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Escondió el cuchillo y se hizo el disimulado.

A veinte metros se
acercaban las hermosas y largas piernas de “la Guajira”, seguidas
de un Spirit negro, sin placas ni logotipos, tripulado por dos
judiciales muy conocidos en ese primer cuadro de la Ciudad de
México. “La Guajira” avanzaba con paso fastidiado, ya no le
importaba parecer sensual, metida en ese minúsculo vestido verde
que resaltaba sus anchas caderas. Sabía que los policías buscaban
que compartiera las ganancias o la mercancía. Ese era el precio
para que la dejaran en paz. Ellos sabían que finalmente cedería y no
perdían la calma. Mientras tanto, contemplaban su andar sorteando
charcos entre el adoquín de la banqueta y el falso empedrado de la
calle.

Pasaron junto a Gilberto y éste fingió calentarse las manos con el


vaho de la boca. La noche era fría y la calle estaba solitaria. La
lluvia ahuyenta a las personas, un punto a favor de Gilberto: no
había testigos. Pero la lluvia jugaba en contra de “La Guajira”:
tendría que soportar el asco de tener a un “tira” entre las piernas,
gracias a que el mal tiempo había alejado a los posibles clientes.
Ella se detuvo, el coche también, nadie dijo una palabra, todos
sabían las reglas del juego. “La Guajira” abrió la puerta de atrás y se
recostó con las piernas abiertas; el agente, que fungía como copiloto
se pasó al asiento trasero. Simplemente se bajó el cierre y se tiró
sobre ella. El agente que conducía, se tuvo que bajar y cerrar la
puerta e inmediatamente después manejar despacio para no
incomodar a su compañero. Ninguno de los tres notó la presencia de
Gilberto.
Gilberto miró, por enésima vez, su reloj. Con un paliacate se limpio
el sudor de frente y manos, después lo guardo, hecho bola, en la
cintura de su pantalón. Encontró un lugar seco en la orilla de la
banqueta, entre las defensas de dos coches desvalijados, ahí se
sentó. Miró a ambos lados de la acera y sólo vio una rata que se
detuvo en el quicio de una puerta; Gilberto le lanzó una piedra con la
intención de asustarla y la rata entró en la vecindad que tenía
enfrente. Gilberto se descubrió la pierna izquierda, de su calcetín
extrajo una cartera. Nuevamente miró a su alrededor. A lo lejos
escucho la sirena de una patrulla y, en alguna parte, en alguna
fiesta quizá, se oía música de Rubén Blades. Revisó su cartera. Los
filos de varios billetes grandes se asomaron. Gilberto sacó un boleto
de autobús y lo leyó. Tenía marcada la hora de las 0.45 y su reloj
anunciaba las 11.30. Guardó su cartera donde estaba y volvió a
sacar el cuchillo. Se movió entre los vehículos estacionados. Su
espigada esbeltez le permitía adoptar los movimientos de un gato y
de no ser por la playera blanca, que estrenaba esa noche, sería
invisible en la oscuridad de la calle Zapata.

El frío de esa noche nunca se parecería al que sintió seis años


antes, cuando él apenas cumplía los nueve y llegaba la Mercado
Ampudia. Después de comer, durante cinco días, lo que recogía de
la basura que tiraban los verduleros y fruteros de la nave mayor de
La Merced, decidió aceptar el trabajo que le ofrecían para matar
ratas por la noche. Las ratas son las peores enemigas de los
dulceros “porque todo lo muerden y todo lo cagan”, le había dicho
Don Cipriano, el dueño del puesto. En la primera noche, esa de
tanto frío, mató quince roedores. Tenía buen ojo y buena puntería
con la resortera. Don Cipriano le perdonó que hubiera tomado
algunas colaciones como parque, cuando se le agotaron las piedras.
Las mató de las once de la noche a las cuatro de la mañana.
Después de esa hora las ratas no salen porque se asustan con la
gente que sale a trabajar. En la madrugada era muy intenso el frío y
Don Cipriano le aconsejó que fuera un rato a “la casa del ciego”, un
galerón con sesenta literas que un invidente rentaba a los
limosneros, vagos y teporochos de la zona. El precio era de cinco
pesos por cama y cobija y tenía que ser desocupada a las ocho de
la mañana. Gilberto decidió no malgastar su poco dinero y prefirió
esperar a que dieran las seis de la mañana y meterse a un vagón
del metro. Se sentó y se durmió. Debió de haber dado cinco vueltas
pues se despertó hasta las diez. Se tocó los brazos: ya no tenía
escarcha nocturna en la piel.

