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RASGUÑO

Sólo se oían sus pasos huecos por la plaza de la catedral. Los pórticos, los

escalones centenarios y los callejones parecían dormir el sueño helado de los vencidos.

Había aminorado la marcha porque el dolor en el costado no le permitía seguir

corriendo. Respiraba fatigadamente, poniéndose la mano cerca de la boca por miedo a

que su aliento blanco fuese la peor de las señales delatoras para su perseguidor. No

quedaba mucho tiempo. Lucía sabía que era una de las últimas oportunidades que tenía

para tomar un descanso. El último tramo de su recorrido sería el más duro, por mucho

que lo conociese de sobra. Una distancia no excesivamente larga pero sí escarpada una

vez que lograra llegar a Plaza Nueva.

Miró tras de sí y a ambos lados para asegurarse de que su ventaja seguía siendo

una garantía y se obligó a acelerar el ritmo, todavía sin volver a correr, temerosa de que,

a pesar de la gruesa capa que la cubría, el frío de la noche terminara agarrotando sus

piernas y su voluntad.

Estoy sola, pensó, más sola de lo que he estado nunca, y un escalofrío

mordisqueó toda su espalada cuando oyó, aún lejano, el eco de un alarido. Ninguno de

sus compañeros de partida había dado señales de vida. Tal vez hubiesen caído ya, tal

vez ya los hubiera devorado.

Cuando accedió a la plaza de Bib -Rambla se le fueron los ojos, como en tantas

otras ocasiones, a la majestuosidad de los tilos. Fue sólo un instante, pero suficiente

para que, conforme avanzaba, fuera recordando los mediodías a la sombra de las

terrazas, los puestos ambulantes de fresas, el olor a chocolate caliente, la tranquilidad

ilusionante de tener veintidós años y esa eternidad que parecen otorgar los primeros
besos cuando suspiran las fuentes en las cercanías. Y todo tan real, tan presente, tan

siempre todavía, que casi puede tocar su propia vida, casi saborear los atardeceres.

Ahora, la sombra que la persigue es capaz de despedazarlo todo, de arañarle esa mirada,

de beberse su sangre.

Algunos coches iluminan su carrera a través de la Gran Vía, antes de llegar a

Plaza Nueva. La calle Elvira parece ofrecerle un escondite, una esquina opaca donde

ocultarse, pero sabe que apenas tiene tiempo para rodeos, no puede detenerse ni cambiar

ahora de ruta. Esas calles, esa plaza, van mudando su aspecto conforme avanza y las

recorre y el miedo ofrece una tregua a fragmentos mejores de vida, a los sueños de

futuro que la entretuvieron durante largos paseos, sus escapadas de clase de Historia de

la Lengua o sus lecturas en cualquier banco soleado. Justo aquí, en esta plaza, dio

comienzo la primera partida. Sólo necesitaba una capa, le dijeron, que debía encontrar

en los jardines de la Alhambra, y seguir las reglas. Después de año y medio, sus

opciones para haberse convertido en Maestro eran superiores al de resto de sus amigos,

incluso a las de Gonzalo, cuyo recuerdo parece llegar desde el Paseo de los Tristes,

rubio, con el rostro lleno de pecas, los hombros anchos y la cintura estrecha, amante

tierno e impetuoso. El eco del río llega helado y los ojos de Lucía lagrimean no sabe

bien si por esa brisa gélida o porque viene mezclado con la caricia añorada, por el

sentimiento de soledad o de pérdida. Él fue el primero en caer, casi sin darse cuenta.

Una víctima fácil, vuelve a pensar Lucía como tantas otras veces. Ella no estaba

dispuesta a perder de esa manera.

Algunos perros callejeros que rondaban los contenedores de basura empezaron a

ladrar desesperados y a correr de un lado a otro. Estaba cerca. Apartó a Gonzalo de su

mente y salió disparada hacia la Alhambra. Sólo allí podría salvarse.


Cuando sintió el crujido de las primeras hojas bajo sus pies, Lucía apenas tenía

fuerzas para seguir corriendo. El camino de acceso desde Plaza Nueva era demasiado

escarpado y su resistencia estaba al límite. Ante ella, un bosque de árboles sostenía la

noche y los avellanos, los laureles, olmos y cipreses parecían susurrarle palabras de

ánimo. Sigue corriendo, decían, ya falta poco. Sin embargo, la punzada en su costado

era cada vez más intensa, tremendamente dolorosa al tomar aire. A punto de

desvanecerse caminó tambaleante al árbol más cercano y vomitó la poca fuerza que le

quedaba. A pocos metros divisó unos arbustos espesos y decidió esconderse tras ellos.

