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MONITO

Lo veo y mi conciencia no puede aceptar lo que afirman mis ojos.


Sobre un humilde petate habilitado como lecho mortuorio, yace tu cuerpo yerto,
frío, despojo inerte del que han huido, presas entre las garras de la Parca, las
explosiones cálidas de entusiasmo que eran tu sello característico.
¿Quién podría imaginar siquiera que tú, sinónimo de movimiento y efusión vital,
quedaras reducido a esta triste carcasa de enjutos huesecillos, a los que la magra
Señora de las Sombras poco a poco va resecando más?
No, no puede ser... si todavía en mi mente viven los momentos que al unísono
tejimos.
¿Te acuerdas, "Monito"? ¿No es cierto que fuimos compañeros inseparables de
épicas aventuras?
Codo a codo, con la bizarra valentía de la infancia, arremetíamos contra
imaginarias fieras en la selva que creamos del corral de la casa de la abuela.
Bajo las frondas esmeralda de los tamarindos, que se mecían mareados por la
brisa vespertina, espiábamos, resortera en ristre, los policromos relámpagos de los
colibríes, que la amable señora de la esquina nos compraba a peso de oro. O bien
acechábamos, con la paciencia y valor de intrépidos cazadores, la aparición de las
iguanas que salían a cumplir su diario rito de adoración al Sol. La cicatriz que adorna tu
nariz es prueba fehaciente de la ferocidad que ponían lo bichos en su defensa.
O aquellas mañanas de oro, en que con ánimo festivo, borrábamos de una
pincelada la austera disciplina de la escuela y la temible regla del maestro, dibujando en
su lugar la cinta plateada del arroyo de Pereyra, cuyas cristalinas aguas, con los trazos
juguetones de las "chopas", eran canto de sirena que nos invitaban a disfrutar de un
fresco chapuzón.
¿En qué cajón polvoriento de mis recuerdos habrán quedado las tardes
cristalinas cuando, con una emoción nueva galopando en las arterias, arriesgábamos
un ojo (y toda nuestra integridad física) para ver a las hijas de doña Cuca mientras se
bañaban, transformándonos "in mente" en cada una de las gotas que acariciaban sus
cuerpos túrgidos, morenos, de costeña bravía.
Es inútil que pretendas extraviar en un desvío espacio-temporal esos atardeceres
cuando, tirados sobre la mullida alfombra de fragante hierba del potrero,
contemplábamos con absorto deleite la lenta huida del Sol, avergonzado ante el
coqueto asedio de la Luna, el cual en su luminosa retirada, iba tiñendo de rojo las
sedeñas faldas de las nubes.
En fin, ¿serás acaso capaz de dejar perder los momentos cuando el negro
terciopelo de la noche, tachonado de miríadas de diamantes, cobijaba con su calidez de
trópico las tertulias presididas por la abuela, quien con sus historias fantasiosas creaba
un mundo ilusorio, acompañada por los trémolos de los grillos?
Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿Acaso seré el que pretende cubrir con el manto del
olvido lo que no puedo aceptar?
Cómo quisiera borrar del tiempo el aciago día en que la tragedia clavó sus garras
en nosotros dos.
En ti, mi amigo, pues segó tu vida. en mí... otro tanto, pues contigo se fueron
vivencias sin par.
Lo recuerdo y lo vivo, está presente como si una burbuja dimensional hubiese
suspendido ese ingrato instante. Salíamos juntos de correrías, con el morral cargado de
infantil gozo cuando, al cruzar la calle, ese maldito auto que el diablo confunda, golpeó
tu cuerpo, cegó tus ojos, mató a quien era parte de mí.
Por eso ahora, al verte yerto, frío, muerto, lloro. No me importa que al ver mis
lágrimas critiquen; ¿acaso nadie más que yo ha perdido a un amigo? ¿Qué de malo
tiene que derrame llanto por quien compartió lo mejor de mi existencia? ¿Es que
ninguno de ustedes ha perdido a su perro favorito?

Autor: Miguel Angel Martínez Romero

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