Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
© 2006
ALEF GUIMEL
CUENTOS·TEOCRATICOS EDICIONES
www.cuentosteocraticos.net
ÍNDICE
════════════════════════
1 - El hijo ausente
2 - Orlando Masvi
3 - Lejanos Recuerdos
4 - Mabel Robertson
5 - Los primeros años en García
6 - Cuando la mente y el corazón no están ciegos
7 - El grupito aislado
8 - Julián y Marta
9 - Aquel amargo invierno
10 - Mendoza
11 - Alicia Robles
12 - El magisterio incomparable
13 - Los árboles enanos
14 - Azucena
15 - El cordero simulador
16 - La granja en pie de guerra
17 - El gigante anémico y el predicador dinámico
18 - ¡Apresúrate a dormir!
Invitación
Es una gran alegría hacer disponible para todos esta novela documental
escrita por nuestra querida hermana Lira Berrueta (Álef Guímel): “Cartas a un
prisionero del Seol.”
En ella se cuenta la historia de una madre que tiene que criar sola a su hijo
ciego de nacimiento, el que fallece a los 15 años. De allí en adelante, ella le
escribe cartas, a modo de diario, para poder contarle todo lo que pasó en su
ausencia cuando él regrese en la resurrección.
En Ana Masvi, personaje principal de esta historia, la hermana Lira plasmó
su propia personalidad; así lo expresó ella misma.
Ana refleja todo el amor de Lira por el servicio de tiempo completo. El
capítulo 12, “El magisterio incomparable”, es un estimulo enorme para quienes
sirven de precursores.
La hermana Lira mencionó en rueda de amigos que muchos le preguntaron
si esta era su propia historia, algunos hasta le preguntaban por su hijo ciego... En
verdad, ella nunca tuvo hijos, ni tampoco se casó; pero siempre sintió una
profunda compasión por las personas ciegas. Mejor, que ella misma lo exprese en
sus palabras referidas a este libro:
ceguera. En ellos está basado mi cuarto libro, una novela documental llamada
“Cartas a un prisionero del Seol”.
Ana, que también escribe en su tiempo libre, le explica a Pablo al final del
capítulo 14, que un libro se parece mucho a un hijo. Lo sentimos crecer en la
oscuridad y nutrirse de lo más vital en nosotros; por su causa es necesario
fortalecerse y alimentarse, ya que uno está edificando otro organismo que tendrá
vida propia.»1
Grupo Administrativo
Cuentos · Teocráticos Ediciones
____________________________
A UN NIÑO CIEGO
Álef Guímel
(De “Reflexiones de un Guijarro”)
EL HIJO AUSENTE
—Capítulo Uno—
PABLO QUERIDO:
Hoy se cumplen treinta años desde aquel oscuro día invernal en que nos
separamos por primera vez y por tiempo indefinido. La fecha ha estado dando
vueltas en mi mente, irrumpiendo de súbito en mis pensamientos, desde hace
varios días. Estoy obligada a encarar un hecho irremediable: ya tengo sesenta y
cinco años y mis fuerzas flaquean. Mis piernas están doloridas y vacilantes. Hace
unos días me caí en la calle, una tarde lluviosa, y eso me produjo una fractura.
Ahora, con un tobillo enyesado y sin poder salir a predicar, tengo mucho tiempo
para pensar y revivir el pasado. Puedo comprobar que los más queridos recuerdos
de mi vida han resistido al deterioro, están intactos en forma y contenido.
Dentro de dos meses también se cumplirán treinta años desde que mi
nombre entró en la lista de precursores de la Asociación para permanecer en ella
sin ninguna interrupción. Hasta que me saquen el yeso y pueda volver a caminar,
mi servicio de predicación estará limitado a conducir cuatro estudios bíblicos con
personas que han accedido a venir a casa, y a escribir algunas cartas de
sentir cómodos. Nos invitó a cenar en su casa esa noche. Uno de sus empleados
volvería con un auto a buscarnos al anochecer. En camino a su casa le comenté al
joven la impresión que me había causado la gentileza del señor García Lagos. Él
me dijo que Julián era uno de los miembros más respetados y queridos de la
familia en la localidad. Nunca se oía una palabra contra él. Quién buscara un favor
en un momento de aprieto hallaría su mano generosa. La esposa de Julián había
muerto cuando Marta era aún muy pequeña. Él se había dedicado a su hija y no
había vuelto a casarse. La única de sus hermanas que quedaba soltera, Celia,
vivía con ellos, atendía la casa y cuidaba amorosamente de Marta.
La casa de Julián era amplia y cómoda pero no excesivamente lujosa.
Estaba situada en una avenida bordeada de álamos, fuera del centro. Del
vestíbulo de entrada pasamos a la biblioteca, donde cientos de libros, muchos de
ellos finamente encuadernados, lucían en los estantes sus títulos dorados. De allí
pasamos al comedor, profusamente iluminado. Los muebles sobrios de color
caoba, contrastaban con el tapizado de las sillas en cuero beige. La platería, la
vajilla y el hermoso arreglo de todo en la mesa, indicaban que estábamos en un
hogar donde era común recibir y agasajar visitas.
No pude menos que cumplimentar a Julián por la biblioteca, detalle que yo
estimaba como una carta de recomendación en un hogar. Eso llevó la
conversación a libros y autores, y noté que él sabía comentar con inteligencia lo
mucho que había leído. Se habló también de los orígenes de la ciudad, que había
empezado por ser Parada García, cuando su bisabuelo español había comprado
esos campos para criar ganado, y el tren se detenía allí para cargar leche y
transportarla a la capital.
Noté que Marta te miraba con cariño, te hablaba y buscaba el modo de
vencer la barrera que tu ceguera ponía entre los dos. Me preguntó si le permitía
llevarte a caminar por el jardín.
—No tema, señora; voy a guiarlo bien; no voy a dejarlo caer. Ya tengo ocho
años. Además, con esta pierna débil no puedo apurarme mucho.
Cuando ella habló de caminar tú te aferraste a mi brazo. Le expliqué que no
era fácil hacerte pasear. Ese sencillo ejercicio, que es un placer para el niño que
ve, no tiene ningún atractivo para el no vidente, al no recibir el estímulo del color y
la forma de todo lo que le rodea. Marta no se daba por vencida.
—Pero... ¿no podemos jugar juntos a algún juego?
Le sugerí que pusiera en tus manos distintos objetos o juguetes y te dejara
palparlos y nombrarlos. Pronto estaban los dos sentados sobre la alfombra en la
biblioteca, rodeados de juguetes, frutas, estatuitas y pequeños objetos que ella
había recogido de diferentes partes de la casa. Tú tendías tus manitas y ella iba
cambiando las cosas que te daba para palpar. Cuando acertabas con el nombre
sin demora, los dos reían con deleite. Fue la primera vez que te vi jugar con otro
niño y reír con tanta felicidad, y esa alegría tuya me parecía un augurio de días
felices en García.
Después de la cena, Julián nos llevó a casa en su auto. Al volver a esa
orilla de la ciudad, el silencio y la soledad del campo me infundían una sensación
de desamparo que nunca había conocido en la aglomerada capital. La inmensa
oscuridad era perforada por un haz de luz de tanto en tanto, cuando algún
vehículo pasaba por la ruta que iba a Buenos Aires. Arriba las estrellas lucían
enormes y brillantes.
—Parece que estuviéramos fuera de la civilización aquí —comenté al bajar
del coche.
—Todo lo que tiene que hacer es echarle llave a la puerta para sentirse
más segura, pero aún si no lo hiciera, no tiene importancia, porque aquí nunca
pasa nada. Hay gente que jamás se preocupa por cerrar las puertas. Cuando
conozca al comisario, pregúntele y él le contará que en toda la historia de García
hubo sólo un crimen y lo cometió un anciano enfermo en un ataque de locura,
contra su propia esposa. Hay, sí, de vez en cuando, el robo de un caballo o de una
bicicleta. Pero esas cosas las hacen los que no son del pueblo. No quiero decir
que García esté habitada por santos. Tal vez algunos de los que viven aquí van a
hacer las mismas cosas a otro lado. Pero, no hay motivo para vivir en temor como
en la capital.
Él dirigió los faros de su automóvil hacia la entrada de la casita y esperó a
que yo abriera y encendiera la luz para irse. Al sentirme de nuevo envuelta en el
inmenso silencio de la noche, después de que el auto se perdió en la distancia,
sola por primera vez en una casa con un niño indefenso, el futuro se abrió ante mi
mente como un gran signo de interrogación.
¡Cuántas cosas significativas quedaban atrás! La capital, vínculos de
amistad, el periodismo y el ambiente literario en que tanto había deseado forjarme
un lugar. Recordé con una sensación de impotencia la novela que traía entre mi
equipaje. Sólo había escrito cinco capítulos y quién sabe cuándo la continuaría.
Mezclado con algunos sentimientos de frustración estaba el gozo de haber
asegurado nuestro sustento, y de haber hallado la solución ideal para no tener que
separarme de ti. Era una extraña amalgama de alegría y tristeza. Me sentía como
alguien que, después de alcanzar una orilla muy deseada, ve romperse el puente
que acaba de cruzar.
En los días que siguieron, mientras me preparaba para el comienzo de las
clases, salí contigo algunas tardes a recorrer la ciudad. No había mucho que ver
fuera de algunos edificios públicos, un pequeño parque, y el cementerio. El
nombre García se leía en varias calles y casas de comercio. El único hotel que
había se llamaba, para variar, Hotel García. Las calles tenían diferentes nombres
a ambos lados de la avenida principal. Evidentemente, o sobraban héroes o
faltaban calles. Era difícil recordar a cual antecesor de los García honraba cada
calle, de modo que, en breve tiempo uno sucumbía a la costumbre popular y
hablaba como todos los demás, de la calle del molino viejo, la calle de la
panadería, la calle ancha, o la calle de los Pérez.
No tardé mucho en comprender que en las pequeñas poblaciones la
maestra debía vivir como en una casa de cristal, dejando que sus actos estuvieran
a la vista de la gente de criterio estrecho, ansiosa de descubrir lacras en
cualquiera que demostrara mejor educación y formación que ellos. El trato con los
niños más pobres de las zonas rurales me puso en contacto con una realidad
diferente. Tendría que luchar no sólo contra la ignorancia, sino contra la
superstición y la negligencia de algunos padres en cuanto a alimentar, higienizar y
educar a sus hijos. Este lado triste de las cosas estaba en parte compensado por
la apariencia simpática y tranquila de la pequeña localidad, a la cual se le había
concedido la categoría de ciudad dos años antes de llegar nosotros. Aquella calma
pueblerina que me agradó desde el primer momento, aquella sensación de oasis,
resultó al fin el atractivo guante en que se ocultaba una garra de afiladas uñas que
de tanto en tanto se desenvainaba.
En los suaves atardeceres de marzo, llevándote de la mano por las calles
solitarias de García, mis ojos se llenaban de crepúsculos magníficos. Otras veces,
caminando por la ruta, observaba la sombra de la noche que se extendía sobre los
campos cercanos, y aspiraba profundamente el perfume de la tierra arada y de las
plantas silvestres. Así, sin muchas variaciones, fueron transcurriendo los primeros
años en García, el lugar en que tuve que dejarte durmiendo el sueño duradero; el
lugar en que me sucedieron algunas de las mejores y de las peores cosas. De las
peores no llegaste a enterarte y te las iré contando ordenadamente. En cuanto a
las mejores, tú conoces bien el acontecimiento con que estuvieron ligadas: la
llegada de Mabel Robertson a nuestra casita.
