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Desde este llamado podemos estudiar: la conciencia como un “instrumento” puesto por el
Creador en todo ser humano, a través del cual le llama a ser lo que debe ser actuando como
debe actuar.
- La conciencia como árbitro. Hay muchas expresiones populares que tienen este sentido:
la conciencia es un “ojo” que ve siempre lo que haces, vayas donde vayas; o una “voz” que
te indica de vez en cuando lo que debes hacer o dejar de hacer (“la voz de la conciencia”); o
bien, un “gusano” que te remuerde dentro cuando has hecho algo malo; o un “juez”, un
“testigo”, un “apuntador” como los del teatro, que te “sopla” lo que tienes que hacer...
Hay en todas esas expresiones una comprensión de la conciencia como algo que tiene que
ver con el juicio sobre el bien o el mal de nuestros actos; algo que en su juicio no depende
totalmente de nuestro querer. Ese algo suena, ve, habla, remuerde, juzga, atestigua o dicta,
de algún modo independientemente de nuestros deseos, planes, intereses, gustos y
decisiones. Si dependiera totalmente de nuestro querer, las cosas serían mucho más
sencillas: sería bueno todo lo que quisiéramos que fuera bueno, todo lo que nos gustara o
interesara... y ¡se acabaron los “problemas de conciencia”! Pero no, la conciencia no se
doblega fácilmente a nuestro propio yo. Se tiene la impresión de que se trata de un “árbitro”
moral, diverso de nosotros mismos.
-La conciencia como arbitrio. No es raro oír, cuando se discute sobre la moralidad o
inmoralidad de una determinada acción, una frase de este tipo: “Digan lo que digan, yo
hago lo que me dice mi conciencia”; o bien: “hizo bien, porque actuó en conciencia”. Ese
“hago lo que me diga mi conciencia” podría a veces traducirse como “hago lo que me dé la
gana”. Como veremos más adelante, se debe efectivamente hacer lo que dice la conciencia;
pero muchas veces esa expresión indica una actitud que parte de una visión de la conciencia
personal como instancia decisional, más que como juez del bien o del mal. Haga yo lo que
haga, está bien si lo hago en conciencia, es decir, coherentemente con mi propio modo de
pensar. Aquí la conciencia no es “árbitro” sino “libre arbitrio”.
Por lo tanto, la conciencia es un saber, y no un querer o decidir. Tiene que ver con el
intelecto de la persona, no con su voluntad.
La conciencia habitual, que en los tratados clásicos se suele designar con el término de
sindéresis, designa una capacidad, un habitus que perfecciona a la facultad del intelecto,
gracias al cual éste puede apreciar el bien y el mal moral. Es un hábito formado sobre todo
por los llamados primeros principios de la “razón práctica”.
Esto no quita que la voluntad (o mejor, el sujeto volitivo), precisamente en cuanto es libre,
pueda adherirse al bien o al mal presentado por la conciencia. El mal moral consiste,
precisamente, en la adhesión voluntaria al mal presentado por la conciencia, o en el rechazo
del bien presentado por ésta con tal carácter de obligatoriedad que su omisión es vista como
un mal moral. El bien moral consiste en la adhesión, también voluntaria, al bien presentado
por la conciencia, o en el rechazo del mal (aunque se presente siempre bajo algún aspecto
de bien en otro orden diverso del moral: placer, interés, utilidad, etc.).
La expresión Conciencia está relacionada en la Sagrada Escritura con otras palabras como
por ejemplo:
Corazón: Aparece como el testigo del valor moral de los actos humanos.
A David le palpita el Corazón por realizar algo malo 1 Sm 24, 6; 2 Sm 24, 10.
Jeremías advierte que el pecado está grabado en las tablas del corazón Jr 17, 1.
Job dice a los que le acusan “mi corazón no me condena” Job 27, 6.
El Corazón se considera como fuente de la vida moral. El hombre camina “por las vías de
su corazón” Is 57, 17 y esta vía es buena o mala según sea bueno o malo el corazón Pro 29,
27.
