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CAPÍTULO I

Golpeó suavemente sus nudillos contra la puerta y entró. Evitó la mínima espera exigible a

una contestación por lo avanzado de la mañana.

Ellos no sintieron su presencia hasta que alcanzó el centro de la habitación y vieron cómo

los observaba fijamente.

Se quedó petrificada ante la escena. Con un fardo de sábanas y toallas limpias sostenido

entre los brazos y sus serviciales ojos clavados sobre Ellos como astilla en uña. Sin decidirse a dar

un paso más para comenzar su faena diaria.

Ella la cogió del brazo y la sacó de la habitación del hotel sin apenas decir palabra.

Era una mucama pequeña, delgada, piel cobriza y rasgos indígenas. Posiblemente de algún

poblado de la Sierra Madre del norte de México. Como tantas otras habría probado sin éxito el salto

al gran país de la abundancia, pero el miedo al desprecio por el fracaso la retenía allí y reprimía su

regreso.

No mostró ni un solo gesto de contrariedad. Se dejó llevar por Ella con una actitud de

servidumbre y a la vez de extraordinaria indiferencia.

Cuando ya caminaba por el pasillo exterior del hotel en busca de la escalera que bajaba a

recepción, se volvió para atender un -pssssst-. Muy suavemente, Ella se llevó el dedo índice a sus

labios en una inequívoca señal que le reclamaba discreción.

La despidió con una forzada sonrisa intentando encontrar en la empleada un mínimo atisbo
de complicidad, pero su inexpresivo gesto no le proporcionó ninguna sensación de confianza. La

vio desaparecer entre las plantas que flanqueaban la escalera. Con la vista dirigida hacia el suelo y

una conducta de obediencia que a Ella le resultaba desconocida, pero que la mucama heredaba de

muchos siglos atrás.

Cuando regresó a la habitación Él se había quedado dormido. El sol, que ya estaba alto y

comenzaba a ponerse descortés, le golpeaba la cara con un incesante directo hasta dejarlo knockout.

Ella se acercó a la ventana, la cerró y le ayudó a negociar el sueño. Después de hacer retroceder

cuatro horas el tiempo y sumir la habitación en una noche forzada, se quedó mirando entre las dos

cortinas el desértico paisaje que unía dos lugares tan diferentes.

Tierra cauterizada saturada de miserables que deambulaban hacia ninguna parte con su

hogar a la espalda como coraza de tortuga. Zarzales que se habían unido entre sí en un peregrinar

provocado por revoltosas bocanadas de viento, evocadores de las capitanas de la tierra donde había

crecido.

Se acercó a Él y vio que la mancha de sangre había empapado el colchón. No era grave, pero

la pérdida había sido abundante.

Sudaba y su sudor olía a alcohol. Se había mezclado con la primera sangre emanada y

apestaba, aunque tenía un sabor dulzón a tequila. Empapó el líquido con la última toalla disponible

y decidió salir en busca de compresas, vendas y antisépticos para varios días.

La noche anterior mientras paseaban por Tijuana docenas de críos les invitaban a disfrutar,

sin riesgo legal, de farmacología prohibida en el otro lado.

Drogas, alcohol y rameras eran los incentivos de una ciudad incluida en su proyecto original

de visitas, pero en diferente condición de invitados.

Salió de la habitación sin miedo a despertarlo. Estaba profundamente dormido y de

momento había conseguido parar la hemorragia.


Bajó despacio las escaleras por donde había visto desaparecer a la mucama. El hotel, vacío

como vida prestada. Cruzó el desocupado breakfast hall. Despejado como el azulado cielo de la

ciudad.

Vacío y silencio habían sido sus aliados dos horas antes. Cuando llegaron con un aspecto

desolador.

Él, apoyado en Ella y con su mano apretando fuerte el costado, intentando parar una

inevitable hemorragia.

Evitando ruidos que delataran su llegada.

Los dos, exhaustos por un día y una noche interminables y cargados de alcohol y miedo,

pero fundidos en un obligado abrazo, epílogo de una jornada agotadora.

Al pasar por recepción se encontraron la fortuna de cara. El conserje de noche había

desaparecido. Lograron entrar con reserva, superar las escaleras -que hacía un minuto Ella había

bajado- e introducir la llave en la cerradura sin alarmar a los pocos seres vivos que dilapidaban una

noche de sus vidas durmiendo en el hotel.

La escena le venía a la memoria conforme llegaba a recepción y veía a la mucama frente al

mostrador. Hablaba con alguien que Ella no podía ver. Al avanzar, la mucama retrocedió con una

mirada de arrepentimiento y pudo ver a su interlocutor.

-No me vengan con mamucadas, güeros. Tienen dos horas para pelarse de aquí o los placas

de medio estado se van a enterar que tienen sus blancos culos en mi hotel. Órale, soy un bato bien

ley. Nada de poner el dedo a la raza. Pero por dos pinches putos gabachos no me rifo el cuero.

Móchense con una feria y les regalo dos horas de vida.

El dueño del Villa de Zaragoza susurraba para no llamar la atención de tres gringos que

apuraban vidas y alargaban noche en el bar del hotel.

Y apretaba los dientes en una agresiva demostración de disconformidad.

Vestía un refinado traje negro y camisa tejana blanca.

