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El Bunker de Conil
El Bunker de Conil
Igual que Canarias o el Pirineo, la costa de Cádiz está llena de búnkers, que
ahora está catalogando la Junta de Andalucía. La gente suele relacionarlos con la
guerra civil, pero son de la segunda guerra mundial. En Cádiz, igual que en Canarias,
se construyeron en previsión de una más que hipotética invasión aliada.
Es ésta:
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El Búnker de Conil
El verano del cuarenta y dos se iba acabando mientras el cabo Expósito miraba
el mar. En la playa, su pelotón chapoteaba en pelotas partiéndose de risa. Bueno –se
dijo- por lo menos en este destino de mierda te puedes bañar si te gusta. Lo malo es que
al cabo Expósito no le gustaba bañarse. Era más bien de la Meseta y el mar le daba
mucho respeto: no sabía nadar.
A cambio, sabía leer y escribir; por eso lo habían hecho cabo. Ser cabo está bien.
Tiene sus responsabilidades, ojo, pero te libras de las imaginarias y de las guardias de
garita. Además, seguro que dentro de poco lo proponían para cabo primero y, en otro
año (o menos), sargento regimental. En los tiempos que corrían en España, ser sargento
significaba no tener que preocuparse de la manduca. Además –otra ventaja de no tener
padres conocidos- no tendría que mandar dinero a casa.
No era mal tío el sargento Cano: cuando te podía dar cuartelillo, te daba
cuartelillo. Eso sí, tenía sus cosas y, si te pillaba cagándola, en seguida te soltaba un par
de hostias regimentales; pero lo normal era que no pasara de ahí y todo el mundo
prefiere un par de hostias a un mes de calabozo, dónde va a parar. Además, se
preocupaba por su gente. Una vez que pilló a Expósito cagándola con el capitán cerca,
le echó una mirada de las que parten las piedras y disimuló con el capitán. Eso sí, luego
lo corrió a hostias por toda la compañía. Expósito le estaba la mar de agradecido,
porque le libró de tres meses de calabozo y de no ascender a cabo.
Lo único, que el sargento Cano se tomaba la mili muy en serio. La verdad es que
debía llevar en la mili toda la vida. De vez en cuando, que estaban solos, le contaba
alguna historia de la guerra nuestra: de la batalla del Ebro, de Brunete, de un montón de
sitios que el cabo Expósito sólo conocía de oídas, por la cosa de las batallas sobre todo.
Además, el sargento Cano había estado en Rusia, y estaba la mar de orgulloso de su
Cruz de Hierro. Una vez que estaba un poco chispa, le invitó a coñac y le contó una
batalla en un sitio que se llamaba Posad o algo así, con los rusos, que fue donde le
dieron la Cruz de Hierro, el general Muñoz Grandes y otro general alemán que por lo
visto era muy famoso y salía en el Signal. Y siempre acababa diciéndole que diera
gracias de estar en Cádiz, en la playa, que no veas lo bien que se vive con este sol y no
como en Rusia, que por lo visto se te congela el coñac en la cantimplora.
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-- Descanso, chaval. Qué, ¿no has visto nada?
-- Ojo con los pesqueros, que pueden ser de reconocimiento camuflados. Oye,
me he agenciado un par de cajas de munición para las máquinas, así que llámate a un
par de bañistas, que se vengan conmigo a por ellas y luego tiramos un rato, que hay que
estar preparados.
Esa era otra de las cosas del sargento Cano. Siempre había que estar preparados.
Les decía que el soldado que suda no sangra, lo que quería decir que había que
entrenarse para no cagarla cuando vinieran los tiros de verdad. Por eso siempre que
conseguía munición los tenía practicando con las máquinas, que era como llamaban los
entendidos a las ametralladoras.
Así que el cabo Expósito cogió el máuser, salió del búnker y bajó a la playa. Se
llevó dos dedos a la boca y pegó un silbido que debió de oírse al otro lado del Estrecho.
Los bañistas se quedaron quietos y le miraron.
-- No jodas, cabo.
