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Melodía del arrabal

(25.06.2005) - Contribuido por Administrator - Última modificación (25.06.2005)

Los orígenes del tango se pueden rastrear de una manera bastante clara; los de Gardel, no tanto. El tango nace en
1865, en la Guerra de la Triple Alianza, en la cual, Paraguay sostuvo una guerra contra Brasil y Argentina con el
resultado de que la mayor parte de la población masculina de este pequeño país quedó casi diezmada.
En este ambiente de conflicto, pululaban por la campiña argentina y uruguaya grupos de negros libertos que, mucho
después de las luchas de independencia, obtuvieron su libertad. Pero sólo eso. No tenían trabajo, ni techo, ni siquiera un
nombre… Merodeaban alrededor de los cuarteles ofreciendo los servicios más punzantes para aquella mesnada
de hombres solos: aguardiente (caña), mujeres (las chinas o rameras criollas) y la música, un híbrido de sustratos
ancestrales africanos como el candombé, el malambo, la milonga (del bantú, mulongre —chisme—) y el
tambó, probablemente una de las raíces para el nombre que, más adelante, tomó el género.

Al lado de cada instalación castrense se levantaba un bohío rústico, el keko o quilombo, palabras muy groseras para
designar ese burdel primitivo, con un letrero burdo sobre una tabla que rezaba: “Valor del fierrazo (coito) 10
centavos”, y dividido en compartimientos muy pequeños, separados por paredes de bambú para las faenas
sexuales y un piso de tierra que servía como pista de baile para que la soldadesca se amacizara con la chinas, al son de
la percusión que interpretaban los negros. Esto es muy relevante, porque determina las características de este tango
primigenio: el baile erótico, con los órganos sexuales bien pegados, algo que se conserva hasta la época actual; y la
incitación a la relación sexual, lo que convierte al tango en un folclor prostibulario desde sus mismos orígenes.

El primer tango del que tenemos referencia se llamó El keko, el segundo fue Dame la lata, por la ficha de latón que se
daba a los clientes con el número de turno, pues la provisión de rameras no alcanzaba para atenderlos a todos; pero
hubo otros no menos sicalípticos como ¿Con qué trompieza que no dentra?, Déjalo morir adentro, o letras como la de
Bartolo: “Bartolo tenía una flauta, con un agujero solo, y las minas le decían: tocá la flauta, Bartolo…”.

Ante este estado de cosas, era de esperarse que la pacata aristocracia provinciana satanizara el tango desde su
aparición; lo consideraban un engendro diabólico y fueron muchas las protestas ante autoridades civiles y eclesiásticas
para que no sólo se prohibiera, sino que se persiguiera. Mujer que se aventuraba a bailar tango en los viejos
“almacenes”, negocios que eran como las cacharrerías de nuestros pueblos, algo así como una
“saspelucantina”, se consideraba prostituida. Por esta razón, los intérpretes y, especialmente, excelsos
bailarines como José Ovidio Bianquet —El Cachafaz—, o el más grande del bandoneón, Eduardo Arolas
—El Tigre del Bandoneón— emigraron a París, en donde encontraron la aceptación que no tenían en su tierra.
De allí se originó el mito que afirmaba que el tango había nacido en Francia.

Esta etapa folclórica del tango se mantuvo durante unos cincuenta años. Al final de este período se produjo una lógica
transmigración desde la provincia hasta la capital. Desde la dictadura de Rosas, la periferia argentina quedó dependiendo
de Buenos Aires. El prestigio de la ciudad empezó a crecer cuando aparecieron las grandes oleadas de inmigrantes,
muchos de ellos anarquistas italianos y croatas, lo mismo que rufianes y prostitutas francesas —las
loras—, perseguidos en sus países de origen. La federalización de la capital porteña también incrementó su
prestigio. La ciudad se llenó de tugurios o conventillos y se formaron los arrabales, en donde pululaban los prostíbulos
clandestinos.

