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4.

Dios llama en la Conciencia


Dios llama a cada hombre, y lo hace ante todo a través de su misma realidad como persona,
creada por Él. Y específicamente, a través de su conciencia.

Desde este llamado podemos estudiar: la conciencia como un “instrumento” puesto por el
Creador en todo ser humano, a través del cual le llama a ser lo que debe ser actuando como
debe actuar.

4.1 El concepto de “conciencia”

4.1.1 En el lenguaje común

La “conciencia” es una verdadera protagonista en la cultura y en la sociedad actual.


Continuamente se hace referencia a ella de distintas formas y en ambientes muy diversos;
con significados también discordantes.

Esquematizando la complejidad de las diversas visiones de la conciencia que pululan entre


la gente, podríamos identificar dos sentidos antagónicos: la conciencia como “árbitro” y
como “arbitrio”.

- La conciencia como árbitro. Hay muchas expresiones populares que tienen este sentido:
la conciencia es un “ojo” que ve siempre lo que haces, vayas donde vayas; o una “voz” que
te indica de vez en cuando lo que debes hacer o dejar de hacer (“la voz de la conciencia”); o
bien, un “gusano” que te remuerde dentro cuando has hecho algo malo; o un “juez”, un
“testigo”, un “apuntador” como los del teatro, que te “sopla” lo que tienes que hacer...

Hay en todas esas expresiones una comprensión de la conciencia como algo que tiene que
ver con el juicio sobre el bien o el mal de nuestros actos; algo que en su juicio no depende
totalmente de nuestro querer. Ese algo suena, ve, habla, remuerde, juzga, atestigua o dicta,
de algún modo independientemente de nuestros deseos, planes, intereses, gustos y
decisiones. Si dependiera totalmente de nuestro querer, las cosas serían mucho más
sencillas: sería bueno todo lo que quisiéramos que fuera bueno, todo lo que nos gustara o
interesara... y ¡se acabaron los “problemas de conciencia”! Pero no, la conciencia no se
doblega fácilmente a nuestro propio yo. Se tiene la impresión de que se trata de un “árbitro”
moral, diverso de nosotros mismos.

-La conciencia como arbitrio. No es raro oír, cuando se discute sobre la moralidad o
inmoralidad de una determinada acción, una frase de este tipo: “Digan lo que digan, yo
hago lo que me dice mi conciencia”; o bien: “hizo bien, porque actuó en conciencia”. Ese
“hago lo que me diga mi conciencia” podría a veces traducirse como “hago lo que me dé la
gana”. Como veremos más adelante, se debe efectivamente hacer lo que dice la conciencia;
pero muchas veces esa expresión indica una actitud que parte de una visión de la conciencia
personal como instancia decisional, más que como juez del bien o del mal. Haga yo lo que
haga, está bien si lo hago en conciencia, es decir, coherentemente con mi propio modo de
pensar. Aquí la conciencia no es “árbitro” sino “libre arbitrio”.

En las dos acepciones presentadas hay algo de correcto y algo de equivocado. La


conciencia es árbitro, pero no ajeno, externo al sujeto mismo; y se debe seguir la propia
conciencia, pero no como si el bien o el mal dependieran de la propia decisión.

4.1.2 La conciencia como “saber moral”

La palabra “conciencia” proviene del latín “conscientia”, palabra compuesta de “cum” y


“scientia”: significa, en primera estancia, “saber con”; un saber o conocimiento común a
varias personas, confidencia o complicidad. Es exactamente el mismo significado del
vocablo griego referido a la conciencia, que significa saber con otro, confidencia o
complicidad.

Por lo tanto, la conciencia es un saber, y no un querer o decidir. Tiene que ver con el
intelecto de la persona, no con su voluntad.

Se distinguen dos tipos elementales de conciencia: la conciencia psicológica, que es el


saber en cuanto presencia de la realidad en el sujeto, y la conciencia moral, en cuanto
conocimiento del bien/mal moral implicado en una determinada acción humana.

4.1.2 La Conciencia habitual y la conciencia actual

La conciencia habitual, que en los tratados clásicos se suele designar con el término de
sindéresis, designa una capacidad, un habitus que perfecciona a la facultad del intelecto,
gracias al cual éste puede apreciar el bien y el mal moral. Es un hábito formado sobre todo
por los llamados primeros principios de la “razón práctica”.

La razón práctica es la razón humana en su función de guía de la acción del individuo. La


misma razón humana, en su función de conocer la realidad tal cual es, recibe el nombre de
“razón especulativa”. La razón, sea en su función especulativa o en su función práctica, está
como enraizada en unos principios “primeros”, espontáneos, innatos, que configuran su
mismo razonar. Para la razón especulativa, el llamado “principio de no contradicción”: “lo
que es, es; lo que no es no es; y por ello, nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el
mismo aspecto”. Para la razón práctica, llamado “primer principio de la moralidad”: “se
debe hacer el bien y evitar el mal”.