Hacía seis años que vivíamos en García. ¡Tengo tan presentes los detalles
de aquella tarde! Estábamos los dos en el comedor. Tú jugabas palpando tus
autitos y animales plásticos, mientras yo aprontaba libros y cuadernos para el año
escolar que empezaba pocos días más tarde. Era carnaval y el pueblo, según su
costumbre, jugaba con agua. A través de la ventana se veían los grupos
bullangueros de niños y mayores que se arrojaban agua unos a otros. La ciudad
se había extendido hacia esa orilla y ya no había alrededor de la escuela tanto
campo verde, sino nuevos caseríos. De pronto vi correr a una muchacha rubia
huyendo de un grupo que buscaba la ocasión de mojarla, provistos de baldes y
latas de agua. Su aspecto y sus ropas elegantes la identificaban como extranjera.
Evidentemente, era alguien que estaba de paso en García. Corrí al portoncito del
jardín invitándola a entrar para refugiarse en nuestra casa. Con marcado acento
norteamericano agradeció la invitación y entró.
En español entrecortado explicó que andaba con un grupo de predicadores
llevando de casa en casa un mensaje acerca de la Biblia. En respuesta a mis
preguntas, nos contó que hacía pocos meses había llegado de los Estados Unidos
para participar como misionera en la obra mundial de los Testigos de Jehová.
Había nacido en Detroit. Su padre médico, y su madre, constituían su única
familia.
Todo en ella captó mi interés. Sus pequeños ojos azules llenos de vida, su
sonrisa franca, y la mención de la Biblia que yo siempre había deseado conocer.
Por primera vez alguien me dijo que la Biblia tenía un tema principal: el
establecimiento de un reino celestial para gobernar la Tierra, redimir al hombre y
reconstruir el Paraíso.
Afuera, sonaban tamboriles y se oían canciones vulgares. El carnaval
exteriorizaba las huecas alegrías del mundo. Dentro de mi pequeña casa, yo
empezaba a paladear una alegría espiritual desconocida hasta entonces y siempre
buscada. ¿Sería posible que la fe incluyera tantas cosas además del concepto de
un Dios que hasta entonces había sido para mí una imagen mental desdibujada,
borrosa? ¿Sería posible que ese Dios tuviera un nombre, un mensaje especial
para nuestros días, y mensajeros humanos para entregarlo? Ése fue el más
emocionante descubrimiento de mi vida. Hasta entonces, el Creador cuyo nombre
ignoraba, era un ilustre desconocido. Lo imaginaba indescriptible en gloria y
Orlando Masvi
—Capítulo Dos—
un hogar para mantener. Pensé que poco a poco tendría éxito en hacerlo cambiar.
Me pidió que lo acompañara al casino y me parara a su lado mientras jugaba, con
el fin de que lo tomara fuertemente del brazo y le recordara que era hora de volver
a casa, cuando hubiera ganado una cierta cantidad. Debía detenerlo antes que
resbalara por el pasillo descendente que lleva a la ruina.
El jugador siempre quiere darle otra oportunidad a la esquiva suerte. La
superstición y el azar parecen ser un matrimonio de enamorados inseparables. Un
día estaba yo en Buenos Aires comprando artículos en una librería que vendía
también números de lotería. Una pareja joven se detuvo frente a la vidriera,
mirando atentamente los números que se exponían. Luego entraron y pidieron al
vendedor Un número que terminaba en 72. Él tenía que sacarlo de la vidriera con
un gancho, y desde el interior del local, solo veía el reverso del billete. Ellos le
señalaron cual querían, pero él tuvo que sacar tres números diferentes hasta que
acertó con el deseado. Se miraron uno al otro, consultaron en voz baja, contaron
su dinero y al fin se llevaron los tres. Ella comentó: “Sería terrible haberlos visto,
saber que los sacaron de la vidriera por nuestra causa, y luego comprobar que
salió premiado uno de los que no llevamos. Tal vez la suerte nos está indicando
algo. ¡No podemos desairar a la fortuna!”
Les costó hacer la decisión. Tenían el aspecto de gente de la clase media
que llega siempre a fin de mes con dinero medido. Probablemente iban a tener
que privarse de cosas esenciales al llevar los tres billetes, pero la superstición
habló más fuerte que la lógica.
El que se apasiona por el azar vive a la expectativa de aciertos inesperados
que le permiten resarcirse de lo perdido. Ama el dinero fácil que no representa
sudor ni esfuerzo. Como arrastrado por un vértigo irresistible, se desliza a niveles
de donde no puede levantarse más. Al llegar a este punto, algunos terminan con
su vida porque no tienen la valentía de enfrentar al desastre.
Tratando de ayudar a tu padre fui con él varias veces al casino y me
resultaron muy instructivas esas visitas. Influyeron mucho en mi concepto de la
religión mundana. Alrededor de las mesas de juego se veían hombres y mujeres
apretando pequeñas cruces entre sus manos, o besando algunas medallas
religiosas, mientras giraba la ruleta. En las puertas del casino no faltaban
representantes del catolicismo y de varias sectas evangélicas con alcancías para
recibir contribuciones, los cuales abordaban a los que iban saliendo con cara de
haber ganado. Estos contribuían con gusto en la mayoría de los casos. Mimaban
al vicio diciéndole a su ego: "Dios también recibe algo cuando tú ganas". Algunos
parecían considerarlo un diezmo, o un impuesto que le pagaban a Dios porque
suponían que les había ayudado a ganar. Era chocante verlos mezclando sus
sentimientos religiosos con su pasión por el azar. Y allí estaba Babilonia la
Grande, siempre dispuesta a cultivar lo peor de la gente y a sacar provecho de sus
miserias espirituales.
Cuando ya se nos había anunciado tu llegada empecé a tener náuseas en
el ambiente viciado de las salas de juego, donde el humo de los cigarrillos dificulta
la respiración, y le rogué que no me llevara más ni tampoco fuera él. Le hablaba
mucho de la responsabilidad de cuidarte a ti aún antes de nacer, y de manejar
sabiamente el dinero de aquí en adelante.
Hubo un cambio favorable en él pero no fue duradero.
Recuerdos Lejanos
—Capítulo Tres—
QUERIDO HIJO:
Me ha hecho mucho bien, en estos meses con tanto tiempo vacío, evaluar y
reconocer los cambios que se operaron en mi mente con el transcurso de los
años. He analizado algunos hechos que me prepararon para entender y aceptar el
mensaje de la Biblia, con todas las responsabilidades que golpearon
estridentemente a las puertas de mi conciencia.
La muerte de mi padre en un accidente de aviación cuando yo tenía nueve
años, dejó algunos porqués sin respuesta en mi mente. Más tarde, mi matrimonio
fracasado y tu ceguera, levantaron nuevas interrogantes que la religión mundana
no me ayudó a resolver. Aparte de esos motivos personales, los acontecimientos
de la década del cuarenta tuvieron una influencia decisiva en mí. El estallido de la
Segunda Guerra Mundial en 1939, el año de tu nacimiento, y el indescriptible baño
de sangre que la tierra recibió, dejó perpleja y emocionalmente desequilibrada a la
generación que estaba entonces en la flor de la vida. Yo tenía veinte años, llevaba
un año de casada, me había graduado como maestra normal, y aparte seguía un
curso de periodismo.
Mi indoblegable amor por la literatura se había convertido en y una sed
insaciable. Tenía en la mente el bosquejo impreciso de varios libros que quería
escribir. Pero la situación mundial era trágica. El aire que se respiraba, lo que se
sentía, lo que se hablaba, todo estaba cargado de dramatismo y amenaza. Las
películas y las nuevas novelas estaban llenas de historias de amor forjadas entre
el fragor de la metralla, y frecuentemente terminaban en una separación definitiva
cuando la muerte cobraba su tributo.
El clima que creó la Segunda Guerra Mundial me desorientó
completamente en cuanto a mis metas, como a tantos otros jóvenes. Cualquier
historia feliz, con un tono positivo y animador, que pudiera ser la base de un libro,
parecía algo fuera de foco y sin aplicación en ese momento. La juventud todavía
estaba sacudiendo de sobre sí las cenizas de la Primera Guerra Mundial, que
aparecía de continuo en las conversaciones de los mayores y era señalada como
la causa de muchas deficiencias de la vida cotidiana. Sin poder olvidar aquella
guerra ni aventar del todo sus cenizas, ya estaba sobre nosotros la Segunda
Guerra Mundial. Los sombríos pronósticos nos entorpecían las manos y los pies
para la acción. El fin de la conflagración no trajo el alivio y la tranquilidad
deseadas, pues como dijo un comentarista: “Terminó la guerra pero la paz no
vino”. Además, no fue una actitud humanitaria, misericordioso ni sensata lo que la
Mabel Robertson
—Capítulo Cuatro—
del hogar, porque las noticias de sus padres se demoraban demasiado, o por la
simple depresión que es un constante recordatorio de que no podemos seguir
adelante en nuestras propias fuerzas. ¡Y en cuántos de esos días había probado
la veracidad de las palabras del Salmo 126:6 que dicen:
“El que sin falta sale, aún llorando, llevando consigo una bolsa llena de
semilla, sin falta vendrá con un clamor gozoso, trayendo consigo sus gavillas.”
Algunas de sus mejores experiencias habían acontecido en días así,
anímicamente nublados, como cuando nos halló a nosotros. Las palabras del
Salmo 55:22 la consolaban frecuentemente:
“Arroja tu carga sobre Jehová y él mismo te sustentará”.
Al entregarse al descanso cada noche y pedir nuevas fuerzas para
enfrentar los deberes del día siguiente, las palabras de Jeremías en
Lamentaciones 3:22,23 cobraban mayor relieve:
“...sus misericordias ciertamente no terminarán. Son nuevas cada mañana”.
Recuerdo que le comenté: —Me pesa no haber conocido la verdad en mi
adolescencia, cuando podía haber hecho algunas buenas decisiones para vivir
una vida más completa en el servicio de Dios. Su respuesta en sustancia fue: —
Sin duda ése no era el momento, por eso Dios te llamó más tarde. El mérito está
en responder cuando somos llamados. No debemos preocuparnos por el pasado,
porque no lo podemos cambiar, ni por el futuro, porque no lo podemos controlar
desde el presente. Cada día de vida es una dádiva de Dios, una porción suficiente
con su carga de afanes y obligaciones. No es sabio tratar de llevar sobre nuestros
hombros todo el peso del mañana a la vez. Debemos tomar el tiempo dividido
como Dios nos lo da, día por día, confiando en que Jehová nivelará la carga al día
siguiente, como lo expresó Jesús en Mateo: 6:34: “Suficiente es para cada día su
propio mal”.
Me habló de una canción melódica en inglés, una de las predilectas de su
padre, que ella solía tocar al piano y cantar para él cuando pasaba días en su
casa. El título es “Busca el forro plateado”. La letra nos recuerda que detrás de las
nubes de tormenta aún brilla el sol, por eso, cada nube, por amenazante que
parezca, tiene un forro de luz plateada, que debe alentarnos a mirar más allá de la
tempestad. Como resumen de aquella conversación, escribí en mi diario: “No
ahogues el esplendor del presente bajo un manto de bruma, llorando por el
pasado o angustiándote por el porvenir”.