El tango se volvió citadino, de ahí su nombre de “canción ciudadana”, y es por eso que ha llegado a ser el
único folclor de ciudad que existe en el mundo. En 1910 vivían en Buenos Aires más extranjeros que nacionales y la
ciudad se llenó de vagos, “milicos” (militares sin ocupación) y un hampa dominada por las mafias de
estafadores, y toda laya de ladrones —lunfas—, que ocultaban sus actividades en un lenguaje clandestino,
con mucha propiedad llamado lunfardo. Esta situación cambió en 1912, cuando accedió al poder el líder socialista Hipólito
Irigoyen, elegido con el apoyo de las bases populares y cuyo primer acto de gobierno fue la reivindicación del tango como
expresión artística de los argentinos. En ese proscenio aparece Gardel como gran sacerdote en el cabaret Armenonville.

De dónde son los cantantes

Muy pocos argentinos pondrían en duda que Carlos Gardel hubiera nacido en la ciudad francesa de Toulouse, el 11 de
diciembre de 1890; que su madre se llamó Berthe Gardés, planchadora de oficio, tal como aparece en la oficina de
registro de la ciudad francesa, y que emigró a Uruguay como madre soltera cuando el niño tenía tres años. De allí se
fueron a Buenos Aires, en donde Gardel, con su apellido alterado, llevó una vida normal, como la de cualquier niño de
inquilinato, aunque por su acento, sus amiguitos lo llamaban “el francesito”.

Sin embargo, hoy en día se ha levantado una verdadera polvareda alrededor del verdadero lugar de nacimiento de
Gardel, pues varios investigadores —Erasmo Silva, Bayardo, entre otros— afirman que Gardel era el hijo
del coronel uruguayo Carlos Escayola y de Manuela Bentos da Mora, residente en una zona rural de Tacuarembó, como
resultado de una relación ocasional del militar. Esta versión, respaldada con algunos testimonios, afirma que, cuando el
niño tenía dos años, fue entregado a Berthe Gardés. Lo importante es que Gardel nació y que a partir de él, el tango no
sería lo mismo. La misma incertidumbre sobre su origen ha contribuido a acentuar su condición de ídolo, lo mismo que
ocurrió con otros dos íconos de la historia reciente de Argentina: Eva Duarte de Perón e Hipólito Irigoyen. Gardel fue un
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héroe nacional que trascendió las fronteras patrias y se codeó con los grandes de su tiempo: fue amigo de Enrico Caruso
y huésped de los más conspicuos representantes de la aristocracia europea. Los jerarcas nazis bailaban al son de sus
tangos más conocidos. Sería muy arduo analizar todos los aspectos de esta figuración, pero bástenos recordar que,
como cantante, Gardel fue superado en las preferencias del público de su época por Ignacio Corsini o Agustín Magaldi.
Tampoco fue un buen actor y en el funesto decenio del 30, el período de la decadencia del tango, la Mishadura, abandonó
a Argentina y se fue a Francia a filmar películas por obra de un contrato que le ofreció la Paramount. Se olvidó de sus
atuendos de compadrito y se vistió de frac.

La fama de Gardel tiene un arraigo más profundo y no se puede supeditar a algunas superficialidades con las que se le
pretende adorar. Es cierto, tenía una tremenda estampa y su porte impresionaba, pero no era eso únicamente. Hay que
llegar al carácter de un hombre que afrontó las pruebas más difíciles para llegar a su sitial. Lo primero fue su vocación
incontenible para volverse cantante. Desde niño, se escapaba a los camerinos del teatro Politeama para estar muy
cerca de los artistas de la ópera, a quienes prestaba sus servicios doña Berta, y se aprendía algunos trozos de los actos
y las arias, y él solo hacía las voces de los diversos personajes. Por la época, brillaban grandes payadores como
Gabino Ezeiza o José Betinoti, pero su ídolo era Arturo de Nava, por lo que inició su carrera artística interpretando temas
pamperos. Su primer dueto lo conformó con Francisco Martino en 1912, pero al año siguiente se asoció con el uruguayo
José Razzano, un hombre bondadoso, con quien mantuvo una perdurable amistad y que lo acompañó profesionalmente
hasta 1925.