La conciencia actual, o conciencia en sentido estricto, no es un hábito permanente, como la


conciencia habitual, sino un acto de la razón práctica. Podemos definirla como un juicio de
la razón práctica que aplica los principios morales comunes al acto humano singular,
percibiendo su relación con la razón misma y por lo tanto testificando su carácter moral y
aprobando o reprobando su realización.
La última parte de esta definición contiene un elemento importante: la conciencia aprueba o
reprueba el acto humano singular, según lo ve bueno o malo.

La conciencia no es parte de la voluntad (ni tampoco de la dimensión afectiva del sujeto),


sino del intelecto. Pero esto no significa que el juicio de conciencia consista sólo en una
constatación de la cualidad moral del acto. Al contrario, la conciencia moral
(contrariamente a la conciencia psicológica) inclina al sujeto hacia lo que ve como bueno y
lo aleja de lo malo. Y esto, precisamente, porque el objeto propio de la conciencia no es el
ser de las cosas sino el bien del actuar humano. Y el bien “tiene razón de bien”. Como decía
antes, el “primer principio de la moralidad”, raíz misma de la sindéresis o conciencia
habitual, consiste en la apreciación del bien como “por hacer” y del mal como “deber
evitarse”.

La relación entre el intelecto y la voluntad es uno de los problemas más intrincados de la


antropología filosófica. Pero parece claro que, aunque podemos y conviene distinguirlas
para analizarlas, ambas facultades está íntimamente ligadas en la realidad única e
inseparable del sujeto humano, de forma que una influye en la otra y hasta se expresa a
través de ella.

Esto no quita que la voluntad (o mejor, el sujeto volitivo), precisamente en cuanto es libre,
pueda adherirse al bien o al mal presentado por la conciencia. El mal moral consiste,
precisamente, en la adhesión voluntaria al mal presentado por la conciencia, o en el rechazo
del bien presentado por ésta con tal carácter de obligatoriedad que su omisión es vista como
un mal moral. El bien moral consiste en la adhesión, también voluntaria, al bien presentado
por la conciencia, o en el rechazo del mal (aunque se presente siempre bajo algún aspecto
de bien en otro orden diverso del moral: placer, interés, utilidad, etc.).

4.2 Dios llama en la conciencia

Lo que interesa en este punto es comprender la realidad de la conciencia como el “lugar” o


“instrumento” a través del cual Dios llama al hombre a realizarse en cuanto sujeto moral, y
por tanto, en cuanto persona. Por eso vamos a mirar la conciencia en la Sagrada Escritura.

4.2.1 La Conciencia en la Sagrada Escritura

Conciencia en el Antiguo Testamento

La expresión Conciencia está relacionada en la Sagrada Escritura con otras palabras como
por ejemplo:

Corazón: Aparece como el testigo del valor moral de los actos humanos.

 A David le palpita el Corazón por realizar algo malo 1 Sm 24, 6; 2 Sm 24, 10.
 Jeremías advierte que el pecado está grabado en las tablas del corazón Jr 17, 1.
 Job dice a los que le acusan “mi corazón no me condena” Job 27, 6.

Dios es el que sondea el corazón y sobre el juzga en definitiva, la culpabilidad o inocencia


del hombre. “No es cómo ve el hombre, pues el hombre ve las apariencias, pero el Señor ve
el Corazón” 1 Sm 16, 7; “Que cese la maldad de los malvados, y afianza al inocente, tu
escrutas corazones y entrañas, tú, Dios justo” Sal 7, 10.

El Corazón se considera como fuente de la vida moral. El hombre camina “por las vías de
su corazón” Is 57, 17 y esta vía es buena o mala según sea bueno o malo el corazón Pro 29,
27.

El corazón es, en una palabra, el que posibilita el diálogo y el encuentro con Dios, que lo
sondea y lo conoce, para manifestar la entrega y sumisión del creyente o su negativa al
amor. No en vano, la revelación se convierte en un recuerdo constante para esa conversión
al Señor, el único que puede quebrantar los corazones endurecidos. (López E., Hacia una
visión de la ética cristiana, Pág. 181 - 182).

Espíritu: Es junto con el corazón, la sede principal de toda la vida moral y religiosa. La
vida moral se restaura a través de la renovación del espíritu y del corazón de cada uno. Ez
11, 10; 18, 31; 36, 23.26.

La Conciencia en el Nuevo Testamento

Como Juicio religioso moral: San Pablo en su carta a los Romanos, en cuanto a la
sumisión de las autoridades civiles, recomienda “No solo someterse al castigo por temor,
sino también en conciencia” Rm 15, 3.

Como Testigo: “Digo la verdad en Cristo, no miento, mi conciencia me lo atestigua en el


Espíritu Santo” Rm 9,1.

El autor de las cartas pastorales manifiesta no poder tener una conciencia pura si no se tiene
una fe perfecta. La fe es una condición indispensable para una conciencia moral buena.
(Vidal M., Moral de Actitudes, T. I, Pág. 494 – 497).