Hoy también tenía escarcha en la piel, pero las venas le hervían. Era
una rara ansiedad que le cosquilleaba en todo el cuerpo. Conocía
cada segundo de lo que sucedía en esa calle. Ochenta y tres
noches le costó, desde las azoteas, confirmar cada detalle del ritual
que ejecutaban Yolanda, hija de Doña Gloria Ibarra, lideresa de los
comerciantes ambulantes, y Jiménez , un padrote. A Yolanda
siempre la cuidaban dos gordos, mismos que ella mandaba a
descansar en cuanto veía venir a Jiménez. Parecía que se querían.
Se tomaban de las manos y se hacían mil arrumacos, tantos que se
tardaban una hora en recorrer la última cuadra por la que ahora
venían, de Santísima a Margil. Siempre era lo mismo. Casi sabía lo
que se decían y sabía lo que continuaba después que se
separaban: ella se quedaría mirando la oscuridad, mientras él se
pierde en la lejanía de la calle de Correo Mayor. Jiménez nunca
caminaba hacia Circunvalación, a pesar de ser la calle más próxima,
ese era territorio de “El Camaro”, otro padrote.

Ese viernes fue particularmente feliz para Yolanda y su madre. Era


el día de la recolección de cuotas. Traía, en un morralito, por lo
menos ochocientos mil pesos. Y sin ninguna preocupación se
quedaría cinco minutos sola, en el espacio más peligroso de la
ciudad, por ser hija de quien era. Por lo pronto, aún estaba con su
novio. Eran las 11.53 y se besaban y se frotaban como diaria
despedida. Gilberto observaba desde su escondite y, sin querer, se
acordó de Perla.

Perla trabajaba en el callejón de San Pablo. Tenía diecisiete años


cuando conoció a Gilberto y dos de trabajar para Jiménez. Gilberto
tenía entonces trece años y no era del todo feo. Sobre todo desde
que trabajaba como cargador, en el día, y el cuerpo se le fue
marcando de músculos. La alimentación de mucha de verdura, poca
carne y mucho ejercicio lo conservaron delgado pero con mucha
fuerza. Además, a razón de que no tenía casa, que comía aún
sobras y solo ocasionalmente se emborrachaba, el dinero le
alcanzaba para comprar alguna ropa que guardaba en las bodegas
de Don Cipriano.
Un cinco de junio, única fecha que Gilberto recordaba con
satisfacción, llegó Perla a la bodega para guarecerse de la lluvia. El
estaba tallando resorteras con una charrasca, para su trabajo
nocturno, y se quedó impresionado con la presencia de Perla y la
manera como la lluvia había pegado el diminuto vestido a su
hermoso cuerpo. No llevaba sostén, “porque así llamaba más la
atención”, y la tanga se le adivinaba sin mucho esfuerzo. Gilberto,
que ya la había visto antes, nunca comprendió cómo es que una
muchacha tan hermosa aceptaba acostarse con albañiles, vagos y
borrachos a cambio de unos pesos. Supuso que por la misma razón
por la que él había aceptado ganarse unos pesos matando ratas a
medianoche.

Perla se sacudió el pelo y maldijo a la lluvia. Gilberto creía que era


mayor hasta que escuchó su voz. Era la primera vez que la tenía tan
cerca. Perla volteó a mirar al muchacho; en la atónita expresión
adivinó que no era molesta su presencia, por lo que siguió
maldiciendo y pasando las manos por su cuerpo para quitar algo de
agua. Gilberto simuló entonces que estaba concentrado en el tallado
de sus resorteras. Perla se acercó hasta donde estaba sentado. Sus
piernas, aún húmedas, y su tanga quedaron a tan solo unos
centímetros de su nariz.
-¿Tienes treinta pesos?- le preguntó mientras se movía
sensualmente.
El muchacho no respondió y continuó tallando la madera mientras la
miraba de soslayo.
- No importa... –dijo Perla mientras se levantaba el vestido hasta
la cintura. –Después me los pagas.
- ¡No! –gritó Gilberto. Incorporándose rápidamente corrió hasta la
puerta de la bodega. Miró a ambos lados de la calle para cerciorarse
de que Don Cipriano no anduviera cerca. Bajó la cortina y volteó a
ver a Perla, que sonreía divertida. Gilberto tenía miedo de
acercarse, aunque no era la primera vez que estaba con una mujer.
Es más, las tres anteriores eran mayores que Perla. Pero recordaba
claramente la comezón que le atormentó después de la última. En el
dispensario, al final de las penosas curaciones, le aconsejaron:
“nada de putas”. Pero al ver a Perla, y sus piernas tersas, sus
pechos medianos y firmes, decidió olvidarse de la recomendación. A
cambio Perla también se olvidó de los treinta pesos.

