Está en la página 1de 7

1

Soy un cura feliz


Jaume Benaloy Marco
Almoradí, 4 junio 2008

A punto de cumplir diez años de vida ministerial, escribo agradecido este


testimonio personal con el deseo de que entre líneas se vislumbren las obras grandes
que ha hecho el Señor Jesús en mí, su siervo. María entonó jubilosa su magistral
Magnificat cuando se fió de Dios y se abandonó confiada a su voluntad (cf. Lc 1,46-55).
¡Cómo no hacerlo yo ahora al contemplar la confianza que Dios ha depositado en mí al
llamarme, consagrarme y enviarme como sacerdote, pastor y esposo de su Pueblo!

1. Desde el suelo.
Desde el suelo. Así inicié el sacerdocio ministerial junto a seis compañeros más.
Fue en la parroquia Santa Ana de Elda (Alicante), el sábado 26 de junio de 1999 a eso
de las 11´00 h. Después de prometer obediencia al Obispo y al Pueblo de Dios que
camina en Orihuela-Alicante, postrados en tierra, humildemente suplicamos la ayuda
incondicional de Dios y de todos sus santos y santas. Encomienda tan sublime no puede
cumplirse sin la gracia divina.

Desde el suelo. Así comencé y así quiero continuar. Con los pies, las manos y el
corazón bien pegado a esta tierra. A ras del suelo. Sin falsas ilusiones, pero con
esperanza grande y firme. Utópico, hambriento de justicia y de paz, apasionado por el
Reino y por la Humanidad. Hombre de Dios y hombre del mundo, o mejor dicho, para
el mundo. Seducido por Dios y por la vida. Al servicio de mi Señor, y servidor de mis
hermanos y hermanas. Vecino y amigo, pastor, pescador, labrador de una Tierra
bendita, que hoy es Alicante y mañana... Dios dirá.

Él quiso contar conmigo y con Agustín Pérez, David Cuesta, Emilio Martínez,
Enmanuel Sánchez, José Martínez, Miguel Ángel Cerezo y tantos otros que a lo largo
de la historia han respondido a la invitación de ser sus apóstoles, sus testigos en medio
del mundo, sus sacerdotes en el Altar y en el barrio, en el templo y en la calle. Sí,
sacerdote de Dios desde el suelo. Así me ofrecí al Señor el día de mi ordenación
sacerdotal y así hoy renuevo mi ofrecimiento lleno de convencimiento y gratitud.
¡Gracias, Señor, porque nos haces dignos de servirte en tu Presencia! ¡Sigue contando
conmigo!

2. ¿Por qué no? ¡Confío en Él, que se fió de mí!


«¡Mirad en quien se ha fijado Dios!» (1 Cor 1,26). Eso pensaban mis amigos y
familiares, incluso yo mismo, cuando comenté que entraba al Seminario diocesano de
Orihuela (Alicante). «Tú, ¿cura?», me preguntaban una y otra vez. En el grupo de jóvenes

1
Artículo publicado en la Revista Surge, vol.66 (julio-diciembre 2008), pp.399-407.
del colegio Nuestra Señora de los Dolores en Benidorm había un amigo que era el eterno
candidato para ir al seminario, pero yo no daba el perfil. Deportista, amante del mar y de
navegar a vela, con buen palmarés en Tae Kwondo Do, extrovertido y amigo de la fiesta,
con novia... ¿cura yo? ¡Imposible! Ni yo mismo me veía. Es cierto que algunos sacerdotes
y religiosas me habían propuesto la vida sacerdotal, pero siempre me lo había tomado a
broma, tan solo como una posibilidad muy lejana, no reservada para mí. Tenía amigos
sacerdotes y su estilo de vida no me desagradaba, pero ¿yo cura?

Todo comenzó cuando estaba estudiando COU en el Instituto público Pere Mª Orts
i Bosch de Benidorm. Todos andábamos inquietos y preocupados por el futuro. Yo tenía
claro que quería seguir estudiando en la universidad, pero no acababa de decidirme por
ninguna carrera. ¡Me gustaban tantas! Finalmente, tras hacer las pruebas de acceso, fui
admitido en una universidad privada de Barcelona donde estudiaría Empresariales y
Derecho. Mis padres iban a hacer un gran esfuerzo para que completara mi formación. Una
vez más confiaban en mí y me apoyaban incondicionalmente. ¡Qué bendición tener unos
padres así!

