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El Aleph
Jorge Luis Borges
1. Aclaración inicial
Si bien se trata aquí de una lectura y análisis de un cuento preciso, se pretende
también establecer cómo en él se manifiesta un cierto centro de toda la literatura
borgeana. En ese sentido, el relato resulta una buena puerta de entrada y un lugar
apto para la compresión de algunos aspectos fundamentales de la obra de Jorge
Luis Borges.
2. Planteo
El cuento está estructurado a partir de la descripción de una situación inicial, del
planteo del enigma, de la búsqueda de la solución, y de una situación final que,
si bien en cierto sentido constituye un retorno a la situación inicial, lo hace en el
marco de una transfiguración que el personaje ha sufrido (y que por tanto
modifica también su circunstancia y entorno, es decir la situación), cosa que
permite una apertura, un quiebre de algo que podría ser sólo circular, cerrado,
reiteración cíclica.
Aunque se anticipe un poco el análisis, conviene señalar aquí dos cosas. En
primer lugar, la búsqueda de la solución del enigma, aunque esté acometida por
un hombre encarcelado y postrado, reviste las características de una viaje o
peregrinación, de un itinerario que tiene sus avatares. Este recurso atraviesa toda
la obra de Borges. En segundo lugar, otro punto fundamental que hay que
señalar de la estructura del relato, sobre todo para una interpretación general del
cuento, es que hay una búsqueda explícita y otra más bien velada, o secreta.
Ambas se irán interpenetrando, y aunque de la primera se irá pasando a la
segunda, las dos se mantendrán en niveles diferentes, aunque borrosos, ya que la
búsqueda explícita es también de carácter críptico y prefigura, dentro del límite
de la capacidad humana, la forma que sólo un dios podría manifestar
ilimitadamente. En efecto, el planteo del enigma se presenta como una sentencia
mágica que, además, es escrita, y que es una de las tradiciones del dios. Se trata,
pues, de una tradición; de modo que, al menos inicialmente, es algo que no
consiste en una experiencia inmediata, una certeza personal, sino algo heredado.
Pero este es el camino que Tzinacán deberá recorrer, ya que él es responsable y
consciente de esa tradición; él la representa. Sin embargo, ya al final de las
descripción de la situación inicial, se lee que hay un "tesoro escondido" que se
supone que está en un "lugar" que Tzinacán puede "revelar". La ubicación de
esta afirmación es importante, porque concluye la estructura de la primera parte
del relato, y es la primera vez que se menciona al dios (en singular; el párrafo
anterior hace una vaga mención a "los dioses"): Abaieron, delante de mis ojos, el
ídolo del dios, pero eso no me abandonó y me mantuve silencioso entre los
tormentos. El silencio también será creciente, constitutivo de la revelación y de
la metodología de su búsqueda; un slencio que no excluye la palabra sino que la
hace posible y la justifica, en la medida qen que es espacio de manifestación y
de resonancia de lo inefable. (Inefable en cualquier otro ámbito diverso del
silencio).
El relato tiene un punto de inflexión que vincula los dos ámbitos diferentes, el de
la búsqueda explícita y el de la secreta, el camino de Tzinacán con la meta que lo
excede. Este vínculo, que comporta un camino ascendente, solo puede
producirse de manera descendente (la Rueda es altísima): es el ámbito superior
(o, si se quiere, más profundo) el que determina el vínculo sobre el otro ámbito,
que sólo puede disponer y acepar las situaciones hasta que se produzca lo que no
puedo olvidar ni comunicar: "ocurrió". Este punto de inflexión aparece cuando
se declara que en realidad hay dos enigmas: uno concreto y uno genérico. El
primero es el que Tzinacán se abocará a descifrar inicialmente; es el enigma de
una escritura que es del dios, pero que está en el mundo y, por lo tano, sujeta al
tiempo, al espacio y la multiplicidad. El segundo es el que puede manifestarse
sólo por sí mismo, y es una palabra (una Palabra Única) en la que no hay
opuestos sino (en cierto sentido) diferencias, y que puede contener y pronunciar,
simultáneamente, la totalidad de la realidad (una palabra y en esa palabra la
plenitud). Este punto de inflexión, que declara la existencia de dos enigmas,
alcanzará su vértice (mediado por un sueño) en la visión, que constituye el
centro del relato. Allí el enigma concreto se tornará en realidad algo puramente
abstracto, mientras que lo que parecía genérico aparecerá como lo más concreto
(o real o intenso): la revelación que no puede ser cabalmente dicha, que
transfigurará a Tzinacán y determinará la forma final del relato: el silencio y
lvido de Tzinacán en favor de la posible manifestación del Verbo.