Ahora que las exigencias de la vida nos separaban, y no podría recurrir a mi
inolvidable instructora en busca de estímulo, tenía que tomar conciencia de un
hecho muy significativo. Yo era, por el momento, la persona más fuerte
espiritualmente entre aquel pequeño grupo de adoradores en García, por lo tanto
debía ayudarlos a madurar como cristianos. Pero, nuestra vida de allí en adelante
no iba a ser tan plácida como en los nueve años anteriores. Algunas pruebas
duras acechaban en el futuro cercano. Ocasionalmente, las palabras de Jesús a
sus apóstoles, en Lucas 22:31, parecían incluirme en su alcance: “Satanás ha
demandado tener a ustedes, para zarandearlos como a trigo”.
ESTA TARDE VINO A VISITARME una hermana que tiene un hijito de cinco
años. Su voz fresca y cristalina revivió en mi la impresión de aquellos días en que
te llevaba de la mano, comentándote todo lo que te rodeaba, prestándote mis ojos
para que tu mente percibiera las cosas a través de ellos.
Hacíamos largas caminatas con el fin de proveerte más ejercicio físico,
aparte de la clase de gimnasia y lo que caminabas al fondo de nuestra casa,
dándole de comer a los conejos y a las gallinas. En estos paseos, tenía que
ingeniarme para responder algunas preguntas extrañas que formulabas. Pedro
Villey decía en uno de sus libros que, cuando la palabra no evocara ninguna
imagen es un sonido hueco para el ciego. La gente hablaba con entusiasmo de
algunos colores y tú querías saber qué impresión producían y por qué el color
predilecto de unos no era el de otros. Se te hizo un poco más fácil entenderlo
cuando Mabel, siempre alerta a todo lo que pudiera serte útil, nos trajo un ejemplar
atrasado en Despertad que hablaba de la personalidad de los colores y el efecto
que producen en el ánimo. Todavía lo conservo; la fecha es 8 de noviembre de
1948.
Esos libros me ayudaron a definir como nunca antes, los diferentes campos
de acción de la memoria. Hay memoria visual, de la cual dependemos tanto los
videntes; memoria auditiva, tan importante para el ciego; memoria olfativa;
memoria táctil que registra la rugosidad, la suavidad y el espesor de las cosas, y
en el caso del ciego, la idea de la forma y el tamaño de los objetos. La memoria
muscular toma nota de las contracciones que tienen que hacer los músculos al
subir una escalera o un repecho, y nos advierte que vamos llegando al fin del
esfuerzo. Prepara los músculos para levantar un cierto peso cuando debemos
transportar un balde lleno de agua, y reacciona ante el chasco si lo creíamos lleno
frente sugería que la muerte es motivo de pena y de preocupación aún para los
ángeles.
Cuando visitábamos los museos de arte en Buenos Aires, tus dedos ávidos
recorrían las esculturas apreciando las formas y las proporciones, los gestos, las
actitudes y las expresiones que le daban a una mole fría el privilegio de comunicar
sentimientos y mensajes.
Al detenernos ante un cuadro, tu imaginación se nutría con mis detalladas
descripciones. Disfrutábamos de los clásicos, porque el arte moderno es casi
imposible de describir a un no vidente, ya que sus formas caprichosas no
comunican ideas precisas. Entre mis recortes de diarios que representan hechos
insólitos tengo uno publicado por el Buenos Aires Herald, del 17 de febrero de
1971, donde se informa que un cuadro que había ganado el primer premio de
pintura en Kansas, Estados Unidos, estaba firmado por James Orang. Los jueces
del concurso se sintieron muy abochornados al enterarse de que el lienzo había
sido caprichosamente coloreado por un orangután de cinco años de edad, al cual
se le habían dado pinceles y pomos de pintura para que probara su habilidad.
Como en todos los campos de la actividad humana, el desconcierto y la
desorganización mental, la falta de objetividad y propósito, se hicieron presentes
también en la pintura y en la escultura, en la música y en la poesía.
Un joven que conocí predicando de puerta en puerta, con aspiraciones de
destacarse en la literatura me obsequió uno de sus libros. Un conocido crítico
literario escribió el prólogo. Dice en un párrafo: “Nuestro novel poeta ha alcanzado
un acento firme y saludable. Su libro es un bien logrado esfuerzo por explicar la
impotencia humana al elevarse hacia las fuerzas espirituales que la reclaman
desde más allá de si misma”.
Para mi rutinario entendimiento, es una muestra de cómo usar el arte de
escribir cuando no hay nada substancial que decir. Aquí está uno de sus poemas
que traslucen el estilo de todo el libro:
REVELACIÓN
que en el espacio, ya que, sin egotismo, cabe decir que la mente es tan inmensa
como el universo mismo. Cuando pienso en las colinas, asocio inmediatamente a
esta idea la fuerza requerida para ascenderlas. Cuando en cambio, es el agua lo
que ocupa mi mente, siento la fría impresión de la zambullida y el rápido ceder de
las olas que se encrespan, ondulan y agitan contra mi cuerpo”.
Elena Keller, visitando zoológicos y circos había logrado posar sus manos
sobre los animales para conocerlos. Había percibido sus lenguajes palpando sus
gargantas para recibir la vibración de los sonidos. Es el caso de los animales más
peligrosos como el tigre, había conocido sus rugidos al aferrarse a los barrotes de
las jaulas para sentir las vibraciones. Los animales feroces embalsamados en los
museos, que podían ser estudiados al tacto sin riesgo, le habían permitido
familiarizarse con tales especies. Sus manos diestras, al palpar la garganta de
otras personas le habían ayudado a identificar la risa, las expresiones de sorpresa,
el gemido de dolor, el grito, el sollozo, el bostezo del agotamiento y la rigidez que
produce el estupor.
Su olfato era una enciclopedia de rápida consulta que la informaba de la
marcha de las estaciones. Ella jamás hubiera confundido los perfumes de la tierra
y de la savia que le hablaban de la primavera en cierne, con la fragancia del heno
maduro y los granos que se producen en verano. Los perfumes seductores del
otoño, cuando el follaje iba en decadencia, le hablaban de los cambios que el
tiempo produce, de los ciclos de vida y muerte que tiene la naturaleza. En el
capítulo que trata sobre el valor del olfato dice: “No puedo oler las amapolas sin
revivir las mañanas extáticas que pasábamos mi maestra y yo vagando por los
campos mientras yo aprendía nuevas palabras y los nombres de muchas cosas”.
El método empleado por la señorita Sullivan, la maestra contratada por sus padres
que permaneció el resto de su vida junto a Elena, consistía en deletrear las
palabras en las palmas de la mano de la niña. Así le enseñó historia, geografía,
literatura y todas las materias que completaron su educación.
Describe admirablemente un paseo hacia un pequeño bosque que era uno
de sus lugares predilectos. Ella sabía que al trasponer una tapia de piedra, allí
empezaba el bosque. Cuando se iba acercando con su acompañante, percibió un
fuerte olor desacostumbrado y las vibraciones de un estruendo. Era el olor de la
madera cortada y el estruendo de los árboles al caer. Más allá de la tapia, sintió
una ráfaga de aire que le salía el encuentro en ese lugar, y el sol la envolvió en su
calor cuando ella esperaba sentir sobre sí la fresca sombra del bosque. Sus
palabras describen vívidamente las sensaciones: “Pero hoy una ráfaga de aire
desconocido y una insólita irrupción de los rayos solares fueron las señales
evidentes de que mis amigos los árboles se habían marchado. El lugar estaba
vacío, al igual que una casa desierta. Extendí la mano. Donde antes erguíanse los
pinos inmutables, bellos y fragantes, mi mano encontró unos tocones lisos y
húmedos. Semejantes a las astas de un venado herido, las ramas cortadas sé
hallaban esparcidas por doquier. El amontonado y aromoso aserrín parecía girar
en torno a mí como un torbellino. Sentí un gran despecho al contemplar esa cruel
destrucción de una belleza que tanto amé”.
Las exhalaciones de la ropa le decían mucho acerca de la ocupación de las
personas que trataba, como ella misma lo describe: “Los olores propios de la
madera, del hierro, de la pintura y de las drogas quedan adheridos a las prendas
El Grupito Aislado
—Capítulo Siete—
casa de los Lemos, Germán se veía deprimido y de tanto en tanto comentaba que
él no tendría el privilegio de disfrutar de las bendiciones del Reino de Dios.
Evidentemente algún recuerdo triste lo abrumaba. El superintendente del circuito
pudo llegar al fondo del problema cuando Germán le contó que de joven había
participado en una revolución, y eso lo hacía sentirse indigno de las bendiciones
prometidas. Un estudio minucioso en cuanto al significado profético de las
ciudades de refugio, donde el homicida involuntario podía ser amparado bajo la
custodia de los sacerdotes de Israel, como se presenta en el capítulo 35 de
Números, fue el poderoso remedio que su herida mental necesitaba, y de allí en
adelante progresaron los dos hasta la dedicación, y siguieron fieles hasta la
muerte.
Otra experiencia gozosa de aquel tiempo, tuvo que ver con Celedonio
Olivera, el niño negro que asistía a la escuela. Un día le rogué que se quedara
unos minutos después de finalizar la clase para que tú pudieras palpar su cara. El
se mostró disgustado; cuando le pedí razones de su negativa, me dijo que desde
que había comenzado la escuela todos los chicos trataban de tocar su pelo crespo
porque creían que eso les traería buena suerte. Le expliqué que en tu caso, no
querías tocarlo por superstición, sino por el deseo de distinguir los rasgos de las
diferentes razas, ya que no podías verlos, y con el mismo interés palparías a un
niño chino o un esquimal. Entonces accedió.
Al día siguiente di una lección sobre las supersticiones y su falta de lógica.
Mantuve un paraguas abierto dentro del aula toda la tarde para probarles que no
iba a suceder nada perjudicial, y pedí que cualquier niño que se sintiera favorecido
por la suerte por haber tocado la cabeza de Celedonio pasara al frente y relatara
la experiencia. Todos callaron. Entonces anuncié que cualquiera que molestara a
Celedonio, perdería el recreo ese día y tendría que quedarse en clase escribiendo
cien veces en su cuaderno: “Debo respetar los sentimientos de los demás”.
Celedonio le contó todo a su madre: Algunos días después estábamos
predicando con Amanda y las chicas en el barrio en que ellos vivían, y María
Salomé salió de su pequeño rancho de adobe y me agradeció la defensa que
había hecho de su hijo. Fue un gozo entrar a su humilde vivienda contigo,
sentarnos en sus bancos rústicos de madera y abrir la Biblia para compartir con
ellos el mensaje del Reino. De allí en adelante, cada sábado a la caída de la tarde
los visitábamos. Esa era la hora en que su esposo alcohólico andaba por los bares
y era menos probable que se produjera algún problema. La impecable limpieza de
su choza, el piso de tierra barrido y rociado, el calentador a queroseno reluciente
con su base de bronce: el brasero encendido en invierno; el pan recién sacado del
horno de barro; la ropa limpia secándose en la cuerda; las latas de aceite con
malvones florecidos alrededor de su casa; el aljibe y la jaula con la lora; todo era
grato y quedaba muy bien allí.
