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Muchos se atrevieron incluso a citar aquello del fin del mundo. ¡Buah! ¡Bobadas! Decía
con mi destornillador alzado, como un científico resguardado en la seguridad de una
trinchera llamada ‘el día después’. Si quieren ver el concepto cercano a lo que es el fin
del mundo, puede que hasta se sientan identificados conmigo: Les invito a mi casa:
Hogar, dulce hogar. Vean a mis vecinos, tan maleducados y superiores, a mi suegra, tan
metomentodo, mi jardín, repleto de malas hierbas que quito y crecen y crecen, a los
jodidos políticos, a la guerra, al hambre, a las injusticias, los precios, yo tan quejica, a mi
perro… bueno, mi perro, salvo que se orina en casa de vez en cuando, es casi perfecto.
Mi vida, su vida, nuestra vida: ¡Eso sí que es el fin del mundo!
El caso es que estaba envuelto en una tarea encomendada por mi esposa. Cambiaba desde
uno de los dormitorios, en la planta alta de la casa, un enchufe. Astuto de mí, olvidé
desconectar el fusible correspondiente y con la toma de tierra en la mano, un cable verde,
otro marrón, sólo recuerdo: ¡Big, Bang, Bung!... y salí despedido hacia atrás. Menudo
calambrazo… ¡Coño!
Atolondrado, miré los bordes del enchufe que estaban ennegrecidos, por algo parecido al
hollín. Rasqué mi nariz. Me acerqué gateando a arreglarlo, habiendo gritado primero a mi
mujer para que desconectara el fusible. ¡Desconectado! gritó desde abajo. ¿Seguro?,
contesté. ¡Sí!, me replicó y yo, objeté: ¿estás completamente segura? ¡Que sí, joder!, gritó
ella. Vale, vale, si tú lo dices, dije en voz baja.
Pasé despacio un trapo. Pero un pequeño punto negro en la pared, se resistía. Era como
una pulga diminuta que resaltaba en el hermoso e impoluto blanco del enchufe. Froté,
froté y froté y no desapareció. Muy probablemente, mi mujer no se daría cuenta de ello.
Aunque, dadas sus manías del orden, sopesé que acabaría por hacerlo. De pronto, entró:
Dio media vuelta y corrió dolida escaleras abajo. Sus rabietas injustificadas, me llevaban
al histerismo y más cuando su madre se metía por medio. Maldiciéndola, acerqué el
destornillador para rascar la mancha y… ¡Voilà! ¡Adiós, destornillador! Un momento,
tuve que preguntarme. ¿Dónde narices se ha ido el destornillador? En busca de una
pregunta lógica, como si tuviera sentido, pregunté rascándome la sien: Cariño, ¿seguro…
seguro que desconectaste el fusible? Y la oí subir por las escaleras velozmente.
— Tú me odias, ¿verdad?
— ¡No!
— ¿Entonces por qué no confías en mí cuando te digo que lo desconecté?
— Cariño, es que no encuentro el destornillador y… la pared― decidí no seguir. ¡No
podía decir que la pared de su casa tenía un hambre atroz!
— ¿Qué?
— Nada.
— ¿Nada?
— ¡Nada, joder!
— Bien, vale. Muy bien.
— ¿Muy bien? Uy… cuando dices eso, mala cosa.
— Pues sí. Creo que tú y yo…― no acabó la frase. Salió llorando escaleras abajo.
Crucé mis piernas y apoyé mis brazos en el parqué. Debía pensar. El diminuto agujero
era ahora un poco más grande. Los cables pelados se retorcieron y fueron derritiéndose
hacia el agujero. De pronto, se difuminaron y desapareció entero. No había enchufe.
¡Mierda!
— Cariño, ¿dónde están las enciclopedias que nos tocaron con el periódico?
— Qué pasa… ¿Vas a obviar nuestro problema? ¿ahora te da por culturizarte? ¡Jódete,
coño!
— Tenemos un problema mucho más gordo, arriba.
— ¿Más importante que tú y yo? No hay amor, cariño, no hay amor.
Corrí hacia arriba y, al ver que el agujero tenía el tamaño de una pelota de baloncesto,
cerré la puerta y bajé asustado a toda prisa de nuevo.
— O solucionamos esto, o pido el divorcio hoy. ¡El divorcio! He llamado a mi madre por
teléfono, viene a buscarme, quiero que lo sepas. No pienso dormir contigo.
— ¿Emergencias?
— Sí. Necesito que envíen un equipo especial.
— ¿La razón?
— ¿La razón? Creo… ― me armé de valor y lo dije― creo que hay un agujero negro en
mi habitación.
Silencio.
— ¿Cómo?
— Escuche, creo que usted tiene un problema muy distinto. ¿La dirección, por favor, y su
nombre?
Se lo indiqué. Dense prisa, por favor. Fue lo último que les dije. Fui a abrir la puerta. Mi
suegra con semblante de hielo. Los vecinos, también.
La curiosidad encendió sus ojos. Les conduje al salón. Les hablé del enchufe y de lo que
había pasado al darme un calambre, y del caos que se había apoderado de esa casa, del
acelerador de partículas, y que el mundo racional en el que vivíamos corría un enorme
peligro. Me miraron incrédulos y les invité a subir. Mi vecino, que fue el único que se
animó a subir, le gustaba alardear delante de la gente sobre sus conocimientos científicos,
y me soltó una parrafada inmunda sobre la materia y la antimateria y un largo etcétera.
No volví a oírles. Todos desaparecieron arriba, comidos por ese agujero. Y, debo decir
que… ¡por fin hay paz y silencio! El agujero, parece contenerse desde ayer. Creo que
algo tiene que ver con el caos. Mientras lo mantenga a raya, no crece. Incluso a veces,
decrece. Lo cierto es que ya nadie me molesta y, quien lo haga o se atreva a
contradecirme en algo, le invitaré a subir a la segunda planta. Hoy, por ejemplo, un
vecino ha venido a preguntarme porqué no voy a las dichosas juntas: Yo le he contestado:
Suba. Allí lo solucionaremos. Entre a la primera habitación. En seguida, en seguida me
reúno con usted.