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AFLICCIÓN E IRA

DE UN CAZADOR DE CABEZAS
INTRODUCCIÓN
Tomado de l texto Cultura y Verdad
De Renato Rosaldo

PREFACIO

Cuando alguien, con la autoridad de un maestro, describe al mundo y tu no


esta en él, hay un momento de desequilibrio síquico, como sí te miraras en el
espejo y no vieras nada.

ADRIENNE RICH,INVISILITY IN ACADEME

Actualmente las preguntas sobre La cultura parecen tocar algún nervio, ya que rápidamente se convierten en cuestiones
angustiosas de identidad. Los debates académicos sobre educación multicultural también caen con facilidad en los
animosos conflictos ideológicos de esta nación multicultural. ¿Cómo pueden los Estados Unidos respetar la diversidad y
al mismo tiempo encontrar unidad? ¿Necesita este país un “crisol” para homogeneizar a la gente en una corriente
“culturalmente invisible”? ¿O puede desarrollar doctrinas alternativas que expliquen mejor su diversidad cultural? Este
libro compromete al dogma nacional dominante sobre crisoles y valores esenciales, tratando de articular una visión
pluralista de la cultura y verdad, conforme a las identidades divergentes de los Estados Unidos.
Mi actual entendimiento sobre la importancia del análisis social surgió de la “Controversia de la Cultura Occidental”
en la Universidad Stanford durante 1986-88. Sin esta batalla acad6mica mi libro se hubiera terminado antes, pero no tan
bien. Es requisito para los estudiantes de primer grado en Stanford, el curso de un año sobre cultura occidental que ¡os
obliga a leer una “lista principal” de “libros grandiosos” del tradicional canon europeo. Los grandes autores, a menudo
tratados como monumentos sagrados que idolatrar, y no compañeros con quienes dialogar, representaban supuestamente
una tradición magna que se extendía en línea recta desde Hormero, Shakespeare a Voltaire, Los estudiantes debían
aprender “nuestra herencia” antes de entrar al estudio de ‘otras” tradiciones culturales.
Sin embargo, cl conflicto surgió cuando un número importante de estudiantes y profesores se cuestionaron el “nosotros”
que definían “nuestra herencia” como un estante de libros escritos en otra época (antes de la primera guerra mundial) y
en otro lugar (antigua Atenas y Europa Occidental). ¿Cómo podía una aristocracia académica auto-elegida de Estados
Unidos, envolverse en una herencia cultural que no incluye autores americanos, sin mencionar a mujeres o personas no
europeas? Aunque todos los ciudadanos estadounidenses podían sentirse marginados por la lista de libros grandiosos,
algunos miembros docentes, por su campo de estudio, género o herencia cultural, se sentían insultados por el curso de
cultura occidental. Sufrimos la destrucción total que la poetisa Adrienne Rich describe de forma tan mordaz en el
epígrafe anterior.

En años recientes la antropología cultural ha vuelto a tomar forma en parte por lo aprendido de los conflictos sobre la
realidad social multicultural. Al mismo tiempo, descubrió que puede realizar contribuciones importantes a secuelas que
ahora enfrentan naciones de cultura diversificada. Este libro surgió del doble proceso de ser reformado por conflictos
mayores y encontrar nuevas posiciones desde las que se expresen pensamientos y sentimientos sobre la diversidad
cultural. Para mí, como chicano, las cuestiones de la cultura no sólo emergen de mi disciplina, sino también de políticas
más personales de identidad y comunidad.
Los cambios en el pensamiento social que se describen y reformulan en este libro se originaron de un amplio
movimiento; no son propiedad de un solo individuo, disciplina o escuela. He aprendido de los escritos de numerosos
predecesores, contemporáneos y sucesores que han contribuido a la observación del análisis social. Este libro se
cristalizó durante un año en el Centro de Humanidades de Stanford (1986-87) cuando redacté la mayor parte del
manuscrito. Leí mucho durante un año, sobre temas pertinentes a este proyecto en el Centro de Estudios Avanzados
sobre Ciencias de la Conducta (1980-81), financiado por la Fundación Nacional de Ciencia (#BNS 7622943) y una beca
postdoctorado paf a minorías, administrada por el Consejo Nacional de Investigación. Las primeras versiones de ciertos
capítulos del libro se publicaron en otra parte y agradezco de nuevo los comentarios de personas cuyos nombres ya
reconocí antes y que no repetiré aquí. Las formulaciones preliminares de mi proyecto se beneficiaron del consejo
editorial y estimulo de Grant Harnes, Bill Carver, Vikram Seth y Helen Tartar.
Los grupos de lectura de docentes interdisciplinarios de la Universidad Stanford, sobre todo el de investigación de
estudios culturales y el seminario docente del Centro de Stanford para investigación Chicana, donde actualmente soy
director, diseñaron de forma importante este libro. Agradezco a dos grupos de lectura de estudiantes graduados de la

1
Universidad Stanford, uno en teoría social del departamento de historia y el otro en teoría de la práctica del
departamento de antropología, por sus comentarios críticos sobre cl borrador. También obtuve beneficios en discusiones
similares de miembros del grupo de trabajo de estudios culturales del Programa lnteruniversitario sobre Temas Latinos y
del Seminario Latino de Verano realizados en Stanford en 1988. Asimismo deseo agradecer a las siguientes personas por
sus comentarios: Eytan Bercovitch, Russell Berman, Bud Bynack, Richard Chabran, James Clifford , Rosemary
Coombe, Ethan Goldings, Smadar Lavie, Rick Maddox, Donald Moore, Kirin Narayan, Kathleen Newman, Víctor
Ortiz, Vicente Rafael, José Saldívar y Cynthia Ward. Joanne Wyckofl, de Beacon Press, por sus valiosos consejos
editoriales y a Sharon Yamamoto por su extraordinaria labor como jefa de redacción. Como compañera vitalicia e
intelectual, Mary Louise Pratt inspiro graan parte de los pensamientos y sentimientos que este libro comunica.

INTRODUCCIÓN. AFLICCIÓN E IRA DE UN CAZADOR DE CABEZAS

Si le pregunta a un hombre mayor, ilongote del norte de Luzón, Filipinas, por qué corta cabezas humanas, su respuesta
es breve y ningún antropólogo podría explicarla con prontitud: Dice que la ira, nacida de la aflicción, lo impulsa a matar
a otro ser humano. Afirma que necesita un lugar “a donde llevar su rabia”. El acto de cortar y arrojar la cabeza de la
víctima le permite ventilar y desechar la ira de su pena, explica. Aunque la labor de un antropólogo es aclarar otras
culturas, no puede encontrar más explicaciones a la declaración concisa de este hombre. Para él, aflicci6n, ira y cazar
cabezas van unidas de forma evidente por sí misma. Entienda o no. De hecho, por mucho tiempo yo no entendí.

En lo que sigue, quiero hablar sobre cómo hablar de la fuerza cultural de las emociones.’ La freno emocional de una
muerte, por ejemplo, deriva menos del hecho, en bruto abstracto, que de la ruptura permanente de una relación íntima
particular. Se refiere al tipo de sentimientos que uno experimente al enterarse de que el ni lo que acaban de atrope liar es
propio y no de un extraño. Más qué hable de la muerte en general, debe considerarse la posición del sujeto dentro del
área de relaciones sociales, para así comprender nuestra experiencia emocional

Mi esfuerzo por demostrar la fuerza de una declaración simple i literal, va contra las normas clásicas de la antropología,
que prefiere la cultura a través del engrosamiento de telarañas simbólicas de significado. En conjunto, los analistas
culturales no usan la palabra fiera, sino términos como descripción densa, multidicción, polisemia, riqueza y textura. La
noción de fuerza, entre otras cosas, cuestiona la suposición antropológica común de que el mayor sentido humano reside
en cl bosque más denso de símbolos y que cl detalle analítico o “profundidad cultural” es igual a la explicación
aumentada de una cultura, o “elaboración cultural”. ¿En verdad la gente siempre describe densamente lo que más le
importa?

LA IRA EN LA AFLICCIÓN ILONGOTE

Permítanme hacer una pausa para presentarles a los ilongotes, con quienes mi esposa, Michelle Rosaldo, y yo vivimos y
dirigimos investigaciones de campo durante treinta meses (1967-69, 1974). Son alrededor de 3500 y residen en una
meseta, 145 kilómetros al noreste de Manila, Filipinas. Subsisten mediante la caza de venado y cerdo salvaje, y con el
cultivo de huertos regados por la lluvia (de temporada), de arroz, patatas, dulces, mandioca y verduras. Sus relaciones
familiares (bilaterales) se suponen por hombres y mujeres. Después del matrimonio, los padres con sus hijas casadas
viven en la misma casa o en una adyacente. La unidad más grande dentro de la sociedad, un grupo descendiente de
amplio dominio territorial, llamado el be’tan, se hace patente sobre todo en el contexto del feudo. Para ellos, sus vecinos
y sus etnógrafos, la cacería de cabezas persiste como la práctica cultural más prominente.
Cuando los ilongote me explicaron cómo la ira en la aflicción podía impulsar a los hombres a cazar cabezas, descarté
sus narraciones lineales como demasiado simples, débiles, opacas, improbables. Tal vez confundí, inocentemente, la
aflicción con la tristeza. Era cierto que no poseía experiencia personal que me permitiera imaginar la ira poderosa que
los ilongotes encontraban en la pena. Mi propia incapacidad para concebir esto me llevo a buscar otro nivel de análisis
que pudiera ofrecer una explicación para el deseo de los hombres mayores de cazar cabezas.
Sólo catorce años después de mi grabación sobre la aflicción y la ira de un cazador de cabezas, empecé a comprender
su fuerza abrumadora. Durante años creí que una elaboración más verbal (que no era venidera) u otro nivel analítico
(que siguió siendo elusivo) podrían explicar mejor los motivos de estos hombres para la caza de cabezas, Hasta que yo
mismo sufrí una pérdida devastadora, pude entender mejor que los hombres ilongotes significaban exactamente lo que
describían de la ira en la aflicción como fuente de su deseo por
cortar cabezas. Considerando su valor nominal y otorgándole toda su importancia, su declaración revela mucho sobre lo
que obliga a estos hombres a cazar cabezas.
En un esfuerzo por obtener una explicación “más profunda” sobre dicha cacería, exploré la teoría del intercambio,
quizá porque había informado sobre tantas etnografías clásicas. Un día en 1914, expliqué el modelo de intercambio de
los antropólogos a un hombre mayor ilongote llamado Irisan. Le pregunté qué pensaba de la idea de que la cacería de
cabezas resultara de que una muerte (la víctima decapitada) revocara otra (la próxima en la casta). Parecía confundido,
así que procedí a describirle que la víctima de la decapitación era intercambiada por la muerte de una de su propia casta
y así se compensaba la balanza. Irisan reflexioné un momento y contestó que suponía que alguien podía pensar algo así
pero que los demás ilongotes no creían eso. Tampoco existía una prueba directa para mi teoría del intercambio en

2
rituales, alardes, canciones o en La conversación casual.4
En retrospectiva, pues, estos esfuerzos por imponer la teoría del intercambio sobre un aspecto de la conducta de los
ilongotes, resultaren infundados. Supongan que hubiera descubierto lo que buscaba. Aunque la noción de equilibrar la
balanza posee una coherencia elegante, uno se pregunta cómo podría ese dogma teórico inspirar a un hombre para
quitarle la vida a otro con el riesgo de perder la suya.
Mi experiencia todavía no me proporcionaba los medios para imaginar la ira que puede surgjr por una perdida
devastadora. Por lo mismo, no podía apreciar en su totalidad el problema exacto de significado a que los ilongotes se
enfrentaron en 1974. Poco después de que Ferdinand Marcos declara la ley marcial en 1972, los rumores de que el
fusilamiento era el nuevo castigo para la cacería de cabezas, llegaron a las colinas de los ilongotes. Los hombres
decidieron entonces suspender tal cacería. En épocas pasadas, cuando la caza de cabezas se hizo imposible, los
ilongotes permitieron que tu frase fuera disipando, como mejor pudiera, en el transcurso de su vida diaria. En 1974 se
les presentó otra opción empezaron a considerar ti conversión evangélica al cristianismo como un medio para
¿controlar’ su aflicción. La gente dijo que si aceptaban la nueva religi4n, tendrían que abandonar sus métodos antiguos,
incluyendo la cacería de cabezas. También podrían arreglárselas con su pena de una forma menos agonizante, ya que
podían creer que el difunto partió a un mundo mejor. Ya no tenían que enfrentarse con la terrible fatalidad de la muerte.
La fuerza del dilema enfrentado por los ilongotes se me escapé entonces. Aun cuando grabé sus declaraciones sobre
la aflicción y la
necesidad de desechar su ira, no comprendí la importancia de sus palabras. En 1974, por ejemplo, cuando Michelle
Rosaldo y yo vivíamos entre ellos, un bebé de seis meses murió, quizá de neumonía. Esa tarde visitamos al padre y lo
encontramos desecho. “Sollozaba y miraba fijamente con sus ojos vidriosos e inyectados de sangre, la manta de algodón
que cubría a su bebé.”5 El hombre sufría intensamente ya que era el séptimo hijo que perdía. Sólo unos años antes, tres
de sus hijos murieron uno tras otro en cuestión de días. En ese entonces, la situación era sombría ya que la gente
presente hablaba tanto de la cristiandad evangélica (la posible renunciación a cortar cabezas) como de sus rencores
contra los llaneros (la contemplación de las incursiones de caza de cabezas en los valles circundantes).
En los días y semanas subsecuentes, la aflicción del hombre lo afecta de manera no anticipada. Poco después de la
muerte del bebé, el padre se convirtió a la cristiandad evangélica. Salté a la conclusión apresurada de que el hombre
creía que la nueva religión de alguna forma evitaría más muertes en su familia. Cuando expresé mis pensamientos a un
amigo ilongote, me reprendió diciendo que me había equivocado: “Lo que el hombre busca en realidad en la nueva
religión no es la negación de nuestra muerte inevitable, sino una forma de superar su aflicción. Con el advenimiento de
la ley marcial, la cacería de cabezas no da una posibilidad para ventilar su ira y con ello reducirla. Si continuara con su
forma de vida ilongota, el dolor de su pena sería insoportable”.’ Mi descripción de 1980 ahora me parece tan apta, que
me pregunto cómo pude escribir las palabras y fracasar en la apreciación de la fuerza del penoso deseo del hombre por
ventilar su ira.
Otra anécdota representativa resalta más ¡ni falla en imaginarme la ira posible en la desdicha de los ilongotes. En
esta ocasión nuestros amigos ilongotes nos urgieron a que tocáramos la cinta de una celebración de cacería de cabezas
que hablamos presenciado cinco años atrás. Tan pronto la pusimos y escuchamos el alarde de un hombre que había
muerto en los años intermedios, la gente nos dijo que apagáramos la grabadora. Michelle Rosaldo informó sobre la
tensa conversación que siguió:

Mientras Irisan cobraba ánimo para hablar, la habitación se cargó de una electricidad un tanto sobrenatural Las
espalda se irguieron y mi ira ss convirtió en nerviosismo y algo parecido al miedo cuando vi que los ojos de latan
estaban rojos. Entonces, Tukbaw, cl “hermano” ilongote de Renato, rompió el quebradizo silencio, diciendo que ti
podía aclarar ¡as cosa Nos explicó que les lastimaba escuchar una celebración de cacería de cabezas porque la
gente sabía que nunca más habría otra. Expresó “La canción nos desgarre, nos arranca el corazón, nos hace
pensar en nuestro tío muerto. Sería mejor si hubiera aceptado a Dios, pero sigo siendo un ilongote de corazón;
cuando escucho la canción, mi corazón se oprime como cuando piense en esos donceles incompletos a quienes
nunca llevaré a cortar cabezas.” Entonces Wagat, la espesa de Tukbaw, expresó con la mirada que todas mis
preguntas te dolían, y me dijo: “Detente, ¿no es suficiente? Hasta yo, una mujer, no puedo soportar lo que siento
en el corazón.”

Desde mi posición actual, es evidente que la grabación del alarde del hombre muerto evocaba poderosos sentimientos
de aflicción, sobre todo ira y el impulso de cazar cabezas. En ese entonces sólo pude sentir aprehensión y percibí
difusamente la fuerza de las emociones que experimentaban Insan, Tukbaw, Wagat y los otros.