Sin embargo, cuando todo estaba claro, un constante «¿por qué no?» me perseguía
día y noche. Diversos encuentros, acontecimientos y experiencias me hicieron decidirme y
emprender otro camino. También aquellas palabras de Jesús: «no sois vosotros los que me
habéis elegido a mí, sino Yo el que os ha elegido a vosotros y os destiné a que os pongáis
en camino y deis fruto» (Jn 15,16). Me persuadía enormemente su «vete a vender todo lo
que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y, anda, sígueme a mí» (Mc
10,21). Jesús rompía mis previsiones, mis esquemas, mis proyectos... y los de mi familia.
Cambio de planes: de Barcelona a Orihuela, del norte al sur, de ejecutivo a sacerdote.
«¿No puede ser otro?», le preguntaba repetidamente a Dios en mi oración. Parece ser que
no. Intuía que Dios quería contar conmigo y para discernirlo con serenidad y eclesialmente
debía ingresar en el Seminario. Y así lo hice. Ingresé en el seminario el 29 de septiembre
de 1992.

Desde hacía muchos años conocía a Jesucristo y ya no podía entender mi vida sin
Él. Dios me hacía feliz, daba sentido a mi vida, me consolaba en mis caídas y dificultades,
alentaba mis pasos y no podía pasar sin Él. Lo sentía cerca y confiaba en Él. Estaba
convencido de que no me podía engañar si me fiaba de Él. Nunca lo había hecho y ahora
no podía ser una excepción. Si era valiente y optaba por su Proyecto sería feliz
eternamente. Sabía que la tarea del sacerdote era una responsabilidad muy grande, una
misión apasionante que me superaría, una encomienda exigente, radical, pero
plenificadora. ¡Él se fió de mí! ¡Él sabrá! Con esa confianza me decidí a seguir a Jesús,
y seguirlo como Él quisiera: siendo cura. Desde entonces, dejarme seducir por Él me ha
hecho libre y todas mis renuncias se han convertido, con su ayuda y por pura gracia, en
ofrendas liberadoras. Tratar de vivir el radicalismo evangélico (la pobreza, la obediencia y
el celibato) no siempre me ha sido fácil, pero lejos de perder, he encontrado un gran
Tesoro. Después de estos años de ministerio, puedo afirmar con el salmista que «el
Señor es el lote de mi heredad y mi copa: mi suerte está en tu mano. ¡Me encanta mi
heredad!» (Salmo 15).

3. Soy un cura feliz.


El día de la ordenación presbiteral hice una declaración de intenciones clara,
sencilla y comprometida: ¡servir! Así lo rubriqué con las palabras del salmista en el
recordatorio de ordenación: «Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava. Has roto mis
cadenas» (Sal 115). Así lo prediqué también en mi primera misa: «Vine para servir porque
solo ama quien sirve. Servir por amor y con todo el amor posible, a Dios y a los demás,
especialmente a los que nadie nada, a los que cuesta amar, a los necesitados de pan y de
Evangelio. Yo quiero ser Siervo, ‘Siervo de Jesucristo’ (Flp 1,1; Sal 115), mi Señor.
Quiero pasar entre vosotros como el que sirve» (Alicante, 27 junio 1999). Y no me importa
el lugar, sino las personas y el amor con el que viva allá donde esté. Soy «católico»,
verdaderamente universal. Por eso estoy disponible para ir a cualquier rincón del planeta.
¡Donde Dios quiera y la Iglesia me envíe a servir! Me sé misionero de Dios, enviado por la
Iglesia. Desde siempre he percibido con fuerza esta peculiar inquietud misionera. Como
san Pablo, me siento «apóstol de los gentiles» (Gal 2,8). Confieso que, a pesar de las
dificultades actuales, me encantaría vivir en tierras de mayoría islámica donde poder
dialogar con otros creyentes, compartiendo la vida y testimoniando el Evangelio de Jesús.
Pero parece que los planes de Dios no siempre son nuestros planes... ¡de momento!