Cuando aceptó acompañarme en la predicación, se sentía un poco
disminuida por su ropa humilde, pero yo conseguí que mamá me enviara por
encomienda algunos vestidos que ya no usaba, y los arreglé a su medida. De este
modo, María Salomé de Olivera, fue la segunda publicadora de las Buenas
Nuevas en García. Predicando con ella llegué un día a la casa de Aurelia
Corvalán, cerca del aserradero. Cuando establecí el estudio bíblico en su hogar,
Julián y Marta
—Capítulo Ocho—
confidencialmente a Pepe, que si se casaba con Marta lo haría uno de sus socios
en la fábrica de artículos plásticos, les regalaría el departamento en que vivirían y
un auto cero kilómetro para la luna de miel. El muchacho se entusiasmó con la
idea y se esforzó por enamorar a Marta. Hubo entrevistas en el jardín, paseos a la
luz de la luna y horas felices junto al piano, donde él le cantaba las nuevas
canciones que aprendía. Los familiares y los amigos organizaron muchos
agasajos cuando se anunció el compromiso.
Marta cambió completamente; la vida se había iluminado para ella, y
hablaba de su felicidad con un deleite que me inspiraba cierto temor. Algo podía
salir mal, y el riesgo era grande.
Julián me contó confidencialmente el trato con Pepe y no pude disimular
mis malos presentimientos. Deseaba equivocarme, pero no podía dejar de pensar
en qué se refugiaría Marta si su historia de amor no tuviera un final feliz. Le hablé
de la esperanza del Reino con ahínco, pero corno siempre, el mensaje de Dios
penetraba superficialmente sin alcanzar su corazón; parecía que algo duro y frío lo
detenía. Además, en esos días no había lugar en su mente para otra cosa fuera
de la euforia de su próxima boda, la fiesta y la ropa que la modista le estaba
haciendo.
Cuatro meses antes de la boda, los amigos de Pepe lo animaron a
presentarse a un concurso para promover nuevos cantantes, organizado por la
radio local. Fue elegido ganador y le dieron la oportunidad de presentarse en
televisión en la capital. Este fue su primer contacto con el ambiente artístico, tan
lleno de fuegos fatuos y tentaciones. Tras esto vino un contrato para actuar como
vocalista en una orquesta popular los sábados por la noche, lo cual le permitía
estar de vuelta en García los lunes para hacerse cargo de su trabajo en la fábrica.
Entonces decidió abordar a Julián y pedirle el auto prometido como regalo de
bodas, a fin de usarlo para viajar a la capital. Su futuro suegro no aprobó la idea, y
le pareció audaz el que Pepe exigiera un regalo que se le había ofrecido para más
adelante. El joven discutió agriamente con Julián por el auto, tratándolo con
altanería, lo cual hizo que él permaneciera en su negativa. Pepe ya no era el joven
simple y afectuoso de antes. El éxito, los aplausos y las posibilidades futuras de
que tanto le hablaban, lo habían cambiado. Herido en su orgullo, le dijo a Marta
que al fin se daba cuenta de que había confundido sus sentimientos y no se sentía
inclinado a unir su vida a la de ella, ni a permitir que Julián lo comprara con sus
regalos.
La felicidad de Marta se derrumbó en una hora. Perdió interés en todo, ya
no venía a ayudarme en la escuela; abandonó el estudio de piano y
frecuentemente se encerraba en su pieza a llorar. Nuevamente el doctor Ramos
entró en el cuadro; le recetó píldoras tranquilizantes, y dos veces por semana le
proporcionaba una hora de consuelo profesional muy bien remunerado.
Julián estaba muy preocupado por la tristeza de Marta después de la
ruptura y vino a vernos una tarde, cuando los niños ya estaban saliendo de la
escuela. Promediaba el invierno y tú estabas en cama con una fiebre extraña que
te dejaba por unos días y volvía a aparecer. Me pidió que hiciera lo posible por
ayudar a Marta y prometió traerla para verte, ya que tantas veces preguntabas por
ella. Volvieron a los pocos días. Tú dormías, y nos sentamos las dos en el
comedor a conversar, después que Julián se hubo marchado.
—Tu padre cometió un error por lo mucho que te quiere y porque siempre
estuvo acostumbrado a comprar a cualquier precio lo que te hacía falta. Jamás
pensó en el daño que podría causarte. Pero dejando esas cosas mezquinas de la
tierra, Marta, lo que necesitas es encontrar un lugar en el arreglo de Dios, tener
una relación personal con tu Creador. Entonces verás como los hechos comunes,
que a veces se agrandan desproporcionadamente, vuelven a su lugar y dejan de
ser obstáculos que nos impiden ver el valor y la belleza de todo lo demás.
Repitió con amargura: Relación con Dios ... Arreglo de Dios ... Ese Dios que
no entiendo ni conozco, ni da señales de entenderme y conocerme, no debe tener
ningún lugar en su arreglo para mí. Y si lo tiene, no va a ser ningún problema para
Él, si es todopoderoso, cambiarme por algo que le sea más útil.
Le aseguré que el tiempo cura grandes heridas como había sido en mi
propio caso, y le rogué que fuera gustosamente al viaje que Julián y Celia
planeaban por las principales capitales de Europa, con el fin de distraería y
devolverle la calma y el optimismo. Me prometió que así lo haría.
Cuando Julián llegó a buscarla, al anochecer, parecía tranquila y
fortalecida. Al despedirse me dio las gracias por mis palabras y me aseguró que le
habían hecho mucho bien. La animé a volver antes del viaje. Creí que iba a poder
ayudarla. Pero una noche, varios días después de esa visita, se encerró en su
pieza, y atraída por esa tendencia humana de palpar y drenar una herida, volvió a
leer las cartas de Pepe. Celia se extrañó de ver luz en su cuarto a altas horas de
la noche y fue a ver si estaba bien. Halló las cartas desordenadas sobre la mesa y
el frasco de barbitúricos que le había recetado el doctor Ramos vacío junto a ellas.
La rápida ayuda médica salvó su vida, pero su voluntad de vivir siguió quebrada.
Irónicamente, en esos días los discos de Pepe, que ahora se llamaba Freddy,
llenaban el aire en García. La pequeña ciudad se enorgullecía de haber producido
un ídolo popular.
De todo esto no llegaste a enterarte. Pensé que sería mejor decírtelo
cuando estuvieras bien y ese día no llegó. Durante mucho tiempo volvía de
continuo a mi mente la conversación con Marta aquella tarde. La veía como el
arquetipo de una juventud ofuscada, desviada de sus logros y esperanzas por los
errores de los que la precedieron. Triste fruto de maestros ateos y pensadores
desorientados que derrumbaron los pilares en que debían haberles enseñado a
apoyarse, dejándolos tambaleantes en el vacío. Ven la vida como el simple
resultado de un accidente químico que después de algunos cambios evolutivos
tuvieron el acierto de producir al mono. El mono a su vez y sin saberlo, manipuló el
desarrollo de la cadena para que produjera su más significado eslabón, el hombre.
Por lo tanto, si un humano malogra su vida o deshonra a la especie, ¿a quién hay
que rendirle cuentas? ¿Sería lógico hacer o dejar de hacer algo para no sentirse
indigno del legado de los antecesores en la cadena de la evolución?
¡Pobre juventud despojada y aturdida! Al no esperar otra recompensa que
la inmediata, el disfrute materialista del momento es su único galardón. Al no creer
en el matrimonio y la familia como instituciones de Dios, se ven a sí mismos como
frutos de la casualidad. Si no se sienten parte de una maquinaria diseñada con un
propósito, ¿qué ancla podría amarrarlos a la vida ante el peligro de un naufragio?
¿Se aferrará uno a la existencia en momentos de prueba y amargo desaliento,
simplemente para no defraudar al accidente biológico que lo produjo?
posiblemente fuera solo una pieza con cocina en una casa compartida, significarla
otro período de readaptación para ti.
De algún modo, Julián se mantenía al tanto con lo que nos sucedía. Supo
que el médico que te atendía no acertaba con la enfermedad y el origen de la
fiebre, y una tarde apareció con su médico personal, rogándome que aceptara sus
servicios y le dejara correr con los gastos. Esto fue después que los padres de los
alumnos hablan elevado el escrito firmado al Consejo Nacional de Educación.
Durante su visita, sin aludir a los últimos sucesos, me hizo saber de qué parte
estaba, pues comentó sobre el exceso de nacionalismo que fanatizaba a la gente.
Después de esto sucedieron las cosas que ya te referí, la visita del inspector, la
notificación de mi próximo despido y el frustrado intento de suicidio de Marta.
Un mes después, una tarde gris de fines de invierno, cuando ya llevabas
tres meses luchando con aquella fiebre, llegó el momento decisivo. Era sábado, no
había clases; por lo tanto me quedé a tu lado después del almuerzo. Cuando te vi
dormido me acerqué a la ventana y me entretuve mirando el cielo plomizo y los
árboles con las ramas desnudas sacudidas por el viento. Reconocí a Amanda y
Roberto que se acercaban al portón del jardín y fui a recibirlos. Conversamos en el
comedor por un rato y cuando pasamos al dormitorio Roberto notó que no
respirabas. La gran brecha de sombra y de silencio se había abierto entre los dos.
¡Qué inmensa gratitud sentí al tenerlos a ellos a mi lado!
Roberto telefoneó a Villa Solidaria y el hermano Aguilar junto con otros de la
congregación llegaron un par de horas más tarde. Estábamos hablando sobre las
distintas posibilidades de entierro cuando vino Julián a ofrecer un lugar en el
panteón de los García, aquel con la estatua del ángel que te gustaba palpar.
Roberto Lemos se encargó también de telefonear a mamá y pedirle que le avisara
a la familia de tu padre. Hacía dos años que no aparecía por García ni sabíamos
nada de su paradero. Al día siguiente, bajo un cielo todavía gris, te acompañé
hasta el último punto en que podemos acompañar a los que dejan el mundo de los
vivientes. Cuatro autos aparte del de Julián nos llevaron, siguiendo la berlina
negra en que yacías. Un grupo muy pequeño nos rodeó en el cementerio. Aparte
de los cuatro que representábamos tu familia y de los hermanos que habían
venido de Villa Solidaria, estaban la familia Lemos, María Salomé y su negrito,
Celedonio Olivera, Aurelia Corvalán y dos señoras que estaban progresando muy
bien en el estudio bíblico; Julián y su secretario. La imagen del ángel, con su
rodilla en tierra, su arruga pensativa sobre la frente, y el índice en los labios
pidiendo silencio, parecía más significativa aún al borde de la fosa abierta.
Amanda no se separó de mi y en ese momento de desolación, el apoyo de su
brazo sobre el mío me hizo sentir amparada y comprendida.
espíritu tiene laberintos difíciles de pasar, pero al fin llegué a dominar el timón en
medio de la tempestad y arribé a una decisión incambiable.
Con las palabras del Salmo 142:5, rogué a Jehová que Él fuera la parte que
me corresponde en la tierra de lo vivientes.
La maestra suplente no tardó en presentarse para hacerse cargo de la
escuela pues nombraron a una muchacha recién recibida de García. En pocos
días preparé la mudanza y me dispuse a trasladarme a Mendoza.