Ráfagas cortas. Tres o cuatro tiros, no más. El cabo Expósito, mirando por los
gemelos con retícula del sargento –de la Wehrmacht, Zeiss: cojonudos- dirigía el tiro de
una de las ametralladoras. Le gustaban las ametralladoras. Como decía el sargento,
tenían su técnica.
TACATACATAC TACATATACATAC
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Las botellas saltaron hechas añicos. El cabo Expósito palmeó la espalda a los
servidores de la ametralladora, o sea, de la máquina. No se lo ponía fácil el sargento,
joder: darles a unas botellas a más de cien metros.
-- Muy bien chavales –el sargento Cano esbozó lo más parecido a una sonrisa
que era capaz de esbozar- ¿veis como es fácil?
“Más nos vale no tener que disparar de verdad”, pensó el sargento Cano. La
verdad es que no le gustaba nada, pero lo que se dice nada, esta posición. Vale que el
búnker era de puta madre, muy bien hecho. Ahí, los de Ingenieros se habían salido: todo
de hormigón, con muros de un metro de espesor y forrado de piedras por fuera para
camuflarlo con el acantilado. Tenía dos pisos: arriba, el emplazamiento de las piezas
contracarro y abajo las ametralladoras, con tres troneras, una a cada lado, que cubrían la
playa de enfilada, y otra en medio, hacia el mar. Como piezas contracarro no había, la
parte de arriba la usaban de observatorio y de camareta.
Desde luego, si los ingleses o los yankis desembarcaban, les iban a hacer un
destrozo del copón: les iban a matar un montón de gente; pero el sargento Cano tenía
claro que de ahí no salían. La única puerta del búnker daba a una rampa lateral y luego
había que coger el camino que subía el acantilado. Y a ver quién subía por ahí con los
ingleses en la playa.
O sea, que el sargento Cano tenía claro que, si la cosa les pillaba en el búnker,
ellos iban a cumplir como buenos cargándose a todos los que pudieran y luego la iban a
cagar bien cagada; porque cuando se asalta un búnker con lanzallamas –que es lo
propio, él lo había hecho- lo que pasa es que te achicharran vivo y, una vez
achicharrado, no se te puede ni hacer prisionero. Así que, por más valor acreditado –
destacado, ojo- que tuviera y por más Cruz de Hierro y Rusia y cabeza de puente del
Wolchow, esperaba que el desembarco (si llegaba) no les pillase en su rotación.
-- Mi sargento: el teniente.
-- Cano, vente para la compañía, que el capitán quiere hablar con los mandos.
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Arriba, un pelotón de rojos bastante harapientos –más aún que sus soldados- se
dedicaban a encofrar unas trincheras bajo la vigilancia de un soldado con la bayoneta
calada. Los dirigía uno con gafas que –suponía Cano- habría sido albañil antes de la
guerra, o ingeniero, cualquiera sabe, por las gafas. En todo caso, parecía bastante
apañado.
Cano le miró con sorpresa. Qué raro que un preso se dirigiera a él.
-- Dime.
-- ¿Y a ti qué te importa?
-- …Así que… lo dicho. Estar atentos que nos pueden dar el susto en cualquier
momento. A ver, preguntas.
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El capitán De la Cuesta se echó las manos a la espalda y los miró con el pitillo
en la boca. El sargento Cano tenía preguntas, pero era consciente de que era sargento y
que tenía dos tenientes y dos alféreces por delante. También era consciente de que todos
sabían que había estado con el capitán en Rusia y no quería que por eso pareciera que se
saltaba el tema jerárquico. Miró de reojo a su teniente, Martínez. El teniente Martínez
carraspeó.
-- Dime, Martínez.
-- Ya, ¿y? Se supone que Ingenieros tiene previstos dos nidos de ametralladoras
que crucen fuegos con ellos.
-- Mi capitán. Lo que yo digo es… ¿qué coño van a hacer los americanos y los
ingleses desembarcando por el Estrecho que lo tenemos todo fortificado? Yo, la verdad,
desembarcaría por Huelva, que no hay nada de nada.
-- Joder, mi capitán…
El teniente Ortiz se calló. Ahora, ya, el sargento Cano pensó que podría
preguntar él.
