. Hacia el despertar a sí mismo.

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