4.2.2 La Conciencia en la Reflexión Teológica

Es interesante notar que algunos autores de la antigüedad clásica, como Cicerón y Séneca,
hacían ya referencia a Dios como presente en la conciencia. Lactancio, repitiendo textos de
esos autores paganos, escribe: “Dios está muy cerca de ti; está contigo como testigo. El
observa y es el custodio de nuestras buenas y malas obras”.

Entre los padres de la Iglesia esa referencia a Dios frecuente. S. Agustín anota:
“No está todavía por completo borrada en tí la imagen de Dios que en tu conciencia
imprimió el Creador”.

Es frecuente, específicamente, la idea de que la conciencia es la voz de Dios, como afirma,


por ejemplo, S. Ambrosio:

“Naturalmente nos aparece el mal como algo que evitar y el bien como algo que hay que
hacer. Es como si oyéremos la voz de Dios que nos insinúa prohibiciones y preceptos”.

Y San Agustín escribe que la conciencia es la “sede de Dios en el corazón del hombre”.

La escolástica medieval operó una labor de profundización y sistematización


importantísima para el desarrollo del tema de la conciencia. Sobre todo S. Tomás, quien
explicó su conexión con la facultad de la razón: “La Conciencia es un dictado de la razón
en cierto modo”.

La moral postridentina siguió dando importancia al tema, pero quizás viéndola más en su
relación de dependencia de la Ley natural que como “lugar” de encuentro vivo con Dios, su
Creador. El movimiento renovador de la moral confluyó en el Concilio Vaticano II, cuyo
documento sobre la Iglesia en el mundo, Gaudium et Spes, ofrece un rico texto sobre la
dignidad de la conciencia moral:

“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él
no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y
que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por
Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será
juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre,
en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de
aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo
cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo” (Concilio Vaticano II, Gaudium
et Spes N° 16).

El texto conciliar habla de “los oídos del corazón”, utilizando la figura propia de la Sagrada
Escritura, que entiende por corazón el centro mismo de la interioridad de la persona.
Sabemos que se trata en el fondo del intelecto mismo del hombre, que ha sido creado por
Dios también con esa función de guía moral del propio obrar. Es Dios quien ha escrito esa
ley (la ley moral) en su corazón. Por ello, es su voz la que resuena en su más íntimo recinto.
En ese sentido, la conciencia es como el sagrario del hombre, donde éste se encuentra a
solas con Dios, que le llama desde el núcleo mismo de su razón.

No se excluye, naturalmente, que el hombre perciba la voz de Dios que le llama de un


modo especial, en su experiencia de fe y oración. Pero el texto de GS se refiere a una voz
que resuena en el interior de todo hombre, también de quien no cree en el Dios que le habla.
Sólo que el creyente lo sabe; sabe que, a través de su juicio racional de conciencia, es el
Creador de esa misma conciencia quien le está hablando: “haz esto, evita aquello”.

Al comentar arriba cómo es expresada la conciencia en el lenguaje popular, destacaba el


fenómeno de que se suele hablar de ella como si se tratara de una instancia externa a la
persona, la cual le hablara tenazmente desde arriba: una campanita, una voz, un juez...
Sabemos bien que no es así, que la conciencia es mi razón práctica (en cuanto capacidad de
juzgar el bien/mal y en cuanto juicio moral en acto). En el fondo, mi conciencia soy yo...
Pero ahí, en mi interior y a través de mi misma facultad razonante, Dios mismo me habla.
Dios me llama dentro de mí mismo, en mi conciencia; pero me llama también desde la
altura suprema de su ser como Creador. S. Tomás dirá que “el dictamen de la conciencia no
es sino la llegada del precepto divino al que actúa conforme a su conciencia”.

Por eso, como decía antes, la conciencia no crea el bien y el mal; no determina
voluntaristamente lo que se debe hacer o evitar. La conciencia descubre. El texto conciliar
es sumamente claro: “.... descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí
mismo, pero a la cual debe obedecer”. Al seguir con su voluntad lo que su conciencia
descubre, el hombre responde obediencialmente a la llamada interior de Dios.

Entendido esto, podemos captar mejor el significado de aquella expresión: “yo hago lo que
me dice mi conciencia”. ¡Claro que sí! Hay que hacer lo que dicta la propia conciencia.
Pero, dado que la conciencia no es un querer, sino un conocer, lo primero que debemos
hacer, para actuar “en conciencia” es esforzarnos por conocer correctamente el bien y el
mal, descubrir esa “ley de Dios”, y desear sinceramente actuar conforme a ella.

En relación con la razón especulativa, el hombre no se realiza dignamente, como ser


inteligente, si pretende “decidir” que “dos más dos son cinco”; más bien debe tratar de
“entender” cuánto suman dos más dos. De modo parecido, en cuanto a la razón práctica o
conciencia, la persona no se realiza dignamente, como ser moral, si pretende “decidir” que
un determinado acto es bueno porque le gusta o le interesa; debe tratar más bien de
“entender” si ese acto es bueno o malo, prescindiendo de sus gustos o intereses, con la
disposición sincera de actuar según el juicio de su conciencia.

