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HISTORIA NEGRA DE NAVIDAD. Por Juan Jesús Amo Ochoa.

Como establecen los cánones, nevaba. Quitaos de la cabeza cualquier idea sobre nieves
blancas y arbolitos bellamente cubiertos de encajes de hielo, centelleantes y luminosos.
Con un poco de imaginación, la nieve de la que os hablo podría calificarse como “gris”,
aunque “caspa grisácea con grumos parduscos de sebo sin identificar” está más cerca de
la realidad. En el suelo la sopa formaba una pasta oscura y traicionera que se deleitaba
en introducirse dentro de los zapatos a la menor oportunidad (e incluso antes) fría como
el hocico de un chucho. El conejito despeinado, moreno, pequeño, sacudió de forma
automática (y completamente impráctica) su gabardina. Se colocó en la boca un cigarro
y palpó sus bolsillos bajo la mirada depredadora de la señora que estaba sentada bajo el
letrero “Recepción” y que casi babeaba de gusto anticipando el momento en el que diría
“Señor, aquí no se puede fumar” con una voz que podría disolver mármol. Para su
decepción, el conejito, sin encontrar lo que buscaba, se limitó a morder con fuerza el
extremo del puro y, cometiendo la osadía de pasarla por alto, se dirigió hacia los
ascensores.

-¿Puedo ayudarle en algo… señor? –chirrió como cinco uñas sobre una pared de yeso.

-¿Eh? No. Digo, sí –el conejito pareció momentáneamente desconcertado, un poco


perdido –Muy agradecido. Es usted muy amable. Estaba buscando el despacho del señor
Klöss -.

- ¿Tiene usted cita con el señor Klöss? –La señora estaba empleando a fondo una voz
cinco o seis grados más baja que la temperatura de la calle.

- No –respondió el conejito con una frescura que la dejó pasmada. Habitualmente,


cuando empleaba ese tono de voz, la gente apenas era capaz de balbucear incoherencias,
aplastados bajo el peso de la culpa (de cualquier culpa) –Pero estoy seguro de que el
señor Klöss estará interesado en hablar conmigo –respondió el conejito dirigiéndose
resueltamente hacia los ascensores. Sacó una pequeña libreta oscura y un lápiz de algún
lugar en el interior de la gabardina y se puso a estudiar el inmenso directorio de madera
negra y letras doradas. Fruncía un poco el ceño, como si necesitara gafas para ver de
cerca. La recepcionista lo siguió, abandonando su trono, con la boquita prieta como un
esfínter y marcando con los taconcitos un repiqueteo indignado sobre el suelo de
mármol brillante como un espejo (si uno se fijaba, además de su propio reflejo

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invertido, podía ver la figura fantasmal de un mayordomo sosteniendo un trocito de
algodón en sus guantes blancos)

- No se puede pasar –graznó –el señor Klöss ha dado instrucciones de que no se le


moleste-.

-Oh, pero, mi querida señora. Le prometo que mi visita no le causará molestia alguna.
Es más: estoy seguro de que me está esperando –mientras hablaba, el conejito terminó
de anotar en su libreta, pulsó el botón del ascensor, volvió a buscar en sus bolsillos –
Perdone…¿tendría usted una cerilla? –preguntó.

-Aquí no está perm… -la señora se encontró mirando su propio reflejo cuando la puerta
dorada del ascensor se le cerró en las narices.

Doce pisos más arriba la versión original de la recepcionista de la entrada colgó el


teléfono y sonrió para sí. Su sonrisa era al conjunto de las sonrisas como el limón es al
conjunto de las frutas.

Se puso en pie al escuchar el leve “ting” del ascensor. Preparó en silencio el más
desagradable de sus tonos de voz, aquel que reservaba para ocasiones especiales,
desarrollado durante años de oscuridad y transmitido de boca de bruja mala a oído de
bruja peor. Un tono de voz tan frío que las mujeres malparían al escucharlo (incluso sin
estar embarazadas), que cuajaba la leche, que los niños estallaban en sollozos y se
metían por sí mismos en los cuartos de las ratas, que los perros aullaban en la noche al
imaginarlo, que las plantas se arrugaban en sus macetas y se deshacían en polvo como
los vampiros en las películas de la Hammer.

-¿Puedo ayud…? –Una nube de humo de cigarro en la que cualquier rastro de oxígeno
había sido borrado a conciencia la envolvió. -¡¡¡Aquí no se puede fum…!!! –gimió en
un paroxismo de indignación.

