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Compasión Organizada Zimnel

7. S e t t a h (Los aprendices)

El despacho del archimago no era espacioso. Lo iluminaban las velas de dos


atriles y una antorcha. La pluma garrapateaba el papiro con soltura y gracia. La
elaborada caligrafía completaba el párrafo que contenía mis órdenes. Una rúbrica
sencilla remató el documento, que selló con lacre caliente y el símbolo del gremio de
magos. Aníbal Traven alzó el rostro y me tendió el papiro enrollado.

-Las votaciones del Concilio fueron ajustadas y sabes lo que eso implica. Los gremios
están de tu parte, pero dos miembros del consejo no aprueban tus actos. Son magos
influyentes que creen firmemente en sus convicciones. Su fuerza llega hasta las puertas
del palacio imperial, no lo olvides.
Por cierto, tus aprendices llegarán mañana a FrostCrag Spire. He elegido dos alumnos
aventajados en alquimia que no ven la hora de comenzar tu programa avanzado.
Instrúyelos con sabiduría. Respecto a tus órdenes… Asignaremos un protector a la torre
durante vuestra ausencia.

-El proyecto que tengo en mente les mantendrá ocupados, archimago. Aún queda
tiempo para prepararles.

-Así sea.

La cuenta atrás había comenzado. Sabía que me vigilarían. Oh, sí. El poder de
Delmar rivalizaba con el del archimago tanto en la capital como en los ducados de
Cyrodiil y las pequeñas provincias. Traven no me prevenía directamente contra él
porque sabía que otras fuerzas actuaban en la sombra. Esos poderes habían llegado hasta
el Concilio y habían manipulado el Glóbulo. También habían atentado contra mi vida.
Y ahora debía responsabilizarme de dos aprendices, como correspondía a mi
rango, seguir con mis deberes en el gremio y… satisfacer las dudas planteadas por el
Consejo mediante unas órdenes que no podía cuestionar.
Los Gremios y el Consejo habían consensuado unas pruebas de entrada para Loredas y
se impuso que yo debía acompañarle como responsable directo.
El consenso se registró en la memoria del Concilio y dio fin al acto extraordinario.
Loredas me esperaba en la torre. Le había contado vagamente que seríamos los
instructores de dos aprendices del gremio en una fase importante de su educación.
Yo había expresado mis reservas a Traven. Aún era pronto para comprobar la
sociabilidad de Loredas…
Quería que avanzara más con el idioma y también contarle de algún modo qué se
esperaba de él. No tenía clara su integración en la sociedad cirodílica y todo ocurría
precipitadamente. Había jurado protegerme, pero… ¿cómo actuaría con el resto de
magos? ¿Y con el resto de humanos, khajiits y argonianos? Esa era mi verdadera
responsabilidad y no imaginaba hasta dónde podía llegar.
Tenía unas horas para hablar con él y asegurarme que comprendía sus tareas.
Hasta ahora no se había negado a completar ninguna, aunque había una costumbre que
no lograba quitarle por más que lo intentara. Montaba guardia en lo más alto de la torre
durante las primeras horas de la noche. A veces bajaba, se internaba en el bosque helado
y volvía con alguna pieza de caza. Si alguien nos espiaba no habría pasado por alto la
vigilancia del dremora ni las incursiones nocturnas.
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Tendría que intentar convencerle de nuevo de acompañarle de día si le apetecía