Roberto Lemos, a pesar de su indiferencia hacia la verdad, fue muy bueno y
servicial. Fue como uno de esos hermanos que tanto hubiera apreciado tener. El
se encargó de llevar tu colección de copias en Braille como donación a la
Biblioteca Municipal de García donde no existía literatura para no videntes. Aparte
de los libros de la Biblia que distribuyen las Sociedades Bíblicas Unidas, había
copias hechas por mí, haciendo buen uso del alfabeto Braille que aprendí con el
fin de ayudarte. Dos tomos contenían los poemas de diversos autores que más te
gustaban. Tus dedos diestros para la lectura repasaban a menudo sus líneas.
Algunas páginas del libro de los Salmos ya estaban muy gastadas. Muchos de los
maravillosos pensamientos y sentimientos que expresaban habían llegado a tu
corazón por medio del tacto.
Roberto me ayudó también a embalar las cosas que quería conservar y a
vender lo que no deseaba llevarme. Antes de marcharme definitivamente de
García, fui al cementerio para ver la placa que Julián había mandado a hacer, y
luego pasé por su oficina para agradecerle sus atenciones y comunicarle mi
próxima partida. Ellos también salían para Europa en esos días.
¡Qué extraña sensación me produjo tu nombre materializado en bronce!
Aquellas diez letras ya no representarían ningún deber ni derecho. ¡Qué
consolador es saber que los nombres amados, aunque se desligan de todo en la
tierra, siguen existiendo en la memoria de Dios, y lo que se deshace en el polvo
tiene aún forma en su mente!
Mi última entrevista con Julián fue útil para aflojar los cimientos de aquella
casita iluminada y tibia de mi sueño, que estaba retando a duelo al precursorado.
En mi incertidumbre, todavía estaba alentando la esperanza de que él aceptara la
verdad y se constituyera en mi anhelado refugio.
Al agradecerle sus bondades no pude menos que decirle cuánto deseaba
que Dios le deparara un lugar entre su pueblo, donde podría aplicar ampliamente
su genuino amor a la humanidad. No hizo ningún comentario. Cada vez que le
hablaba de la verdad tenía la sensación de chocar contra algo impenetrable, que
no me dejaba avanzar.
—Todo lo que deseo Ana, es que usted guarde de mí un buen recuerdo.
—Por supuesto Julián, jamás olvidaré lo que usted hizo para hacernos
felices a Pablo y a mí. Por eso le deseo la más elevada recompensa, la vida
eterna en el Nuevo Orden que Dios promete.
Su respuesta me sorprendió: —No quiero ofenderla, pero me considero
más altruista que los Testigos de Jehová. Yo prefiero hacer el bien por el bien
mismo; por el beneficio que representa para el que lo practica y para el que recibe
sus resultados; por lo que soy y lo que quiero ser, no porque espere alguna
recompensa. Si ese Dios existe, me va a remunerar a su manera, aunque yo no
haya estado dedicado a Él.
jóvenes los miran como autoridades abolidas y les dicen que se gobiernen a si
mismos y no traten de atraparlos a ellos en el engranaje de una civilización
fracasada. ¿Se da cuenta, Julián? Si Dios no está en su lugar en nuestra vida,
todo lo demás está fuera de foco.
—Traté de hacerla fuerte para que aprendiera a sostenerse en sí misma y
no en una imprecisa idea de Dios.
—Le diré lo que muchas veces le dije a su hija, Julián: Dios no tiene
sustituto. Ahora, cuando ella necesita tanto apoyarse en Él y sentir que la vida es
algo sagrada, que no nos pertenece, se ve a sí misma como el producto de un
accidente biológico que a nadie tiene que dar cuenta si decide volver a la nada.
Un aire de derrota nubló su rostro. Le expresé mis mejores deseos en
cuanto al viaje que los tres estaban por realizar a Europa y le dejé la dirección de
Lucio y Rosalía Fuentes en Mendoza, para que me hiciera llegar noticias.
Al volver a casa, anoté detalladamente en mi diario los pormenores de esa
conversación con el fin de repasarla si sentía que la atracción que él había
ejercido sobre mí resurgía de sus propias cenizas.
Al salir de su oficina me encontré en la calle con una prima de Julián que
había visto algunas veces en su casa. Me detuve a saludarla y le dije que me iba
definitivamente de García.
—Sin duda no se irá tan lejos que Julián no pueda ir a visitarla para
continuar la amistad especial que los ha unido. Usted tiene tanto que retribuirle...
(el tono de su voz era sarcástico, casi burlón)
—Señora, las bondades de su primo para con mi hijo ciego solo pueden ser
retribuidas con gratitud y aprecio. El no espera nada más de mí, ni va a seguirme
para reclamarme obligaciones. Es usted muy audaz si está sugiriendo otra cosa.
Me aparté de ella sin añadir nada más. Hasta ese momento había creído
que por lo menos mi buen nombre estaba a salvo de las lenguas ociosas. ¡Qué
cruel podía llegar a ser la garra enguantada en la inocente apariencia pueblerina
de García! Y allí, en ese lugar hostil, tenía que dejar lo que había sido más mío en
el mundo, durmiendo en su pequeño cementerio.
Al fin salí un atardecer en el tren de las siete, el mismo que tomaba Mabel
Robertson para volver a la capital, y pasé unos días con mamá antes de viajar a
Mendoza. Estaban en la estación Amanda y Roberto con las chicas, María Salomé
con Celedonio, Aurelia Corvalán y dos señoras que hacía poco tiempo habían
comenzado a estudiar la Biblia conmigo. Aquel grupo que agitaba manos y
pañuelos representaba lo mejor de mi siembra de cinco años. Me trajeron
golosinas, flores y pequeños obsequios. Me llenaron las manos de cosas y el
corazón de ternura. Toda la adversidad que se había desatado contra mí no podía
nublar ese gozo.
Aquel veintiocho de septiembre, el tren arrancó dejando atrás a la luz
mortecina del crepúsculo, la ciudad que había crecido alrededor de nosotros; la
escuela que había ocupado casi doce años de mi vida; el imperio comercial de los
García y bajo la sombra de los altos cipreses, una placa de bronce con un nombre
inolvidable.
No volví a ver a Julián en estos treinta años. Cuando regresaron de Europa
él se detuvo brevemente en la capital y le hizo una visita de cortesía a Ramón y a
mamá, cuando yo todavía estaba en Mendoza. Volvió algún tiempo más tarde, un
Mendoza
—Capítulo Diez—
NO FUE FÁCIL COMENZAR una nueva vida sin ti, sin la escuela, privada de
mis estudios de hogar y de los hermanos que integraban la congregación de Villa
Solidaria. Me sentía como alguien que después de un desmayo trata de entender
qué pasó y dónde está. Pero poco a poco fui logrando el equilibrio necesario.
Rosalía, la hermana de Eduardo Aguilar, y su esposo Lucio Fuentes, no
eran muy despiertos y activos como publicadores del Reino, pero eran sumamente
amables. Siempre estaban buscando la manera de llenar mis horas libres para no
dejarme mucho tiempo para añorar lo perdido. Tres tardes por semana yo atendía
alumnos particulares, que venían a casa y el resto del tiempo lo empleaba en el
precursorado regular. Me hacía bien estar ocupada, pero muchas cosas las
llevaba a cabo automáticamente, por la necesidad de llenar un gran vacío.
Me esforcé por interesarme en Mendoza, su historia y sus maravillosos
paisajes. Situada al pie de los majestuosos Andes, es verdaderamente un lugar
hermoso. Caminar bajo sus álamos y plátanos, envuelta en el sol de la primavera
equivalía a una invitación a la vida, una reconciliación con la belleza de la obra de
Dios, que en aquel momento la necesitaba como el pan de cada día. Los afiches y
folletos de turismo la ensalzaban como “la tierra del buen sol y del buen vino”. Esta
designación era tan fiel a la realidad, que los hoteleros descontaban a sus clientes
los días en que el sol no se dejara ver para nada. Con el correr del tiempo, cuando
el clima empezó a cambiar allí como en otras partes, cancelaron ese beneficio
porque los días grises se sucedían bastante a menudo.
Los viñedos y olivares alrededor de la ciudad hacían pensar en algunos
aspectos de la tierra de promisión descrita por Moisés. Originalmente, Mendoza
había sido una región desértica, pedregosa y seca; lo único que crecía de por sí
era cactus, arbustos y algunas hierbas. Sus primeros pobladores habían sido los
indios huarpes, que eran pobres, tenían una civilización muy primitiva, y cultivaban
principalmente el maíz.
Luego llegaron los incas que, partiendo de su fabuloso imperio en el Perú,
extendieron sus conquistas hasta Chile, desde donde cruzaron los Andes y
sojuzgaron a los huarpes. Los incas compartían su civilización avanzada
enseñando sus técnicas agrícolas a las tribus sometidas. Canales y acequias que
los indios excavaron, todavía surcan las tierras secas, llevando desde las
montañas aguas de deshielo. El recuerdo de aquellos primitivos pobladores está
perpetuado en el nombre de algunos lugares, como "Camino del Inca" y “Puente
del Inca”. Una depresión de terreno que los aluviones ahondaron y fue
aprovechada por los indios para canalizar las aguas del Río Mendoza, se llama
aún "Zanjón Guaymallen”. Su nombre viene del araucano “guay” que significa
quebrada o cauce angosto, y “mallin” que significa pastizal. En sus márgenes
había vivido la tribu del cacique Guaymaré.
Según un historiador, el gobernador de Chile, García Hurtado de Mendoza,
hijo del que era entonces virrey del Perú, aprovechando un confuso momento
político, había fundado en 1561, del otro lado de los Andes, esta ciudad que lleva
su nombre. Un fuerte sismo la destruyó casi totalmente en 1861. Ocasionalmente
la sacuden algunos temblores, pero ninguno volvió a alcanzar la intensidad de
aquel. Cada año en esa misma fecha, los mendocinos religiosos caminan en
procesión detrás de la imagen de Santiago, a quien han conferido el rango de
Santo Patrón de Mendoza. Un año la procesión no se realizó y pocos días
después hubo un fuerte temblor. Desde allí quedó establecida la superstición que
dice que hay que sacar a Santiago cada año a las calles de Mendoza porque si
no, sacude la tierra en seria de protesta.
El orgullo de la provincia y su mayor fuente de ingresos son sus viñedos y
su enorme producción de vinos. Tiene la bodega más grande del mundo y la cuba
más voluminosa que se conoce, que contiene doscientos diez mil litros. Antiguos
registros dicen que fue Cristóbal Colón quien introdujo las primeras vides viníferas
en América, en su segundo viaje a las Antillas. Los pobladores de Mendoza
descubrieron en tiempos lejanos que ese era el lugar ideal para el cultivo de vides,
cuando trajeron algunas desde Chile. Comenzaron a sembrar parras en los
alrededores de sus casas y gradualmente avanzaron de la bodega casera, a las
grandes bodegas comerciales, hasta llegar a tener en la actualidad más de mil de
ellas.