-- Mi capitán, ¿se sabe algo de los de Intendencia? Lo digo por las botas. Los
chavales las llevan de tercera vida y van que da asco verlos.
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-- Mirad. Lo que está claro es que no pueden pasar el Estrecho tranquilamente,
que es lo que quieren. Para eso están las baterías del treinta y ocho con uno en Punta
Paloma, que son nuestra baza principal. Así que tendrán que desembarcar, porque hasta
que no las tomen no pueden pasar. Para eso estamos nosotros aquí: para que no
desembarquen.
-- Sí, mi capitán, pero como desembarquen por Huelva, que es lo que yo haría,
se plantan en Despeñaperros en un pis pas.
El sargento Cano estaba sentado en una silla a la puerta del búnker mirando la
playa y echando un pitillo. Estaba leyendo el Signal, que se lo mandaba al capitán desde
Madrid un primo suyo de Prensa y Propaganda, y siempre se lo pasaba cuando lo había
leído. Por lo visto, los alemanes les estaban dando para el pelo a los rusos. Al sargento
Cano le gustaba leerlo y, sobre todo, le gustaban las fotos, que eran cojonudas. La
verdad es que echaba de menos el equipo alemán, todo hay que decirlo. Pero, ya, las
cosas ni se las creía ni se las dejaba de creer: había leído demasiadas veces lo que
decían los periódicos de batallas en las que él había estado. Apareció el cabo Expósito
con mirada golosa. Cuando el sargento había leído el Signal del capitán, se lo prestaba
al cabo Expósito, que sabía que le gustaba leer.
-- Toma, anda, ilústrate –le tiró la revista- Pero con vuelta, ¡eh?
-- Gracias, mi sargento.
El sargento Cano cogió el naranjero (por más que no pasara nada, nunca se
alejaba del subfusil más de la cuenta) y se dio una vuelta por la playa.
Sintió un bullicio a su derecha. Por el camino del acantilado, bajaba gente. Eran
los rojos, vigilados por un par de soldados. El sol brillaba en la punta de las bayonetas y
hasta hacía bonito, fíjate tú. Unos treinta: una sección. En un santiamén se despelotaron
y se metieron en el agua. Cano imaginó que era la ducha semanal, o algo así. Al poco,
estaban chapoteando y salpicándose, igualito que sus pistolos. La verdad, parecía que
los guripas estaban ahí sólo para guardarles la ropa.
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Uno de los rojos ni chapoteaba ni se reía. Se había metido en el agua y parecía
dedicarse a un lavado concienzudo, frotándose los sobacos y tal, aunque el agua de mar
era malísima para eso; pero, bueno, mejor que nada. Salió del agua y volvió a ponerse el
uniforme andrajoso, sacudiéndose la arena. Cuando se puso las gafas, Cano lo
reconoció: era el ingeniero. Vaya, el que dirigía los trabajos de ahí arriba. Cano se dio
cuenta de que ya lo había bautizado: “El Ingeniero.”
-- Va, mi sargento.
El Ingeniero miraba codicioso la chusta que el sargento tenía entre los dedos. El
sargento Cano sacó del bolsillo de la guerrera el paquete de tabaco y el librillo. Se los
alargó. El rojo lo miró con cierto recelo. Cano insistió con el gesto.
Los dos miraban al mar y a los presos que se bañaban. Los dos querían hablar,
pero ninguno sabía qué decir; así que fumaban. Cano rompió el fuego:
-- Hombre, mi sargento…
-- Déjate de “mi sargento” y hostias. ¿Te interesa por algo o es que te da morbo?
¿Qué te crees, que van a echar a Franco o algo?
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Su voz denotaba más preocupación que miedo. El sargento Cano decidió no
seguir por ahí. No era cosa suya. Estuvo a punto de preguntarle al Ingeniero cómo se
llamaba. Se contuvo: no era cosa de confraternizar con los rojos. No por nada, que los
rojos también eran españoles, ojo; es que se estaba sintiendo demasiado cercano, y eso
no podía ser. Ese tío debía de haber hecho cosas lo bastante malas como para estar
preso. Y una cosa era darle tabaco y otra, tratarlo de tú a tú.
