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EL HUEVO QUE QUERIA HABLAR

H
abía una vez un huevo que quería hablar otra cosa que
no fuera el gallinés. Estaba empeñado en aprender por lo
menos otros dos idiomas.

Se la pasaba rodando como podía, de nido en nido, de gallina en


gallina y de gallinero en gallinero para poder articular aunque
fuera un “do” de pecho en otro idioma. Pero nunca pudo decir ni
“pío”.

Su mamá gallina le aconsejaba: - Hijo, deja el afán, ya podrás


hablar cuando sea el momento.

Pero él no le hacía caso. Se la pasaba haciendo maromas en el


borde del nido, poniéndole cuidado al cacareo de sus tías y
envidiando como nunca a Rebeca, la lora.

- ¡Cómo habla de hermoso! ¿Oiga doña Rebeca, dónde


aprendió usted todas esas palabras?

- La escuela de la vida. – Dijo muy encrespada la lora


levantando las plumas de su cabeza para parecer más
importante.

- ¿Y por qué pide todo el día cacao?

- Es que eso de hablar abre muchísimo el apetito.

- Yo quisiera aprender a hablar como usted, tan florido, tan


elegante, tan…

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- ¿Quiere cacao? – Interrumpió a lora.

Nadie le prestaba atención al huevo.

– Está loco, - decían sus tías. Ese huevo se va a hacer tortilla si


sigue haciendo de su nido un circo, - gritaba Carlota, la
gallina más vieja del gallinero.

Pero el huevo se empeñó en aprender idiomas y resolvió un día


buscar quién le enseñara a hablar otra cosa distinta al gallinés,
idioma oficial de las gallinas. Se paró en el borde del nido y se
empujó hacia adelante. Al caer sonó un “crack” suavecito. - Mejor
me hubiera toteado de la risa- pensó el huevo.

Y empezó a rodar lo más rápido que pudo, escabulléndose por


entre las patas de papá gallo, la gallina Ernestina (la enfermera),
la gallina Lucrecia, (la de la peluca), la docena de pollitos de la
cluecada pasada, y un roto pequeñito que había en la cerca. Pasó
corriendo por el corral de los gansos que lo miraron y exclamaron
varios “cuacks”, tratando de llamar la atención de la mamá
gallina… pero ella no los escuchó.

Jadeando y mareado de rodar el huevo se detuvo frente a una


gran pila de libros viejos que habían dejado en el patio. Se aseguró
que nadie lo seguía y descanso un buen rato antes de disponerse
a aprender aquello por lo cual había corrido tanto y arriesgando su
corta existencia.

Empezó a mirar libro por libro pero no entendía realmente nada.


Todo para él no era más que signos raros y garabatos.

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– ¡Qué tristeza! Nunca voy aprender nada, y saber que por
poco me toteo.
– ¿Por qué tanta tristeza? – Dijo una voz ronca desde una viga
de la casa.
– Pues mire, doña Rebeca, crucé todo el patio, casi me rompo
la cáscara, llego por fin hasta acá mareado y cansado,
dispuesto a aprender todo lo que usted sabe y no entiendo
nada de lo que dicen estos libros.

La lora por poco se cae del ataque de risa que le dio. Hasta el
patio fueron a caer las plumas verdes que se le desprendieron por
sostenerse el estómago con las alas.

– Sí que me has hecho reír muchacho, casi se me desencaja el


pico.
– ¿Y a qué se debe tanta risa?
– Es que nunca había conocido a un huevo que quisiera hablar.
– Pues ya ve
– Bueno ya que estás tan empeñado en eso, si quieres yo te
doy unas clasecitas de cotorrés, perruno, gatuno, gansuno y
….
– Sí, sí, sí. Por favor doña Rebeca.
– Bueno, bueno. Lo primero es aflojar un poco la lengua y abrir
mucho el pico.
– Pero yo no tengo lengua ni pico.
– Pero lo tendrás, lo tendrás. – Y se volvió a reventar de la risa
la lora en la viga. Hasta quedó colgada cabeza abajo y se le
salieron unas lágrimas por las carcajadas.

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El huevo regresó al nido y, sin que mamá gallina se diera cuenta,
se colocó junto a los otros huevos del nido.

Un día la lora por fin decidió hablar en serio y llamó al huevo.