Entre los muchos lugares atractivos de Mendoza, mi predilecto era su
parque artificial, industriosa obra de manos humanas en una tierra con
características de desierto. Tiene trescientas hectáreas llenas de árboles de todo
tipo, de diferentes partes del mundo, en que se destacan muchos tonos de verde,
y algunos son intensamente rojos. Está adornado con atractivas esculturas, una
rosaleda, una fuente luminosa y un gran lago artificial. Sus exóticos portones de
hierro fueron comprados en Francia por el gobernador Emilio Civit, creador del
parque. Habían sido forjados por encargo de un sultán turco, que fue depuesto
antes que le fueran entregados.
Mi mayor deleite era sentarme frente al lago, en alguno de los bancos de
piedra que bordean el rosedal, y mirar aquel fondo de montañas rocosas, el
impresionante respaldo que los Andes le proveen. Entre ellas, como un hermanito
menor refugiado entre sus faldas, el Cerro de la Gloria, el único cubierto de
vegetación en la precordillera, parecía una esmeralda engarzada entre los
austeros colosos de piedra. En las tardes grises, aquellas montañas veteadas de
nieves eternas, se envuelven en tonos azules y violetas que les confieren un aire
melancólico, como si estuvieran sumidas en milenarias evocaciones.
Un domingo a principios del verano, después de la reunión, salí a vagar
solas con mis pensamientos. A esa altura del año el anochecer mendocino se
alarga hasta las nueve. Recién entonces la noche se cierne súbitamente sobre la
ciudad, cuando los últimos reflejos del sol se apresuran a descender detrás de las
montañas. Llegué al lago cuando todavía quedaba cerca de una hora de luz del
cuadernos en blanco que pasaban por mis manos en la escuela, eran desafíos
que no quería aceptar. En cambio, me dediqué a lograr la armonía y el equilibrio
en ti, el más amado poema que tomó forma en mi interior.
En mis incursiones en la literatura mundana hallé un pensamiento que
siempre resurge, aunque el nombre del autor se escurrió de mi memoria; "Las
palabras más tristes que pudieran escribirse son: "pudo haber sido" y "pudo no
haber sido". De tanto en tanto pienso en los acontecimientos decisivos en mi vida,
en la reacción en cadena que provocaron y en lo que pudo haber sido
radicalmente distinto. Si mi padre no hubiera tomado aquel avión que no llegó a
destino, quizá yo hubiera sido parte de una de esas familias con varios hermanos,
que siempre miré con nostalgia. De ser así, mi madre no hubiera perdido casi todo
lo que le quedó en manos de abogados fraudulentos, y jamás hubiera existido un
padrastro, ni lucha económica, ni soledad. Si el segundo casamiento de mi madre
no me hubiera creado esa urgencia de huir de casa, habría evitado aferrarme
irreflexivamente a la oportunidad de formar un hogar donde la felicidad fue una
visita casual, que aparecía brevemente y desaparecía por largas temporadas.
Quizás hoy tendría un lugar reconocido en las filas del periodismo y habría escrito
y publicado varios libros que siguen archivados en mi mente como sueños
imposibles.
Cuando conocí la verdad sobre Dios y sus propósitos, renací en mí la
esperanza de recobrarme de todo lo que pudo haber sido y no fue. De vez en
cuando cedo a la tentación de jugar a ese juego triste, pero ahora hay una puerta
abierta que da al Paraíso futuro, en el fondo de todos los escenarios y sus
variantes. En cada planteo de lo que pudo haber sido diferente, y en cualquier
cuadro reconstruido del pasado y del futuro, siempre dejé un lugar para el pajarito
ciego que anidó entre mis brazos. Nada que el ayer o el mañana me otorgaran,
podría hacerme desear cambiarte a ti por otro bien tangible.
Alicia Robles
—Capítulo Once—
difícil en su vida y atizando los rescoldos de su primer amor, que había tenido la
fuerza de lo puro y de lo nuevo.
Para ayudarla a evaluar la situación, hice dos listas de lo que había para
ganar y de lo que había para perder en el caso, y las puse delante de ella. Las
leyó una y otra vez, sin ningún comentario. La lista titulada: “Ganancias” decía:
Uno de los ancianos, jubilado por su edad avanzada, que tenía tiempo libre
durante el día, vino a vemos a la mañana siguiente, y su visita fue un gran
estímulo. Habló un rato con Alicia en tono muy paternal y comprensivo. Se ofreció
para llevarle a Miguel la breve carta que Alicia por fin escribió en su presencia. Le
decía que su decisión era irrevocable, que daba por cancelada la boda y que
deseaba que él recobrara su relación con Dios a su debido tiempo.
Después de esto, temblorosa y pálida, se acostó y durmió algunas horas,
presa de un profundo agotamiento. El mismo hermano que nos visitó, telefoneó a
los padres de Alicia para notificarles lo ocurrido. Al día siguiente su madre viajó a
la capital. El agotamiento del primer día se prolongó y se intensificó. El médico
diagnosticó postración nerviosa. Antes del fin de semana siguiente viajaron las dos
a Córdoba en un tren con camarote, donde el viaje requeriría menos esfuerzo. Al
despedirla tuve la impresión de que nunca iba a volver a la capital para trabajar
conmigo. Así sucedió. Dos meses después, ya recuperada, me escribió que había
decidido hacer el precursorado regular allá y seguir viviendo con sus padres.
El vestido rosa de media fiesta que iba a usar para la boda, el ramo artificial
y el velo corto para la cabeza, quedaron en el ropero por algunos meses, hasta
que Alicia comprendió claramente que nunca los iba a usar. Entonces me escribió
que por favor dispusiera de esas cosas como mejor me pareciera y le enviara todo
lo demás con un hermano que vendría a buscarlo con su camioneta.
En una caja grande, mandé por encomienda al Chaco el vestido de la boda
y sus accesorios a una precursora de familia pobre que planeaba casarse al
verano siguiente, con una breve nota que decía: “Es una provisión para tu boda,
de parte de alguien que decidió no usarlo”. Algún tiempo más tarde, supe por una
hermana del Chaco que la conocía, que la muchacha había saltado de gozo al
recibirlo. Ella pudo usarlo con gusto, sin conectarlo con recuerdos tristes.
El día que se le comunicó a la congregación la expulsión de Miguel, recordé
su incomodidad y malestar mientras daba la conferencia sobre moral juvenil, un
par de meses antes. ¡Solo Dios sabia cuánto había porfiado con los ángeles que
cuidan la limpieza de las congregaciones! Como Balaam, cuando se aventuró a
seguir un proceder condenado por Dios, debe haberse sentido golpeado contra un
muro de piedra, a ambos lados de la senda angosta que nos está señalada en la
viña de Jehová. (Números 22:24,25) Pero ni aún en ese caso, como vocero de la
congregación para amonestar a los jóvenes, tuvo la suficiente honradez para
confesar su proceder y buscar ayuda.
Algún tiempo más tarde se supo que Miguel, haciendo buen uso de las
cualidades cultivadas en la Escuela del Ministerio Teocrático, había ganado un
concurso para un puesto de locutor en una conocida emisora radial. Llegó a ser
bastante popular participando frecuentemente de eventos artísticos, siempre
rodeado de muchachas modernas y atractivas del ambiente teatral.
Aparentemente consiguió allí lo que deseaba de la vida, pues nunca solicitó ser
reinstalado en la congregación.
En cuanto a la muchacha que estudiaba con Miguel y precipitó el
desenlace, los ancianos le aconsejaron que volviera junto a sus padres y criara a
su hijo en la verdad. Entre varias hermanas decidimos regalarle un ajuar para el
bebé y el dinero para el viaje de vuelta. La visité varias veces para animarla a
continuar estudiando la Biblia en su ciudad natal y amoldando su vida a los
requisitos bíblicos. Supe por ella cómo Miguel había vencido sus escrúpulos,
diciéndole que Jehová conoce nuestra naturaleza débil y nuestras necesidades
emocionales, y nos perdona porque sabe que somos polvo. Le había citado varias
veces las palabras del proverbio bíblico: “El justo siete veces cae y siete veces se
levanta”. Entre los dos habían ilustrado bien el viejo refrán: “El hombre es fuego y
la mujer estopa, viene el diablo y sopla”.
Cuando el tren en que viajaban Alicia y su madre se alejaba, las lágrimas
saltaron de mis ojos. En los días que siguieron sentí muchísimo su ausencia. Mi
frustrado cariño maternal había estado muy bien empleado en ella. Cuando se
supo definitivamente que no volvería, la Sociedad me escribió preguntándome si
tenía inconveniente en seguir trabajando sin compañera algunos meses, pues no
tenían a quien asignar en ese momento.
Continué sola casi dos años, concentrando mis esfuerzos en ayudar a
hermanas que deseaban mejorar su ministerio. Fue una actividad muy
recompensadora. En ese tiempo falleció Ramón, mi padrastro, y mamá quedó sola
con la salud bastante quebrantada. Escribí a la Sociedad sobre mi deseo de vivir
con ella para atenderla, y si era posible continuar el precursorado especial en
Buenos Aires. Comprensivamente la Sociedad consideró mi situación y me
asignaron a una congregación cercana, para que no tuviera que perder mucho
tiempo viajando.
Ramón había vendido aquel apartamento en Liniers donde tú y yo solíamos
pasar las vacaciones con ellos, y había comprado otro más chico cerca de Plaza
Flores, sobre Rivadavia, la calle más larga del mundo. En él vivo desde entonces.
Poco a poco fui venciendo la indiferencia que mamá habla mostrado hacia
la verdad, y establecí un estudio bíblico informal con ella, que era más bien una
charla amable con el uso de la Biblia. Tuve la felicidad de ver reconstruida su fe y
oírla hablar en sus últimos días de la esperanza del Reino. Si yo no estaba para
hacer la oración antes de comer, le faltaba algo. A medida que iba envejeciendo y
perdiendo las fuerzas, dependía cada vez más de mí, como si yo fuera la madre y
ella la hija. Se sentía desvalida y se aferraba a mi cariño como jamás lo había
hecho antes. Estoy muy agradecida a Dios por el privilegio de haber podido
acompañarla hasta que se entregó al sueño duradero.
Heredé de ellos el pequeño apartamento que es mi hogar hasta ahora y una
modesta cuenta bancaria cuya renta me permite pagar impuestos y gastos
comunes de la casa, y enfrentarme sin angustias a sucesos imprevistos. Ya tengo
los arreglos legales para que todo pase a manos de la congregación si algo me
sucede. Pero, si aún vivo cuando llegue el fin, y la cuenta bancaria existe todavía,
tendré la satisfacción de que algo mío haya sido arrojado a la calle para participar
en el cumplimiento de la profecía de Ezequiel 7:19, y ver al “poderoso caballero,
don Dinero" enterrando sus ínfulas de superioridad en la basura amontonada en la
vía pública.
De tanto en tanto nos hemos vuelto a ver con Alicia Robles en alguna
vacación o en alguna asamblea. Varios años después de aquella infeliz historia de
amor se casó con un excelente joven, que actualmente es un superintendente muy
apreciado en su congregación.
Estoy ahora en el ocaso de mi vida. Siento sí, el cansancio que dejan los
años, pero he descubierto que los deberes eludidos producen más fatiga y
malestar que los cumplidos. Aunque no tengo los bríos que tenía cuando comencé
el precursorado especial con Alicia, mi aprecio por el privilegio de llevar el mensaje
de Dios como representante de su organización terrenal, es cada día más
profundo. Mis más valiosas experiencias y recuerdos desde, tu ausencia tienen
que ver con este magisterio incomparable.