El dilema para los ilongotes se originaba en un conjunto de prácticas culturales con las que resulta una agonía vivir
cuando se bloquean. La suspensión de la cacería de cabezas requería de ajustes dolorosos a otras formas de superar la
ira que encontraban en la desdicha. Uno puede comparar su dilema con la noción de que el impedimento para realizar
rituales puede crear ansiedad.’ En el caso ilongote, la noción cultural de que arrojar una cabeza humana también
desecha la ira, crea un problema de significado. cuando cl ritual de cacería ya no puede llevarse a cabo- Ciertamente el
problema clásico de significado de Max Weber “La ética protestante y el espíritu del capitalismo" es precisamente de
ese tipo.’ En un plano lógico, la doctrina calvinista de la predestinación parecía impecable: Dios ha escogido al elegido,
pero los mortales no pueden conocer su decisión. Entre aquellos cuya preocupación principal es la salvación, la doctrina

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de predestinación es tan fácil de comprender conceptualmente, así como es difícil de sobrellevar en la vida cotidiana (a
menos que uno resulte ser un (“virtuoso religioso”). Para los calvinistas e ilongotes, cl problema de significado reside en
la práctica, no en la teoría. El conflicto para ambos grupos involucra el asunto práctico de cómo vivir. con las creencias
de uno, más que el enredo lógico que resulta dé una doctrina oscura.

CÓMO ENCONTRE LA IRA EN LA AFLICCIÓN

Un aspecto esencial de esta introducción es el hecho de que me tomó catorce años comprender lo, que los ilongotes me
dijeron sobre la aflicción, la ira y la cacería de cabezas. Durante todos esos aios no me encontraba en posición de
entender la fuerza de una ira posi
ble en la aflicción; ahora, sí. Para adentrarme en esta narración, titubeé, tanto por el tabú de la disciplina como por su
violación cada vez más frecuente mediante ensayos sujctos por amalgamas de filosofía continental y retazos
autobiográficos. Si el vicio de la etnografía clásica era el desprendimiento del desinterés ideal a la indiferencia ver-
dadera, el vicio de la reflexividad actual es la tendencia para que el Yo abstraído, pierda la objetividad del Otro
culturalmente diferente.~ A pesar de los riesgos que supone, como etnógrafo debo abrir la discusión en este punto para
aclarar ciertos aspectos dcl método.
El concepto clave en lo subsecuente es el sujeto ubicado (y reubicado).’0 Según la metodología de la hermenéutica,
en el procedimiento interpretativo de rutina, uno puede decir que los etnógrafos se reubican en tanto van comprendiendo
otras culturas. Los etnógrafos comienzan la investigación con un grupo de preguntas, las revisan en el transcurso de la
encuesta y al final resultan con preguntas diferentes a las primeras. En otras palabras, la sorpresa que provoca la
respuesta a una pregunta nos obliga a enmendar esta última hasta que las sorpresas menores o respuestas muy breves
nos indiquen un término. Clifford Geertz introdujo este enfoque interpretativo en la antropoiogia.Il
Por lo general el método interpretativo se apoya en el axioma de que los etnógrafos dotados aprenden su ocupación,
preparándose lo mejor posible. Para seguir el camino sinuoso de la encuesta etnográfica, los trabajadores de campo
requieren de capacidades teóricas de amplio rango y sensibilidades bien sintonizadas. Después de todo, uno no puede
predecir lo que se encontrará en el campo. Un antropólogo influyente, Clyde Kluckhohn, llegó al grado de recomendar
una iniciación doble: primero, la prueba severa del psicoanálisis y después la del trabajo de campo. Sin embargo, muy
frecuentemente este punto de vista se extiende hasta que cienos prerrequisitos de la investigación de campo pueden
garantizar una etnografía contundente. El conocimiento del libro ecléctico y un número de experiencias vitales, junto
con la lectura incitante y el conocimiento de sí mismo, deberían deftotar los vicios de la ignorancia y la insensibilidad.
Aunque la doctrina de preparación, conocimiento y sensibilidad es admirable, uno debería esforzarse para minar la
comodidad falsa que transmite. ¿En qué punto la gente puede decir que ha completado su aprendizaje o su experiencia
vital? El problema con la adopción de esta forma de preparar al etnógrafo muy a pecho es que puede provocar un aire
falso de seguridad, una afirmación autoritaria de certidumbre y finalidad que nuestros análisis no pueden tener. Todas
las interpretaciones son provisionales; las realizan sujetos ubicados que están preparados para saber ciertas cosas y no
otras. Aun
si son inteligentes, sensibles, de lenguaje fluido y capaces de movcrse con facilidad en una cultura extraña, los buenos
etnógrafos tieneñ sus limites y sus análisis siempre son incompletos. Así, comencé a desentrañar, por medio de mi
propia pérdida, lo que los ilongotesv me decían sobre sus pérdidas, y no mediante una preparación sistemática para la
investigación de campo.
Mi preparación para comprender una pérdida severa empezó en. 1970 con la muerte de mi hermano, poco después de
cumplir veintisiete años. Al experimentar esta severa prueba junto con mis padres, adquirí cierta retrospectiva en el
trauma de la pérdida de un hijo. Este punto de vista da cuenta de mi relato, descrito antes de forma parcial, sobre las
reacciones de un hombre ilongote a la muerte de su séptimo hijo. Al mismo tiempo, mi pena era menor a la de mis pa-
dres, no podía imaginar la fuerza abrumadora de la ira posible en tal aflicción. Quizá mi posición previa es similar a la
de muchos en la disciplina. Uno debería aceptar que el conocimiento etnográfico tiende a poseer lá fuerza y limitaciones
otorgadas por la relativa juventud de los trabajadores de campo que, en su mayor parte, no han sufrido pérdidas serias y
que no podrían tener conocimiento personal de lo devastadora que puede ser, para el que se queda, la pérdida de un
compañero.
En 1981, Michelle Rosaldo.y yo comenzamos una investigación de campo entre los ifugaos del norte de Luzón,
Filipinas. El 11 de octubre de ese año, ella caminaba por un sendero junto con dos compañeros ifugaos cuando sufrió
una calda mortal de unos 20 metros hasta un río caudaloso por un precipicio. Cuando encontramos su cuerpo me
encolericé. ¿Cómo podía abandonarme? ¿C6mo pudo ser tan tonta para caerse? Traté de llorar. Sollocé, pero la ira blo-
queaba mis lágrimas. Poco menos de un mes más tarde, describí ese momento en mi diario: “Me sentía como en una
pesadilla, todo el mundo se expandía y contraía, se henchía visual y hondamente. Bajó y encontré a un grupo de
hombres, siete u ocho, de pie, quietos,caliados, y me convulsioné y sollocé, pero no hubo lágrimas.” Una exp•eriencia
anterior, en el cuarto aniversario de la muerte de mi hcrmano, me enseñó a reconocer a los sollozos convulsivos sin
l4wimas,~ como una forma de ira. Esta ira me ha invadido en diversas formas y en varias ocasiones desde entonces;
podía durar horas y en una oca:
sión varios dlas. Los rituales pueden despertar estos sentimiento~ pero por lo general surgen de recordatorios
inesperados (como el encuentro exasperante de los ilongotes con la voz de su tío muerto en la grabación).

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Que quede claro que la aflicción no debe reducirse a ira, ni por mi ni por nadie.’2 Los estados de emociones
profundas y poderosas
- me abrumaron a veces juntas, a veces separadas. Experimenté el• profundo dolor dcsgarrador de la pena casi
insoportable, el frío cadavérico al percatarme de la finalidad de la muerte, el comienzo trémulo en mi abdomen que
después se extendía a todo mi cuerpo, los lamentos tristes que salían sin quererlo y los frecuentes sollozos. Es por esto
que mi propósito actual de revisar las comprensiones pre. vias sobre la cacería de cabezas de los ilongotes y no un punto
de ~ista general de la pena, se enfoca en la ira más que en otras emociones en la aflicción.
Los escritos en inglés necesitan especialmente enfatizar la ira en la aflicción. Aunque los terapeutas de la aflicción
alientan por lo general a ser concien:e de la ira entre el afligido, la cultura angloamericana de clase media superior
tiende a ignorar la ira que pueden provocar las pérdidas devastadoras. Paradójicamente, este conocimiento convencional
de la cultura, niega casi siempre la ira en la aflicción al mismo tiempo que los terapeutas alientan a los miembros de la
comunídad invisible del afligido a hablar en detalle sobre la ira que sienten por sus pérdidas. La muerte de mi hermano,
en combinación con lo que aprendí de la ira con los ilongotes (para ellos es un estado emocional que se celebra
públicamente en vez de negarse), me permitió reconocer la experiencia de la ira,13
La ira ilongote y la mía se traslapan, más bien como dos círculos en parte sobrepuestos y en parte separados. No son
idénticos. Junto con las similitudes asombrosas, las diferencias importantes en tono, forma cultural y consecuencias
humanas distinguen la “ira”, animando nuestras respectivas formas de afligimos. Mis vívidas fantasías, por ejemplo,
sobre un agente de seguros de vida que se negó a reconocer que la muerte de Michelle estaba relacionada con su trabajo,
no me llevó a matarlo, a cortarle la cabeza y celebrar después. De esta forma ilustro la precaución metodológica de la
disciplina contra la atribución temeraria de las experiencias y categorías de uno mismo con los miembros de otra
cultura. No obstante, dichas advertencias contra las nociones superficiales de la naturaleza humana universal puede
llevarse demasiado lejos y endurecerse en la doctrina también perjudicial de que todo ser humano me es ajeno, excepto
por mi propio grupo. Uno espera alcanzar un equilibrio entre reconocer diferencias humanas grandes y el modesto
axioma de que dos grupos humanos cualesquiera deben tener ciertas cosas en comun.
Sólo una semana antes de terminar el borrador inicial de una primera versión de esta introducción, encontré la
anotación en mi diario, escrita unas seis semanas después de la muerte de Michelle, en la que me juré que si volvía a
escribir sobre antropología, lo haría empezando con “Aflicción e ira de un cazador de cabezas...” Mi diario continuaba
con una reflexión más amplia sobre la muerte, la ira y la cacería de cabezas, mediante mi “deseo por una solución
ilongote; se encuentran más en contacto con la realidad que los cristianos. Por ello, necesito encontrar un lugar para mi
ira.., y ¿podemos decir que una solución nuestra es mejor que la de ellos? ¿Podemos condenar-los cuando nosotros
bombardeamos ciudades? ¿Es nuestra razón de ser más fuerte que la de ellos?” Todo esto fue escrito con desesperación
e ira.
Alrededor de quince meses después de la muerte de Michelle, pude volver a escribir sobre antropología. Escribir la
versión inicial de “Aflicción e ira de un cazador de cabezas” fue en verdad catártico, aunque no en la forma que uno
imaginaría. La catarsis ocurrió antes, no después del término de la composición. Cuando la versión inicial de esta
introducción se hallaba en mi mente, durante el mes anterior de comenzar a escribir, me sentía difusamente deprimido y
enfermo con fiebre. Entonces, un día, una niebla casi literal se levantó y las palabras fluyeron. Parecía más bien que las
palabras se escribían solas a través de mí.
El uso de mi experiencia personal sirve como vehículo para hacer que la calidad e intensidad de la ira en la aflicción
ilongote sean más accesibles al lector que ciertos modos de composición más indiferentes. Al mismo tiempo, si se
invoca la experiencia personal como una categoría analítica, se corre el riesgo de perder el interés. Los lectores hostiles
podrían reducir esta introducción a un acto de duelo o un simple informe de mi descubrimiento sobre la ira posible en
-la aflicción. Francamente, esta introducción es eso y más. Un acto de
duelo, un informe personal y un análisis crítico del método antropológico; al mismo tiempo abarca un número de
procesos distinguibles que no pueden cancelarse entre sí. De igual forma, en la siguiente parte argumento que el ritual,
en general, y la cacería de cabezas ilongote, en particular, forman la intersección de procesos sociales -múltiples
coexistentes. Además de revisar el informe etnográfico, afirmación principal que se hace aquí trata de cómo mi propio
objeto y la consecuente reflexión sobre la aflicción, ira y cacería de cabezas de los ilongotes suscitan problemas
metodológicos de interés general en la antropología y en las ciencias’ humanas. - - -

LA MUERTE EN ANTROPOLOGÍA
La antropología favorece las interpretaciones que igualan a la “profundidad” analítica con la “elaboración” cultural.
Muchos estudios se enfocan en las arenas en donde uno puede observar eventos for
a-tales y repetith-os. como ceremonias, rituales yjuegos. De igual forma, los estudios de juegos de palabras se dirigen
más a las bromas como los monólogos programados que a los intercambios libres e improvisados de chistes ingeniosos.
La mayoría de los etnógrafos prefieren estudiar eventos que tengan espacios definidos, con cennos marcados y orillas
limitadas. A veces también tienen mitades y extremos. Históricamente parecen repetir estructuras idénticas, haciendo las
cosas como se hacían ayer. Sus calidades de definición fija liberan a dichos eventos del desorden de la vida diaria, de
forma que puedan “leerse” como artículos, libros o, como ahora los llamamos, textos.
Guiados por su énfasis en entidades autónomas, las etnografías escritas según las normas clásicas, consideran a la
muerte como un ritual en vez de una desdicha. Incluso, los subtítulos de ciertas etnografías recientes sobre la muerte

5
hacen énfasis en el ritual. Death in Mure/tigo (Muerte en Murelaga), de William Douglas, se subtitula Funerwy Ritual
itt a Spwzish Bosque l4llage (Ritual funerario en un pueblo vasco español); Celebrations of Death (Celebraciones de la
muerte), de Richard Huntington y Peter Metcalf, tiene por subtitulo lYie Antropo/og~ of Monuary Ritual (La
antropología del ritual funerario); A Borneo Iourney ¡tato Death (Un viaje Borneo a la muerte), de Peter Metcalf, se
subtitula Berawan Eschatologg front lis Rituáls (Escatología berawan de sus rituales).’4 El ritual en sí se define por su
formalidad y rutina; bajo dichas descripciones, más bien se parece a una receta, un programa fijo o un libro de buenas
maneras, que un proceso humano abierto.
Las etnografías que de esta forma eliminan las emociones intensas, no sólo distorsionan sus descripciones, sino que
también descartan variables clave potenciales de sus explicaciones. Cuando el antropólogo William Douglas, por
ejemplo, anuncia su proyecto en Death ¡a Mure/viga, explica que su objetivo es usar a la muerte y al ritual funerario
“como un dispositivo heurístico para abordar el estudio de la sociedad rural vasca”.t5 En otras palabras, el objetivo prin-
cipal de estudio es la estructura social, no la muerte y por lo tanto la áflicci6n tampoco. El autor comienza su análisis
diciendo: “La muerte no siempre es fortuita e impredecible”.” Continúa describiendo cómo una vieja mujer, aquejada
por las dolencias de su edad, recibe de buena gana a la muerte. La descripción carece de la perspectiva de los
sobrevivientes más afligidos, y vacila en cambio entre aquellos de la vieja mujer y un observador indiferente.
Sin duda, algunas personas llevan una vida plena y sufren tanto en su senectud, que aceptan con gusto el alivio que la
muerte puede proporcionarles. Sin embargo, el problema en la creación del estu
dio de un caso principal en una etnografía, concentrado en “uná muerte muy fácil” 1’ (empleo el titulo de Simone de
Beauvoir con ironía, al igual que ella) no es sólo la falta de exposición, sino que también hace que la muerte, en general,
parezca como una rutina para los sobrevivientes como supuestamente lo fue para el difunto. ¿Los hijos e hijas de la
vieja mujer no se conmovieron don su muerte? El estudio del caso muestra menos sobre cómo se enfrenta la gente con
la muerte, que cómo la muerte puede parecer un ritual; por lo tanto se ajusta al punto de vista del autor respecto de ritual
funerario como un despliegue mecánico programado de actos prescritos. “Para el vasco”, dice Douglas, “el ritual es
orden y la orden es ritual”.”
Douglas captura sólo un extremo en el rango de posibles muertes. Si acentuamos los aspectos rutinarios del ritual se
encubre de forma conveniente la agonía de muertes inesperadas, como los padres que pierden a un hijo o una madre que
muere durante el parto. En esas descripciones se esconden las agonías de los sobrevivientes que salen de la confusión,
cambiando poderosos estados emocionales. Aunque Douglas reconoce la distinción entre los miembros afligidos del
grupo familiar del difunto y el grupo ritualista más público, escribe la narración, en su mayor parte, desde el punto
devista de este último. Encubre la fuerza emocional de la aflicción, reduciendo el ritual funerario a una rutina de orden.
Con seguridad los seres humanos se duelen tanto en escenas rituales como en marcos informales de la vida cotidiana.
Coñsideremos la prueba clara y contundente en el relato antropológico clásico de Godfrey Wilson sobre “convenciones
de sepultura” entre los nyakyusa de Sudáfrica:

Por lo menos algunos de los que asisten a una sepultura nyakyusa están conmovidos por la aflicción. He
escuchado a la gente ¡amentarsc de la muerte de un hombre en la conversación ordinaria; he visto a un hombre,
cuya hermana acaba de morir, caminar hacia su tumba y llorar en silencio sin ninguna demostración de aflicción;
y escuché de un hombre que se suicidó por su aflicción ante un hijo muerto.”