Y los dos siguieron fumando, que era lo mejor que podían hacer. De pronto, los
soldados empezaron a dar voces:
Cano miró: uno de los rojos que se bañaban había echado a nadar hacia un
pesquero que estaba ahí delante. No jugaba, sino que nadaba como loco, tratando de
alcanzar el barco. O eso le pareció a Cano.
Los soldados que estaban en la playa, la verdad, estaba claro que no sabían qué
hacer. La distancia era grande. Era absurdo pensar en la huida. Por eso los dejaban
bañarse. Sonó un tiro, como indeciso.
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-- Tú mismo.
Mientras cano escribía, tratando de contarlo todo según las Ordenanzas, le venía
a la cabeza una y otra vez lo absurdo de la situación. Había actuado por puro reflejo.
Pero el reflejo podía justificar haber disparado una vez. Él había disparado dos, y la
segunda fue la buena.
¡Joder…! ¿Qué cojones hacía él dándole tabaco al Ingeniero en la playa?, ¿qué
cojones hacía él en la puta playa? No era haberse cargado a un tío. Cano ya ni sabía la
cantidad de gente que se había cargado desde el treinta y seis: era imposible saberlo. De
lo que sí estaba seguro era de que por primera vez en su vida se había cargado por la
espalda a un tío desarmado. Que tenía que hacerlo, estaba claro. No, qué hostias, estaba
claro que tenía que quitarle el mosquetón al pistolo, que tenía que disparar; pero no
tenía por qué haberse cargado al rojo de los cojones. La realidad se impuso: realmente,
el puto rojo había tenido que morir porque le había jodido no darle a la primera; tal vez
porque él, el sargento Cano, no podía soportar la idea de que alguien dudase de su
puntería. Eso habría desmoralizado a sus chicos. Eso era lo que le jodía ahora. El puto
rojo de los cojones, que no había tenido mejor momento para intentar escaparse que
cuando estaba él allí, había cascado porque él, el sargento Cano, no podía permitirse el
lujo de que los soldados de su pelotón, que iban a morir con él achicharrados por los
lanzallamas ingleses (o americanos, no sabía) dudaran de él.
No sabía cómo se le ocurrían estas cosas, pero le venían a la cabeza con una
lucidez hiriente. Desde luego, en el momento no lo había pensado. Y, lo peor de todo,
cuando el rojo se hundió tras el balazo, es que el Ingeniero lo miraba. Cano no sabía por
qué, pero pensó que el Ingeniero iba a tirar el pitillo como mínimo gesto de rebeldía.
No lo tiró. De hecho, mientras sus miradas se cruzaban, le dio otra calada por si
acaso. Cano –recordó- había pensado: “éste lleva mucha mili, sabe que una cosa es la
honrilla y otra el tabaco.” Ante la mirada de Cano, el Ingeniero se había cuadrado (eso
sí, sin soltar la chusta).
-- ¡¿Qué?!
-- Mi sargento.
Cano había sido consciente en ese momento de que por primera vez en su vida,
había matado a alguien sin saber por qué (o, a lo mejor, por primera vez en su vida se
había planteado por qué). Vociferó fuera de sí:
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El cabo Expósito estaba subido en el techo del búnker mirando el mar con los
gemelos. La cosa debía de estar jodida, porque hacía tres días que el sargento les había
dicho que, a partir de ahora, con el casco puesto todo el rato. También les habían bajado
más cajas de munición para las máquinas y cañones de respeto (que es la manera militar
de decir repuesto). Hasta una caja de granadas les habían traído. Además, ya era
noviembre y el mar estaba revuelto.
-- Sí, hombre, pero ese no tiene mote, que yo sepa, vete a saber por qué –
respondió el capitán.
El caza se adentró en el mar con un bordoneo cada vez más lejano. El cabo
Expósito lo enfocó con los prismáticos a tiempo de distinguir la cruz de San Andrés en
la cola. La verdad es que parecía la mar de antiguo en comparación con los cazas
alemanes, los Messerschmitt que salían en el Signal. El cabo Expósito no entendía por
qué Franco no hacía aviones de esos. El sargento le había dicho que sí teníamos
Messerschmitt, pero el cabo expósito nunca había visto uno.
