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“EL CAMINO”
Hasta que una mañana de verano ella le llevó hasta la
iglesia en su coche, aquel coche negro y alargado y
reluciente que casi no metía ruido al andar. Por
entonces, el Mochuelo había cumplido ya los diez
años y sólo le restaba uno para marcharse al colegio a
empezar a progresar. Ana tenía diecinueve para veinte,
y los tres años transcurridos desde la noche de las
manzanas sirvieron para que su piel, su cuerpo y su
rostro entrasen en una fase de mayor armonía y
plenitud.
Él subía por el camino
agobiado por el sol de
agosto, mientras
flotaban en la mañana
del valle los tañidos
apresurados del último
toque de la Misa. Aún
le restaba casi un
kilómetro, y Daniel, el
Mochuelo, desesperaba
de alcanzar a don José
antes de que éste
comenzase el
Evangelio.
De repente, oyó a su lado, el claxon del coche negro de Ana
y, asustado, volvió la cabeza. Y se topó, de buenas a
primeras, con la franca e inesperada sonrisa de la
muchacha. Daniel, el Mochuelo, se sintió envarado,
preguntándose si Ana recordaría el frustrado hurto de las
manzanas. Pero ella no aludió al enojoso episodio.
Pequeño dijo ¿Vas a Misa?
Se le atarantó la lengua al Mochuelo y no acertó a
responder más que con un movimiento de cabeza.
Ella misma abrió la portezuela del coche y le
invitó:
Es tarde y hace calor. ¿Quieres subir?
Cuando reparó en sus movimientos, Daniel, el
Mochuelo, ya estaba acomodado junto a Ana,
viendo desfilar aceleradamente los árboles tras
los cristales del coche. Notaba él la cercanía de
la muchacha en el flujo de la sangre, en la
tensión incómoda de los nervios. Era todo como
un sueño, doloroso y punzante en su misma
saciedad.
Se divisaba ya el
campanario de la
iglesia entre la
fonda.
¿Querrás
subirme un par
de quesos de
nata luego, a la
tarde? dijo Ana.
Daniel, el Mochuelo, volvió a asentir
mecánicamente con la cabeza, incapaz de
articular palabra. Durante la Misa no supo de
qué lado le daba el aire y por dos veces se
santiguó extemporáneamente, mientras
Ángel, el cabo de la Guardia Civil que estaba
a su lado, se reía convulsivamente de su
desorientación, cubriéndose el rostro con el
tricornio.
Al anochecer, se puso el
traje nuevo, se peinó
con cuidado, se lavó las
rodillas y se marchó a
casa del Indiano a llevar
los quesos. Daniel, el
Mochuelo, se maravilló
ante el lujo inusitado de
la vivienda de Ana.
Todos los muebles
brillaban y su superficie
era lisa y suave, como si
también ellos tuvieran
cutis.
Al aparecer Ana, el Mochuelo perdió el aplomo
almacenado durante el camino. Ana, mientras
observaba y pagaba los quesos, le hizo muchas
preguntas. Desde luego, era una muchacha sencilla
y simpática y no se acordaba en absoluto del
desagradable episodio de las manzanas.
¿Cómo te llamas? dijo.
Da… Daniel.
¿Vas a la escuela?
Sssssí.
¿Tienes amigos?
Sí.
Fue en ese
momento, ante el
sonriente y
atractivo rostro de
Ana, cuando se dio
cuenta de que le
agradaba la idea
de marchar al
colegio y
progresar. Pondría
ganas e ímpetu en
sus estudios y
quizá ganase
luego mucho
dinero.
Entonces Ana y
él estarían ya
en un mismo
plano social y
podrían casarse
y, a lo mejor,
María, al
saberlo, se
tiraría desnuda
al río desde el
puente, como la
Josefa el día de
la boda de
Quino.
Era agradable y estimulante pensar en la
ciudad,… pensar que algún día podría ser él un
honorable caballero,… pensar que, con ello, Ana
perdía su inasequibilidad y se colocaba al
alcance de su mano. Dejaría, entonces, de decir
motes y palabras feas y de agredirse con sus
amigos con boñigas, resecas y hasta olería a
perfumes caros en lugar de a requesón. Ana, en
tal caso, cesaría de tratarle como a un rapaz
maleducado y pueblerino.
Cuando abandonó la casa del Indiano era
ya de noche. Daniel, el Mochuelo, pensó
que era grato pensar en la oscuridad.
Casi se asustó al sentir la presión de
unos dedos en la carne de su brazo. Era
María.
− ¿Por qué has tardado tanto en dejarle