Para la Veritatis Splendor la vida moral de los individuos se resuelve en el ámbito


específico del juicio práctico de su conciencia. No es posible introducir una ruptura entre lo
que el individuo percibe como bueno o malo y la acción específica que decide emprender,
sin quebrar el núcleo mismo de la libertad. En el juicio práctico de su conciencia, el
individuo no sólo se hace responsable ante sí mismo de la prosecución de aquello que su
conciencia-razón le impulsan a realizar o evitar, sino que, en cuanto que todo ejercicio de la
conciencia se hace en virtud de una bondad (ley) mayor que el individuo, el juicio de la
conciencia compromete al individuo con Dios.
“El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que da testimonio de la autoridad de la
ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, del cual la persona
humana acepta el atractivo y recibe los mandamientos…” (Juan Pablo II, Encíclica
Veritatis Splendor N° 60, Ed. Paulinas, 2003.)

4.3 Tipos y estados de conciencia

Ciertamente, la conciencia es una realidad única en cada individuo, pero es también una
realidad compleja. Vamos ahora a analizar brevemente algunos diversos “tipos” de
conciencia, y sobre todo algunos de los estados en que se puede encontrar la conciencia de
una persona, para tratar de esclarecer cómo debemos comportarnos en cada uno de ellos.

4.3.1 Conciencia antecedente, concomitante o consiguiente

Se le llama conciencia antecedente cuando el juicio precede a la acción; conciencia


concomitante es el juicio emitido durante la acción misma, cuando el sujeto reflexiona
moralmente sobre lo que está haciendo; si el juicio se refiere en cambio a un acto ya
realizado, se le llama conciencia consiguiente. En los dos primeros casos, la conciencia
puede y tiende a guiar la acción de la persona; en el tercero, una vez realizado el hecho,
podrá solamente atestiguar sobre el bien/mal realizado. Pero también este juicio después de
la acción es importante para guiar a la persona en sus comportamientos futuros y hasta en
relación con el acto realizado, en la medida en que sea posible hacer algo en relación con
él, por ejemplo reparar el mal hecho a alguien.

4.3.2. Conciencia recta o torcida

Recordaba hace un momento la distinción entre “conciencia recta” y “conciencia torcida”.


En realidad, la conciencia, en cuanto hábito o en cuanto juicio de razón, no puede ser recta
o torcida en sí misma. Esa connotación es más bien propia de la voluntad. Pero sabemos
que el intelecto y la voluntad, están íntima y estrechamente unidos e interrelacionados en la
realidad única del sujeto humano; y que también las pasiones y los sentimientos se
entrecruzan e influyen en las facultades superiores. De este modo, el juicio de la razón
práctica se puede ver influido positiva o negativamente por las otras dimensiones del sujeto.

Llamamos conciencia “recta” a la conciencia de un sujeto que procura sinceramente


entender la realidad moral objetiva, para ver como bueno lo que es bueno y como malo lo
que es malo, y actuar en consecuencia. Es “torcida” la conciencia cuando el sujeto no
quiere sinceramente adecuar su saber moral y su juicio moral particular a la realidad moral
objetiva, porque no quiere actuar coherentemente con ella. Y esa actitud moralmente
torcida le llevará a desviar su razón para que se acomode a lo que él quiere ver y entender,
o a actuar en contra de lo que le dice su conciencia, tratando de no hacerle caso o de
justificar su comportamiento con algún tipo de razonamiento añadido. En el primer caso,
hará lo posible para convencerse de que la acción X es moralmente correcta; en el segundo
hará lo posible para convencerse de que, aunque es en sí incorrecta, él está justificado, dado
que... Y ahí viene toda una serie de volteretas mentales: “todos lo hacen”, “en el fondo no
le perjudico gravemente”, “total, no se entera”, “estaba cansado”, “es sólo una vez”, etc.
etc.

La expresión recordada antes: “yo hago lo que me dice mi conciencia” o “yo actúo en
conciencia”, puede ser a veces un modo de camuflar la propia conciencia torcida.

4.3.3. Conciencia cierta o dudosa

Es cierta cuando el sujeto está convencido firmemente de su juicio de conciencia. El “sabe”


que un determinado acto es bueno o malo. No le caben dudas. A veces, en cambio, el
individuo no está seguro de la cualificación moral que debe dar a un acto (hecho o por
hacer), y por tanto no sabe cómo debe actuar. Se encuentra en estado de conciencia dudosa.

4.3.4. Conciencia verdadera o errónea

“Cierto” no es aquí sinónimo de “verdadero”. Yo puedo estar muy cierto de algo que no
corresponde a la realidad. Por ello, la conciencia cierta se subdivide en conciencia
verdadera y conciencia errónea.

La conciencia es verdadera cuando el juicio de razón corresponde a la cualidad moral


objetiva del acto. Aunque no hemos hablado todavía de ello, podemos adelantar que la
verdad moral objetiva depende en el fondo de la correspondencia entre el acto y la “norma
moral objetiva”, basada especialmente en la Ley Moral Natural y en la Ley de Dios.
Cuando el juicio de razón es contrario a la norma moral objetiva, la conciencia es errónea.