El Magisterio Incomparable
—Capítulo Doce—
que otra carrera no me hubiera dado. Naturalmente, el papel del actor no es tan
fácil como el del espectador. Como Testigos de Dios hemos tenido parte activa en
el drama de los últimos días y hemos sido el blanco de muchas medidas
arbitrarias. Los que se empeñaron en mantener en vigencia el "Fichero de Cultos"
supieron usarlo como herramienta demoledora. Muchas veces nuestras
asambleas fueron interrumpidas y clausuradas. Más de treinta años nuestros
lugares de reunión funcionaron sin un letrero que los identificara. La literatura
bíblica nunca fue tan abundante como hubiéramos deseado, y a menudo hemos
ido a países limítrofes para conseguir las últimas publicaciones; pero la obra de
Dios no puede ser detenida con ardides humanos. Dios nos hizo navegar sobre la
cresta de todas las olas que se levantaron para hundirnos.
Es cierto, a través del tiempo la carne se fatiga y afloja el paso, como lo
estoy viendo en mi propia vida. Pero entonces, uno se recuesta en un respaldo de
recuerdos gozosos que ayuda a descansar. El corazón satisfecho nos arrulla con
una melodía maravillosa que se titula: “No estás viviendo en vano”. En nuestra
imperfección, entendemos que podríamos haber hecho todas las cosas mejor,
pero Jehová sabe que somos polvo y no nos niega su sonrisa de aprobación a
pesar de nuestras deficiencias. Algunos de nosotros, con el paso lento del ocaso,
ya no somos pilares fuertes en las congregaciones desde el punto de vista de lo
que podemos lograr, pero tenemos para los jóvenes que llegan a llenar los
puestos de responsabilidad, el valor de símbolos y documentos verificados, que
los inspiran a esforzarse y seguir adelante.
Algunos me dicen: “¡Cuántas maravillosas experiencias habrá tenido usted!”
Les respondo: “Mis experiencias fueron simples y comunes como las de cualquier
publicador. Pero la gran experiencia es el precursorado mismo; es la satisfacción
de dar el máximo aunque las condiciones no hayan sido ideales en todo momento.
No sería lógico servir a Dios por más de treinta años sin ninguna dificultad, tal
como no se podría navegar por más de treinta años siempre con buen tiempo.”
Uno de los más apreciados frutos de nuestro servicio sagrado fue ayudar a
muchos a convertir su adoración en una comunicación recíproca. Al hallarlos en
nuestra predicación les oíamos lamentarse porque Dios no escuchaba sus
oraciones. Pacientemente, logramos hacerles comprender que la adoración no es
un monólogo sino un diálogo. Estaban acostumbrados a hablarle al Rey eterno
para pedir favores, pero nunca abrían la Biblia para dejarlo hablar a El, o averiguar
hasta donde ascendían sus deudas con Dios.
Algunos en quienes nos esmeramos por volcar la verdad de la Palabra
sagrada, se hicieron impenetrables como el cuerpo opaco que detiene la luz y no
la transmite. Otros en cambio, fueron como el prisma, que al recibir la luz la
descompone en colores y la difunde. El intenso interés en ayudar a otros a
alcanzar la vida eterna bajo el Reino de Dios ha hecho que nosotros mismos nos
acercáramos cada vez más a ella. Un proverbio chino expresa gráficamente la
misma idea: “Ayuda al barco de tu hermano a cruzar el río, y el tuyo habrá
alcanzado la otra orilla”.
Cuando los ojos de la mente recorren los años vividos, muchos rostros
queridos se asoman a nuestros recuerdos a lo largo del tiempo. Fue maravilloso
ayudarlos a salir de las tinieblas espirituales del mundo para unirse al pueblo de
adelante aunque fuera con precarios recursos, sin dudar nunca de la capacidad de
Jehová como proveedor. Nos preguntó: -Si el dueño de una gran región de tierra
llena de ganado, les extendiera un pagaré firmado, ¿tendrían temor de
encontrarse con una cuenta agotada cuando fueran a cobrarlo? ¡No!, Porque las
palabras del Salmo 50: 10 son verdaderas. Dios dice allí: “Porqué a mí me
pertenece todo animal silvestre del bosque, las bestias que están sobre mil
montañas”. ¿Acaso Él nos necesita a nosotros para asegurarse el sustento? El
versículo 12 nos responde: “Si tuviera yo hambre, no te lo diría porque a mí me
pertenece la tierra productiva y su plenitud”.
Otro orador nos hizo recordar la notable experiencia de la viuda de Sarepta,
narrada en el capítulo 17 del primer libro de los Reyes en la Biblia. Era un tiempo
de hambre y sequía en Israel. Ella estaba haciendo una torta con el último puñado
de harina y el último resto de aceite que le quedaban pensando que, después de
esa magra comida, ella y su hijo podrían acostarse y esperar la muerte. Elías puso
a prueba su fe y altruismo pidiéndole que le sirviera a él esa pequeña torta, pues si
lo hacía, la harina del jarro grande y el aceite del jarro pequeño no se agotarían
hasta que volviera a llover en Israel. Ella obedeció, y los tres siguieron viviendo día
por día con la porción medida pero diariamente duplicada de aceite y harina.
—“Así son, agregó el conferenciante -los recursos de los precursores en la
mayoría de los casos. No se puede sacar más que un poquito a la vez, y siempre
queda solamente un poquito. Pero la bendición de Jehová permitirá que alcance
hasta el fin, si estamos usando todo lo que tenemos para glorificarlo”.
En otra ocasión se nos dijo: “Recuerden a Ana, la madre de Samuel. Sin
ningún egoísmo entregó a su único hijo para el servicio del templo del cual la
separaba una gran distancia, sabiendo que solo una vez al año podría viajar para
verlo. No le importó la soledad en que posiblemente transcurriría su vejez. Pero
Jehová colmó de dicha a aquella mujer, dándole cinco hijos más que llenaron su
vida. El precursor podría decir: —Esta es la única juventud que tendré, la flor de la
vida, que se va y no vuelve. ¿No me arrepentiré más tarde por no haberla usado
para lograr algunos bienes materiales que me respalden en la vejez? Igual que a
Ana, Jehová le devolverá con cinco tantos el tiempo que usted usa para alimentar
a los pobres espirituales, porque está escrito en Proverbios 19:17, que ‘el que da a
los pobres le está prestando a Jehová’”.
Ha sido maravilloso, hijo, ver a muchos respondiendo a nuestro esfuerzo y
engrosando las filas del pueblo de Dios. Algunos tienen que hacer cambios muy
profundos y recobrarse de una vida turbia para llegar a ser cristianos ejemplares.
Otros parecen nacidos para la verdad; han vivido cautelosamente, cuidando sus
caminos, pensando que algún día rendirán cuenta ante la más elevada Autoridad
del Universo.
En una asamblea, un orador comparó a la gran asociación internacional de
hermanos, con una nave que viaja hacia un puerto muy deseado. Va recogiendo
muchos nuevos pasajeros durante el viaje, pero algunos la abandonan sin
alcanzar el destino final. Recuerdo frecuentemente esa ilustración. Como sucede
en un gran crucero, entre nosotros también hay todo tipo de personas, pero lo que
nos mantiene unidos es el ansia de completar el viaje. Así los tímidos, los
acomplejados, los decididos, los que están demasiado conscientes de sus puntos
fuertes; los simples y los complicados; los que están siempre recomendando su
manera de hacer las cosas, y los que nunca están seguros de cómo hacerlas; los
que tiemblan cada vez que tienen que subir a la plataforma y los que siempre
están buscando la oportunidad de estar en ella; todos estamos marchando hacia
una meta común. Lo que nos mantiene juntos no es una atracción mutua de
personalidades admirablemente cultivadas, sino la profundidad de nuestra
devoción, a pesar de nuestras imperfectas personalidades.
Poco a poco, aquel entusiasmo sano del niño por la obra del Reino se fue
apagando y dedicó toda su energía a las metas que su padre le ponía al alcance
de la mano. Hoy es el respetable contador Eduardo Montenegro, casado con dos
hijos y una sólida posición económica. Hace por lo menos quince años que no
visita un Salón del Reino ni concurre a una asamblea.
Pensando en todo esto después que Adelaida finalizó su visita volvió a mi
mente el recuerdo de: “La Fiesta de la Flor” en Escobar el verano pasado. Allí vi
por primera vez a los bonsái. No era mucho lo que sabía acerca de ellos, aparte
del origen del nombre en japonés: “bone”, maceta superficial, y “sigh”, cultivo. Me
informaron que sus raíces se cortan periódicamente para frustrar el crecimiento, y
que se les da agua escasa a intervalos espaciados, cuando se introduce en la
tierra un palillo delgado y se retira casi seco. Mi expectativa era grande. Muchas
veces había pensado: ¡Qué hermoso sería tener un ombú enano, el árbol gaucho,
sobre mi escritorio!
Cuando me acerqué a ellos me envolvió una impresión triste, mezcla de
compasión y desencanto. Cada bonsái tenía un monólogo amargo para recitar.
Seguros de mi comprensión, empezaron a volcar en mí sus confidencias.
—Nunca tendré nidos y pájaros; nunca tendré ramas vigorosas en las que
trepen niños.
—Mi tronco no se convertirá en muebles que adornen un hogar ni en vigas
que sostengan un techo. Jamás podré aspirar a convertirme en el armazón de un
barco que me lleve a surcar el mar.
El ombú era el más humillado, entre todos. El árbol altivo y solitario que no
permite que ningún otro crezca bajo su sombra, jamás tendría un gaucho sentado
sobre sus raíces pulsando una guitarra, ni un caballo descansando bajo su
amparo.
Comprendí que los árboles enanos son en verdad criaturas frustradas para
el lucimiento de un viverista; ejemplares que ganan premios en las exposiciones,
objetos decorativos que reciben palabras de alabanzas. No tienen un lugar
legítimo asignado como los que bordean las calles y los ríos, los que sombrean las
casas, o los que viven en congregaciones en los bosques. Han sido obligados a
renunciar a su razón de existir; a cambiar el designio de su vida por otro jamás
anhelado. Anudan sus raíces mutiladas en una simple maceta porque se les ha
negado el privilegio de crecer en la tierra generosa que no limita el progreso de los
pobladores del reino vegetal.
Eduardito Montenegro fue criado como un bonsái, para el orgullo de la
familia. Sus raíces espirituales fueron cortadas. El agua de la verdad le fue dada
con medida. No lo dejaron crecer saludablemente en la fe para que alimentara a
otros con frutos de enseñanza bíblica. Tiene diplomas, un título y buenas
remuneraciones monetarias, pero es un pequeño árbol introvertido que perdió la
oportunidad de vivir con un propósito altruista.
Pudo haber crecido como un árbol fuerte que refugiara a muchos pájaros
errantes ante la tempestad mundial que se avecina. Pudo haber tenido una
sombra generosa para refrescar a los caminantes fatigados. Pudo haber sido una
señal para identificar el camino guiando a los que buscan amparo en el pueblo de
Dios.
¡Que bueno sería verlo en pie entre los muchos árboles arrogantes que se
desplomarán en el futuro cercano! Quizá la fe que un día tuvo un lugar honroso en
su corazón resurja, y él llegue a tiempo para brindarle a Jehová algún fruto tardío.
