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LAS AVES TAMBIEN TIENEN CORAZÓN

Por: Luis Guillermo Durango M

En la morada de los dioses, abunda todo lo que pueda existir en este universo, pero en la tierra de los
simples mortales, las situaciones son contrastantes, y en uno de estos rincones se lleva a cabo mi
narración, expreso la hermosísima diosa Laura.

En un estero en tierras del mar caribe, rodeados de inmensas planicies de un verde esmeralda, con
abundantes plantas de taruya, flotando en sus aguas como nubes en el cielo, en un atardecer de
invierno, y las verdes hojas, translucidas ante el implacable sol, emitiendo hacia los cuatro puntos
cardinales un resplandecer de esperanza, que animaba a todos los seres de esta y las regiones
circundantes. Aquí, en una pequeña isla ubicada entre aguas calmas y cenagosas, los inviernos eran
rebosantes de vida y alimento, las aves migratorias se posaban en sus orillas en bandadas de millares
de individuos, a saciar su hambre durante las temporadas invernales, el alimento era inacabable y todo
ser que habitara allí, o pasara temporalmente, tenia alimento en abundancia, para saciar su hambre y
para llevar a su destino final en cantidades generosas. Los peces gozaban de gran fecundidad, debido a
la abundancia de insectos, plancton, microorganismos variados y de la gran cantidad de semillas y
frutas maduras que caían en sus aguas, de los abundantes frutales silvestres que habían en sus riveras,
entre ellas, una gran cantidad de suculentas frutas afrodisíacas, que hacían que los peces todo el día se
dedicaran a danzas y faenas llenas de sensualidad.

En este ecosistema plagado de vida, literalmente los peces eran una plaga, que por sus grandes
densidades, ya no dejaban habitad para las nuevas generaciones, tanto así, que por la densidad
abrumadora que había en estas abundantes y profundas ciénagas, al sentir el cruce de una canoa, los
peces saltaban a ellas gustosos, ya que preferían practicarse el harakiri, ofreciéndose en un plato de un
comensal de la región, acompañados de un delicioso arroz con coco, un par de patacones crocantes,
unas acidas gotas de limón y un refrescante guarapo de panela que les quitara su amargura, al arrullo
de unas melodiosas notas de acordeón, que permanecer apretujados entre la inmensidad de peces, en
las aguas rebosantes de vida de esta peculiar zona.

El invierno era abundancia y derroche, los cielos se obscurecían prematuramente a media tarde, cuando
las aves levantaban su vuelo. Los sonidos de los pericos y las guacamayas al atardecer eran
ensordecedores, y las luces de las luciérnagas en la noche opacaban la luz de la luna y de las estrellas.
Doña Demencia, una centenaria anciana que vivía a las orillas de esta isla, compartía sus días junto a
sus nietos en una pequeña choza de bahareque y palma marga, en completa simbiosis con su entorno.
En temporada invernal el alimento sobraba y hasta se perdía pudriéndose en las orillas y bajo los
árboles, pero al llegar el verano, las condiciones eran completamente opuestas. Los esteros se
desecaban, las aves abandonaban la zona, los peces que sentían el calentamiento de las aguas se iban
a zonas más profundas y alejadas de la inmensa ciénaga, y los que no lo hacían morían al desaparecer
el espejo de agua, dejando como legado de lo fugas y cambiante de la vida, un ambiente pútrido y
desolador. Las otrora verdes hojas, perdían su esperanzador pigmento y se tornaban de un melancólico
ocre, que pincelaba con su tristeza el cielo y las vidas de los únicos seres que permanecían en la isla, la
anciana demencia, sus nietos y un par de perros. Los cielos al atardecer aun seguían oscureciéndose,
pero ya no por el vuelo de las aves saciadas de tanto comer, sino que se oscurecían por el vuelo de
millones de mosquitos sedientos y hambrientos, los cuales formaban inmensas nubes zumbantes que
llenaban de terror a los pocos animales y personas de la región.

Los amaneceres ahora eran tristes y desesperanzadores, en el fondo de los esteros, ahora cuarteados
por el abrazador sol, no crecía ni la maleza y el hambre era la constante en la familia de la pobre
anciana. Una tarde a mediados del verano, cuando las energías y el aliento ya sucumbían por lo
prolongado de la temporada, se encontraba la anciana Demencia, ya casi haciéndole honor a su
nombre, en la orilla del estero, rezando el rosario, pidiéndole clemencia al cielo, su ultimo refugio y
consuelo. Miraba meditabunda a lontananza, rogando que un ángel del cielo trajera a su puerta la
salvación para ella y sus pequeños nietos, el sol abrazador tostaba su piel morena, curtida por los años
e inmune a las llamas del sol ecuatorial. De sus ojos brotaban espesas lágrimas de sufrimiento, estos
eran el único lugar donde yacía el precioso líquido en kilómetros a la redonda. Las lagrimas que
limpiaron sus ojos sucios por el polvo y la tristeza, empezaron a ver un cielo mas azul y esperanzador, y
en medio de ellos una pequeña mancha blanca en forma de L que a medida que transcurrían los
segundos, se hacia mas grande ante sus ojos. Era un blanco celestial, deslumbrante y puro, era una
formación de garzas que extrañamente pasaban por allí rumbo hacia el sur, ya que en esta época del
año las garzas viajaban solo hacia el norte, donde las ciénagas tenían sus zonas profundas y a donde
había ido a reposar toda la vida que meses atrás habito en la isla.

Extraño o no, el hecho es que la formación de garzas era enorme, y pasaría por encima de la anciana,
que asombrada observaba el espectáculo. Para mayor sorpresa de la sufrida Demencia, las garzas
llevaban en sus picos variedad de peces, mojarras rojas y amarrillas, bocachicos, bagres y barbudos
frescos, la anciana al ver semejante situación, incremento sus plegarias y de rodillas mirando al cielo, y
bajo las sombras que el pasar de las aves iban dibujando en su rostro, exclamaba con fervor: "aves
blancas, ángeles del cielo, tengan compasión de esta pobre anciana y sus pequeños, no nos dejen
morir, ángeles buenos". Las aves pasaron raudas por sobre la anciana alejándose, y esta triste cayo de
bruces al suelo, en donde sus lagrimas humedecieron la polvorienta y absorbente arena.

Transcurrieron varios minutos, y el cielo se oscureció sobre Demencia y aun acostada boca abajo en el
piso, la anciana empezó a escuchar un estruendoso aletear, que de su profunda depresión la hizo
incorporarse a la realidad nuevamente, y allí se hallo rodeada por miles de garzas que le ofrecían sus
peces generosamente. Las aves dejaron los peces allí, en contorno a la anciana y con una mirada
serena y gentil se elevaron al cielo y se alejaron perdiéndose en el firmamento.

Demencia y su familia pudieron resistir el tremendo verano, fue testigo de un milagro divino, de la
bondad de la naturaleza, del triunfo de la fe sobre la desesperanza, fue testigo de la belleza de la
naturaleza, fue testigo de que las aves también tienen corazón.

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