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1. Es para mí un placer compartir con vosotros algunas opiniones del Pontificio Consejo
de la Cultura en torno a «Las ideas depresivas del mundo contemporáneo».
Ciertamente, mi punto de vista no será el del médico, del psicoanalista o del psicólogo,
sino del humanista cristiano que ve en la cultura dominante numerosos puntos de
ruptura en los que el hombre se encuentra en una situación-límite y se vuelve
particularmente vulnerable, hasta caer en los varios síntomas de la depresión en la que,
de Prometeo a Sísifo, la post-modernidad parece sumergirse en el abismo de Narciso.
Saludo cordialmente a Vuestra Eminencia, así como a sus colaboradores del Pontificio
Consejo para la Pastoral de la Salud. El tema de «La depresión» merece gran atención
de parte de la Iglesia y es mi deseo que los trabajos de esta XVIII Conferencia
constituyan una buena contribución.
2. Los médicos definen la depresión como «un malestar patológico del humor» que,
entre otros, se manifiesta con una tristeza generalizada, ideas grises, el encerrarse en sí
mismos y la obsesión de la muerte. La depresión es vivida como un fracaso, como la
experiencia del vacío que carcome toda una vida y hace que poco a poco ésta resbale
hacia el abismo. La persona deprimida piensa que no es capaz de luchar, que se
encuentra ya en un abismo, que está al vaivén de una marea que la deshace, la oprime y
la ahoga. Luego llega el temor que incluso se convierte en terror. En sus ojos, está
presente la luz trastornada de quien ha creído ver la nada. El aburrimiento la oprime. La
voluntad la abandona. La indiferencia la paraliza. Nada parece tener sentido: está
invadida por una náusea tenaz, incluso por la desesperación y el deseo de morir.
Este drama interior que aflige a un número demasiado grande de personas, de hombres
y mujeres, de ricos y pobres, de artistas y grandes de este mundo, así como también de
gente del deporte y de humildes artesanos, indudablemente encuentra en la cultura
contemporánea factores agravantes que se manifiestan en las cifras y en las estadísticas
que conocemos y nos inquietan. Todo ocurre como si la cultura dominante provocase en
nuestros contemporáneos – para emplear una imagen de la geología – una fisura en lo
más profundo de su ser, luego una grieta y, en fin, una hendidura entre las placas de la
identidad que, por el contrario, deberían estar unidas para desarrollar las múltiples
capacidades de las que disponemos. Al estar separadas, estas «placas» permiten el
ingreso de la depresión, que conduce a la regresión hacía sí mismo y a la agresión hacia
el otro, en medio del desprecio de un ideal de vida y de aquellos valores que estructuran
la personalidad.
Hace diez años, en un estudio tonificante nuestro amigo Tony Anatrella, pronunciaba su
No a la sociedad depresiva, «amenazada de implosión, en la que el individuo, ante la
ausencia de todo proyecto y de toda dimensión externa a él, se encuentra reconducido
sólo a su subjetividad... Un “tête à tête” destructor en una interioridad en crisis y una
vida de pulsión que se instala en los primeros estadios; regresión que tiene como uno de
sus efectos disolver el nexo social en el desprecio de las raíces de nuestra civilización».
3. La persona humana, por cierto, cuenta con una gran variedad de dimensiones, y es del
florecimiento de las mismas que nace la cultura, fuente de la civilización en su diversos
elementos: «Con el término cultura – subraya el Concilio Vaticano II en la Constitución
pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo – se indica, en sentido general,
todo lo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades
espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento
y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad
civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente a través del
tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y
aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano»
(Gaudium et spes, 53).
No hay cultura sino la del hombre, mediante el hombre y para el hombre. El documento
del Pontificio Consejo para la Cultura, Para una pastoral de la cultura, recuerda que «la
cultura es tan connatural al hombre que su naturaleza no tiene rostro sino cuando se
realiza en la cultura». Por tanto, es necesario discernir lo que, en la cultura dominante,
desnaturaliza al hombre y daña su desarrollo, «en su inteligencia y en su afectividad, en
su búsqueda de sentido, en sus costumbres y referencias éticas y en su apertura a la
trascendencia». Los contra-valores que exfolian la armonía de una cultura, lugar en el
que los hombres y los pueblos cultivan su relación con la naturaleza y con sus
hermanos, consigo mismos y con Dios, son el producto de ideas depresivas que llevan
en embrión las destrucción de la humanidad del hombre y la desfiguran, hasta el punto
que la hacen incapaz de reconocerse en aquel que vive.
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6. La actividad del facere tiene también como finalidad la mejora de las condiciones de
vida del hombre. El desarrollo de la industria, consecuencia de los progresos de la
técnica, la globalización del comercio y de la finanza internacional, la estandarización
de los productos generada por la capacidad singular de los medios de comunicación de
difundir en todo el mundo modelos únicos que, a menudo, no tienen otro valor sino el
de ser rentables, son igualmente consecuencias de una concepción depresiva de la
sociedad. Este mundo industrializado promovido por las ambiciones económicas de
algunos “potentes” en desmedro de las ideas más nobles del desarrollo – «nuevo
nombre de la paz», para emplear la expresión de Pablo VI en la Populorum progressio
que citaremos más adelante – y de la justicia distributiva – que requiere la distribución
de las riquezas –, es la consecuencia de ideas depresivas ampliamente difundidas en la
sociedad moderna. Lo afirma también el Papa Juan Pablo II cuando denuncia las
«estructuras de pecado»:se trata del desarrollo al que algunos aspiran, de estructuras
gigantescas que generan “provechos” gigantescos, en desmedro total de la dignidad
humana, y que no tienen otras consecuencias sino la destrucción de la persona humana,
abriendo verdaderas fuentes de depresión. Es el tema presente en la encíclica Laborem
exercens que hemos citado antes, en la que el Papa habla del «trabajo, llave de la
cuestión social» y ofrece un profundo análisis de las ideas depresivas del mundo
contemporáneo en el ámbito del trabajo humano, desnaturalizado en su esencia
profunda por las «varias corrientes del pensamiento materialista y economicista» (n. 7).