-¡Oh! ¡Discúlpeme! ¡No sabe cuánto lo siento! –respondió el conejito apagando su puro
en la maceta más cercana -¡Lo siento mucho! ¿Sabe? Tengo ese vicio qué le vamos a
hacer. Mi mujer siempre me está diciendo que lo deje…Y no me deja fumar en casa…
Así que uno lo va encendiendo cuando tiene la oportunidad –mientras hablaba, el
conejito se deslizó por el pasillo, hizo un gesto de asombro ante un cuadro enorme que

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lo adornaba –caray, eso es un Picasso ¿verdad?. Vaya. Se ve que el señor Klöss es un
hombre de gusto. Este es su despacho ¿Sí? –dijo, empujando el picaporte.

Si en el mármol del piso del recibidor uno podía verse a sí mismo reflejado, la madera
del parqué del despacho parecía pertenecer a otro planeta. Un planeta en el que los
árboles fueran joyas y los animales se despojasen gustosamente de sus pieles sólo para
cubrir el suelo con olas de suavidad. A unos dos kilómetros de la puerta, un hombre
gordo, barbudo, vestido con un traje de terciopelo rojo que ni tú ni yo podríamos pagar
con nuestros sueldos de un año, sentado tras un lujoso escritorio del tamaño de una
furgoneta, levantó la cabeza.

-¿Puedo ayudarle en algo? -.

-Hola. Muy buenos días. Perdone que le moleste. El señor Klöss, supongo –dijo el
conejito –Soy el teniente Conejo, de la Policía. ¿Podría dedicarme unos minutos? –
inclinaba la cabeza con un gesto entre cortés y desvalido, como si le diera un poco de
vergüenza interrumpir a un señor tan importante. –Quisiera hablar con usted en relación
a un caso que me está trayendo loco…No me lo puedo quitar de la cabeza ¿Sabe usted?-

-¿Se refiere usted al de esas misteriosas desapariciones? –preguntó el barbudo.

-¡Exacto, exacto! Es usted un hombre muy bien informado, señor Klöss. Es


lógico…mmm –el conejito pareció hablar para sí –un hombre como usted…claro, tiene
que tener noticias de todo lo que sucede en el mundo de los negocios…mi mujer
siempre me dice que se gana más dinero con los oídos atentos que pateando las calles
día y noche como hago yo. Que me iría mejor si me hubiera hecho abogado, como mi
hermano…pero ¡así es la vida!-.

Klöss se puso en pie. El tío medía como dos metros de alto y otros dos de ancho. Era
igualito a un armario ropero vestido con un traje rojiblanco de terciopelo. Al verle, uno
tenía la impresión de estar mirando a David el Gnomo con una lupa gigante. Larga
barba blanca, gafitas redondas de alambre… Las mejillas, regordetas y sonrosadas como
manzanas hablaban de una larga relación con el whisky irlandés de calidad
(probablemente tomado con chocochispies para desayunar). Sus ojillos azulones de
perro de trineo miraron con frialdad al pequeño conejito.

-Y exactamente ¿qué puedo yo hacer por usted, detective? –

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-¡Oh, sí! Verá. Me preguntaba si conocía usted a los desaparecidos…si tenía alguna
relación con ellos. Estaban ustedes en el mismo negocio, según tengo entendido…eran
competidores ¿no?-.

-Bueno, teniente, esa es una forma muy fría de llamarlo. En realidad, nuestro campo de
trabajo es muy amplio. Millones de potenciales clientes. Podríamos decir que hay sitio
para todo el mundo-.

-Corríjame si me equivoco entonces. ¿Eran amigos suyos? Porque, en fin, la


desaparición de sus competidores, podría entenderse como algo que le beneficia a usted
mucho ¿no?

-Podría entenderse así, claro. En el mundo de los negocios la, digamos, ausencia de la
competencia beneficia a muchas personas. No sólo a mí, por supuesto. ¿Debo entender
que soy sospechoso de algo, teniente? -.

-¡Oh, no, no, no! No, no. Discúlpeme si le he dado esa impresión. Sólo estoy intentando
quitarme de la cabeza una idea que me ronda, ¿sabe? Como un mosquito. Mi mujer me
dice que tengo que aprender a olvidarme del trabajo. Pero ¡ya ve usted! Una idea se me
mete en la cabeza y da vueltas y no me deja dormir…verá usted. Yo me
preguntaba…los tres desaparecidos se dedicaban a lo mismo que usted: todo ese jaleo
del reparto de juguetes, todos los años…-.

-Su información es correcta, detective-.

-Y creo, perdóneme si me equivoco, que se dedicaban a ello desde mucho antes que
usted-.

-Bueno, eso es una cuestión de opiniones –respondió Klöss. En su voz se hubiera


podido conservar un riñón para trasplantes.