El corazón es, en una palabra, el que posibilita el diálogo y el encuentro con Dios, que lo
sondea y lo conoce, para manifestar la entrega y sumisión del creyente o su negativa al
amor. No en vano, la revelación se convierte en un recuerdo constante para esa conversión
al Señor, el único que puede quebrantar los corazones endurecidos. (López E., Hacia una
visión de la ética cristiana, Pág. 181 - 182).
Espíritu: Es junto con el corazón, la sede principal de toda la vida moral y religiosa. La
vida moral se restaura a través de la renovación del espíritu y del corazón de cada uno. Ez
11, 10; 18, 31; 36, 23.26.
Como Juicio religioso moral: San Pablo en su carta a los Romanos, en cuanto a la
sumisión de las autoridades civiles, recomienda “No solo someterse al castigo por temor,
sino también en conciencia” Rm 15, 3.
El autor de las cartas pastorales manifiesta no poder tener una conciencia pura si no se tiene
una fe perfecta. La fe es una condición indispensable para una conciencia moral buena.
(Vidal M., Moral de Actitudes, T. I, Pág. 494 – 497).
Es interesante notar que algunos autores de la antigüedad clásica, como Cicerón y Séneca,
hacían ya referencia a Dios como presente en la conciencia. Lactancio, repitiendo textos de
esos autores paganos, escribe: “Dios está muy cerca de ti; está contigo como testigo. El
observa y es el custodio de nuestras buenas y malas obras”.
Entre los padres de la Iglesia esa referencia a Dios frecuente. S. Agustín anota:
“No está todavía por completo borrada en tí la imagen de Dios que en tu conciencia
imprimió el Creador”.
“Naturalmente nos aparece el mal como algo que evitar y el bien como algo que hay que
hacer. Es como si oyéremos la voz de Dios que nos insinúa prohibiciones y preceptos”.
Y San Agustín escribe que la conciencia es la “sede de Dios en el corazón del hombre”.
La moral postridentina siguió dando importancia al tema, pero quizás viéndola más en su
relación de dependencia de la Ley natural que como “lugar” de encuentro vivo con Dios, su
Creador. El movimiento renovador de la moral confluyó en el Concilio Vaticano II, cuyo
documento sobre la Iglesia en el mundo, Gaudium et Spes, ofrece un rico texto sobre la
dignidad de la conciencia moral:
“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él
no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y
que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por
Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será
juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre,
en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de
aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo
cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo” (Concilio Vaticano II, Gaudium
et Spes N° 16).
El texto conciliar habla de “los oídos del corazón”, utilizando la figura propia de la Sagrada
Escritura, que entiende por corazón el centro mismo de la interioridad de la persona.
Sabemos que se trata en el fondo del intelecto mismo del hombre, que ha sido creado por
Dios también con esa función de guía moral del propio obrar. Es Dios quien ha escrito esa
ley (la ley moral) en su corazón. Por ello, es su voz la que resuena en su más íntimo recinto.
En ese sentido, la conciencia es como el sagrario del hombre, donde éste se encuentra a
solas con Dios, que le llama desde el núcleo mismo de su razón.
Por eso, como decía antes, la conciencia no crea el bien y el mal; no determina
voluntaristamente lo que se debe hacer o evitar. La conciencia descubre. El texto conciliar
es sumamente claro: “.... descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí
mismo, pero a la cual debe obedecer”. Al seguir con su voluntad lo que su conciencia
descubre, el hombre responde obediencialmente a la llamada interior de Dios.
Entendido esto, podemos captar mejor el significado de aquella expresión: “yo hago lo que
me dice mi conciencia”. ¡Claro que sí! Hay que hacer lo que dicta la propia conciencia.
Pero, dado que la conciencia no es un querer, sino un conocer, lo primero que debemos
hacer, para actuar “en conciencia” es esforzarnos por conocer correctamente el bien y el
mal, descubrir esa “ley de Dios”, y desear sinceramente actuar conforme a ella.
Ciertamente, la conciencia es una realidad única en cada individuo, pero es también una
realidad compleja. Vamos ahora a analizar brevemente algunos diversos “tipos” de
conciencia, y sobre todo algunos de los estados en que se puede encontrar la conciencia de
una persona, para tratar de esclarecer cómo debemos comportarnos en cada uno de ellos.
