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Tengo algo que decirte

Lorenzo se despertó con la necesidad imperiosa de decirle algo a Lucía. Lucía no vivía con él,

los dos estudiaban, y vivían en pisos distintos con compañeros distintos. Además eran demasiado

jóvenes como para dar ese paso. Lorenzo se levantó y se dio una ducha. Se quedó mirando el plato

de la ducha durante un buen rato mientras el agua le golpeaba en el cuello y se escurría por su

cuerpo. Pensaba en lo que tenía que decirle a Lucía. Luego se secó, se vistió y desayunó con

movimientos lentos mirando los azulejos de la cocina, hasta que se dio cuenta de la hora que era.

Si se apresuraba podría ver a Lucía antes de que entrase a clase. Bajó a la calle y la cruzó

corriendo sin hacer caso a los coches que le pitaban a causa de su temeridad. Cerca de la facultad

había un gran revuelo de gente que entraba a clase. Se cruzó con María y le preguntó que si había

visto a Lucía, porque tenía que decirle algo. Ella le dijo que la acababa de adelantar, así que si se

daba prisa podría encontrarla. Lorenzo siguió hasta el vestíbulo de la facultad, y mientras intentaba

pasar entre la gente se topó con Estefanía. Esta le dijo que Lucía debería de estar ya en el patio,

porque la había visto hace tan solo unos pocos segundos. Lorenzo se hizo paso heroicamente hasta

el patio, justo para ver cómo Lucía se perdía de vista mientras cruzaba la puerta que daba a su clase.

Lorenzo se fue a su facultad. Él también tenía clase por la mañana. Pero más le habría valido

saltársela, porque estaba tan distraído que no entendió nada de lo que le decían sus profesores, ni

sus compañeros, ni sus libros, ni sus apuntes. Pensaba en lo que tenía que decirle a Lucía. A la

salida, recogió sus cosas y fue corriendo a la facultad de Lucía, que estaba al otro lado de la plaza.

Muchos estudiantes empezaban a salir ya, así que Lorenzo estiró el cuello para localizarla

rápidamente. La vio bajando las escaleras con María y Estefanía.

– Lucía, ¿tienes un momento? Tengo algo que decirte – le dijo Lorenzo cuando se acercó a ellas.

– Ahora no puedo, Renzo, nos vamos corriendo a la biblioteca a terminar un trabajo. Te veo a la

hora de comer ¿vale? – le dijo Lucía apresuradamente mientras le daba un fugaz beso en los labios.

Lorenzo intentó decirle lo que llevaba pensando toda la mañana, pero ella ya había desaparecido
antes de que pudiese detenerla.

Lucía era una chica muy trabajadora, y eso le gustaba mucho a Lorenzo. Siempre estaba

ocupada pero no parecía nunca ni agobiada ni estresada. Se las ingeniaba para mantener a todas

horas una sonrisa tenue en los labios y una chispa de picardía en los ojos. Era dulce, pero también

terrible cuando se enfadaba. Y cuando Lorenzo descubrió los curiosos contrastes de la personalidad

de Lucía no pudo evitar sentirse atraído por ella.

Lucía le había dicho que se verían a la hora de comer. Para eso quedaban aún dos horas. Lorenzo

pensó en dirigirse a la biblioteca hasta entonces, y allí se encaminó, con paso lento. Cuando llegó,

entró y se fue derecho a una de las mesas del fondo en el primer piso, donde se sentaba poca gente

si no era época de exámenes. Cogió una novela y comenzó a pasar las páginas. En realidad debería

haberse puesto a estudiar para algunas de sus asignaturas más difíciles, pero le apetecía perder el

tiempo. No podía pensar con libertad. Totalmente desinteresado por lo que le contaba la novela,

empezó a pensar en la mejor forma de decirle a Lucía lo que quería decirle, con qué tono, con qué

palabras, con qué gestos. Estuvo un buen rato metido en este quebradero de cabeza hasta que se

empezó a agobiar, así que recogió sus cosas y salió de la biblioteca.

Aún faltaba una hora para la hora de comer y no sabía qué hacer mientras tanto. Pensó en ir a

buscar a Lucía antes de tiempo pero seguro que esta le diría que no fuese impaciente, que estaba

ocupada. Así que se encaminó hacia la plaza, a paso lento. Iba mirando los escaparates de la calle

con las manos en los bolsillos, esquivando a los turistas. De pronto vio a Lucía entre aquella gente,

dirigiéndose hacia donde estaba él, con un maletín.

– ¿Ya has terminado? ¿Vamos a por un café? Tengo algo que decirte.

– Lo dejamos para la hora de comer, Renzo. Aún no hemos acabado, he ido corriendo a casa a

por mi ordenador, vamos muy atrasadas, nos vemos luego – se despidió, mientras le pasaba un

pulgar por debajo del ojo como si le quitase una lágrima, y se alejó a toda prisa.