Gilberto no conocía otra manera de vivir. Muy pocas veces había


salido del Centro. En él encontraba todo lo que necesitaba: cines,
trabajo, comida, amigos... Incluso, en alguna ocasión encontró
marihuana y la dejó en la segunda cita. Al Centro venían gentes de
colonias que él nunca conocería. Pero esta noche planeaba salir de
este espacio de una vez y para siempre. En el Centro todo mundo
es esclavo de algunos caciques. Hay líder de limosneros, líder de
vendedores ambulantes, líder de comerciantes. Hasta las putas
tienen sus lideres. Cada quien tiene que mantener a su líder. Para
que el líder resulte necesario y útil, existe también un policía que
“chinga” todo el día hasta que te despoja de algún bien. La utilidad
del líder es limitar las exigencias del policía, pero nunca se acaban
ni el uno ni el otro. En algunas ocasiones se les ha visto comer
amigablemente a los líderes con las autoridades.

Las “pirujas” la tienen aún más difícil: ellas tienen líder, tienen policía
y tienen padrote. El padrote las apura y las exprime directamente.
Esa es la misión de Jiménez con Perla y otras compañeras del
callejón de San Pablo. Yolanda y doña Gloria explotan a los
comerciantes. Todos venden algo que en otras partes no tiene
dueño: la calle, esa superficie negra, sólida y mojada por la que
ahora Jiménez se alejaba de Yolanda.

La distancia entre Jiménez y la camioneta era de cuatro minutos,


rigurosamente cronometrados. Era seguro que nunca volteaba a ver
a su novia. Ella entraría a la casa en cuanto él prendiera los faros de
halógeno, pero ni aún con ellos podría ver a su novia en la lejanía.
Gilberto decidió que este era el momento idóneo. Salió de su
escondite a espaldas de la mujer. Los tenis le facilitaron la tarea.
Yolanda estaba completamente quieta cuando él la sujetó del cuello
con un brazo, mientras con el otro le puso el cuchillo en la garganta.
- No te muevas... deja caer la bolsa...
- ¡Pendejo! ¿No sabes quién soy? Quita tu pinche navaja que me
vas a lastimar! –dijo Yolanda mientras trataba, en vano, de verle
el rostro a su atacante.
- ¿Qué dejes caer la bolsa hija de tu pinche madre!
La mujer no tuvo más remedio y movió el hombro para que cayera la
bolsa. La correa lentamente se deslizó por el brazo hasta que el
pesado costalito cayó en el suelo mojado. Con movimientos
calculados Gilberto recorrió del cuello a la espalda con la punta del
cuchillo, sin lastimarla. Sin embargo, Yolanda sintió como su blusa
fue desgarrada con el solo pase del filo. Gilberto la empujó
ligeramente para poder recoger el dinero. Lo hizo en una décima de
segundo. Se colgó el morral al hombro y volteó a la mujer. Quedaron
frente a frente. La desconcertada Yolanda no reconocía al hombre
que la atacaba, pero no se amedrentaba.
- ¿Quién te mandó? -dijo firme.- Dímelo y te doy el doble de lo
que trae el costal. Sin hacerte nada.
Gilberto la miró en tono burlón.
- ¿De veras no te acuerdas de mí?
A Yolanda le dio miedo la seguridad y la burla de Gilberto. Movió la
cabeza negando.
- ¿Te acuerdas de Perla? – dijo Gilberto mientras giraba
lentamente el cuchillo en el pecho de ella. –Ella me mandó a
matarte.
- ¿Quién es Perla?