-¿No eran, cómo decirlo, entiéndame, sin ánimo de ofender en absoluto, los principales
referentes en el negocio? ¿Los más prestigiosos? –continuó el conejito, metiendo
alegremente el dedo en la llaga –Al menos eso es lo que tengo entendido, discúlpeme
usted. Desde hace más de dos mil años ¿no?... –miraba en torno suyo con franca
admiración, agachándose para inspeccionar las alfombras de cuando en cuando y
pasando el dedo por todas las superficies pulidas. -Estaba pensando en que,
evidentemente, ustedes no son personas normales. Quiero decir que las personas

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normales no viven dos mil años. Sino que son alguna clase de seres sobrenaturales,
usted ya me entiende. Como superhéroes, con poderes y todas esas cosas. ¡Caray! –se
asombró -¡Ojalá tuviera yo superpoderes! –.

-Bueno, teniente, no se trata de ningún secreto. Miles de niños creen en nosotros y en


nuestra misión. De alguna manera, se nos podría considerar héroes, como usted dice. Yo
prefiero pensar en términos de servicios a la comunidad –dijo el barbudo.

-Ya –el conejito asintió al tiempo que deambulaba por el inmenso despacho, cogiendo
un objeto caro aquí, un pisapapeles dorado allá. Klöss caminaba detrás de él colocando
de nuevo en su sitio, al milímetro, cada una de las cosas que el pequeño policía tocaba.
Algunas, incluso, las limpiaba con la manga de su chaqueta. –Y, dígame…tengo
entendido que al principio, usted era un ser humano normal ¿no?…ayúdeme con esta
duda: ¿cómo consigue uno convertirse en un semidiós? ¿es algo que podría hacer un
tipo como yo?. Porque, imagínese…volver a casa y decirle a mi mujer: mírame cariño,
soy un semidiós –el conejito sacó el puro del fondo de uno de los bolsillos de su
gabardina y lo mordió, guiñando un ojo. Palpó de nuevo sus bolsillos, buscando algo.

-Teniente…no quisiera ser grosero, pero, estoy bastante ocupado ahora mismo. Si lo
desea, puede pedir cita a mi secretaria y, en otra ocasión, hablamos largo y tendido
sobre todos estos asuntos. Ahora, si me disculpa –Klöss se dirigió hacia la puerta, como
si quisiera preservar el dulce aroma de la madera cara del potencial ataque tóxico del
cigarro que bailaba en los dedos del conejito.

-¡Oh, no quiero robarle su tiempo!¡discúlpeme! Sólo es que me estaba imaginando que


convertirse en un semidiós tiene que ver con el hecho de que, necesariamente, tiene que
haber mucha gente que crea en uno ¿no? –dijo el policía –Cuanta más gente, mejor ¿me
equivoco? Todos esos niños y niñas…con sus cabecitas llenas de fantasía y fuerza.
Caramba...tanta energía…-.

-Teniente, si fuera usted tan amable –Klöss sujetaba la puerta abierta. Un glaciar
empujaba inexorable en sus ojos. El conejito lo ignoró alegremente.

-No se preocupe, señor Klöss, ya me marcho. No quisiera importunarle más. Muchas


gracias por su ayuda. Me ha sido usted de mucha utilidad. Gracias –

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-Ha sido un placer, teniente –respondió el gordo, cerrando la puerta a sus espaldas.
Avanzó por la inmaculada alfombra, como un zepelín entre nubes algodonosas y miró
por la ventana. Tras dudar un instante, sacó de una caja acorazada una carpeta en la que
se leía: “3Reyes. CONFIDENCIAL”. Satisfecho, la abrió y se puso a examinar su
contenido.

-Una última cosa –la vocecita suave del conejo flotó en el aire provocando una
taquicardia en Klöss, que se apresuró a cerrar la carpeta con expresión culpable. –Si yo
quisiera, digamos, matar a un semidiós…lo único que tendría que hacer es conseguir
dejarle sin creyentes ¿verdad? –sujetaba el cigarro con una mano, mientras con la otra
seguía palmeando sus bolsillos. A todo esto, estaba otra vez delante de la mesa del
despacho. Con una mano apoyada sobre la carpeta.

-Quiero decir, y perdone si estoy equivocado, que si yo fuese un semidiós tan poderoso
como usted, y tuviese todo ese dinero…y un despacho como éste…y esos Picassos tan
bonitos…Porque son Picassos ¿no? A mi mujer le encantan esos cuadros, aunque yo
personalmente, no entiendo de pintura ¿sabe? Pero perdóneme, estoy
divagando…bueno, quiero decir que podría organizar las cosas para que, poco a poco,
los chiquillos dejasen de creer en los Reyes. Para que desapareciesen. Para que dejasen
de existir. No sé si me explico. Así yo podría quedarme como el dueño del cotarro.
Poderoso y todas esas cosas. Muy pocas personas podrían organizar un montaje a tan
gran escala. Y muy pocas estarían interesadas en hacerlo ¿No cree usted? –el conejito
miraba ahora directamente a los ojos de Klöss. No parecía tan pequeño. –Perdone
¿tendría usted una cerilla?-.

