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En 1854 el Papa Pío IX proclamó

solemnemente la doctrina de la
Inmaculada Concepción, la cual
establece que María fue
concebida sin la mancha del
pecado original. Todos nosotros
nacemos con necesidad de la
gracia de Dios. El Concilio
Vaticano II señaló: “Examinando
su corazón, el hombre puede
encontrar que tiene inclinaciones
hacia el mal. Todos nosotros
experimentamos la lucha entre el
bien y el mal. Aún San Pablo
experimentó esa división interior.
Escribió: “Realmente, mi
proceder no lo comprendo; pues
no hago lo que quiero, sino que
hago lo que aborrezco” (Romanos
7:15).
María fue salvada o redimida al ser
preservada del pecado original desde el
primer instante de su concepción. Si la
doctrina de la Inmaculada Concepción
significa que María disfrutó un privilegio
especial, ¿qué significa para nosotros?
¿Tiene alguna conexión con nuestras
vidas? De hecho, la tiene; el viaje de fe de
la Iglesia con María que llevó a la
proclamación de la doctrina tiene una
conexión cercana con nuestra
experiencia. La manera en que Dios actuó
en la vida de María desde el primer
instante de su concepción es similar a la
manera que se mueve en nuestras vidas.
El viaje de fe de la Iglesia con María nos
trae a un entendimiento más profundo de
la manera que Dios trabaja en nuestras
vidas.
La doctrina de la Inmaculada
Concepción dice que María es quien es
gracias a un don de Dios. Ella es santa,
no gracias a sus propios méritos, no
porque sea algo que ganó; es santa
porque Dios la amó. Fue puesta cerca
de Dios por el Señor mismo; ella no se
aproximó a Dios por sí misma. Puesto
que ella recibió el favor de Dios desde
“el primer instante de su concepción”,
no debe haber duda que la
responsabilidad de lo que fue
descansaba en Dios. Su Inmaculada
Concepción refleja y proclama la
absoluta supremacía de la gracia de
Dios en la vida humana. Algo similar
sucedió también en nuestras vidas. En
términos de fe cristiana, no existen
personas hechas por sí mismas. Todo
depende de un don de Dios. En otras
palabras, la gracia de Dios es
absolutamente primordial y fundamental
para nosotros.
La devoción mariana tuvo gran influencia
en los católicos de Estados Unidos. Los
Jesuitas franceses fueron misioneros y
exploradores en el territorio de Lousiana
que se extendía hacia el norte por el río
Mississippi hasta Canadá. Ellos honraban
a la Madre de Dios con el título de la
Inmaculada. Jacques Marquette, S.J., le
llamó al río Mississippi el “Río de la
Inmaculada Concepción” en el año 1673.

El obispo John Carroll tuvo una gran influencia para que la devoción
mariana se propagara en Estados Unidos. Ordenado sacerdote en 1769,
era un hombre que llevaba en su corazón una gran espiritualidad mariana.
Fue elegido primer obispo de Baltimore y la sede fue formalmente
establecida el 6 de noviembre de 1789. El día elegido por él para su
consagración episcopal fue el día de la fiesta de La Asunción (15 de
agosto de 1790), título bajo el cual la escogió como patrona de su
diócesis, que en aquel tiempo incluía a todo los Estados Unidos. La
catedral que el obispo Carroll comenzó, donde más tarde tuvieron lugar
los muchos concilios plenarios y provinciales de Baltimore, está dedicada
a La Asunción de Nuestra Señora.
La Virgen María fue proclamada
patrona de los Estados Unidos bajo
el título de la Inmaculada
Concepción en 1846, en la ciudad
de Baltimore, Maryland. También es
la principal patrona de la
Arquidiócesis de Miami.
En Washington D.C. hay un
santuario nacional en honor a la
Inmaculada Concepción. Es el
octavo edificio más grande del
mundo. Tiene capacidad para seis
mil personas y a lo largo de sus
naves tanto en el nivel principal
como en la cripta se encuentran
numerosas capillas y altares
dedicados a las advocaciones
marianas de los principales grupos
nacionales y étnicos representados
en los Estados Unidos.
El 12 de octubre de 1990, el papa
Juan Pablo II le concedió el título
de Basílica Menor.
Inmaculada Madre de Dios, Reina de
los cielos, Madre de misericordia,
abogada y refugio de los pecadores: he
aquí que yo, iluminado y movido por las
gracias que vuestra maternal
benevolencia abundantemente me ha
obtenido del Tesoro Divino, propongo
poner mi corazón ahora y siempre en
vuestras manos para que sea
consagrado a Jesús.
A Vos, oh Virgen santísima, lo entrego,
en presencia de los nueve coros de los
ángeles y de todos los santos; Vos, en
mi nombre, consagradlo a Jesús; y por
la filial confianza que os tengo, estoy
seguro de que haréis ahora y siempre
que mi corazón sea enteramente de
Jesús, imitando perfectamente a los
santos, especialmente a San José,
vuestro purísimo esposo. Amén.
San Vicente Pallotti

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