Vea que todos los casos que Wilson presenció o escuchó, suceden’ -fuera de la esfera limitada del ritual formal. La gente
conversa entresi, camina sola y llora en silencio, o en un impulso comete suicidio~ La labor de afligirse, quizá
universal, ocurre dentro de actos rituales obligatorios, así como en marcos más cotidianos donde la gente se halla sola o
con parientes cercanos.
En las ceremonias de sepultura nyanyusa, los estados de emociones fuertes se. presentan también en el ritual en sí,
que es más que una serie de actos obligatorios. Los hombres dicen que bailan las pa-
sioncs de su desdicha, la cual incluye una mezcla compleja de ira, temor y aflicción:

Esta danza de guerra (ukukina)”, dice un viejo, “es un duelo; nos


- Lamentamos por el hombre muerto. Bailamos porque hay una guerra en nuestros corazones. Una pasión cte
aflicción y miedo nos exaspera (ü;vcjo IikWusiIa)”... Elyojo significa pasión o aflicción, ira o miedo; tdkusila
quiere decir molestar o exasperar de manera insoportable. Un hombre explicó de esta forma el ulcusila: “Sí un
hombre me insulta continuamente, me exaspera (ukusda), de modo que quiero pelcar con él”. La muerte es un
evento espantoso y doloroso que exaspera a los hombres relacionados y les infunde el deseo de pelear)0

Las descripciones de la danza y las peleas subsecuentes, incluso asesinatos, proporcionan amplia evidencia de la
intensidad emocional involucrada. El testimonio claro de los informantes de Wilson pone de manifiesto que los
etnógrafos pueden estudiar aun los sentimientos más intensos,
A pesar de excepciones como Wilson, la regla general parece ser que uno debería ordenar las cosas, secando las
lágrimas e ignorando los berrinches. La mayoría de los estudios antropológicos sobre la muerte eliminan las emociones,
asumiendo la posición de observadores ¡ndiferentes’ Por lo general esos estudios fusionan cl proceso ritual con el
pfoceso del duelo, igualan el ritual con lo obligatorio e
ignoran la relación entre ritual y vida diaria. La inclinación que favo- -rece al ritual formal pone en riesgo la suposición

6
de respuestas a
preguntas esenciales. Por ejemplo, ¿los rituales siempre revelan la profundidad cultural?
Lá mayoría de los analistas que ponen al mismo nivel la muerte con el ritual funerario, asumen que los rituales
almacenan sabiduría encerrada como si fuera un microcosmos de su macrocosmos cultural envolvente. Un estudio
reciente de la muerte y el duelo, por ejemplo, comienza por afirmar con seguridad que los rituales engloban “la
sabiduría colectiva de muchas culturas”Y Aun así, esta generalización debe requerir una investigación detallada contra
un rango más amplio de hipótesis alternas.
En extremos opuestos, los rituales muestran ya sea profundidad cultural o se desbordan en trivialidades. En el primer
caso, los rituales sí encierran la sabiduria de una cultura; en el scgimdo~ actúan como catalizadores que precipitan
procesos cuya exposición ocurre en meses subsecuentes y hasta años. Muchos rituales, por supuesto, logra los dos
aspectos, combinando cierta sabiduría con una dosis similar de trivialidad,
Mi experiencia con la aflicción y los rituales encaja con cl modelo de tridalidades y catálisis, más que con el de la
cultura profunda microcosmiea. Hasta un análisis cuidadoso del lenguaje y la acción simbólica durante dos funerales en
los que fui doliente principal, revelarían muy poco sobre la experiencia de la aflicciónY Claro, esta declaración no debe
llevar a alguien a establecerlo como universal sólo por el conocimiento personal de alguien más. En cambio debe alentar
a los etnógrafos a cuestionarse si la sabiduría de un ritua] es profunda o convencional, y si su proceso es transformador
o sólo un simple paso en una serie prolongada de rituales y eventos cotidianos.
En cl intento por comprender la fuerza cultural de la ira y otros estados emocionales poderosos, tanto el ritual formal
como las prácticas informales de la vida cotidiana, nos proporcionan un discernimiento crucial. Así, las descripciones
culturales deberían seleccionar la fuerza y la densidad; deberían ampliarse de rituales bien definidos a innumerables
prácticas menos circunscritas.

AFLICCIÓN. IRA Y CACERÍA DE CABEZAS ILONG0TE

Cuando se trata de la cacería de cabezas ilongote, la perspectiva del ritual como almacén de sabiduría colectiva, la
alinea con un sacrificio expiatorio. Los incursiones llaman a los espíritus de las víctimas potenciales, realizan sus
despedidas rituales y buscan presagios favorables a lo largo del camino. Los hombres ilongotes recuerdan muy bien el
hambre y las privaciones que soportan durante días y a veces semanas, necesarias para mudarse cautelosamente al lugar
donde preparan la emboscada y esperan a la primera persona que pase. Una vez que los incursiones matan a -sus
víctimas desechan la cabeza en vez de conservarla como trofeo. Al arrojarla, por analogía, descartan también las cargas
de su vida, incluyendo la ira en su aflicción.
Antes de una incursión, los hombres describen su estado vital, diciendo que las cargas de la vida los han hecho pesados
y enmarañados, como un árbol con enredaderas. Explican que una incursión exitosa los hace sentir ligeros de paso, y
vigorosos de complexión, La energía colectiva de la celebración con sus canciones, música danzas les proporciona a los
participantes una sensación de bienestar . El ritual expiatorio incluye la depuración y catarsis. ,
El análisis que se esbozó considera el ritual como un proceso autónomo infinito. Sin negar el discernimiento en este
enfoque, también deben considerarse sus límites. Imagine por ejemplo rituales de exorcismo descritos como si se
completaran en sí, en vez de estar unidos a procesos mayores que se desarrollan antes del periodo ritual y después de
éste. ¿Por medio de qué procesos la persona afligida se recupera o sigue afligida después del ritual? ¿Cuáles son las
consecuencias sociales de recuperación o de ausencia de ésta? Si no se consideran estas cuestiones, se disminuye la
fuerza de dichas aflicciones y terapias para las que el ritual formal es sólo una fase. Otras preguntas se aplican a sujetos
de diferente ubicación, incluyendo a la persona afligida, el curador y la audiencia. En todos los casos, el problema
abarca el delineamiento de procesos que ocurren antes, durante y después del momento del ritual.
Llamemos a la noción de la estera autónoma de la actividad cultural profunda, el punto de vista microcósmico, y a un
punto de vista alterno, el ritual como una intersección transitada. En el segundo caso, el ritual aparece como un lugar
en el que se interceptan un número de procesos sociales distintos. Las encrucijadas sólo proporcionan un espacio para
recorrer distintas trayectorias, en vez de contenerlas en una forma de encapsulación total. Desde esta perspectiva, la ca-
cería de cabezas ilongote permanece en la confluencia de tres procesos analíticamente separables.
El primer proceso se ocupa de discernir la ocasión oportuna para la incursión. Las condiciones históricas determinan
las posibilidades para una cacería, que varían de frecuentes a probables, improbables e imposibles. Estas condiciones
incluyen los esfuerzos pacíficos coloniales americanos, la gran depresión, la segunda guerra mundial, los movimientos
revolucionarios en planicies circundantes, feudos entre grupos ilongotes y la declaración de la ley marcial en 1972. Los
¡ilongotes usan la analogía de cazar, para hablar de esas vicisitudes históricas. Así como los cazadores ilongotes dicen
que no pueden saber cuándo se cruzará un animal en su camino o si sus flechas darán en el blanco, así también ciertas
fuerzas históricas que condicionan su existencia, están fuera de su control. Mi libro ¡lot got Headhunting 1883-1974
(Cacería de cabezas ilongote) explora el impacto de factores históricos en su cacería.
Segundo, los jóvenes que entran en edad sufren un periodo largo de turbulencia personal en el que no desean nada
tanto como cortar una cabeza. En este lapso problemático, buscan a la compañera de su vida- y contemplan el trastorno
traumático de separarse de sus familias originales y entrar a la de su esposa como extraños. Los j6-yenes lloran, cantan
y estallan en ira por su violento deseo de cortar una cabeza y usar los codiciados aretes de calao rojo que adornan las
orejas de los hombres que, como dicen los ilongotes, ya han llegado (tabi). Volátiles, envidiosos, apasionados (por lo

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menos según su propio estereotipo cultural para el joven soltero [buiniawl), constantemente anhelan cortar una cabeza.
Michelle y yo comenzamos el trabajo de campo entre los ilongotes sólo un año después de que abandonamos a nuestros
hijos solteros: de ahí nuestra pronta empatía con la turbulencia juvenil. El libro de Michelle sobre las nociones ilongotes
de identidad, explora la ira apasionada de los jóvenes que llegan a la mayoría de edad.
Tercero, los hombres mayores se ubican de forma diferente que sus contrapartes más jóvenes. Debido a que ya han
decapitado a alguien, pueden usar los aretes de calao rojo que tanto ambicionan los jóvenes. Su deseo por cazar crece
menos que el torbellino crónico adolescente, es por agonías intermitentes de pérdida. Después de la muerte de alguien
cercano, los hombres mayores a menudo se imponen votos de abstinencia, que se anulan el día en que participan en una
cacería exitosa. Estas muertes pueden cubrir una variedad de casos, desde la muerte literal, ya sea por causas naturales o
decapitación, hasta la muerte social donde, por ejemplo, la esposa de un hombre escapa con otro. En todos los casos, la
ira nacida de la, pérdida devastadora anima el deseo de los hombres mayores por cazar. Esta ira en el abandono, es
irreductible porque no se puede aplicar en un nivel más profundo. Aunque ciertos analistas discuten
este punto de vista, la unión de aflicción, ira y cacería de cabezas no tiene otra explicación. ¡
Mi primer entendimiento sobre la cacería de cabezas ilongote carecía del significado total de cómo experimentan la
pérdida y la ira los hombres mayores. Estos hombres se mostraron difíciles en este contexto porque son ellos, y no la
juventud, quienes marcan la pauta en la cacería. Su ira es intermitente, mientras que en los jóvenes es continua. En la
ecuación de la cacería de cabezas, los hombres mayores son la variable, y los jóvenes, la constante. En el aspecto cultu-
ral, los hombres mayores están dotados de conocimiento y vigor que los jóvenes aún no adquieren; por lo tanto cuidan
(saysay) y guían (bukur) a los jóvenes durante la incursión.
Ea un estudio preliminar de la literatura sobre cacería de cabezas, encontré que el alza de las prohibiciones de duelo
ocurre con frecuencia después de cortar una cabeza. La noción de que la ira de éstos hombres los impulsa a cortar
cabezas, es más plausible que aquellas “explicaciones” frecuentes respecto de la cacería de cabezas como la necesidad
de adquirir «cosas del alma” místicas o nombres personales.2’ Debido a que la disciplina rechaza correctamedá2l& ~‘
estereotipos del “salvaje sanguinario”, debe investigar como los cazadores de cabezas crean un deseo intenso por
decapitar a otros seres humanos. La ciencias humanas deben explorar la fuerza cultural de las emociones para delinear
las pasiones que provocan ciertas formas de conducta humana.

RESUMEN

El etnógrafo, como sujeto ubicado, comprende ciertos fenómenos humanos mejor que otros. El o ella ocupa Cm puesto
o lugar estructural y observa desde un ángulo particular, Hay que considerar, por ejemplo, que la edad, género, su
condición de extraño y la asociación con cl régimen neocolonial, influyen lo que el etnógrafo aprende. El concepto de
ubicación también se refiere a la forma en que las experiencias cotidianas permiten o inhiben ciertos tipos de dis-
cernimiento. En el caso inmediato, ninguna experiencia me preparó para imaginarme una ira en la aflicción, sino hasta
después de la muerte de Michelle Rosaldo en 1981. Sólo entonces me encontré en posición de entender la fuerza de las
declaraciones repetidas por los ilongotes respecto de la aflicción, ira y cacería de cabezas. De la misma forma, los
susodichos nativos también son sujetos ubicados que poseen una mezcla distintiva de perspicacia y ceguera. Considere
las posiciones estructurales de los viejos contra los jóvenes, o las posiciones diferentes de los dolientes principales
contra aquellos que no los son. Mi discusión de los escritos antropológicos sobre la muerte a menudo logra sus efectos,
invirtiendo. las posiciones.
La profundidad cultural no siempre es igual a la elaboración cultural. Pensemos simplemente en el orador que
piratea. El lenguaje usado puede parecer elaborado cuando apila palabra tras palabra, pero no es profundo. La
profundidad debería separarse de la presencia o ausencia de elaboración. de igual forma, las explicaciones de una línea
pueden ser vacías o medulares. El concepto de fuerza da lugar a una intensidad resistente en la conducta humana que
puede suceder con la elaboración densa asociada convencionalmente con la profundidad cultural o sin ella. Aunque sin
la elaboración del discurso, canción o ritual, la ira de los ilongotes mayores que sufrieron pérdidas devastadoras puede
tener fuertes consecuencias, los impulsa a decapitar a otros seres humanos. Así, la noción de la fuerza involucra tanto la
intensidad afectiva como consecuencias importantes que se despliegan después de mucho tiempo.
Así mismo, los rituales no siempre encierran una sabiduría cultural profunda. A veces contienen la sabiduría de
Polonio. Aunque ciertos rituales refleja y crean valores fundamentales, otros sólo acercan a la gente y proporcionan
trivialidades que les permiten continuar con sus vidas. Los rituales sirven como vehículos para procesos que ocurren
tanto antes como después del periodo de su realización. Los rituales funerarios, por ejemplo, no “contienen’ todos los
procesos complejos de la aflicción. El ritual y la aflicción no deben chocar uno contra otro porque ni se encierran ni se
explican por completo. En cambio, los rituales son a menudo puntos a lo largo de un número de trayectorias procesales
más largas; de ahí mi imagen del ritual como una encrucijada donde se interceptan los distintos procesos de la vida
La noción de ritual como una intersección transitada, anticipa el avalúo crítico del concepto de cultura desarrollado
de los siguientes capítulos. En contraste con el punto de vista clásico, que ubica a la cultura como un todo autónomo
constituido de patrones coherentes, la cultura también puede ser concebida como una formación más poderosa de
intersecciones donde los procesos se entrelazan dentro de los límites o más allá de éstos. Dichos procesos heterogéneos
derivan con frecuencia de las diferencias de edad, género, clase, raza y orientación sexual.

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Este libro argumenta que una transformación en los estudios culturales ha desgastado las concepciones, antes
dominantes, de la verdad y la objetividad. La verdad del objetivismo — absoluto, universal y eterno — ha perdido su
status de monopolio. Ahora compite en términos más parejos con las, verdades de estudios de casos que están más
incrustados en contextos locales, configurados por intereses locales y coloreados por percepciones locales. La agenda
del análisis social ahora incluye no sólo verdades eternas y generalizaciones de aspecto legal, sino también procesos
políticos, cambios sociales y diferencias humanas. Términos como objetividad, neutralidad e imparcialidad se refieren
a las ubicaciones del sujeto una vez que se le ha dotado de gran autoridad constitucional, aunque se discute que no son
ni más ni menos válidos que los de actores sociales más comprometidos pero igual de perceptivos. El análisis debe
aceptar que sus objetivos de análisis también son sujetos analizantes que interrogan de forma crítica a los etnógrafos —
sus escritos, su critica y política.

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EROSIÓN DE LA NORMA CLASICA

La antropología nos invita a ampliar nuestro sentido de posibilidades humanas mediante el estudio de otras formas de
vida. Se parece al estudio de otro idioma, ya que se requiere de tiempo y paciencia. No existen atajos. No podemos usar
simplemente la imaginación e inventar otros mundos culturales. Aun aquellos supuestos reinos de libertad pura, nuestra
fantasía y “pensamientos más internos>’ se halla Limitados por nuestra cultura local. Las imaginaciones humanas se
forman culturalmente como formas distintivas de tejer, realizar un ritual, criar a los hijos, afligirse o sanar; son
especificas para ciertas formas de vida, ya sean balineses, angloamericanos de nyakyusa o vascos.
La cultura proporciona significado a la experiencia humana, seleccionándola y organizándola. Se refiere con amplitud a
las formas por las que la gente da sentido a su vida, y no a la ópera o a los museos de arte. No radica en un dominio
reservado como en la política o en la economía. Desde las piruetas del ballet clásico hasta el más brutal de los actos, la
conducta humana se media por la cultura. La cultura’ abarca lo cotidiano y lo esotérico, lo mundano y lo exaltada, lo
ridículo y lo sublime. En cualquier nivel, la cultura penetra en todo.
La traducción de culturas necesita que comprendamos otras formas de vida en sus propios términos. No debemos
imponer nuestras categorías en la vida de otras personas porque quizá no se apliquen a éstas, al menos no hacerlo sin
una seria revisión. Aprendemos de
otras culturas viendo, Leyendo o estando ahí. Aunque a menudo parezcan extravagantes, brutales o peores a ojos de un
extraño, las prácticas informales de la vida cotidiana tienen sentido dentro de su propio contexto y términos. Los seres
humanos no pueden evadir la cultura o culturas de las comunidades donde han crecido. Un neoyorquino que al nacer se
le traslada a la isla del pacifico Tikopia. se convertirá en un tikopiano y \viceversa. Las culturas se aprenden, no se
heredan.