que fuésemos a cazar. La torre poseía potentes encantamientos que revelarían la
presencia de un espía en su interior.
Pero los que más me preocupaban eran los aprendices. Concretamente, su reacción ante
su segundo instructor. Loredas había logrado aumentar el nivel de producción del jardín
con un encantamiento que regulaba flujos controlados de lava en la sección dedicada al
cultivo de ingredientes de Oblivion. Les enseñaría el encantamiento a los aprendices y
les mostraría combinaciones de ingredientes de los planos del averno con los que
preparar potentes pociones.
Le encontré examinando a conciencia el primer volumen de la Historia del
Imperio. Al lado había varios papiros con palabras que se había traducido al daédrico
para agilizar la lectura. Más de una vez había pensado en sugerirle una recopilación de
esas notas para realizar un compendium daédrico-cirodílico que nos haría avanzar
notoriamente en la investigación de los planos gobernados por Mehrunes Dagon.
La llegada de los aprendices podría ser propicia también para eso. La ordenación de las
notas sería una de sus tareas. Aunque un bibliófilo experto o un lingüista supondrían
candidatos más acertados, Loredas necesitaba un motivo para implicarse con los
aprendices. O más de uno.
La cera colmaba los platos donde se asentaban las velas y formaba decenas de pequeñas
estalagmitas que habían convertido la mesa en un peligro potencial de incendio. La
concentración que nos impide ser prácticos alcanzaba también a los magos de
Oblivion…
Aparté dos platos cuidadosamente y apagué varias velas. La interrupción y la
disminución de la luz le hicieron advertir mi presencia. Aún tenía una de las negras uñas
sobre una línea del texto. Le señalé la pequeña alacena que tenía en el estudio donde
guardaba queso y frutos secos para las ocasiones en que el estómago no era una
prioridad. Por el estado de la mesa, hacía horas que trabajaba. Probablemente no habría
probado bocado. Yo no lo habría hecho en su lugar. En mi época de estudiante me había
ganado muchas reprimendas por no comer. No era algo que no quisiera hacer. Tampoco
menospreciaba los platos de nuestro cocinero. Sencillamente, los libros me absorbían
demasiado. Habían pasado los años y seguían haciéndolo, pero la experiencia me había
enseñado a tomar precauciones.

El día despertó tranquilo, pero FrostCrag Spire estaba lejos de la calma y el


sosiego.
“No te engañen los picos helados, su eternidad jamás se posa en corazones mortales”.

Sólo era un aprendiz cuando oí estas palabras por boca de Magnus. Siempre
brillante, aunque humilde. Inspirador.
¿Qué impresión les causaré a mis propios aprendices? ¿Se sentirán seguros? ¿Esperarán
más de lo que puedo enseñarles? Había tenido alumnos antes. Pero no aprendices.
Los alumnos asisten al aula, escuchan atentamente; bien, unos más que otros… Y toman
sus notas para superar pruebas que los calificarán como magos. Los aprendices toman
apuntes para calificarse en la vida. El maestro debe proporcionarles conocimientos y
una filosofía para vivir. Debe darles tareas que les inspiren y ser un guía inquebrantable
que les muestre el camino.
¿Qué maestros había tenido Loredas? Qué rápido apagaron la luz que iluminaba sus
pasos… Di un golpe sobre la mesa con el puño cerrado. Lo hice sin darme cuenta, así
que el impacto de la madera de la mesilla me sobresaltó. Me llegó el eco de pasos en el
piso inferior. Habían llegado.
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Oí primero un golpe, luego un pequeño estrépito y, después, lo que me pareció un


amago de explosión. Alarmado, bajé las escaleras de caracol a trompicones,
atropelladamente y saltándolos de dos en dos. Llegué al rellano de un salto, exhausto,
pero con los nervios a flor de piel. La escena que presencié me dejó los ojos abiertos
como platos.
Loredas tenía a un joven debajo de cada brazo. Me miró impotente, buscando
clemencia, y sin saber qué más podía hacer para inmovilizar a los sorprendidos
aprendices que acababan de atacarle. O, al menos, eso habían intentado.

“Maldita sea.” Pensé, enfurecido. “No les han dicho nada.”


Aunque la sangre me bullía en las sienes, intenté calmarme y hacerme dueño de la
situación. Me dirigí a Loredas con aplomo y en su idioma natal con una frase sencilla:
Naher da imhorz. “Ya puedes soltarlos”. Los dos jóvenes alzaron la vista hacia su
captor, con los ojos muy abiertos, para volverse a continuación hacia mí. Les costaba
creer que las palabras que acababa de pronunciar hubiesen salido de mi boca. Un
dunmer hablando en el idioma del enemigo… Y, supuestamente, con el enemigo en
casa. No podía culparles, y sabía que tenía que transmitirles calma, confianza y,
sobretodo, seguridad.

-Le he pedido que os suelte. Este dremora no es vuestro enemigo, y tampoco es una
invocación. Vive en esta torre, conmigo. Soy consciente de que no os han contado nada
sobre él, pero tranquilizaos, todo está bien.