En elogio de la sombra hay dos poemas que pueden ser emparentados con "La
escritura del Dios": "Laberinto" y “El laberinto". En ambas composiciones
aparece el encierro, la piedra y la fiera. La piedra es cárcel y laberinto, que
remiten aquí más explícitamente al universo, que es el que en el fondo se
manifiesta tantas veces con estas características. Es también lugar infernal, no
solo por los tormentos sino por cómo es, por su estructura: una construcción para
perder hombres; pérdida que tampoco es sólo física sino metafísica es la
búsqueda de revelación o rendición que en ese ámbito se desarrolla. (No carece
de interés, en la obra borgeana, que la divinidad se pueda manifestar en un
ámbito infernal). Queda dicho, pues, en estos dos poemas, de un modo más
explicito, que el ámbito equivale al universo. No importa si uno se sitúa en un
pequeño fragmento del orbe o ante el universo mundo, la experiencia seguirá
siendo la misma: de extravío. Es mas, la existencia misma es la que puede ser
laberíntica. Mas adelante dirá Tzinacán: Quizás en mi cara estuviera escrita la
magia, quizás yo mismo fuera el fin de mi busca.
El texto de “La escritura del Dios” está redactado en primera persona del
singular, salvo cinco renglones en los que , en el ultimo parrafo del cuento, se
pasa palabra ”Tzinacán”; así se presenta el protagonista. La palabra “yo” y la
palabra “Tzinacan” aparecerán como sujeto en alguno otro momento del relato.
Pero la locución yo Tzinacán, no aparecerá sino hasta el final del relato; sólo
dos veces aparece de esta forma. Se puede decir que, de algún modo, esta doble
mención enmarca al cuento. Pero el que se predica de yo; Tzinacán, al comienzo
y al final del relato, revela a un sujeto completamente modificado, sobre el que
los sucesos que se narran han operado una profunda transfiguración.
Del otro (lado) hay un jaguar .Como bien afirma Gabriela Massuh en la obra ya
citada en la nota 2(1980, 119), para Tzinacán tiempo y espacio no existen como
categorías concretas de percepción. Tzinacán está despojado, postrado y a
oscuras, en un universo íntimo, vasto y opresivo, vació, que es una cárcel que ya
no dejare en mi vida mortal. Ésta es la situación inicial. Solo el jaguar es algo
vivo, y mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. De
manera que sólo en la fiera puede revelarse algo del espacio y del tiempo
(cualidades vitales, esenciales, ofrecidas a quien yace en la postura de mi
muerte), pero resultan categorías reducidas a una expresión mínima o
desdibujada, haciendo señales hacia otra cosa (la visión que sobrevendrá a
Tzinacán supondrá la abolición del espacio y el tiempo), ya que lo qu los mide
es secreto e igual, y torna a ese espacio y tiempo parte de lo que constituye el
cautiverio, parte te la prisión que es el universo. E este sentido, el jaguar
Tzinacán, para quien tiempo y espacio (Cómo para los animales) se desvanecen
como realidades significativas, reduciéndolo a una suerte de puro presente en el
que deberán surgir nuevas significaciones.
No es casual que Borges, a lo largo del relato, use indistintamente la palabra
“jaguar” y la palabra “tigre”. La palabra “jaguar” está impuesta por el ámbito del
relato: Mesoamérica. Pero es sabido que, junto al laberinto, los espejos, los
rostros, los crepúsculos y otros símbolos borgeanos, el tigre es uno de los
emblemas estéticos centrales. Estos símbolos cada uno a su manera, expresan la
tensión hacia un sentido significativo o hacia una revelación y, simultáneamente,
manifiestan la dificultad para acceder a lo que se pretende, que parece quedar
muchas veces diferido. También la dificultad para expresarlo, ya que estas cosas
aparecen además como inasibles. El laberinto postula y oculta la salida,
determina una búsqueda pero la bifurca y prolonga. El crepúsculo (de la mañana
o de la tarde) simplifica la realidad y expresa su centro esencial, y a la vez
desdibuja y hace menos nítidas las cosas reales en las que el centro se
manifiesta. El espejo puede reflejar una identidad o duplicar y acrecentar la
desidentificación, multiplicar la singularidad afantasmarla.
Es decir que estos símbolos aparecen como aptos, en la obra de Borges para
expresar de diversas formas algo que se manifiesta en todo: hay algo en las cosas
que no es “las cosas”, pero que se expresa allí; “allí” que obra de puerta que
permite un pasaje hacia ese “algo” expresado, pero que es un pasaje que nunca
se completa desde abajo, sino que es necesario que ocurra alguna revelación de
arriba o (como ya se dijo, de lo profundo.)
