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Declaración de Montevideo

Esteban Schmidt
Quiero decir esta tarde palabras hermosas sobre un hombre hermoso, un papá, un jefe
de bronce, un gladiador con termo que está siempre peinado para atrás. Que mira a los ojos,
que mezcla las palabritas como un poeta, que entra, incluso, en los salones y la gente se da
vuelta diciéndose interiormente pero qué tapin, como el mismísimo Carlos Gardel, aunque se
trata de un uruguayo, éste, posta, de Cardona propiamente, y ya saben quién es, alguien con
arrebatos verbales extraordinarios, alguien bueno, alguien que, en mi humilde opinión, salvó a
los argentinos que queremos lo mejor para los pobres, del trabajo tremendamente alevoso de
los argentinos que quieren lo mejor sólo para ellos, aunque ya tienen sus camionetas, sus
casaquintas con seguridad. Señoras, señores, por qué no lactantes, Víctor Hugo Morales es
nuestro superhéroe inesperado, nuestro Hombre Araña enamorado del Carnegie Hall. Quien
con el gran poder de su inmensa voz, su inteligencia, su acento en lo que es justo, asumió una
gran responsabilidad: la de circular solito entre el infierno de los ricos y famosos para dar la
batalla ideológica contra el grupo Clarín que no tuvo cómo contener, cómo lastimar a la voz
más querida y respetada de la Argentina (ojo a la combinación), la de un uruguayo hermoso, y
de Cardona.

Bah, los tristes de Clarín, en el párrafo mil de una nota inusualmente larga para Clarín,
donde los cinco párrafos ya son “La crítica de la razón pura”, una nota que no llevaba firma,
una note cobarde y buchona, lo llamaron “el locutor oficial”. Nunca le pudieron hablar de
frente. Y así, tan desacomodados como los colaboracionistas de Clarín que no supieron
responderle, las personas, los ciudadanos, los consumidores, los hombres y mujeres de a pie,
se preguntaban, calladitos, durante la batalla de la Ley de Medios qué a le pasó Víctor Hugo,
como si les cayera una ficha interna a nuestros millones de indiferentes, que se deslizaba,
aceitada, sin hacerlos hablar, porque eso los llevaría a diferenciarse en un campo vedado para
ellos, el de la acción pública; pero, claro, cuando lo veían en la tele a Víctor Hugo
argumentando, diciendo “Clarín”, las dos sílabas diabólicas, todas las letras, cargándose, a
puro tiki tiki conceptual, al multimedios, se hicieron sus preguntas. El relator legítimo daba
legitimidad a una batalla que, de este lado del río argumental, del lado de los buenos, sólo
tenía personajes de poca monta, malos argumentadores o enviciados, como voceros, el sinfín
de kirchneristas de cuarta. Y si Víctor Hugo, a quien hasta ayer las masas abastecieron de
admiración, lo apoyaba, cuán malo podía ser el proyecto, y por qué, entonces, Clarín, el diario
de los clasificados, no sería la porquería de la que se habla tanto, si Víctor Hugo los mordía y
no los soltaba. Se dio, entonces, vuelta la taba en una conversación nacional empatada. Y no
se asustó, nuestro superhéroe, eh. Cuando vio que quedaba solo en el ring, que eso podía
dejarlo pegado con los políticos feos, sucios y malos; podría haber experimentado el vértigo
que da el compromiso, la ficha interna otra vez, aceitada, cianúrica, recorriendo, amarga, las
cavernas íntimas, y que es tan usual en el mundo de la famosidad, donde lo que devuelve el
espejo es lo más importante, lo único. Y no, siguió Morales, se enlodó dulcemente en la música
contracultural.

Mi tesis es que el hombre esperaba el momento de coronar en su vida, que después de


haber hecho todo bien, una carrera, una familia, los relatos que cruzarán el tiempo por
generaciones, especialmente uno, luego de que cada salida al aire, de un millón de salidas al
aire, salió magnífica; con recursos, además, con su famoso departamento en Nueva York, con
una red grande y cómoda donde caer si la aventura salía muy mal, con tiempo, además, para
disfrutar la coronación, en uso de su gran elocuencia, y sin interlocutores a la altura de esa
elocuencia, podía hacer un gran testimonio público libre de rentabilidades materiales, puro
ejercicio moral. Y no es que lo hiciera desprendido de resentimientos personales. No. Porque
no es un héroe raro, no es un rosarino con plata que viaja a Cuba en moto a tirotearse por la
propiedad de los cañaverales. Víctor Hugo discutió de plata con cuadros del multimedios, le
ofrecieron cosas, aceptó algunas, rechazó otras, pero se sintió, sin embargo, maltratado
siempre. Es lo que cuenta. ¡Y un príncipe!, se siente maltratado por cosas que para un plebeyo
no serían nada. ¡Vivan los príncipes que no toleran los malos tratos y que no maltratan!
¡Mueran los plebeyos que se bancan todo! Aunque lo peor que le hizo el multimedios –si
seguimos la intensidad de su relato guerrero en los reportajes de los últimos meses-- fue
manipular el tiempo del directo que hacía Canal 13 y Torneos y Competencias de los partidos
que transmitía Víctor Hugo por la radio. Torneos y Canal 13, ambos del Grupo Clarín, atrasaban
o adelantaban segundos la transmisión de modo que ya nadie podía seguir la locución de
nuestro uruguayo y mirar el partido bajando el volumen de la televisión sin frustrarse. Un
crimen. Algo intolerable estética e históricamente considerado. Millones de nuevas familias no
pudieron perpetuar la tradición de poné a Victor Hugo.