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El sargento Cano y los oficiales tomaron el camino del acantilado. El cabo
Expósito se dio cuenta de que el teniente llevaba el casco colgado del cinturón, a la
alemana, como el capitán y el sargento. Y un naranjero al hombro. El sargento lo
llevaba siempre –había que estar a todas- pero al teniente era la primera vez que lo veía
con subfusil. También llevaba cartucheras para los cargadores.
El cabo Expósito notaba que las cosas se estaban poniendo jodidas. No sabía
muy bien qué pasaba, pero lo de tener que llevar el casco puesto todo el santo día se
encargaba de recordárselo. Y eso que no sabía, cosa que sus superiores sí, que los
aviones que pasaban mañana y tarde yendo y viniendo del mar, andaban buscando la
flota aliada.
Cano y los oficiales llegaron arriba. la trinchera que semanas antes estaban
encofrando, se había convertido en un abrigo supuestamente a prueba de bombas con
techo abovedado de cemento. A su alrededor, a distancia razonable del borde, había
pozos de tirador, invisibles desde abajo, o para quien subiera por ahí después de haberse
follado el búnker. A su izquierda, los de la segunda sección tendían alambradas. Unos
cuantos presos, a los que aparentemente no vigilaba nadie, estaban apoyados en sus
palas mirando hacia el mar muy interesados. El capitán les dio una voz:
El sargento Cano volvía para su búnker caminando, con las manos apoyadas en
el naranjero que llevaba sobre el pecho, colgado del cuello. Los rojos hacían como que
cavaban mientras, a cada poco, echaban miradas al mar. El Ingeniero ni hacía que
cavaba. Se limitaba a mirar. Cano lo llamó:
-- ¡Ingeniero!
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-- Gracias, mi sargento.
-- Oye, Ingeniero, ¿de verdad tenéis tantas ganas de que lleguen los americanos?
No, tranquilo, entre tú y yo (estuvo a punto de decir: “de sargento a sargento”, pero se
contuvo)
-- Pues dime.
-- Ni quiero saberlo.
-- No, mi sargento. Yo estaba allí. Oía los gritos desde unos matojos donde me
escondí.
-- Sí, mi sargento. Todos los ejércitos acaban haciendo eso. Usted lo sabe. Tuve
la puta suerte de que apareció un teniente de Infantería con unos fusileros y se liaron a
tiros con los moros, cosa que me extrañó un huevo, la verdad. Debía ser recién salido.
Si no es por eso, yo no estaba aquí. Pero a mis compañeros ya les habían cortado los
cojones a todos. Y las enfermeras, ni le cuento.
Cano siguió callado. Eso, desde luego, sabía que era verdad.
-- Mi sargento, verá, hay gente que estuvo en un lado o en otro según le pilló la
Guerra. Yo… –miró a Cano mientras se liaba el pitillo- Yo ya era de la UGT antes de la
Guerra. Lo que pasa es que, como soy un gilipollas, estoy aquí en vez de estar, no sé…
en Méjico. Los compañeros creen que cuando vengan los americanos se va a dar la
vuelta la tortilla. Pero yo sé que a los pringados como nosotros nos va a dar igual.
Además, qué hostias, yo no sé Inglés.
-- Güi es Francés.
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-- ¿Ves?, pues ya sé dos idiomas.
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-- Vamos a hacer una fiesta. Las tenía guardadas para hoy, que es mi
cumpleaños.
-- Felicidades, mi sargento.
-- Venga, a ver, ¿qué guarrería nos han traído hoy los rancheros?
Uno de los soldados acercó la perola con la cena. Nada apetitosa, la verdad.
Cada uno cogió su medio chusco de pan y su jarro. Expósito abrió las latas de sardinas y
echó su contenido en un plato de peltre, cuidando de que cayera hasta la última gota de
aceite, que las sardinas en aceite tienen mucho fósforo.
-- No me jodas.
-- Lo que yo te diga. Y suerte tenemos que no anda por aquí la Legión, que, si
no, ni en Barbate.