En los últimos años ha surgido una especie de nuevo reto. Cuando el artesano produce
su obra, trabaja una materia de la que capta cierto realismo: descubre el devenir
inherente a las “cosas”, el orden de la naturaleza del que no es ni autor
ni dueño, y este contacto lo ennoblece y, al mismo tiempo, lo compromete a un camino
de humildad. Con profunda tristeza hoy constatamos que un número no despreciable de
hombres de ciencia desea intervenir en la vida, en menoscabo del orden fundamental
inscrito en la naturaleza, en todo nivel de sus diversas manifestaciones. La finalidad
declarada es “producir” seres humanos mediante la técnica de la clonación. ¿No
tenemos aquí una de las ideas depresivas más aterradoras que la humanidad ha podido
imaginar? La tentación de un super-yo absoluto que se expresa a través del hombre de
ciencia con su capacidad de “fabricar” al ser más perfecto del universo, indudablemente
deriva del orden de la meta-tentación y a largo plazo puede hacer caer a la misma
humanidad en una terrible depresión: la vida no sería más el fruto de un amor
compartido y de una libertad responsable. ¿Qué se volvería la libertad de concebir – que
a menudo es la única y verdadera riqueza de los más pobres – frente al “trabajo” de los
científicos preocupados en “fabricar” una raza superior? ¿Sería necesario entonces hacer
leyes, limitar y, por tanto, atentar a esta libertad? Más que un impasse, se corre el riesgo
de que una ciencia desviada arrastre a la humanidad al borde de un aterrador precipicio.
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mortal sobre la cual el Papa Pablo VI trató en vano de llamar la atención distraida de la
cultura dominante, hace más de 35 años, en su Encíclica Humanae vitae, sin duda es la
amenaza depresiva más dramática de la cultura hegemónica de los países ricos: “el
amor” sin hijos y los hijos sin amor. Muchos niños se sienten morir hoy porque son
huérfanos. Tienen una necesidad desesperada de ser amados. Y se sumergen en un
océano de imágenes cuya abundancia devastadora los destructura en esta otra
disociación mortalmente depresiva entre la hipertrofia de los medios de los cuales
disponemos y la atrofia de los fines que perseguimos.
11. El homo religiosus. Queridos amigos, las ideas depresivas de la cultura en el mundo
contemporáneo son una infinidad, y se presentan bajo múltiples aspectos que ponen en
peligro la humanidad del hombre. Frente al vacío existencial en el que introducen estas
ideas, y para afrontar todos los condicionamientos sin caer víctima de ellos, Viktor
Frankl, neurólogo de Viena, profesor en Harvard, Stanford, Pittsburgh y Dallas,
fallecido a 92 años en 1997, en su libro a menudo olvidado Le dieu inconscient,
reivindica «el poder de contestación del espíritu». Parte del principio de que «la
exigencia fundamental del hombre no es el apagamiento sexual ni la valoración de sí
mismo, sino la plenitud de sentido»6. En esta afirmación lapidaria que desordena la
filosofía depresiva de la escuela freudiana, aparece el problema de «la voluntad de
sentido». Las neurosis que apremian las búsquedas de ciertos psicólogos y psiquiatras y
que fácilmente abren el camino a la depresión, son ante todo la expresión de un ser
frustrado y, por tanto, inclinado al vértigo del vacío existencial. El hombre moderno,
envuelto por las ideas depresivas del mundo contemporáneo, es afectado en lo más
profundo de sí mismo en sus razones de vivir. Por eso debemos alcanzarlo aquí, en el
corazón de sus deseos e incluso en sus desalientos y sus frustraciones existenciales. Para
lograr este objetivo tenemos el camino que nos muestra el Evangelio, creador de cultura
ya que contiene la Verdad sobre el hombre, revelado por ese Dios que ha asumido el
rostro de hombre en Jesucristo, Hijo de la Virgen María, para compartir con nosotros el
amor del Padre.
El antídoto a las ideas depresivas de nuestro tiempo es la fe en Aquel que nos ha dicho:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida». El
Evangelio nos hace partícipes del secreto del gozo que nos ha traído Cristo y que nos
permite vivir los días de la semana con un corazón preparado para la fiesta.
El gozo es el don de Dios y la Iglesia es la portadora de este don para nuestras culturas
depresivas. «Yo amo a los sacerdotes – confía Julien Green en su Journal - que vienen
del Nuevo Testamento con la Buena Nueva en los ojos». «El gozo, escribía Paul
Claudel, es la primera y la última palabra del Evangelio»7.
S.E. Card. PAUL POUPARD Presidente del Pontificio Consejo
para la Cultura Santa Sede
Notas
1 Flammarion, 1993.
2 Pontificio Consejo para la Cultura, Para una pastoral de la cultura, Pentecostés 1999,
n. 2.
3 Pablo VI, Populorum progressio, Pascua 1967, n. 27; cf. Juan Pablo II, Laborem
Exercens, 14 setiembre 1981, n. 4-10.
4 Michel Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, 1966.
5 Claude Lévi-Strauss, L’homme nu, Plon, 1971.
6 Viktor Frankl, Le dieu inconscient, Coll. Religion et sciences de l’homme, Edition du
Centurion, 1975, p. 92-93.
7 Cf. Paul Poupard, Le christianisme à l’aube du IIIème millénaire, III, L’avenir est à
l’espérance, Plon-Mame, 1999, p. 248.