No puedo seguir, no puedo, y cayó rendida.

Entre las copas de los árboles, boca arriba el cuerpo, un pedazo de cielo se le

clavaba en las pupilas. Las estrellas de la noche y el azul de la mañana eran pruebas de

la eternidad para Lucía. Eran el brillo y el color de la infancia, y cuando alzaba la vista y

se detenía en su inmensidad, la vida retrocedía, el olor del mar volvía a embriagarla

como lo hacía en su niñez en la playa melillense de los Cárabos o la voz del abuelo

resonaba en sus oído con sus consejos para no caerse de la bicicleta por el Parque

Hernández. Aquí, todo este cielo, todo este brillo. Hasta dónde, se repetía, hasta dónde

llega.

Oyó pasos y supo que su perseguidor estaba cerca. Debió perder la noción del

tiempo durante unos minutos y ya era tarde. Lástima, no estaba lejos de alcanzar la

cima. Nunca debió jugar una partida tan larga y peligrosa como ésta, pero es por

Gonzalo, se lo debo, y ese pensamiento era el único que la hacía resistir al derrumbe,

siempre fue el más débil de los dos. Empezó a sentir de nuevo la tensión, la rabia por

encontrarse acorralada y decidió aprovechar la única posibilidad que le quedaba. Tal

vez pudiera beneficiarse de la espesura del bosque para ascender campo a través hasta la
fuente. Debía haber un arroyo en las cercanías por el sonido continuo del agua. Seguirlo

la llevaría hasta la fuente. Ahora o nunca.

La última carrera fue desesperada. Las ramas de los arbustos le golpearon el

rostro y los desniveles del terreno la hicieron caer en dos ocasiones.

En las fuentes de la Alhambra está la magia, el secreto de la vida, le leyó una vez

su madre. Quien visita el lugar deja cosido en el aire un pedazo de su alma, el único que

la muerte no es capaz de llevarse con el paso de los años. La magia, mamá, la magia.

Lucía lloraba cuando llegó a la fuente. Arrodillada, metió la mano y se ayudó para

beber. Dónde la magia. El agua se le derramaba por la comisura de los labios y

arrastraba en su caída lágrimas impotentes porque Lucía sabía que su perseguidor ya le

había dado caza. Se giró, entregada.

Los dos estaban allí, frente a frente. Las dos capas oscuras, una de pie y la otra

en el suelo. Entonces Granada empezó a pasar ante los ojos de la joven. Su memoria

reprodujo, como en una exposición fotográfica, todos los episodios más queridos. Sintió

un dolor profundo, demasiado íntimo, al comprobar que, conforme iban pasando, se

iban alejando hacia un lugar, en la oscuridad, al que jamás podría llegar ella sino con

un recuerdo que ya no sería una manera de revivir, sino de ir perdiendo poco a poco.

Ese ahora, ese siempre quieto en el que había vivido, esa continuidad maravillosa, se

resquebrajaba. Y entonces sintió el terror verdadero, el olor efímero de su propia vida.

Lucía lo miró a los ojos, vencida, y dejó caer los hombros por el peso de la

tristeza. Frente a ella, elegante, impasible, frío, el Tiempo la observaba victorioso. Su

mordisco fue rápido. Libó de su vida, de sus esperanzas y le robó la eternidad de la

juventud inocente. Lucía sintió como se escapaban voces, risas, rostros, besos sin que

pudiera hacer nada. Una vez alimentado, se ajustó la capa y se limpió los labios con el
dorso de la mano. Miró hacia los palacios nazaríes con desprecio y arrogancia. Algún

día llegará vuestro turno, puedo esperar, no os quepa duda. Por ahora no había nada más

que hacer allí. La volvió a mirar, abatida, y sonrió antes de desaparecer.

Al levantarse del suelo, Lucía se desprendió de la capa. La dobló y la dejó a los

pies de un árbol lleno de inscripciones. No muy lejos de allí la encontró un año y medio

antes. Conforme descendía de nuevo a la ciudad, supo que una parte de su alma se

quedaría vagando por el aire, por las fuentes, por las callejuelas, por los amaneceres y

los atardeceres y que nunca volvería a ser la misma. Tampoco Granada, que ya se le

empezaba a ir, imposible asirla, rasguño eterno de la felicidad perdida.

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