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Así pues, desistió de la idea; cosa que, en el fondo, agradeció, que tampoco
andaba sobrado de dinero, y una cosa era atender las necesidades de la tropa y otra
enfrentarse a la indigencia.
-- Los lejías si que controlan estas cosas. ¿Sabes que la Legión Francesa tiene
una cosa que son los B.M.C.?
-- ¿Bemecé?
-- Joder, sí.
Estas cosas, y otras peores, las recordaba el sargento Cano mientras echaba un
pitillo en la playa, junto al búnker. A su espalda, oía cantar a los chavales. Ahora
cantaba Montoya. El tal Montoya era un punto de cuidado, de la misma Isla.
Absolutamente refractario a la disciplina militar y acreedor permanente de las
legendarias hostias del sargento Cano. Pero, bueno, se le perdonaban muchas cosas por
su acreditada habilidad para encontrarse por ahí, de puta chiripa, claro, cosas de comer,
por lo general con plumas. Y la verdad es que cantaba bien, y cocinaba mejor con los
pocos recursos a su alcance. Ahora, después de varios rumba la rumba la rumban ban, se
estaba arrancando por bulerías. Bueno, el sargento Cano, que era –digámoslo de una
vez- de Segovia, no entendía mucho de Cante, pero podían ser bulerías perfectamente.
Además, el Montoya había revelado tener una puntería de la hostia. Y eso lo respetaba
mucho el sargento Cano, a la gente con buena puntería.
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El sargento Cano saltó del catre y echó mano al naranjero. Justo a tiempo de oír ,
ya en pie, al imaginaria vociferando:
-- ¡Generala, generala!
Todos los fusileros se lanzaron al piso de abajo con las botas a medio poner y las
trinchas colgando mientras sonaba el teléfono con timbrazos histéricos.
-- Mi sargento…
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Cano se acercó, cogió los gemelos y miró.
-- La madre de Dios…
-- Ya. Oye, Cano, que bajan dos de morteros a poner los jalones, que nos los
acaba de traer una camioneta, no les vayáis a pegar un tiro.
-- No. Suerte.
Colgó.
-- ¡Expósito!
-- ¡Sus órdenes, mi sargento! –La voz del cabo llegó desde abajo.
Cano bajó al piso inferior. Los fusileros le presentaron los mosquetones en plan
ordenanzas. Hasta Montoya.
Revisó las ametralladoras. Todo perfecto. Asintió con gesto satisfecho. Sacó el
machete y abrió una caja de granadas.
-- Fijaros bien.
Cogió un saco pequeño que había dejado al lado de la caja de granadas: estaba
lleno de puntas de tapicero. Sacó también un rollo de esparadrapo, cortó un trozo más o
menos largo y lo llenó de puntas. Luego, enrolló el esparadrapo alrededor de la granada.
-- ¿Habéis visto? esta mierda de granadas ofensivas no valen para nada, pero con
los clavos joden mucho más. ¿Visto?
-- Sí, mi sargento.
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-- Pues hala. Tú, Ascanio, y tú, López, a forrarlas todas.
Cogió el naranjero y salió del búnker, a la luz del sol que asomaba. Quería
respirar antes de encerrarse ahí dentro y acabar asfixiado de olor a pólvora y ruido. Por
el camino del acantilado bajaban dos guripas tambaleándose con unos haces de palos a
la espalda, como de dos metros, pintados de rojo y blanco, que les iban dando en el
casco –clon, clon- a cada paso. Salió a su encuentro.
-- Sus órdenes.
Cano miró, con las manos apoyadas en el subfusil colgado del cuello, cómo iban
plantando los jalones que servirían para graduar el tiro de los morteros sobre la supuesta
zona de desembarco. Miró al horizonte, todos esos barcos. Parecía que estaban de
turismo. Ni disparaban, ni se daban prisa. Ni nada de lanchas de desembarco. Cogió los
prismáticos, se echó el casco para atrás y observó la flota aliada. No había visto tantos
barcos juntos en su puta vida. Pronto estarían al alcance de los treinta y ocho con uno.