Los aprendices eran poco más que adolescentes. En lo que habían vivido de guerra,
jamás habían oído a uno de los suyos pronunciar una sílaba en el idioma con el que se
comunicaban los dremora. Cuando Loredas les dejó en el suelo, uno de ellos habló:

-Yo… Nosotros no… No sabíamos que… Y nunca habíamos visto un… Un… dremo…

La palabra se le atragantó y no acabó de pronunciarla. La joven maga que estaba a su


lado le fulminó con la mirada y le reprobó algo ininteligible en voz baja. Vi reír
discretamente a Loredas. Era evidente que podía seguir cualquier murmullo a la
perfección. Fue ella quien retomó el discurso del azorado aprendiz:

-Maestro. Lo que Ios quiere decir es que lo sentimos. Es cierto, nadie nos ha avisado de
la presencia de un dremora en esta torre. Maestro, te rogamos que aceptes nuestras
disculpas y que nos aceptes como aprendices.

Aunque le temblaban las piernas, la joven se recompuso y se arrodilló, pero siguió


hablando mirándome y sin pestañear.

-¡Perdónanos, Maestro!

Ios imitó a su compañera y cayó de rodillas a su lado, mirando el suelo. A Loredas le


asombraba el comportamiento de los jóvenes. Por su expresión, parecía que no sabía
qué esperar de ellos.

-Levantaos los dos. Bienvenidos a FrostCrag Spire. Siento que hayáis tenido una
llegada accidentada. El dremora que tenéis delante me salvó la vida una vez.
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Poco a poco, se levantaron y la angustia comenzó a desaparecer de sus rostros.

-Pedí a vuestros profesores que os avisaran de la presencia de Loredas. Como os he


comentado antes, no es un enemigo. Ahora vive en esta torre y presta un gran servicio al
gremio. Sin sus valiosos conocimientos, mis proyectos no habrían avanzado tan
rápidamente y es posible que os hubieran elegido otro destino para completar vuestra
formación.

Aún estaban conmocionados. Probablemente era el primer dremora vivo que veían.
Decidí que movernos y caminar un poco relajaría su ánimo y nos ayudaría a resolver la
situación. Seguí hablando mientras atravesábamos la amplia planta baja de la torre. Me
dirigía a la entrada del ala oeste, el lugar ideal para acomodarles, pues había varias
habitaciones vacías. La pronta llegada de los Ios y Maetze me había impedido preparar
las habitaciones como era debido, pero la actividad nos distrajo y nos ayudó a establecer
un pequeño vínculo. Quise que Loredas se quedara para que se acostumbraran a él.
Adecentamos los habitáculos con rapidez desempolvando sábanas y mantas, despejando
armarios y cajones, barriendo, sacudiendo el polvo de las alfombras… Luego nos
ocupamos de las cansadas bestias del carromato que habían utilizado para el viaje. Les
preparamos un mullido suelo de paja y rellenamos los bebederos. Mientras Maetze
retiraba las bridas del caballo más rechoncho, se quedó con las tiras de cuero en las
manos, observando a Loredas mientras daba de comer al otro animal. La expresión
tranquila y confiada de la bestia le hizo hablar en voz alta:

-Los animales no mienten.


Se volvió hacia mí, ilusionada.
-¿Verdad?
Maetze había comprendido que el demonio que se suponía que era Loredas jamás la
atacaría. Aunque no conocía la historia del dremora, se había dejado llevar por la
intuición. ¿Era esto lo que me había ocurrido a mí en la fortaleza de Skingrad? ¿Actué
siguiendo mi instinto?
-Claro que no. Los animales nunca mienten.