Visto desde la mediana distancia de quienes lo queremos, sin tener que compartir el
baño, Víctor Hugo no presenta fallas en su sistema operativo. Qué se le puede reprochar,
entonces, a este genio del fútbol mundial. Desde nuestro rincón de Piacere, en Paraguay y
Gurruchaga --donde se guarece, la minoría que resiste--, no podemos hacer más objetiva esta
declaración de amor. Quién sabe tiene sus días malos, Víctor Hugo, como los tenía San Martin,
del que se habla tan bien, que se levantaba y no saludaba a nadie hasta después de la tercera
taza de opio y había que tolerarle al general media mañana de gruñidos, había que aguantarlo
cuando afilaba la espada con las herraduras puestas de los caballos hasta hacerlos sangrar. Al
respecto, indagamos pudorosamente en las inmediaciones del relator: decime algo que me lo
relativice. Y cuando buscan en sus recuerdos, las fuentes, encuentran algo a lo que no le
encuentran mayor explicación y que no les alcanza para un cuestionamiento, aunque no les
cierre del todo: que el uruguayo nunca camina solo. Que una estela de colaboradores lo sigue
en racimo llevándole papeles, auriculares y el termo. El famoso apéndice de la famosidad y el
poder. Les pregunto a las fuentes si piensan que eso es algo naturalizado por tratarse de un
personaje de esa envergadura, o si ven en Víctor Hugo la propia construcción de su condición
noble, que no daña a nadie, es cierto, pero que le podría impedir situarse como par ante los
demás. Y ahí se quedan mudos. Uhmmm, dicen. Vos sabés que no sé. Es una cosa que el tipo
entra a la radio y todos se dan vuelta, qué sé yo carisma, no sé . Llegado el punto, no dan más y
todos dicen no sé.

Yo, lo vi una sola vez, en la cancha de River, en el palco de prensa, donde están todas
las cabinas. Hace quince años. Había terminado el partido, el caminaba con Marianito Closs al
lado, y cuatro anónimos atrás, y como que refunfuñaba con Closs --sin actuar, ya nadie lo veía,
no lo escuchaba ningún oyente-- sobre la calidad del partido. Qué vergüenza estos tipos, eso le
escuché. Esa virtud tiene, además. Le gustan en serio las cosas de las que habla. No es la
trágica existencia de Nelson Castro que a los cincuenta y cinco años se va de vacaciones con la
madre. Nelson hizo vestuarios durante el Mundial 78, mientras se recibía de médico y no le
gustaban, sin embargo, ni el fútbol ni la medicina. Se recibió de las dos cosas igual, pobre, de
comentarista y neurólogo. Pero nunca pudo comentar las pasiones y los pánicos que orbitan
en su cerebro. Completamente mudo para sus sentimientos y padeceres. Ambicioso, no
obstante, cuando descubrió la libertad que le daba el dinero para mantener a raya a su mamá,
se consagró a buscarlo y empezó a hablar de otro tema que no le interesa pero que bien
llevado puede hacerte próspero, la política. Y renunció para siempre a comentarse. Nelson no
habla, sino que es “hablado” por los anunciantes que le financian la soledad y las escapaditas.
En otro rincón, digamos, de los contemporáneos victorhuguianos, Adrián Paenza, alguien no
menos dramático, un chico índigo ya sexagenario que es hablado por sus lectores. A quienes
les dice lo que ellos esperan que él diga. Que los entretenga con estadísticas, que los haga
felices con las matemáticas, con fábulas que convenzan a los niños de lo hermoso que es
levantarse a las seis para ir a la escuela. Morales, al respecto, no es boludo. Le gusta el fútbol,
sabiendo que es un entretenimiento fenomenal que acompaña al capitalismo concentrador y
explotador y empobrecedor, pero sabiendo también que es una suma de historias orales que
se cuentan en bares, poné a Víctor Hugo, saberes preciosos que se hilan en las memorias y
acompañan el largo canto del cisne que es una vida. No importa el fútbol, importan los lazos
sociales creados en torno a los partidos, el idioma común, la misma bombilla.

En El Hombre Araña 2, Spiderman lucha contra un malvado lleno de garras,


tecnotrónico, con muchos medios para reventarte. En la escena cúlmine, el Hombre Araña
debe ofrecer su cuerpo para que un tren le pase por encima y el pasaje no caiga al vacío. De
más está decir que lo logra y ya del otro lado del abismo, los pasajeros, agradecidos, recuperan
el cuerpo maltrecho de Spiderman para ser curado. Es una escena emocionante donde los
ciudadanos se van pasando al superhéroe con los brazos y por encima de sus cabezas.
Spiderman es inmortal, es su condición adicional. Victor Hugo envejecerá. Y un día, en fin. Ese
día, dejenmé ayudar a llevarlo en andas a donde quiera descansar porque le estoy con mis
compañeros de historia muy agradecido.-

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