Y lucía unos dientes que venían echando de menos un cepillado desde hacía una semana.
Salió fuera del mostrador para acercarse a Ella, pero ni con el alzado de las botas tejanas que

calzaba conseguía dirigir la mirada a su misma altura. Terminó por elevarse sobre las puntas de sus

pies y la desafío poniendo su índice derecho muy cerca de su nariz. Enjuto, nervudo, piel tostada.

Su actitud tranquila y educada -pero cargada de violencia- provocó en Ella cierto pánico, aunque su

talante resacoso no le permitía adivinar en el hombre más que un fino borrón. Le largó 500 dolares

por dos horas de silencio. El mexicano los tomó y los introdujo entre su pantalón y la enorme

hebilla dorada del cinturón, como si el cuerno de chivo labrado en ella fuera una suerte de caja de

seguridad.

A las diez de la mañana la ciudad fronteriza ya era un hervidero. Puestos callejeros. Putas

que se reintegraban a una vida casta. Sirenas de policía jadeantes tras una agitada noche.

Miedo, cansancio y cruda de la madrugada anterior le provocaban una anónima sensación

de inseguridad.

Caminaba sin rumbo fijo.

Y un violento dolor de cabeza le impedía pensar.

Un hombre con sombrero norteño que aseguraba la esquina de un edificio con su espalda, le

apuntó dos cuadras más abajo para alcanzar la farmacia más cercana. A la gratitud y obligada

sonrisa de Ella, contestó rematando un cigarro hecho a mano con la punta de su bota.

Ella escupió la lista grabada en su cerebro al llegar su turno.

La dependienta, con parsimonia, fue sirviendo todo lo demandado sin cuestionar nada. Con

discrección, Ella colocó un billete de 100 dólares entre la palma de su mano y el mostrador y en voz

baja le pidió morfina. La muchacha hizo un gesto de desaprobación, tomó el billete, lo puso en el

bolsillo de su blanca bata y le sacó una caja de codeína.

-Nomás pura codeína le puedo servir a la señorita -le dijo la empleada.


Logró concentrarse durante unos minutos para volver presurosa al hotel.

Podía oír los acordes de Banda Sinaloense que sonaron en Las Pulgas la noche anterior.

Podía ver las parejas que bailaban en la pista del local, a través de las coronas incrustadas en

la metálica cubeta servida por el mesero.

Y podía percibir el suave aroma a tequila que desprendían las margaritas.

Y cómo se fundió con el olor a azufre del disparo que finiquitó el único momento de

placidez de los últimos días.

-Hora y media -el patrón del hotel le acuciaba mostrándole su reloj de oro.

Abrió suavemente la puerta de la oscura habitación. Tuvo que palpar varias veces la pared

para descubrir el interruptor y restituir el momento real. Rápidamente corrió las cortinas, invirtiendo

luz artificial por la claridad del día. Sus intentos de ofrecerle un apacible despertar fueron en vano.

Ni el contacto de la mano en su cara consiguió sacarlo de una fatigosa ensoñación.

Empapó una compresa con yodo y la colocó suavemente sobre la herida.

Se despertó con un grito de dolor, pero le tapó la boca con su boca y mitigó suplicio y

estridencia.

-Te vas a curar, nos iremos y todo quedará en un mal recuerdo. Ahora necesito que te

pongas de costado.

La herida había empeorado. La última toalla utilizada como apósito estaba empapada con

sangre de un tono grana opaco. Casi negro. Volvió a echar yodo en otra compresa. Terminó de

limpiar la sangre y la aseguró de forma definitiva en el costado, donde la bala le había producido un

fuerte desgarro de músculo y piel. Enrolló la venda alrededor del abdomen y le dio 60 mg. de

codeína.

-Tiene gracia, toda la noche pidiendo “Gabino Barrera” y termino como un colador.
-A ti tampoco te importa la plata ni pagar los mariachis.

-No tengo ganas de hacer juegos con letras de corridos, me duele mucho.

-Pronto te bajará el dolor. Tenemos que irnos.

Salieron del hotel como dos lisiados después de una batalla. Él apoyado sobre el hombro de

Ella. Ella, con los bultos y el aliento que concede la sospecha de un futuro más deseado.

-Pórtense bien, güeritos. -La complacencia de un provechoso negocio forzó en el mexicano

una media sonrisa de despedida.

Llegaron al abrasador parking descubierto del hotel. El calor era ya tan sofocante que subir

al damnificado coche les supuso un calvario. Era mediodía y el sol había convertido el Petit Cruiser

azul en un crematorio.

Él se acomodó con gran dolor. Un resoplido le indicó a Ella que estaba preparado para

partir. Metió la llave en el contacto, la giró y el ruido del motor al desperezarse sonó al despertar de

un anciano con los pulmones corrompidos por el tabaco.

-Por favor, música -le solicitó Él, constatando mejoría.

Ella sacó uno de los cd's que compraron a un viejito la noche anterior. Eran “Los

Incomparables de Tijuana”, grupo local que según el viejo "contaba hechos reales que sucedían en

su ciudad".

Lo introdujo en el reproductor y subió el volumen. Los primeros compases de “El número

Uno” llenaron de vida el pequeño espacio que durante los últimos días había sido, más que un

simple medio de transporte, íntimo refugio donde padecer contrariedades.

Una espiral de incomprensibles sucesos de cuyo origen se declaraban ignorantes había

conseguido transformar sus acomodadas vidas.

Y para su infortunio, no tenían la certeza de tener en sus manos la conclusión.

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