El Sol

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Mi pobre y querida madre había sido siempre una eximia artista del disimulo pero, en

aquellos días, logró la perfección. O casi. Porque, a decir verdad, nada es perfecto
tratándose de seres humanos y mi pobre y querida madre era, después de todo, un ser
humano. Bien, en aquellos días-días en los que estuve permanentemente junto a su
lecho de enferma terminal, irrecuperable-lo comprobé muy de cerca: su modelo de
simulación presentaba grietas, hendijas, a través de las cuales yo, el simulador de su
hijo, atisbaba. Y veía el derrumbe. Es inútil, no hay perfección y, en todo caso, la
verdad de lo presuntamente perfecto es su propia caricatura. Si, toda perfección es
presunta. Fue la nuestra, llegado ese momento, una relación compleja, difícil. Una
relación, diría yo, que entró en crisis después de tantos años de guardar la basura bajo la
alfombra; el desenlace de una larga payada de simulaciones de toda la vida: desenlace,
si se quiere, explicable pero, por lo que se verá, no menos brutal. En aquella solitaria
casona junto al mar sucedieron cosas, y hechos, que hacen a la sustancia misma de este
relato, cosas y hechos que lo irán tensando progresivamente o casi, hasta el final: hasta
la decisión final que el septuagenario hijo, el que les está hablando también enfermo
terminal (sidoso y travesti) tomara, luego de haber sido transportado a los Cielos, ya de
vuelta. ¿Cómo contárselo? ¿Cómo superar la angustia indecible que me sobre coge de
sólo pensar en hacerlo? Pero lo intentaré. Postrada en su lecho, allí estaba ella,
simulando querer vivir cuando, en realidad, luchaba para no morir, para durar, algo que
es muy diferente, lo opuesto, a mi entender. Durar, prolongándose hasta el borde mismo
de la otra Orilla que ella, en sus delirios, confundía con Colonia, Uruguay. Durar hasta
no saber, ni ella misma, si tal vez estaba muerta o tal vez estaba viva soñando que
estaba muerta en un entresueño eterno entre ésta y la otra Orilla. O Banda. Allí,
postrada en su lecho terminal, ella era como una civilización que emitía su canto del
cisne frente a quien-yo, su hijo terminal-pugnaba con todos los medios a mi alcance por
acabar con su hegemonía, mientras simulaba asistirla como lo hubiera hecho el más
ejemplar de los hijos. ¡Oh decadencia de las civilizaciones que también mueren! Esta
civilización postrada, rugosa como una pasa de uva, boqueaba. Esta anciana ruinosa,
descascarada, pretendía-así y todo-continuar durando. Mi madrecita. Odio fóbicamente
a los artistas del arte por el arte. Y, en mi opinión, el arte de mi madrecita-querida y
pobre- se inscribía dentro de los más rigurosos cánones de dicha estúpida estética.
Artepurismo. El cómo antes de qué. El qué: para mi madre, durar y durando llegar a la
otra orilla (Uruguay) en alas de un eterno entresoñar. Pero el cómo, sospechaba yo, era
para ella lo más importante. Artepurismo. Su cómo: la forma delirio. La forma, esa
forma, que fuera el continente de su entresueño de transición sin fin entre la una y la
otra Orilla. O Banda; en pocas palabras: que le diera forma. O, al menos, eso pensaba
yo, por distintas razones y sinrazones que me plateaba frente a la cuestión. Y aún por
detrás. Y a sus costados. Pero, téngalo por seguro, no estoy loco. Por ejemplo, puedo
demostrarles que mi madrecita no eligió bien la forma; lo verán enseguida. Y pueden
creerme a pie juntillas, que a lo largo de mi ya larga vida que nunca he sido internado
en un manicomio. Aunque he curioso, digamos. Manicomios como fachadas dentro de
los cuales vivían tipos que impresionaban como fachadas. Soy Napoleón. Es decir, soy
una fachada de Napoleón que, a su vez, fue una fachada de Napoleón. ¿Qué es locura?
¿Qué es cordura?, no creo que ya, a mi septuagenaria edad, se haga la luz en mi cerebro
respecto a esta cuestión crucial cuya elucidación considero que es impostergable- y más
en estos tiempos- para que la humanidad pueda continuar su marcha libre de
Napoleones. El estado de fachada, y me atrevería agregar, desde sus orígenes, define la
naturaleza del hombre que detrás de su fachada (O facha) sigue preguntándose quién es
mientras simula se lo que no sabe si es. Pero, habrá que admitirlo, nunca como ahora la
simulación fachadesca había alcanzado tan alto grado de generalización. Y mi madre y
yo, hay que admitirlo también, no podíamos ser la excepción: sólo que estábamos en
una situación critica. Y en las situaciones críticas, lo sabemos, toda problemática se
exacerba y muestra, en fascie aguda, lo que ha llegado a considerarse habitual dentro del
orden establecido. Parecer en vez de ser: este axioma domina la vida pública y privada.
¡Tiempo de actores! Las veis postrada en su lecho terminal. Piel y huesos. La veis
consumida y consumiéndose. La veis mirándome con mirada distante. Su cabeza
jibarizada por su ya larga agonía es una calavera forrada de apergamina epidermis que
se aconchaba hacia lo hondo de las órbitas. Desde ese hundimiento propicio ella finge
distante indiferencia. Pero yo atisbo. Sus ojillos espíenme. Me estudian, Ponéme el
Sapolán. Sorprendido mientras atisbaba. Haceme una friegas en los brazos. No puedo
más del dolor. Finge, pero puede más. ¿No puede más? Atisbo. Espía. ¿Así mamá?
Finjo. ¿Así? Sí, algo me calma. Ponéme. Atisbo. Sigue fingiendo. ¿Finge? No puedo
más. Puede más. Seguí. Sigo hasta que algo surgido de la cloaca de mi mente me impide
continuar. Vomito. ¡Algo! Ella no ha dejado de espiarme y de estudiarme ni por un solo
momento, aún en el momento en que vomitaba. Toda una civilización descascarándose,
desmoronándose, Pero sin dejar de vigilar a su enemigo que simula ser su amigo. Ahora
la atisbo yo a ella. Mi pobre y querida madrecita. Amuecada. Boca torcida por la mal
colocada dentadura postiza. Torciéndole los labios escamosos. La veis. ¿La veis? Yo al
veo y la atisbo como una ruina pronto a hacerla sucumbir del todo. Las civilizaciones
también mueren o deben morir. Porque civilización es simulación.

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