PATRONES culturales y fronteras culturales


Permítanme emplear algunas anécdotas ilustrativas sobre perros y niños para discutir dos conceptos contrastantes de la
labor de los estudios culturales. Para comenzar por el hogar, la mayoría de los angloamericanos consideran a los perros
como mascotas de la familia, animales a los que hay que alimentar, cuidar y tratar con cariño. La mayoría de las
familias con perros tienen uno o dos. Las relaciones entre los angloamericanos y sus perros no son muy diferentes que
las relaciones entre ellos y sus hijos. A los perros se les trata con paciencia, indulgencia y amor.
Los ilongotes del norte de Luzón, Filipinas, también tienen perros. pero se perdería mucho en la traducción si
simplemente decimos que el nombre ilongote para un perro es atu y nada más. La mayor parte de lo que supondríamos
sobre las relaciones humano-perro seria malinterpretado. Por ejemplo, los ilongotes consideran importante aclarar que, a
diferencia de algunos de sus vecinos, ellos no se Comen a los perros. El simple pensamiento les desagrada. Los perros
ilongotes se usan en la caza y son escuálidos, pero fuertes; impropio de otros animales domésticos (excepto los cerdos),
a los perros se les da comida preparada, por lo general patatas dulces y verduras. Los ilongotes consideran a los perros
como animales útiles, no como mascotas. En un accidente de caza, por ejemplo, un hombre acuchilló la cabeza de su
perro. Regresó a casa llorando de ira y frustración; estaba enojado por la dificultad de reemplazar a su perro, no porque
le tuviera cariño. Sin embargo, en otra ocasión un lechoncito enfermo hizo que su dueño llorará, lo arrullara, lo mimara
y le hablara con ternura. A este respecto, nuestra noción de mascotas se aplica mejor a las relaciones de los ilongotes
con sus lechoncitos, no con los perros. No obstante, el término bilek se aplica no sólo a las mascotas (lechoncitos, no
cachorritos), sino también a las plantas de la casa y los juguetes de los niños.
Mi contraste entre los perros angloamericanos e ilongotes se diseñé de acuerdo con el estilo antropológico clásico de
análisis, que ejemplifica con mayor influencia Ruth Benedict en Putrotts of Culture (Patrones de la culturay1 Según el
estilo clásico, cada patrón cultural es único Y autónomo, como los diseños en un caleidoscopio. Ya que el rango de
posibilidades humanas es tan grande, uno no puede predecir los patrones de un caso al otro, excepto para decir que no
son iguales. La mascota de una cultura es un medio de producción para otra; un grupo consiente a sus cachorros y otro a
sus lechoncitos. En donde un grupo ve valor sentimental, el otro encuentra utilidad.
Aunque la visión clásica de patrones culturales únicos ha demostrado su mérito, también posee limitaciones, serias.
Enfatiza los patrones compartidos a expensas de procesos de cambio e inconsistencias Internas, conflictos y
contradicciones) Si se define a la cultura, como un grupo de significados compartidos, las normas clásicas de análisis
dificultan el estudio dentro de zonas de diferencia y entre culturas) Desde la perspectiva clásica, las fronteras culturales
parecen ser excepciones sorprendentes más que áreas centrales de encuesta.
Las normas clásicas del análisis social, condicionadas por un mundo cambiante, se han erosionado desde finales de
1960, dejando al campo de la antropología en una crisis creativa de reorientación y renovación. El cambio rápido en el
pensamiento social ha sido causa de conflicto, cambio y desigualdad cada vez más urgente. Los analistas ya no buscan
la armonía y consenso a la exclusión de diferencia e inconsistencia. Para el análisis social, las fronteras culturales se han
movido de un lugar marginal a uno central. En ciertos casos dichos limites son literales. Las ciudades del mundo actual
~influyen cada vez más a las minorías definidas por la raza, grupo étnico, idioma, clase, religión y orientación sexual.
Los encuentros con la “diferencia” ahora invaden la vida cotidiana moderna en marcos urbanos.
Mi propia experiencia es que nací hablándole español a mi padre e inglés a mi madre. Consideren la pertinencia cultural
de la respuesta de mi padre, durante finales de 1950, cuando llevó a Chico,, nuestro perro, al veterinario. Nacido y

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criado en México, mi padre llegó a casa con Chico medio dolido y medio divertido. Lágrimas de risa resbalaban por sus
mejillas hasta que por fin pudo murmurar algo así como: “Y ahora con qué saldrán estos estadounidenses” Explicó que
cuando entró al consultorio veterinario, una enfermera de blanco lo recibió a la puerta, lo sentó, sacó una forma y
preguntó:
“cuál es el nombre del paciente?” Desde el punto de vista de mi padre, ningún mexicano pondría tan cercanos a una
persona y un perro. Para él era inconcebible que una clínica para perros, pudiera parecerse a otra para humanos, con sus
enfermeras de blanco y formas para el “paciente”. Su encuentro con culturas y clases sociales le provocó un caso agudo
de histeria fronteriza. No obstante, un concepto clásico de cultura selecciona lo “mexicano” o lo “angloamericano”, y
otorga espacio a los disturbios mundanos que tan a menudo brotan durante el cruce de fronteras.
Las fronteras emergen no sólo en los límites de las unidades culturales reconocidas internacionalmente, sino también en
intersecciones menos formales como las de género, edad, estatus y experiencias únicas. Después de la muerte de
Michelle Rosaldo, por ejemplo, descubrí de pronto “la comunidad invisible del afligido’, tan opuesta a la de los que no
han sufrido pérdidas mayores. De igual forma, mi hijo Manny se topé con un límite interno no marcado cuando dejó un
grupo de juego en donde las actividades no eran muy rígidas, y entró a una guardería poco después de su tercer
cumpleaños. El cruce de esta barrera resultó tan traumático que día tras días llegaba a casa llorando. No:; confundía su
angustia hasta la noche en que nos contó la historia de su día como una sucesión de “horas”: hora de grupo, hora del
bocadillo, hora de la siesta, hora de jugar y hora del almuerzo. En otras palabras sufría las consecuencias de cruzar la
línea entre días de juego, a un mundo de disciplina desconocido. En otra ocasión, cuando ingresó al jardín de niños, se
le ordenó que evitara a los extraños, sobre todo a aquellos que ofrecían dulces, aventones o aun amistad. Poco después,
en un cine, estudió al público alrededor de él y dijo: “Qué buena suerte. Aquí no hay extraños”. Para él, los extraños
eran como el diablo o rateros con antifaces en vez de la gente a quien no conocía. El concepto cultural “extraño»
experimenta ciertos cambios cuando cruza el límite invisible que separa a los maestros de los estudiantes de jardín de
niños.
Todos cruzamos dichas fronteras en nuestra vida diaria. Hasta la unidad de ese llamado condominio nuclear, la familia,
es cortado por las diferencias de género, generación y edad. Piense en Los mundos desiguales que uno cruza a diario,
una ronda que incluye al ha-pr, comer fuera, trabajar horas, aventuras en la tierra del consumidor y un número de
relaciones, desde la intimidad hasta el compañerismo, amistad y enemistad. Los encuentros con diferencias culturales y
relacionadas nos pertenecen a todos en nuestras experiencias más mundanas, no a un dominio especializado de encuesta
que se alberga en cl departamento de antropología. Aun así, las normas clásicas de la antropología se han aplicado más a
la unidad de conjuntos culturales que a sus innumerables encrucijadas y fronteras.
A continuación narraré un cuento mítica sobre el nacimiento del concepto antropológico de cultura y su inclusión en la
etnografía clásica. La caricatura explica mejor mi punto de vista porque caracteriza en trazos marcados una perspectiva
que no preserva, sino que transforma la realidad que retrata. Esta ‘historia instantánea’ describe percepciones actuales
de normas disciplinarias que guiaron el entrenamiento de graduados hasta finales de 1960 (y quc en ciertos sectores aun
se emplea) más que las complejidades modernas de la investigación pasada.’ Estas percepciones constituyen el punto de
partida contra el que los esfuerzos experimentales actuales intentan describir a la etnografía como una forma de análisis
social. Sin más discusión, escuchen la historia del Etnógrafo Solitario.

EL SURGIMIENTO DE LAS NORMAS CI.ASICAS


Una vez, el Etnógrafo Solitario se marchó al ocaso en busca de “su nativo’. Después de pasar una serie de pruebas
encontró al objeto de su búsqueda en una tierra distante. Ahí, sufrió su rito de paso, resistiendo cl sumo juicio de “la
investigación de campo”. Después de recopilar “los datos”, el Etnógrafo Solitario regresó a casa y escribió una historia
“verdadera” de “la cultura”. Ya fuera que odiara, tolerara, respetara, favoreciera o sc enamorara de “su nativo”, el
Etnógrafo Solitario era, sin más ni más, cómplice de la dominación imperialista de su época. La máscara de inocencia
del Etnógrafo Solitario (o “imparcialidad indiferente”, como él la llamó) apenas si escondía su papel ideológico de
perpetuar el control colonial de los pueblos y lugares ‘distantes”. Sus manuscritos representaban a los objetivos hu-
manos de la empresa global de la misión civilizadora como si fueran recipientes ideales de la carga del hombre blanco.
El Etnógrafo Solitario describió a los colonizados como miembros de una cultura armoniosa, homogénea internamente e
inalterable. Ante tal descripción, esta cultura parecía ”necesitar” al progreso, o una elevación económica y moral.
Además, la “cultura tradicional eterna” fungía como una auto felicitación contra la cual la civilización occidental podía
medir su propia evolución histórica progresi2 va. El viaje civilizador se concebía más como un alza en vez de una caída,
un proceso de elevación más que de degradación (un arduo’ viaje hacia arriba que culmina en “nosotros”).
En cl pasado mítica, una estricta división de labor separaba al Etnógrafo Solitario de su compinche “nativo”. Por
definición, el Etn6-grato Solitario era culto y “su nativo” no. Según las normas del trabajo de campo, “su nativo”
hablaba y el Etnógrafo Solitario registraba Las “expresiones en sus “notas de campo”.5 Según las normas imperialistas,
“su nativo” proporcionaba el material bruto (“los datos”) para procesarlo en la metrópolis. Después de regresar al centro
metropolitano donde se instruyó, el Etnógrafo Solitario escribió su trabajo definitivo.
El manojo sagrado que el Etnógrafo Solitario entregó a sus sucesores, incluye una complicidad con el imperialismo, un
compromiso con el objetivismo y una creencia en el monumentalismo. El contexto del imperialismo y ia regla colonial
dan forma tanto al monumentalismo de los relatos eternos de culturas homogéneas, como al objetivismo de una división
estricta de labor entre cl etnógrafo “indiferente” y “su nativo”. Las legadas prácticas clave pueden elasificarse bajo la

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rúbrica general de trabajo de campo, que a menudo se considera como una iniciación a los misterios del conocimiento
antropológico. La etnografía, el producto de la labor del Etnógrafo Solitario, resulta ser un medio transparente. Retrata
una “cultura” bastante petrificada como para ser objeto de un conocimiento “científico”. Este género de descripción
social se convirtió a si mismo y a la cultura así descrita, en un artificio que bien valdría la pena exhibir en cl mejor
museo.
Por lo tanto, el mito del Etnógrafo Solitario representa el nacimiento de la etnografía, un género de descripción social.
Dichos relatos, tomados de los modelos de la historia natural, por lo general suben del medio ambiente y la subsistencia,
la familia y parentesco, hasta la religión y la vida espiritual. Las etnografías, creadas por los especialistas y para ellos
mismos, aspiraban a la representación de otras culturas como un todo; describían otras formas de vida como totalidades.
Las etnografías eran depósitos de información supuestamente incontrovertible que era minada por los presuntos teóricos
comprometidos con el estudio comparativo. En apariencia, este género semejaba un espejo que reflejaba a otras culturas
como “en verdad” eran.
Por más que la rutina imite al carisma, y la codificación avance a los talones de la perspicacia, la época heróica del
Etnógrafo Solitario abrió paso al periodo clásico (digamos 1921-1971, no del todo inexacto, aunque con precisión
simulada). Durante ese periodo, la perspectiva objetivista dominante de la disciplina sostenía que la vida social era
rígida y represiva. En su etnografía reciente, por ejemplo, la antropóloga Sally FaJk Moore enfatiza la claridad y
certidumbre absoluta del programa de investigación objetivista “Una generación atrás, la sociedad era un sistema, la
cultura tenía un patrón. [a postulación de un todo coherente que podía descubrirse poquito a poco ayudaban a ampliar la
importancia de cada particularidad observada”.’ Los fenómenos que no podían considerarse como sistemas o patrones
parecían no poder analizarse; constituían excepciones, ambigüedades e irregularidades tituladas. No contenían ningún
interés teórico porque no podían incluirse en la agenda de investigación en curso. Si se asumían las respuestas a las
preguntas que debían hacer-
se, la disciplina afirmaba con seguridad que las llamadas sociedades tradicionales no cambian.’
Los etnógrafos clásicos, sobre todo en Gran Bretaña, a menudo proclamaban al sociólogo francés Emilc Durkhcim
como su “padre fundador”. En esta tradición, la cultura y sociedad determinaban la personalidad y la conciencia
individual; disfrutaban del estatus objetivo de los sistemas. Al igual que una gramática, se apoyaban sobre sí,
independientes de los individuos que seguían sus reglas. Después de todo, nosotros como individuos no inventamos las
herramientas que usamos, ni las instituciones en las que trabajamos Así como los idiomas que hablamos, la cultura y
estructura social existió antes, durante y después de cualquier periodo de vida de un individuo. Aunque las perspectivas
de Durkheim poseen un mérito innegable, no prestan atención a procesos de conflicto y cambio.
Junto con el objetivismo, el periodo clásico codificó una noción de monumentalisrno. De -hecho, hasta hace muy poco,
yo aceptaba sin condiciones el dogma monumcntalista referente a que la disciplina descansa en una base sólida de
“etnografías clásicas”. Por ejemplo, recuerdo que en una noche brumosa algunos años atrás, conducía junto con un
físico a lo largo del estrecho montañoso de la Ruta 17 entre Santa Cruz y San José. Los dos nos sentíamos ansiosos por
cl tiempo, y un tanto aburridos; así que comenzamos a discutir sobre nuestras respectivas áreas. Mi compañero
comenzó, preguntándome, como sólo lo haría un físico, qué habían descubierto los antropólogos.
• ¿Descubierto? — pregunté, fingiendo estar sorprendido. Ganaba tiempo; quizá algo se mc ocurriría.
• Sí, tú sabes, algo así como las propiedades o las leyes de otras culturas.
• ¿Te refieres a algo como E = mc2?
• Sí — respondió.
De pronto me llegó la inspiración y me escuché decir:
• Existe algo que sabemos con seguridad. Reconocemos una buena descripción cuando la vemos. No hemos
descubierto leyes de la cultura, pero creemos que hay etnografías clásicas que realmente relatan descripciones
de otras culturas. -
Los trabajos clásicos sirvieron por mucho tiempo como modelos para los etnógrafos aspirantes. Se hicieron mapas de
investigaciones pasadas y programas para estudios posteriores; los clásicos sc consideraban como descripciones
culturales ejemplares. Parecían lo único que sabíamos con certeza, especialmente cundo nos presionaba un físico
inquisitivo. Los antropólogos dominante continuan divulgando el credo monumentalista de que las teorías suben y bajan
sin embargo, las buenas descripciones etnográficas representan elogios duraderos. T. O. Bcidelman, por ejemplo,
presenta su reciente etnografía de esa forma: “Las teorías pueden cambiar, pero la etnografía permanece en el corazón
de la antropología. Es la prueba y -~ medida de toda teoría”. 8 De hecho, las etnografías clásicas han resultado ser
duraderas en comparación con la vida relativamente corta de escuelas del pensamiento como el evolucionismo,
difusionismo, cultura y personalidad, funcionalismo, etnociencia y estructuralismo.
Para introducir la discusión en las páginas subsecuentes diré que el monumcntalismo combina proyecto analítico
vagamente compartido y cambiante con una lista canónica de etnografías clásicas. Aun si uno concediera que el núcleo
de la disciplina reside en sus “clásicos”, eso no significa que estos trabajos valiosos se queden siempre “iguales”. Los
practicantes los reinterpretan a la luz de proyectos teóricos cambiantes y los vuelven a analizar con reciente evidencia
disponible. Desde el punto de vista de su recibimiento, los artificios culturales a que llamamos etnografías, cambian
constantemente a pesar del hecho de que se hallan fijas, como textos verbales que son.
El tema esencial de este libro recae en la exploración de los problemas teóricos que surgen y terminan en estudios
etnográficos concretos. El siguiente punto argumenta que los experimentos actuales con textos etnográficos reflexionan

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y contribuyen con un programa interdisciplinario en curso, que ha transformado el pensamiento social. Esta
reconstrucción del análisis social deriva de los movimientos políticos y sociales que se originaron durante el periodo a
finales de 1960, época poscolonial aunque muy imperialista aún. En este contexto, ciertos pensadores sociales
cambiaron la dirección de la agenda de teoría, de variables discretas y generalizaciones parecidas a la ley, a una
interacción de diferentes factores que se van desarrollando dentro de casos específicos.