En ese momento se iluminó la calle transversal, indicando que se


acercaba un coche. Yolanda se inquietó e intentó moverse, pero
tenía la punta del cuchillo en el pecho. Gilberto trató de
tranquilizarse y pensar rápido. ¿Esto no había pasado en ochenta
noches! No podían ser los guardaespaldas, nunca regresaban
después de que se iba Jiménez. Rápidamente quitó el cuchillo del
pecho de la mujer y lo colocó en la espalda. Ahí lo sostuvo y la
empujó lenta, pero firmemente, hasta el muro. Un solo empujón
bastaba para que Yolanda recibiera el metal en sus pulmones.
Gilberto estaba sudoroso y apenas habían pasado unos segundos...
El coche dio la vuelta. Gilberto vio a Yolanda con intenciones de
gritar y pegó sus labios a los de ella, para simular una pareja de
enamorados. La mujer se sacudía levemente y cuando el coche
estuvo detrás de ellos, Yolanda logró romper el beso y pidió auxilio.
Gilberto empujó a la mujer hacia el muro y ella se estremeció. El
sacó el cuchillo rápidamente mientras ella caía y entonces, se lo
clavó dos veces más en el pecho. El coche frenó. Gilberto se
desesperó. El agente sacó la cabeza por la ventanilla. “La Guajira”
dejó de ser acometida por el otro. La gente se asomó por las
ventanas, sin prender las luces. Todos vieron a Yolanda en el suelo
y a Gilberto correr hacia Circunvalación. El conductor del carro bajó
de inmediato, hasta donde su agilidad se lo permitía, y sacó su
pistola. Intentó que sus ciento treinta kilos alcanzaran a los sesenta
que llevaba adelante, a toda velocidad. Mientras tanto su
compañero se pellizcaba el prepucio con el cierre del pantalón. “La
guajira” se alejó rápidamente mientras se acomodaba el vestido. El
judicial reconoció a Yolanda. La gente salió de sus casas. Salió
Doña Gloria. Lloraba, daba órdenes a todo mundo y pendejeaba al
agente. La banda policíaca se utilizó a destajo. Algunos vivales se
aprovecharon para quedar bien ante Doña Gloria y fingieron salir
corriendo tras el asesino. El agente que había intentado correr, por
primera vez en su vida, regresó al auto, resoplando y solo.

Un año antes Gilberto había tenido que correr igual. Corrió a las tres
y media de la tarde para llegar a una vecindad de la calle
Manzanares. Doña Gloria le ofrecía una comida al delegado de la
Cuauhtémoc y había ordenado que Gilberto, quien tocaba bien la
guitarra, cantara algunas canciones para amenizar la reunión.
También se había instalado un equipo de sonido un tanto discreto.
La entrada era controlada por los dos gordos que siempre cuidaban
a Yolanda. Faltaban dos minutos para que lo presentaran, cuando
guitarra y muchacho cruzaron por el portón de madera. Gilberto
observó de inmediato que Jiménez había uniformado a las putas
con elegantes trajes sastre color rosa pálido. Ahora eran edecanes.
El delegado y sus acompañantes sonreían ante tanta lambisconería.
Por órdenes de la lideresa se cocinaron más de cien kilos de
carnitas, mucha barbacoa y se llevaron algunas “marías” para que
“echaran tortillas sin descanso”. No podían faltar los refrescos, las
cervezas y doce botellas de whisky Chivas Regal, porque el
delegado “era de gustos tan refinados, que todo lo acompañaba de
Chivas”. Y todos comieron a reventar.

Mientras Gilberto cantaba en medio de eructos y chocar de botellas,


la líder mostró al delegado una carpeta y, en especial, una hoja que
estaba al inicio y que resumía la razón del festejo. El invitado sonrió
y dijo algo al oído de la anfitriona. Ambos rieron abiertamente,
mientras los vendedores y las suripantas sonreían tímidamente.
Sólo a Gilberto le llamó la atención que Perla, que estaba
exactamente detrás de ellos, se quedara observando con sorpresa y
enojo la mencionada hoja. Gilberto terminó sus canciones y nadie
aplaudió hasta que lo hizo el delegado, quien nunca se enteró de las
canciones que había interpretado.
Gilberto nunca supo bien cómo pasaron las cosas. Dicen que el
delegado se quiso propasar con perla y ésta se molestó. Jiménez y
Yolanda la llevaron a un rincón y ambos la golpearon. Incluso la hija
de la líder la golpeó en la cabeza con el tacón de su zapato.
- Me voy a la chingada. – le dijo Perla a Gilberto, mientras trataba
de medir, con un dedo, la ubicación y el tamaño del orificio en su
cabeza. – Pero también me voy a llevar esos papeles, sólo con ellos
me va a dejar en paz Jiménez.