Decirle algo a la persona a la que se lo quieres decir era más difícil de lo que parecía. Siguió

caminando hacia la plaza. Al llegar se encontró con un amigo de clase, que le invitó a tomar algo.
Era la excusa perfecta para pasar la hora que faltaba para comer. Le estuvo hablando de algo que le

había pasado en clase, pero Lorenzo tenía la cabeza en otra parte, y no entendió ni la mitad de lo

que le decía su amigo. Asentía y contestaba de vez en cuando con algún monosílabo dando muestras

de interés. Pasado un rato, su amigo le dijo que tenía que marcharse. Pagaron, y Lorenzo se quedó

solo. Lucía seguramente iría a recogerlo debajo del reloj de la plaza, así que se dirigió hacia allí.

Sólo faltaba media hora, y por fin podrían hablar. Cuando llegó se sentó en el suelo apoyado en una

de las columnas de los soportales, aprovechando que hacía bastante sol. De pronto oyó la alarma de

su móvil. Había recibido un mensaje. Era de Lucía. Le decía que no podía ir a comer con él porque

iban las tres a casa de Estefanía a comer algo rápido y a seguir con su trabajo allí.

¿Y ahora qué? Pensó Lorenzo. Se compró un bocadillo en un bar cercano y se lo comió apoyado

en la misma columna de la plaza, mientras le daba el sol en la cara. Tenía algunas clases por la

tarde. Pero se le habían quitado las ganas de ir. Paseó otro poco por la plaza, se dirigió a su facultad

y se metió de nuevo en la biblioteca. La novela que había empezado a leer distraídamente seguía

donde la había dejado. Era una novela sentimental. Los protagonistas, amantes, no dejaban pasar el

tiempo hasta poder satisfacer sus deseos. Aprovechaban el momento hasta el límite de lo

aborrecible. Quizás era una actitud algo autodestructiva, pero no se aburrían en interminables

esperas que no servían para nada. Porque esperar es un asco. ¿Por qué hay que esperar cuando no se

tiene necesidad de ello? Pasó las páginas rápidamente como buscando una respuesta, pero las

palabras negras no le decían nada.

Al rato se fue a casa. Sus compañeros ya habían llegado pero él se fue directo a su habitación sin

saludar. Se tumbó en la cama y se quedó mirando fijamente el techo. Su móvil sonó otra vez. Era

otro mensaje de Lucía. Le pedía que cenase con ella y que durmiesen juntos aquella noche. Lorenzo

respondió que sí, que la vería por la noche. Sólo tendría que esperar un poco más. Le había vuelto el

ánimo, así que se puso a estudiar un poco y a adelantar lecturas para sus clases. Le llegaron

mensajes y llamadas de algunos amigos para que saliese a tomar algo, pero él estaba concentrado

como nunca en su tarea. Realmente no tenía otro motivo para salir que el de ver a Lucía esa misma
noche. Pensaba en lo que tenía que decirle. Había sido un día raro pero ya llegaba a su fin. Se sentía

agotado a pesar de no haber hecho nada en todo el día. Se levantó y miró por la ventana. Ya casi se

había puesto el sol. Pero cuando volvía a su silla su móvil sonó otra vez. Era Lucía. Le decía que lo

sentía mucho y le pedía perdón pero se iba a quedar hasta tarde en casa de Estefanía con María para

acabar el dichoso trabajo, que lo sentía mucho otra vez, que se verían mañana.

Lorenzo no lo pensó: se sentó, cortó un trozo de papel y cogió un bolígrafo verde. Escribió lo

que quería decirle a Lucía. Si no podía decírselo directamente al menos se lo dejaría en el buzón

para que lo leyese, y un mensaje de ese tipo era lo más personal que se le ocurría. Se guardó el trozo

de papel, cogió la chaqueta y salió de casa. Lucía vivía casi en el otro extremo de la ciudad y ya era

de noche. Iba tomando las avenidas más directas para llegar cuanto antes a su casa, y así entrar en el

portal, que siempre estaba abierto, y dejar el papel en el buzón de Lucía. Pero cuando había

atravesado media ciudad y pasaba por la plaza llena de gente se dio cuenta de que todo aquello era

una estupidez. Había que ser muy tonto para hacer algo tan cursi como dejar un mensaje en un

buzón. Había que ser realmente tonto. Además, escrito no era lo mismo. Si no podía decirle lo que

llevaba pensando todo el día no merecía la pena tanto esfuerzo ni tanta espera. Tal vez todo se

acababa ahí. No era culpa de nadie. Sólo estaban distantes. La verdad es que Lorenzo y Lucía

estaban distantes desde hace ya un tiempo. No se veían tanto como antes. No se reían como antes.

Quizás era una señal. Era mejor tomárselo con serenidad. Lorenzo sacó el trozo de papel y lo dejó

caer al suelo de la plaza. Luego se encaminó de regreso a casa, con paso lento.

Una mujer algo mayor, bastante guapa y vestida con elegancia pasó justo por donde Lorenzo

había dejado caer el papel. Le atrajo la atención ese misterioso trozo de papel escrito con tinta verde

que estaba tirado en medio de la concurrida plaza, así que se agachó, lo estiró, y lo leyó articulando

en silencio las palabras que había escritas en él. No pudo evitar sonreír.

por Narluin

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