LA POLITICA DE RECONSTRUCCIÓN DEL ANÁLISIS socia

Si el periodo clásico se trenzó con fuerza con cl legado del Etnógrafo Solitario — la complicidad con cl imperialismo, la
doctrina del objetivismo y el credo del monumentalismo— la turbulencia política de finales de 1960 y principios de
1970 abrió paso a un proceso de desenredo y readaptación que continúa hasta la fecha. Al igual que las reorientaciones
en otras áreas y- otros países, cl ímpetu inicial del cambio conceptual en la antropología fue la poderosa coyuntura his-
tórica de la descolonización y la intensificación del imperialismo americano. Este desarrollo dio lugar a una serie de
movimientos en
la lucha por los derechos civiles hasta la movilización contra la guerra de Vietnam. Asambleas especiales,
manifestaciones de protesta y huelgas establecieron el tono político durante este periodo, en las universidades
estadounidenses y sus terrenos.
Durante este periodo, las reuniones anuales de negocios de la Asociación Antropológica Americana se convirtieron en
un campo de batalla verbal donde se debatían con agresividad las resoluciones sobre los problemas principales de la
época. La investigación antropológica en Chile y Tailandia fue atacada dentro de la disciplina por sus empleos
potenciales en los esfuerzos contrainsurgentes. En otra parte, los así llamados nativos comenzaron a acusar a los
antropólogos de realizar investigaciones que no ayudaban a los esfuerzos locales por resistir la opresión, y por los
manuscritos que perpetuaban los estereotipos.
La Nueva Izquierda en Estados Unidos ayudó a crear un espectro de movimientos políticos que servia como respuesta a
grupos de fondo imperialista que organizaban formas de opresión basadas en género, preferencia sexual y raza. Las
mujeres, por ejemplo, comenzaron a organizarse porque la Nueva Izquierda las colocaba sólo en puestos secretariales y
no superiores, entre otras razones. Las feministas que surgieron de inmediato se percataron de que el sexismo penetraba
en toda la sociedad y no sólo a la Nueva Izquierda en sus primeras fases. El racismo y la homofobia dieron lugar a
realizaciones similares en otros sectores de la sociedad. El llamado par; un análisis social que proporcionara un papel
central a las aspiraciones y demandas de los pupos, consideradas usualmente como marginales por la ideología nacional
dominante, provino de la contra-cultura, medio-ambientalismo, feminismo, movimientos homosexuales, el movimiento
Nativo Americano y las luchas de negros, chicanos y puertorriqueños.’
Mi visión personal sobre las posibilidades y debilidades de la antropología tonió forma con la participación en el
campus del movimiento chicano. Cuando me comprometí en esta lucha, comprendí la necesidad de escuchar con
atención las percepciones y aspiraciones de grupos subordinados. Mi interés resultante incluye cambio histórico,
diferencia cultural y disparidad social. La historia etnogrífica, la traducción de culturas y la crítica social ahora resultan
estar entrela -zadas como campos de estudio atiborrados de imperativos éticos. -.
La transformación de la antropología demostró que la nocióñ recibida de cultura como inalterable y homogénea no era
sólo un error, sino ademAs irrelevante (usemos la palabra clave -de la época).’0 Surgieron los marxistas y otro grupos de
debate. Las cuestiones sobre conciencia política e ideológica saltaron a primer plano.
La forma en que la gente hacía sus propias historias y la interacción entre dominación y resistencia parecían más
apremiantes que las discusiones de libros de texto sobre el mantenimiento del sistema y la teoría del equilibrio. La
aplicación de antropología comprometida era más sensata que tratar de conservar la ficción del analista como
observador indiferente e imparcial, lo que alguna vez pareció ser sólo cuestiones arcaicas de emancipación humana,
ahora tenían una nota urgente.
La rcorientación de la antropología fue parte de una serie de movimientos sociales y reformulaciones intelectuales
mucho más amplios. En lije Restntcturing of Social and Política! Theory (la Reestructuración de la Teoría Política y
Social), por ejemplo, Richard Bernste,n atribuye el cambio de dirección del pensamiento social estadunidense posterior
a 1960 a la renovación de las corrientes intelectuales que una vez fueron rechazadas. Entre estas corrientes críticas
incluye a la filosofía lingüística, la historia y filosofía de la ciencia, fenomenología, hermenéutica y marxismo.”
Bernstein adjudica estos cambios en el proyecto del análisis social, a las perspectivas criticas que desarrollaron los
académicos más jóvenes que, como antiguos líderes estudiantiles, descubrieron que su crítica de la sociedad también los
llevaba a incrementar las críticas enérgicas de sus disciplinas. Aunque poscían la educación sobre los métodos de in-
vestigación formal más avanzados de la ¿poca, la nueva generación de estudiantes elabosaba sus criticas desde adentro,
lo cual resultó ser tan efectivo que angustiaron a los profesionales ya establecidos, que de lo contrario podían tener a
raya fácilmente los asaltos que provenían de más allá de los límites disciplinarios, liamándolos mal informados,
prejuieiados.
Dentro de la antropología, Clifford Geerts habló con elocuencia sobre la “refiguraeión del pensamiento social” desde
finales de 1960. Los científicos sociales, dice, vuelven cada vez más su atención de las leyes generales explicativas a
casos e interpretaciones. Para lograr sus nuevos objetivos, han borrado las fronteras entre las ciencias sociales y las
humanidades. Sus formas de descripción social iiicluso usan palabras clave que provienen de las humanidades, como

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texto, relato y drama social. Después de caracterizard fermento actual en las ciencias humanas, Geertz discute que las
conjeturas objetivistas sobre la teoría, el lenguaje y la indiferencia ya no prevalecen debido al giro en la agenda del
análisis social:
Sc presenta un reto en algunas de las conjeturas centrales de la tendencia principal de la ciencia social. La separación
estricta de teoría y datos, la idea del “hecho en bruto”; cl esfuerzo por crear un vocabu
ario formal de análisis purgó la idea de lenguaje ideal” de toda referencia subjetiva. Y el Llamamiento a la
neutralidad moral y la perspectiva del Olimpo (la idea de “la verdad de Dios’) no pueden prosperar cuando la
explicación sc considera como una acción cnLazante con su scntido en vez de la conducta a sus determinantes. La
rcfisuración de la teoría social representa, o lo hará si es que continúa, una transformación en nuestra noción no
tanto de lo que es el conocimiento, sino de Lo que queremos saber,’
Según Gcertz, las ciencias sociales han sufrido cambios profundos en sus conceptos de (a) el objetivo del análisis, (b) el
lenguaje de análisis, y (c) la posición del analista. El ideal, antes dominante, de un observador indiferente que usará
lenguaje neutral para explicar los datos “en bruto” fue desplazado por un proyecto alterñativo que intcnta comprender la
conducta humana en tanto se desarrolla con el tiempo y en relación a sus significados para los actores.
La labor futura resulta intimidante. Tanto los métodos como el tema de los estudios culturales experimentaron cambios
importantes en tanto su proyecto analítico tomó un nuevo giro. La cultura, política e historia se entrelazaron y llevaron a
primer plano, lo cual no sucedió en el periodo clásico. Este nuevo giro transformó la labor de la teoría que ahora debc
prestar atención a problemas conceptuales que surgieron en el estudio de casos particulares, en vez de restringirse a la
búsqueda de generalizaciones.
La “rcfiguración del pensamiento social” ha coincidido con una crítica de las normas clásicas y un periodo de
experimentación en los manuscritos etnográficos. Si hablamos con vivacidad de un “momento experimental”, un
número de antropólogos se han hecho tímidamente juguetones respecto de la forma literaria.’3 Sus manuscritos celebran
las posibilidades creativas liberadas por el aflojamiento de los códigos estrictos, que dominaban la producción de
etnografías, durante el periodo clásico. Aun así, más que un caso de experimentación para el bien de la experimentación
o una cuestión de encontrarse atrapado entre los paradigmas de investigación, el “momento experimental’ actual en los
escritos etnográficos ha sido impulsado -por cuestiones éticas y analíticas permanentes, no transitorias.’ 4 Los cambios en
las relaciones globales de dominación condicionaron tanto el pensamiento social, como la etnografía experimental. -
La descolonización y la intensificación del imperialismo han conducido al análisis social desde finales de 1960 a
cambiar su programa de investigación; esta transformación a su vez provocó una crisis en los manuscritos etnográficos.
Las dificultades de tratar de emplear formas etnográficas para nuevos programas de investigación originaron problemas
conceptuales que a su vez requerían de una extensión
en ¡os modos de composición de ¡a etnografía. El “momento experimental” en los textos etnográficos y la
reconstrucción del análisis social van unidos. El análisis social buscó nuevas formas de escribir porque habían cambiado
sus temas centrales y lo que se decía sobre ellos.

RECONSTRUCCIÓN DE LA ETNOGRAFÍA COMO UNA FORMA

DE ANÁLISIS SOCIAL
Discutiblemente, la etnografía ha sido la contribución cultural más importante de la antropología. La descripción social
fuera del campo de la antropología ocasionó y volvió a moldear la técnica etnográtiea en sus formas de representación
documental. James Clifford, por ejemplo, discute persuasivamente que la etnografía se ha convertido en el centro de “un
fenómeno interdisciplinario emergente» de estudios culturales críticos y descriptivos, que incluye áreas de la etnografía
histórica hasta la crítica cultural, y del estudio de la vida diaria, a la semiótica de lo fantástico.’ 3 Según mi punto de
vista, incluso la lista de estudios culturales de Clifford debería ampliarse más allá de lo académico a áreas ilustradas por
la sensibilidad etna-gráfica, como documentales y ensayos fotográficos, el nuevo periódico, docu-dramas de televisión y
ciertas novelas históricas. Como una forma de entendimiento cultural mixto, la etnografía ahora juega un papel
importante para un conjunto de académicos, artistas y gente de los medios de comunicación.
Ya sea que se hable sobre ir de compras al supermercado, la secuela de una guerra mundial, la exclusiva moda isabelina,
las eomunidadcs académicas de físicos, un recorrido por Las Vegas, lasprácticas matrimoniales de Argelia o el ritual
entre los ndembu de Africa Central, el trabajo en los estudios culturales considera que los mundos humanos se
construyeron a través de los procesos históricos y políticos, y no como eventos brutos infinitos de la naturaleza. Es ma-
ravillosamente fácil confundir “nuestra cultura local” con “naturaleza humana universal”. Si la ideología a menudo hace
que los hechos culturales parezcan naturales, el análisis social invierte el proceso. Desarma lo ideológico para revelar lo
cultural, una mezcla peculiar de arbitrariedad objetiva (las cosas que los humanos de otra forma podrían ser, y son en
otras panes) y el dar por hecho subjetivo (sólo se trata de sentido común... ¿cómo podrían ser las cosas de otra forma?>.
Al presentar a la cultura como un sujeto de análisis y crítica, la perspectiva etnográfica origina una interacción entre
convenir lo familiar en extraño y lo extraño en familiar. Las culturas nacionales parecen tan normales a sus miembros
que su sentido común se basa,
en aparicncia~ en la naturaleza humana universal. Las descripciones por los miembros, de los miembros y para los
miembros de una cultura en particular requieren de un énfasis relativo en la dcsfamiliarización, de modo que parecerán

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—y de hecho así son — hechas por cl humano Y no dadas en la naturaleza. Sin embargo, las culturas ajenas pueden
parecer tan exóticas a los extranjeros que la vida cotidiana Ilota aparentemente en una rara mentalidad primitiva. Las
descripciones sociales sobre culturas ajenas al escritor y al lector necesitan de un énfasis relativo en la familiarizaeión.
de forma que parezcan
• y de hecho así son— marcadamente diferentes, aunque se reconocen como humanas en sus semejanzas.
Paradójicamente, el éxito de la etnografía como perspectiva informativa para un amplio rango de estudios culturales
coincide con una crisis en su disciplina nacional. Los lectores de etnografías clásicas sufren cada vez más del “síndrome
del traje del emperador”. Los trabajos que antes parecían bien vestidos, hasta regios, ahora pare-ccii desnudos y hasta
risibles. Las palabras que antes se tomaban como la “verdad real”, ahora son burlescas o una más, entre varias
perspectivas. El cambio en el pensamiento social, su objetivo, lenguaje y la posición moral de su análisis ha sido
bastante profundo para hacer que el tedio de las formas de escritos etnográficos, antes reverenciadas, sean
asombrosamente aparentes.
La teórica literaria Mary Louis Pratt observó: “Existen razones poderosas por las que los etnógrafos de campo se
lamentan a menudo porque sus etnografías omiten o empobrecen sin remedio algo del conocimiento más importante
logrado, incluyendo el autoconocimiento. Para profanos, como yo, la evidencia principal de un problema es e1 simple
hecho de que los escritos etnográficos tienden a ser muy aburridca. Uno sc pregunta siempre cómo es posible que gente
tan interesante, que hace cosas tan interesantes, pueda escribir libros tan lerdos. ¿Qué les pasó?”” Aunque nunca hacen
que la sangre se agolpe, las etnografías escritas para un público profesional cautivado parecían tan autoritarias que
pocos se atrevían a proclamar que fueran aburridas. Tampoco se les ocurrió a los lectores preguntarse sobre el tipo de
conocimiento que se reprime por las normas.de composiçión relativamente cerradas.
La crítica del exterior coincide con la del interior. Un etnógrafo inminente, el finado Víctor Turner, sc expresó con
fuerza sobre una forma etnográfica que recibió: “Cada vez se reconoce más que la monografía antropológica es en si un
género literario, más bien ¡‘Igl-do, que surgió de la noción de que los informes de las ciencias humanas deben ser
diseñados bajo los de las ciencias naturales.”’7 Para Turner, las etnografías clásicas demostraron ser vehículos pobres
para aprender cómo la razón, ci sentimiento y la voluntad se conjugan en la vida diaria de la gente. Con humor más
político, Turner Continúa diciendo que las étnografías al estilo antiguo dividen sujeto de objeto, y presentan otras vidas
como espectáculos visuales para el consumo metropolitano. “El dualismo cartesiano”, explica, “insiste en separar cl
sujeto del objeto, a nosotros de él. Ciertamente ha interprctado a los mirones del hombre occidental, exagerando la pers-
pectiva mediante instrumentación maero y micro, como los mejores para aprender las estructuras del mundo con miras a
su explotación.”18 Así, Turner conecta “la mira” de la etnografía con el “Yo” del imperialismo.
De igual forma, el sicólogo Jerome Bruner argumenta que las descripciones sociales de algunas etnografías respetadas
parecen persuasivas en un principio, pero después examinándolas mejor, se derrumban en la improbabilidad. Medita al
respecto: “Quizá han existido sociedades, por lo menos durante ciertos periodos de tiempo, que fueron “clásicamente”
tradicionales y en las cuales uno “deriva” sus acciones de un grupo de reglas más o menos fijas”.’9 Recuerda cómo su
placer al leer sobre la familia clásica lo llevó a observar un ballet formal en donde las reglas y papeles se siguen en
detallo. Sin embargo, después se enteré de que los jefes militares chinos usaban la fuerza bruta para ganarse la lealtad de
la gente y alterar sus vidas, en tanto la norma legítima pasaba con rapidez de un partido al otro. Explica: “De pronto
concluí que las narraciones de ‘equilibrio’ de las culturas son útiles más que nada para guiar las escritura de las
etnografías al estilo antiguo o como instrumentos políticos para que los que están en el poder subyuguen
sicológicamente a los que deben regirse.”~ Aunque las representaciones de las sociedades tradicionales en las que la
gente se sometía a reglas estrictas poseen cierta formalidad encantadora, otras narraciones de esas sociedades llevaron a
Brunet a tomar una severa conclusión parecida a la mía. Considera al una vez retrato etnográfico, infinito de una so-
ciedad tradicional, como una ficción empleada para auxiliar en la composición y para legitimizar la subyugación de los
pueblos.
Las normas clásicas de la composición etnográfica juegan un papci importante para reforzar el desprendimiento de las
hipótesis practicables a profecías más satisfactorias sobre mundos sociales estables, donde la gente se ve atrapada en
una teiaraña de repetición eterna. La teoría antropológica de la ¿poca estaba dominada por los conceptos de estructura,
códigos y normas; que por consecuencia originé prácticas descriptivas muy implícitas que ordenaban una composición
en tiempo presente. De hecho, los antropólogos usaban con orgullo la frase “el presente etriográfico” para designar un
modo
distanciado de escribir que normaba la vida, describiendo las actividades sociales como si los miembros del grupo las
repitieran de la misma forma.
Las sociedades que se ajustan a esa descripción se acercan demasiado a la noción de “orientalismo” de Edward Said’
Éste subraya los enlaces entre el poder y el conocimiento, entre el imperialismo y el orientalismo, mostrando cómo las
formas de descripción social en apariencia neutrales o inocentes, tanto reforzaron como crearon ideologías que
justificaban el proyecto imperialista. Según el punto de vista de Said, el orientalista registra observaciones sobre una
transacción en la esquina del mercado o la puericultura bajo un techo de paja, o un rito de aceptación para generalizar a
una entidad cultural más grande, cl oriente, que por definición es homogéneo en espacio e imperturbable a través del
tiempo. Bajo estas descripciones, el oriente sería tanto un hito con el que se mide el “progreso” europeo occidental,
como un terreno inerte en el cual se imponen los ésquemas imperialistas de “desarrollo”.
La noción clásica de que la estabilidad, el sentido del ordeny çl equilibrio caracterizaban a las supuestas sociedades
tradicionales que sc derivaban en parte de la ilusión de eternidad, creada por la retórica de la etnografía. El siguiente

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pasaje de fá etnografía clásica de E. E. Evans-Pritchard sobre el nuer, un grupo pastoral del Sudán, ilustra las tendencias
antes descritas: “Los cambios lunares y de temporada se repiten en si año tras año, de modo que un nuer en cualquier
punto del tiempo posee un conocimiento conceptual de lo que se encuentra frente a él y puede predecir y organizar su
vida de acuerdo a eso, De igual forma, el futuro estructural de un hombre está determinado y ordenado en diferentes
periodos, de modo que los cambios totales en el estatus que un chico experimentara en el paso ordenado por el sistema
socia] pueden preverse, si es que el chico vive lo suficicnte.”~ El ctnógráfo habla de manera indistinta sobre el nuer o
sobre un nuer porque, con la diferencia de edad descartada (el asunto del género casi ni se menciona en el trabajo
androcéntrkg de EvaÉs-Pritehárd), la cultura se concibe como uniformé y ‘estáti~ No obstanté,en el mómento en que el
etnógrafo realizaba su iñve~tt~
gacióØ, el nuer sufrfa’ los cambios obligados por el régimen cólodiálJ en ¡~ supuesta pacificación.

