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Compasión Organizada Zimnel

9. Nar t u k ( A s e s i n o s )

La nigromancia parecía proceder de las etapas más antiguas de la magia y, sobre


todo, del culto a los muertos. En la sociedad cyrodíilica donde yo había crecido y
recibido educación, estaba mal vista y era una practica perseguida, tabú.
Los muertos debían ir a un lugar mejor, junto a los Nueve Divinos, según las creencias
de los imperiales, la raza que actualmente predominaba en Cyrodiil. Así lo habían
establecido los propios imperiales, construyendo ermitas y catedrales, con las imágenes
y las estatuas de las deidades por doquier y así lo habíamos aceptado el resto, con el
único ánimo de vivir en armonía y olvidar diferencias y antiguos rencores.
Se nos enseñaba qué era lo correcto desde nuestra más tierna infancia, y nos creaban
unos patrones de conducta sociales que provocarían la inmediata aceptación del
colectivo en el que vivíamos. Puede parecer impositivo, pero nos permitía vivir en paz,
tras muchos siglos de guerra y xenofobia.
Yo había nacido en la provincia de Morrowind, en Vvardenfell, un lugar
completamente distinto a Cyrodiil. Allí se veneraban otros dioses y se practicaban
disciplinas de magia que jamás serían aceptadas en las tierras de los Nueve Divinos.
Quizás la nigromancia naciese en los dominios de los Telvanni, de quienes me había
hablado mi primo Zimnel. Casi todo lo que se de mi propia tierra natal me lo ha contado
él, pues me separaron de ella de niño, durante las tempestades rojas que habían
provocado terribles epidemias en toda la provincia. El Blight, una enfermedad letal,
había diezmado a una parte importante de la población. A los niños nos enviaron a
tierras seguras, donde la epidemia no nos alcanzaría. Sin embargo él se quedó, no le
encontraron. Todavía no comprendo cómo logro sobrevivir. No me lo quiso contar
cuando volvimos a encontrarnos, años después, en la Universidad Arcana, donde pude
conocer mucho más de mi cultura gracias a los volúmenes que se había traído de
Balmora, un lugar que describió como ideal para vivir allí, en Morrowind.

Uno de esos volúmenes describía las distintas casas que predominaban en la


provincia. Cada una gobernaba sus propios territorios y poseía su propia cultura y estilo
de vida.
Entonces comprendí que nuestras familias habían pertenecido a la casa Redoran,
y que más tarde se habían independizado en asentamientos nómadas.
Así encajaban mis recuerdos de las tiendas, las reuniones en círculo alrededor del
chamán, los cánticos de las madres pidiendo salud y los bailes de nuestros padres
clamando presas y lluvias abundantes. También aprendí que descendíamos de Veloth, el
dios al que habían seguido en procesión nuestros antepasados, y que nuestra piel color
ceniza se debía al castigo de una diosa justa.

Durante un tiempo absorbí con avidez todo lo que pude encontrar sobre mi raza,
los dunmer. Redoran, Telvanni, Indoril… Nombres que hasta mi adolescencia me
habían sido totalmente ignotos, cobraron relevancia y significado. Morrowind, una
tierra con una tradición de veneración hacia los antepasados, tenía que estar relacionada
con el origen de la nigromancia.

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Teekeus nos llevó hasta un habitáculo especial del gremio de magia de Chorrol,
una pequeña biblioteca abarrotada de volúmenes, pergaminos y viejos papiros. También
vislumbré losetas de piedra y algunos bajorrelieves sueltos con inscripciones rúnicas,
conservados en pilas ordenadas. Mis ojos curiosos se distraían con cada detalle mientras
intentaban no perder de vista al argoniano y a Loredas, que le seguía solo dos pasos por
detrás. Nos detuvimos frente a una trampilla que se encontraba en el extremo de la
habitación, en la planta baja. El sonido de la llave al girar dio paso a un crujido y a una
serie de chasquidos que parecían proceder del sótano en el que nos disponíamos a
entrar. Teekeus levantó la tapa y nos deslizamos por el orificio rectangular. Unas
escaleras sólidas recibían mis pasos inseguros, que recordaban su última experiencia en
un subterráneo, durante la huída con Loredas. Aunque nuestra situación era
completamente distinta, no podía quitarme de la cabeza la luz rojiza de los ojos vacíos
del guardián que casi había acabado conmigo ese día.
Al terminar el descenso seguimos avanzando por un corredor estrecho hasta
llegar a una puerta enmarcada en una entrada sin adornos rematada con una única
inscripción: “Bienvenidos los que poseen sed de conocimiento. Ésta es vuestra casa”.
El líder de gremio hizo girar la llave dos veces y, acto seguido, colocó la palma
escamosa sobre la madera añeja, cuchicheó un hechizo y no se movió hasta que oyó un
ligero chasquido. Un resplandor casi imperceptible rodeó los cantos de la entrada y, solo
entonces, Teekeus retiró la llave.