Generalmente a los sacerdotes seculares diocesanos se nos encomienda servir a


Dios acompañando una comunidad parroquial. Así, el 6 de septiembre de 1998, fui
enviado como vicario a la parroquia Inmaculada de Alicante. ¡Cuántos nombres y
rostros, cuántos gestos y encuentros, cuántos regalos recibí! Era mi primera parroquia.
Llegué como seminarista. Allí me vieron ordenar primero de diácono y después de
presbítero. Allí fui aprendiendo a ser sacerdote gracias a los veteranos sacerdotes de la
parroquia y del arciprestazgo. ¡Cuánto aprendí de mis compañeros Paco Bernabé y Juan
José Ortega! También fue una experiencia valiosa e interesante haber vivido en la
misma casa con Enmanuel Sánchez y Emilio Martínez, dos sacerdotes de parroquias
vecinas. Desde entonces, siempre me he sentido compañero, copresbítero, hermano del
único presbiterio diocesano. Eso me ha ayudado a no sentirme nunca sólo en la tarea
pastoral.

Por otro lado, de aquellos primeros años, recuerdo especialmente las clases de
religión en el Instituto público Jaume II, el acompañamiento de niños y jóvenes en la
parroquia y en los colegios de los Hermanos Maristas y de las Hermanas Calasancias, la
colaboración en la Comisión del Plan diocesano de Pastoral, así como la apasionante
puesta en marcha del Secretariado diocesano de Pastoral con Personas sordas. Así
aprendí otra de las más importantes lecciones de pastoral: la parroquia es necesaria y
valiosísima, pero insuficiente. La diócesis y el arciprestazgo han de ser lugares básicos
de referencia y de una acción pastoral de conjunto. Conviene, pues, no caer en el
parroquialismo ni en el individualismo pastoral.

Tras cuatro años intensos y felices en el Pla de Alicante, partí a Roma para
ampliar estudios. En junio de 2004 conseguí la licenciatura en teología fundamental,
especializándome en teología de las religiones y diálogo interreligioso. Fueron dos años
de rica formación teológica, pero sobre todo hicieron crecer en mí el amor por la Iglesia
diocesana y universal. La distancia me hizo añorar, valorar y apreciar mucho más mi
tierra y mi Iglesia local. Tampoco olvidaré la convivencia cotidiana con sacerdotes de
tantas diócesis españolas en el Pontificio Colegio Español, así como los compañeros/as
de tantos lugares del mundo en la Pontificia Universidad Lateranense. ¡Qué grande es la
Iglesia!¡Qué hermosa la riqueza de tan diversos pueblos, lenguas y culturas dentro de la
comunión eclesial!¡Qué don tan precioso valiosa para la Iglesia su diversidad en la
unidad, la libertad en el respeto, la sencillez y eficacia de la caridad fraterna y el
Evangelio para inculturarse en todos los pueblos del orbe!

La vuelta a las aulas y el buen hacer de los profesores también me permitieron


profundizar y conocer mejor el amplio abanico de religiones. Desde sus primeros pasos, a
finales de 2001, he participado activamente en la Mesa Interreligiosa de Alicante (MIA) y
he estado a cargo de la promoción del diálogo interreligioso en mi diócesis. Esta peculiar
misión-vocación del diálogo me ha ayudado a madurar en la fe de la Iglesia, a conocer
mejor nuestra propia identidad cristiana al ser interpelado por los otros, a valorar, apreciar
y respetar mucho más a los diferentes creyentes, a confiar en Dios y creer que juntos, junto
a Él, este mundo tiene salvación. Estoy convencido de que el diálogo interreligioso es una
de las tareas eclesiales más apasionantes y una de las aportaciones más valiosas que la
Iglesia contemporánea puede ofrecer a la sociedad actual. Sin duda, un camino iniciado
con decisión por los padres del Concilio Vaticano II, pero que aún hoy es preciso,
necesario y urgente continuar (cf. Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte 55 y Ecclesia in
Europa 55).