La verdad o el error de la conciencia puede referirse a dos factores diversos: el derecho o el


hecho. Se habla, pues, de error -o de ignorancia, o de duda- de derecho o de hecho. En el
primer caso se trata del conocimiento del principio o norma que rige un determinado acto:
por ejemplo, saber o no que el miércoles de ceniza el cristiano debe observar abstinencia.
En el segundo se trata del conocimiento del hecho mismo que es regido por el principio o
norma: saber o no que hoy es miércoles de ceniza.
5 Dios Llama desde la Ley Moral Natural
5.1. Historia y papel de la Ley Moral Natural

5.1.1 Desde la antigüedad hasta nuestros días

En el famoso drama de Sófocles, Antígona, la protagonista que da el nombre a la obra,


afirma -ante las recriminaciones de Creonte por haber dado sepultura a su hermano contra
lo establecido por su ley- la existencia de otras leyes, no escritas, irremovibles. Son las
leyes de los dioses, las cuales “no son de hoy ni de ayer, y nadie sabe el día en que
aparecieron”. Y proclama que ella debía atenerse ante todo a esas leyes divinas.

En Aristóteles encontramos desarrollado el concepto de Ley Natural, correspondiente a la


naturaleza del hombre (en el sentido de modo natural de ser, esencia de algo). Los filósofos
estoicos harán de ella un concepto central, viendo como criterio ideal la conformación del
individuo con la naturaleza (Séneca, Epicteto, etc.). Esa referencia a la Ley Natural se
convierte de hecho en la base que hace posible el “Ley de las naciones” vigente en el
imperio romano.

En los primeros siglos de la era cristiana los Santos Padres recurren muy frecuentemente a
la noción de la Ley Natural. Desde luego, lo hacen refiriéndose sobre todo al concepto
filosófico reinante en la cultura greco-romana de la que ellos mismos se alimentan. Pero,
como veremos luego, también en la S. Escritura se encuentran elementos relacionados con
la Ley Natural. Los Santos padres conciben la Ley Natural, creada por Dios, como
expresión de la misma voluntad de Dios Creador.

Santo Tomás toma el concepto de Aristóteles y de la tradición cristiana, pero realiza una
operación muy interesante y fecunda al ponerla en relación con el sujeto humano en cuanto
tal. Como comentaremos más adelante, para él la Ley Moral Natural está necesaria y
estrechamente ligada a la razón del hombre. Distinguiendo , sin separarlos, el orden
ontológico y el orden moral -constituido éste por la razón-, entiende que no es la naturaleza
en sí misma la que determina la moralidad de los actos, sino la razón práctica del hombre
en su relación constitutiva con su propia naturaleza.

El nominalismo negará en cambio la validez de los conceptos universales. Naturalmente, en


ese horizonte epistemológico atomizado no hay lugar para una realidad tan universal como
la LMN. Se tiende más bien al voluntarismo: algo es bueno o malo, no porque corresponde
o no con una naturaleza creada por Dios..., sino simplemente porque así lo quiere Él. Si Él
quisiera que matar cruelmente a un inocente fuera bueno, lo sería.
Paralelamente, el protestantismo rechaza radicalmente la validez de una LMN, como
consecuencia de su visión pesimista del hombre. Para Lutero y sus seguidores, la redención
aportada por Cristo no ha sanado al hombre. Su naturaleza sigue radicalmente corrompida y
llena de pecado; sólo que el amor salvador de Cristo la cubre como con un velo cándido
que nos hace aceptables ante el Padre.

No obstante esta visión contraria de los protestantes, el concepto de LMN siguió


campeando en la cultura occidental, llegando a dominar casi totalmente el planteamiento de
la moral en los siglos XVII y XVIII, sobre todo con el Iusnaturalismo. Se buscaba un
conocimiento totalmente cierto y seguro en todos los campos, también en el moral. Por otra
parte, el recurso a la Ley Natural servía tanto para la fundación de los estados soberanos
que se fueron fraguando en aquella época, como para poner una base reguladora en el
encuentro con otros pueblos. Se necesitaba una normativa clara y natural, no fundada en la
religión. Se llegó a abusar de la Ley natural, como si todo principio y norma, aún la más
particular, emanara directamente de ella. Así describe un autor el Iusnaturalismo
exagerado:

La renovación operada por el Neotomismo influyó también en la doctrina de la Ley


Natural. Pero quizás quedó en su seno alguna incrustación iusnaturalista.

El Magisterio de la Iglesia católica, sobre todo a partir de la encíclica Rerum Novarum, de


León XIII, ha recurrido frecuentemente a la Ley Natural para fundamentar y argumentar su
doctrina en diversas áreas de la moral.

