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Hacia meses que esperaba a que


se decretaran las vacaciones escolares. El año
inmediatamente anterior la había visto por
primera vez y por primera vez habíamos
hablado, como dos adolecentes, de cualquier
cosa. Trataba de recordar ese primer
encuentro entre las brumas de la memoria,
para sorprenderla si volvía a verla o consciente
de que ellas tienen mayor capacidad que
nosotros para recordar estor hechos. Lo cierto
es que solo recordaba vaguedades;
seguramente hablaríamos del calor que hacía,
de los amigos comunes, de la verbena del día
anterior o quizás de volver a vernos. No. No
creo que hubiéramos concertado ningún
encuentro. Si recuerdo que los chicos
revoloteábamos a su lado como las abejas
cerca del panal .Lo cierto es que la conocí días
antes de terminarse el periodo vacacional y
nuestro encuentro fue rápido y fugaz
dejándome impresionado su belleza y
simpatía. Su piel color canela, su sonrisa
suave, sus dientes blanquísimos y bien
dispuestos, sus labios carnosos y sensuales y
sus ojos expresivos y alegres me seguían a
todas partes; su taconeo, el ir y venir de sus
caderas, sus piernas largas y bien
contorneadas y su cintura suave y fina eran, en
las noches, dulces onirodinias y amargos
despertares y no pocas veces causa de sueños
húmedos... Y masturbaciones intempestivas...

Iba de viaje de vuelta, miraba la carretera con


avidez y tenía la sensación de avanzar con
mucha lentitud. Cuatro horas nos separaba la
distancia. Cuatro horas convertidas aquella
tarde en una eternidad. Antes, cuando venía de
vacaciones a visitar a los abuelos, no tenía
ninguna prisa, dejaba pasar el tiempo, alegre,
contemplando el paisaje y permitiendo que el
olor del campo, a musgos líquenes y flores, me
invadiera. Hoy, señuelo que golpea en mis
odres, eco de su voz, visiones de verla y
sentirla cerca me traían crispado, acelerado y
sudoroso...El erotismo es una fiesta de feliz
regocijo que no siempre termina como
quisiéramos. El erotismo es subversivo y
transgresor, y, en el mundo de hoy, donde los
valores comienzan a perder su original
significado, el erotismo ha comenzado a
perder su carga transgresora que le es
connatural y se ha convertido en un
entretenimiento pasajero y anodino: En el
amor hay que matar o morir. Es una entrega
donde ha de dejarse todo, hasta la muerte,
como en un juego peligroso en que se puede
alcanzar la plenitud de los sentidos o su
completa destrucción. En estas disquisiciones
mentales me encontraba cuando el bus en que
viajaba tomo un largo recodo de la carretera y,
al tomar la recta, apareció su casa a la sombra
de un frondoso almendro. Rápido mire por la
ventana, contigua a mi asiento, pero fuera de la
casa no había nadie, no la vi. Tampoco debía
estar en el patio por qué no me esperaba. No
sabía siquiera que hacía meses mi espíritu no
tenía ni paz ni sosiego...

Domingo. El cielo estaba profundamente azul.


Los naranjos despedían suaves olores de
azahares y las calles comenzaban a llenarse de
gente. No sé si fue el calor de la época estival lo
que me saco tan temprano de la cama o mi
propio calor interno, ese fuego insólito que nos
predispone a exaltarnos ante la tersura de una
flor o la robusta redondez de un fruto. ¿O
fueron las campanas de la iglesia llamando a
misa de siete? Quizás... quizás. Lo único cierto
es que estaba a las siete de la mañana parado
en el atrio de la iglesia observando el ingreso
de las gentes a la plaza que se apresuraban a
entrar a misa. Gloria no aparecía, deseaba
adivinar su rostro debajo de cualquier
mantilla. Miraba con descaro los cuerpos de
las mujeres en la esperanza de encontrar su
cuerpo. Con el ultimo repique de campanas me
aventure en la gran nave de la iglesia y
lentamente, con ojo avizor, recorrí banco por
banco, cara a cara, hasta convencerme de que
tenía que esperar hasta la misa de diez para
poder verla. ¡Dios, cuanto tormento!
Decidido tome el camino de Campo Alegre,
bajo el sol canicular, para salir a su encuentro.
En cuanto empecé a caminar vi la vida
diferente, con una especie de esperanza
ilusoria, si se quiere, pero desconocida horas
antes. La decisión fue oportuna. No pasó
mucho tiempo, en el río, la encontré
refrescándose los pies. La mire intensamente,
titubeando me acerque, sin pronunciar
palabra, sorprendido de mi mismo y de mi
atrevimiento. Gloria me miro de frente, sin
manifestar sorpresa, como si mi presencia en
el lugar fuera natural, me sonrío y se levanto a
saludar. Yo el tome entre mis brazos, la apreté
contra mi pecho. Gloria gimió:-¡Me haces
daño! ¡No! ¡No! ¡Ahora no!.. Y me aparto
empujándome de su lado. Alegre y risueña
echo a correr indicándome que la siguiera que
íbamos a misa de diez...