Durante los períodos vacacionales, tuve la oportunidad de visitar en distintas


ocasiones a los misioneros y misioneras de San Pedro Sula (Honduras) y Tánger
(Marruecos). Conocer sobre el terreno a misioneros sacerdotes, laicos/as y religiosos/as
me hizo revivir todavía más la inquietud por la misión ad gentes. Al terminar los
estudios en Roma, no dudé en volver a ofrecerme a mi obispo de entonces, D.Victorio
Oliver Domingo, para ser enviado a tierras de misión. No había llegado todavía la hora,
pues en septiembre de 2004 fui enviado a Almoradí, un encantador pueblo en el corazón
de la Vega Baja del Segura (Alicante). Desde entonces, junto a mis compañeros
Francisco Viciano, Benjamín Tiecoura y Aldo Olguín, he acompañado las parroquias de
San Andrés y Santa Cruz de Almoradí, así como las pedanías del Puente Don Pedro y el
Saladar. Junto a mis compañeros, con estas cuatro comunidades he tratado de compartir
fe y vida desde la certeza de sentirme enviado por Dios y su Iglesia. Así entiendo
existencialmente la identidad y tarea sacerdotal. De ahí que pronto hayan formado parte de
mi corazón los jóvenes y los enfermos, los más pequeños y necesitados, los inmigrantes,
los diversos grupos y asociaciones, sus costumbres y fiestas, sus alegrías y pesares, sus
proyectos y sufrimientos.

Además de la labor propiamente parroquial en Almoradí, también soy profesor del


Seminario diocesano de Orihuela, el Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Alicante,
así como de la Cátedra Arzobispo Loaces de la Universidad de Alicante. ¡Qué extraño me
resulta todavía entrar como profesor en las mismas aulas donde apenas unos años atrás
aprendía filosofía y teología! Al ver a los alumnos recuerdo mis años de seminario, mis
compañeros y formadores, mis inquietudes y temores. Dar clase me ha obligado a no
abandonar el estudio y la formación permanente. ¡Hay que estar al día y mantenerse en una
amplia forma-acción! Por eso suelo aceptar como estímulo enriquecedor la participación
en los diversos cursos, conferencias y mesas redondas que me proponen. Considero que,
en la sociedad actual, es preciso para un sacerdote disponer de espacios de reciclaje y
estudio permanentes. Desde ese convencimiento me matriculé y conseguí, una vez
ordenado sacerdote, la Diplomatura de Trabajo Social en la Universidad de Alicante.

Hasta aquí he tratado de subrayar algunas claves del sacerdocio ministerial


haciendo memoria de mi corta biografía presbiteral. No quisiera, sin embargo, reducir el
sacerdocio a las meras tareas sacerdotales. Apenas recién cumplidos dos años como
presbítero, un amigo del seminario me pidió que le predicara en su primera misa.
Aquella tarde le decía a él, aunque en realidad me decía a mí mismo: «créetelo: eres
sacerdote. De los pies a la cabeza. Joven, sin experiencia, con limitaciones, pero
sacerdote. Toda tu vida ahora es historia sacerdotal. (...) Sólo desde la convicción
profunda, desde la aceptación humilde y sincera, serás un buen sacerdote. No reniegues
de tu condición. Somos sacerdotes porque así lo ha querido Dios; y nosotros también.
Desde mi corta experiencia puedo asegurar que, a pesar de tantas cosas, vale la pena ser
cura; ser, no simplemente, ejercer» (Novelda, 8 julio 2001). Ahora con el paso de los
años, reconozco que es tan fácil confundir ser y hacer que, en más de una ocasión, he
necesitado vencer la tentación del activismo. Toda mi vida, haga o no haga nada, es
sacerdotal. ¡Soy, sí, soy sacerdote! Eso es lo que realmente soy y me hace feliz. Mas
como el obrar sigue al ser, no he parado ni un instante, no he podido dejar de amar,
servir y compartir la vida y la fe con aquellos que me han sido encomendados en
distintos lugares a lo largo de estos años. Después de estos años de ministerio, he de
confesar que soy un cura feliz. No se trata de una frase hecha, sino que es mi frecuente y
mejor curriculum de presentación.