Maquinalmente, Klöss alargó un encendedor constelado de diamantes al pequeño


conejo, que lo miró con admiración, antes de aplicar la llama a la punta de su cigarro.
Una nube gris ascendió unos centímetros y se quedó flotando, justo a la altura de los
bulbos olfativos de cualquier incauto que tuviese la desgracia de pasar por allí.

-Supongamos…y digo, supongamos, teniente, que su divertido cuento fuera cierto –la
sonrisa del gordo se veía enorme y con muchos más dientes de los estrictamente
necesarios –Y que yo hubiese organizado ese “montaje” que usted tan pintorescamente
ha imaginado. ¿Qué se supone que tendría que pasar? Ninguno de mis carísimos
abogados (y, créalo, tengo un montón) considera que hacer desaparecer semidioses sea
un delito perseguido por la ley. Y mucho menos si se les hace desaparecer para mejorar

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la productividad y la economía de la nación. Sería como derribar un edificio viejo para
edificar un moderno centro comercial. De modo que no sucedería nada, en el supuesto,
hipotético, claro está, que imaginásemos que soy yo quien está detrás de esas
desapariciones –La gigantesca sonrisa pareció brillar sola en el aire, como la del gato
del cuento –No estamos hablando de matar a nadie, teniente-.

-No, no, tiene usted toda la razón –murmuró el conejo –No es, hablando en propiedad,
un delito…Pero verá usted. Resulta que mi mujer y yo hemos sido abuelos hace poco
tiempo…-

-Mi enhorabuena -.

-…Y verá, señor Klöss…cuando yo era pequeño…podía pasarme días enteros


esperando con ilusión la Noche de Reyes. Me portaba como un santo para que los Reyes
no me trajesen carbón. Era un momento puro. Mágico. Un momento que no tenía, no
podía tener etiquetas, letreros ni patrocinadores –el conejito, con gesto casual, sacó de
algún lugar de su gabardina un revólver maligno y negro. Lo miró un instante, como si
no supiera muy bien lo que era –Sin embargo, mi mujer dice que ahora muy pocos niños
pueden creer, porque los anuncios de televisión que usted paga, las cabalgatas que usted
patrocina, los carteles que usted coloca, los mensajes que usted transmite (asegurando
que es mucho mejor así, que es bueno enfrentarse a la realidad cuanto antes) están
haciendo desaparecer la ocasión de creer a esos chicos. Y eso, pienso que es una cosa
mala ¿me explico…señor? Nunca más en la vida la tendrán. No volverá jamás, como
sus infancias –la mirada del conejito se volvió soñadora. Pareció mirar a Klöss y mucho
más allá de Klöss. Durante un momento, el gordo tuvo la aterradora sensación de que,
en realidad, no existía. Que de alguna forma no estaba allí –No es asesinato, señor
Klöss. Es posible que sus abogados tengan razón. Quizá ni siquiera sea delito. Pero le
diré lo que yo pienso: pienso que es un robo. Sí. Eso es exactamente: un robo. Y me
gustaría que recordase una cosa, señor. Yo soy policía –el conejito volvió a guardar el
revólver en su gabardina, mordió con fuerza el extremo del puro, contaminando un poco
más el aire filtrado, depurado y acondicionado del despacho y se dirigió a la puerta. En
el último momento, se volvió hacia el gordo.

-Verá usted, señor Klöss. Una última cosa. Yo no soy una persona violenta. Mi mujer
siempre me lo dice: “No eres una persona violenta”. Pero me imagino que, si alguien
intentase robarme… O robar a alguien de mi familia. A uno de mis nietos tal vez.

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Robarnos algo importante… seguramente… seguramente me enfadaría. ¿Comprende
usted? Me enfadaría. Mucho. Buenos días y muchas gracias por su tiempo, señor Klöss-

Con un leve chasquido, la puerta se cerró, dejando atrapada dentro del despacho una
parte de la nube tóxica. Klöss, a quien muchos de vosotros conocéis, amiguitos y
amiguitas, se sentó en su más que amplio sillón giratorio y se volvió hacia el inmenso
ventanal con vistas sobre el Parque Central de una importante ciudad del Imperio de
cuyo nombre no quiero acordarme ahora. Doce pisos más abajo, las personas se movían
como hormiguitas insignificantes. Suspiró, con la caricatura de una sonrisa
sobrevolando sus labios.

-Discúlpeme, señor Klöss. Aquí hay un gran grupo de personas que quieren verle para
hablar con usted sobre unas desapariciones -.

-Ahora mismo estoy ocupado. Vaya dándoles cita para otro día -.

-Discúlpeme, señor Klöss, pero el que dice representar al grupo parece bastante
enfadado e insiste en hablar con usted ahora mismo. Dice llamarse Bond. James Bond -.

FIN.

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