Pero nunca recuperará las vivencias perdidas, que hubieran sido el fundamento de
sus más amados recuerdos. Anoche, analizando estos pensamientos, los resumí
de esta manera:
BONSÁI
Azucena
—Capítulo Catorce—
luz que Dios derrama sobre nosotros no depende de cables que se queman ni de
fusibles que estallan.
Por supuesto, volverá a la isla para llevarle la verdad a su padre. Él ha
completado ya sus años de trabajo y de aquí en adelante podrá vivir con su hija en
Puerto Luminoso. Azucena recuerda cuánto le dolía a su padre ver llegar al penal
jóvenes que habían sido arrastrados al crimen y que frecuentemente lloraban en la
soledad de su celda. Les hablaba paternalmente y los aconsejaba. Se condolía de
los que jamás recibían visitas o cartas. Sin duda, llegaría a sentir la misma
compasión por los prisioneros de Satanás y los condenados a muerte que
caminan libres por las calles del mundo.
Ahora, no será un uniforme de enfermera lo que dará sentido a la vida de
Azucena, sino un portafolio con libros y un registro de precursora. Saldrá a las
calles a buscar a los magullados y golpeados del mundo, y a curarlos con el
bálsamo de la verdad. Aprenderá a vendar corazones quebrantados y a aplicar
colirio para restaurar la visión espiritual de la gente. Nunca más será una flor
doblegada sobre el lodo, pero llegará a ser una azucena erguida en el nuevo
Paraíso de Dios.
Le endosaré algunas de mis experiencias y mi profundo aprecio por el
precursorado. Por fin ella conocerá la verdadera alegría, serena, juiciosa, tan
diferente del bullicio hueco del mundo.
¡Cuánto podemos llegar a amar los personajes que han tomado forma e
identidad en nuestra imaginación! Es una retribución, porque llenan nuestra
soledad en momentos en que necesitamos estímulo, acudiendo a nosotros con
todo el calor humano que les hemos conferido. Un libro se parece mucho a un hijo,
Pablo. Lo sentimos crecer en la oscuridad y nutrirse de lo más vital que hay en
nosotros; por su causa es necesario fortalecerse y alimentarse, ya que uno está
edificando algo que tiene vida propia. Comprendo por qué algunos autores han
aludido a un sentimiento de desolación al terminar un libro. Es algo parecido a lo
que sienten los padres cuando los hijos ya crecidos se van del hogar para formar
el propio. Junto a la satisfacción por la misión cumplida, está la pena de saber que
nunca más los tendrán sobre sus rodillas o los verán dormidos en sus brazos,
porque el tiempo inexorable no vuelve atrás. Terminar un libro y dejarlo salir hacia
distintos rumbos, igual que despedir a un hijo que llegó a la mayoría de edad, es
una extraña mezcla de alegría y tristeza.
Lo que nace en nuestro interior nos pertenece en un sentido único;
satisface carencias y necesidades encajando con perfección en los huecos
emocionales.
En distintos sentidos, tú y Azucena colmaron diferentes necesidades. Cada
uno llegó a ser una bendición especial que otros quizá no entiendan ni valoren
como yo. Probablemente la historia de Azucena no verá la luz hasta el Nuevo
Orden, cuando tantos sueños archivados se convertirán en empresas cumplidas.
Hoy ha llovido mucho desde la madrugada; ha sido un día ideal para la
nostalgia. Desde el ventanal que da a la avenida Rivadavia, veo a la gente
cruzando trabajosamente de un lado a otro de la calle con el agua hasta los
tobillos. Lidia, una de las vecinas del tercer piso con quién estoy conduciendo un
estudio bíblico desde hace cuatro meses, subió a verme como todos los días
antes de salir a hacer sus compras, y le encargué algunas cosas de la despensa
que está en la galería contigua. Por el amor de Jehová todos los problemas están
resueltos a pesar de vivir sola.
Mañana escribiré algunas cartas de testimonio y conduciré un estudio aquí
por la tarde. A las seis vendrá Lidia para ayudarme a bajar. Rubén Pintos, un
siervo ministerial que es encargado de un edificio en la otra cuadra, nos llevará en
su auto a la reunión de entre semana. Esas dos horas de compañerismo, el
interés cariñoso de todos, y más que nada el alimento espiritual abundante, le
darán sentido al día. Siempre hay un motivo para mirar con gozo cada nuevo día
de vida. Más allá, como un telón de fondo que no se desvanece, está el brillante
futuro que dentro de un corto tiempo se llamará HOY.
EL Cordero Simulador
—Capítulo Quince—
en el asunto. Había arruinado su imagen, y tendría que llevarla así hasta el tiempo
de la esquila, ya que nadie se tomaría el trabajo de desmanchar su lana para
librarlo del reproche.
De vez en cuando aparece un cordero como Jazmín en el rebaño de Dios.
Es alguien que se olvida de vivir como una oveja todo el tiempo, pasando por alto
el hecho de que somos siervos de Dios, estemos usando un pincel o un martillo;
manejando un destornillador o un automóvil que nuestra negligencia podría
convertir en un arma mortífera. Hablan como corderos mientras predican, pero
imitan a los animales traicioneros cuando no tratan su trabajo seglar con la
honestidad que se espera de ellos. El resultado va a ser el mismo que para
Jazmín: arruinarán su imagen y cargarán con las manchas hasta la esquila. La
gente se preguntará si son ovejas del Señor o hay otra cosa debajo de esa piel.
No se sabe a cual corral corresponden, ni qué decidirá hacer con ellos el dueño
del rebaño. Su nombre queda desfavorablemente señalado cuando algunos no
viven como siervos suyos, pasando por alto el mismo hecho que Jazmín prefería
ignorar: vivir una mentira y representarla teatralmente es tan grave como
pronunciarla, y a veces más. Es verdad, Jazmín nunca negaba que era un cordero
y nunca afirmaba que era otra clase de animal, pero hacía grandes esfuerzos para
que otros olvidaran lo que él realmente era.
Recuerdo que entonces yo te decía que no aspiraba a que te destacaras en
alguna carrera mundana. No deseaba que alguien me envidiara por tener un hijo
brillante. Pero deseaba con ardor ser la madre de un hombre auténtico, una de
esas personas cristalinas que pueden admitir ante otras con la frente alta, las
mismas verdades que admiten delante de Dios en oración.
No aprecio a los que se justifican interiormente diciendo: —“Esa pared la
hubiera pintado mejor si hubiera sido parte de la casa de Dios. Esos zapatos los
hubiera hecho más fuertes si hubieran sido para uno de sus ungidos”. Nuestro
trabajo es una credencial que no puede tener distintas versiones, según ante
quien acredite nuestra identidad. La misma responsabilidad debemos sentir al
manejar la pluma y llenar el papel. Lamentablemente el periodismo, salvo algunas
excepciones, lo ha olvidado. Esta es una de las profesiones en que el fraude
dispone de mayores recursos y sutilezas, causando daño con medias verdades y
medias mentiras. Como bien dice la Biblia, la vida y la muerte están en el poder de
la lengua, (Proverbios 18:21). Lo mismo puede decirse en cuanto a la palabra
escrita.
Hace algún tiempo, los diarios de la capital informaron respecto a un gran
incendio. Los titulares de uno decían que estaba controlado, los de otro, que
seguía avanzando. Un artículo aseguraba que era accidental, otro que había
agudas sospechas de que era provocado. Cuando se decretó la proscripción
contra nuestra obra, periodistas serios y respetuosos de diferentes publicaciones
solicitaron entrevistas a las personas más responsables en Betel. Hacían
preguntas inteligentes, tomaban notas detalladas de las respuestas y mostraban
comprensión y simpatía por nuestra causa. Cuando esas entrevistas se
publicaban, las respuestas de los Testigos habían sido tergiversadas y
acompañadas con comentarios intencionados y burlones que congraciaban a los
redactores con la dictadura militar del momento.
Decir la verdad y vivir la verdad debe ser la consigna del cristiano. Cuando
Dios especifica en el Salmo 15 los elevados requisitos que deben llenar los que se
hospedan en su tienda y residen en su santa montaña, uno que se destaca es,
“hablar la verdad en el corazón”. Lo que se guarda celosamente en el fuero íntimo
no debe ser desmentido por la apariencia ni por las obras de uno. Solo así
podremos libramos de la acusación de Jesús a los fariseos, desaprobados porque
la fachada visible no coincidía con la realidad interior. (Mateo 23:27, 28)
Lo aguantaron, lo aguantaron,
por tantos años y pico,
pero su canción les daba
urticaria en el hocico.
Aplicaron la medida,
lo aislaron sin miramiento,
pero la tierra y el bosque
le seguían dando alimento.
El ave de la cuestión
ganaba altura en su vuelo.
La palabra de su Dueño
le daba fuerza y consuelo.
El cuervo despavorido
volvió a sus viejos refranes:
—“Dios debe estar enojado.
Esto no estaba en mis planes”.
El gigante anémico y el
pequeño predicador dinámico
—Capítulo Diecisiete—
HACE DOS DÍAS QUE TERMINÓ la más grande asamblea que hemos tenido
los Testigos de Jehová en la Argentina. Los más de 46.000 presentes en un
estadio de Buenos Aires, así como los que se reunieron en las asambleas en el
interior, hemos demostrado que su tema “Aumento del Reino”, no fue una
jactancia.
Uno de los muchos diarios de la capital que dedicaron páginas enteras a la
asamblea, tituló así uno de sus artículos: “Sorprendente poder de convocatoria de
los Testigos de Jehová”. Era en verdad la poderosa convocatoria del Reino
celestial sobre sus súbditos terrestres. ¡Qué feliz me sentí al recuperar el uso de
mi pierna accidentada para disfrutarla mejor!
Desde unos días antes de la asamblea, la religión mundana empez6 a dar
señales de malestar por medio de ataques verbales y escritos que la prensa y la
radio difundieron. Igual que Goliat, se sintieron desafiados por un pastorcito
insignificante, armado con una honda y piedras, que ocasionalmente usaba para
defender a las ovejas de su padre de enemigos imprevistos.
Esto trajo a mi mente un artículo que leí años atrás acerca de los gigantes.
A pesar de su impresionante aspecto, son orgánicamente muy débiles, salvo
algunas excepciones, porque sus cuerpos se han ido en vicio. Les es muy difícil
mantenerse a pie, en estado de alerta por largas horas. Por lo general, no se
destacan en nada y su inteligencia es mediocre. No cumplen lo que su presencia
física promete, y mueren jóvenes. Por eso es común que se ganen la vida
exhibiendo su tamaño anormal en el mundo del espectáculo, formando parte de
alguna compañía cómica, viajando con un circo, o como Goliat, sirviendo de
mascota para animar a otros a hacer lo que a ellos mismos les cuesta tanto
esfuerzo.
En el gran escenario del mundo, desde hace muchos siglos, se está
representando un drama en que los principales actores son un gigante resentido, y
un predicador pequeño que tiene una comisión que cumplir proveniente de la
suprema Autoridad del Universo. Se le ha entregado un mensaje que debe llegar a
¡Apresúrate a dormir!
—Capítulo Dieciocho—
Álef Guímel
www.cuentosteocraticos.net
FIN