Otro hecho destacable es la influencia de Carlos Gardel en la caracterización del cantor de tangos. Los tangos y las
milongas de la vieja guardia contenían unas letras muy cortas, que daban poco espacio para el lucimiento del cantante.
La mayor parte de la pieza la hacía la orquesta o un coro y el cantante remataba al final con un estribillo, por lo que se
les llamó simplemente “estribillistas”. Con la irrupción de Gardel en el tango cantado, la voz del artista se
vuelve estelar. Después de este suceso aparece un nuevo tango, el que se involucra con las emociones de las
personas, que cuenta historias y que se convierte, al decir de Waldo Frank, en el “Libro de quejas del
arrabal”. Gardel fue un personaje atípico en el ámbito de los artistas de su época. No tomaba licor, mantenía una
relación constante con una sola novia, Isabel Del Valle, y no se mezclaba con prostitutas. Una conseja que corrió de boca
en boca en el ambiente parroquial de la Medellín de los 30, fue que el artista era homosexual. Todo se debió a que,
cuando el Zorzal llegó a Medellín, los anfitriones, por agradar al excelso huésped, lo invitaron al barrio de Lovaina, la
proverbial zona de tolerancia de la ciudad. Durante todo el rato, Gardel se la pasó brindando discretas caricias y besos
paternales a las niñas que lo asediaban, pero más allá de eso, no ocurrió nada. Ignoraban que el artista tenía un miedo
atávico de las enfermedades venéreas y nunca se desmandaba en sus hábitos cuando tenía compromisos
importantes. Su vida amorosa siempre fue un enigma y cuando le preguntaban por qué no había escogido una mujer
como esposa, respondía: “Para qué hacer infeliz a una, pudiendo hacer felices a tantas…”.

La influencia de Gardel

Muchos otros hechos exaltan la figura del ídolo. Elevó a las más altas cumbres de la expresión poética los términos y
giros del lunfardo, ese antilenguaje condenado por Jorge Luis Borges como “vecino de la picardía y el
delito”. Por esta razón, el idioma español está lleno de lunfardismos, aunque los profanos no alcancen a
identificarlos; basta con escuchar Melodía de arrabal, para valorar la belleza de expresiones como: “…se me
pianta un lagrimón…”. Con sumo cuidado, Gardel seleccionaba las letras de sus tangos y cuando le
presentaban letras rastreras u ofensivas, siempre las rechazaba airadamente, replicando: “Nosotros no somos
delincuentes”.

Hay algo más, el cantor creó la imagen de un profesional íntegro, que se debe a su público. Cuidó con celo excesivo su
imagen corporal y siempre se mantuvo en plan de mejorar. Cuando apenas se iniciaba, pesaba 120 kilos y tenía una voz
aguda de tenor que se nota en sus primeras interpretaciones. Con tesón, rebajó de peso y acomodó el registro de su voz al
de barítono, que definió ese timbre maravilloso que hace exclamar a los fanáticos gardelianos: “Cada día canta
mejor…”. Por eso, cuando su situación económica fue boyante, siempre andaba acompañado de una troupe
que incluía un profesor de inglés, otro de francés, un profesor de música y un preparador físico, a más de un asesor de
imagen y un trato a las personas que no tenía reproche. El Morocho fue y será un paradigma de valores humanos:
Generoso, leal, bondadoso, como lo expresara Blas Matamoros, “fue el hombre púa, sin pilladuras ni agachadas,
que convirtió el tango en una romanza internacional”.

* Juan Manuel Serna Urrea (Tomado de El Espectador)

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