La expresión recordada antes: “yo hago lo que me dice mi conciencia” o “yo actúo en
conciencia”, puede ser a veces un modo de camuflar la propia conciencia torcida.
“Cierto” no es aquí sinónimo de “verdadero”. Yo puedo estar muy cierto de algo que no
corresponde a la realidad. Por ello, la conciencia cierta se subdivide en conciencia
verdadera y conciencia errónea.
En los primeros siglos de la era cristiana los Santos Padres recurren muy frecuentemente a
la noción de la Ley Natural. Desde luego, lo hacen refiriéndose sobre todo al concepto
filosófico reinante en la cultura greco-romana de la que ellos mismos se alimentan. Pero,
como veremos luego, también en la S. Escritura se encuentran elementos relacionados con
la Ley Natural. Los Santos padres conciben la Ley Natural, creada por Dios, como
expresión de la misma voluntad de Dios Creador.
Santo Tomás toma el concepto de Aristóteles y de la tradición cristiana, pero realiza una
operación muy interesante y fecunda al ponerla en relación con el sujeto humano en cuanto
tal. Como comentaremos más adelante, para él la Ley Moral Natural está necesaria y
estrechamente ligada a la razón del hombre. Distinguiendo , sin separarlos, el orden
ontológico y el orden moral -constituido éste por la razón-, entiende que no es la naturaleza
en sí misma la que determina la moralidad de los actos, sino la razón práctica del hombre
en su relación constitutiva con su propia naturaleza.
Ya entre los filósofos de la antigüedad clásica hubo algunas corrientes contrarias a la LMN.
Hemos señalado luego su rechazo por parte del nominalismo y el protestantismo. Cabría
asimismo mencionar la reacción exagerada contra el iusnaturalismo que llevó al
positivismo jurídico. Pero más bien nos interesa ahora constatar que el concepto de LMN
ha sufrido una profunda y aguda crisis en los últimos años, hasta el punto de que muchos lo
daban ya por muerto.
Hay que decir también que la crisis actual proviene en parte del rechazo de los abusos del
iusnaturalismo y de esa referencia continua, sofocadora y hasta ridícula que a veces se
hacía a la LMN, como si se tratara de una cestita milagrosa, de la que se podía extraer todo
tipo de conclusión moral con absoluta e inamovible certeza.
Cuando Jesús quiere ilustrar su respuesta sobre la indisolubilidad del matrimonio, no apela
a las tablas de la Ley o a cualquier otro punto de la Ley Mosaica. Pero tampoco expresa un
capricho suyo, ni una doctrina nueva. Apela más bien a un principio válido desde siempre.
Moisés permitió el repudio de la mujer, pero “al principio no fue así” (Mt. 19, 8). El
matrimonio constituye una unión tal que no debe ser separada por el hombre, porque es
algo que “Dios unió”. Pero no lo unió a través de alguna ley positiva, o de alguna
declaración... Lo hizo más bien en el momento de la creación, “al principio”, al crear,
“desde el comienzo” al hombre y a la mujer para que formen “una sola carne”. Es la
realidad misma del hombre y la mujer creados por Dios, diríamos nosotros: su misma
naturaleza como personas y la naturaleza de su unión, lo que constituye el deber moral de la
indisolubilidad matrimonial.
Es interesante también notar que el A.T. señala varios casos en los que un hombre o todo
un grupo comenten acciones que son presentadas como inmorales, y a veces castigadas por
Dios en cuanto tales, fuera de toda consideración de la ley mosaica, incluso antes de su
formulación. El asesinato de Abel por su hermano Caín es un acto perverso, no porque se
opone al quinto mandamiento de la las tablas de la ley, que no existen aún, sino
simplemente porque contradice la naturaleza misma de Abel y de Caín, y de todo ser
humano. Y lo mismo habría que decir de los pecados que provocan la ruina de las ciudades
paganas de Sodoma y Gomorra; y tantos otros casos.