EL MUSEO Y LA VENTA DE GARAJE

Consideremos al museo de arte como una imagen de la ¡ etnografía clásica y las culturas quc describe. Las culturas
posan como imagenes sagradas; poseen integridad y coherencia quc lcs permiten cstudiarse, como dicen, bajo sus
propios términos, desde adentro, desde cl punto de vista “nativo”. Al igual que el arte magno de los muscos, cada
cultura se yergue sola como un objeto estético, digno de contemplación. Una vez canonizadas, todas las culturas son
igual de magníficas. Las cuestiones sobre el mérito relativo sólo se ventilarán con lo imponderable, incomparable o
inconmensurable. Así como la crítica literaria profesional no argumcnta si Shakespeare es mejor que Dante, el etnógrafo
no debate los méritos relativos del kwakiutl de la costa noroeste contra los isleños trobriand del Pacífico. Las dos
culturas existen y las dos pueden alentar a un análisis cultural extenso.
No obstante, el monumcntalismo etnográfico no debería confundirse con el del humanismo de cultura elevada. A pesar
de sus problemas, cl impulso etnográfico por considerar a las culturas como tantas obras de arte grandiosas, posee un
lado prdfundamentc democrático e igualitario. Todas las culturas son particulares y equilibradas. Si una cultura trata con
despotismo a otra no es por su superioridad cultural. En contraste, los monumcntalistas de cultura elevada imaginan una
herencia sagrada que va de Homero, pasa por Shakespeare y llega al presente. No hallan nada de valor comparable ya
sea en la llamada cultura popular o fuera de “occidente”. Los antropólogos de cualquier corriente política parecen
subversivos (es cierto que durante los 80 recibieron poco apoyo institucional) sólo porque su trabajo valora otras
tradiciones culturales.
En su discusión expresiva sobre e1 fermento actual en la antropología, Louis A. Saas cita a un eminente antropólogo que
sc preocupaba porque la experimentación recicntc con la forma etnográfica pudiera trastrocar la autoridad de la
disciplina y provocar su fragmentación y más adelante su desaparición: “En una conferencia en 1980 sobre la crisis de
la antropología, Cora Du Bois, profesora retirada de Harvard, habló de la distancia que percibía entre la complejidad y
desorden de lo que una vez consideré como una disciplina justificable y desafiante... Fue como pasar de un distinguido
museo de arte a una venta de garaje.” Las imágenes del museo, para el periodo clásico, y de la venta de garaje, para el
presente, me sorprenden por ser tan aptas, pero yo las evalúo de manera diferente a BuBois. Ella siente nostalgia por el
distinguido musco de arte con todo en su lugar, y yo lo veo como una reliquia del pasado colonial. Ella detesta el caos
de la venta de garaje y yo considero que éste proporciona una imagen precisa de la situación poscolonial, donde los
artefactos culturales fluyen entre lugares remotos y nada es sagrado. permanente ni herméticamente cerrado.
La imagen de la antropología como venta de garaje representa nuestra situación global actual? Las posturas analíticas
que se desarrollaron durante la era colonial ya no pueden sustentarse. La nuestra es, en definitiva, una época
poscolonial. A pesar de la intensificación del imperialismo estadounidense, el Tercer Mundo ha implosionado en la
metrópolis. Hasta la política de contención nacional y conservadora, diseñada para protegernos a “nosotros” de “ellos”,
traiciona la imposibilidad de mantener selladas nuestras culturas. Consideremos una serie de esfuerzos: la policía, la
lucha contra traficantes de cocaína, guardias fronterizos que detienen a trabajadores indocumentados, tarifas para tratar
de alejar las importaciones japonesas y escudos celestiales que prometen parar a ¡los misiles soviéticos!. Esos esfuerzos
por vigilar y obstruir revelan más que nada lo porosas que se han vuelto “nuestras” fronteras.
La ficción dirigente de compartimientos culturales del Etnógrafo Solitario se ha derrumbado. Los llamados nativos no
“habitan” un mundo separado del que “habitan” los etnógrafos. En estos días poca gente permanece en su lugar. Cuando
la gente juega .a “los etnógrafos y los nativos” es más difícil predecir quién se pondrá el taparrabos y quién tomará el
lápiz y el papel. Cada vez más personas hacen las dos cosas y más llamados nativos se encuentran entre los lectores de
etnografías, a veces apreciativos y a veces verbalmente críticos. Con más frecuencia nos encontramos con que los
nativos tewas americanos, los cingaleses de Asia del Sur y los chicanos se hallan entre los que leen y escriben
etnografías.
Si la etnografía una vez creyó imaginar que podría describir culturas discretas, ahora se enfrenta a fronteras que se
entrecruzan en un campo antes fluido y saturado de poder. En un mundo donde las “fronteras abiertas” parecen más
importantes que las “comunidades cerradas” uno se pregunta cómo definir un proyecto para estudios culturales. Ni
“seguir con el trabajo” y pretender que nada ha pasado, ni “gimotear sobre el significado” y dar más discursos sobre la
imposibilidad de la antropología darán por resultado la necesitada reconstrucción del análisis social. En cualquier caso,
esa es la posición desde donde desarrollo una crítica de las normas clásicas para hacer etnografía.

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ESPUÉS DEL OBJETIVISMO

Después de enamorarme locamente, hice una visita ceremoniosa en el verano de 1983 a la “cabaña familiar” en la costa
del Lago Huron al oeste de Ontario. Como uno podría esperarse (a menos que se encuentre, como yo, en lo más reñido
de la situación) mis futuros suegros me trataron, a su futuro yerno, con reserva y sospecha. Rara vez osas ocasiones son
fáciles y ésta no fue la excepción. Al igual que otros ritos de aceptación, mi cortejo era una mezcla de forma
convencional y experiencia personal única.
Mi posición peculiar, rodeado literalmente de parientes políticos potenciales, alimentó un proyecto que se desarrolló
en un periodo de unas dos semanas en fantasías apenas conscientes. El desayuno diario de la familia comenzó a
convertirse en mi mente en un ritual descrito en el lejano modo regulador de una etnografía clásica. En la mañana del
día de mi partida, mientras tomábamos el desayuno, expuse mis sentimientos de tierna malicia diciéndole a mis
potenciales parientes políticos la “verdadera” etnografía de su desayuno familiar. “Cada mañana el patriarca reinante,
como si acabara de regresar de cacería, grita desde la cocina: ‘.Quién quiero huevos escalfados? Las mujeres y los niños
se turnan para responder sí o no.
“Mientras tanto, las mujeres hablan entre sí y escogen a la tostadora de pan. Cuando los huevos están casi listos, el
patriarca reinante grita a la tostadora de pan: ‘Los huevos ya están casi listos. ¿Hay bastante pan tostado?’
‘“Sí’, es la respuesta. ‘Las dos últimas piezas están a punto de saltar’. Entonces el patriarca reinante aparece,
llevando con orgullo un plato de huevos escalfados.
“Durante el desayuno, las mujeres y niños, incluyendo a la tostadora de pan elegida, realizan un canto obligatorio de
alabanza y dicen: ‘Estos huevos están deliciosos, papá”’.
Mi versión sobre un desayuno familiar en el presente etnográfico transformó un evento espontáneo en una forma
cultural genérica. Se convirtió en un análisis caricaturesco de los rituales de dominio y deferencia organizados por las
líneas de género y generación.
Esta microetnografía cambia de forma intermitente entre palabras que la familia acostumbra decir (sobre todo en
citas directas como “estos huevos están deliciosos, papá”) y aquellas que nunca usan (como “patriarca reinante”,
“tostadora de pan elegida” y “un canto obligatorio de alabanza”). La jerga mostraba cierto grado de hostilidad hacia mi
futuro suegro (el patriarca reinante) y simpatía mestablc hacia mis futuras cuñadas (la tostadora de pan designada y los
cantores de la alabanza). Lejos de ser una declaración definitiva y objetiva, mi microetnografía resulté ser una
intervención oportuna que alteró las prácticas a la mesa sin destruirlas. El retiro próximo del padre y sus hijas ya con sus
carreras establecidas, remodelaba sus interrelaciones. A pesar de su caricatura deliberada, mi descripción contenía un
análisis que ofrecía a mis futuros parientes políticos una perspectiva de cómo su rutina de los desayunos familiares, que
para entonces ya era un ritual vacío, incorporaba relaciones familiares cada vez más arcaicas de género y jerarquía.
Observaciones posteriores confirmaron que las alabanzas rituales que honraban a los huevos escalfados y a su creador,
se siguen cantando, pero con ironía. Desfamiliarizar el desayuno de la familia transformaría sus rutinas establecidas.
Quizás el lector no se sorprenderá al escuchar que mis futuros parientes políticos se rieron en tanto oían la
microetnografía de su desayuno familiar (el cual interrumpí). Sin tomar mi narración literalmente, dijeron que les sirvió
porque su objetivismo hacía que resaltaran, con alivio total, ciertos patrones de conducta y así cambiarlos para mejorar.
La acogida de mi cuento estaba condicionada por la práctica de la familia a divertirse con las bromas audaces mezcladas
con malicia afectuosa.
La experiencia de escuchar explosiones de risa por mi microetnografía me hizo preguntarme por qué una forma de
hablar que suena como la “verdad” literal cuando se describen culturas distantes, parece muy graciosa cuando se trata
de una descripción de “nosotros». ¿Por qué un modo de composición pasa de ser burlesco a ser serio, dependiendo en
gran medida de si se aplica a “nosotros” o a “otros? ¿Por qué cl lenguaje tan serio de la etnografía clásica casi siempre
pasa a ser una parodia al tratarse de una autodescripción?
En cl capítulo anterior, argumentaba que durante el periodo clásico (1921-1971, aproximadamente), las normas de la
descripción reguladora distanciada se ganaron el monopolio de la objetividad. Su autoridad parecía tan evidente que se
convirtieron en la única forma legítima para contar la verdad literal sobre otras culturas. Llamado con orgullo el
presente etnográfico, estas normas prescribían, entre otras cosas, el uso del tiempo presente para representar la vida so-
cial como un grupo de rutinas compartidas y también asumir cierta distancia que confiriera objetividad. Los demás
métodos de composición se marginaban o suprimían.
En mi opinión, ningún modo de composición es un método neutral y nadie debe otorgarle derechos exclusivos para
legalizar científicamente una descripción social. Consideremos de nuevo mi microetnografía del desayuno familiar.
Aunque las normas clásicas rara vez permiten variantes, la mía no era la única versión posible de la comida de la
familia. Uno podría contar la historia de cómo difiere este desayuno de todos los demás. Esa narración podría incluir
conversaciones específicas, el entrometido yerno potencial y el humor y ritmo con que se va desarrollando el suceso.
Además, el narrador pudo asumir también el punto de vista del padre y describir cómo el “proveedor de la familia”
distribuía sus regalos a la “horda hambrienta”. O el tono de ese relato podía ser chistoso, o sincero o caprichoso,
honesto, enojado o indiferente en vez de burlón y caricaturesco.
Un criterio plausible para valorar la suficiencia de las descripciones sociales podría ser un experimento ¿le
pensamiento. ¿Qué tan válido consideraríamos el discurso etnográfico sobre otros si lo usaran para describirnos a

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nosotros? La literatura disponible, sin mencionar el episodio del desayuno familiar, indica que una división entre la
concepción seria y la recepción de risas puede separar las intenciones del autor de las respuestas del lector. Las personas
a menudo reaccionan con confusión ante las formas en que se han representado los escritos antropológicos.
El problema de la validez en el discurso etnográfico ha alcanzado proporciones criticas en ciertas áreas en los últimos
quince años. En las respuestas chicanas a las representaciones antropológicas de ellos mismos, el avalúo más
equilibrado, aunque más devastador proviene de Américo Paredes. Él comienza de forma un tanto gentil, diciendo: “Yo
encuentro que los mexicanos y los chicanos representados en las etnografías usuales son un tanto irreales.”’ Continúa
sugiriendo que la gente educada considera a las narraciones etnográficas que se escribe sobre ellos más burlescas que
decir: “No es tanto una sensación de ultraje que traicionaría egos heridos, sino un sentimiento de confusión al ver que
esto se otorga como una imagen dé las comunidades donde se han criado. Es más seguro que se rían a que se sientan
indignados.”2 Su crítica sobre la imagen un tanto irreal que se presenta en las etnografías de chicanos continúa con una
sorprendente enumeración detallada de errores como malas interpretaciones, tomar las bromas en serio, no captar los
dobles sentidos y aceptar una historia hipócrita como verdad literal sobre los brutales ritos de iniciación en las pandillas
juveniles.3 E El diagnóstico de Paredes es que la mayoría de los escritos etnográficos sobre mexicanos y chicanos
no han podido comprender las variaciones importantes con el tono de eventos culturales. En una etnografía que él
considera como representativa. Paredes señala que los chicanos ahí representados “no sólo poseen una mente literal,
sino que nunca gastan una broma.”4 Argumenta que los etnógrafos que intentan interpretar la cultura chicana deben
reconocer “si una agrupación es kermés, una parranda cervecera o una confabulación 1 en la esquina.”~ El
conocimiento del marco cultural de los eventos ayudaría al etnógrafo a distinguir el lenguaje serio del bromista. Aun
cuando se emplean conceptos técnicos, el análisis no debe perder de vista si el suceso fue serio (para que se tome de
forma literal) o inexpresivo (paraque se interprete como una farsa).
Para no dar lugar a confusiones, no digo ni que el nativo siempre tiene la razón, ni que Paredes, como etnógrafo
nativo, nunca se equivoque. Más bien me refiero a que deberíamos considerar las críticas de nuestros temas en la misma
forma en que consideramos a los de nuestros colegas.’ Al igual que otros etnógrafos, los llamados nativos pueden ser
perspicaces, tener la razón en el aspecto sociológico, obsesionados, egoístas o estar equivocados. Si conocen sus propias
culturas y en vez de excluirse, sus críticas deberían escucharse, tomarse en cuenta, aceptarse, rechazarse o modificarse,
así como nosotros reformulamos nuestros análisis. Después de todo, los intereses pragmáticos de la vida diaria pueden
divergir de los de una encuesta disciplinada. Una persona “enamorada” habla con deseos y propósitos muy diferentes
que los del siquiatra que describe cl “mismo” fenómeno como “catexis de objeto”. Los vocabularios técnicos y
cotidianos difieren en gran medida porque sus respectivos proyectos se orientan a diferentes objetivos. En este caso,
Paredes llamó la atención a cómo los “objetos” de estudio pueden encontrarse con una etnografía formal sobre ellos
mismos tan burlesca como lo hicieron los participantes en el desayuno familiar canadiense. Su
crítica incisiva pide a los etnógrafos que reexaminen sus hábitos retóricos.
Las dificultades de usar cl discurso etnográfico para una autodescripción debería ser muy aparente desde hace mucho
para los antropólogos, ya que la mayoría de ellos ha leído el documento clásico (aunque tosco) de Horace Miner, “Body
Ritual Among thc Nactrema” (El Ritual Corporal entre los Nacircma). Por supuesto, la palabra Nacirema deletreada al
revés es American. En ese documento, un esquema etnográfico de los “ritos bocales” Nacircma, escrito según las
normas clásicas, resultó burlesco al aplicarlo a los norteamericanos

El ritual corporal diario realizado por todos incluye un rito boca>. A pesar del hecho de que esta gente es tan
meticulosa respecto del cuidado de la boca, este rito compromete una practica que a un extraño ignorante le
parece repugnante. Se me informó que el ritual consiste en insertar un pequeño manojo de pelo de cerdo en la
boca, junto con ciertos polvos mágicos, y despues se mueve el manojo en una serie de gestos extremadamente
ceremoniosos.

