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Alberto Barrera Tyszka

El gran enemigo
29/08/2010

Tome usted la palabra demoler. Póngala desnuda frente a sus ojos. Escúchela respirar
lentamente. No suena demasiado bien: yo demuelo, tú demueles, él demuele. Pero ya comenzó a
repetirse con demasiada prisa, con tanta facilidad. "Esa es la orden". Ellos demuelen.

Ellos deben demoler. No son candidatos con una propuesta sino armas con un objetivo.

"Esa es la orden". No deja de ser paradójico. La democracia participativa y protagónica se


conjuga con verbos verticales y autoritarios. ¡Demuelan! Actúan como si la política fuera un
videojuego: sólo gana quien destruye al otro.

Sospecho que la mayoría de los ciudadanos, de la mayoría de los países del planeta, sufrirían al
menos un breve rapto de sorpresa si, en el contexto de unas elecciones parlamentarias, cualquiera
de las fuerzas políticas en pugna se propusiera como programa y como consigna política esta
moderna, civilizada y transformadora "Operación demolición". Más de uno, quizás, podría
pensar que el fantasma de Augusto Pinochet se ha colado en la creatividad del oficialismo
venezolano. El lenguaje nunca es inocente. En América Latina conocemos bien esa tradición de
las palabras. Asómese a la historia. Los militares no piensan en ganar sino en aniquilar. Son
verbos muy distintos. En el matiz de esos sonidos caben muchas formas de violencia.

Nada de esto es demasiado novedoso para nosotros. Cada vez más, el acto civil de elegir debe
enfrentar un verbo que viene uniformado, que supone que la democracia es un escollo que sólo
puede superarse con una guerra. La vez pasada, si mal no recuerdo, el verbo de campaña fue
"pulverizar". Más de lo mismo. Son acciones que no toleran signos de puntuación, oraciones
subordinadas, incisos, paréntesis... La idea de la representación y de la diversidad, que se
oxigena detrás de cualquier noción de asamblea popular o de ejercicio parlamentario, queda
inmediatamente suspendida cuando los otros se convierten en blancos enemigos. Las
demoliciones no admiten sobrevivientes.

Así transcurre la polarización. Nos simplifica de manera aterradora. Suponer que todos los que
apoyan al Gobierno son unos enajenados, cuya única conciencia es la corrupción o el quince y
último financiado por el Estado, es tan básico y miope como creer que todo aquel que no apoya
al Gobierno es un traidor a la patria, un mercenario pagado por los gringos. Pensar que la cuarta
república fue el reino de la maldad, que no tuvo nada loable, es tan estúpido como creer que la
quinta república no tiene ningún logro, no ha hecho nada bueno por el país. La polarización
promueve emociones, no razonamientos. Conspira en contra de la densidad que ciertamente
somos. Construye, de lado y lado, complicidades inaceptables. Promueve la histeria como marco
teórico. Es la negación de la experiencia democrática: los demás, los distintos, los otros, los que
no son como yo, están condenados a ser ilegítimos.

Porque la polarización también es un espectáculo. Estamos llenos de fetiches mediáticos; líderes,


voceros, candidatos cuyo mayor mérito es salir en la televisión. La sociedad mediatizada vive
todo el tiempo en la emergencia del rating, consumiendo constantemente una ilusión de realidad.
"El memorial televisivo apunta el excepcional escritor argentino Juan José Becerra no admite la
ambigüedad porque la ambigüedad no conmueve, es opaca y reflexiva: detiene la imagen". Esa
es también nuestra tragedia: somos un país ambiguo sometido al implacable orden de la
telegenia. La polarización sólo se alimenta de estereotipos.

Agarre usted la palabra demoler. Dele la vuelta. Trate de pronunciarla varias veces. No hay
manera. Comenzar un proceso de selección parlamentaria con ese verbo es ya una incoherencia.
Se trata del mismo absurdo de las voces oficiales que sostienen que la diversidad sólo es posible
si todos somos rojos rojitos.

Una Asamblea Nacional es justamente lo contrario. Queremos elegir personas concretas, no


colores. La campaña electoral que ha iniciado esta semana debería inaugurar una discusión de
ideas, de proyectos, no una competencia de derrumbes. La palabra demoler no tiene orejas.

La polarización nos deja sin argumentos. Reduce los significados de cualquier debate. Su única
consecuencia palpable es la mediocridad.

Trata de convencernos de que no es posible ser distintos sin suprimirnos, que las diferencias, en
vez de hacernos crecer, nos debilitan, nos eliminan. Convierte la democracia en un trabalenguas.

Tal vez sea ese nuestro gran desafío de cara al 26 de septiembre. Ahí quizás todos somos un
poco más iguales. La polarización es nuestro gran enemigo.

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