-¡Gloria para! -le grite- ¡son las siete y treinta!


Tenemos tres horas por delante y, además,
hace muchos meses que no nos vemos. Ven. Le
tome de la mano, la oprimí contra mi pecho y
se dejo llevar por la fuerza interna de su deseo.
Gloria luchaba por liberarse de sí misma, del
peso de sus creencias, de sus fantasmas
interiores. Era consciente del despertar de sus
instintos, y, adivinaba que detrás del tupido
manto del pecado, el sexo debía ser una fiesta
donde se ocultaban los fantasmas del deseo.
Sentía que algo dentro de sí había cambiado,
algo extraño que dominaba su carácter, que la
enardecía. Yo la mantenía a mi lado, ansioso, y
ella lentamente perdía los ánimos para seguir
luchando...

Mire a mí alrededor. Mi vista penetro en los


densos cafetales que teníamos al frente y la
convide a dirigirnos hacia ellos, vamos, le dije.
¡Vamos allá! ¡Vamos allá! Me detuve, volví a
mirarla intensamente. Gloria me miro a los
ojos. Nos miramos con los ojos brillantes,
codiciosos y enamorados. Gloria se abandono
en mis brazos, nos besamos y dijo: ¡vamos allá!

Los cafetales tupidos, enzarzados, abrazados


entre sí, cargados de pequeños y abigarrados
frutos rojos dispuestos en racimo, olor dulzón
de fruto maduro fermentado, excitaban el
olfato. Los guácimos altos y cerrados
impedían, exuberantes, que los rayos del sol
penetraran por entre el ramaje. Se diría que a
hurtadillas el astro nos miraba. Difícilmente
encontramos un lugar abierto. A la vera de un
ocobo y un palmichal se abría un pequeño
claro cubierto de musgos y olor a líquenes y
helechos. Tendí sobre el musgoso lecho la
ruana de lino blanco y la invite a sentarse a mi
lado, bajo los guácimos, a la sombra del
palmito e invadidos por el perfumado
ambiente de helechos y fruta fermentada.
Entre la espesa fronda éramos dos animales en
celo rendidos de caricias.

Habíamos perdido la noción del tiempo y del


espacio. Solo existíamos los dos. El mundo
exterior no hacia parte de nuestras apetencias
y deseos y por lo mismo no existía. Vivíamos
una fantasía digna de las mil y una noches
acosados por el deseo y la imaginación esos
fantasmas que erotizan el espíritu y lo
humanizan o lo convierten en un ser
irracional. En medio de la vorágine, ocultos de
observadores ocasionales, la besaba,
lentamente deslizaba mis manos bajo su blusa,
su piel tersa y suave invitaba a las caricias;
desabroche su corpiño y palpe sus senos
firmes de mullidas carnes. Gloria, quieta,
transportada, dejaba hacer, inerte, salvo por
un temblor lento y rítmico de su cuerpo y por
su respiración entre cortada. Daba la
impresión de estar sumida en un profundo
sueño totalmente entregada. Yo, electrizado,
incansable, la recorría, exploraba con mis
manos todo su cuerpo, sus más secretos
rincones. Le quite los zapatos, le acaricie y le
bese los pies, subí lentamente por sus piernas a
pequeños y tiernos mordiscos, y, ella,
pudorosa las apretaba, impedía que mis dedos
penetraran su misterio. Yo insistía... acaricie
su vientre liso y firme, su pubis, por entre las
blancas bragas, de bello de seda ensortijado
que se enredaba entre mis dedos. Gloria
despertaba al lento ritmo de las caricias.
Nuevas y extrañas sensaciones subían a
oleadas por sus entrañas. Su cuerpo tenso se
relajaba, la invadía la lasitud, la entrega. Sus
piernas cedieron lentamente, indolentes,
receptivas a las caricias. Con ternura le quite
las bragas y quede alucinado ante su cuerpo
desnudo. Su piel húmeda olía a clavos y a
canela. Ahora era yo quien temblaba. Mi
cuerpo se fundía. Mi cabeza, demente, busco
alivio en su regazo. Gloria tomo mi cabeza y
meso tiernamente mis cabellos. Nada
interrumpía aquel silencio..."¡La selva negra y
mística fue la alcoba sombría!"

