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Canto del adulto municipal

Esteban Schmidt
Están los que luchan un día y bla: son unos buenos para
nada. Unos vagos. Que todos los otros días de todos los años
que no luchan se hacen sus escapadas al Havanna de Avenida
de Mayo a hacer la amistad toda la tarde. Están, también, los
que luchan muchos días, treinta días sobre trescientos días
hábiles anuales, y se van al Harmony, en la esquina de
Chacabuco, a quitarse presión, y se piden un alfajor de
maizena para empantanarse la garganta mientras maduran la
idea de que el final de la lección de cada día, de cualquiera de
los días, es regresar a la casa, darle un beso a los hijos y en
eso beso decirles: mamá renovó el contrato. Y está, como
siempre está, esa minoría demente de los que luchan todos
los días, fanáticos de la responsabilidad, y que cuando les
cortan la locación de servicios a los tres meses, por pasarse
de rosca, se despiden del único amigo que los comprendía
tomando una coca en Los Cabildos, sobre Perú, quizás en una
mesa de la vereda, al caer la tarde, al caer todo, mirando el
río de cabezas aplastantes que marcha genuflexa hacia la
boca de los subtes.

La vida del funcionario rentado municipal, su sobrevida,


está atada a su comprensión acelerada de que hay un mundo
que lo preexiste, con reglas recontra jodidas que regulan la
vida de los adultos municipales con una intencionalidad muy
clara: No pretenderás que el día de mañana sea muy distinto
al día de hoy. La enseñanza es que no se te va a ocurrir, ni
por puta, hacer que la máquina funcione bien. Te van odiar, te
van a macartear, te van a confundir y te van a rajar. Los
empleados municipales de largo aliento, los históricos, los
amparados por un sindicato mafioso que clavó su reloj en
1900 y desinteresado de mirar la subjetividad de sus
trabajadores afiliados son los primeros en marcarles el
perímetro. No se moverá un papel, les advierten. Cuando
estos veteranos no funcionen de contrapeso, la criptonita la
ponen los jefes que impedirán el desempeño del empleado
calificado que ellos nombraron, poniéndole alrededor a tres
tipos de una luca y media que le encajaron desde las bandas
que sostienen al director general, al subsecretario. Es así: te
doy, pero no te doy el marco de trabajo. Entonces, el adulto
municipal rentado y politizado se divide en dos categorías: el
que podría vivir de otra cosa y opta por hacer esa experiencia
porque cree en algo, aunque sea en sí mismo, en que su
fuerza moral y técnica puede provocar el desnivel que
canalice sus ideas o las buenas ideas de otro; y el que no
puede vivir de ninguna otra cosa. El que se acostumbró a la
teta del estado, el que descubrió el maravilloso mundo de
vivir sin laburar y que hace de ese espacio también,
simbólicamente, una gran playa de estacionamiento para
todas sus aspiraciones. Se sabe, compañeros, que el adulto
que se acostumbró a vivir sin trabajar, ya no lo va a hacer
nunca.

En el conjunto de los que no hacen nada pero con renta


tenemos dos batallones, pongamoslé caballería e infantería. El
más plañidero, el más lumpen, es la caballería, los que son
demasiado gordos como para remontar una colina a pata. Son
los que no tienen expectativas ni ambiciones personales de
ningún tipo, supervivientes cortos y tristes que tienen en la
casa muchos potus y cortinas hechas con caracoles recogidos
en la playa. La infantería, en cambio, es la que tiene
aspiraciones, son los que buscan la manera de pasar de
contratado a contratante. Los que no quieren que les regulen
el ingreso sino regular los sueldos de los demás. Ahí es, más o
menos, cuando estos tipos se vuelven diputados, ministros,
hacen terapia, yoga, comen galletas de arroz, toman café en
Eterna Cadencia los sábados a la tarde que es muy lindo.
Entre ellos también se pueden hacer dos clasificaciones. Los
zarpados o gurkas que tienen una conciencia muy pegada a
los tiempos previos a la organización nacional, donde podías
ser cazador o cazado en cuestión de años (Dorrego, Lavalle,
compañeros así), una tendencia nacional que no se cortó
nunca, y entonces tienen que recaudar pronto por lo que, para
empezar a hablar, les comen los sueldos a los empleados,
nombran a la doméstica en el Senado y en uno o dos añitos se
compran la camioneta y desarrollan un hobby con el que
participan a los hijos y tienen una hermosa y cómoda vida en
familia. Ya no hay potus, hay huerta en el Country Abril. El
otro subgrupo es el de los rentados municipales vagos pero
ambiciosos que no se zarpan. Digamos los que pudieron
superar mentalmente la batalla de Pavón. No son muchos. El
sistema funciona. El miércoles se parece al martes, con ellos,
el futuro al pasado. Por lo tanto, no funciona porque están en
el Havanna, a las tres y media de la tarde, hora pico
municipal, cuarenta burócratas municipales cafeteando, y
entran dos, tres, veinte nenes, muchos de guardapolvo
blanco, a dejar stickers, biromes, sobre las mesas, nenes que
están trabajando para señores de las profundidades que les
colectan luego las monedas y esa escena se repite
perfectamente igual cada día. Tan perfectamente que dan
ganas de prender fuego la ciudad, de organizar una guerra, de
descuartizar mogólicos muncipales, de tomar el infierno por
asalto y reclutar sicarios que apoyen una cruzada redentora.
El estado, que debe regular la vida comunitaria, que debe
impedir delitos contra la humanidad, no lo impide a cien
metros del despacho del Intendente y con cuarenta tipos que
son, ya no testigos, sino cómplices porque el verso que les
sostiene la existencia supone la pretensión de enmendar los
problemas de los compañeros caídos en desgracia.

Los que transpiran de los nervios cuando ven la


injusticia, el desmadre de los pibes, por poner el ejemplo más
visible y más jorobado, son los believers, los creyentes, de los
que ya hablamos. Del hecho de que alguno sobreviva sin que
lo echen, sin que se vuelva fofo, depende la suerte de la
comunidad, de la felicidad total de todos los compañeros y
compañeras vivos. Ojo, una tendencia nueva, una forma de
encarar y obtener la supervivencia crece entre los jóvenes
creyentes, y es tratar de luchar todos los días pero irse a la
casa antes de ponerse a putear porque no pueden lograr un
solo objetivo y comprometer así su recontratación. Se trata de
una forma de miniturismo estatal que consiste en voy, veo, si
me dejan hago, sino me la como, vuelvo a casa, hago una
maestría, espero. Una forma que tampoco les sirve a los pibes
que entran al Havanna al horario pico municipal porque si
bien a los creyentes les mantiene la renta, a los chicos los
mantiene entregando lapicitos con los que ni siquiera
aprenden a escribir.-

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