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Al respecto pienso que en una sociedad democrática —y con mayor razón en una
institución universitaria pública— como la que muchos aspiramos a construir, las muestras
de rechazo al autoritarismo y la intolerancia que derivan del poder, no sólo resultan
bienvenidas sino indispensables, en tanto manifestación del pensamiento crítico e
independiente. Manifestar desacuerdos en voz alta —“Democracia universitaria”, “No a la
violencia en la UACM”—, son demandas muy alejadas de la falta de respeto, el insulto y
más aun de la violencia. Su expresión surge precisamente cuando los canales del diálogo
han sido cerrados por la intolerancia, y esta protesta sucede hasta en las mejores
universidades, tan solo por el hecho de serlo. Por otra parte, contrario sensu de lo
afirmado por la Comisión de Organización del C.U., el diálogo de la comunidad con las
autoridades no se establece de manera exclusiva “por medio de sus respectivos
representantes en el Consejo Universitario”, sino que dispone de múltiples conductos
institucionales.
A juzgar por el conflicto que les representa la protesta verbal, resultaría fácil imaginar lo
que piensan las y los honorables miembros de la citada Comisión de Organización
respecto a los diputados del PRD, cuando éstos han tomado la tribuna del recinto
legislativo, en medio de gritos, chiflidos y descalificaciones, para impedir que los órganos
camarales consumen su labor impositiva de leyes y resoluciones, como fue el haber
declarado presidente de la República a un individuo que ejerce el poder Ejecutivo merced
al fraude electoral que todas y todos presenciamos. Todo lo contrario de aquellos actos
protocolarios del ayer, cuando cámaras integradas por corifeos y levantadedos bien
portados, sólo osaban interrumpir el discurso del “Señor Presidente” para proferir algún
halago desmedido que bien pronto era secundado por la ovación del oprobio. Aún
recordamos aquel “¡Que digno presidente tenemos!”, cuando Díaz Ordaz asumía, con
orgullo, la responsabilidad por la masacre de estudiantes el 2 de octubre de 1968. ¡Esos
eran diputados decentes y de buenas costumbres!, no como “la turbamulta de
descalzonados y majaderos” de hoy (Diego Fernández dixit). Lo paradójico es que esta
Universidad es un genuino producto de las luchas sociales que este país ha presenciado
por lo menos desde 1968, sin excluir las batallas políticas y electorales que, obligando al
gobierno federal a respetar el voto ciudadano, pudieron instituir la administración local que
creó esta UACM.
Las ruidosas protestas de la oposición política y social de izquierda —en el parlamento,
las calles, los centros de trabajo y de estudio— expresaban la necesidad imperiosa de
terminar con un régimen antidemocrático al servicio de las clases dominantes. Los gritos
de los universitarios que se quedaron afuera de un auditorio al cual sólo pudieron ingresar
algunos selectos invitados, tienen una causa real: el rechazo a algo que es más que un
autoritario “estilo personal de gobernar”: la pretensión de acabar con el proyecto de
universidad pública, crítica, científica, humanística y popular, que ha sido el sello distintivo
de la UACM. Es también el repudio a la política laboral de esta administración, que se ha
caracterizado por “vejaciones, desprecio al trabajo y a los trabajadores académicos y
administrativos, amenazas, despidos injustificados, desprecio de los espacios colegiados,
entre otros, [que] son la práctica cotidiana en nuestra Universidad.”, según lo expresa el
Comité Ejecutivo del SUTUACM.