Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
A veinte metros se
acercaban las hermosas y largas piernas de “la Guajira”, seguidas
de un Spirit negro, sin placas ni logotipos, tripulado por dos
judiciales muy conocidos en ese primer cuadro de la Ciudad de
México. “La Guajira” avanzaba con paso fastidiado, ya no le
importaba parecer sensual, metida en ese minúsculo vestido verde
que resaltaba sus anchas caderas. Sabía que los policías buscaban
que compartiera las ganancias o la mercancía. Ese era el precio
para que la dejaran en paz. Ellos sabían que finalmente cedería y no
perdían la calma. Mientras tanto, contemplaban su andar sorteando
charcos entre el adoquín de la banqueta y el falso empedrado de la
calle.
Hoy también tenía escarcha en la piel, pero las venas le hervían. Era
una rara ansiedad que le cosquilleaba en todo el cuerpo. Conocía
cada segundo de lo que sucedía en esa calle. Ochenta y tres
noches le costó, desde las azoteas, confirmar cada detalle del ritual
que ejecutaban Yolanda, hija de Doña Gloria Ibarra, lideresa de los
comerciantes ambulantes, y Jiménez , un padrote. A Yolanda
siempre la cuidaban dos gordos, mismos que ella mandaba a
descansar en cuanto veía venir a Jiménez. Parecía que se querían.
Se tomaban de las manos y se hacían mil arrumacos, tantos que se
tardaban una hora en recorrer la última cuadra por la que ahora
venían, de Santísima a Margil. Siempre era lo mismo. Casi sabía lo
que se decían y sabía lo que continuaba después que se
separaban: ella se quedaría mirando la oscuridad, mientras él se
pierde en la lejanía de la calle de Correo Mayor. Jiménez nunca
caminaba hacia Circunvalación, a pesar de ser la calle más próxima,
ese era territorio de “El Camaro”, otro padrote.
Las “pirujas” la tienen aún más difícil: ellas tienen líder, tienen policía
y tienen padrote. El padrote las apura y las exprime directamente.
Esa es la misión de Jiménez con Perla y otras compañeras del
callejón de San Pablo. Yolanda y doña Gloria explotan a los
comerciantes. Todos venden algo que en otras partes no tiene
dueño: la calle, esa superficie negra, sólida y mojada por la que
ahora Jiménez se alejaba de Yolanda.
Un año antes Gilberto había tenido que correr igual. Corrió a las tres
y media de la tarde para llegar a una vecindad de la calle
Manzanares. Doña Gloria le ofrecía una comida al delegado de la
Cuauhtémoc y había ordenado que Gilberto, quien tocaba bien la
guitarra, cantara algunas canciones para amenizar la reunión.
También se había instalado un equipo de sonido un tanto discreto.
La entrada era controlada por los dos gordos que siempre cuidaban
a Yolanda. Faltaban dos minutos para que lo presentaran, cuando
guitarra y muchacho cruzaron por el portón de madera. Gilberto
observó de inmediato que Jiménez había uniformado a las putas
con elegantes trajes sastre color rosa pálido. Ahora eran edecanes.
El delegado y sus acompañantes sonreían ante tanta lambisconería.
Por órdenes de la lideresa se cocinaron más de cien kilos de
carnitas, mucha barbacoa y se llevaron algunas “marías” para que
“echaran tortillas sin descanso”. No podían faltar los refrescos, las
cervezas y doce botellas de whisky Chivas Regal, porque el
delegado “era de gustos tan refinados, que todo lo acompañaba de
Chivas”. Y todos comieron a reventar.
Gilberto no dijo nada. A las seis de la tarde tuvo que volver a correr.
Corría para salvar la vida de Perla. Alguien le dijo que habían
descubierto que ella se había llevado la carpeta del delegado. Doña
Gloria y su hija estaban furiosas. Jiménez prometió recuperar la
carpeta y dar un castigo ejemplar a Perla. Yolanda exigió no solo la
carpeta sino también la vida de la traidora. Gilberto sabía que esto
era posible. En el Centro se mata a mucha gente y sólo de algunos
se hace mención. La policía “investiga” y determina “infarto” en una
persona que tiene tres balazos en la espalda. Gilberto corría sin
sentir las piernas ni esquivar los puestos que estaban en el suelo.
Tenía que llegar al hotel donde vivía con Perla, antes de que lo
hicieran Jiménez y su gente. Pero cuando llegó al hotel vio que los
guardias de Yolanda estaban en la puerta. Se ocultó detrás de una
pick up. A los tres minutos salieron Jiménez y Yolanda muy
sonrientes. El dueño del hotel salió a despedirlos a la puerta. A lo
lejos vio como Yolanda ofrecía un fajo de billetes y Jiménez lo
rechazaba. Se fueron todos.
Gilberto subió al cuarto de Perla, el espacio donde dormía con ella
algunas mañanas desde aquel día lluvioso. La puerta estaba
abierta. El cuerpo de Perla se encontraba sobre la cama, cubierto
con una sábana y con tres manchas de sangre. Otro infarto. No la
descubrió para verla, quiso mantener intacto su recuerdo. Las
sirenas de patrullas y ambulancia le indicaron que era tiempo de que
sacara su dinero y sus recuerdos de ahí. Todo había terminado.
Fue increíble cómo se corrió la voz. Hacía tan sólo diez minutos que
había herido a Yolanda y ya lo buscaban en todas las calles. El plan
era haber buscado un taxi, pero no contaba con la carrera, con el
agente detrás de él... Todo el plan se había echado a perder. Tenía
que salir a Fray Servando o bien a Congreso de la Unión. No sabía
si las fuerzas le alcanzarían para lograrlo, de alguna calle alguien le
disparó y había acertado dos veces, en la espalda. Su playera
nueva fue el blanco perfecto. Esa playera llena de sudor que ahora
sentía muy caliente y pesada. Se ocultó detrás de unos puestos
semifijos. Estaba a veinte metros del Mercado Ampudia.
Dondequiera se escuchaban sirenas de policía y gente corriendo y
gritando. Gilberto tosió y un coágulo tuvo que ser expulsado. La
escapatoria era cada vez más difícil. Unas voces a lo lejos le
indicaron que se había agotado la eficiencia de su escondite. Salió
corriendo. La jauría humana lo vio. El llevaba algunos metros de
ventaja. La oscuridad de las calles y la mancha oscura de su playera
eran sus aliados. Una tenue lluvia mojaba su cara. Agradeció que no
hubiera luna. Estaba cansado y resoplaba. Sus pies, siempre tan
ligeros, le empezaban a pesar. En una fracción de segundo recordó
un sitio donde podía esconderse. Era un sótano donde nadie se
atrevería a entrar. Corrió más fuerte y la jauría quedó atrás, pero sus
gritos no cesaban. Por fin... ¡Ahí estaba! ¡La nave mayor! Llegó
hasta la puerta, que nunca estaba cerrada. Había unas escaleras
que descendían. Quiso entrar caminando y resbaló. Soltó el morral
del dinero. Cayó rebotando en medio de un mar de chillidos y
centenares de puntos rojos. Quedó bocabajo. No se podía mover.
De alguna parte caía agua, y el sonido de las gotas en el suelo le
evocaron aquella tarde con Perla. Cuarenta escalones arriba, una
voz, le dio la última buena noticia de su vida: Yolanda sí había
muerto.