Yacíamos quietos, imperturbables, pensativos


sobre el verde musgo, bajo el palmito,
escondidos a la luz del sol. Ahora estábamos
serenos. Nos mirábamos de frente, sus ojos,
como los míos, expresaban ternura y el deseo
ardiente de poseernos. Sus manos inexpertas
desabrochaban mi camisa mientras yo pasaba
las yemas de mis dedos sobre la comisura de
sus labios carnosos y mis ojos se perdían en la
asombrosa y profunda negrura de los suyos.
Con risas cómplices me ayudo a sacarme el
pantalón. Desnudos, nos apretamos el uno
contra el otro, comunión de los cuerpos y las
almas, rito inicial de entregas presentidas. El
calor de los cuerpos se abrió en flor, se
estremecían. Mis manos se deslizaban
lentamente, a ciegas, entreteniéndose en sus
senos, en sus pezones firmes y erectos, en su
ombligo, y, prontas, cálidas, acariciando su
pubis. La base de sus piernas comenzó a
separase y cansina, suave, mi mano acaricio su
sexo, flor apenas entre abierta, fruto maduro y
fermentado que éxito mi deseo. Mis manos
vagabundeaban ávidas de placer sobre la
orografía de su cuerpo. Nos besamos
repetidamente, bese todo su cuerpo sensible,
laberíntico y fértil. Su carne inocente me
pertenecía. Es el demonio interior que hay en
el otro lo que admiramos y nos sorprende, el
idealismo, la imaginación y la sublimación de
los deseos. Ella respondía a mis caricias con
una ternura no exenta de masoquismo en su
rendida entrega: Me besaba la cara, el cuello,
los ojos; me mordía los dedos y los labios. Yo
sentía que mi sexo se henchía dolorosamente,
enervante, presto a explotar. Le tome una
mano y la puse al rededor de mi miembro. Lo
tomo con suavidad y sin codicia comenzó a
explorarlo del glande hacia abajo hasta el
escroto y regresar al glande, frotándolo
suavemente hasta dejarme inmóvil con su
pezón entre mis dientes entre abiertos. Retire
cariñosamente su mano de mi miembro y,
despacio, la coloque de espaldas, metí mi
pierna derecha entre sus piernas, las abrí
lentamente dejando al descubierto mi
apetencia y la penetre en silencio como quien
penetra la paz de la tierra. Mi cuerpo estaba en
ella con sumido y ella estaba en mi porque yo
estaba en ella. Lentamente nos movíamos
apurando las ansias en rápidos espasmos, en
pequeños suspiros, en pausados gemidos. El
éxtasis iba in crescendo, los movimientos se
hacían más rápidos y rudos. Gloria sentía
como crecía el pene en su interior y como el ir i
venir de los cuerpos se convertía en un
huracán interior que la desquiciaba. Extraño y
sutil hormigueo que avanzaba por su espina
dorsal, remolino de gratas sensaciones
ascendiendo y descendiendo a través de todos
los tejidos hasta la invasión total de la
conciencia en un fluir de líquidos y espasmos
suaves que le arrancaban gemidos a lo más
hondo y profundo de la vida. Yo, apuraba voraz
sus últimos besos con los últimos envites de mi
cuerpo, que rendido y exánime, entregaba su
ofrenda a la mujer amada como un guerrero
rendido...

Hoy, vencido por los años, el tiempo, el


silencio y la distancia, todo son recuerdos de
días idos:

"Temblabas y eras mía bajo el follaje espeso,


una errante luciérnaga alumbro nuestro beso,
el contacto furtivo de tus labios de seda...
La selva negra y mística fue la alcoba sombría
En aquel sitio el musgo tiene olor de reseda..."
Y
Y

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