En el Nuevo Testamento tampoco encontraremos un tratado sobre la Ley Natural. Pero
tenemos un texto de S. Pablo en el que la referencia a su realidad es clara y contundente. En
el capítulo primero de su carta a los romanos, Pablo se lamenta de que los paganos se han
entenebrecido en su corazón por no reconocer a Dios a través de sus creaturas. Y enumera
toda una serie de acciones deplorables a las que ellos se abandonan, entregándose a sus
pasiones. Acciones deplorables, no en función de la ley judía, o del evangelio, o de algún
código moral de la época, sino en cuanto contrarias a la naturaleza del hombre. De otro
modo no habría nada de moralmente condenable en ellas, puesto que no conocían otra ley
que no fuera la ley natural (cfr. Rm 1, 18-32).
Tradición
Como veíamos arriba al trazar la historia del concepto, la Tradición de la Iglesia ha sido
constante en la referencia a la LMN, como una realidad sólida y central en la vida moral y
en la reflexión sobre la misma. Se podría citar a S. Justino, Tertuliano, S. Ireneo, Orígenes,
S. Agustín, y tantos otros. Conformémonos con recoger dos textos elocuentes y de gran
influencia en toda la tradición.
S. Gregorio Magno se expresa sobre la Ley natural con acentos que recuerdan a S. Pablo, y
que parecen anticipar su elaboración tomista:
“El Creador Todopoderoso hizo al hombre un ser razonable, radicalmente distinto de los
que carecen de inteligencia. Por eso, el hombre no puede ignorar lo que hace, pues por la
ley natural está obligado a saber si sus obras son buenas o malas... En consecuencia, los
mismos que niegan conocer los preceptos divinos, tienen instrucción suficiente sobre sus
actos. De lo contrario ¿por qué se avergüenzan de sus malas acciones?”.
Magisterio
La Declaración del Concilio sobre la libertad religiosa, Dignitatis Humanae, recuerda que
“la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal
mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su
amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de
esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia
divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable” (DH, 3).
Finalmente, Juan Pablo II, en su encíclica sobre los fundamentos de la moral, Veritatis
Splendor, enseña también firme y claramente la validez y el contenido de la LMN,
aduciendo además la referencia al Magisterio anterior:
“La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola
en su enseñanza moral” (VS, 44).
La Ley moral natural consiste en una serie de principios morales generales que la razón
natural del hombre formula espontáneamente a partir de su propia naturaleza o modo de
ser.
Analicemos esa fórmula, a partir de los vocablos que componen el término “Ley Moral
Natural”.
Es una ley
Se trata, pues, en primer lugar, de una ley... ¿En qué sentido? ¿Qué es ley?
Podemos partir de la misma definición de ley dada por S. Tomás al hablar de nuestro tema:
una ley es “una ordenación de la razón hacia el bien común, promulgada por quien es
responsable de la comunidad”. Esta definición se refiere propiamente a las leyes positivas,
que deben ser promulgadas para la promoción del bien común en una determinada
comunidad. Su aplicación a la Ley Natural es solamente analógica.
Podemos decir que la LMN es “ley”, primero en cuanto que se trata de una serie de
principios que dirigen el obrar del hombre, y en ese sentido es una “ordenación”. Es una
ordenación, en segundo lugar, por parte de la razón. En tercer lugar, como toda ley, tiene
una dimensión de universalidad (favorece el bien común). Efectivamente, no podemos
hablar de una ley si no en relación con algo que rige a un determinado “universo” o
comunidad (la ley de una nación o de una comunidad religiosa, etc.). Una ley que valiera
solamente para un individuo no sería ley. Y la LMN es universal en cuanto que orienta el
obrar de todos los seres humanos, como veremos más tarde.
Pero, además, la LMN es también “promulgada”, como toda ley. ¿En qué sentido y por
parte de quién? De modo inmediato podemos decir que es la misma razón humana la que
promulga esos principios morales generales. Pero en sentido más profundo y definitivo,
vemos que es otro el Promulgador de la LMN: el Absoluto, Dios.