En cuanto al tigre, a Borges le gustaba una definición de Chesterton que él citó
muchas veces: es un símbolo de terrible elegancia. Es decir, símbolo de una
belleza que tiene algo de amenaza o de riesgo. El tigre es, simultáneamente,
luminoso y oscuro. La conjunción, en el diseño específico de su figura, del
amarillo y del negro, lo hace resplandecer dentro de una oscilación inquietante:
en su movimiento representa un espacio y un tiempo que parece desplazarse en
dos sentidos, como los planetas. Aun inmóvil, el tigre parece manifestar cierta
fluctuación, lo cual es central dentro de la estética borgeana: se trata de una
figura que no puede ser fijada. Así, el tigre, pasa rápidamente de ser un objeto,
una cosa acotada o limitada, a ser signo de otra cosa más amplia; posee, en su
figura singular, algo apto para expresar cierta síntesis metafísica. Y es así como
Borges lo hace evolucionar en “Tigres azules”, uno de sus cuentos masa
admirables y una de las parábolas metafísicas mas notables acerca de la belleza.
Este relato comienza con el recuerdo de algunas citas (Blake, la ya mencionada
de Chesterton) y se detiene inmediatamente en el tigre real, singular: Siempre
me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante cierta jaula del
Zoológico: nada me importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los
textos de historia natural por los grabados de los tigres. Luego un amigo le dice
al protagonista que en cierta aldea muy distante del Ganges habia oído hablar
de tigres azules.
Aquí comienza el viaje, la peregrinación, para verificar este hecho para verificar
este hecho inaudito. Vienen luego una serie de avatares y, al final de todas las
búsquedas, se termina en el umbral de la divinidad: Ya en el recinto pense que
Dios y Alá son dos nombres de un solo Ser inconcebible y le pedi en voz alta
que me librara de mi carga. Inmóvil aguardé una contestación. No oí los pasos,
pero una voz cercana me dijo: “He venido”. Al igual que en “La escritura del
Dios”, el relato presenta un momento en que el protagonista estça a punto de
darse por vencido: En cuanto al Tigre…Las muchas frustraciones habían
gastado mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros. En
nuestro cuento Tzinacán va a decir: No diré las fatigas de mi labor. Mas de una
vez grité a la boveda que era imposible descifrar aquel texto. Y, sin embargo,
como en el otro caso, se seguirá buscando. Tambien en ambos relatos habrá un
sueño que antecede al hecho extraordinario que los dos cuentos narran. Ambos
textos refieren la existencia de un enigma o secreto. Por lo último, ambos finales
plantean la posibilidad de permanecer en él, la necesidad de reponer lo ordinario
una vez que se ha asistido a la proximidad o inminencia de lo sobrenatural o
sobrehumano. Aunque inasible por lo general, puede quedar una suerte de
revelacion confiada al protagonista, que verá así totalmente cambiada su vida y
sy percepción de las cosas. Lo que no puede quedar es el protagonista en el
espacio de lo milagroso; es un momento que la divinidad concede, pero del que
el hombre no puede apropiarse: querer seguir pisando suelo sagrado más allá de
lo otorgado equivaldría a una profanación. De ahí la necesidad de reponer lo
ordinario.
Lo que no se puede dejar de subrayar en la estética de Borges es que si bien el
tigre real importa y es bello, principalmente importa en función del problema
que le impone a la poesía: la dificultad de nombrarlo. El tigre parece hecho para
ser visto. Poco a poco, su misma intensidad es capaz de remitir a otras visiones,
a algo a lo que el tigre alude pero que es más que el tigre. En ese asunto está
presente, constantemente, la cuestión del lenguaje, de sus límites y alcances.
En “La escritura del Dios”, Tzinacán se abocará a la contemplación del tigre con
el objeto de articular las palabras que el dios ha escrito en él. En esa actividad lo
sorprenderá la visión de otra realidad más adecuada a la palabra de un dios: un
universo simultaneo que presupone una Palabra Única capaz de pronunciarlo. Es
una palabra vedad a los hombres pero no a la divinidad, por lo cual es posible
una unión con ella aunque el lenguaje humano fracase para referirla: Entonces
ocurrió lo que no pudo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad.
El hecho de que aunque el hombre no pueda acceder a esa Palabra ella sí pueda
acceder a él, no implica que el hombre no deba buscar un lenguaje; al contrario,
el lenguaje es el que hace posible, A través de sus límites y sucesivos fracasos,
un desplazamiento hacia el silencio que le permitirá a él ser objeto de lenguaje,
de un lenguaje final y distinto pero que presupone el camino recorrido. Es
necesario, pues ”ver al tigre”