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Esteban Schmidt
Están los que luchan un día y bla: son unos buenos para
nada. Unos vagos. Que todos los otros días de todos los años
que no luchan se hacen sus escapadas al Havanna de Avenida
de Mayo a hacer la amistad toda la tarde. Están, también, los
que luchan muchos días, treinta días sobre trescientos días
hábiles anuales, y se van al Harmony, en la esquina de
Chacabuco, a quitarse presión, y se piden un alfajor de
maizena para empantanarse la garganta mientras maduran la
idea de que el final de la lección de cada día, de cualquiera de
los días, es regresar a la casa, darle un beso a los hijos y en
eso beso decirles: mamá renovó el contrato. Y está, como
siempre está, esa minoría demente de los que luchan todos
los días, fanáticos de la responsabilidad, y que cuando les
cortan la locación de servicios a los tres meses, por pasarse
de rosca, se despiden del único amigo que los comprendía
tomando una coca en Los Cabildos, sobre Perú, quizás en una
mesa de la vereda, al caer la tarde, al caer todo, mirando el
río de cabezas aplastantes que marcha genuflexa hacia la
boca de los subtes.