5.2 La crisis actual de la Ley Moral Natural

Ya entre los filósofos de la antigüedad clásica hubo algunas corrientes contrarias a la LMN.
Hemos señalado luego su rechazo por parte del nominalismo y el protestantismo. Cabría
asimismo mencionar la reacción exagerada contra el iusnaturalismo que llevó al
positivismo jurídico. Pero más bien nos interesa ahora constatar que el concepto de LMN
ha sufrido una profunda y aguda crisis en los últimos años, hasta el punto de que muchos lo
daban ya por muerto.

No vamos a hacer un análisis puntual y exhaustivo de esa crisis. Me limito a señalar


algunos de los factores que han contribuido en ella. Por una parte, el hombre actual es
mucho más consciente de su capacidad de manipular la naturaleza, por lo que le parece
absurdo pensar en una naturaleza que le exija respeto y sea la base nada menos que para
una ley moral. Si a esto unimos el agudo sentido que tenemos hoy de la libertad humana y
sus derechos, se comprende que se quiera rechazar toda “determinación”, también la que
proviene de la LMN. El existencialismo ha llegado a afirmar que “la existencia precede a la
esencia” (Sartre): es decir, que el hombre no está ya hecho con una naturaleza o esencia
determinada, sino se hace a sí mismo continuamente con sus propias elecciones libres, con
su existencia.
Por otra parte, la cultura actual está fuertemente marcada por el sentido de la historicidad
del hombre y de la misma cultura: todo cambia, nada es definitivo; también la naturaleza de
los seres se haya sometida al cambio. La nuestra, es también una cultura muy
“autoconsciente”; es decir que hay una fuerte conciencia de la importancia del elemento
“cultural” como constitutivo de toda la realidad humana, que se contrapone al elemento
“natural”, el cual pierde importancia frente al anterior.

Hay que decir también que la crisis actual proviene en parte del rechazo de los abusos del
iusnaturalismo y de esa referencia continua, sofocadora y hasta ridícula que a veces se
hacía a la LMN, como si se tratara de una cestita milagrosa, de la que se podía extraer todo
tipo de conclusión moral con absoluta e inamovible certeza.

Finalmente, desde el punto de vista histórico, se ha originado o acentuado una postura


contraria a la LMN como parte del movimiento surgido entre no pocos teólogos de nuestros
días contra las enseñanzas del Magisterio católico en el campo moral. Sobre todo a partir de
la publicación de la encíclica Humanae Vitae (Pablo VI, 1968), se ha originado todo un
movimiento de ideas destinadas a argumentar en contra y a presentar una visión alternativa
a la del Magisterio. Siendo la LMN una de las bases que sustentan la doctrina moral
magisterial, era lógico que sufriera el ataque frontal que ha sufrido.

5.3. En la Sagrada Escritura y el Magisterio

Cuando Jesús quiere ilustrar su respuesta sobre la indisolubilidad del matrimonio, no apela
a las tablas de la Ley o a cualquier otro punto de la Ley Mosaica. Pero tampoco expresa un
capricho suyo, ni una doctrina nueva. Apela más bien a un principio válido desde siempre.
Moisés permitió el repudio de la mujer, pero “al principio no fue así” (Mt. 19, 8). El
matrimonio constituye una unión tal que no debe ser separada por el hombre, porque es
algo que “Dios unió”. Pero no lo unió a través de alguna ley positiva, o de alguna
declaración... Lo hizo más bien en el momento de la creación, “al principio”, al crear,
“desde el comienzo” al hombre y a la mujer para que formen “una sola carne”. Es la
realidad misma del hombre y la mujer creados por Dios, diríamos nosotros: su misma
naturaleza como personas y la naturaleza de su unión, lo que constituye el deber moral de la
indisolubilidad matrimonial.

Es interesante también notar que el A.T. señala varios casos en los que un hombre o todo
un grupo comenten acciones que son presentadas como inmorales, y a veces castigadas por
Dios en cuanto tales, fuera de toda consideración de la ley mosaica, incluso antes de su
formulación. El asesinato de Abel por su hermano Caín es un acto perverso, no porque se
opone al quinto mandamiento de la las tablas de la ley, que no existen aún, sino
simplemente porque contradice la naturaleza misma de Abel y de Caín, y de todo ser
humano. Y lo mismo habría que decir de los pecados que provocan la ruina de las ciudades
paganas de Sodoma y Gomorra; y tantos otros casos.
En el Nuevo Testamento tampoco encontraremos un tratado sobre la Ley Natural. Pero
tenemos un texto de S. Pablo en el que la referencia a su realidad es clara y contundente. En
el capítulo primero de su carta a los romanos, Pablo se lamenta de que los paganos se han
entenebrecido en su corazón por no reconocer a Dios a través de sus creaturas. Y enumera
toda una serie de acciones deplorables a las que ellos se abandonan, entregándose a sus
pasiones. Acciones deplorables, no en función de la ley judía, o del evangelio, o de algún
código moral de la época, sino en cuanto contrarias a la naturaleza del hombre. De otro
modo no habría nada de moralmente condenable en ellas, puesto que no conocían otra ley
que no fuera la ley natural (cfr. Rm 1, 18-32).