Gilberto no dijo nada. A las seis de la tarde tuvo que volver a correr.
Corría para salvar la vida de Perla. Alguien le dijo que habían
descubierto que ella se había llevado la carpeta del delegado. Doña
Gloria y su hija estaban furiosas. Jiménez prometió recuperar la
carpeta y dar un castigo ejemplar a Perla. Yolanda exigió no solo la
carpeta sino también la vida de la traidora. Gilberto sabía que esto
era posible. En el Centro se mata a mucha gente y sólo de algunos
se hace mención. La policía “investiga” y determina “infarto” en una
persona que tiene tres balazos en la espalda. Gilberto corría sin
sentir las piernas ni esquivar los puestos que estaban en el suelo.
Tenía que llegar al hotel donde vivía con Perla, antes de que lo
hicieran Jiménez y su gente. Pero cuando llegó al hotel vio que los
guardias de Yolanda estaban en la puerta. Se ocultó detrás de una
pick up. A los tres minutos salieron Jiménez y Yolanda muy
sonrientes. El dueño del hotel salió a despedirlos a la puerta. A lo
lejos vio como Yolanda ofrecía un fajo de billetes y Jiménez lo
rechazaba. Se fueron todos.
Gilberto subió al cuarto de Perla, el espacio donde dormía con ella
algunas mañanas desde aquel día lluvioso. La puerta estaba
abierta. El cuerpo de Perla se encontraba sobre la cama, cubierto
con una sábana y con tres manchas de sangre. Otro infarto. No la
descubrió para verla, quiso mantener intacto su recuerdo. Las
sirenas de patrullas y ambulancia le indicaron que era tiempo de que
sacara su dinero y sus recuerdos de ahí. Todo había terminado.

Fue increíble cómo se corrió la voz. Hacía tan sólo diez minutos que
había herido a Yolanda y ya lo buscaban en todas las calles. El plan
era haber buscado un taxi, pero no contaba con la carrera, con el
agente detrás de él... Todo el plan se había echado a perder. Tenía
que salir a Fray Servando o bien a Congreso de la Unión. No sabía
si las fuerzas le alcanzarían para lograrlo, de alguna calle alguien le
disparó y había acertado dos veces, en la espalda. Su playera
nueva fue el blanco perfecto. Esa playera llena de sudor que ahora
sentía muy caliente y pesada. Se ocultó detrás de unos puestos
semifijos. Estaba a veinte metros del Mercado Ampudia.
Dondequiera se escuchaban sirenas de policía y gente corriendo y
gritando. Gilberto tosió y un coágulo tuvo que ser expulsado. La
escapatoria era cada vez más difícil. Unas voces a lo lejos le
indicaron que se había agotado la eficiencia de su escondite. Salió
corriendo. La jauría humana lo vio. El llevaba algunos metros de
ventaja. La oscuridad de las calles y la mancha oscura de su playera
eran sus aliados. Una tenue lluvia mojaba su cara. Agradeció que no
hubiera luna. Estaba cansado y resoplaba. Sus pies, siempre tan
ligeros, le empezaban a pesar. En una fracción de segundo recordó
un sitio donde podía esconderse. Era un sótano donde nadie se
atrevería a entrar. Corrió más fuerte y la jauría quedó atrás, pero sus
gritos no cesaban. Por fin... ¡Ahí estaba! ¡La nave mayor! Llegó
hasta la puerta, que nunca estaba cerrada. Había unas escaleras
que descendían. Quiso entrar caminando y resbaló. Soltó el morral
del dinero. Cayó rebotando en medio de un mar de chillidos y
centenares de puntos rojos. Quedó bocabajo. No se podía mover.
De alguna parte caía agua, y el sonido de las gotas en el suelo le
evocaron aquella tarde con Perla. Cuarenta escalones arriba, una
voz, le dio la última buena noticia de su vida: Yolanda sí había
muerto.

Cuando quiso sonreír, sintió la primera rata que le mordía la nariz.

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