Nos encontrábamos en un curioso y espacioso cuarto circular con una cúpula por
techo. El estilo me recordó a la arquitectura de las bóvedas en las que se celebró el
Concilio.

– Lo encontraron los fundadores del gremio, Dartz. Casi todos los gremios de
magia se asientan sobre construcciones aylédicas. – Reveló Teekeus.
– Magnus traspasó ese conocimiento a los líderes de gremio de su confianza. Lo
que albergan estos lugares es la herencia de aquellos con los que firmamos la
paz hace siglos. Una paz que no hubiera sido duradera si hubiésemos abierto
estas puertas a todos los hambrientos del saber. Pero las actuales circunstancias
han trascendido a los viejos temores, y desde luego, mucho de lo que saldrá a la
luz no gustará… Nada de nada.

Al parecer, antes de su marcha, los Ayled, los magos tecnócratas que habían arrasado a
su propia prole con líderes enloquecidos y ebrios de poder, habían cedido el dominio de
Cyrodiil a los imperiales y tan sólo confiaron los restos de sus secretos a los magos, a
quienes consideraban lo más próximo que podían tener a un igual.
Durante mi etapa de estudios en la Universidad Arcana siempre he había preguntado
adónde habían ido los Ayleid y por qué tan pocos de los nuestros se dedicaban al
estudio de lo que la poderosa cultura había dejado.
El gremio de Arqueología siempre había sido minoritario y dependiente del de
magia. Magnus lo había fundado y actualmente se mantenía por respeto a su memoria,
pero sus integrantes decían sentir verdadera pasión por sus estudios y atesoraban cada
descubrimiento en vitrinas y espacios especialmente construidos para ellos.
Aunque no estábamos muy pendientes de las excavaciones comprendía que no era algo
que interesase difundir en el estado de alerta continuada y guerra abierta en que nos
encontrábamos desde hacía años.

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Estar junto a Teekeus en este lugar y oír al reservado y parco mago revelarme el
verdadero origen de nuestros gremios, me hacía evocar mis preguntas de estudiante.
El argoniano había colocado sobre una mesa varios volúmenes empolvados y unos
pergaminos amarillentos.

–Mapas– Dijo Loredas mientras desplegaba uno de los rollos.


–Tendrás que hacer una copia– sentenció Teekeus.
–Comprendo que no puedan salir de aquí… Gracias, Teekeus.

Pasamos el resto de la noche allí, leyendo las copias de la correspondencia entre


comerciantes que frecuentaban la frontera y los alrededores de las tierras que rodeaban
el Sanctus. Copiamos los mapas de la antigua casa y caí en la cuenta de que nos
convendrían las interpretaciones de un lingüista experto.
Los magos de batalla debíamos combinar nuestra formación teórica y la
adquisición de conocimientos con el combate mágico y también el combate con armas
de filo. En un estado de alerta pocos se interesaban por las lenguas, y nos solíamos
especializar en conocer al enemigo. De ahí mi interés en el idioma daédrico. Pero al
antigua lengua y runas Ayleid… esto me sobrepasaba, y las anotaciones de los mapas
no estaban traducidas.
Teekeus apareció con la cena, pergaminos en blanco para las copias, varias
plumas y un tintero. Nos ayudó a copiar pasajes y esquemas, y Loredas se hizo un
documento con todas las anotaciones en aylédico, imaginé que con la esperanza puesta
en encontrar un intérprete o en darle uso durante la incursión en el Sanctum. ¿Serían
todos los magos dremora tan previsores como él?
La luz de las velas menguaba y nuestros rostros cansados clamaban descanso. Los tres
estábamos agotados y ya hacía rato que habíamos consumido los alimentos que nos
habían mantenido activos. Era hora de abandonar la sala circular y regresar a nuestra
torre, donde apuraríamos las últimas horas de la madrugada para concedernos un breve
descanso.

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