Tradición

Como veíamos arriba al trazar la historia del concepto, la Tradición de la Iglesia ha sido
constante en la referencia a la LMN, como una realidad sólida y central en la vida moral y
en la reflexión sobre la misma. Se podría citar a S. Justino, Tertuliano, S. Ireneo, Orígenes,
S. Agustín, y tantos otros. Conformémonos con recoger dos textos elocuentes y de gran
influencia en toda la tradición.

S. Agustín, en su controversia sobre la gracia, recoge la idea paulina de la carta a los


romanos: “todos son pecadores, pues han desobedecido a esa ley escrita en su interior”... Es
una ley arraigada en todo hombre, hasta el punto de que ni siquiera es borrada por su misma
iniquidad.

S. Gregorio Magno se expresa sobre la Ley natural con acentos que recuerdan a S. Pablo, y
que parecen anticipar su elaboración tomista:

“El Creador Todopoderoso hizo al hombre un ser razonable, radicalmente distinto de los
que carecen de inteligencia. Por eso, el hombre no puede ignorar lo que hace, pues por la
ley natural está obligado a saber si sus obras son buenas o malas... En consecuencia, los
mismos que niegan conocer los preceptos divinos, tienen instrucción suficiente sobre sus
actos. De lo contrario ¿por qué se avergüenzan de sus malas acciones?”.

Magisterio

He mencionado hace un momento el uso frecuente que hace el Magisterio en el campo


moral, sobre todo desde la Rerum Novarum de León XIII. Pero tenemos que decir que el
Magisterio no sólo recurre al concepto, sino que lo enseña como elemento constitutivo de la
moral.

El mismo León XIII presenta temáticamente la doctrina tomista de la LMN, en la encíclica


Libertas praestantissimum. Enseña ahí que
“la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre,
ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos
intima a no pecar”.

Dejando aparte otros documentos, podemos fijarnos especialmente en el Concilio Vaticano


II. Es interesante ver que, aunque los textos conciliares fueron redactados con el deseo de
subrayar una visión personalista de la moral y la religión, no por ello ignoran
absolutamente la LMN. Es cierto que se refiere unas cien veces al valor de la persona
humana en cuanto imagen de Dios y sólo tres o cuatro veces a la Ley natural. Pero esos
textos son suficientemente claros y explícitos para entender la importancia de esa realidad.

En la Constitución Gaudium et Spes se menciona explícitamente la “ley divina y natural”


(GS 74 y 89). Hablando de las relaciones conyugales en orden a la procreación apela a la
“ley divina” (GS 50).

Pero el texto más importante es el que ya analizamos en el capítulo anterior, sobre la


conciencia (GS, 16). En él se afirma fuertemente que el hombre descubre en su conciencia
“una ley que él no se dicta a sí mismo”. Pero no se refiere a una ley positiva, como los Diez
mandamientos... sino a “una ley escrita por Dios en su corazón”. Esa ley no es otra cosa
que la Ley Moral Natural.

La Declaración del Concilio sobre la libertad religiosa, Dignitatis Humanae, recuerda que
“la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal
mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su
amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de
esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia
divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable” (DH, 3).

El Catecismo de la Iglesia Católica, además de acudir frecuentemente al concepto, lo


desarrolla sistemáticamente (nn. 1954-1960), explicándolo de acuerdo con la visión tomista
del tema.

Finalmente, Juan Pablo II, en su encíclica sobre los fundamentos de la moral, Veritatis
Splendor, enseña también firme y claramente la validez y el contenido de la LMN,
aduciendo además la referencia al Magisterio anterior:

“La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola
en su enseñanza moral” (VS, 44).

5.4. El concepto de la Ley Moral Natural

La Ley moral natural consiste en una serie de principios morales generales que la razón
natural del hombre formula espontáneamente a partir de su propia naturaleza o modo de
ser.
Analicemos esa fórmula, a partir de los vocablos que componen el término “Ley Moral
Natural”.

Es una ley

Se trata, pues, en primer lugar, de una ley... ¿En qué sentido? ¿Qué es ley?

Podemos partir de la misma definición de ley dada por S. Tomás al hablar de nuestro tema:
una ley es “una ordenación de la razón hacia el bien común, promulgada por quien es
responsable de la comunidad”. Esta definición se refiere propiamente a las leyes positivas,
que deben ser promulgadas para la promoción del bien común en una determinada
comunidad. Su aplicación a la Ley Natural es solamente analógica.

Podemos decir que la LMN es “ley”, primero en cuanto que se trata de una serie de
principios que dirigen el obrar del hombre, y en ese sentido es una “ordenación”. Es una
ordenación, en segundo lugar, por parte de la razón. En tercer lugar, como toda ley, tiene
una dimensión de universalidad (favorece el bien común). Efectivamente, no podemos
hablar de una ley si no en relación con algo que rige a un determinado “universo” o
comunidad (la ley de una nación o de una comunidad religiosa, etc.). Una ley que valiera
solamente para un individuo no sería ley. Y la LMN es universal en cuanto que orienta el
obrar de todos los seres humanos, como veremos más tarde.