En el fondo, como explica S. Tomás, la LMN no es sino una participación de la ley divina
que gobierna todo lo creado. La Ley Eterna es la sabiduría misma de Dios creador, que
ordena todo con su mismo acto creador. Esa ley dirige a los seres irracionales determinando
su comportamiento a través de determinadas constantes que llamamos “leyes” físicas,
biológicas, etc. Y esa misma ley orienta también a los seres racionales, los hombres; pero
los orienta precisamente en cuanto racionales... El hombre ha sido creado por Dios con la
capacidad de conocer el bien y el mal y de guiar libremente sus propios actos, iluminado
por ese conocimiento. En este sentido, su participación de la Ley Eterna no es, como en los
seres irracionales, puramente pasiva. A él Dios le ha hecho partícipe de su sabiduría eterna,
encendiendo en su mismo ser la chispa del conocimiento y la fuerza de la voluntad, de
forma que sea capaz, en cierto modo, de “hacerse a sí mismo, con su propia libertad. A él lo
ha creado “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26 - 27).
La LMN no es una ley física, psicológica, sociológica, etc. que determina el obrar del
hombre. Es una ley moral... Y esto puede significar dos cosas.
Por una parte, significa que la orientación que ofrece, en cuanto ley, se refiere a la “vida
moral” de la persona. Es decir, orienta su capacidad de conocer, querer y hacer el bien, en
cuanto persona; su capacidad de vivir ese “valor” que le define como bueno o malo en
cuanto persona, y define la bondad o maldad de sus actos en cuanto actos personales, o
actos humanos. Por eso la definición habla de unos “principios morales”. Estos principios,
dice también, son “generales”, como veremos más adelante.
Por otra parte, “moral” significa precisamente que su orientación no es determinista. Si así
fuera, no sería “ley moral”, en cuanto que, como hemos dicho muchas veces, la moralidad,
el bien/mal, sólo se da en el ámbito de la libertad, porque sólo en él se puede dar la
responsabilidad de la persona respecto a sus propios actos.
Por lo tanto, la LMN orienta moralmente al hombre, y lo orienta desde su misma realidad
de ser hombre, desde su interioridad racional y libre. En este sentido, y volviendo sobre el
punto anterior, tendríamos que decir que es Dios quien promulga la LMN, pero lo hace
desde dentro del mismo sujeto humano Y con esto entramos en el tercer elemento.
Podemos encontrar tres sentidos del término “natural” aquí usado. Los tres están
estrechamente relacionados y se complementan mutuamente.
“Natural” significa, por una parte, que no es una ley “positiva” (primer sentido). No ha sido
puesta, promulgada por Dios a través de un acto histórico y puntual, como fue dada, en
cambio, la ley del Sinaí. Tampoco ha sido puesta, ni es necesario, por alguna autoridad
humana. Y no es necesario porque ya está “escrita” en la misma razón humana.
Por eso mismo, ella conoce esos “principios morales generales” de modo espontáneo,
“natural” (segundo sentido). Los conoce como razonando desde dentro, desde su mismo
dinamismo racional natural. Sobre ese dinamismo irá aprendiendo, con la ayuda de los
demás, las consecuencias y aplicaciones de lo que ella entiende “naturalmente”.
Pero ¿cómo es posible que la razón entienda por sí misma, de modo natural, sin necesidad
siquiera de aprenderlos, esos “principios morales generales”? ¿Dónde encuentra lo que
necesita para entender esos principios del bien y del mal? Lo encuentra en la misma
naturaleza del hombre (tercer sentido).
Efectivamente, como dice la definición, la razón del hombre encuentra los principios
morales generales precisamente en la naturaleza del hombre mismo. Es como si la razón
humana “leyera” en el modo de ser, o naturaleza, del mismo sujeto que razona, y encontrara
espontáneamente ciertos bienes ínsitos en ella que merecen ser respetados, de forma que ve
como bueno aquello que es conforme a ellos y malo lo que los contradice. De ese modo, la
razón ve como conforme a sí misma (razonable, bueno) aquello que es conforme a la
naturaleza de la cual participa como razón.
A la luz de estas explicaciones podemos entender ahora mejor el significado de la
definición de LMN dada arriba. Pero, como decía anteriormente, son bastantes los autores
que niegan la realidad de la LMN o que la interpretan de modo tal que se desvanece casi del
todo en cuanto instancia que guía e comportamiento moral del hombre. Me parece
necesario, pues, dedicar algunas reflexiones para mostrar que, si se entiende correctamente
el concepto, no se puede negar la existencia de la LMN. Estudiaremos también el
dinamismo, el modo de actuar de la misma en la vida moral del sujeto moral concreto.