– Está bien, te enseñaré a hablar otros idiomas. ¿pero qué


recibiré a cambio?
– Pues no sé, tal vez le pueda dar un poco de maíz que….
– ¿MAÍZ? ¡puaggggghhhh! ¿MAÍZ? ¿Un lora tan sofisticada
como yo, de tan buen vestir y tan buenos modales,
comiendo maíz?
– Bueno yo creí que le gustaría…
– Mira muchacho, quiero decir, huevo. Las loras de clase, como
yo, sólo tomamos chocolate con pan integral (por aquello de
la figura), guayabas maduras, y vino blanco para tener más
fluidez al hablar.
– Bueno… pues entonces no sé qué le puedo ofrecer.
– Hagamos un trato, - Dijo la lora, mirándose las uñas de la
pata derecha.
– Cuando crezcas y seas el gallo del gallinero, me nombrarás
maestra del corral.
– Me parece bien.
– ¿Trato hecho?
– Sí. Trato hecho.

Al cabo de 15 días, el huevo ya hablaba como una lora. Imitaba al


viejo pastor alemán que cuidaba el gallinero (aunque se la pasara
casi todo el día durmiendo sobre un pedazo de alfombra vieja).

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Hablaba parecido al ganso Heriberto y ya cacareaba unas
palabritas en cotorrés.

Su mamá gallina estaba orgullosa de los avances de su hijo y cada


tarde, después del almuerzo, comentaba con sus comadres todo lo
que el huevo había aprendido. Se acostaba sobre un hueco que
había en la tierra a echarse encima enormes cantidades de polvo
mientras cacareaba y cacareaba y cacareaba.

Por fin llegó el día en que el huevo iba a presentar sus avances a
todo el gallinero. Ese día la lora Rebeca se bañó en la pila del patio
y se pasó más de una hora arreglándose las plumas. Los gansos,
entre algarabías, resolvieron ir en fila india hasta el lago a
bañarse. La gallina Ernestina dejó todo listo en la enfermería y
salió con una bata blanca y el maletín de primeros auxilios.
Lucrecia se arregló la peluca de plumas rojas y el resto como era
la moda en ese tiempo. Todos en aquel lugar estaban pendientes
del acontecimiento.

Como a eso de las dos de la tarde, todos los habitantes del corral
estaban sentados frente al nido de Claudia, la gallina. Por fin salió
toda encopetada, se paró en el borde del nido y habló:

– Les agradezco mucho que nos estén acompañando en este


evento tan importante; para mi esposo y para mí es un gran
honor que personalidades tan importantes como doña
Lucrecia, doña Carlota y doña Ernestina dejen por un
momento sus ocupaciones para estar con nosotros en este
acontecimiento tan trascendental. Agradezco también todo

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el apoyo que recibimos de doña Rebeca, en la formación de
nuestro hijo, dijo señalándola con las plumas de su ala. – Y
ahora, sin más preámbulos, les presento a mi hijo, el huevo
más inteligente que jamás haya habido en cualquier
gallinero.

Se escucharon aplausos, dos kikirikís, y unos cuantos cuacks


mientras asomaba lentamente el huevo al borde del nido que
habían subido un poco para que todo el gallinero lo viera.

La lora Rebeca, levantaba una ceja y caminaba oronda por la viga,


con el pecho tan inflado que estaba a punto de reventar. No cabía
en su arrogancia.

El huevo se paró en el borde del nido y al hacer una venia rodó


aparatosamente y se fue al piso del gallinero. Se oyeron unos
TRISS, CRACK, PLAFF. Todos se quedaron en silencio… las gallinas
viejas se taparon las caras para no ver. La lora Rebeca abrió unos
ojos tan grandes como dos ciruelas, se erizó toda y se desmayó
quedando colgada cabeza abajo de la viga; parecía un murciélago
verde. La gallina Claudia bajó corriendo, preocupada por su hijo.

Hubo un silencio largo…. Y entonces, de entre los pedazos de


cáscara blanca de huevo salió un fuerte “PÍO” que se escuchó por
todo el corral.

Todos aplaudieron, las gallinas se abrazaron, los gansos corrieron


de aquí para allá alebrestados. El perro apenas levantó la cabeza
para ver por qué tanto escándalo, pero al momento volvió a

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dormirse. La gallina Claudia no pudo contener las lagrimas al ser
felicitada por todas sus comadres y su esposo, el gallo Rigoberto.

La fiesta duró hasta tarde. Hubo lombrices frescas de cena y


repartieron pastelitos de concentrado entre los más pequeños.

Con el tiempo, el pollito amarillo y débil ser convirtió en un gallo


grande, con un vozarrón que despertaba a todo el vecindario a las
cinco de la mañana. La lora Rebeca empezó a trabajar en la
huevería (la guardería de huevos), y pronto graduó a más de una
docena de pollos que hablaban de todo.

Y aquí termina muchachos


la historia sin ton ni son
de aquel huevo parlanchín
que resultó un vacilón.

Juancarlos Londoño-

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