Pero, además, la LMN es también “promulgada”, como toda ley. ¿En qué sentido y por
parte de quién? De modo inmediato podemos decir que es la misma razón humana la que
promulga esos principios morales generales. Pero en sentido más profundo y definitivo,
vemos que es otro el Promulgador de la LMN: el Absoluto, Dios.

En el fondo, como explica S. Tomás, la LMN no es sino una participación de la ley divina
que gobierna todo lo creado. La Ley Eterna es la sabiduría misma de Dios creador, que
ordena todo con su mismo acto creador. Esa ley dirige a los seres irracionales determinando
su comportamiento a través de determinadas constantes que llamamos “leyes” físicas,
biológicas, etc. Y esa misma ley orienta también a los seres racionales, los hombres; pero
los orienta precisamente en cuanto racionales... El hombre ha sido creado por Dios con la
capacidad de conocer el bien y el mal y de guiar libremente sus propios actos, iluminado
por ese conocimiento. En este sentido, su participación de la Ley Eterna no es, como en los
seres irracionales, puramente pasiva. A él Dios le ha hecho partícipe de su sabiduría eterna,
encendiendo en su mismo ser la chispa del conocimiento y la fuerza de la voluntad, de
forma que sea capaz, en cierto modo, de “hacerse a sí mismo, con su propia libertad. A él lo
ha creado “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26 - 27).

Es una ley moral

La LMN no es una ley física, psicológica, sociológica, etc. que determina el obrar del
hombre. Es una ley moral... Y esto puede significar dos cosas.
Por una parte, significa que la orientación que ofrece, en cuanto ley, se refiere a la “vida
moral” de la persona. Es decir, orienta su capacidad de conocer, querer y hacer el bien, en
cuanto persona; su capacidad de vivir ese “valor” que le define como bueno o malo en
cuanto persona, y define la bondad o maldad de sus actos en cuanto actos personales, o
actos humanos. Por eso la definición habla de unos “principios morales”. Estos principios,
dice también, son “generales”, como veremos más adelante.

Por otra parte, “moral” significa precisamente que su orientación no es determinista. Si así
fuera, no sería “ley moral”, en cuanto que, como hemos dicho muchas veces, la moralidad,
el bien/mal, sólo se da en el ámbito de la libertad, porque sólo en él se puede dar la
responsabilidad de la persona respecto a sus propios actos.

Por lo tanto, la LMN orienta moralmente al hombre, y lo orienta desde su misma realidad
de ser hombre, desde su interioridad racional y libre. En este sentido, y volviendo sobre el
punto anterior, tendríamos que decir que es Dios quien promulga la LMN, pero lo hace
desde dentro del mismo sujeto humano Y con esto entramos en el tercer elemento.

Es una ley moral natural

Podemos encontrar tres sentidos del término “natural” aquí usado. Los tres están
estrechamente relacionados y se complementan mutuamente.

“Natural” significa, por una parte, que no es una ley “positiva” (primer sentido). No ha sido
puesta, promulgada por Dios a través de un acto histórico y puntual, como fue dada, en
cambio, la ley del Sinaí. Tampoco ha sido puesta, ni es necesario, por alguna autoridad
humana. Y no es necesario porque ya está “escrita” en la misma razón humana.

Por eso mismo, ella conoce esos “principios morales generales” de modo espontáneo,
“natural” (segundo sentido). Los conoce como razonando desde dentro, desde su mismo
dinamismo racional natural. Sobre ese dinamismo irá aprendiendo, con la ayuda de los
demás, las consecuencias y aplicaciones de lo que ella entiende “naturalmente”.

Pero ¿cómo es posible que la razón entienda por sí misma, de modo natural, sin necesidad
siquiera de aprenderlos, esos “principios morales generales”? ¿Dónde encuentra lo que
necesita para entender esos principios del bien y del mal? Lo encuentra en la misma
naturaleza del hombre (tercer sentido).

Efectivamente, como dice la definición, la razón del hombre encuentra los principios
morales generales precisamente en la naturaleza del hombre mismo. Es como si la razón
humana “leyera” en el modo de ser, o naturaleza, del mismo sujeto que razona, y encontrara
espontáneamente ciertos bienes ínsitos en ella que merecen ser respetados, de forma que ve
como bueno aquello que es conforme a ellos y malo lo que los contradice. De ese modo, la
razón ve como conforme a sí misma (razonable, bueno) aquello que es conforme a la
naturaleza de la cual participa como razón.
A la luz de estas explicaciones podemos entender ahora mejor el significado de la
definición de LMN dada arriba. Pero, como decía anteriormente, son bastantes los autores
que niegan la realidad de la LMN o que la interpretan de modo tal que se desvanece casi del
todo en cuanto instancia que guía e comportamiento moral del hombre. Me parece
necesario, pues, dedicar algunas reflexiones para mostrar que, si se entiende correctamente
el concepto, no se puede negar la existencia de la LMN. Estudiaremos también el
dinamismo, el modo de actuar de la misma en la vida moral del sujeto moral concreto.

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