La caminata de vuelta a la entrada de la torre constituyó un ejercicio que todos


agradecimos. La cena fue copiosa y descubrí que Ios gastaba un hambre lobuna. En ese
aspecto, haría buenas migas con Loredas, aunque habría que reforzar la despensa,
¡desde luego! El ánimo había cambiado, los dos jóvenes estaban de buen humor y
parecían satisfechos. Les seguía pareciendo increíble estar al lado de un dremora, comer
junto a él tranquilamente y compartir tareas como con cualquier otra persona. Me
observaban con curiosidad, con mil preguntas que no pronunciaban.
Cuando terminamos la comida, les anuncié que el día siguiente se presentarían
oficialmente y comenzarían su programa de alquimia avanzada. También les
proporcionaría las normas que deberían respetar mientras durase su estancia en la torre.
Me levanté y comencé a recoger cacharros. Recogimos la mesa entre los cuatro y nos
retiramos a nuestras habitaciones.
Todo había ocurrido con rapidez y no estaba habituado a ser el anfitrión de las veladas.
Tendría que acostumbrarme, pues en los días sucesivos debería presidir las cenas,
programar las actividades del día y de la semana y adaptar nuestra economía y
aprovisionamientos. Con dos personas más a mi cargo, las presas de Loredas y los
frutos del huerto ya no bastaban.
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El gremio cubriría los gastos, pero mi vida cambiaba una vez más.
Mi existencia solitaria de los últimos años como erudito en esta torre, alterada
únicamente por mis contribuciones en la guerra en forma de estudiadas incursiones a los
planos del averno, había dado un gran giro a raíz de los acontecimientos recientes.
Desde que saqué a Loredas de la ciudadela de Skingrad había cambiado mucho. Los dos
lo habíamos hecho. Más o menos, Volvía a tener un amigo y un compañero, alguien en
quien confiar. No había tenido eso desde que mi primo, al que consideraba mi hermano,
abandonó el campamento Ashlander donde crecimos.
Podía contar con Loredas para casi cualquier cosa, pero seguía siendo muy reservado
con su pasado. Los largos años de soledad no me convertían en el conversador ideal, así
que las ocasiones en que intercambiábamos más palabras eran las clases de cirodílico
que él absorbía con avidez. Sin duda, era un alumno brillante, pero su capacidad
también me hacía preguntar si la compartía con el resto de dremora. Un grupo de magos
así… No quería imaginar lo que podían llegar a hacer.
El dremora me sacó de mis cavilaciones. Quería saber por qué no habían avisado a Ios y
Maetze. La verdad, yo también quería saberlo. Tenía que contenerme y no
transportarme hecho una furia al despacho del consejero del archimago. Había que
pensar con calma, pero el ambiente gélido que abrazaba la torre no me ayudaba. Y
tampoco se me contagiaba.

-Después de… ¿juicio? Envían aprendices. Pero no dicho nada de mí. ¿Traición?
Esto sí que me dejó helado. Era una palabra que no me había atrevido ni a pensar.
Traición. Era evidente que alguien se esforzaba en acabar conmigo y, además, en apoyar
los argumentos de Delmar en el Concilio. La sospecha podía alcanzar a cualquiera.
Podía ser cualquiera. Y sólo había una persona que podía disipar una parte de mis
dudas: Teekeus, el líder del gremio de magos de Chorrol. El único que, a mi parecer,
había actuado con sabiduría durante el Concilio, dando un portazo en las narices a todo
aquél que animara la caza de brujas.
-Sí, Loredas, tenemos un saboteador en la Universidad Arcana y no será fácil
descubrirle. De momento poco podremos hacer, pues tenemos que concentrarnos en las
órdenes que he recibido del archimago. Para que te acepten en el gremio y puedas actuar
como instructor aquí, en la torre, tienes que pasar unas pruebas de admisión. Todos las
hemos pasado, créeme.
En ese momento me di cuenta de que mi expresión debía ser sufrida, pues Loredas me
estudiaba detenidamente. Desenrollé el pergamino que Aníbal Traven había firmado el
día anterior y leí en voz alta:
-“Por orden del Archimago en funciones y de los miembros del Consejo, el dremora que
recibe el nombre de Loredas se dirigirá a las Cuevas del Solsticio, en la frontera de
Skyrim, para averiguar el paradero de dos miembros del Gremio que no han enviado
informes desde Última Semilla: el mago de batalla Aroul Artan, y un experto en magia
Telvanni, Dertheloth Aravanim. Se espera un informe satisfactorio durante los últimos
días de Fuego del Corazón”.
Respiré hondo, parecía una misión como cualquier otra. Las desapariciones no eran algo
extraño. Y más en una época agitada como la que vivíamos. Aunque había guerra, las
zonas fronterizas del imperio siempre habían sido problemáticas. Cyrodiil se había
construido arrebatando tierras a otros territorios. Las montañas de Valus protegían
Bruma y FrostCrag Spire, pero las poblaciones y asentamientos imperiales que se
encontraban más allá del Paso Pálido, no estaban tan a salvo de las incursiones norteñas,
cada vez más frecuentes desde que Mehrunes Dagon había desafiado a la dinastía de los
Septim.

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