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Rasguño, Cuento de José María García Linares
Rasguño, Cuento de José María García Linares
Sólo se oían sus pasos huecos por la plaza de la catedral. Los pórticos, los
escalones centenarios y los callejones parecían dormir el sueño helado de los vencidos.
que su aliento blanco fuese la peor de las señales delatoras para su perseguidor. No
quedaba mucho tiempo. Lucía sabía que era una de las últimas oportunidades que tenía
para tomar un descanso. El último tramo de su recorrido sería el más duro, por mucho
que lo conociese de sobra. Una distancia no excesivamente larga pero sí escarpada una
Miró tras de sí y a ambos lados para asegurarse de que su ventaja seguía siendo
una garantía y se obligó a acelerar el ritmo, todavía sin volver a correr, temerosa de que,
a pesar de la gruesa capa que la cubría, el frío de la noche terminara agarrotando sus
piernas y su voluntad.
mordisqueó toda su espalada cuando oyó, aún lejano, el eco de un alarido. Ninguno de
sus compañeros de partida había dado señales de vida. Tal vez hubiesen caído ya, tal
Cuando accedió a la plaza de Bib -Rambla se le fueron los ojos, como en tantas
otras ocasiones, a la majestuosidad de los tilos. Fue sólo un instante, pero suficiente
para que, conforme avanzaba, fuera recordando los mediodías a la sombra de las
ilusionante de tener veintidós años y esa eternidad que parecen otorgar los primeros
besos cuando suspiran las fuentes en las cercanías. Y todo tan real, tan presente, tan
siempre todavía, que casi puede tocar su propia vida, casi saborear los atardeceres.
Ahora, la sombra que la persigue es capaz de despedazarlo todo, de arañarle esa mirada,
de beberse su sangre.
Plaza Nueva. La calle Elvira parece ofrecerle un escondite, una esquina opaca donde
ocultarse, pero sabe que apenas tiene tiempo para rodeos, no puede detenerse ni cambiar
ahora de ruta. Esas calles, esa plaza, van mudando su aspecto conforme avanza y las
recorre y el miedo ofrece una tregua a fragmentos mejores de vida, a los sueños de
futuro que la entretuvieron durante largos paseos, sus escapadas de clase de Historia de
la Lengua o sus lecturas en cualquier banco soleado. Justo aquí, en esta plaza, dio
comienzo la primera partida. Sólo necesitaba una capa, le dijeron, que debía encontrar
en los jardines de la Alhambra, y seguir las reglas. Después de año y medio, sus
opciones para haberse convertido en Maestro eran superiores al de resto de sus amigos,
incluso a las de Gonzalo, cuyo recuerdo parece llegar desde el Paseo de los Tristes,
rubio, con el rostro lleno de pecas, los hombros anchos y la cintura estrecha, amante
tierno e impetuoso. El eco del río llega helado y los ojos de Lucía lagrimean no sabe
bien si por esa brisa gélida o porque viene mezclado con la caricia añorada, por el
sentimiento de soledad o de pérdida. Él fue el primero en caer, casi sin darse cuenta.
Una víctima fácil, vuelve a pensar Lucía como tantas otras veces. Ella no estaba
fuerzas para seguir corriendo. El camino de acceso desde Plaza Nueva era demasiado
noche y los avellanos, los laureles, olmos y cipreses parecían susurrarle palabras de
ánimo. Sigue corriendo, decían, ya falta poco. Sin embargo, la punzada en su costado
era cada vez más intensa, tremendamente dolorosa al tomar aire. A punto de
desvanecerse caminó tambaleante al árbol más cercano y vomitó la poca fuerza que le
quedaba. A pocos metros divisó unos arbustos espesos y decidió esconderse tras ellos.
Entre las copas de los árboles, boca arriba el cuerpo, un pedazo de cielo se le
clavaba en las pupilas. Las estrellas de la noche y el azul de la mañana eran pruebas de
la eternidad para Lucía. Eran el brillo y el color de la infancia, y cuando alzaba la vista y
como lo hacía en su niñez en la playa melillense de los Cárabos o la voz del abuelo
resonaba en sus oído con sus consejos para no caerse de la bicicleta por el Parque
Hernández. Aquí, todo este cielo, todo este brillo. Hasta dónde, se repetía, hasta dónde
llega.
Oyó pasos y supo que su perseguidor estaba cerca. Debió perder la noción del
tiempo durante unos minutos y ya era tarde. Lástima, no estaba lejos de alcanzar la
cima. Nunca debió jugar una partida tan larga y peligrosa como ésta, pero es por
Gonzalo, se lo debo, y ese pensamiento era el único que la hacía resistir al derrumbe,
siempre fue el más débil de los dos. Empezó a sentir de nuevo la tensión, la rabia por
vez pudiera beneficiarse de la espesura del bosque para ascender campo a través hasta la
fuente. Debía haber un arroyo en las cercanías por el sonido continuo del agua. Seguirlo
En las fuentes de la Alhambra está la magia, el secreto de la vida, le leyó una vez
su madre. Quien visita el lugar deja cosido en el aire un pedazo de su alma, el único que
la muerte no es capaz de llevarse con el paso de los años. La magia, mamá, la magia.
Lucía lloraba cuando llegó a la fuente. Arrodillada, metió la mano y se ayudó para
Los dos estaban allí, frente a frente. Las dos capas oscuras, una de pie y la otra
en el suelo. Entonces Granada empezó a pasar ante los ojos de la joven. Su memoria
reprodujo, como en una exposición fotográfica, todos los episodios más queridos. Sintió
iban alejando hacia un lugar, en la oscuridad, al que jamás podría llegar ella sino con
un recuerdo que ya no sería una manera de revivir, sino de ir perdiendo poco a poco.
Ese ahora, ese siempre quieto en el que había vivido, esa continuidad maravillosa, se
Lucía lo miró a los ojos, vencida, y dejó caer los hombros por el peso de la
juventud inocente. Lucía sintió como se escapaban voces, risas, rostros, besos sin que
pudiera hacer nada. Una vez alimentado, se ajustó la capa y se limpió los labios con el
dorso de la mano. Miró hacia los palacios nazaríes con desprecio y arrogancia. Algún
día llegará vuestro turno, puedo esperar, no os quepa duda. Por ahora no había nada más
pies de un árbol lleno de inscripciones. No muy lejos de allí la encontró un año y medio
antes. Conforme descendía de nuevo a la ciudad, supo que una parte de su alma se
quedaría vagando por el aire, por las fuentes, por las callejuelas, por los amaneceres y
los atardeceres y que nunca volvería a ser la misma. Tampoco Granada, que ya se le