4. ¡Qué agradecido estoy al Mesías Jesús, Señor nuestro!


¡Dios no me engañó!¡Me encanta ser cura! Me hace profundamente feliz y vivo
contento incluso en medio de los contratiempos y dificultades. Disfruto cada día con la
gente y con la tarea pastoral encomendada. ¡Cuántas personas extraordinarias he tenido la
suerte de conocer!¡Cuántos momentos y vivencias compartidas!¡Qué intensas son todas y
cada una de las jornadas! Por todo ello, no puedo dejar de dar gracias a Dios por haberme
dado la luz y las fuerzas necesarias para decirle sí y seguirle sin miedo. También a mi
familia, a mi comunidad de fe y a todos mis amigos de Benidorm que me apoyaron sin
dudarlo. En definitiva, a toda la Iglesia diocesana que me acompañó en el discernimiento y
la formación durante los años del Seminario. «¡Qué agradecido estoy a Aquel que me dio
fuerzas, al Mesías Jesús Señor nuestro, por la confianza que puso en mí al designarme para
su servicio!» (1 Tim 1,12).

No obstante, todo no ha sido fácil ni lo será en el futuro. Tomar conciencia de mis


limitaciones y debilidades me ha hecho muy libre y me recuerda que la formación
sacerdotal no acabó en el seminario, sino que es una asignatura permanente. ¡Somos de
Dios, nunca Dios! Sólo Él salva el mundo. Los obstáculos y las heridas del camino me han
permitido redescubrir la importancia del acompañamiento espiritual y el sacramento de la
penitencia. También la necesidad constante de conversión personal y eclesial, del trabajo
comunitario y corresponsable, confiando siempre en el protagonismo indiscutible del
Espíritu Santo que nos sorprende a cada paso. Sólo Dios, que es el Señor de la historia, nos
regala cada jornada y nos da el pan de cada día para que podamos aceptar y cumplir su
voluntad.

Mirando el futuro inmediato, me reafirmo en algunas indicaciones que hice recién


ordenado: «en nuestra Iglesia es hora de dejar los proyectos individualistas y ponernos a
trabajar en equipo, ir juntos, dejar de ser francotiradores, descubrir las necesidades
prioritarias de nuestra tierra y construir una casa de todos en la que puedan entrar todos:
los de siempre y los alejados, los jóvenes y los pobres, los obreros y los universitarios,
las familias y los excluidos de la sociedad. Ahora nos toca arrimarnos y caminar al lado
de esta gente alicantina, hacernos próximos a los no creyentes, a los descreídos y a los
indiferentes. Es nuestra misión, nuestro reto y nuestro gozo» (Confesiones de un joven
diácono, octubre 1998). Para ello la Eucaristía y la oración personal y comunitaria han
sido y serán alimento y aliento fundamental de mi vida ministerial. ¡Un regalo diario que
nunca agradeceré suficientemente! Sin lugar a dudas, mi tabla de salvación en medio del
frecuente trajín pastoral.

A todos aquellos que escucháis la voz insinuante de Dios invitándoos a ser


sacerdotes: ¡no tengáis miedo! Si Dios quiere contar conmigo y contigo, ¿por qué no?
Ser cura no es un privilegio ni un derecho, sino una invitación sorprendente de Dios. El
ministerio sacerdotal no se debe a ningún mérito personal, sino que es obra generosa de
Dios. Si Él te lo propone, ¡fíate! Serás feliz y harás que muchos otros también lo sean.

Concluyo con una petición: recemos por los sacerdotes. ¡Que no falten en
ninguna comunidad! Que Jesucristo, el Buen Pastor, nos haga santos y buenos pastores
según su Corazón. Él, que comenzó en nosotros la obra buena del sacerdocio
ministerial, felizmente la lleve a término. Que como María seamos «esclavos del Señor»
y nuestra vida proclame jubilosa «Aquí estoy, Señor, para hacer tu Voluntad» (Lc 1,38).
Así lo trataré de vivir, a partir de octubre, como misionero en la diócesis hermana de
Chimbote (Perú).

También podría gustarte