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H
abía una vez un huevo que quería hablar otra cosa que
no fuera el gallinés. Estaba empeñado en aprender por lo
menos otros dos idiomas.
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- ¿Quiere cacao? – Interrumpió a lora.
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– ¡Qué tristeza! Nunca voy aprender nada, y saber que por
poco me toteo.
– ¿Por qué tanta tristeza? – Dijo una voz ronca desde una viga
de la casa.
– Pues mire, doña Rebeca, crucé todo el patio, casi me rompo
la cáscara, llego por fin hasta acá mareado y cansado,
dispuesto a aprender todo lo que usted sabe y no entiendo
nada de lo que dicen estos libros.
La lora por poco se cae del ataque de risa que le dio. Hasta el
patio fueron a caer las plumas verdes que se le desprendieron por
sostenerse el estómago con las alas.
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El huevo regresó al nido y, sin que mamá gallina se diera cuenta,
se colocó junto a los otros huevos del nido.
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Hablaba parecido al ganso Heriberto y ya cacareaba unas
palabritas en cotorrés.
Por fin llegó el día en que el huevo iba a presentar sus avances a
todo el gallinero. Ese día la lora Rebeca se bañó en la pila del patio
y se pasó más de una hora arreglándose las plumas. Los gansos,
entre algarabías, resolvieron ir en fila india hasta el lago a
bañarse. La gallina Ernestina dejó todo listo en la enfermería y
salió con una bata blanca y el maletín de primeros auxilios.
Lucrecia se arregló la peluca de plumas rojas y el resto como era
la moda en ese tiempo. Todos en aquel lugar estaban pendientes
del acontecimiento.
Como a eso de las dos de la tarde, todos los habitantes del corral
estaban sentados frente al nido de Claudia, la gallina. Por fin salió
toda encopetada, se paró en el borde del nido y habló:
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el apoyo que recibimos de doña Rebeca, en la formación de
nuestro hijo, dijo señalándola con las plumas de su ala. – Y
ahora, sin más preámbulos, les presento a mi hijo, el huevo
más inteligente que jamás haya habido en cualquier
gallinero.
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dormirse. La gallina Claudia no pudo contener las lagrimas al ser
felicitada por todas sus comadres y su esposo, el gallo Rigoberto.
Juancarlos Londoño-
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