Cualquier mañana de invierno me encontraré en la estación despidiendo a
mis amigos de juventud. Estarán allí, con sus pellizas oscuras y sus gorros de astracán, Alexei, Liubka, Matvei y el buen Sasha, un poco bebidos por el vodka de la noche pasada, pero radiantes ante la inminencia de luchar en las barricadas y ofrendar sus vidas a la revolución. Abordarán y, tras instalar sus equipajes en el compartimento, bajada ya la ventanilla, bromearán un rato a mis expensas por mi boda con Nadia. Garantizarán que, si cambio de parecer, podré alcanzarlos en Tsarskoie-selo; incluso en Novgorod; pero insistirán en que debo ser cuidadoso. Matvei reprochará una vez más mi desdén; esa indiferencia, dirá, de pequeño burgués ante los acontecimientos. Seguramente eche un vistazo al andén, diga no con la cabeza, acaso agregue: ¿Qué será de ti, Petrushka? Entonces oiremos entonces el clamor de la locomotora y una fumarola grisácea se extenderá por encima de los vagones. Luego vendrá el silbato del adiós, las manos que se agitan, las sonrisas congeladas como en un álbum de viejas fotografías, las zancadas de algún estudiante chapoteando sobre la nieve al mismo paso del tren, los infinitesimales cambios de una máquina, fracción a fracción, en cámara lenta, movida en un sueño brumoso hacia la nada…