Así, su ensayo desfamiliariza mediante la posición del narrador como extraño ignorante y mediante el idioma ajeno que
transforma las prácticas de la vida diaria, en rituales más exaltados y en actos mágicos.
Es claro que existe una grieta entre el lenguaje técnico de la etnografía y el de la vida cotidiana.8 La descripción de
Miner emplea términos que usa cierto grupo de profesionales, en lugar de palabras más de “nosotros”, que los
estadounidenses emplean por lo general cuando se habla de cepillar “nuestros” dientes. El artículo se transforma en una
caricatura precisamente por la discrepancia entre lo que conocemos acerca de cepillamos los dientes y lo que el discurso
regulador, ajeno y exaltado del etnógrafo expresa. Así como mi relato sobre cl desayuno familiar, la discordancia
desagradable no se vuelve del todo explícita en este texto (a pesar de lo que los positivistas del texto puedan pensar). En
vez de eso, reside en la disyunción entre la jerga técnica de Mmcm y el conocimiento del lector estadunidense de que
los ritos bocales se refieren a cepillarse los dientes por la mañana.
En retrospectiva, uno se pregunta por qué el artículo de Miner fue considerado sólo como una broma bien
intencionada y no como una crítica mordaz del, discurso etnográfico. ¿Quién podría seguir sintiéndose a gusto cuando
se describe a otra gente en términos que parecen ridículos cuando se aplican a nosotros? ¿Y qué si la objetividad
autoritaria del observador indiferente reside más en la
manera de hablar que en las Caracterizaciones aptas de otras formas de vida?
Para que no parezca que la etnografía siempre se ha escrito a la manera de los ritos bocales nacircma de Miner,

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podríamos citar un caso real. De otra forma, el lector podría considerar a la normas clásicas como un invento de mi
imaginación y no como el modo dominante de la disciplina que hasta hace poco —y aún en muchos distritos— se
empleaba para representar a otras culturas.
Pensemos, por ejemplo, en la descripción de los “ritos de llanto” can la etnografía clásica de A. R. Radcliffe-Brown,
sobre los isleños andaman, un grupo recolector y cazador que reside en el sudeste de la India:

Cuando dos amigos o parientes se encuentran despues de haber estado separados, la relación social entre ellos
que fue interrumpida esta a punto de renovarse. Está relación social implica o depende de la existencia de un lazo
especifico de solidaridad entre ellos. El rito del llanto (junto con cl subsecuente intercambio de regalos) es la
afirmación de este lazo. El rito que, debe recordarsc, es obligatorio, compromete a los dos participantes a actuar
como si sintieran ciertas emociones y, por lo tanto, y hasta cierto grado, crea esas emociones en ellos.9

El lector debe tener presente que este pasaje describe las lágrimas de saludo entre viejos amigos, por largo tiempo
separados. No obstante, el etnógrafo manifiesta escepticismo respecto a si los lloradores en verdad sienten o no algo. Es
evidente que considera sus lágrimas como una simple actuación. Por el grado limitado en que se presentan las
emociones, el etnógrafo las explica como la consecuencia de la realización de los ritos de llanto obligatorios.
Sin embargo, el estatus del término “obligatorio” de RadcliffcBrown permanece desconocido. ¿Significa que cuando
presenció saludadores siempre resultaban ser íntimos que no se habían visto en mucho tiempo? ¿Cómo pudo haber
observado un saludo sin lágrimas entre íntimos perdidos? ¿O la gente sólo le dice al etnógrafo que cuando amigos
cercanos distanciados se encuentran lloran? A pesar de su importancia analítica el lector se queda con la duda de qué
quiso decir Radcliffe-Brown con el término obligatorio.
No obstante, la mayoría de los lectores de Radcliffe-Brown quizá consideran su relato sólo por el exterior. Por
ejemplo, cuando le conté a una colega sobre mi inconformidad con la descripción de Radcliffe-Brown de los ritos de
llanto andaman, ella siguió con propiedad el código para los lectores etnográficos y replicó: “Sí, pero para ellos, a
diferencia de nosotros, los ritos son obligatorios”. Ese
es el precio que se paga por seguir los hábitos de lectura que no se estudian.
El problema reside no tanto en el uso de dichas descripciones, sino en una unión nada crítica hacia ellos, como único
vehículo para la verdad objetiva y literal. Radcliffe-Brown se muestra tan indiferente a sus objetivos humanos, que su
relato se lee como una parodia poco ingeniosa y hasta absurda. Cuando los saludos llorosos entre íntimos que se
encuentran se describen como ritos obligatorios, se desfamiliarizan y resultan grotescos.
El lenguaje de la etnografía clásica describe de manera característica los eventos específicos como si fueran rutinas
culturales programadas, y coloca al observador a una distancia mayor del observado. Los efectos sistemáticos de los
modos clásicos de composición, casi no se exploraron porque supuestamente tenían un monopolio sobre la objetividad.
Sin embargo, el punto no es descartar las normas clásicas, sino reemplazarlas para que sólo sean una, entre diversas for-
mas viables de descripción social, en vez del modo único y exclusivo de escribir sobre otras culturas. El idioma
desinteresado, inhumano y descriptivo de Radcliffe-Brown ofrece una perspectiva analítica potencial que no está
disponible mediante los conceptos que se usan con más frecuencia en la vida diaria. El episodio del desayuno cana-
diense, como dije, sugiere que las descripciones reguladoras ajenas pueden emplearse con un propósito satírico para
hacer que la gente recapacite sobre su vida diaria.’0
Aunque mi descripción del desayuno familiar refleja formalmente a Radcliffe-Brown, las objetividades difieren
mucho en su impacto. Cuando se lee según las normas clásicas, el relato de RadcliffeBrown parece ser la única forma
objetiva de describir la realidad social. Es la verdad literal. Mi relato más burlesco es uno entre un número de posibles
descripciones. Es cuestión de exactitud, pero es más objetivo con un punto de vista que acelere el proceso de cambio,
que creando una verdad eterna, La manera en que se leen las descripciones sociales depende no sólo de su contenido y
contexto. ¿Quién habla a quién, sobre qué, con qué propósito y bajo qué sircunstancias? Las diferencias entre formas
distintas de objetificación residen en la posición del analista dentro del campo de interacción social y no en el texto
considerado como un documento con significado intrínseco.
Lo siguiente exterioriza los cánones clásicos de la objetividad con una perspectiva de no ir más allá de las
convenciones (lo cual es imposible, de todas formas), sino acercarse al uso de un rango mas amplio de formas retóricas
en la descripción social. Para corregir la mentalidad literal con la que se leen las descripciones sociales clásicas, este
capítulo desfamiliariza la retórica del objetivismo (que discutible y poco ingeniosamente dcsfamiliariza al mundo
cotidiano para señalar lo breve que es la grieta entre la caracterización y la caricatura que objetiva. Por lo tanto, mi meta
en objetificar el objetivismo es acelerar cl proceso de cambio que ya está en camino en los modos de composición para
etnografías, como una forma de análisis social.

LA MUERTE EN LA CUI.TURA ESTADOUNIDENSE

A continuación discutiré los manuscritos antropológicos sobre la muerte y el duelo, con un panorama hacia la
exploración de los Límites de las normas clásicas para la descripción social. De manera extraña a las emociones intensas
que despierta, el tema de la muerte ha demostrado ser un área muy fértil en la producción de relatos reguladores
remotos. Los problemas analíticos que se originan con tanta claridad al referirse al duelo y la aflicción, también están

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presentes en otras áreas, incluyendo cl amor pasional, las improvisaciones sociales y la diversión espontánea. La
muerte, sin embargo, posee la virtud de estar relativamente bien representada en la literatura antropológica.
El hecho de que la muerte haya resultado tan irritante para el análisis etnográfico quizá no sorprenda a la mayoría de
los lectores estadounidenses. La mayor parte de los estudios etnográficos intensos ha sido conducido por gente
relativamente joven que no ha tenido experiencia personal en pérdidas devastadoras. Además, por lo general esos
investigadores tienen antecedentes profesionales angloamericanos de clase media superior, donde (a diferencia de
aquellos con índices de mortalidad más altos, como los policías y los fumigadores) a menudo la gente se encierra en sí y
no habla sobre la muerte y a aflicción de otras personas. Esos etnógrafos quizá han crecido con la noción de que es
grosero y entrometido preguntar a los dolientes principales sobre su experiencia con la pena.
Mi caracterización de la aflicción en la cultura angloamericana de clase mcdia-superior representa una tendencia
central, una probabilidad estadística más que una certidumbre monolítica. Debido a qué los lectores pueden juzgar la
representación de anécdotas sobre su propia cultura, un breve ejemplo de mi periódico local, un recurso familiar que
rara vez se usa en la escritura académica, tal vez será suficiente para realizar una ilustración. Esta historia sobre cómo
reaccionan los padres a las muertes de sus hijos, afirma que la mayoría de la gente de clase media-superior se esfuerza
por albergar la ilusión de estar en control de sus vidas. Sin embargo, la muerte amenaza su ficción de estar bajo control.
Escuchemos a Pamela Nfang, cuya hija Jcssica murió de cáncer: “Una de las perspectivas más profundas que saqué de
la enfermedad de Jcssica, fue que la mayoría de nosotros tratamos de protegernos contra desastres y dificultades, ‘y que
nos perdemos de muchas cosas por eso... Oh, Dios, sólo deseas salir de eso, hablar sobre ellos porque ventilarlo hace
que sea más soportable, que lo puedas controlar mejor.”” No obstante, la mayo. ría de lo estadounidenses, sobre todo los
que han sufrido pérdidas personales, consideran que es mejor evitar hablar de la muerte. Al tratar de protegerse de su
propia mortalidad, los estadunidenses, afirman con frecuencia que cl doliente no desea hablar de sus pérdidas (a pesar
de lo que dice Pamela). Aunque otras culturas prodigan de atención a la muerte,’ 2 la mayor parte de los etnógrafos
consideraría muy difícil entrevistar a los dolientes principales porque para “nosotros” la aflicción es un asunto privado y
personal. de ahí cl apego impresionante de la muerte en la etnografía a las normas clásicas, que transforman
verbalmente las pérdidas particulares en descripciones generales de lo que comparten todos los ritualcs funerarios.
Las normas clásicas dieron forma a la etnografía de la muerte entre los lodagaa de Africa Occidental, de Jak Goody.
El capítulo llamado “Thc Day of Dcath: Mourning the Dcad,” (El día de la muerte: cl luto por cl muerto), por ejemplo,
comienza con un relato mixto de los patrones del luto entre los parientes ccrcanos del fallecido (“[os dolientes
inmediatos”):

Mientras los xilófonos tocan, las “esposas” y “hermanas” de linaje del hombre muerto caminan y corren alrededor
del ~rca frente a la casa, gritando lamentaciones y sujetando sus manos bajo la nuca en la actitud aceptada para cl
dolor... de vez en cuando, uno de los dolientes inmediatos rompe a trotar, incluso a correr, y un espectador lo
intercepta o lo caza, y ¡o tranquiliza, asiéndolo de la mut’ieca.’3

La posición del analista es de espectador, ve desde afuera. ¿Son las lamentaciones de las esposas y hermanas del
hombre muerto un poco más que gestos convencionales, como sugiere la descripción? ¿Y qué hay de la persona
intensamente afligida a quien reprimen?
Goody continúa discutiendo cómo las relaciones de parentesco de la gente con cl finado, determinan los medios —
atar con cuero, con fibra o cuerda el tobillo— con que los espectadores los reprimirán cuando, en su pena, intenten
lastimarse o suicidarse. Presenta el siguiente cuadro:
VUNERAL DEL HOMBRE
Padre atadura con cuero
Madre atadura con cuero
Esposa atadura con cuero
Hermano atadura con fibra
Hermana atadura con fibra
lujo cuerda alrededor del tobillo
hija cuerda alrededor del tobillo’4

En otras palabras, la tabla sólo indica que cuando el doliente intenta lastimarse o matarse, los espectadores usan
ataduras de cuero para detener a los padres y esposa del muerto, ataduras de fibra para contener a sus hermanos y
hermanas y ataduras de. cuerda alrededor del tobillo para contener a sus hijos, (Uno, sólo puede dudar del impulso
objetivista por presentar esa declaración tan fácilmente en forma tabular.) La posición del etnógrafo como espectador
apartado se hace más evidente cuando dice: “Antes de analizar con mayor detalle estas características del doliente, debe
notarse que existen otras formas con las que se diferencia visualmente a los dolientes.”’5 El espectáculo mismo, visto
desde afuera, es muy visual. El violento trastorno de aflicción, sus gimoteos e intentos de lastimarse y suicidarse,
parecen rutinas normales bajo esa descripción.
La mayoria de las descripciones etnográficas de la muerte, se levantan a una peculiar distancia de las emociones
expresadas tan intensamente, y convierten lo que para el doliente son pérdidas únicas y devastadoras en sucesos
rutinarios. Con el seguimiento de las normas clásicas, Goody enlaza con fuerza las expresiones intensas de aflicción con

20
expectaciones convencionales:

Se cuenta con que un hombre muestre gran pena por la muerte de un hijo joven.”

Otra indicación del mismo desequilibrio en la relación padre-hijo se observa en la ocurrencia de intentos de suicidio que
son un método estandarizado para demostrar la aflicción por la pérdida de un pariente.’7
Los pasajes sustituyen el término convencional por el obligatorio de Radcliffe-Brown. ¿Por qué los etnógrafos
escriben como si un padre que pierde un hijo o una persona afligida intentan suicidarse solo por seguir un
convencionalismo? La plática insulsa sobre las expresiones que culturalmente se esperan de la aflicción, a menudo caen
en el escepticismo de la verdad de las emociones expresadas. Es
muy fácil omitir la fuerza de las formas convencionales de la vida como si las emociones enérgicas fueran sólo
ademanes.
Ni la habilidad de uno para anticipar bien las reacciones de otra gente, ni el hecho de que las personas expresan sus
aflicciones en formas culturalmente específicas, deben confundirse con la noción de que los afligidos sólo cumplen con
las expectativas convencionales. Aun los informes de testigos presenciales en el idioma etnográfico regulador,
minimizan los sucesos que describen, reduciendo la fuerza de las emociones intensas a un espectáculo. Dichos relatos
visualizan las acciones de la gente desde afuera y no ofrecen las reflexiones de las propias cxperiencias de los
participantes. Normalizan, presentando recetas generalizadas para la acción ritual en vez de comprender el contenido
particular de la aflicción.’8
Las normas clásicas del discurso etnográfico dificultan la demostración de cómo las formas sociales pueden
imponerse tanto por convención como usarse de manera espontánea y expresiva. Si se confían solamente del idioma, las
etnografías pueden representar nuestras vidas como si dudaran hasta las agonías más viables del afligido, incluyendo,
por ejemplo, a un padre que lleva luto por un hijo, o a un esposo que se aflige por la esposa que murió dando a luz.

LA TEORÍA COMO MATERIALIZACIÓN DE LAS NORMAS CLASICAS

De manera más notable, Claude Lévi-Strauss tomó a las normas clásicas y las vistió con su traje más teórico y general:

Como miembros de un grupo, los hombres no actúan de acuerdo con lo que sienten como individuos; cada
hombre se siente como una función de la forma en que se le permite o se le obliga a actuar. Los disfraces se les
proporcionan como normas externas, antes de dar lugar a sentimientos internos, y esas normas, nada sensibles,
determinan los sentimientos de los individuos así como las circunstancias en las que pueden, o deben, mostrarse.”