Aunque sabía que tenían acorazados con cañones del cuarenta y tantos que podían
borrar Conil del mapa en un pis pas, no vio ninguno de esos. Estarían más lejos, mar
adentro, con los portaaviones. Oyó pisadas a su espalda y se volvió. Venían el capitán y
el teniente Ortiz, el que habría desembarcado por Huelva, que mandaba la sección de
armas.
El capitán le hizo seña de que bajara la mano. El teniente Ortiz se acercó a sus
hombres para asegurarse de que los jalones los ponían en su sitio y que los plantaban de
forma que no se los llevara el mar.
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El capitán se dio la vuelta bruscamente y tomó el camino del acantilado,
ajustándose el casco. Cano no le había visto con el casco en la cabeza desde Rusia. Se
volvió al búnker. Los chavales estarían acojonados y no era cosa de dejarlos solos tanto
tiempo.
-- Expósito.
-- Coge los gemelos y mira que los jalones estén en su sitio. Los nuestros, ¿eh?
-- Montoya, llama a la compañía y que nos manden unos rojos con agua para
rellenar el bidón, que parece que se les ha olvidado.
Cano se subió al techo del búnker para ver mejor y enfocó otra vez los
prismáticos hacia la flota. Se estaban moviendo hacia el Estrecho. Había tantos barcos
que pensó que era un efecto óptico. Pero no, es que venían más. Se oyó ruido de
aviones.
El cabo Expósito.
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nubecitas, hasta que ambos aparatos se dieron la vuelta y se volvieron por donde habían
venido.
Cuando dejó los prismáticos, Cano se dio cuenta de que en la rampa del búnker
estaba el Ingeniero, con otro rojo, mirando también los aviones.
-- No sé, mi sargento.
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El sargento Cano estaba hasta los cojones, todo hay que decirlo: él era un
sargento de Infantería como Dios manda, pero llevaba todo el día con el casco puesto
mientras imaginaba todas las cosas espantosas posibles que le podían pasar,
percatándose de todos los ángulos muertos que hasta ese momento no había visto, de
todo lo que no se había hecho mientras aún había tiempo (típico español, pensaba). Por
pensar, pensaba hasta en las noticias del ABC o del Arriba del día siguiente. Bueno, si
había noticias que la censura considerase oportuno que se contaran. Desde luego, nadie
iba a hablar de un pelotón de ametralladoras achicharrado en su búnker en un sitio
llamado Conil de la Frontera, provincia de Cádiz, famoso por sus atunes aunque sin
putas. Al pobre sargento Cano no se le quitaban de la cabeza los lanzallamas.
Y todo el día con el casco puesto viendo pasar los barcos. Curioso. Cuando
estaban en el Wolchow, el casco era lo normal, ni notaba el peso: sin casco se habría
sentido desnudo. Ahora le jodía un huevo llevarlo.
Hacía un par de horas, dos Spitfire ingleses habían volado muy cerca de su
playa. Se habían paseado sin que nadie los molestara y se habían vuelto por donde
habían venido, hacia Gibraltar. Luego vinieron dos Heinkel nuestros a echar un ojo muy
prudente.
Y los barcos seguían pasando, sin que pasara nada. Había bajado el teniente.
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-- Puede ser, mi teniente.
-- Mi sargento…
-- Mi sargento, el teniente.
-- Que te puedes quitar el casco, hombre. –En la voz del teniente se notaba un
alivio total, como de resucitado- Súbete para la compañía.
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-- Así que, nada: vida normal. Que la gente descanse y que se relaje.
Cuando Cano fue a salir, después de los oficiales, le agarró la manga para
retenerlo.
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-- Carlos, tenéis tres días de permiso tú y tu gente. Y puedes olvidarte del puto
búnker.
El capitán esbozaba un rictus facial que trataba de recordar una sonrisa. Parecido
al que distendió los rasgos del sargento. Cano dudó un momento.
-- Ni puta idea.
Mientras bajaba hacia la playa por última vez, con las manos apoyadas en el
naranjero colgado del pescuezo, pensando en darse una vuelta por Barbate, vio al
Ingeniero, con los demás presos y sus palas.
Se miraron. Cano negó con la cabeza, sin poder quitarse la mueca sonriente de
los labios.
Fin
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