Lévi-Strauss no sólo descarta el significado explicativo, sino la misma realidad de las emociones:

Por otra parte, si las instituciones y costumbres toman su vitalidad porque continuamente las refrescan y vigorizan
los sentimientos humanos, como aquellos en que se originaron, deberían ocultar una riqueza afectiva que se
hinche con constancia, y que constituiría su verdadera satisfacción. Sabemos que este no es el caso y que la cons-
tancia que muestran, por lo general, resulta de una actividad convcncional.
Desde su punto de vista, las instituciones y costumbres se presentan tan áridas emocionalmente que afirma que los seres
humanos experimentan afecto sólo en la violación, no en cl desarrollo, de actos convencionales: “Es cierto que la
emoción se despierta, pero sólo cuando la costumbre, indiferente por sí misma, se viola.”2’ Si la gente sufre, mediante su
aflicción, no parece nada objetivo que represente sus experiencias como si sólo estuviera cumpliendo con convenciones
a través de ademanes esperados. Sin embargo, la prueba presentada de acuerdo con las normas clásicas de la descripción
social apoya las declaraciones teóricas abstractas, que no son humanas, ni precisas. En un intento por comprender las
complejidades de otras culturas, la encuesta disciplinada no podría darse el lujo de levantar sus teorías en bases tan
dudosas.
Cuando las normas clásicas ganan derechos exclusivos sobre la verdad objetiva, la etnografía podría revelar dónde
recae la objetividad y dónde dice la verdad. Entonces, ¿qué puede suplir al discurso regulador remoto en la escritura
etnográfica? Innumerables modos de composición, claro, son posibles — indignación moral, sátira, crítica y más.
Algunas ya se han empleado, hasta en este capítulo. Sin embargo, para presenciar propósitos ilustrativos, consideraré
cómo las narrativas personales ofrecen un modo alternativo para representar otras formas de sida.
Aunque las narrativas personales aparecen a menudo en manuscritos etnográficos en cl modo clásico, las han
relegado a los márgenes: prefacios, introducciones, epílogos, pies de página e historias de casos con cursivas o leuitas.
De hecho, las normas clásicas usualmente alcanzaban su autoridad a expensas de narrativas personales e historias de
casos. No obstante, las primeras, con frecuencia facilitan cl análisis de procesos sociales que han sido difíciles de
percibir mediante cl discurso regulador remoto.
El antropólogo Clifford Gecrtz, por ejemplo, describió los dilemas que surgen durante un funeral indonesio en la isla
de Java. Después de abrir su relato con una breve descripción reguladora (“tos hombres comienzan a cortar señaladores
de madera de la tumba y a cavar un sepulcro” cambia al tiempo pasado y explica el funeral de cierto niño en cl que todo
salió mal. El corte de los señaladores de madera de la tumba, que se citó como receta, se transformó: “Después de media

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hora, algunos de los abanganos comenzaron a desportillar con indiferencia piezas de madera para hacer los señaladores
de tumba y unas cuantas mujeres comenzaron a formar pequeñas ofrendas florales, en vista de que no tenían nada mejor
que hacer; pero era claro que el ritual se había suspendido y que nadie sabía qué hacer. La tensión lentamente se
extendió.” Siempre, con el riesgo de vivir en la angustia de la pérdida, los ritos funerarios de rutina se descomponen en
conflictos que emergen entre los participantes musulmanes e indobudistas. Ahondando en los particulares de este evento
agonizante en vez de las generalidades de una construcción mixta, reveló los límites severos de enfrentar el duelo con e!
ritual y el ritual con la rutina.
En otro ejemplo, el antropólogo Loring Danforth ofrece un relato que pasa de un espectáculo a retratos biográficos de
dolientes más íntimos. Su narración empieza de manera vívida, aunque externa:

Pronto el panteón se llenó de actividad y una alfombra de velas ardía al pie de cada tumba. Alrededor de diez
mujeres, vestidas en tonalidades negras, cafés o azules, se atareaban encendiendo lámparas y limpiando las
tumbas. Varias mujeres comenzaron a transportar agua en cubetas, de la llave del atrio de una iglesia cercana.24

Danforth representa un espectáculo visual del humor de calina y rutina bucólicas. No obstante, en tanto el relato
continúa, el análisis se transforma de modo que el lector conoce las historias particulares de los enlutados:

La muerte de Eleni, la hija de veinte años de Irini, se reconoció como la más trágica que haya existido en el
pueblo de Potamia. Eleni murió casi cinco años atrás, en agosto de 1974. Era una mujer muy atractiva, alta, con
cabello negro largo... A un mes de que comenzara su primer trabajo de enseñanza, Eleni fue golpeada por un
coche y murió en la ciudad de Thessaloniki.~

Entonces el lector oye lamentos detallados, se entera de que Irini no salió de su casa en todo el año siguiente a la muerte
de su hija, descubre la amistad que surgió entre Irini y otra madre afligida y es testigo de la exhumación de la hija, al
igual que los participantes que, habiéndose enterado de la historia, se sienten abrumados por la emoción. El etnógrafo
proporciona un sentido de las emociones experimentadas por los actores, mediante sus palabras, gestos y biografías.
No hay una sola receta para representar otras culturas. Incluso mis observaciones sobre el desayuno familiar
canadiense sugieren que las normas clásicas, usadas de manera burlesca y falsa, a veces pueden producir relatos
vigorosos. Las descripciones reguladoras pueden revelar y esconder aspectos de la realidad social. Las etnografías
escritas según las normas clásicas necesitan volver a leerse, y no desterrarse de la antropología. En lugar de descartar
los relatos reguladores remotos la disciplina debería retornarlos, pero con una diferencia. Deben reducirse y
restablecerse, no reemplazarse. Las normas clásicas deberían convertirse en un modo más de representación, y no
venerarse como representación etnográfica o el único vehículo de expresar la verdad literal de Otras culturas. Así, por
ejemplo, su potencial satírico podría explorarse en estudios culturales transversales, así como en las reflexiones sobre la
sociedad estadounidense. Podrían usarse junto con otros modos de composición para investigar la interacción entre
rutina e improvisación en la vida cotidiana.
Es verdad que poner de cabeza la moda actual, sustituyendo relatos de casos específicos por el discurso regulador
remoto, no originará una solución al molesto problema de representar nuestras vidas. En lugar de esto, una tolerancia
disciplinaria aumentada por diversas formas retóricas legítimas permitirá que cualquier texto pueda leerse contra otras
versiones posibles. Si se deja que las formas de escritura que han estado al margen o se han prohibido ganen
legitimidad, permitiría que la disciplina se aproximara a la vida de la gente desde varios ángulos de vista. Dicha táctica
nos permite formular mejor el proyecto etnográfico de conocer el rango de posibilidades humanas en su máxima
complejidad.

UN RELATO AMBIGUO DE LA GUERRA

Seguramente todos los antropólogos se han conmovido, si no es que perturbado, por las astutas observaciones
etnográficas que sus sujetos de investigación les hacen respecto a la cultura estadounidense o europea. Mi experiencia
más dramática de este tipo sugiere un diálogo potencial, de reflexión crítica y percepciones recíprocas, aunque rara vez
se realiza en la retórica oficial de la antropología.
A finales de 1960, cuando residía como etnógrafo entre los ilongotes del norte de Luzón, Filipinas, luchaba contra
una reacción abrumadora a una de sus prácticas principales: la cacería de cabezas. A pesar del adoctrinamiento en el
relativismo cultural, la cacería de cabezas me parecía totalmente extraña y moralmente reprensible. En esa época, quería
dejar entre paréntesis mi percepción moral para poder realizar cl proyecto etnográfico de comprensión de la práctica en
sus propios términos.
Encuestas previas explicaron que la cacería de cabezas habla terminado con el último japonés decapitado en junio de
1945. Esas decapitaciones, dijeron los ilongotes, ayudaron al ejército de Estados Unidos. Cuando les pregunté sobre
cacerías de cabezas más recientes, me contestaron con indignación “?Cómo puedes pensar tal cosa de nosotros? Te
ayudé a cruzar el río. Te alimenté. Te he cuidado. ¿Cómo puedes pensar tal cosa?” Sólo podía estar de acuerdo.

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Después de casi un año de trabajo de campo, mi hermano ilongote Tukbaw y yo volábamos en un pequeño avión
cuando señaló abajo y dijo: “Ahí es donde incursionábamos.” Continué contándome que él había ido a cazar cabezas ahí
más recientemente de lo que yo me atrevía a imaginar. Pronto, todos comenzaron a relatarme sus historias de cacerías de
cabezas. En unas cuantas semanas me percaté de que todos los hombres en el asentamiento habían cortado una cabeza.
Me sentí impresionado y desorientado porque mis compañeros en verdad eran amables y generosos. ¿Cómo podían esos
anfitriones tan cuidadosos ser también unos asesinos brutales?
Algunos meses después me clasificaron como 1-A en el reclutamiento. De inmediato tus compañeros me dijeron que
no peleara en Vietnam y se ofrecieron a esconderme en sus hogares. Aunque correspondía a mis sentimientos, su
ofrecimiento me sorprendió. Por instinto, había supuesto que los cazadores de cabezas considerarían mi negación a
servir en el ejército como una forma de cobardía. En vez de eso, me informaron que los soldados eran hombres que ven-
dían sus cuerpos. .Me interrogaron con sarcasmo: “¿Cómo puede un hombre hacer lo que hacen los soldados y ordenar
a sus hermanos que vayan a la línea de fuego?”
Este acto de ordenar a los hombres de uno (los “hermanos>’ de uno) que arriesgaran sus vidas iba más allá de su
comprensión. No les interesaba que su pregunta ignorara a las autoridades y las cadenas jerárquicas del mando. De
pronto mi propio mundo cultural me pareció grotesco. No obstante, su genuina incomprensión cerró significativamente
el abismo moral entre nosotros, ya que su observación etnográfica sobre la guerra moderna era tanto agresiva como
atenta. Condenaban a la milicia de mi sociedad al mismo tiempo en que me urgían a no vender mi cuerpo.
Mediante estos encuentros, la posibilidad para percepciones críticas recíprocas se abrió entre los ilongotes y yo. Este
encuentro sugiere que nosotros, los etnógrafos, deberíamos permanecer abiertos a preguntar no sólo cómo se
interpretarían nuestras descripciones de otros al aplicarse a nosotros, sino lo que podemos aprender de las descripciones
de otra gente acerca de nosotros. En este caso me rebusqué mediante un relato ilongote de una de mis instituciones
centrales de cultura. Ya no podía hablar de la cacería de cabezas como el chico bueno dirigiéndose a los malos. Mi
pérdida de la inocencia nos permitió a los ilongotes y a mi enfrentarnos uno al otro en un terreno casi parejo, como
miembros de sociedades defectuosas. Los dos perdimos las posiciones de pureza desde las que nos condenábamos uno
al otro, sin tolerar tampoco lo que considerábamos moralmente censurable. Desde entonces, ni la guerra ni la cacería de
cabezas son las mismas para mí.
A propósito lancé mi historia de las perecpciones conflictivas de la violencia social legítima como un diálogo entre
los ilongotes y yo. La forma narrativa de la anécdota concuerda mejor con la noción de las fronteras culturales que con
el patrón cultural. Si las fronteras culturales provocan y reflejan explícitamente un debate ideológico intenso, el patrón
cultural lo hace de una manera tácita. Ya sea que se encuentre en un musco o en una venta de garaje, la cultura siempre
está enlazada con la política de las ideologías en conflicto.
Aunque la mayor parte de las interpretaciones de la cultura participan en las áreas de conflicto político que las
ocasiona, no esperaba que mi anécdota de las percepciones ilongotes sobre la guerra moderna hiciera una entrada
camafeo en la arena de los medios nacionales de comunicación de debate ideológico. Todo comenzó con un artículo
unos años más tarde que incluía una versión de la anécdota anterior. Apareció el 10 de octubre de 1984, en cl ejemplar
de Canipus Repon, una revista semanal de la Universidad de Stanford para docentes y personal. Después la historia se
transmitió en el servicio cablegráfico nacional.
Once días más tarde, un breve artículo apareció bajo el título
“Headhwztitzg Tribe Pro vides a Lesson” (Tribu cazadora de cabezas ofrece una lección)> en cl Chicago Trihune:

Miembros de la tribu ilongote en las Filipinas son cazadores de cabezas porque cl acto de decapitar extraños es su
forma de ventilar la ira y aflicción cuando alguien amado muere, descubrió un antropólogo. Renato Rosaldo del
Departamento de Antropología de La Universidad de Stanford encontró una perspectiva de la violencia y La dada
entre los ilongotes muy diferente a la perspectiva occidental. Mientras que dios consideran a la cacería de cabezas
como un ritual que ¡ibera de su carga a una persona afligida, los ilongotes se impartan por el concepto de
soldados y ejércitos que luchan en las guerras. La idea de ordenar a ¡os camaradas de uno que pongan sus vidas
en peligro, les parece repugnante a los cazadores de cabeza, y afirman que ser soldado es como vender el
cuerpo3’

Este artículo apareció después en otros periódicos bajo otros encabezados, como War is Shacking ¡o Headhunters (La
guerra es impactante para los cazadores de cabezas), del Jndianapoll.r Star, del 4 de noviembre de 1984. La historia
logró transmitir con precisión el impacto discrepante que las percepciones de los ilongotes me causaron.
La narración sobre la convicción moral ilongote de que ningún hombre tiene derecho a decir a otro que “venda” su
cuerpo, cautivó mi atención durante cl periodo de resistencia al reclutamiento para la guerra de Vietnam. Las
percepciones ilongotes sobre la guerra moderna coincidían en cierta forma con las de los miembros del movimiento
antiguerra. Al mismo tiempo, se originaron en una forma de vida diferente. En sus vidas diarias, los ilongotes son
relativamente “anarquistas”; a menudo decían que ninguna persona tiene el derecho de decir a otro qué hacer. Al
transportarlo al estado de la nación moderna, el “anarquismo’> ilongote se convierte en subversión porque amenaza
“nuestra” noción de que cierta gente puede ordenar a otras, y hasta mandarle que arriesgue su vida.
Mi relato sobre las percepciones ilongote respecto de la guerra moderna se llevó a cabo la víspera de la reelección de
Reagan en 1984. En nombre del individualismo y la libre empresa, el régimen estadounidense había incrementado de
forma dramática el poder estatal> y promovía la más grande propaganda en la historia de la nación. Durante esta época

23
de intensa militarización, la derecha radical sentía una enorme autoridad. Con ansia se dio prisa para intimidar y
suprimir a la oposición. En este contexto, la amenaza presentada por las percepciones ilongote sobre la guerra moderna
no pasó por alto para el escritor John Lofton del Washington Times. Llamó para “entrevistarme” en la tarde del día de
Año Nuevo de 1985. Después de explicarme su interés de continuar con la historia en el Campus Repon, comenzó a
gritarme. No tardé mucho en darme cuenta de que no era una entrevista. Era un asalto verbal para intimidarme. Mi re-
galo de Año Nuevo me dejó bastante perturbado.
Después de contarle a mis colcgas sobre este incidente, supe que la Iglesia de Unificación del Reverendo Moon era
dueña del Washington Times. Una semana más tarde, recibí un recorte del “Periódico de John Lofton>’ con el
encabezado “And this is how Profs. Get Ahead» (Y así es como los profesores prosperan). Lofton relataba mi historia
con menciones del artículo del Campus Repon, liberalmente sazonados con comentarios entre paréntesis sobre los
estómagos revueltos de sus lectores: “Reflexionen por favor, si su estómago puede soportarlo, la triste situación del tal
Renato Rosaldo, un profesor asociado de antropología de la Universidad de Stanforci.. (y por esto deberían acostarse
boca abajo o, mejor aún, meterse en una tina llena de Pepto Bismol).” Continuaba informando sobre nuestra
conversación telefónica, pero se negó a mencionar que me estaba gritando. Sin duda era mi enemigo.
El 14 de mayo de 1985, la historia volvió a surgir en el Nacional Enquirer pero esta vez las percepciones ilongote
sobre la guerra moderna se omitieron. El artículo enfatizaba la conexión que los ilongotes percibían entre la ira en la
aflicción y la cacería de cabezas. Como sucede a menudo, el título de la historia — “Headhunter Horror: ust 90 Miles
from Big Ch, Bizarre Tribe Still Beheads Jnocent People» (Horror del cazador de cabezas: A sólo 145 kilómetros de la
gran ciudad, una tribu extravagante aún decapita a gente inocente) — tenía poco que ver con su contenido. De hecho, no
era una mala versión de las prácticas culturales de los ilongotes. Así, esta historia señaló la conclusión de las
contribuciones ilongote a un debate de los medios de comunicación nacionales.
Los estudios culturales han entrado en un mundo donde sus lectores críticos, así como las sociedades que
representan> ya no pueden limitarse. Por mucho que los ilongotes puedan comentar sobre la moderna guerra
eatadunidense, John Lofton y el National Enquirer pueden escuchar a hurtadillas mi plática profesional y yo la de ellos.
Esto no hace que nuestras vidas sean más cómodas que antes, o que escribir un libro para este público potencial diverso
sea más fácil que en el periodo clásico, pero sí ayuda para aclarar cómo las interpretaciones culturales son ocasionadas y
participan en la arena de conflicto ideológico. Bajo dichas circunstancias, ni la noción de un lenguaje neutral, ni la
noción de los hechos brutos pueden prosperar. El siguiente capítulo intenta desenmascarar la “inocencia” del observador
indiferente.

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